DOCUMENTO ANEXO: 7/2/61. Memorándum de Kemper Boyd a John Stanton. Marcado: «Confidencial. Entrega en mano.»

John:

He estado presionando sutilmente al Hermano Pequeño y a unos cuantos ayudantes de la Casa Blanca para sonsacarles información y lamento informarte de que, hasta la fecha, el Presidente se muestra ambiguo respecto a nuestros planes de invasión. Según parece, la inminencia de nuestros proyectos lo tiene indeciso. Es evidente que no quiere afrontar algo tan delicado cuando lleva tan poco tiempo al frente de la Administración.

El Presidente y el Fiscal General Kennedy han despachado con el director Dulles y con el director adjunto Bissell. El Hermano Pequeño asiste a muchas reuniones presidenciales de alto nivel y parece claro que está convirtiéndose en el principal consejero del Presidente en todos los temas urgentes. Para consternación de algunos amigos nuestros, Robert Kennedy sigue concentrado en el crimen organizado y parece desinteresado por el tema cubano. Según mis contactos, el Presidente no lo ha puesto al corriente de la situación de «todo a punto» de nuestros planes de invasión.

El campamento de Blessington ya está en situación de alerta. Se han suspendido los ciclos de instrucción de reclutas y, desde el 30/1/61, las cuarenta y cuatro literas están ocupadas por milicianos escogidos de otros campos de instrucción y específicamente entrenados en las tácticas de la guerra anfibia. Esos hombres constituyen ahora la Fuerza de Invasión de Blessington. Pete Bondurant y Douglas Frank Lockhart los están sometiendo a rigurosas maniobras diarias e informan de que la moral es muy alta.

La semana pasada visité Blessington para comprobar que todo estaba preparado para pasar a la acción antes de la visita de inspección del señor Bissell, el próximo 10/2/61. Me satisface decir que Pete y Lockhart han llevado las cosas de manera sobresaliente.

En estos momentos, las lanchas para el desembarco están amarradas en embarcaderos camuflados construidos por obreros reclutados entre los miembros del capítulo del Klan que preside Lockhart. Chuck Rogers le ha dado un curso de repaso de pilotaje a Ramón Gutiérrez, como parte de un plan urdido por Bondurant para hacer pasar a Gutiérrez por desertor cubano y que aterrice en Blessington el día de la Invasión con fotografías trucadas de atrocidades castristas para filtrarlas a la prensa como si fueran auténticas. Armas y munición están inventariadas y preparadas. Se está disponiendo una ensenada, a algo menos de un kilómetro del campamento, para alojar las tropas que compondrán la fuerza de invasión de Blessington. El emplazamiento deberá estar a punto el 16/2/61.

Ahora tengo libertad para ir a Florida de vez en cuando, sobre todo porque los hermanos se han tragado la explicación que les di hace un año, respecto a que el señor Hoover me había forzado a espiar a los grupos anticastristas de la zona de Miami. Mi tarea actual en el Departamento de Justicia —investigar las acusaciones de los negros a los que se ha impedido ejercer el derecho de voto— debería tenerme secuestrado en el Sur durante un tiempo. Solicité este destino concretamente por su proximidad a Miami y a Blessington. Mi origen sureño convenció al Hermano Pequeño para darme el trabajo. Yo mismo he escogido mis primeros distritos electorales a investigar y me he decidido por la zona en torno a Anniston, Alabama. Hay ocho vuelos comerciales diarios a Miami, lo cual hace que pueda saltar de un trabajo al otro en cuestión de hora y media. Si me necesitas, llama a mi servicio de mensajes de Washington o ponte en contacto directo conmigo en el motel Wigwam, en las afueras de Anniston. (No digas lo que estás pensando: ya sé que es un lugar indigno de mí.)

Permíteme insistir una vez más en la importancia de ocultar al Hermano Pequeño cualquier vinculación entre la Agencia y la Organización. Cuando el Hermano Mayor lo nombró Fiscal General, me quedé tan sorprendido y decepcionado como nuestros colegas sicilianos. Su fervor contra la Organización no ha hecho sino aumentar y no queremos que se entere de que los señores C.M., S.G. y J.R. han donado dinero a la causa, ni tampoco de la existencia de nuestro negocio callejero en Miami. Por el momento, basta. Nos veremos en Blessington el 10/2.

DOCUMENTO ANEXO: 9/2/61. Memorándum de John Stanton a Kemper Boyd. Marcado: «Confidencial. Entrega en mano.»

Kemper:

He recibido tu escrito. Parece que todo está de primera, aunque me gustaría que el Hermano Mayor no tuviera tantas dudas. He añadido unos cuantos retoques a nuestro plan básico de invasión para Blessington. ¿Querrás darme tu opinión cuando nos encontremos para la inspección?

1) He designado a Pete Bondurant y a Chuck Rogers para coordinar la seguridad en Blessington y las comunicaciones entre el campo y otros puntos de embarque en Nicaragua y Guatemala. Rogers puede volar de un campamento a otro y creo que Pete será especialmente eficaz como delegado volante para el mantenimiento del orden.

2) Teo Páez ha incorporado a un nuevo recluta, Néstor Javier Chasco, nacido el 12/4/23. Es un individuo a quien conoció en La Habana cuando Teo dirigía una red de informadores para la United Fruit. Chasco se infiltró en numerosos grupos de izquierda y en una ocasión frustró el intento de asesinato de un ejecutivo de la compañía.

Cuando Castro tomó el poder, Chasco se infiltró en la operación de tráfico de heroína que desde la isla había montado Raúl Castro e hizo llegar parte de la droga a los rebeldes anticastristas, los cuales, naturalmente, la vendieron para comprar armas con los beneficios. Chasco es un experimentado traficante, un experto interrogador y un tirador de primera, preparado en el ejército cubano, a quien el presidente Batista puso a disposición de diversos líderes de gobiernos de América del Sur. Según Teo, Chasco asesinó a catorce insurgentes izquierdistas por lo menos entre los años 1951 y 1958.

Chasco, que ha estado viviendo de la venta de marihuana, escapó de Cuba en barca el mes pasado. Se puso en contacto con Páez en Miami y le pidió que le encontrara trabajo al servicio de la causa. Teo lo presentó a Pete Bondurant y más tarde me describió la reunión como «un amor a primera vista».

Pete no podía ponerse en contacto contigo, de modo que lo hizo conmigo y me recomendó que diéramos enseguida un empleo a Néstor Chasco en Blessington y en el negocio de Miami. Conocí a Chasco y quedé muy impresionado. Lo contraté inmediatamente e hice que Pete lo presentara a los demás miembros del grupo de elite. Páez me dijo que las reuniones fueron amistosas. Chasco está aprendiendo los intríngulis del negocio y también trabaja en Blessington como instructor. Se encargará de moverse entre Blessington, Miami y nuestras instalaciones oficiales en Guatemala y Nicaragua; un inspector que estaba de paso en Blessington tomó nota de sus dotes como instructor y se apresuró a elevar una petición personal directamente al señor Bissell.

Conocerás a Chasco durante la inspección. Creo que tú también quedarás impresionado.

3) Durante el periodo crítico previo a la invasión, quiero que Chasco y tú patrulléis los puntos de venta habituales del grupo de elite en Miami. Nuestras fuentes en la isla esperan que el espionaje cubano filtre algún dato respecto al plan de invasión y quiero asegurarme de que los grupos procastristas de la ciudad no intentan golpearnos en un momento en que nos imaginan concentrados únicamente en la logística de la invasión. No creo que te resulte difícil hacerlo. Miami es accesible desde Anniston y puedes decirle al Hermano Pequeño que el señor H. te envía a Florida a controlar las actividades procastristas.

Terminaré con una petición embarazosa.

Carlos M. ha donado trescientos mil dólares adicionales para armas a Guy Banister. Ese hombre es un gran amigo de la causa, y el Hermano Pequeño le infunde un temor muy profundo (y justificado, en mi opinión). ¿Podrías averiguar qué planes tiene Bobby respecto a Carlos?

Te agradezco anticipadamente que te intereses por esto. Nos veremos mañana en Blessington.

John

59

(Blessington, 10/2/61)

Vista a la izquierda, vista a la derecha. Presenten armas, abrir los seguros… veamos esas cámaras de M-1 limpias de polvo.

El campo de ejercicios refulgía bajo el sol. Los hispanos se movían como animadoras: todos los giros y movimientos de armas perfectamente sincronizados.

Lockhart marcó el paso. Néstor Chasco hacía de abanderado. La bandera de las barras y estrellas y el estandarte con el monstruoso pitbull terrier ondeaban al viento.

Pete encabezó una comitiva de inspección en traje de gala. Tras él se encontraban Richard Bissell y John Stanton, dos civiles fornidos con trajes de lana peinada.

La tropa llevaba uniformes de campaña impolutos y cascos cromados. Fulo, Páez, Delsol y Gutiérrez, como oficiales de la unidad, ocupaban un lugar destacado a un costado de la formación.

Boyd seguía la escena desde el embarcadero. No quería que unos reclutas conocieran su cara.

Pete pasó revista al armamento. Bissell repartió palmaditas y sonrisas. Stanton reprimió un bostezo, conocedor de que todo aquello eran meras relaciones públicas.

—¡Armas al hombro! —mandó Lockhart—. ¡En posición de salvas de ordenanza! ¡Fuego!

Cuarenta y cuatro fusiles dispararon. Chasco avanzó diez pasos al frente, dio media vuelta y saludó, inclinando las banderas hasta donde le alcanzaba el brazo.

—¡Descansen armas! —mandó Lockhart. Los hombres bajaron los fusiles uno a uno con un elegante efecto de ola.

Bissell se quedó boquiabierto. Stanton aplaudió.

Boyd observó con atención a Chasco. Stanton se había deshecho en elogios de aquel tipejo: Chasco comía carne de tarántula y bebía orina de pantera. Chasco mataba rojos desde Rangún a Río.

Chasco carraspeó y escupió sobre la acera.

—Es un placer estar entre vosotros, aquí en Norteamérica. Es un honor poder combatir contra el tirano Fidel y es un honor para mí presentaros al señor Richard Bissell.

Una locomotora de aplausos se puso en marcha, chu-chu-chu. Cincuenta voces a coro pusieron en marcha una locomotora de vítores: chu-chu-chuuu…

Bissell pidió silencio por gestos.

—El señor Chasco tiene razón. Fidel Castro es un tirano, un asesino que necesita que le bajen los humos. Estoy aquí para deciros que vamos a hacerlo y, muy probablemente, en un futuro nada lejano.

CHU-CHU-CHU-CHU-CHU-CHU

Bissell gesticuló al estilo Kennedy.

—Veo que tenéis la moral alta y esto es magnífico. La moral también está muy alta en el interior de Cuba y debo confiaros que, en este momento, ese ánimo impulsa a un contingente que calculamos en tres o cuatro brigadas completas. Me refiero a cubanos del interior que sólo esperan a que establezcáis una cabeza de playa y les mostréis el camino hasta el salón de Fidel Castro.

CHU-CHU-CHU-CHU-CHU-CHU

—Vosotros, junto a muchos otros, vais a invadir y a recuperar vuestra patria. Vais a sumaros a las fuerzas anticastristas que actúan en la isla y vais a deponer a Fidel. En este momento tenemos cerca de mil seiscientos hombres distribuidos en Guatemala, en Nicaragua y a lo largo de la costa del Golfo, preparados para ser embarcados desde instalaciones costeras. Vosotros os contáis entre esas tropas. Formáis una unidad de elite que va a entrar en acción contra el enemigo. Os cubrirá una dotación de B-26 y os escoltará hasta vuestra patria una flotilla de buques de abastecimiento de la Marina de Estados Unidos. La victoria es vuestra. Celebraréis la Navidad con vuestros seres queridos en una Cuba liberada.

Pete dio la señal. Una salva de cuarenta y cuatro disparos de fusil hizo enmudecer a Bissell.

Stanton ofreció un almuerzo en el motel Breakers. La lista de invitados se componía exclusivamente de blancos: Pete, Bissell, Boyd, Chuck Rogers.

El lugar era propiedad de Santo Junior. Los hombres de Blessington comieron y bebieron a dos carrillos. En la cafetería servían comida italiana de baja categoría; auténtica bazofia.

Ocuparon una mesa escogida junto a la ventana. Bissell monopolizó la conversación; nadie pudo meter la menor baza. Pete, sentado al lado de Boyd, picó de un plato de linguine.

Chuck repartió cervezas. Boyd le pasó una nota a Pete:

Chasco me cae bien. Tiene esa mirada de «no me subestimes porque sea pequeño» que siempre me recuerda a W.J. Littell. ¿No podríamos ordenarle que le pegue un tiro a Fidel?

Pete garabateó una respuesta en la servilleta:

Hagamos que se cargue a Fidel y a Littell. Jimmy está asustado y furioso porque le han robado los libros del fondo de pensiones y nosotros somos los únicos que sabemos quién lo ha hecho. ¿No podríamos hacer algo al respecto?

Boyd escribió NO en la carta del menú. Pete soltó una carcajada.

Bissell se lo tomó a mal.

—¿He dicho algo divertido, señor Bondurant?

—No, señor.

—Desde luego que no. Estaba diciendo que ha habido varias reuniones con el presidente Kennedy, pero todavía no se ha comprometido a marcar una fecha para la invasión y eso no tiene nada de gracioso.

Pete se sirvió una cerveza.

—El señor Dulles describe al Presidente como «entusiasta, pero cauteloso» —comentó Stanton.

—Nuestra arma secreta es el señor Boyd —sonrió Bissell—. Es nuestro confidente entre los Kennedy, e imagino que, si surgiera la necesidad, podría revelar su pertenencia a la Agencia y entonces apoyar abiertamente nuestro plan de invasión.

Pete congeló el instante: Boyd a punto de saltar.

Stanton se apresuró a intervenir.

—El señor Bissell bromea, Kemper.

—Ya lo sé. Y sé que comprende lo complejas que se han vuelto nuestras alianzas.

—Desde luego, señor Boyd. —Bissell jugó con su servilleta—. Y también sé lo generosos que han sido para con la causa el señor Hoffa, el señor Marcello y algunos otros caballeros italianos. Sé que usted tiene cierta influencia en el entorno de los Kennedy. Y, como principal coordinador del Presidente en el tema cubano, también sé que Fidel Castro y el comunismo son mucho peores que la mafia, aunque no se me ocurriría nunca pedirle que interceda por nuestros amigos, porque podría costarle su total credibilidad ante sus sagrados Kennedy.

Stanton dejó caer la cuchara de la sopa. Pete exhaló un largo y profundo jadeo.

Boyd exhibió una mueca tensa que quería ser una sonrisa.

—Me alegro de que piense así, señor Bissell. Porque si me lo pidiera, tendría que mandarlo a tomar por el culo.

60

(Washington, D.C., 6/3/61)

Tomó tres tragos por noche; ni uno más, ni uno menos.

Pasó del whisky a la ginebra. El ardor compensaba la escasez en cantidad.

Tres tragos estimulaban sus odios. Cuatro o más los desataban sin freno.

Tres tragos le decían «proyectas peligro». Cuatro o más decían «eres repulsivo y cojeas».

Siempre bebía de cara al espejo del pasillo. El cristal estaba desportillado y agrietado; su nuevo apartamento estaba amueblado con lo más barato.

Littell dio cuenta de los tragos: uno, dos, tres. El calor le permitió discutir consigo mismo.

Faltan dos días para que cumplas los cuarenta y ocho. Helen te ha dejado. J. Edgar Hoover te ha jodido; tú lo jodiste a él y te la ha devuelto de una forma mucho más efectiva.

Arriesgaste la vida en vano. Robert F. Kennedy te ha vuelto la espalda. Te metiste en el mismo infierno para encontrarte con un rechazo de mero formulario.

Intentaste ponerte en contacto con Bobby personalmente, pero los acólitos te echaron. Le enviaste cuatro cartas y no tuviste respuesta a ninguna.

Kemper intentó conseguirte trabajo en el Departamento de Justicia. Bobby dijo que no. El presunto enemigo de Hoover se inclina ante Hoover. Hoover puso la guinda: ninguna empresa, ninguna facultad de Derecho te dará empleo.

Kemper sabe que tienes los libros y te teme. Ese miedo define ahora vuestra relación.

Acudiste a un retiro jesuita de Milwaukee. Los periódicos loaron tu atrevimiento: MISTERIOSO LADRÓN DE ARTE ARRASA UNA PROPIEDAD EN LAKE GENEVA. Hiciste algunos trabajos para el monseñor e impusiste tu propio código de silencio.

Te apartaste de la botella. Recuperaste fuerzas. Estudiaste textos de criptografía. La oración te enseñó a quién odiar y a quién perdonar.

Leíste una necrológica en el Chicago Trib: Court Meade, muerto de un ataque cardíaco fulminante.

Visitaste viejos fantasmas. Los internados donde creciste siguen produciendo robots jesuíticos.

Tienes licencia para ejercer en el Distrito Federal. Hoover te dejó una vía de escape… que salía a su patio trasero.

El traslado al este resultó vigorizante. A los bufetes de Washington que buscaban aspirantes, tu pedigrí comunista los puso al borde del colapso.

Kemper se pone en contacto. Kemper, el campechano, todavía es amigo de los viejos colegas de robo de coches. Los ladrones de coches eran propensos a procesos federales y siempre necesitaban un representante barato.

Los ladrones de coches te han proporcionado trabajo esporádico; lo suficiente para pagar el apartamento y tres tragos cada noche. Kemper llamó para charlar. No mencionó en ningún momento los libros. No se puede odiar a un hombre tan admirable. No se puede odiar a un hombre tan inmune al odio.

Te dio grandes regalos. Que compensan sus traiciones.

Kemper califica de conmovedor su trabajo en pro de los derechos civiles. Es esa «nobleza obliga» que los Kennedy demuestran con tanta condescendencia.

Odias la seducción en masa que Joe Kennedy ha financiado. Tus padres adoptivos te compraron un juguete barato por Navidades. Joe ha comprado a sus hijos el mundo entero con su dinero canceroso.

La oración te enseñó a odiar la falsedad. La oración te dio perspectiva. La oración fue como una mordaza sobre la mentira.

Ves la cara del Presidente y conoces su juego. Ves a Jimmy Hoffa encontrar una vía de escape de las acusaciones sobre Sun Valley: un periodista habla de insuficiencia de pruebas.

Tú guardas bazas para deshacer tal injusticia. Guardas bazas para llevar a juicio la seducción de los Kennedy.

Puedes descifrar el resto del código de los libros contables. Puedes poner al descubierto al Aristócrata Ladrón y a su hijo, el pequeño Führer priápico.

Littell sacó sus libros de criptografía. Tres tragos cada noche le enseñaron una cosa.

Estás hecho una ruina, pero eres capaz de lo que sea.

61

(Washington, D.C., 14/3/61)

Bobby presidió la reunión. Catorce abogados acercaron sus sillas y sostuvieron libretas de notas y ceniceros sobre las rodillas.

En la sala de reuniones había corriente de aire. Kemper se apoyó contra la pared del fondo con la gabardina sobre los hombros.

El Fiscal General bramaba con voz ronca. No era necesario acercarse para oírlo. Y tenía tiempo sobrado, pues una tormenta había demorado su vuelo a Alabama.

—Ya saben por qué los he llamado y ya conocen su trabajo básico. Desde la toma de posesión he estado muy ocupado con la burocracia y no he podido encargarme de revisar los casos, de modo que he decidido dejar eso en sus manos. Ustedes forman la unidad contra el Hampa y ya saben cuál es su tarea. Y que me aspen si voy a esperar un momento más.

Los hombres sacaron lápices y plumas. Bobby se sentó a horcajadas en una silla, de cara a ellos.

—Tenemos abogados e investigadores propios y cualquier abogado que se merezca el sueldo es también un investigador improvisado. Tenemos agentes del FBI que podemos utilizar según necesitemos, si logro convencer al señor Hoover de que modifique un poco sus prioridades. Aún sigue convencido de que los comunistas del interior son más peligrosos que la delincuencia organizada, y creo que conseguir una mayor colaboración del FBI será un obstáculo a vencer.

Hubo una sonrisa general. Un policía que había sido miembro del comité McClellan proclamó:

—¡Venceremos!

—Sí. —Bobby se aflojó el nudo de la corbata—. Y el asesor ambulante Kemper Boyd, que nos espía desde el gallinero, pondrá fin a las prácticas de exclusión racial de los estados del Sur. No pediré al señor Boyd que se una a nosotros porque eso de acechar desde el fondo de la sala es su permanente modus operandi.

Kemper hizo un gesto con la mano.

—Soy un espía…

—Eso ha mantenido siempre el Presidente. —Bobby le devolvió el gesto.

Kemper se rió. Ahora le caía bien a aquel gilipollas; la ruptura con Laura había cambiado las cosas para Bob.

Claire y Laura seguían viéndose. Kemper recibía noticias con regularidad desde Nueva York.

—Basta de tonterías —continuó Bobby—. Las sesiones del comité McClellan nos han proporcionado una lista de jefes, a la cabeza de la cual figuran Jimmy Hoffa, Sam Giancana, Johnny Rosselli y Carlos Marcello. Quiero que me consigan los expedientes del Servicio de Contribuciones sobre estos hombres y que se revisen los expedientes de inteligencia de los departamentos de Chicago, Nueva York, Los Ángeles, Miami, Cleveland y Tampa por si aparece alguna mención a ellos. También quiero exposiciones por escrito de los motivos fundados de sospecha, para que podamos solicitar un mandamiento judicial sobre los libros financieros y registros personales de esos individuos.

—¿Qué hay de Hoffa en concreto? —preguntó uno de los hombres—. El jurado no ha podido emitir un veredicto en lo de Sun Valley, pero tiene que haber otros aspectos que podamos utilizar.

—Un jurado dividido en la primera vista del caso significa una absolución a la segunda. —Bobby se arremangó—. He descartado la esperanza de seguir el rastro de los tres millones fantasmas y empiezo a pensar que los presuntos libros «auténticos» del Fondo no son sino una fantasía. Creo que debemos convocar grandes jurados y proporcionarles las pruebas contra Hoffa. Y, ya que estamos en esto, tengo la intención de presentar un proyecto de ley federal por el que se exija a los cuerpos de Policía municipales la autorización escrita del Departamento de Justicia para efectuar escuchas telefónicas. De este modo, tendremos acceso a todas las escuchas que se hagan en el país.

Los reunidos aplaudieron y lanzaron vítores. Un antiguo miembro del Comité McClellan lanzó varios ganchos de izquierda simulados. Bobby se puso en pie y continuó.

—He descubierto una vieja orden de deportación de Carlos Marcello. Nació en Túnez, en el norte de África, de padres italianos, pero tiene un certificado de nacimiento falso expedido en Guatemala. Me propongo deportarlo allí y quiero hacerlo cuanto antes.

Kemper empezó a sudar ligeramente…

62

(Territorio mexicano, 22/3/61)

Los campos de amapolas asaltaban el horizonte. Las cápsulas rezumantes de droga cubrían un valle de una extensión semejante a la mitad del estado de Rhode Island. Los presos de la cárcel se encargaban de los trabajos agrícolas. Los policías mexicanos hacían restallar el látigo y se ocupaban de la transformación.

Heshie Ryskind guió la visita. Pete y Chuck Rogers lo siguieron y le dejaron ejercer de maestro de ceremonias.

—Esta finca nos ha suministrado a Santo y a mí durante años. También convierten opio en morfina para la Agencia, porque ésta siempre da respaldo a insurgentes derechistas que sufren muchas bajas y necesitan un suministro permanente de morfina como medicación. La mayoría de los zombis que trabajan aquí se queda una vez terminada la condena, porque lo único que quiere es chupar de la pipa y comer una tortilla de vez en cuando. Ojalá mis necesidades fueran tan simples. Ojalá no necesitase nueve jodidos médicos a mi disposición por culpa de mi hipocondría, y ojalá no tuviera la osadía de intentar batir el récord del mundo de mamadas recibidas, porque creo que he alcanzado el punto en que tanta succión le está haciendo a mi próstata más daño que beneficio. Y ya no soy el mismo imán para las mamadas que tiempo atrás. Ahora, para animarme un poco, tengo que ir acompañado de un buen buscacoños. Últimamente, hago que Dick Contino me encuentre los pichones. Acudo a todas sus actuaciones y Dick me provee de toda la succión extra que preciso.

Se puso el sol. Hacían el recorrido en rickshaws tirados por presos yonquis.

—Necesitamos cinco kilos sin cortar para Miami. No podré volver allí hasta después de la invasión.

—Eso, si ese chico tuyo, Jack, aprueba la acción —apuntó Chuck con una breve risa—. Y eso cuando lo haga, claro.

Pete presionó un bulbo y de éste rezumó la basura blanca.

—Y quiero un suministro sustancial de morfina para los médicos de Blessington. Partamos del supuesto de que ésta es nuestra última visita en cierto tiempo.

Heshie se apoyó en el vehículo. El piloto llevaba un taparrabos y una gorra de béisbol de los Dodgers.

—Todo eso puede arreglarse. En mucho más sencillo que concertar mamadas para sesenta en algún alborotado congreso de camioneros.

Chuck se aplicó el jugo de la cápsula en un corte del afeitado.

—Noto la mandíbula ligeramente insensible. Es un efecto agradable, pero no echaría a perder mi vida por él.

Pete se rió.

—Estoy cansado —dijo Heshie—. Volveré para ocuparme de que carguen tu material y luego echaré una cabezada.

Chuck montó en el rickshaw. El porteador parecía un jodido Quasimodo.

Pete se puso de puntillas. La vista se extendía hasta muy lejos.

Un millar de hileras de plantas, tal vez. Veinte esclavos, quizá, por hilera. Mano de obra barata: un camastro, arroz y fríjoles. Pocos gastos generales.

Chuck y Heshie se alejaron. Pete contempló la desquiciada carrera de arrastre de los rickshaws.

Boyd decía que el señor Hoover tenía una máxima: El anticomunismo hace extraños compañeros de cama.

Volaron de México a Guatemala. La Piper Deuce surcaba el aire perezosamente; Chuck había cargado a tope la bodega.

La había llenado de fusiles, panfletos incendiarios, heroína, morfina, tortillas, tequila, botas de campaña de los excedentes del Ejército, muñecos de vudú de Martin Luther Negro, números atrasados de Hush-Hush y quinientas copias mimeográficas de un informe, conseguido en la oficina del FBI de Los Ángeles y que Guy Banister había puesto en circulación, en el que se establecía que, si bien el señor Hoover sabía perfectamente que el presidente John F. Kennedy no jugaba a los médicos con Marilyn Monroe, mantenía a la actriz bajo vigilancia intensiva y había anotado cuidadosamente que durante las últimas seis semanas se había dado sendos revolcones con Louis Prima, con dos marines fuera de servicio, con Spade Cooley, con Franchot Tone, con Yves Montand, con Stan Kenton, con David Seville de David Seville y los Chipmuncks, con cuatro repartidores de pizzas, con el boxeador de los pesos gallos Fighting Harada y con el disc jockey de una emisora de rhythm and blues sólo para negros.

Chuck lo denominó «ordenanza fundamental».

Pete intentó descabezar un sueñecito, pero la sensación de mareo lo mantuvo despierto. El campo de entrenamiento apareció de pronto en una ribera cubierta de nubes, según lo previsto.

La base era muy grande. Desde el aire parecía tener diez veces la extensión de Blessington. Chuck maniobró los alerones e inició el descenso. Pete vomitó por la ventana apenas las ruedas tocaron la pista.

El aparato rodó por ella hasta los cobertizos. Pete hizo gárgaras con tequila para lavarse los dientes. Los reclutas cubanos abrieron la bodega y descargaron los fusiles.

Un funcionario se acercó rápidamente con formularios de suministros. Pete bajó del aparato y los pormenorizó: armas, bebida para la cantina, ejemplares de Hush-Hush y propaganda anti Barbas.

—Pueden comer ahora —les propuso el individuo—, o esperar a los señores Boyd y Stanton.

—De momento, daré un paseíto. Es la primera vez que estoy aquí. Chuck meó en la pista.

—¿Alguna novedad sobre la fecha de partida? —preguntó Pete.

El funcionario movió la cabeza en gesto de negativa.

—Kennedy sigue indeciso. El señor Bissell empieza a pensar que tendremos suerte si se produce antes del verano.

—Jack dará la orden. Comprenderá que es un plato demasiado sabroso como para privarse de él.

Pete deambuló por las instalaciones. El campamento era una Disneylandia para asesinos.

Seiscientos cubanos. Cincuenta blancos a su cargo. Doce barracones, un campo de instrucción, un campo de tiro de armas cortas, una pista de aterrizaje, un centro de operaciones, una pista de maniobras y un túnel para simulación de guerra química.

A un kilómetro y medio hacia el sur, tres embarcaderos penetran en las aguas del Golfo. Cuatro decenas de vehículos anfibios armados con ametralladoras de calibre 50.

Un polvorín. Un hospital de campaña. Una capilla católica con un capellán bilingüe.

Pete continuó su paseo. Unos antiguos reclutas de Blessington lo saludaron. Los oficiales le enseñaron un buen montón de basura.

Observó a Néstor Chasco, que simulaba técnicas de asesinato como si estuviera en un escenario.

Observó el taller de adoctrinamiento antirrojos.

Observó los ejercicios de abusos verbales, calculados para aumentar la subordinación de la tropa.

Observó las reservas de anfetaminas del sanitario (valor en cápsulas para antes de la invasión).

Observó el alboroto que reinaba en un recinto cerrado por las alambradas. Allí, algunos reclutas estaban bajo los efectos de una droga llamada LSD. Unos chillaban, otros lloraban y otros más se reían como si el LSD fuera toda una juerga. Un oficial le comentó que esto le había sugerido una idea a John Stanton: inundar Cuba con aquella basura antes de invadir la isla.

En Langley habían apoyado la idea. La habían embellecido: «¡Provoquemos alucinaciones en masa y representemos la Segunda Venida de Cristo!» La Agencia incluso encontró algunos actores suicidas. En Langley los engalanaron para darles aspecto de auténticos Jesucristos. La Agencia los mantenía preparados para la operación previa a la invasión, junto con la saturación de droga.

Pete se rió con carcajadas como aullidos.

—No tiene ninguna gracia —dijo el oficial. Un soldado saturado de droga se abrió la bragueta y se hizo una paja.

Pete continuó su paseo. Todo estaba brillante y reluciente.

Observó los ejercicios de instrucción con bayoneta. Contempló los jeeps impolutos. Se fijó en el sacerdote de aspecto borrachín que dispensaba la Sagrada Comunión al aire libre.

Los altavoces anunciaron el turno de comedor. Eran las cinco de la tarde y aún faltaba mucho para que anocheciera; los militares siempre cenaban temprano.

Pete anduvo hasta la cantina. Una mesa de billar y una barra ocupaban dos terceras partes del recinto.

Boyd y Stanton hicieron su entrada. Un gigantón, reluciente con su uniforme caqui de paracaidista francés, se detuvo en la puerta impidiendo el paso.

Entrez, Laurent —dijo Kemper.

El tipo, de orejas de soplillo, era decididamente enorme y tenía ese porte condescendiente e imperialista de los gabachos.

Pete lo recibió con una inclinación de cabeza.

Salut, capitaine.

—Laurent Guéry, Pete Bondurant —los presentó Boyd entre sonrisas.

El francés hizo chocar los tacones.

Monsieur Bondurant, c’est un grand plaisir de faire votre connaissance. On dit que vous êtes un grand patriote.

Pete se arrancó con una respuesta en quebequés.

Tout le plaisir est à moi, capitaine. Mais je suis beaucoup plus profiteur que patriote.

El francés se echó a reír.

—Tradúceme eso, Kemper —dijo Stanton—. Empiezo a sentirme un patán ignorante.

—No te pierdes gran cosa.

—¿Quieres decir que todo esto es, simplemente, un intento de mostrarte civilizado con el único francés de tus dimensiones que existe en el mundo, aparte de ti?

El francés se encogió de hombros:

Quoi? Quoi? Quoi?

Vous êtes quoi donc, capitaine? Êtes-vous un fanático derechista? —Pete le guiñó un ojo—. Êtes-vous un mercenario en la bicoca cubana?

El francés se encogió de hombros nuevamente.

Quoi? Quoi? Quoi?

Boyd llevó a Pete al porche. Los hispanos corrían a formar para la cena al otro lado del campo de instrucción.

—Sé amable, Pete. Es de la Agencia.

—¿Y qué coño hace allí?

—Dispara contra la gente.

—Entonces, dile que se cargue a Fidel y que aprenda inglés. Dile que haga algo que me impresione; mientras tanto, para mí no es más que otro matón gabacho.

Boyd respondió tras una carcajada.

—El mes pasado mató a un hombre llamado Lumumba en el Congo.

—¿Y qué?

—También se ha cargado a algunos argelinos destacados.

—Pues dile a Jack que lo envíe a La Habana. —Pete encendió un cigarrillo—. Y envía a Néstor con él. Y dile a Jack que está en deuda conmigo por el asunto Nixon-Hughes y que, por lo que a mí se refiere, la historia no avanza lo bastante deprisa. Dile que nos dé una fecha de partida o yo mismo me embarcaré hasta la isla y me cargaré a Fidel.

—Ten paciencia —respondió Boyd—. Jack todavía está poniéndose al día, e invadir un país que tienen en su poder los comunistas es un gran compromiso. Dulles y Bissell no hacen más que insistirle y estoy convencido de que accederá dentro de poco.

Pete soltó un puntapié contra una lata, que salió despedida del porche. Boyd sacó su arma y vació el cargador. La lata saltó en un baile hasta el otro lado de la pista de maniobras.

De la cola para el comedor surgieron algunos aplausos. El eco de los estampidos había hecho que alguno de los hombres se tapara los oídos.

Pete dio puntapiés a los casquillos.

—Tú habla con Jack —insistió—. Dile que la invasión es buena para los negocios.

Boyd hizo girar el arma con un dedo en el guardamonte.

—No puedo defender abiertamente la invasión sin delatar mi vinculación con la Agencia. Y ya tengo suficiente suerte de disponer de una tapadera del FBI para poder estar en Florida.

—Ese asunto de los derechos humanos debe de ser todo un regalo. Sólo tienes que cumplir los trámites y volar a Miami cuando empiezas a estar harto de tanto negro.

—Las cosas no son así.

—¿Ah, no?

—No. Los negros con los que trabajo me gustan tanto como a ti tus cubanos y, puestos a ello, yo diría que las protestas de los míos están bastante más justificadas.

Pete arrojó el cigarrillo.

—Di lo que te parezca, pero yo insisto: eres demasiado indulgente.

—Querrás decir que no dejo que la gente me afecte.

—No, no me refiero a eso. Lo que quiero decir es que das por buenas demasiadas debilidades en la gente. Y por mi dinero te juro que es una especie de actitud condescendiente de niño rico que te han contagiado los Kennedy.

Boyd montó otro cargador en el arma e introdujo una bala en la cámara.

—Acepto que Jack tenga esa actitud —comentó—, pero Bobby no. Bobby es sincero en sus juicios y en sus odios.

—Y detesta a unos tipos que son muy amigos nuestros.

—Sí. Y empieza a detestar a Carlos Marcello más de lo que yo quisiera.

—¿Se lo has contado a Carlos?

—Todavía no. Pero si las cosas se ponen un poco más feas, quizá te pida que lo ayudes a salir del apuro.

Pete hizo crujir unos cuantos nudillos.

—Y yo diré que sí, sin preguntas. Pero ahora, dime tú que sí a una cosa…

Boyd apuntó a un montón de tierra a veinte metros de distancia.

—No. No puedes matar a Ward Littell.

—¿Por qué?

—Porque tiene esos libros a buen recaudo.

—Entonces, lo torturo hasta conseguir la información pertinente y luego lo mato.

—No funcionará.

—¿Por qué?

Boyd le voló la cabeza a una serpiente de cascabel.

—He preguntado por qué, Kemper.

—Porque Littell estaría dispuesto a morir con tal de demostrar que es capaz de hacerlo.

63

(Washington, D.C., 26/3/61)

En las tarjetas ponía:

Ward J. Littell

Asesor legal

Licencia del Colegio Federal

OL6-4809

Sin dirección: no quería que los clientes supieran que trabajaba fuera de su apartamento. Y nada de cartón satinado o de letras en relieve. En realidad, no podía permitírselo.

Littell rondó la antesala del tercer piso. Los comparecientes ante el juez cogieron su tarjeta y lo miraron como si estuviera chiflado.

Picapleitos. Seguidor de ambulancias. Abogado de mediana edad arruinado.

Los juzgados federales resultaron un negocio boyante. Seis secciones y todos los tribunales a tope de trabajo: todos los acusados, tipos de clase baja sin representante legal, idóneos como posibles clientes.

Littell repartió tarjetas.

Un hombre arrojó una colilla hacia él.

Vio aparecer a Kemper Boyd. Un Kemper muy guapo: tan atractivo y acicalado que relucía.

—¿Puedo invitarte a una copa?

—Ya no bebo como antes.

—¿A almorzar, entonces?

—Desde luego.

El restaurante Hay-Adams quedaba frente a la Casa Blanca. Kemper no dejó de echar miradas por la ventana.

—… y mi trabajo consiste en tomar declaraciones y enviarlas al Tribunal Federal de Distrito. Intentamos conseguir que los negros a quienes se ha impedido votar en otras ocasiones no sean excluidos a base de reclamarles el pago de impuestos ilegales o de obligarlos a pasar pruebas de alfabetización que los chupatintas de Alabama quieren que suspendan.

—Y estoy seguro de que los Kennedy amañarán cláusulas legales vinculantes que aseguren que todos los negros de Alabama se registren como demócratas —apuntó Littell con una sonrisa—. Hay que tener presentes cosas como ésa en los primeros compases de la construcción de una dinastía.

Kemper soltó una carcajada.

—El Presidente no tiene una visión tan cínica de la política sobre derechos civiles.

—¿Lo es tu aplicación de esa política?

—Apenas. He considerado la represión imprudente e inútil.

—¿Y te gusta esa gente?

—Sí.

—Has recuperado con fuerza tu acento sureño…

—Desarma a la gente con la que trato. Agradecen que un blanco del sur esté de su parte. Veo que sonríes, Ward. ¿A qué viene eso?

Littell tomó un sorbo de café antes de responder.

—Se me ha ocurrido que Alabama está bastante cerca de Florida.

—Siempre has sido muy rápido.

—¿Y el Fiscal General sabe que tienes dos empleos?

—No. Pero es verdad que tengo cierta cobertura para mis visitas a Florida.

—Déjame adivinar. El señor Hoover te proporciona la excusa y, por mucho que declare aborrecerlo, Bobby no haría jamás nada que pudiera molestar al señor Hoover.

Kemper despidió a un camarero.

—Ahí asoman tus sentimientos, Ward.

—No, yo no odio al señor Hoover. No se puede odiar a alguien que siempre actúa como se espera de él.

—Pero Bobby…

—Tú sabes cómo me arriesgué por él —susurró Littell—. Y sabes lo que conseguí a cambio. Y lo que no puedo soportar es que los Kennedy pretendan ser mejores.

—Tú tienes los libros —dijo Kemper. Se remangó los puños de la camisa y dejó a la vista un Rolex de oro macizo.

Littell señaló la Casa Blanca.

—Sí, es verdad —reconoció—. Y están protegidos por bombas trampa de una docena de maneras diferentes. Envié notas con instrucciones por si me sucedía algo a una docena de abogados; cuando lo hice estaba borracho y ni siquiera recuerdo todos los nombres.

Kemper juntó las manos.

—Con declaraciones sobre mi infiltración entre los Kennedy para remitirlas al Departamento de Justicia en caso de que mueras o desaparezcas prolongadamente, ¿no es eso?

—No. Con declaraciones sobre tu infiltración y también otras sobre malversaciones financieras relacionadas con la mafia, que han resultado astronómicamente lucrativas para Joseph P. Kennedy, para ser enviadas a las brigadas contra el hampa de las Policías municipales a lo largo y ancho del país. Y a todos los miembros republicanos de la Cámara de Representantes y del Senado.

—Bravo —dijo Kemper.

—Gracias —murmuró Littell.

Un camarero depositó un teléfono en la mesa. Kemper colocó una carpeta junto a él.

—¿Estás sin blanca, Ward?

—Casi.

—No has tenido una sola palabra de rencor respecto a mi reciente conducta.

—No serviría de mucho.

—¿Qué opinión te merece ahora la delincuencia organizada?

—Mis opiniones actuales son bastante caritativas.

Kemper señaló la carpeta.

—Eso es un expediente del Servicio de Inmigración. Y tú eres el mejor abogado en casos de deportación de todo el bendito país.

Los puños de la camisa de Littell estaban sucios y gastados. Kemper llevaba gemelos de oro macizo en los suyos.

—Diez mil dólares para empezar, Ward. Estoy seguro de que puedo conseguírtelos.

—¿A cambio de qué? ¿De entregarte los libros?

—Olvida los libros. Lo único que te pido es que no los entregues a nadie más.

—Kemper, ¿de qué diablos hablas?

—Tu cliente será Carlos Marcello. Y es Bobby Kennedy quien pretende deportarlo.

Sonó el teléfono. Littell dejó caer la cucharilla.

—Ése es Carlos —dijo Kemper—. Muéstrate zalamero, Ward. El tipo espera un poco de adulación.

DOCUMENTO ANEXO: 2/4/61. Transcripción literal de una llamada telefónica al FBI. Marcada: «Transcripción solicitada por el Director. Reservado exclusivamente al Director.» Hablan el Director J. Edgar Hoover y el Fiscal General, Robert F. Kennedy.

RFK: Al habla Bob Kennedy, señor Hoover. Desearía disponer de unos minutos de su tiempo.

JEH: Desde luego.

RFK: Hay algunos asuntos de protocolo que deseo tratar.

JEH: Sí.

RFK: Para empezar, las comunicaciones. Le envié una directiva solicitando copia de todos los informes resumen enviados por sus unidades del Programa contra la Delincuencia Organizada. Esta directiva llevaba fecha del 17 de febrero; estamos a 2 de abril y todavía no he visto un solo informe.

JEH: Estas directivas tardan en surtir efecto.

RFK: Seis semanas me parece tiempo más que suficiente.

JEH: Percibe usted un retraso indebido. Yo no lo veo así.

RFK: ¿Querrá usted acelerar el cumplimiento de esa directiva?

JEH: Desde luego. ¿Y querrá usted refrescarme la memoria respecto a sus razones para cursarla?

RFK: Quiero valorar cada dato que consiga el FBI en sus investigaciones sobre la mafia y compartirlo donde sea necesario con los diversos grandes jurados regionales que espero formar.

JEH: Su actuación puede resultar imprudente. Facilitar información que sólo puede haber tenido origen en fuentes del Programa puede poner en riesgo a informantes de dicho Programa, así como descubrir servicios de vigilancia electrónica.

RFK: Toda esta información será valorada desde el punto de vista de la seguridad.

JEH: Tal valoración no debe ser confiada a personal que no pertenezca al FBI.

RFK: Discrepo rotundamente. Tendrá usted que compartir esta información, señor Hoover. La mera recogida de informaciones no hará doblar la rodilla al hampa.

JEH: El mandato del Programa contra la Delincuencia Organizada no establece que se haya de compartir la información para que los grandes jurados expidan órdenes de procesamiento.

RFK: Entonces tendremos que revisar este extremo.

JEH: Yo consideraría eso un acto irreflexivo e imprudente.

RFK: Considérelo como quiera, pero considérelo hecho. Considere el mandato del Programa suspendido por orden directa mía.

JEH: ¿Puedo recordarle un hecho muy sencillo? No se puede procesar a la mafia y ganar.

RFK: ¿Y puedo recordarle yo que durante muchos años ha negado que la mafia existiera? ¿Puedo recordarle que el FBI no es más que un diente en el engranaje general del Departamento de Justicia? ¿Puedo recordarle que el FBI no dicta la política del Departamento de Justicia? ¿Puedo recordarle que el Presidente y yo consideramos que el noventa y nueve por ciento de los grupos de izquierdas que el FBI controla habitualmente no ofrece el menor riesgo o está prácticamente moribundo y, en comparación con la delincuencia organizada, su peligrosidad da risa?

JEH: ¿Puedo señalar que considero esta serie de invectivas inmerecida y fuera de lugar en su perspectiva histórica?

RFK: Desde luego.

JEH: ¿Hay algo de similar o menor carácter ofensivo que desee añadir?

RFK: Sí. Debe usted saber que me propongo dirigir una iniciativa legislativa para controlar las intervenciones de comunicaciones. Quiero que el Departamento de Justicia sea informado de todas y cada una de las intervenciones telefónicas realizadas por los departamentos de Policía municipales de la nación.

JEH: Muchos considerarían eso una intromisión federal indebida y una violación flagrante de los derechos estatales.

RFK: La cuestión de los derechos en cada Estado ha sido una cortina de humo para ocultar todo tipo de asuntos, desde la segregación de facto hasta las normativas más anticuadas sobre abortos.

JEH: No estoy de acuerdo.

RFK: Tomo debida nota. Y me gustaría que usted también tomara debida nota de que, a partir de esta fecha, deberá informarme de todas las operaciones de vigilancia electrónica que efectúe el FBI.

JEH: Sí.

RFK: ¿Toma debida nota?

JEH: Sí.

RFK: También quiero que llame personalmente al jefe de Agentes Especiales de Nueva Orleans y le ordene que designe cuatro agentes para proceder a la detención de Carlos Marcello. Quiero que la detención se lleve a cabo en las próximas setenta y dos horas. Diga al jefe de Agentes Especiales que me dispongo a deportar a Marcello a Guatemala. Dígale que la Patrulla de Fronteras se pondrá en contacto con él para concertar los detalles.

JEH: Sí.

RFK: ¿Toma debida nota?

JEH: Sí.

RFK: Buenos días, señor Hoover.

JEH: Buenos días.

64

(Nueva Orleans, 4/4/61)

Llegó tarde por cuestión de segundos.

Cuatro hombres introducían a Carlos Marcello en un coche camuflado de los federales. Justo delante de su casa, con la señora Marcello en el porche, en pleno ataque de histeria.

Pete detuvo el coche al otro lado de la calle y contempló la escena. Su misión de rescate había fallado por medio minuto.

Marcello sólo llevaba calzoncillos y sandalias playeras. Tenía el aspecto de ese «Il Duce» harapiento.

Boyd la había fastidiado.

—Bobby quiere deportar a Carlos —había dicho a Pete—. Tú y Chuck id a Nueva Orleans y llevaos a Carlos antes de que pase lo que tiene que pasar. No lo llaméis para ponerlo sobre aviso; presentaos allí sin más.

Boyd había asegurado que faltaban trámites burocráticos y que tendrían tiempo suficiente. El muy jodido se había equivocado en los cálculos.

Los federales se marcharon. Frau Marcello se quedó en el porche retorciéndose las manos como buena esposa angustiada.

Pete siguió el vehículo de los federales envuelto por el tráfico de primeras horas de la mañana, dejando varios coches entre él y los perseguidos. Siguió con la vista la antena de los federales y se pegó al parachoques trasero de un Lincoln color púrpura.

Chuck estaba en el aeropuerto Moisant, reabasteciendo de carburante la Piper. Los federales se dirigían hacia allí.

Meterían a Carlos en un vuelo comercial o lo pondrían en manos de la Patrulla de Fronteras. De allí saldría con destino a Guatemala… y Guatemala amaba a la CIA.

El coche de los federales continuó hacia el este. Al fondo de la calle, Pete vio un puente que cruzaba el río, con taquillas de peaje y dos carriles en dirección este.

Los dos carriles estaban encajonados entre guardarraíles. Unas estrechas pasarelas para peatones ocupaban la parte externa del puente.

Ante las taquillas había colas de coches; por lo menos, veinte vehículos por carril.

Pete cambió de carril hasta colarse delante del coche de los federales y observó un angosto espacio entre la taquilla de la izquierda y el guardarraíl.

Aceleró. Un poste del guardarraíl le arrancó el espejo exterior. Sonaron las bocinas. Los tapacubos del lado izquierdo del coche saltaron rodando.

Un cobrador del peaje se volvió a mirar y derramó el café sobre una mujer mayor.

Pete se escurrió más allá de las taquillas y entró en el puente a sesenta por hora. El coche de los federales quedó muy atrás, atascado en la cola.

Apretó el acelerador hasta llegar al aeropuerto. El coche de alquiler estaba sucio, abollado y con grandes rayas en la pintura.

Lo dejó en un aparcamiento subterráneo. Dio una propina a un mozo de cuerda para que le proporcionara información del aeropuerto.

¿Vuelos comerciales a Guatemala? No hay ninguno, señor; hoy, no. ¿La oficina de la Patrulla de Fronteras? Junto al mostrador de la Trans-Texas.

Pete se acercó al lugar y acechó desde detrás de un periódico. La puerta de la oficina se abrió y se cerró.

Unos hombres llevaron adentro unos grilletes, salieron con unos documentos de vuelo y se quedaron ante la puerta.

—He oído que lo cogieron en calzoncillos —dijo uno de los tipos.

—El piloto no puede ver a los italianos, os lo aseguro —dijo otro.

—La salida del vuelo es a las 8:30 —añadió un tercero.

Pete corrió al hangar donde tenían la avioneta privada. Chuck estaba sentado sobre el morro de la Piper, leyendo una publicación racista.

Pete recobró el aliento.

—Tienen a Carlos. Tenemos que llegar a Ciudad de Guatemala antes que ellos y ver qué podemos improvisar allí.

—Pero eso es ir a un país extranjero, maldita sea. Sólo habíamos previsto llevar al tipo de vuelta a Blessington. Apenas tenemos carburante para…

—Vámonos. Haremos unas llamadas y ya pensaremos algo.

Chuck obtuvo autorización para el plan de vuelo y recibió permiso para despegar. Mientras, Pete llamó a Guy Banister y explicó la situación. Guy dijo que llamaría a John Stanton e intentarían establecer un plan; Stanton tenía un aparato de onda corta en el lago Pontchartrain y podía sintonizar con la frecuencia del avión de Chuck.

Despegaron a las 8:16. Chuck se puso los auriculares y barrió las ondas buscando llamadas entre vuelos.

El avión de la Patrulla de Fronteras salió con retraso. Tenía la hora estimada de llegada a Guatemala cuarenta y seis minutos después de la suya.

Chuck voló a una altitud media-baja y no se quitó los auriculares. Pete hojeó unos folletos racistas por puro aburrimiento. Los titulares eran de impacto. El mejor de ellos decía: «KKK: Kruzada de Krucifixión de Komunistas.»

Bajo el asiento encontró una revista, mezcla de sexo y racismo, y admiró a una rubia exuberante con pendientes de esvásticas.

El Gran Pete busca una mujer. Preferiblemente, con experiencia en extorsiones, aunque no es indispensable.

Unas luces parpadearon en el tablero de instrumentos. Chuck interceptó un mensaje de un avión a tierra y lo transcribió en el diario de navegación.

Los tipos de la Patrulla de Fronteras están burlándose de Carlos. Acaban de radiar a su base que no tienen lavabo a bordo y Carlos se niega a mear en una lata. (Los agentes apuestan a que la tiene pequeña.)

Pete soltó una carcajada. Orinó en una taza y la arrojó al Golfo desde seis mil pies de altura.

El tiempo transcurrió despacio. Las náuseas fueron o vinieron. Pete se tragó una píldora contra el mareo con una cerveza tibia.

Unas luces parpadearon. Chuck dio por recibido un mensaje de Pontchartrain y lo transcribió:

Guy se ha puesto en comunicación con JS. JS ha movido los hilos y ha hablado con sus contactos en Guatemala. Tenemos autorización para tomar tierra sin comprobaciones de pasaportes y, si podemos echar mano de Carlos, tenemos que alojarlo en el Hilton de Ciudad de Guatemala bajo el nombre de José García. JS dice que KB ha dicho que hagamos que Carlos llame al abogado de Washington al OL6-4809, esta misma noche.

Pete guardó el mensaje en el bolsillo. La píldora le hizo efecto: buenas noches, dulce príncipe.

Los calambres en las piernas lo despertaron. Ante él se extendía un terreno selvático y una gran pista negra.

Chuck tomó tierra y apagó los motores. Unos hispanos extendieron literalmente una alfombra roja.

Un poco deshilachada, pero todo un detalle.

Los hispanos tenían aspecto de típicos aduladores derechistas. La Agencia ya había salvado el culo a Guatemala en una ocasión: con un golpe de estado, había desalojado del poder a un montón de rojos.

Pete saltó de la avioneta y brincó para estirar las piernas. Chuck y los hispanos hablaron en un español muy acelerado.

Volvían a estar en Guatemala… demasiado pronto, maldita fuera.

La conversación subió de tono. Pete notó un pop-pop-pop en los oídos. Tenían cuarenta y seis minutos para organizar algo.

Pete anduvo hasta el cobertizo de Aduanas y le vino a la cabeza una brillante idea en tecnicolor: Carlos Marcello necesitará orinar.

El retrete estaba junto al mostrador de pasaportes. Pete lo inspeccionó.

Medía unos tres metros por tres. Una débil mampara cubría la ventana trasera. Desde allí, la vista abarcaba más pistas y una fila de biplanos destartalados.

Carlos era corpulento. Chuck era delgado como un palo. Él, Pete, era toda una mole.

Chuck entró y se bajó la cremallera ante el urinario.

—Ha habido un gran malentendido. Y no sé si es una noticia buena o mala.

—¿De qué hablas?

—El avión de la Patrulla de Fronteras tomará tierra dentro de diecisiete minutos. Tienen que repostar aquí y seguir vuelo a otro aeropuerto, a cien kilómetros de aquí. Es ahí donde los aduaneros del país van a encargarse de Carlos. La hora estimada de llegada que me dieron era para ese otro condenado aeropuerto…

—¿Cuánto dinero tenemos en la Piper?

—Dieciséis mil. Santo dijo que los entregáramos a Banister.

Pete movió la cabeza en un gesto de negativa.

—Untaremos a los aduaneros con esa pasta. Los vamos a inundar de billetes; seguro que están dispuestos a arriesgarse. Lo único que necesitamos es un coche y un conductor ahí fuera, al otro lado de la ventana, y a ti para ayudar a Carlos a pasar por el hueco.

—Ya entiendo —dijo Chuck—. Lo empujo, ¿no es eso?

—Si no tiene que entrar a orinar, estamos bien jodidos —murmuró Pete.

A los hispanos les gustó el plan. Chuck los untó a razón de dos de los grandes por cada hombre. Dijeron que tendrían ocupados a los de la Patrulla de Fronteras mientras Carlos Marcello echase la meada más larga de la historia.

Pete aflojó la mampara de la ventana. Chuck ocultó la Piper dos hangares más allá.

Los hispanos les suministraron un Mercury del 49 para la fuga. También les proporcionaron un chófer, un marica musculoso llamado Luis.

Pete acercó el Mercury a la ventana. Chuck se puso en cuclillas sobre el asiento del retrete con un ejemplar de Hush-Hush de la semana anterior.

El avión de la Patrulla de Fronteras tomó tierra. Un equipo de tierra sacó las bombas de repostaje.

Los hispanos extendieron la alfombra roja. Un tipo pequeñajo la limpió con una escoba de mimbre.

Dos payasos de la Patrulla descendieron del avión.

—Dejad que salga. ¿Adónde va a fugarse, eh? —les gritó el piloto.

Carlos salió del avión dando tumbos y corrió hacia el cobertizo, patizambo, con sus calzoncillos ajustados.

Luis puso en marcha el motor del Mercury. Pete escuchó el portazo del retrete. Luego, la voz de Carlos:

ROGERS, ¿QUÉ COÑO…?

La mampara de la ventana saltó del marco. Carlos Marcello se coló por el hueco… y se quedó con el culo al aire al hacerlo.

La carrera hasta el Hilton duró una hora. Marcello no cesó un instante de despotricar contra Bobby Kennedy. En inglés. En italiano normal. En dialecto siciliano. En el mejunje de cajún y francés de Nueva Orleans. No estuvo mal para ser un ravioli.

Luis hizo un alto en una tienda de ropa para caballero. Chuck calculó las medidas de Marcello y compró unas prendas para él. Carlos se vistió en el coche. Unas leves rozaduras, producto del episodio de la ventana, dejaron unas pequeñas manchas de sangre en la camisa.

El gerente del hotel fue a su encuentro en la entrada de mercancías. En un montacargas subieron rápidamente al ático. El gerente abrió la puerta. Una mirada le indicó que Stanton había intervenido.

La suite tenía tres dormitorios, tres baños y un salón recibidor forrado de máquinas tragaperras. Las medidas de la sala de estar habrían colmado las fantasías de Kemper Boyd.

El bar estaba perfectamente surtido. En la mesa había preparado un bufé de fiambres y quesos. El sobre colocado junto a la bandeja de éstos contenía veinte de los grandes y una nota:

Pete y Chuck:

Apuesto a que habéis conseguido recuperar al señor Marcello. Ocupaos bien de él. Es un valioso amigo de la causa.

JS

Marcello cogió el dinero. El gerente hizo una genuflexión. Pete le enseñó la puerta y le puso en la mano un billete de cien.

Marcello devoró unos bastoncillos de pan y unas lonchas de salami. Chuck se preparó un largo Bloody Mary.

Pete midió la suite con sus pasos. Cuarenta metros de longitud. ¡Caray!

Chuck se acurrucó en un rincón con una revista racista.

—Tenía que mear, os lo aseguro —farfulló Marcello—. Cuando uno tiene que aguantarse las ganas tanto rato, coge un cabreo de aúpa.

Pete abrió una cerveza y un paquete de galletas saladas.

—Stanton le ha conseguido un abogado en Washington. Debería llamarlo.

—Ya he hablado con él. Tengo los mejores abogados judíos que se puede comprar con dinero y ahora también tengo a ese tipo.

—Debería llamarlo ahora y acabar con el tema de una vez.

—Llámalo tú —replicó Marcello—. Y quédate al aparato por si necesito que me traduzcas lo que dice. Los abogados hablan en una jerga que no siempre entiendo a la primera.

Pete descolgó el teléfono supletorio de la mesilla auxiliar. La telefonista del hotel marcó el número.

Marcello levantó el auricular del aparato del bar. Del otro extremo de la línea llegaron los débiles tonos de la llamada.

—¿Diga? —respondió una voz masculina.

—¿Con quién hablo? —preguntó Marcello—. ¿Es usted ese tipo con el que hablé en el Hay-Adams?

—Sí, soy Ward Littell. ¿Usted es el señor Marcello?

Pete estuvo a punto de CAGARLA

Carlos se dejó caer en una silla.

—Sí, al habla Marcello desde Ciudad de Guatemala, Guatemala, donde no tiene ningunas ganas de estar ni un minuto más. Y ahora, si quiere que le preste atención, dígame algo malo sobre el hombre que me ha traído aquí.

Pete apretó los dientes con aire furioso y cubrió el micrófono con una mano para que no se escuchara su respiración acelerada.

—Detesto a ese hombre —profesó Littell—. En una ocasión me perjudicó y es muy poco lo que no haría para causarle problemas.

Carlos soltó entre dientes una risilla aguda, sorprendente en alguien que tenía voz de barítono.

Al otro lado de la línea, Littell carraspeó.

—Estoy especializado en papeleo sobre deportaciones. He sido agente del FBI durante casi veinte años. Soy amigo de Kemper Boyd y, aunque desconfío de su admiración por los Kennedy, estoy convencido de que su devoción a la causa cubana está por encima de ella. Boyd desea verlo a usted de nuevo junto a sus familiares, en situación de total seguridad jurídica, y yo estoy aquí para ocuparme de que así sea.

Pete sintió náuseas. BOYD, JODIDO

Marcello cogió unos bastoncillos de pan.

—Kemper dijo que su colaboración valía diez de los grandes. Pero si consigue lo que dice, esos diez no serán más que el comienzo entre usted y yo.

—Es un honor trabajar para usted. —Littell adoptó un tono servil—. Y Kemper pide disculpas por las molestias que haya sufrido. No tuvo noticia de lo que se preparaba hasta el último momento, y no creía que pudieran llevarlo a cabo tan deprisa.

Marcello se rascó el cuello con un bastoncillo.

—Kemper siempre consigue hacer su trabajo. No tengo quejas contra él, más que no puedo esperar hasta la próxima vez que se me ponga delante esa cara tan atractiva que tiene. Y los Kennedy han dado por el culo al 49,8 % de los votantes del país, incluidos algunos buenos amigos míos, de modo que no le echo en cara esa admiración mientras con ello no me fastidie la existencia.

—Le agradará oír eso. Y usted debe saber que estoy redactando un recurso de rehabilitación temporal que será revisado por un tribunal compuesto por tres magistrados federales. Llamaré a su abogado en Nueva York y empezaremos por establecer una estrategia legal de gran amplitud.

Marcello se quitó los zapatos.

—Hágalo. Llame a mi mujer y dígale que estoy bien. Y haga lo que sea preciso para sacarme de este jodido agujero.

—Lo haré. Y le llevaré algunos documentos para que los firme. Calculo que nos encontraremos dentro de setenta y dos horas.

—Quiero irme a casa —dijo Marcello.

Pete colgó. Echaba humo por las orejas con un silbido, como el jodido Pato Donald.

Mataron el rato. El enorme alojamiento les permitió hacerlo por separado. Chuck se dedicó a mirar televisión en español. El rey Carlos puso conferencias a sus siervos. Pete fantaseó con noventa y nueve maneras de matar a Ward Littell. John Stanton llamó. Pete lo deleitó con la historia de la fuga por el retrete. Stanton dijo que la Agencia cubriría el gasto de los sobornos a los aduaneros.

Pete le contó que Boyd le había conseguido un letrado a Carlos. Stanton lo corroboró y dijo haber oído que era un abogado muy bueno. A Pete casi se le escapó: «Ahora no puedo matarlo.»

¡BOYD, JODIDO CABRÓN!

Stanton aseguró que ya se había cerrado el trato: por diez de los grandes, Carlos tendría un visado temporal. El ministro de Asuntos Exteriores guatemalteco estaba dispuesto a declarar públicamente lo siguiente:

Que el señor Marcello había nacido, efectivamente, en Guatemala y que su certificado de nacimiento era legítimo.

Que el fiscal general Kennedy cometía un error y que los orígenes del señor Marcello no eran en modo alguno ambiguos.

Que el señor Marcello había emigrado a Estados Unidos de forma legal. Por desgracia, el ministerio no disponía de registros que corroboraran este extremo, pero correspondía al señor Kennedy aportar pruebas que demostrasen lo contrario.

Stanton señaló que el ministro detestaba a Jack K.

Según Stanton, Jack se había acostado con la esposa del individuo y con sus dos hijas.

—Jack también se tiró a mi antigua novia —apuntó Pete.

—¡Joder! ¿Y a pesar de ello lo ayudaste a ganar las elecciones? —masculló Stanton. Luego añadió—: Haz que Chuck unte al ministro. Y, por cierto, Jack sigue persiguiendo todas las faldas que se le ponen a tiro.

Pete colgó y miró por la ventana. La ciudad de Guatemala a media luz: un absoluto nido de miseria.

Todos se retiraron a dormir pronto. Pete despertó temprano; una pesadilla lo había dejado enroscado bajo la sábana, respirando dificultosamente.

Chuck había salido para llevar a cabo la propuesta de soborno. Carlos iba por su segundo habano.

Pete abrió las cortinas del salón y observó un gran revuelo en la calle.

Vio una hilera de camiones en el bordillo. Vio hombres con cámaras. Vio haces de cables que penetraban en el vestíbulo.

Vio gente que señalaba hacia arriba.

Vio una gran cámara de cine que apuntaba directamente hacia ellos.

—Nos han localizado —dijo Pete.

Carlos dejó caer el habano sobre los fríjoles con picadillo y corrió a la ventana.

—La Agencia tiene un campamento a una hora de aquí —apuntó Pete—. Si podemos dar con Chuck y coger la avioneta, conseguiremos llegar.

Carlos miró hacia abajo y vio el tumulto. Cogió el carrito del desayuno, lo arrojó por la ventana y contempló cómo impactaba con el suelo dieciocho plantas más abajo.

65

(Territorio guatemalteco, 8/4/61)

El calor reverberaba en el asfalto. Un calor como el de un horno. Kemper debería haberle advertido de que llevara ropa ligera.

De lo que sí le había advertido era de que Bondurant estaría allí. Pete había conseguido sacar a Marcello de la ciudad de Guatemala tres días antes y había acordado con la Agencia que ésta le proporcionaría alojamiento.

Kemper había añadido una posdata: Pete sabía que los libros del fondo estaban en su poder.

Littell descendió del avión algo mareado. Su vuelo de enlace desde Houston era un transporte de la Segunda Guerra Mundial.

El movimiento de la hélice incrementaba el calor. El campamento era grande y polvoriento; varios edificios se alzaban en un claro de arcilla roja de la jungla.

Un Jeep se detuvo derrapando. El conductor le saludó.

—¿Señor Littell?

—Sí.

—Yo lo llevaré, señor. Sus amigos lo esperan.

Littell subió al vehículo. El espejo retrovisor recogió su nuevo rostro marcado.

Se había tomado tres tragos en Houston. Unos tragos en horas diurnas que le ayudaran a estar a la altura de aquella ocasión especial.

El chófer arrancó. Pasaron junto a efectivos militares que marchaban en formación cerrada, las voces rítmicas que marcaban el paso se superponían a las pisadas.

Entraron en una zona de barracones dispuestos en un cuadrilátero. El conductor se detuvo ante una pequeña cabaña de planchas onduladas con el techo semicilíndrico. Littell cogió su maletín y entró, tieso como una vara.

En el interior había aire acondicionado. Bondurant y Carlos Marcello se encontraban junto a una mesa de billar.

Pete guiñó un ojo. Littell le devolvió el guiño y todo su rostro se contorsionó. Pete hizo crujir los nudillos en aquel viejo gesto intimidatorio tan característico en él.

—¿A qué vienen esos guiños, par de maricones? —preguntó Marcello.

Littell dejó el maletín en el suelo. Los cierres chirriaron, a punto de saltar. Con las prisas, lo había llenado de papeles casi hasta reventar.

—¿Qué tal está, señor Marcello?

—Estoy perdiendo dinero. Pete y mis amigos de la Agencia me tratan mejor cada día, de modo que cada día termino donando más dinero para la causa. Calculo que la factura de este hotel me cuesta veinticinco de los grandes cada día.

Pete afinó con la tiza un taco de billar. Marcello se metió las manos en los bolsillos.

Kemper se lo había advertido, pensó Littell. Aquel hombre no estrechaba la mano de nadie.

—Hace unas horas he hablado con sus abogados de Nueva York. Quieren saber si necesita algo.

Marcello sonrió.

—Necesito dar un beso en la mejilla a mi esposa y echarle un polvo a mi novia. Necesito comer un pato Rochambeau en Galatoire’s. ¡Y aquí no puedo hacer nada de eso!

Bondurant arrastró la mesa hacia sí. Littell levantó el maletín y bloqueó el desplazamiento de la mesa.

Marcello soltó una risilla.

—Empiezo a detectar viejas rencillas en este encuentro —murmuró.

Pete encendió un cigarrillo. El humo que expulsó dio de lleno en la cara de Littell.

—Tenemos un montón de papeleo que revisar, señor Marcello —dijo Ward—. Deberemos pasar un tiempo juntos para establecer una serie de antecedentes que detallen su historial como emigrante para que el señor Wasserman pueda utilizarlos cuando presente su requerimiento de anulación de la orden de deportación. Ciertas personas muy influyentes quieren verlo repatriado y yo también trabajaré con ellas. Comprendo que este viaje inesperado debe de resultar agotador, así que Kemper Boyd y yo vamos a ocuparnos de que, dentro de unos días, Chuck Rogers lo lleve de vuelta a Luisiana para esconderlo allí.

Marcello hizo una pequeña finta rápida. El tipo era experto y rápido de pies.

—¿Qué te pasó en la cara, Ward? —preguntó Pete.

Littell abrió el maletín. Pete cogió la bola con el número 8 y la partió por la mitad con las manos desnudas.

Astillas de madera saltaron de la mesa y salieron volando.

—No estoy seguro de que me guste el aspecto que va tomando esto… —murmuró Marcello.

Littell sacó los libros del fondo. Una plegaria rápida atemperó sus nervios.

—Estoy seguro de que los dos saben que la propiedad de Jules Schiffrin en Lake Geneva fue visitada por los ladrones el pasado noviembre. Desaparecieron varios cuadros, así como unos libros de contabilidad que, según se rumorea, contenían anotaciones sobre el fondo de pensiones del sindicato de Transportistas. El ladrón fue un informador de Court Meade, un agente del Programa contra la Delincuencia Organizada con base en Chicago. El hombre entregó los libros a Meade cuando comprendió que los cuadros eran demasiado conocidos y reconocibles como para venderlos. Meade murió de un ataque cardíaco en enero y me legó esos libros. Me aseguró que no los había enseñado a nadie más y, en mi opinión, estaba esperando para vendérselos a alguien de la organización de Giancana. Tiene arrancadas algunas hojas pero, salvo esto, creo que están intactos. Los he traído porque sé de sus buenas relaciones con el señor Hoffa y los transportistas.

Marcello se quedó boquiabierto. Pete partió por la mitad un taco de billar.

En Houston, Littell había arrancado catorce hojas de los libros de contabilidad. Todas las anotaciones relacionadas con los Kennedy estaban guardadas a salvo.

Marcello le tendió la mano. Littell besó el gran anillo de diamantes, al estilo papal.