(Blessington/Miami, 4/2/60 - 4/5/60)
El comentario sobre los «hermanos perdidos» continuó zumbándole en los oídos. Pete no podía quitárselo de la cabeza.
John Stanton visitó el campamento a mediados de marzo. Pete le preguntó por las andanzas de Kemper Boyd. Stanton dijo que la CIA lo había investigado. La historia del accidente de caza le concedía una nota alta: Kemper no permitía que la mierda lo abrumara.
Boyd hablaba francés. Boyd sabía dar vida a las grandes palabras. Boyd hacía que todo su mundo se moviera como una exhalación…
Sus últimos tres meses se resumían en una palabra: «autónomo», en la primera acepción del término en el diccionario. La actividad de Kemper se ceñía estrictamente a un tema: KENNEDY. La de Pete, ahora, se ceñía estrictamente a otro: CUBA.
Fulo dejó de chulear prostitutas. Lockhart respetó el nuevo código del Klan. Seis promociones de reclutas pasaron por Blessington en ciclos de instrucción de quince días. En total, setecientos cuarenta y seis hombres que aprendieron el empleo del armamento, judo, pilotaje de lanchas rápidas y fundamentos de demolición. Chuck Rogers les inculcó doctrina proamericana.
El grupo de elite continuó reclutando gente en Miami. Los cubanos exaltados siguieron alistándose.
La Agencia tenía ya sesenta campamentos operativos y estableció en Guatemala una «academia de graduación» para los exiliados, una instalación militar completamente equipada.
Ike aflojó la mosca y aprobó los planes de invasión por parte de los exiliados. Se trató de un gran cambio político; tres conspiraciones para acabar con Fidel habían fracasado y habían obligado a los de Langley a cambiar de planteamiento.
Los tiradores no habían podido acercarse lo suficiente. Los ayudantes de Fidel se habían fumado los habanos explosivos destinados al Barbas. En Langley, los jefes de la Agencia terminaron por decir: al carajo, invadamos Cuba.
Quizás a principios del año siguiente. Quizá bajo la administración de Jack, el «Espalda Jodida».
Boyd dijo que Jack aprobaría el plan. Boyd era muy convincente. Santo Junior corrió la voz: Kemper Boyd tiene la confianza de Jack Kennedy. La Organización puso dinero en la campaña de Jack; lo hizo discreta y anónimamente. Grandes y jugosas donaciones bien compartimentadas.
Jimmy Hoffa no lo supo. Jack, tampoco. Y no se enteraría hasta el momento oportuno para cobrarse la deuda.
Sam G. dijo que podía comprar Illinois para Jack. Lenny Sands dijo que Sam había gastado una fortuna en Wisconsin. Lo mismo sucedía en Virginia Oeste: el dinero de la mafia de Chicago aseguraba el estado para Jack.
Pete preguntó a Lenny si Boyd estaba al corriente de toda aquella trama. Lenny respondió que no lo creía. Pete sugirió que Kemper continuara en la ignorancia; seguro que no le gustaría pensar que había dejado empeñado a Jack.
Boyd inspiraba confianza. Trafficante lo adoraba. Santo pasó el platillo de la causa cubana; Giancana, Rosselli y Marcello apoquinaron fuertes sumas.
Era una maniobra clásica de compartimentación.
La dirección de la CIA toleró las donaciones. Y se enteró del negocio de la droga en Miami… antes de que Kemper diera cuenta de ello.
Los de Langley también hicieron la vista gorda en tal comercio. Lo consideraron fácil de negar y dijeron a John Stanton que continuara, con órdenes de ocultar su conocimiento del tema a toda persona ajena a la CIA.
Por ejemplo, a miembros de otras agencias policiales. Por ejemplo, a políticos moralistas.
Stanton se sintió aliviado; Kemper, sorprendido. Dijo que el asunto ilustraba la dicotomía Jack/Bobby: la venta de droga como cuestión moral que creaba desacuerdos.
El Hermano Mayor daría un respingo y procuraría no enterarse de la alianza. El Hermano Pequeño se aliaría con Dios y prohibiría cualquier contacto entre la CIA y la mafia.
El Hermano Mayor era un hombre de mundo, como su padre. El Hermano Pequeño era remilgado, como un Ward Littell exprimido y sin cojones.
Bobby tenía el dinero de su padre y las armas secretas de su hermano. Littell tenía la bebida y la religión. Jack Ruby tenía un estipendio de informador que le costaba cinco de los grandes. Si Littell volvía a aparecer en su vida, Pete tendría noticia de ello.
Boyd le dijo que no matara a Littell. Boyd compartía el interés de Littell por el fondo de pensiones; éste significaba, cuando menos, una remota posibilidad de conseguir dinero a lo grande.
Littell adoraba a Jack, «Espalda Jodida».
Igual que Darleen Shoftel. Igual que Gail Hendee.
Igual que él mismo.
¡Eh, Jack…! Te acostaste con mi antigua novia. No me importa: Kemper Boyd dice que eres un hombre decente.
Ahora vendo droga para ti. Le doy la pasta a un tipo llamado Banister; un hombre que vincula TU PERSONA con un complot judeo/papista para dar por el culo a Norteamérica.
Te encantaría Fort Blessington, Jack. Ahora es un centro de descanso de la mafia: los muchachos vienen a disfrutar del espectáculo anticastrista. Santo Junior ha comprado un motel en las afueras del pueblo. Seguro que te aloja gratis… si arrojas a tu hermano pequeño a las marismas.
Sam G. se deja caer por aquí. Carlos Marcello viene de visita. Johnny Rosselli trae a Dick Contino con su acordeón. Lenny Sands ofrece actuaciones; con su número del Fidel travesti, la sala casi se hunde de las carcajadas.
Los beneficios de la droga seguían en alza. El grupo de elite tenía la moral por las nubes. Ramón Gutiérrez llevaba la cuenta de cabelleras cortadas en incursiones en lancha rápida. Heshie Ryskind estableció un fondo de sobresueldos por cada cabellera.
Lenny Sands estaba ocupado en sus escritos difamatorios, en los que el Barbas era el que se llevaba todas las hostias. Al señor Hughes no le desagradaba el toque político, pero prefería ver exclusivamente escándalos sexuales en las páginas de Hush-Hush.
Peter llamaba a Hughes una vez por semana. El muy jodido no paraba de divagar.
La investigación del asunto TWA seguía avanzando trabajosamente. Dick Steisel mantuvo a los sosías de Hughes bajo contrato. Hughes estaba convencido de que los negros producían cáncer y le insistía continuamente a Ike a restaurar la esclavitud.
Unos chalados mormones obsesionados con los gérmenes hacían compañía al gran Howard. Los tipos mantenían higienizado su bungaló: un rociador con la fuerza de una bomba A obraba maravillas. Estaba al mando del grupo un tarado llamado Duane Spurgeon, que ponía gomas lubricadas en torno a todos los picaportes que pudiera haber tocado la mano de un negro.
Hughes tenía una nueva diversión: hacerse trasfusiones de sangre cada semana. Se metía sangre de mormón puro exclusivamente, adquirida en un banco de sangre de las afueras de Salt Lake City.
Hughes siempre le daba las gracias por la droga. Pete siempre le respondía que lo agradeciera a la Agencia.
Pete seguía recibiendo el cheque de Hughes, aún cobraba comisión de veintitrés pensiones de divorcio y tenía el cinco por ciento de la Tiger Kab, además de su paga como agente contratado.
Antes Pete chuleaba a las mujeres y montaba extorsiones. Ahora cabalgaba como una bala hacia la Historia.
Jimmy Hoffa pasaba por la parada de taxis cada pocos días. Por lo general, iniciaba la visita echando la bronca a los conductores que no hablaban inglés. Ahora se encargaba de la centralita Wilfredo Delsol; tener que dar muerte a su primo le había hecho perder el gusto por el gatillo.
Wilfredo entendía el inglés. Dijo que Jimmy la tenía tomada con los cubanos, pero no pudo mantener su afirmación. Los que recibieron los primeros insultos consiguieron una disculpa. Hoffa no podía gritar una frase que no terminara con un «Kennedy».
Pete vio a Jack y a Jimmy en televisión, espalda con espalda. Kennedy encandilaba a un provocador hasta dejarlo sin habla. Hoffa llevaba calcetines blancos y manchas de huevo en la corbata.
Era una apuesta clara. Pete sabía distinguir a un vencedor de un perdedor.
A veces no conseguía dormirse. Aquel jodido zumbido era una verdadera bomba de hidrógeno en su cabeza.
(Greenbrier, 8/5/60)
Por ambos laterales unos cordones de seguridad se juntaban ante la tribuna. Eran los piquetes pro Jack y pro transportistas; todos ellos, tipos duros.
La calle principal estaba cerrada a los coches. La multitud que asistiría al mitin ocupaba tres manzanas: seis mil personas al menos, apretadas hombro con hombro.
La multitud murmuraba y parloteaba. Los carteles oscilaban a tres metros del suelo.
Jack se dispuso a hablar primero. Humphrey perdió el sorteo con una moneda amañada y hablaría después. La imagen de Jack arrasó a Hubert por tres a uno. A eso se redujo, en pocas palabras, la campaña de Virginia Oeste.
Los tipos del sindicato chillaron por sus megáfonos y unos blancos incultos llegados de alguna zona rural enarbolaban una pancarta con un dibujo de Jack con colmillos y mitra papal.
Kemper se tapó los oídos; el rugido de la multitud era doloroso. Unas piedras hicieron trizas la pancarta; Kemper había pagado a unos chicos para que se agazaparan y las arrojaran.
Así aparecería Jack. La acústica deficiente y las invectivas de Hoffa harían inaudible su discurso.
No se perdería gran cosa, porque la gente seguiría viéndolo. Cuando apareciese Humphrey, la multitud se dispersaría; en varias selectas tabernas del centro de la ciudad había barra libre. El licor lo ponía Kemper; un antiguo colega había robado un camión de Schenley’s y le había vendido el contenido.
La calle estaba abarrotada. Las aceras también. Peter Lawford repartía pasadores de corbata a un grupo de monjas.
Kemper se mezcló con la multitud y observó la tribuna. A pocos metros de ella observó unas caras que no le gustaron: Lenny Sands y un prototipo de mafioso.
Este hizo un rápido gesto hacia Lenny con el pulgar levantado. Lenny le respondió con los dos pulgares.
Lenny no estaba entre el personal de campaña. No tenía ningún deber oficial allí.
El mafioso se dirigió hacia la derecha. Lenny se abrió camino hacia la izquierda y se escabulló por un callejón jalonado de cubos de basura.
Kemper lo siguió. Codos y rodillas frenaron su avance. Un grupo de estudiantes de instituto lo empujó hacia la acera y vio a Lenny en mitad del callejón, hablando con dos agentes de uniforme.
El griterío de la multitud se calmó. Kemper se agachó tras un cubo de basura y pegó el oído a la conversación.
Lenny agitaba un fajo de billetes. Un policía cogió varios de ellos.
—Por doscientos más —dijo su compañero—, podemos detener el autobús de Humphrey y traer a algunos muchachos para que lo abucheen.
—Hacedlo —asintió Lenny—. Y esto es cosa del señor G., estrictamente; no lo comentéis con nadie de la campaña.
Los policías cogieron todo el fajo y se escabulleron por una puerta del callejón. Lenny apoyó la espalda en la pared y encendió un cigarrillo.
Kemper se acercó a él.
—¿Y bien? —murmuró Lenny con su pose de joven rebelde.
—Y bien, háblame del asunto.
—¿Qué hay que hablar?
—Ayúdame a rellenar las zonas en blanco.
—¿Qué hay que rellenar? Los dos somos gente de Kennedy.
Lenny sabía maniobrar. Lenny podía ser más frío que el tipo más helado del planeta.
—Giancana también puso dinero en Wisconsin, ¿me equivoco? No podrías haber obtenido los resultados que conseguiste con lo que te dio Bobby.
Lenny se encogió de hombros.
—Sam y Hesh Ryskind —murmuró.
—¿Quién les dijo que lo hicieran? ¿Tú?
—Mis consejos no son tan valorados. Eso ya lo sabes.
—Canta, Lenny. No me vengas con evasivas o empezaré a irritarme.
Lenny aplastó el cigarrillo contra la pared.
—Sinatra fanfarroneaba de su influencia con Jack. Decía que, como Presidente, Jack no sería el mismo que había dirigido el comité McClellan… ¿Entiendes a qué me refiero?
—¿Y Giancana compró todo el paquete?
—No. Creo que tú le prestaste una buena ayuda a Frank. Todo el mundo está muy impresionado con lo que has estado haciendo en el tema cubano y muchos se han dicho que, si Jack te cae bien, no puede ser tan malo.
Kemper sonrió.
—No quiero que Bobby y Jack se enteren de esto —dijo luego.
—Nadie quiere que se enteren.
—¿Hasta el momento de cobrarse la deuda?
—Sam no cree en recordatorios frívolos. Y, por si estás pensando en recordarme algo a mí, ya te lo digo ahora: no he encontrado pistas sobre los libros del fondo de pensiones.
Kemper escuchó ruido de pasos y vio camioneros a izquierda y a derecha, en ambos extremos del callejón, blandiendo cadenas.
Tenían la vista fija en Lenny. El pequeño Lenny. Lenny, el judío, el adulador partidario de Kennedy…
Lenny no los vio. El muy necio estaba concentrado en su actuación de tipo duro y enterado.
—Estaremos en contacto —dijo Kemper.
—Te veré en la sinagoga —respondió Lenny.
Kemper desapareció por la puerta que daba al callejón y la cerró tras él con doble vuelta de llave. Oyó alaridos, tintineo de cadenas y golpes. La clásica presa doble de los matones del sindicato.
Lenny no soltó un grito. Kemper cronometró la duración de la paliza en un minuto y seis segundos.
(Chicago, 10/5/60)
El trabajo estaba sumiendo a Littell en la esquizofrenia. Ward tenía que dar satisfacción al FBI y también a su conciencia.
Chick Leahy detestaba a Mal Chamales. El Comité de Actividades Antiamericanas había relacionado a Mal con dieciséis grupos criptocomunistas.
El mentor de Leahy en el FBI era el anterior jefe de Agentes Especiales de Chicago, Guy Banister. Y Banister también detestaba a Mal. La ficha de éste en la brigada Antirrojos llenaba ocho hojas.
A Littell, Chamales le caía bien. Con frecuencia tomaban café juntos. Mal había cumplido condena del 46 al 48 en Lewisburg; Banister había montado un expediente por sedición y había convencido a la Oficina del Fiscal General para que presentara una acusación formal.
Leahy lo llamó por la mañana.
—Quiero vigilancia estrecha sobre Mal Chamales, Ward. Quiero que vayas a todas las reuniones a las que acuda y que le pilles haciendo comentarios incendiarios que podamos utilizar contra él.
Littell llamó a Chamales y le previno.
—Esta tarde hablaré a un grupo del PST. Finjamos que no nos conocemos.
Littell mezcló un whisky de centeno con soda. Eran las seis menos veinte; tenía tiempo de trabajar hasta la hora de los noticiarios nacionales.
Rellenó el informe con detalles inútiles y omitió el alegato de Mal contra el FBI. Lo cerró con comentarios no comprometedores.
«El discurso del sujeto ante el Partido Socialista del Trabajo fue tibio y abundó en los tópicos nebulosos de un izquierdista profeso, pero no fue de naturaleza sediciosa. Sus comentarios durante el turno de ruegos y preguntas no fueron incendiarios ni provocadores en modo alguno.»
Mal llamó al señor Hoover «fascista de muñeca floja con botas de agua y pantalones tiroleses de color espliego». ¿Podía considerarse eso un comentario incendiario? En modo alguno.
Littell conectó el televisor. John Kennedy llenó la pantalla. Acababa de ganar las primarias de Virginia Oeste.
Sonó el timbre de la puerta. Littell pulsó el interruptor de apertura y sacó unas monedas para el mensajero de A&P.
Quien se presentó fue Lenny Sands. Tenía la cara llena de rasguños, contusiones y suturas. Una tablilla y un vendaje le sostenían la nariz en su sitio.
A Lenny le flaquearon las piernas. Con una mueca, hizo un gesto despectivo a la imagen del televisor.
—¡Hola, Jack, espléndido pedazo de asado de cordero irlandés!
Littell se puso en pie. Lenny se agarró de una estantería y reafirmó los pies.
—¡Ward, tienes un aspecto magnífico! ¡Esos pantalones a rayas de J.C. Penney’s y esa camisa blanca barata son tan tuyos…!
Kennedy hablaba de derechos civiles. Littell pulsó el botón de apagado en mitad de una frase.
Lenny dijo adiós con la mano.
—Hasta luego, Jack; serías mi cuñado en el mejor de los mundos si a mí me gustaran las chicas y si tú tuvieras el valor necesario para revelar a mi querida amiga Laura que ese soberbio ejemplo de crueldad, ese Boyd, la ha expulsado de mi vida.
Littell dio un paso hacia él.
—Lenny…
—No te acerques un solo jodido paso más ni intentes tocarme, ni trates de mitigar tu patético sentimiento de culpabilidad, ni perturbes en nada mi espléndido colocón de percodan. Si lo haces, no te descubriré la pista sobre los libros del fondo de pensiones del sindicato que he sabido desde el primer momento, triste caricatura de policía.
Littell se agarró de una silla. Sus dedos se clavaron en la tapicería y empezó a balancearse sobre los pies como estaba haciendo Lenny.
La estantería osciló. Lenny se mecía adelante y atrás sobre los talones, drogado y beodo.
—Jules Schiffrin guarda los libros en algún lugar de Lake Geneva. Tiene una finca allí y guarda los libros en alguna caja fuerte o en cajas del depósito de seguridad de algún banco de los alrededores. Lo sé porque hice una actuación allí y oí unos comentarios entre Jules y Johnny Rosselli. No me pidas más detalles porque no los tengo y concentrarme me da dolor de cabeza.
El brazo sobre el que se apoyaba le resbaló, y la silla cayó. Littell trastabilló y tropezó con la mesa del televisor.
—¿Por qué me cuentas esto?
—Porque tú eres una pizca mejor que el señor Bestia y que el señor Boyd y para mí que Boyd sólo quiere la información como posible fuente de beneficios. Y, además, porque me he llevado una paliza por hacer un trabajo para el señor Sam…
—Lenny…
—… y el señor Sam dijo que haría que un hombre poderoso pidiera perdón por lo sucedido, pero yo le dije que no hiciera tal cosa, por favor…
—Lenny…
—… y Jules Schiffrin estaba con él y hablaban de alguien llamado «Joe el irlandés», un tipo de los años veinte, y cómo habían hecho que aquellas extras de la película se arrastraran…
—Lenny, vamos…
—… y todo resultaba tan horrible que me tomé unas cuantas pastillas más y aquí estoy. Y, si tengo suerte, mañana por la mañana no recordaré nada de esto.
Littell se acercó más. Lenny soltó bofetones y arañazos y golpes y patadas para mantenerlo a distancia.
La estantería cayó. Lenny trastabilló y ganó la puerta.
Los libros de leyes se precipitaron al suelo. El cristal de una fotografía enmarcada de Helen Agee se hizo añicos.
Littell condujo hasta Lake Geneva. Llegó a medianoche y se alojó en un motel junto a la interestatal. Pagó en metálico, por adelantado, y se registró bajo nombre falso.
En el listín telefónico de la habitación constaba el número de Jules Schiffrin. La dirección venía con la anotación «Servicio Gratuito Rural». Littell estudió un mapa de la zona y la situó: una propiedad forestal próxima al lago.
Se acercó en el coche y aparcó junto al camino. Los prismáticos lo acercaron a la casa.
Vio una mansión de piedra en una finca de cuatro hectáreas por lo menos. Los árboles circundaban la propiedad. No había tapias ni vallas.
Ni farolas. Desde el camino hasta la puerta había doscientos metros. Todas las ventanas a la vista contaban con instalación de alarma.
No vio garita de vigilancia, ni verja. Probablemente, la policía estatal de Wisconsin se ocupaba de vigilar la casa de forma esporádica.
Lenny había dicho: «Caja fuerte o cajas de un depósito de seguridad.» Había dicho: «El señor Boyd»/«información»/«fuente de beneficios.» Lenny estaba drogado, pero lúcido. El comentario sobre Boyd era fácil de interpretar.
Kemper andaba tras las pistas sobre el fondo de pensiones por su cuenta y riesgo.
Littell volvió al motel. Buscó en las páginas amarillas y encontró una lista de los nueve bancos locales.
Una conducta discreta disimularía su falta de autorización. Kemper Boyd siempre insistía en la audacia y la discreción.
Kemper extorsionaba a Lenny por su cuenta. La revelación no le sorprendió en absoluto.
Durmió hasta las diez. Estudió un plano y vio que podía llegar a pie a todos los bancos.
Los cuatro primeros directores colaboraron. Sus respuestas fueron directas: el señor Schiffrin no tenía cuenta con ellos. Los dos directores siguientes movieron la cabeza en gesto de negativa. Sus respuestas también fueron directas: en sus instalaciones no había cámaras para cajas de seguridad.
El séptimo de los directores de sucursal pidió ver un oficio del banco. Littell no se perdió gran cosa: el nombre de Schiffrin pasó ante aquel hombre sin que diera el menor indicio de reconocerlo.
Los bancos números ocho y nueve tampoco disponían de cajas de seguridad.
Había varias ciudades importantes en las cercanías. Y un par de decenas de poblaciones menores en un radio de ciento cincuenta kilómetros. Dar con la caja del depósito de seguridad era pura ilusión.
«Caja fuerte», en cambio, significaba que estaba situada en alguna parte. Las compañías de alarmas para cajas fuertes conservaba diagramas de la colocación… y no los facilitaban sin una causa legal justificativa.
Lenny apuntaba a una caja fuerte colocada en algún lugar concreto. Quizás había visto la o las cajas con sus propios ojos.
Pero Lenny estaba demasiado enardecido como para acercarse a él en aquellos momentos.
Pero…
Probablemente, Jack Ruby conocería a Schiffrin. Y Jack era sobornable y acomodaticio.
Littell encontró un teléfono público. Una telefonista lo conectó con Dallas. Jack Ruby descolgó al tercer timbrazo.
—Aquí el club Carousel, donde su dinero para diversiones le…
—Soy yo, Jack. Tu amigo de Chicago.
—Mierda… no me merezco este disgusto…
Su voz sonaba enmarañada, aturullada y quejumbrosa por la dispepsia.
—¿Qué trato tienes con Jules Schiffrin, Jack?
—Superficial. Conozco a Jules superficialmente como mucho. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
—Quiero que vueles a Wisconsin y te dejes caer por ese lugar de Lake Geneva con cualquier pretexto. Tengo que conocer la distribución interior de la casa y te daré los ahorros de toda mi vida si lo haces.
—Una mierda. Tienes envidia de que yo no…
—Cuatro mil dólares, Jack.
—Mierda. Tienes envidia de que yo no…
Los gañidos de los perros impidieron que Ruby terminara la frase.
(Blessington, 12/5/60)
—Ya sé cómo debía de sentirse Jesucristo —proclamó Jimmy Hoffa—. Los jodidos faraones se auparon al poder aprovechándose de otros igual que los condenados hermanos Kennedy lo están haciendo a costa de mí.
—A ver si te aprendes bien la historia —intervino Heshie Ryskind—. Fue Julio César quien mandó matar a Cristo.
—Joe Kennedy es un hombre con el que siempre se puede razonar —apuntó Santo Junior—. La mala hierba es estrictamente Bobby. Si Jack alcanza el cargo, Joe le explicará ciertas cosas de la vida.
—J. Edgar Hoover detesta a Bobby —sentenció Johnny Rosselli—. Y sabe que no puede enfrentarse a la Organización y ganar. Si el muchacho sale elegido, se impondrán cabezas más frías que la de ese pequeño mamón de Bobby.
Los muchachos estaban tumbados en unas butacas de cubierta en el embarcadero de las lanchas rápidas. Pete mantenía frescas las bebidas y dejaba que soltasen la lengua.
—El jodido Jesús convirtió los peces en panes —continuó Hoffa— y eso es casi lo único que me queda por intentar. He gastado seis mil pavos en las primarias y he comprado a todos los condenados policías, alguaciles, concejales, alcaldes, grandes jurados, senadores, jueces y fiscales y jodidos investigadores judiciales que se han dejado untar. Soy como Jesús intentando separar el jodido mar Rojo sin conseguir pasar más allá de algún motel en la playa.
—Cálmate, Jimmy —dijo Ryskind—. Ve a echar un polvo y relájate. Tengo algunos teléfonos de confianza. Son chicas que conocen su oficio y estarán encantadas de complacer a un tipo famoso como tú.
—Si Jack es elegido —comentó Rosselli—, Bobby entrará en liza gradualmente. Apuesto a que se presenta a gobernador de Massachusetts y a que Raymond Patriarca y los muchachos de Boston tienen que lidiar con él.
—Eso no sucederá nunca —afirmó Santo Junior—. Raymond y el viejo Joe se conocen desde hace demasiado tiempo. Y, en último término, es Joe quien corta el bacalao, y no sus hijos.
—A mí lo que me preocupa son las actas de acusación de los grandes jurados. Según mi abogado, no es probable que pueda quitarme de encima el asunto de Sun Valley, lo cual significa que habrá acusaciones formales a finales de año. Por lo tanto, no hables de Joe Kennedy como si te refirieses a Jesús entregándole a Dios los Diez Mandamientos en el condenado monte Vesubio.
—Santo sólo hacía una observación —protestó Ryskind.
—El monte de marras es el Ararat, Jimmy —señaló Rosselli, casi al mismo tiempo—. El monte Vesubio está en el parque Yellowstone.
—Vosotros no conocéis a Jack Kennedy —insistió Hoffa—. Ese jodido Kemper Boyd os ha convencido de que es un anticastrista entusiasta, cuando en realidad es un rojillo, conciliador con los comunistas y amante de los negros, un jodido marica disfrazado de donjuán.
La espuma de las olas alcanzó el embarcadero. A unos cincuenta metros se escuchó una cuenta cadenciosa: Lockhart daba instrucción a los reclutas en formación cerrada.
—No me vendría mal un polvo —dijo Ryskind.
—¿Cómo van las cuentas, Hesh? —preguntó Rosselli.
—Alrededor de diecisiete mil pavos gastados —respondió Ryskind.
—¡No me jodas! —exclamó Santo Junior—. Yo diría que unos ocho mil como mucho. Un dólar más y estarías demasiado ocupado para hacer dinero.
Sonó el teléfono del embarcadero. Pete inclinó la silla hacia atrás y descolgó el auricular.
—Bondurant.
—Me alegro de que seas tú, pero vosotros, los soldados, ¿no sabéis decir hola?
Era Jack Ruby. Resultaba inconfundible. Pete ahuecó la mano sobre el micrófono y bajó la voz.
—¿Qué sucede? Te dije que no llamaras si no era algo importante.
—Y ese federal loco lo es, ¿no? Me llamó ayer y le he estado dando largas.
—¿Qué quería?
—Me ha ofrecido cuatro de los grandes para que vuele a Lake Geneva, en Wisconsin, y consiga los planos de la casa que tiene allí Jules Schiffrin. Me parece que eso forma parte de ese jodido asunto del fondo de pensiones…
—Dile que lo harás. Establece una cita en algún lugar tranquilo dentro de cuarenta y ocho horas y vuelve a llamarme.
Ruby tragó saliva y balbuceó. Pete colgó e hizo chasquear los nudillos uno tras otro. Los diez.
El condenado teléfono sonó otra vez. Pete descolgó.
—¿Qué coño haces, Jack?
—No soy Jack —dijo una voz—. Soy un tal señor Giancana y quiero hablar con un tal señor Hoffa; un pajarito me ha dicho que está ahí.
Pete agitó en el aire el auricular.
—Es para ti, Jimmy. Es Mo.
Hoffa soltó un eructo.
—Pulsa el interruptor del altavoz que hay en ese poste de ahí. Sam y yo no tenemos nada que ocultaros, muchachos.
Pete pulsó el interruptor. Hoffa se volvió hacia el poste y dijo a voz en grito:
—¡Hola, Sam!
El altavoz recogió la respuesta, perfectamente audible.
—Tu gente de Virginia Oeste ha maltratado a Lenny Sands, uno de mis muchachos. Que no vuelva a suceder, Jimmy, o harás que te obligue a pedir disculpas en público. Sigue el consejo que te doy: deja en paz la jodida política y concéntrate en evitar que te metan en la cárcel.
Giancana colgó enérgicamente. El ruido hizo vibrar todo el embarcadero. Heshie, Johnny y Santo compartieron un aire pesaroso, casi mareado.
Hoffa se mostró muy locuaz. Los pájaros alzaron el vuelo desde los árboles y cubrieron el cielo.
(Lake Geneva, 14/5/60)
La carretera cortaba dos prados cerrados con vallas. Las nubes ocultaban la luna y la visibilidad era casi nula.
Littell detuvo el coche y guardó el dinero en una bolsa de la compra. Eran las 10.06; Ruby se retrasaba.
Apagó los faros. Las nubes se abrieron y la luna iluminó una silueta enorme que se dirigía hacia el coche.
El parabrisas estalló. El tablero de instrumentos le cayó sobre los muslos. Una barra de acero rompió el volante y arrancó de su lugar la palanca del cambio de marchas.
Unas manos lo sacaron por el hueco del parabrisas. Los cristales le cortaron las mejillas y se alojaron en su boca.
Las manos lo arrojaron a la cuneta.
Las manos lo levantaron y lo aplastaron contra la valla de alambre de espino.
Littell colgaba como un pelele. Las puntas aceradas de la alambrada le atravesaban las ropas y lo sostenían en pie.
El monstruo le arrancó la cartuchera. El monstruo lo golpeó y lo golpeó y lo golpeó…
La valla se estremeció. El metal retorcido le penetraba en la espalda hasta los huesos. Escupió sangre y fragmentos de cristal y una gran pieza del adorno de la capota de un Chevrolet.
Captó el olor a gasolina. Su coche estalló. Una oleada de calor le chamuscó los cabellos.
La valla se derrumbó. Littell miró hacia lo alto y vio incendiarse las nubes.
DOCUMENTO ANEXO: 19/5/60. Memorándum del FBI: del jefe de Agentes Especiales de Milwaukee, John Campion, al director J. Edgar Hoover.
Señor:
Nuestra investigación sobre la agresión que casi cuesta la vida al agente especial Ward Littell continúa, pero los progresos son escasos, debido principalmente a la actitud reacia del agente Littell y a su falta de colaboración.
Agentes de las oficinas de Milwaukee y de Chicago han recorrido Lake Geneva en busca de testigos de la agresión y de la presencia de Littell en la zona en general, pero no han conseguido localizar a ninguno. El jefe de Agentes Especiales de Chicago, Leahy, me informó de que Littell estaba bajo vigilancia esporádica por asuntos relacionados con la seguridad interna del FBI, y de que en dos ocasiones recientes (10 y 14 de mayo) los agentes que seguían los movimientos de Littell perdieron su rastro en carreteras que conducían al norte, hasta la frontera de Wisconsin. De momento, se desconoce la naturaleza del interés de Littell por la zona de Lake Geneva.
Con relación a los detalles de la investigación:
1) La agresión se produjo en una carretera rural de acceso, a seis kilómetros al sudeste de Lake Geneva. 2) La inspección de la zona próxima a los restos del coche de Littell indica que el agresor borró todas las marcas de los neumáticos, haciendo imposible su recuperación en moldes. 3) El coche de Littell fue quemado con un compuesto de gasolina nitrosa muy inflamable, como los utilizados en la fabricación de explosivos militares. Tales compuestos se queman muy rápidamente y son utilizados porque minimizan el riesgo de diezmar la zona que rodea el objetivo. Evidentemente, el agresor tiene experiencia militar y/o acceso a material militar. 4) El análisis forense reveló la presencia de restos quemados de billetes de banco mezclados con fragmentos chamuscados de una bolsa de papel. El peso del conjunto de fragmentos indica que Littell llevaba consigo una gran cantidad de dinero en una bolsa de la compra. 5) Unos campesinos rescataron a Littell, que estaba enganchado en una sección de alambrada de espino caída en el suelo. Fue conducido al hospital Overlander, cerca de Lake Geneva, donde lo atendieron de una cantidad impresionante de cortes y laceraciones en espalda y nalgas, fisuras de costillas, contusiones, fractura de nariz, fractura de clavícula, hemorragia interna y cortes profundos en el rostro causados por contacto con el cristal del parabrisas. Contra las recomendaciones de los médicos, Littell firmó su alta catorce horas después y llamó un taxi para que lo llevara a Chicago. Los agentes de la oficina de Chicago asignados a su vigilancia vieron cómo entraba en el edificio donde tenía su apartamento. Nada más pisar el vestíbulo, se derrumbó en el suelo y los agentes intervinieron por propia iniciativa y lo condujeron al hospital Saint Catherine. 6) Littell continúa en el hospital. Se encuentra «en buen estado» y es muy probable que le den el alta dentro de una semana. Un médico supervisor dijo a los agentes que las cicatrices del rostro y de la espalda serán permanentes y que se recuperará muy despacio de las demás lesiones. 7) Los agentes han interrogado repetidas veces a Littell sobre tres asuntos: su presencia en Lake Geneva, la presencia del dinero quemado y la existencia de enemigos que pudieran querer agredirlo. Littell declaró que estaba en la zona buscando una propiedad para su jubilación y negó la presencia del dinero. Dijo que no tenía enemigos y consideró la agresión un asunto de confusión de identidades. Cuando se le preguntó por los miembros del partido Comunista que pudieran buscar venganza por su trabajo en la brigada Antirrojos del FBI, Littell respondió: «¿Bromean? Todos esos comunistas son buenos chicos.» 8) Los agentes han averiguado que Littell ha realizado dos viajes por lo menos a Lake Geneva. Su nombre no aparece en el registro de ningún hotel ni motel, en vista de lo cual suponemos que se registró bajo nombre supuesto o que se alojó con amigos o conocidos. La respuesta de Littell —que echó unas cabezadas en el coche— no resulta convincente.
La investigación continúa. Quedo a la espera de sus órdenes.
Respetuosamente,
John Campion
Jefe de Agentes Especiales
de la Oficina de Milwaukee
DOCUMENTO ANEXO: 3/6/60. Memorándum del FBI: del jefe de Agentes Especiales de Chicago, Charles Leahy, al director J. Edgar Hoover.
Señor:
Con relación a Ward J. Littell, le informo de lo siguiente:
El agente especial Littell se ha reincorporado al trabajo parcialmente y ha sido destinado a revisar informes federales sobre deportaciones, en colaboración con la Oficina del Fiscal del Estado. Es una tarea que exige el grado de experiencia grafológica que el agente desarrolló en la facultad de Derecho. Littell se niega a hablar de la agresión con otros agentes y, como quizá le haya contado el jefe Campion, todavía no hemos encontrado testigos de sus visitas a Lake Geneva. Helen Agee dijo a los agentes que Littell no había comentado la agresión con ella. Por mi parte, he interrogado personalmente al agente especial Court Meade, el único amigo de Littell en la oficina de Chicago, y he conseguido la siguiente información.
A) Meade afirma que a fines de 1958 y principios de 1959, después de su expulsión del Programa contra la Delincuencia Organizada, Littell «remoloneó» cerca del puesto de escuchas del Programa y expresó interés en el trabajo de la brigada. Según Meade, este interés acabó por disiparse y resulta sumamente improbable que Littell emprendiera acciones contra la mafia por su cuenta y riesgo. Meade descartó que la mafia de Chicago fuera responsable de la agresión y se burló de la idea de que algún izquierdista vigilado por Littell quisiera vengarse por su trabajo para la brigada Antirrojos. Meade cree que el motivo del ataque fue la «marcada inclinación» de Littell por las chicas jóvenes, que queda de manifiesto en su sostenida relación con Helen Agee. Meade apuntó una idea pintoresca: «Vayan a Wisconsin y busquen alguna muchacha de inclinaciones idealistas con unos hermanos huraños que no acepten de buen grado que su hermanita se enrede con un borracho de cuarenta y siete años, por muy agente federal que sea.» La teoría no me resulta descabellada.
B) Se ha comprobado la lista de detenciones efectuadas por Littell para el FBI desde 1950 con la intención de descubrir delincuentes recién salidos de la cárcel que pudieran tener ánimos de venganza. Se recopiló una lista de doce hombres, pero todos tenían coartadas de peso. Recordé la detención de un tal Pierre «Pete» Bondurant, en el año 52, y recordé que el tipo amenazó a Littell durante los trámites de la detención. Unos agentes investigaron el paradero de Bondurant durante el periodo en que se produjo la agresión y confirmaron que se encontraba en Florida.
El perfil procomunista de Littell continúa detallándose. Se ha confirmado su amistad con Mal Chamales, un conocido elemento subversivo, y los registros de llamadas telefónicas señalan ya un total de nueve conversaciones entre ambos, todas las cuales contienen abundantes expresiones de simpatía por las causas izquierdistas y de desdén por la «caza de brujas» del FBI por parte de Littell. El 10 de mayo llamé a éste y le ordené que iniciara de inmediato una vigilancia estrecha sobre Mal Chamales. Cinco minutos después, Littell llamó a Chamales y lo puso sobre aviso. Esa tarde, Chamales habló en una reunión del partido Socialista del Trabajo a la que asistieron, sin saber el uno del otro, Ward Littell y un informador de confianza del FBI. El informador me presentó una transcripción al pie de la letra de los sediciosos comentarios de Chamales, virulentamente contrarios al FBI y a Hoover. El informe de Littell sobre esa reunión del 10 de mayo consideraba tales comentarios «no incendiarios». Todo el informe estaba lleno de numerosas falsedades más; unas, rotundas mentiras y las otras, tergiversaciones de naturaleza traicionera.
Señor, creo que es hora de pedir cuentas a Littell por su falta de colaboración en el asunto de la agresión y, sobre todo, por sus retientes acciones sediciosas. ¿Tendrá usted la amabilidad de responder? Creo que esto requiere actuar de inmediato.
Respetuosamente,
Charles Leahy
DOCUMENTO ANEXO: 11/6/60. Memorándum del FBI: del director J. Edgar Hoover al jefe de Agentes Especiales de Chicago, Charles Leahy.
Señor Leahy:
Con referencia a Ward Littell, no haga nada todavía. Devuélvalo a las misiones de vigilancia del partido Comunista Norteamericano, relaje la vigilancia sobre él y manténganme informado de la investigación sobre la agresión.
JEH
DOCUMENTO ANEXO: 9/7/60. Transcripción de una llamada por un teléfono oficial del FBI: «Grabada a petición del Director» / «Clasificación Confidencial 1-A: Reservado únicamente al Director». Hablan el director Hoover y el agente especial Kemper Boyd.
KB: Buenas tardes, señor.
JEH: Kemper, estoy enfadado con usted. Lleva algún tiempo rehuyéndome.
KB: Yo no lo diría de ese modo, señor.
JEH: Claro que no. Usted lo expresaría de una manera calculada para minimizar mi rencor. La cuestión es otra: ¿se habría puesto en contacto conmigo si yo no lo hubiera localizado?
KB: Sí, señor. Claro que lo habría hecho.
JEH: ¿Antes de la coronación del rey Jack?
KB: Yo no daría por segura esa coronación, señor.
JEH: ¿No tiene mayoría de delegados?
KB: Casi. Creo que será nominado en la primera votación.
JEH: ¿Y usted cree que ganará?
KB: Sí. Estoy razonablemente seguro.
JEH: No puedo discutirle eso. El Hermano Mayor y Norteamérica tienen todos los síntomas de un flechazo amoroso.
KB: Piensa mantenerlo a usted en el cargo, señor.
JEH: Por supuesto. Todos los presidentes desde Calvin Coolidge lo han hecho, y usted debería templar su proceso de distanciamiento con la certeza de que el príncipe Jack estará en el cargo durante ocho años como máximo, mientras que yo seguiré en el mío hasta el milenio.
KB: Lo tendré presente, señor.
JEH: Se lo aconsejo. Y quede advertido también de que mi interés por el Hermano Mayor va más allá de mis estrictos deseos de conservar el empleo. A diferencia de usted, yo tengo inquietudes altruistas, como la seguridad interna de nuestra nación. A diferencia de usted, mi principal preocupación no es la autoconservación y el progreso monetario. A diferencia de usted, no considero la capacidad de disimulo como mi máxima habilidad.
KB: Sí, señor.
JEH: Permítame interpretar su resistencia a ponerse en contacto conmigo. ¿Temía que le fuera a pedir que presentara al Hermano Mayor mujeres amigas del FBI?
KB: Sí y no, señor.
JEH: ¿Qué significa eso?
KB: Significa que el Hermano Pequeño no confía por completo en mí. Significa que la primera programación de la campaña fue caótica y sólo me dejó tiempo para procurarle chicas de compañía locales. Significa que quizás haya podido alojar al Hermano Mayor en habitaciones de hotel con micrófonos del FBI previamente instalados, pero el Hermano Pequeño lleva años en contacto con las fuerzas del orden y quizá sepa que existen los micrófonos ocultos portátiles.
JEH: Kemper, siempre llego a cierto punto con usted.
KB: ¿A qué se refiere?
JEH: Me refiero a que no sé si miente o dice la verdad y, en cierto modo, ni siquiera me importa.
KB: Gracias, señor.
JEH: De nada. Era un elogio consternado, pero sincero. Bien, ¿piensa ir a Los Ángeles para la convención?
KB: Salgo mañana. Me alojaré en el Statler, en el centro.
JEH: Estaremos en contacto. El rey Jack no deseará amistades femeninas si se encuentra aburrido entre homenajes y elogios.
KB: ¿Amistades con adornos electrónicos?
JEH: No; sólo buenas oyentes. Ya hablaremos de micrófonos portátiles durante la campaña de otoño, si el Hermano Pequeño le confía los planes de viaje.
KB: Sí, señor.
JEH: ¿Quién atacó a Ward Littell?
KB: No estoy seguro, señor.
JEH: ¿Ha hablado con él?
KB: Helen Agee me llamó y me contó lo de la paliza. Llamé a Ward al hospital, pero se negó a decirme quién lo hizo.
JEH: Me viene a la cabeza Pete Bondurant. Está involucrado en esas aventuras cubanas, ¿verdad?
KB: Sí.
JEH: Sí, ¿y…?
KB: Sí… y hablamos como trabajadores a las órdenes de la Agencia.
JEH: La oficina de Chicago se dio por satisfecha con la coartada de Bondurant. El que la confirmó era un conocido traficante de heroína con numerosas condenas por violación en Cuba pero, como dijo una vez Al Capone, una coartada es una coartada.
KB: Sí, señor. Y como dijo usted en cierta ocasión, el anticomunismo hace extraños compañeros de cama.
JEH: Adiós, Kemper. Tengo la ferviente esperanza de que nuestra próxima comunicación sea a iniciativa de usted.
KB: Adiós, señor.
(Los Ángeles, 13/7/60)
El empleado le entregó una llave chapada en oro.
—Tenemos un error en las reservas, señor. Su habitación ha sido ocupada por equivocación, pero vamos a darle una suite al precio de nuestras habitaciones normales.
Los botones se acercaron al mostrador de recepción.
—Gracias —dijo Kemper—. Me parece un error muy conveniente.
El recepcionista revolvió unos papeles.
—¿Puedo hacerle una pregunta? —murmuró.
—Deje que la adivine. Si mi habitación corre a cargo de la campaña de los Kennedy, ¿por qué me alojo aquí en lugar de hacerlo en el Biltmore, con el resto del grupo?
—Sí, señor. Era precisamente eso.
Kemper guiñó un ojo.
—Soy un espía —le confió.
El recepcionista se rió. Unos hombres con aspecto de delegados agitaron la mano para llamar su atención.
Kemper se abrió paso entre ellos y tomó un ascensor hasta la planta doce. Su suite era la presidencial: doble puerta, sellos de oro, todo el mobiliario antiguo…
La recorrió, apreció la decoración y contempló la vista, entre el norte y el nordeste.
Dos alcobas, tres televisores y cuatro teléfonos. Champán de bienvenida en un cubo de hielo con el sello presidencial de Estados Unidos estampado en el metal.
Kemper descifró al instante el «error»: aquello era cosa de J. Edgar Hoover.
Quiere asustarte. Está diciéndote: «Eres propiedad mía.» Está burlándose de tu fervor por los Kennedy y de tu amor a las suites de hotel.
«Quiere un posible espionaje con micrófonos y cintas.»
Kemper conectó el televisor del salón. La pantalla se iluminó y escuchó comentarios sobre la convención.
Encendió los demás televisores y subió el volumen de todos ellos.
Inspeccionó metódicamente la suite. Encontró micrófonos de condensadores dentro de cinco lámparas de mesa y falsos paneles tras los espejos de los baños.
Descubrió dos micrófonos auxiliares ocultos bajo yeso rápido en el friso del salón. Unas minúsculas perforaciones servían de canal de sonido; un no profesional no las distinguiría nunca. Comprobó los teléfonos: los cuatro estaban intervenidos.
Kemper lo estudió todo desde la perspectiva de Hoover.
Hace unos días hablamos de micrófonos fijos. Sabe que no quiero poner a Jack en contacto con mujeres «amigas del FBI».
Hoover dijo que considera inevitable el triunfo de Jack. Puede estar fingiendo. Puede que busque pruebas de adulterio para ayudar a su buen amigo, Dick Nixon.
Hoover sabe que no se te escapará lo del «error en las reservas». Está seguro de que harás tus llamadas confidenciales desde teléfonos públicos. Cree que reducirás tus conversaciones en la suite o que destruirás los aparatos de escucha por pura irritación.
Sabe que Littell te enseñó rudimentos de cómo montar escuchas clandestinas. Lo que ignora es que Littell te enseñó algunos buenos trucos.
Sabe que descubrirás los micrófonos principales, pero cree que no descubrirás los auxiliares, los que tiene reservados para cogerte.
Kemper apagó los televisores y simuló un enérgico ataque de cólera:
—¡Hoover, cabronazo! —gritó, y epítetos peores.
Arrancó los micrófonos principales.
Hizo un nuevo repaso a fondo de toda la suite; esta vez fue aún más minucioso.
Encontró micrófonos secundarios en los teléfonos y distinguió perforaciones para micros en dos etiquetas de colchón y en tres cojines de silla.
Bajó al vestíbulo y alquiló la habitación 808 bajo seudónimo. Llamó al servicio de mensajes de John Stanton y dejó su nombre falso y el número de la habitación.
Pete estaba en Los Ángeles, reunido con Howard Hughes. Llamó a la casa de vigilancia y le dejó un mensaje al limpiapiscinas.
Le quedaba tiempo libre. Bobby no lo necesitaba hasta las cinco.
Se acercó hasta una ferretería. Compró cizallas para alambre, alicates, un destornillador de estrella, tres rollos de cinta aislante y dos pequeños imanes. Regresó al Statler y se puso a trabajar.
Reconectó las cajas de los teléfonos. Modificó el circuito de los cables de alimentación. Silenció los timbres con relleno de almohada. Peló los cables.
Las palabras que llegaran se registrarían incoherentemente en todos los teléfonos intervenidos. Dejó las piezas fuera para volverlas a colocar fácilmente.
Llamó al servicio de habitaciones y pidió Beefeater y salmón ahumado.
Recibió llamadas. Su sistema de seguridad funcionó a la perfección. Apenas oía a los que llamaban. La crepitación de la línea ahogaba todo lo que decía la otra parte. Las grabaciones sólo recogerían su voz.
Llamó su contacto en el departamento de Policía de Los Ángeles. Según lo planeado, una escolta de motocicletas acompañaría al senador Kennedy a la convención.
Bobby llamó. ¿Podía enviar unos taxis para llevar a varios ayudantes de vuelta al Biltmore?
Kemper llamó a un servicio de coches y se ocupó de la orden de Bobby. Tuvo que esforzarse para entender la voz del encargado.
En Wiltshire Boulevard sonaron las bocinas. Kemper consultó el reloj y echó un vistazo por la ventana del salón. Su caravana motorizada de «Protestantes por Kennedy» pasaba por la calle, puntual al minuto. Y pagada por anticipado, a cincuenta dólares el coche.
Kemper conectó los televisores y deambuló entre ellos. La historia irradiaba en contrastado blanco y negro.
La CBS consideraba a Jack «seguro y fácil ganador en la primera votación». La ABC mostraba imágenes panorámicas: acababa de iniciarse una gran manifestación pro Stevenson. La NBC recogía a una melindrosa Eleanor Roosevelt: «¡El senador Kennedy es, sencillamente, demasiado joven!»
La ABC daba excesivo bombo a Jackie Kennedy. La NBC mostró a Frank Sinatra trabajándose las gradas de delegados. Frankie era vanidoso; Jack decía que se pintaba la coronilla con espray para amortiguar el brillo de los focos en la calva.
Kemper continuó caminando y cambió de canales. Recogió una miscelánea de media tarde. Análisis de la convención y un partido de béisbol. Entrevistas de la convención y una película de Marilyn Monroe. Imágenes de la convención, imágenes de la convención, imágenes de la convención…
Captó algunos buenos planos de la suite del cuartel general de Jack. Vio a Ted Sorensen, a Kenny O’Donnell y a Pierre Salinger.
Sólo había coincidido con Salinger y O’Donnell en una ocasión. Jack había señalado a Sorensen: «Es el tipo que me escribió Perfiles de Valentía.»
Aquél era un ejemplo de «compartimentación» en su definición clásica. Jack y Bobby lo conocían, pero nadie más sabía nada de él en realidad. Sólo era el policía que arreglaba cosas y le conseguía mujeres a Jack.
Kemper juntó todos los televisores y creó una escena: Jack en primeros planos y en planos medios.
Apagó las luces de la estancia y bajó el volumen hasta tener tres imágenes y un solo murmullo homogéneo.
El viento despeinaba el flequillo de Jack. Pete decía que la mata de pelo de Jack era su principal atributo.
Pete se negó a discutir el mal encuentro de Littell. Evitó el tema para hablar de dinero.
—Tú andas detrás de los libros del fondo de pensiones y Littell también. Lo estás acosando para que los encuentre con la intención de buscarle un provecho monetario al asunto. Te propongo que, después de las elecciones, apretemos a Littell entre los dos. Sea cual fuese el resultado, nos repartimos los beneficios.
Pete había dejado sin pelotas a Littell. Le había dado el «susto» con que lo había amenazado.
Kemper llamó a Ward al hospital. Littell compartimentó su respuesta.
—No confío en ti en este asunto, Kemper. Puedes conseguir los detalles forenses en el FBI, pero no voy a decirte quién ni por qué.
El «dónde» era Lake Geneva, Wisconsin. El lugar debía de tener relación con el fondo de pensiones. «No confío en ti en este asunto» sólo podía significar una cosa: Lenny Sands le estaba contando basura a Littell.
Pete conocía la compartimentación. Ward y Lenny también. John Stanton afirmaba que la CIA había acuñado aquel concepto en concreto.
John lo llamó a la capital federal a mediados de abril. Dijo que Langley acababa de erigir un muro compartimental.
—Nos están dejando fuera, Kemper. Conocen lo del negocio de nuestro grupo de elite y lo toleran, pero no nos concederán un centavo en el presupuesto. Nosotros recibimos nuestro sueldo como personal del campamento de Blessington, pero el auténtico negocio de nuestro grupo de elite ha quedado excomulgado.
Aquello significaba que no habría más códigos de la CIA, ni más acrónimos de la CIA, ni más nombres en clave de la CIA ni más galimatías de inicial/signo oblicuo de la CIA.
El grupo de Miami quedaba perfectamente compartimentado.
Kemper cambió de canales con el sonido bajo y consiguió una magnífica yuxtaposición: Jack y Marilyn Monroe en pantallas de televisión contiguas.
Se echó a reír. Luego, se concentró en el toque definitivo para joder a Hoover.
Descolgó el teléfono y marcó el número de información meteorológica. Le respondió un zumbido monótono, apenas audible.
—¿Kenny? Soy Kemper Boyd —dijo. Esperó cuatro segundos y añadió—: No; tengo que hablar con el senador.
Esperó catorce segundos.
—¿Cómo está, Jack? —dijo entonces en tono brillante y animado.
Aguardó cinco segundos para fingir una respuesta creíble.
—Sí —afirmó—; aquí, la escolta ya lo tiene todo preparado.
Veintidós segundos. «Sí. Exacto. Ya sé que está ocupado.»
Ocho segundos. «Sí. Dígale a Bobby que tengo a la gente de seguridad en la casa, perfectamente preparada.»
Doce segundos. «Exacto. El motivo de esta llamada es ver si le apetece tener compañía porque, si es así, espero la llamada de unas cuantas chicas que estarían encantadas de conocerlo.»
Veinticuatro segundos. «No lo creo.»
Nueve segundos. «¿Que Lawford lo ha arreglado?»
Ocho segundos. «¡Oh, vamos, Jack! ¿Marilyn Monroe?»
Ocho segundos. «Lo creeré, si me dice que no le envíe a mis chicas.»
Seis segundos. «¡Cielo santo!»
Ocho segundos. «Se van a sentir decepcionadas, pero las invitaré a probar en otra ocasión.»
Ocho segundos. «Exacto. Por supuesto, querré saber los detalles. De acuerdo. Adiós, Jack.»
Kemper colgó. Jack y Marilyn chocaron de cabeza en los televisores.
Acababa de crear el paraíso del mirón y del escucha clandestino. Hoover se correría en los pantalones y tal vez incluso creara la semilla de algún mito disparatado.
(Beverly Hills, 14/7/60)
Wyoming votó por Jack «Espalda Jodida». Los delegados se volvieron locos.
Hughes bajó el volumen y se arrellanó entre las almohadas.
—Ya está nominado. Pero sigue lejos de poder considerarse elegido.
—Sí, señor —dijo Pete.
—Te noto deliberadamente obtuso. «Sí, señor» no es la respuesta oportuna y estás ahí sentado en esa silla en una muestra deliberada de falta de respeto.
Un anuncio se coló en el diálogo: «¡Oldsmobile Yeakel, el coche del votante!»
—¿Qué le parece ésta?: «Sí, señor, Jack tiene una mata de pelo atractiva, pero su hombre, Nixon, lo derrotará claramente en las elecciones generales.»
—Está mejor, pero detecto cierta impertinencia.
Pete hizo chasquear los nudillos.
—He tomado el avión porque me dijo que necesitaba verme. Le he traído un suministro de esa basura para tres meses. Dijo que quería verme para discutir una estrategia para evitar las citaciones judiciales, pero lo único que hemos hecho hasta ahora ha sido hablar de los Kennedy.
—Y eso es una impertinencia flagrante.
—Entonces, haga que sus mormones me pongan en la calle —replicó Pete con un suspiro—. Haga que Duane Spurgeon le traiga la droga violando seis billones de jodidos estatutos federales y estatales.
Hughes se encogió. Las cánulas intravenosas se estiraron y el frasco de la sangre se agitó. Howard, el vampiro, chupando transfusiones para asegurarse una longevidad libre de gérmenes.
—Eres un hombre muy cruel, Pete.
—No. Como ya le dije una vez, soy su hombre muy cruel.
—Los ojos se te han hecho más pequeños y más crueles. Sigues mirándome de manera extraña.
—Estoy esperando que se lance a morderme el cuello. La he corrido bastante, pero este nuevo numerito de Drácula que se ha sacado de la manga es digno de verse.
Hughes sonrió, el muy jodido.
—No es mucho más sorprendente que tu afán de combatir a Fidel Castro.
Pete replicó con otra sonrisa.
—¿Quería hablarme de algo importante?
Volvieron a aparecer imágenes de la convención. Los partidarios de Jack lanzaban vítores al borde del delirio.
—Quiero que revises los planes que han preparado mis colegas mormones para evitar las citaciones. Han encontrado una manera ingeniosa de…
—Esto podría haberse hecho por teléfono. Lleva usted rehuyendo el asunto de la TWA desde el 57 y no creo que al Departamento de Justicia le importe ya un carajo todo el caso.
—Aunque así sea, ahora tengo una razón concreta para evitar deshacerme de la TWA hasta el momento más oportuno.
Pete resopló.
—Lo escucho —dijo.
Hughes manipuló el gotero. Un frasco de sangre aportó rojo al rosa.
—Cuando por fin me deshaga de la compañía, quiero emplear el dinero en comprar hoteles con casino en Las Vegas. Quiero acumular grandes beneficios indetectables, en metálico, y respirar el aire sano y libre de gérmenes del desierto. Haré que mis colegas mormones administren los hoteles para asegurarme de que los negros, que podrían contaminar el ambiente, sean convencidos, cortés pero firmemente, de que no deben entrar. Y crearé una base de inversiones que me permita diversificarme en varios aspectos de la industria de la defensa sin pagar impuestos por el capital inicial. Voy a…
Pete dejó de prestarle atención. Hughes continuó su lluvia de cifras: millones, miles de millones, billones… Jack aparecía en el televisor, proclamando un «¡Vota por mí!» con el sonido bajado.
Pete hizo cuentas mentalmente.
Estaba Littell, en Lake Geneva, persiguiendo el fondo de pensiones. Estaba Jules Schiffrin, un respetado barba gris de la mafia de Chicago. Cabía la posibilidad de que Jules tuviera los libros del fondo ocultos en su casa.
—Pete, no me estás escuchando —dijo Hughes—. Deja de contemplar a ese político pueril y préstame toda tu atención.
Pete pulsó el botón de apagado. Jack el Mata de Pelo se desvaneció. Hughes carraspeó.
—Así está mejor. Estabas mirando a ese muchacho con algo que parecía admiración.
—Son esos cabellos, jefe. Me preguntaba cómo hace para que se le sostengan así.
—Tienes una memoria muy pobre. Y yo no tengo mucho aguante con las respuestas irónicas.
—¿Ah, sí?
—Sí. Quizá recuerdes que hace dos años te di treinta mil dólares para intentar comprometer a ese muchacho con una prostituta.
—Lo recuerdo.
—Ésa no es una respuesta completa.
—La respuesta completa es: «Las cosas cambian.» Y no pensará que el país va a meterse entre las sábanas con Dick Nixon cuando puede tener un romance con Jack, ¿verdad?
Hughes se irguió en la cama; los barrotes de ésta temblaron; el armazón del gotero se tambaleó.
—¡Dick Nixon es propiedad mía!
—Ya lo sé —dijo Pete—. Y estoy seguro que él le está muy agradecido por el préstamo que concedió a su hermano.
A Drácula lo recorrió un estremecimiento. A Drácula la dentadura postiza se le clavó en el paladar.
Drácula farfulló unas palabras.
—Yo… yo… había olvidado que eso lo sabías.
—Un hombre ocupado como usted no puede recordarlo todo.
Drácula alargó la mano en busca de una hipodérmica nueva.
—Dick Nixon es un buen hombre y toda la familia Kennedy está podrida hasta lo más hondo. Joe Kennedy lleva prestando dinero a los gángsters desde los años veinte y tengo constancia de que el terrible Raymond L.S. Patriarca le debe hasta la camisa que lleva.
Pete tenía documentado el préstamo a Nixon. Podía pasar la información a Boyd y congraciarse definitivamente con Jack.
—Igual que yo estoy en deuda con usted… —murmuró.
—¡Sabía que comprenderías mi punto de vista! —Hughes estaba radiante.
(Chicago, 15/7/60)
Littell estudió su nuevo rostro.
La débil mandíbula estaba reconstruida con clavos y fragmentos de hueso. La débil barbilla estaba hendida por una profunda marca. La nariz que siempre había detestado estaba aplastada y llena de salientes.
Helen decía que tenía un aspecto peligroso. Decía que las cicatrices de Ward dejaban muy cortas las suyas.
Littell se retiró del espejo. El cambio de iluminación le proporcionó nuevos ángulos que saborear.
Ahora cojeaba. Y la mandíbula le crujía. En el hospital había engordado diez kilos.
Pete Bondurant era un cirujano estético.
Le había hecho una cara nueva. Y su antigua personalidad, la anterior a su personificación del Fantasma, no podía asimilar lo sucedido.
Le entró miedo. Tenía miedo de seguir tras la pista de Jules Schiffrin. Tenía miedo de enfrentarse a Kemper. Tenía miedo de hablar por teléfono; los pequeños chasquidos en la línea seguían resonando en sus oídos.
Los chasquidos podían ser defectos en la conexión telefónica. Pero también podían ser indicios de escuchas clandestinas.
Le faltaban seis meses para el retiro. Mal Chamales había dicho que el Partido necesitaba abogados.
En la puerta de al lado había un televisor a todo volumen. El discurso de aceptación de John Kennedy quedó completamente ahogado por los aplausos.
El FBI dio por terminada la investigación sobre la agresión. Hoover sabía que Littell podía sabotear la infiltración de Boyd entre los Kennedy.
Littell se acercó al espejo. Las cicatrices por encima de las cejas se arrugaron.
Era incapaz de dejar de mirar.
(Miami/Blessington, 16/7/60-12/10/60)
Pete cumplió cuarenta años en una incursión en lancha a Cuba, encabezando un asalto contra una instalación de la milicia, y volvió con dieciséis cabelleras.
Ramón Gutiérrez dibujó una mascota para el grupo: un pitbull terrier con hocico de caimán y dientes como navajas de afeitar. La novia de Ramón bordó emblemas con la mascota para las hombreras, y un impresor proporcionó tarjetas de visita con el dibujo. «¡LIBERTAD PARA CUBA!», rugía la feroz mascota.
Carlos Marcello llevaba una. Sam G. también. Santo Junior las repartía a decenas entre amigos y socios.
La mascota, la Bestia, ansiaba sangre. La Bestia ansiaba enarbolar la barba de Castro en una pica.
En Blessington se sucedieron los ciclos de instrucción. El plan de invasión exigía nuevos ejercicios. Dougie Frank Lockhart compró más material de desembarco e «invadió» Alabama una vez por ciclo.
La costa del Golfo simulaba Cuba. Los reclutas tomaban la playa y dejaban cagados de miedo a los bañistas.
Dougie Frank entrenaba reclutas a tiempo completo. Pete lo hacía a tiempo parcial. Chuck, Fulo y Wilfredo Delsol llevaban la compañía de taxis.
Pete dirigía incursiones en lancha a Cuba. Todos se apuntaban… excepto Delsol. La muerte de Obregón le había quitado parte de las pelotas. Pete no entraba a juzgarlo: perder a un pariente consanguíneo en un abrir y cerrar de ojos no era agradable, ni fácil de encajar.
Todo el mundo vendía droga.
El grupo de elite suministraba heroína exclusivamente a yonquis negros. El departamento de Policía de Miami daba su aprobación implícita. Los pagos a la brigada de Narcóticos servían de seguro contra desaprobaciones.
A finales de agosto, una banda de blancos fanáticos sudistas intentó invadir su territorio. Uno de los tipos mató a tiros a un ayudante del comisario de Dade County.
Pete encontró al tipo, escondido con siete mil pavos y una caja de Wild Turkey. Se lo cargó con el machete de Fulo y donó el dinero a la viuda del agente muerto.
Los beneficios aumentaron astronómicamente. El sistema de porcentajes funcionaba fino como la seda: Blessington y Guy Banister recibían jugosos estipendios. Lenny Sands llevaba la guerra de propaganda de Hush-Hush. Su prosa venenosa golpeaba al Barbas cada semana.
Drácula llamaba semanalmente y farfullaba las mismas estupideces, como un disco rayado: «¡Quiero comprar Las Vegas y dejarla libre de gérmenes!» Drácula estaba medio lúcido y medio chiflado… y sólo estaba realmente despierto en lo que se refería al dinero.
Boyd llamaba cada dos semanas. Boyd era el jefe de seguridad y el principal alcahuete de Jack «Espalda Jodida».
El señor Hoover seguía acosándolo con llamadas telefónicas. Kemper seguía evitándolas. Hoover quería que le colara a Jack alguna gatita cargada de micrófonos ocultos.
Boyd lo tomaba como un sprint: evitar al Hombre hasta que Jack se convirtiera en El Hombre.
Hoover intervino el teléfono de la suite del hotel de Boyd en Los Ángeles. Kemper le proporcionó una información picante, pero falsa: ¡Jack el Candidato se acostaba con Marilyn Monroe!
Hoover se tragó el cuento. Un agente de Los Ángeles le dijo a Boyd que la Monroe estaba ahora bajo intensa vigilancia: micrófonos, intervenciones telefónicas y seis hombres a dedicación completa.
Tales agentes estaban desconcertados: Jack el de la Mata de Pelo y MM no habían estado en contacto.
Pete se partió de risa. Drácula confirmó el rumor: ¡¡¡Marilyn y Jack estaban liados!!!
Boyd dijo que él cacheaba minuciosamente a todas las chicas de Jack. También dijo que Kennedy y Nixon estaban muy igualados.
Pete no le dijo: «Tengo basura. Puedo VENDÉRSELA a Jimmy Hoffa; o puedo DÁRTELA a ti para que se la eches encima a Nixon.»
Jimmy era un colega. Boyd, un socio. ¿Quién era más favorable a la causa, Jack o Nixon?
Dick el Tramposo era un fervoroso antiBarbas. Jack hablaba más pero seguía corto de rabia. John Stanton llamaba a Nixon «Mister Invasión». Kemper aseguraba que Jack daría luz verde a todos los planes de invasión.
El concepto clave de la campaña de Boyd era COMPARTIMENTACIÓN.
Ike y Dick sabían que la Agencia y la mafia estaban vinculadas con Cuba. Los Kennedy no lo sabían… y no estaba claro que fueran a enterarse, aunque Jack alcanzara la Casa Blanca.
¿Quién decidiría hacia dónde decantarse? El propio Kemper Cathcart Boyd. ¿Y cuál sería el factor decisorio? La influencia observada del moralista Bobby sobre su Hermano Mayor.
Bobby podía poner al descubierto todos los vínculos entre la CIA y la mafia. Bobby podía destapar el trato sobre los incentivos de los casinos de Boyd y Bondurant.
Jack o Dick; la elección era difícil.
Lo más inteligente era no enlodar el nombre de un probado antirrojo como Nixon. Una alternativa no tan inteligente, pero más atractiva, era mancharlo e instalar a Jack en la Casa Blanca.
Vote por Boyd. Vote por la Bestia. Vote por la barba de Fidel Castro en una pica.
DOCUMENTO ANEXO: 15/10/60. Memorándum del FBI: del jefe de Agentes Especiales de Chicago, Charles Leahy, al director J. Edgar Hoover. Marcado «Confidencial. A la atención exclusiva del Director».
Señor:
El expediente acusatorio contra el agente especial Ward J. Littell por procomunista ya está ultimado. El presente memorándum sustituye a todos los informes confidenciales anteriores relativos a Littell; en breve recibirá por otro conducto los documentos probatorios pormenorizados.
Le resumiré brevemente los hechos más recientes que se han producido:
1) Nos hemos puesto en contacto con Claire Boyd (hija del agente especial Kemper C. Boyd y amiga de la familia de Littell desde hace mucho tiempo), quien accedió a no mencionar la entrevista a su padre. Según la señorita Boyd, durante las últimas Navidades el agente Littell efectuó comentarios obscenamente despectivos contra el FBI y contra Hoover. Y elogió al Partido Comunista de Estados Unidos.
2) No hay pistas en la investigación de la agresión. Todavía ignoramos qué hacía Littell en Lake Geneva, Wisconsin.
3) El mes pasado, durante dos semanas, se sometió a vigilancia a Helen Agee, la amante de Littell. Varios de los profesores de la señorita Agee en la facultad de Derecho de la Universidad de Chicago fueron interrogados respecto a la posición política de su alumna. Ahora tenemos cuatro informes confirmados de que la señorita Agee también se ha mostrado en público crítica con el FBI. Un profesor (informador número 179 de la Oficina de Chicago) declaró que la señorita Agee descalificó al FBI por no haber sabido resolver «un simple caso de agresión en Wisconsin» y llegó a llamar al FBI «la Gestapo norteamericana que hizo matar a mi padre y convirtió a mi novio en un lisiado». (Un decano de la Universidad de Chicago se propone recomendar que se rescinda la beca estudiantil de que disponía la señorita, en cumplimiento de una declaración de fidelidad del estudiante que firman todos los matriculados en la facultad de Derecho.)
En conclusión:
Creo que es el momento de abordar al agente Littell. Espero sus órdenes.
Respetuosamente,
Charles Leahy
Jefe de Agentes Especiales de Chicago
DOCUMENTO ANEXO: 15/10/60. Memorándum del FBI: del director J. Edgar Hoover al jefe de Agentes Especiales de Chicago, Charles Leahy.
Señor Leahy:
No aborden al agente Littell hasta que yo dé la orden.
JEH
(Chicago, 16/10/60)
La resaca era brutal. Las pesadillas lo habían vuelto esquizofrénico: cada uno de los hombres del local le parecía un policía.
Littell revolvió el café con mano temblorosa. Mal Chamales jugueteaba con un bollo y temblaba casi tanto como él.
—Mal, tú intentas decirme algo, ¿verdad?
—No estoy en situación de pedirte favores.
—Si se trata de algún favor oficial del FBI, debes saber que me retiro dentro de tres meses exactos, en tal fecha como hoy.
—Como te dije, el Partido siempre necesita abogados —comentó Mal con una leve risa.
—Primero tendría que inscribirme en el Colegio de Abogados de Illinois. Eso, o trasladarme a Washington a practicar Derecho Federal.
—No eres un gran simpatizante izquierdista…
—Ni un admirador del FBI. Mal…
—He solicitado un empleo como enseñante. Corre la voz de que el Consejo Nacional de Educación va a romper la lista negra. Quiero cubrir mis apuestas y he pensado que podrían pulir tus informes para que demuestren que he dejado el Partido.
El tipo alto de la barra le resultaba familiar. El que remoloneaba en la calle, también.
—Ward…
—Claro, Mal. Lo haré constar en mi próximo informe. Diré que has dejado el Partido para aceptar un empleo en la campaña de Nixon.
Mal reprimió unas lágrimas. Luego, casi volcó la mesa en su esfuerzo por abrazarlo.
—Lárgate —lo cortó Littell—. No me gusta que me vean abrazado a comunistas en público.
El local de comidas quedaba enfrente del edificio de apartamentos donde vivía. Littell ocupó un asiento junto a la ventana y mató el tiempo observando las pegatinas adheridas a los parachoques.
Dos coches de Nixon estaban aparcados junto al bordillo. Vio una calcomanía de la candidatura Nixon/Lodge en el parabrisas del coche del casero.
El tráfico era fluido. Littell vio pasar coches con distintivos: seis pro Nixon y tres pro Kennedy.
La camarera le sirvió café. Él añadió dos tragos de su petaca.
El resultado de la encuesta rápida estaba claro: Nixon barría en Chicago.
El sol iluminó la ventana del local. El cristal reflejó unas maravillosas distorsiones: eran su nuevo rostro y su nuevo perfil del cuero cabelludo, marcado a cicatrices.
Helen subía los peldaños de la entrada del edificio de apartamentos. Mostraba un aspecto desastrado: no llevaba maquillaje ni abrigo y vestía una blusa y una falda desconjuntadas.
Helen vio el coche de Littell. Dirigió la mirada al otro lado de la calle y lo distinguió tras el cristal.
Cruzó corriendo. Unos papeles de cuaderno volaron de su bolso. Littell se acercó a la puerta. Helen la abrió de un empujón con ambas manos.
Littell intentó sujetarla. Ella le cogió la pistola de la sobaquera y lo golpeó con ella. Lo golpeó en el pecho y en los brazos. Intentó tirar del gatillo con el seguro puesto y volvió a descargar sobre él una lluvia de golpes débiles y femeninos, tan agitada que Littell no podía detenerla.
Se le había corrido el rímel de ojos. El bolso que llevaba cayó al suelo y derramó unos libros. Entonces, se puso a gritar palabras sueltas: «rescindir el fondo de donaciones», «juramento de fidelidad», «FBI» y «TÚ TÚ TÚ».
Varias cabezas se volvieron hacia ellos. En la barra, dos hombres sacaron también sus armas.
Helen dejó de golpearlo.
—¡Maldita sea, éste eres TÚ y lo sé perfectamente!
Littell tomó el coche hasta la oficina. Dejó encajonado el coche de Leahy y se dirigió a toda prisa a la sala de la brigada.
La puerta del despacho de Leahy estaba cerrada. Court Meade lo vio y le volvió la espalda.
Aparecieron dos hombres en mangas de camisa con las sobaqueras puestas y Littell los reconoció: eran los tipos del teléfono que habían estado manipulando las líneas en las inmediaciones del apartamento.
La puerta de Leahy se abrió de pronto y por ella asomó una cabeza. Littell recordó la cara: era el tipo de la oficina de correos del día anterior.
La puerta se cerró de nuevo. Del otro lado se filtraron unas voces: «Littell», «la chica Agee».
De una patada, hizo saltar la puerta de sus goznes. Se encontró con una escena a lo Mal Chamales.
Cuatro fascistas de franela gris, reunidos en conferencia. Cuatro parásitos, explotadores, derechistas…
—Recuerden lo que sé —proclamó—. Recuerden el daño que puedo hacer al FBI.
Compró cortaalambres, gafas protectoras, cinta adhesiva con recubrimiento magnético, un cortador de cristales, guantes de goma, una escopeta de caza, cien cartuchos de postas del doble cero, una caja de dinamita industrial, trescientos metros de cebador, pantallas acústicas, un martillo, clavos y dos bolsas de lona de gran tamaño.
Guardó su coche en un garaje.
Alquiló un Ford Victoria del 57… con una identificación falsa. Compró tres botellas de whisky escocés; sólo las suficientes para aplacar la sed.
Se dirigió al sur, hacia Sioux City, Iowa.
Devolvió el coche de alquiler y tomó un tren hacia el norte, a Milwaukee.
DOCUMENTO ANEXO: 17/10/60. Memorándum confidencial: de John Stanton a Kemper Boyd.
Kemper:
He recibido una inquietante llamada telefónica de Guy Banister y he creído que debía compartir la información contigo. Últimamente resulta difícil encontrarte, así que espero que esto llegue a tus manos en un plazo razonable.
Guy es amigo del jefe de Agentes Especiales de Miami, que lo es del comandante de la brigada de Inteligencia del departamento de Policía de la ciudad. Esta brigada mantiene bajo vigilancia no estricta a varios cubanos sospechosos de procastristas y efectúa comprobaciones rutinarias de la documentación del coche de todos los varones latinos con quienes se ve a dichos sospechosos. Nuestro hombre, Wilfredo Olmos Delsol, ha sido visto en dos ocasiones con Gaspar Ramón Blanco, de 37 años, conocido procomunista y miembro del Comité de Entendimiento con Cuba, una pantalla propagandística financiada por Raúl Castro. Esto me preocupa, sobre todo por lo que hizo P.B. con el primo de Delsol, Tomás Obregón. Encárgate de que P.B. lo compruebe, ¿quieres? Nuestras normas de compartimentación prohíben que contacte con él directamente.
Con mis mejores deseos,
John
(Miami, 20/10/60)
El piloto anunció que llegarían con retraso. Kemper consultó el reloj. El tiempo que podía concederle a Pete acababa de evaporarse.
Aquella mañana, Pete se había puesto en contacto con él en Omaha. Tengo algo para ti, le había dicho; algo que querrás ver.
Le había prometido que la cita no duraría más de veinte minutos. Te devolveré a los brazos de Jack en el siguiente vuelo, le había asegurado.
Miami titilaba a sus pies. Kemper tenía un trabajo crucial en Omaha… retrasado por aquel rodeo de seis horas.
La carrera estaba tan ajustada que no se podía asegurar nada. Nixon, tal vez, tenía una levísima ventaja… y quedaban dieciocho días para la fecha.
Llamó a Laura desde la sala de embarque. Ella arremetió contra él y le recriminó sus relaciones con los Kennedy. Según Claire, Laura ansiaba una victoria de Nixon.
Según Claire, unos hombres del FBI la habían interrogado el mes anterior. Y el único tema del interrogatorio había sido las actividades e ideas políticas de Ward Littell.
Los agentes la intimidaron y le advirtieron que no mencionara el encuentro a su padre. Pero Claire faltó a la promesa y lo llamó para contárselo. De eso hacía tres días.
Kemper llamó a Ward inmediatamente. El teléfono sonó y sonó. Por el sonido de los timbrazos, se apreciaba claramente que el aparato estaba intervenido.
Llamó a Court Meade para indagar el paradero de Ward. Meade dijo que Ward había derribado a patadas la puerta del despacho del jefe y se había esfumado.
Claire lo había llamado a Omaha la noche anterior para contarle que el FBI había conseguido que la facultad de Derecho le retirase la beca a Helen.
El señor Hoover había dejado de llamarlo hacía dos días. De algún modo, todo estaba relacionado. La campaña lo hacía ir de acá para allá demasiado deprisa como para sentir miedo.
Los vientos cruzados dificultaron su descenso. El avión rodó por la pista con un cierto zigzagueo de cola.
Kemper miró por la ventanilla. Pete estaba fuera, con la tripulación de tierra. Los hombres estaban recibiendo fajos de dólares y lisonjeaban al grandullón de la pasta.
Las escalerillas se acoplaron al fuselaje y Kemper se acercó a la puerta. El copiloto la abrió parcialmente. Allí estaba Pete con un carro de carga de equipajes en la pista, exactamente debajo de ellos.
Kemper bajó los peldaños de tres en tres. Pete lo agarró y le soltó un grito.
—¡El avión ha llegado con retraso! ¡Tenemos media hora!
Kemper saltó al vehículo. Pete aceleró. Sortearon pilas de equipaje y giraron en torno a la garita de un conserje.
Un mozo de equipajes abrió la puerta. Pete le deslizó veinte dólares. Sobre un banco de trabajo había extendido un mantel de lino. Sobre él había ginebra, vermut, un vaso y seis hojas de papel.
—Lee esto —indicó Pete.
Kemper echó una ojeada a la primera página. De inmediato se le erizó el vello.
Howard Hughes había prestado 200.000 dólares al hermano menor de Richard Nixon. Las fotocopias de los cheques, las anotaciones contables y los comprobantes bancarios lo demostraban. Alguien había recopilado una lista pormenorizada de las propuestas legislativas de Nixon vinculadas con contratos gubernamentales a las empresas de Hughes. Kemper preparó un cóctel. Le temblaban las manos y derramó Beefeater por todo el banco de trabajo. Luego, miró a Pete.
—No has hablado de dinero.
—Si quisiera dinero, habría llamado a Jimmy.
—Le diré a Jack que tiene un amigo en Miami.
—Dile que nos deje invadir Cuba y estaremos en paz.
El martini estaba soberbiamente seco. La garita del conserje relucía como el Carlyle.
—Vigila a Wilfredo Delsol. Ahora está desengañado, pero creo que puede andar enredando…
—Llama a Bobby —dijo Pete—. Quiero oír cómo me pones en prenda a ese jodido.
DOCUMENTO ANEXO: 23/10/60. Titular del Cleveland Plain Dealer:
LAS REVELACIONES DE PRÉSTAMOS DE HUGHES A NIXON AGITAN LA CAMPAÑA
DOCUMENTO ANEXO: 24/10/60. Subtitular del Chicago Tribune:
KENNEDY CRITICA LA «CONFABULACIÓN» NIXON-HUGHES
DOCUMENTO ANEXO: 25/10/60. Titular y subtitular del Los Angeles Herald-Express:
NIXON RECHAZA LAS ACUSACIONES DE TRÁFICO DE INFLUENCIAS
EL ESCÁNDALO DE LOS PRÉSTAMOS DE HUGHES RECORTA LA VENTAJA REPUBLICANA EN LOS SONDEOS
DOCUMENTO ANEXO: 26/10/60. Subtitular del New York Journal-American:
NIXON CALIFICA DE «TEMPESTAD EN UN VASO DE AGUA» EL ASUNTO DE LOS PRÉSTAMOS
DOCUMENTO ANEXO: 28/10/60. Encabezamiento del San Francisco Chronicle:
EL HERMANO DE NIXON CONSIDERA «NO POLÍTICOS» LOS PRÉSTAMOS DE HUGHES
DOCUMENTO ANEXO: 29/10/60. Subtitular del Kansas City Star:
KENNEDY ATACA A NIXON POR EL PRÉSTAMO DE HUGHES
DOCUMENTO ANEXO: 3/11/60. Encabezamiento del Boston Globe:
ENCUESTA GALLUP: ¡LA CARRERA PRESIDENCIAL, AL ROJO VIVO!
(Lake Geneva, 5/11/60)
Littell repasó la lista. Gafas protectoras, tapones para los oídos, cizallas de alambre, cortavidrios: comprobados. Cinta adhesiva imantada, guantes, escopeta, munición: comprobados.
Dinamita con cebador impermeable al agua. Pantalla acústica, martillo, clavos: comprobados.
Comprobado: has limpiado todas las huellas dactilares de la habitación del motel.
Comprobado: has dejado el dinero de la cuenta sobre la cómoda.
Comprobado: has evitado cualquier contacto con los demás ocupantes del motel.
Repasó su lista de precauciones de las últimas tres semanas.
Has cambiado de motel cada dos días en un itinerario zigzagueante por el sur de Wisconsin.
Has usado falsas barbas y falsos bigotes en todo momento.
Has cambiado de coche de alquiler de vez en cuando. Has tomado autobuses entre camionetas alquiladas. Y has devuelto los vehículos en lugares distantes: Des Moines, Minneapolis y Green Bay.
Has alquilado los citados vehículos con identidades falsas.
Has pagado en metálico.
No has aparcado nunca en las cercanías del motel donde te alojabas.
No has hecho ninguna llamada telefónica desde la habitación y has limpiado de huellas todas las superficies antes de dejarla.
Has empleado tácticas de evasión contra seguimientos. Has limitado el consumo de alcohol: seis tragos por noche para asegurarte de tener los nervios calmados.
No has observado que nadie te siga.
Has observado a los hombres solitarios, has medido sus reacciones y no has podido discernir nada que oliera a policía o a mafia. La mayoría de los tipos se han mostrado incómodos: ahora tienes un aspecto que asusta.
Has vigilado la propiedad de Jules Schiffrin. Has determinado que el tipo no tiene servicio permanente ni guardianes.
Has aprendido la rutina de Schiffrin.
El sábado por la noche, cena y cartas en el club de campo de Badger Glen. El domingo, temprano, un rato en casa de una tal Glenda Rae Mattson.
Jules Schiffrin estaba fuera desde las siete y cinco de la tarde del sábado hasta las dos de la madrugada.
Su finca era patrullada por la policía cada dos horas, en rutinarios controles del camino de acceso.
Has conseguido los planos de las alarmas y la ubicación de las cajas. Has consultado diecisiete servicios para conseguirlos. Te has hecho pasar por un teniente de la Policía de Milwaukee y has reforzado las falsas identidades con documentos y credenciales comprados a un falsificador que detuviste hace años.
Has llevado a cabo todas las simulaciones bajo disfraz.
En la vivienda hay instaladas dos cajas fuertes de plancha de acero. Pesan cuarenta y cinco kilos cada una. Tienes localizada su situación exacta.
Comprobaciones finales:
La nueva habitación en el motel a las afueras de Beloit, alquilada sin novedad.
El artículo sobre la colección de arte de Schiffrin, recortado para dejarlo en la escena del crimen.
Littell hizo una profunda inspiración y tomó tres tragos rápidos. Los nervios se estremecieron y se calmaron. Casi.
Contempló su rostro en el espejo del baño. Una última mirada para darse valor…
Las nubes bajas ocultaban la luna. Littell llegó en el coche hasta el lugar, a casi un kilómetro de la casa.
Eran las 11.47. Tenía dos horas y trece minutos para llevar a cabo el trabajo.
Un coche patrulla de la policía del Estado pasó cerca de él en dirección este. Llegaba puntual: el control de perímetro habitual de las 11.45.
Littell volvió a la calzada. La tierra compacta se agarraba a sus neumáticos. Conectó las luces y se deslizó ladera abajo.
Cuando la pendiente se suavizó, hizo patinar las ruedas traseras para eliminar las marcas.
Unos árboles salpicaban el claro; desde el camino no se podía ver el coche.
Apagó las luces y cogió la bolsa de lona. Vio las luces de la casa colina arriba, hacia el oeste; un débil resplandor que le guiaba y que debía evitar.
Avanzó hacia allí. Los montones de hojas disimulaban sus huellas. El resplandor se expandía cada pocos segundos.
Llegó al camino contiguo a la cochera abierta. El Eldorado Brougham de Schiffrin no estaba.
Corrió hasta la ventana de la biblioteca y se agachó. Una lámpara en el interior le proporcionó una luz difusa con la que trabajar.
Sacó las herramientas y unió dos cables a la rejilla de un desagüe mediante cinta adhesiva. Un tubo de neón exterior se encendió con un parpadeo. Vio el cable de la alarma que recorría la ventana… montado entre dos gruesos cristales.
Calculó la circunferencia.
Cortó tiras de cinta magnética suficientes.
Las adhirió al cristal exterior hasta cubrir el círculo por completo. Le dolían las piernas. Un sudor frío le provocaba escozor en los cortes del afeitado.
Colocó un imán sobre la cinta y, con el cortavidrios, trazó un círculo en la zona cubierta por la cinta.
El cristal era muy grueso. Necesitó ambas manos y todo su peso para marcar un surco en él.
No se dispararon las alarmas. No se encendieron los focos. Continuó trazando el círculo en el cristal. No ululó ninguna sirena ni escuchó ruidos de zafarrancho general.
Le ardían los brazos. El filo de la hoja del cortavidrios se desgastó. El sudor se le heló en la piel y lo hizo tiritar.
El cristal exterior cedió. Metió las mangas dentro de los guantes y empujó con más fuerza.
VEINTINUEVE MINUTOS TRANSCURRIDOS.
La presión del codo quebró el cristal interior. A patadas, Littell despejó el marco de cristales para abrirse paso.
Se coló en el interior. El paso era estrecho y las puntas de cristal cortaron su ropa hasta alcanzar la piel.
La biblioteca tenía las paredes forradas de madera de roble y estaba amueblada con sillas de cuero verde. En las paredes laterales había obras de arte: un Matisse, un Cézanne, un Van Gogh.
Las lámparas de pie le proporcionaron luz; apenas la suficiente para trabajar.
Dispuso las herramientas.
Localizó las cajas fuertes: colocadas tras los paneles de la pared, con tres palmos de separación.
Cubrió cada centímetro del hueco de la pared con una pantalla acústica triple y la aseguró firmemente con clavos y martillo; clavos de cinco peniques en el roble perfectamente barnizado.
Marcó con un aspa las secciones que cubrían las cajas. Se puso las gafas y se colocó los tapones en los oídos. Cargó la escopeta y accionó el gatillo.
Un disparo, dos… Enormes explosiones contenidas. Tres disparos, cuatro… Pedazos de relleno y de madera noble desintegrados.
Littell volvió a cargar y disparó, cargó y disparó, cargó y disparó.
Las astillas le rasgaron el rostro. El humo del cañón le produjo náuseas. La visibilidad era nula: la masa de restos se estrelló contra sus gafas.
Littell volvió a cargar y a disparar, a cargar y a disparar, a cargar y a disparar… Cuarenta y tantos cartuchos echaron abajo la pared y las vigas del fondo del techo.
La madera y el yeso se desmoronaron. El mobiliario del segundo piso cayó y se hizo astillas. Dos cajas fuertes cayeron entre los escombros.
Littell se abrió paso entre ellos rogando a Dios que le permitiese respirar.
Vomitó astillas y whisky. Escupió humo de pólvora y flemas negras. Excavó entre montones de madera y arrastró las cajas hasta su bolsa de lona.
SETENTA Y DOS MINUTOS TRANSCURRIDOS.
La biblioteca estaba reventada hasta el salón. Cuarenta y tantas explosiones habían hecho caer las obras de arte. El Cézanne estaba intacto. El Matisse tenía ligeros daños en el marco. El Van Gogh era un hueco desgarrado por las postas.
Littell dejó el recorte de periódico.
Se cargó la bolsa a la espalda mediante tiras de cortina.
Cogió los cuadros y salió por la puerta principal.
El aire puro lo embriagó. Aspiró una bocanada y escapó.
Se deslizó sobre las hojas y avanzó de árbol en árbol. Nada le sentó mejor que poder aliviar la vejiga. Trastabilló, dobló la espalda… casi cien kilos de acero lo hicieron deslizarse a plomo pendiente abajo.
Cayó. Su cuerpo se había hecho de goma; era incapaz de ponerse en pie o de levantar la bolsa.
Se arrastró y la arrastró el resto del camino. Cargó el coche y avanzó dando bandazos hasta la carretera de acceso, jadeando pesadamente en todo momento.
Observó su rostro en el espejo retrovisor. El calificativo «heroico» le vino a la cabeza de inmediato.
Tomó carreteras locales en dirección norte/noroeste hasta encontrar el punto que había seleccionado previamente para la detonación: un claro del bosque en las cercanías de Prairie du Chien.
Iluminó el claro con tres grandes linternas. Quemó los cuadros y esparció las cenizas.
Juntó los cabos de seis cartuchos de dinamita y los adosó a la cerradura de las cajas. Tendió cien metros de mecha y prendió una cerilla.
Las cajas reventaron. Las puertas salieron despedidas hasta la espesura. Una ventolera dispersó montones de billetes chamuscados. Littell avanzó entre ellos. La explosión había destruido cien mil dólares, por lo menos.
Descubrió tres grandes libros contables envueltos en plástico. Intactos.
Enterró los restos de billetes y arrojó los pedazos de caja fuerte en un canal de desagüe próximo al claro. Volvió al coche y se dirigió a su nuevo motel. Respetó las limitaciones de velocidad durante todo el trayecto.
Tres libros. Doscientas páginas cada uno. Columnas de anotaciones en cada página, repartidas en el estilo habitual de los libros de contabilidad.
De izquierda a derecha, se sucedían las series de cifras desorbitadas.
Littell dejó los libros sobre la cama. Un primer pálpito le dijo que las cantidades excedían cualquier posible balance de cuotas mensuales o anuales del fondo de pensiones.
Los dos libros encuadernados en marrón estaban cifrados. Las listas de números y letras de la columna más a la izquierda se correspondían aproximadamente, en cantidad de dígitos, a nombres y apellidos.
Así, «AH795/WZ458YX =» podía ser un nombre de cinco letras y un apellido de siete.
Quizás.
El tercer libro, encuadernado en negro, no estaba en clave. Contenía cuentas financieras igualmente largas y pormenorizadas, con una lista de dos y de tres letras en la última columna por la izquierda.
Las letras podían corresponder a iniciales de prestamistas o de tomadores de préstamos.
El libro negro estaba subdividido en columnas verticales, encabezadas con palabras reales: «% préstamo» y «# transferencia».
Littell dejó a un lado el libro negro y volvió a los marrones. Una segunda corazonada le dijo que no resultaría fácil descubrir las claves de éstos. Siguió los símbolos de los nombres y cifras y observó las sumas acumuladas en las líneas horizontales. Las cantidades, limpiamente dobladas, le indicaron el interés exigido por el fondo de pensiones: un usurero cincuenta por ciento.
Distinguió series de letras repetidas, en incrementos de cuatro a seis letras; muy probablemente, era un simple código cifrado. El 1 para la A, el 2 para la B…; algo le decía que era así de sencillo.
Adjudicó letras a las cifras y EXTRAPOLÓ:
Las irregularidades en los préstamos del fondo de pensiones se remontaban hasta treinta años atrás. Las letras y los números ascendían de izquierda a derecha… hasta llegar a principios de 1960.
La cuantía media de los préstamos era de 1,6 millones de dólares. Con los intereses, 2,4 millones. El préstamo más pequeño era de 425.000 dólares. El mayor, de 8,6 millones.
Los números crecían de izquierda a derecha. En las últimas columnas por la derecha había multiplicaciones y divisiones, cálculos de porcentajes.
Littell EXTRAPOLÓ.
Los cálculos eran beneficios de las inversiones en préstamos, anotados con los intereses cobrados.
La tensión a que sometía la vista le obligó a hacer una pausa. Tres tragos rápidos le devolvieron las fuerzas.
Hizo una breve reflexión.
Busca el dinero negro que ha financiado el proyecto Sun Valley de Hoffa, se dijo.
Punteó las columnas con un lápiz y relacionó los datos: de mediados del 56 a mediados del 57 y diez símbolos que correspondieran a «Jimmy Hoffa».
Encontró 1,2 y 1,8; hipotéticamente, los tres millones «fantasmas» de Bobby Kennedy. Descubrió cinco, seis y cinco símbolos en una columna que se cruzaba perfectamente con los apuntes.
Cinco, seis y cinco. James Riddle Hoffa.
Hoffa se tomaba a risa las acusaciones sobre el asunto Sun Valley y tenía razones para ello: sus trampas legales quedaban muy bien disimuladas.
Littell hojeó los libros y observó algunas cifras totales. La fila de pequeños ceros se hacía interminable. El opulento fondo de pensiones manejaba miles de millones.
La visión empezó a hacérsele borrosa, pero lo corrigió mediante el uso de una lupa. Con ella, repasó los libros sucintamente. Una serie de números idénticos se repetía una y otra vez en bloques de cuatro cifras.
[1408], una y otra vez.
Littell estudió las páginas de los libros marrones, una por una, y encontró veintiuna veces el número 1408, incluidas dos junto a las partidas de los «tres millones fantasmas». Una suma rápida le dio un total aproximado: cuarenta y nueve millones de dólares en préstamos dados o tomados. El señor 1408 tenía el riñón bien cubierto en ambos sentidos.
Comprobó la columna inicial del libro negro. Estaba en orden alfabético y escrita en mayúsculas con la limpia letra de Jules Schiffrin. Eran las nueve de la mañana. Tenía cinco horas para estudiar los datos. El encabezamiento «% préstamo» le llamó a atención. Vio «B-E» en toda la gráfica; el código de cifras y letras quedaba descifrado en un veinticinco por ciento.
Littell EXTRAPOLÓ:
Las iniciales identificaban a prestadores del fondo de pensiones, cuyos préstamos se habían reembolsado a unos intereses altos, pero no brutales.
Estudió la columna de «# transferencia». La lista era estrictamente uniforme: iniciales y dos dígitos, nada más.
Littell EXTRAPOLÓ:
Las iniciales eran identificaciones de cuentas bancarias: dinero reembolsado a los mafiosos, una vez blanqueado y limpiado. Todas estas iniciales reflejaban el nombre del banco y la sucursal. Littell copió las letras en un bloc de notas.
BOABH = Bank of America, sucursal Beverly Hills. HSALMB Home Savings and Loan, sucursal Miami Beach.
Encajaba.
Podía formar nombres de bancos conocidos con todos los bloques de letras.
Saltó columnas en busca del 1408. Allí estaba, junto al dinero: JPK, SR / SFNB / 811512404.
SFN significaba Security-First National. La B podía corresponder a la sucursal de Buffalo, Boston u otra ciudad cuyo nombre empezara por esa letra.
SR era, probablemente, una referencia a un «Senior». ¿Por qué se había añadido aquel detalle al nombre?
Inmediatamente encima de JPK, SR vio la anotación JPK [1693] BOAD. Aquel hombre era un tacaño; apenas había prestado al fondo unos míseros 6,4 millones.
El SR se había añadido, simplemente, para distinguir al prestador de alguien con las mismas iniciales.
JPK, SR [1408] SFNB/811512404. Un prestamista asquerosamente rico…
Alto.
Alto ahí.
JPK, SR.
Joseph P. Kennedy, Senior.
B = Sucursal de Boston.
Agosto del 59; Sid Kabikoff, hablando con Sal el Loco: «Conocí a Jules hace mucho tiempo (…) cuando él VENDÍA DROGA y UTILIZABA LOS BENEFICIOS para financiar películas de la RKO en la época en que ésta era propiedad de JOE KENNEDY.»
Alto. Haz la llamada. Hazte pasar por un pez gordo del FBI y confírmalo o refútalo.
Littell marcó el cero. El sudor que lo bañaba goteó sobre el teléfono. Una telefonista atendió la llamada.
—¿Qué número desea, por favor?
—El del banco Security-First National en Boston, Massachusetts.
—Un momento, señor. Buscaré el número y le pondré en comunicación.
Littell esperó. Le subió la adrenalina y se sintió mareado y sediento.
Atendió la llamada un hombre.
—Security-First National, ¿diga?
—Soy el agente especial Johnson, del FBI. Querría hablar con su jefe, si es tan amable.
—Espere, por favor. Le paso la comunicación.
Littell escuchó chasquidos de conexiones.
—Soy el señor Carmody —dijo una voz—. ¿En qué puedo servirlo?
—Al habla el agente especial Johnson, del FBI. Tengo un número de cuenta de su sucursal y necesito saber a quién pertenece.
—¿Es una petición oficial? Verá, es domingo y estoy aquí supervisando el inventario mensual…
—Sí, es una petición oficial. Puedo conseguir la autorización formal, pero preferiría no molestarlo con una visita en persona…
—Entiendo. Bien… Supongo que…
Littell insistió con firmeza.
—El número de la cuenta es 811512404.
El señor Carmody exhaló un suspiro.
—Bien, ejem, el código 404 señala cuentas que disponen de caja en el depósito de seguridad, de modo que si está interesado en las cifras de balance, me temo que…
—¿Cuántas cajas de seguridad tienen alquiladas a ese número de cuenta?
—Bien, esa cuenta me resulta muy conocida, debido a su volumen. Verá…
—¿Cuántas cajas?
—En estos momentos, toda una bóveda de noventa.
—¿Se puede trasladar valores directamente a esa bóveda desde el exterior del banco?
—Desde luego. Y pueden ser colocados en las cajas sin ser examinados, a través de una tercera parte con acceso a la contraseña del titular de la cuenta.
Noventa cajas de botín. Millones de dólares en EFECTIVO, lavados por la mafia.
—¿A quién pertenece ese número de cuenta?
—Bueno…
—¿Le llevo la autorización?
—Bueno, yo…
—¿El titular de la cuenta es Joseph P. Kennedy, Senior? —Littell hizo la pregunta casi a gritos.
—Pues… En fin, sí.
—¿El padre del senador?
—Sí, el padre del…
El teléfono le resbaló de la mano. Littell lo envió al otro extremo de la habitación de un puntapié.
El libro negro. El señor 1408, prestamista millonario.
Volvió a estudiar los números y lo confirmó. Comprobó tres veces cada cifra hasta que la visión se le hizo borrosa.
Sí: Joe Kennedy había dejado al fondo de pensiones el dinero para iniciar el proyecto Sun Valley. Sí: el fondo de pensiones había prestado ese dinero a James Riddle Hoffa.
Sun Valley constituía un delito de fraude inmobiliario. Sun Valley también había provocado dos muertes, llevadas a cabo por Pete Bondurant: las de Anton Gretzler y de Roland Kirpaski.
Littell siguió la pista de los 1408 en el papel. Vio continuas comas y ningún apunte de retirada de capitales invertidos.
Joe sólo recuperaba de la cuenta los intereses. Los capitales los mantenía activos en el fondo de pensiones.
Creciendo.
Lavados, escondidos, disimulados, protegidos de impuestos y canalizados: distribuidos entre matones sindicales, vendedores de droga, usureros y criminales dictadores fascistas.
Los libros de criptografía contenían detalles sobre cómo hacerlo. Podía descifrar el código y saber dónde había ido el dinero exactamente.
Será mi secreto, Bobby. Nunca permitiré que odies a tu padre.
Littell se excedió de su límite en ocho copas. Perdió el sentido gritando números.
(Hyannis Port, 8/11/60)
Jack llevaba la delantera en los sondeos electorales por casi un millón de votos de ventaja. Nixon se aferraba a sus posibilidades: el Medio Oeste parecía problemático.
Kemper tenía conectados tres televisores y cuatro teléfonos. La habitación de motel que ocupaba era un enorme enchufe eléctrico: el Servicio Secreto exigía múltiples líneas de entrada y de salida.
Su línea personal era el teléfono rojo. Los dos aparatos blancos conectaban directamente con las oficinas de los Kennedy. El teléfono azul comunicaba al Servicio Secreto con el casi Presidente electo.
Eran las 11.35 de la noche.
La CBS anunciaba un resultado apretado en Illinois. La NBC proclamaba «¡Incertidumbre hasta el último voto!». La ABC decía que Jack ganaba con un 51 % de los votos.
Kemper miró por la ventana. Los hombres del Servicio Secreto iban y venían en el exterior; habían reservado todo el complejo hotelero.
Sonó el teléfono blanco número dos. Era Bobby, con quejas.
Un periodista había entrado en el recinto con un salto de pértiga. Un coche preparado con propaganda de Nixon había destrozado el césped de la casa principal.
Kemper llamó a dos agentes fuera de servicio y los envió allí. Les dijo que dieran una paliza y confiscaran el vehículo a quien invadiese la propiedad.
Sonó el teléfono rojo. Era Santo Junior, con noticias de la mafia. Illinois parecía dudoso, dijo. Sam G. había movido ciertas influencias para ayudar a Jack, añadió.
Lenny Sands estaba en la calle, llenando urnas, y tenía a un centenar de concejales ayudándolo. Jack debía barrer en Cook County y conseguir una victoria en el estado por el margen de un pelo de coño de monja.
Kemper colgó. El teléfono rojo volvió a sonar. Era Pete, con más chismes de segunda mano. Según él, Hoover había llamado a Hughes. El señor Hughes le dijo a Pete que Marilyn Monroe era un torbellino.
Los federales le habían intervenido el teléfono. Durante las dos últimas semanas se había llevado a la cama al disc jockey Allan Freed, a Billy Eckstine, a Freddy Otash, al entrenador de Rin Tin Tin, a Jon Hall «Ramar de la jungla», al limpiapiscinas de la casa, a dos repartidores de pizzas, al presentador Tom Duggan y al marido de su doncella… pero no al senador John F. Kennedy.
Kemper soltó una carcajada y colgó. La CBS consideraba la carrera «un virtual empate». La ABC se retractaba de su anterior predicción. Ahora, la elección estaba en «un virtual empate».
Sonó el teléfono blanco número uno. Kemper descolgó.
—¿Bob?
—Soy yo. Sólo llamo para decir que vamos por delante en la votación y que Illinois y Michigan deberían darnos la ventaja definitiva. El asunto de los préstamos a Nixon ha ayudado al triunfo, Kemper. Tu «fuente anónima» debe saber que ha sido un factor importante.
—No te noto demasiado eufórico.
—No lo creeré hasta que sea definitivo. Y acaba de morir un amigo de mi padre. Era más joven que él, de modo que se lo ha tomado bastante mal.
—¿Alguien que yo conocía?
—Jules Schiffrin. Creo que lo conociste hace unos años. Ha tenido un ataque de corazón en Wisconsin. Llegó a su casa, descubrió que la habían visitado los ladrones y, simplemente, se desplomó. Ha llamado un amigo de papá desde Lake Geneva…
—¿Lake Geneva?
—Exacto. Al norte de Chicago. Kemper…
El lugar donde se produjo la agresión a Littell. Schiffrin era un antiguo miembro de las bandas de Chicago.
—Kemper…
—Lo siento, estaba distraído.
—Iba a decirte algo…
—¿Acerca de Laura?
—¿Cómo lo has sabido?
—Tú nunca titubeas de ese modo, salvo cuando hablas de Laura.
Bobby carraspeó.
—Llámala. Dile que le agradeceríamos que no se ponga en contacto con la familia durante un tiempo. Estoy seguro de que lo entenderá.
Court Meade había dicho que Littell se había esfumado. Era un dato circunstancial, pero…
—¿Kemper, me escuchas?
—Sí.
—Llama a Laura. Sé amable, pero firme.
—Llamaré.
Bobby colgó. Kemper levantó el auricular del teléfono rojo y pidió una conferencia a la telefonista: con Chicago, BL8-4908.
Se estableció la comunicación. Escuchó dos zumbidos y dos ligeros chasquidos, como si el aparato estuviera intervenido.
—¿Diga?
Era Littell. Kemper cubrió el micrófono con la mano.
—¿Eres tú, Boyd? —preguntó Littell—. ¿Vuelves a mi vida porque tienes miedo, o porque piensas que tal vez tengo algo que tú quieres?
Kemper colgó.
Ward J. Littell. ¡Por todos los santos!
(Miami, 9/11/60)
Guy Banister estalló en una larga parrafada a voz en grito. Pete notó que se le venía encima un dolor de oídos.
—¡Estamos contemplando una nueva hegemonía papista! ¡Ese hombre ama a los negros y a los judíos y ha sido blando con el comunismo desde que era congresista! No puedo creer que haya ganado. No puedo creer que el pueblo norteamericano haya hecho caso de su sarta de…
—Ve al grano, Guy. Has dicho que J.D. Tippit averiguó algo.
Banister apaciguó su ímpetu.
—Olvidaba que te había llamado por una razón. Y que tú ves con buenos ojos a Kennedy.
—Es esa mata de pelo —dijo Pete—. Me la pone dura.
Banister retomó la diatriba con nuevo ímpetu. Pete se apresuró a cortarlo en seco.
—Son las ocho de la mañana, joder. Tengo una cola de llamadas a los taxis sin atender, y tres conductores están de baja. Dime qué quieres.
—Quiero que Nixon exija un recuento.
—Guy…
—Está bien, está bien. Boyd tenía que decirte que hablaras con Wilfredo Delsol.
—Lo hizo.
—¿Y hablaste con él?
—No. He estado ocupado.
—Tippit dijo haber oído que habían visto a Delsol con unos procastristras. Un grupo de nosotros cree que debería dar explicaciones.
—Iré a verlo.
—Hazlo. Y mientras estás en ello, intenta desarrollar un poco de sentido político.
Pete soltó una carcajada.
—Jack es un tío estupendo. Con sólo pensar en esos cabellos suyos me pongo a cien.
Pete llegó al piso de Wilfredo y llamó a la puerta. Delsol, un tipo larguirucho, abrió en calzoncillos. Tenía los ojos hinchados y parecía incapaz de tenerse en pie, de puro sueño.
Con un escalofrío, se rascó las pelotas. Por fin, se quitó las telarañas de los ojos y comprendió enseguida.
—Alguien te ha dicho algo malo de mí.
—Continúa.
—Sólo visitas a la gente para asustarla.
—Es cierto. O para pedirle explicaciones de algo.
—Pídelas, pues.
—Te han visto hablar con algunos tipos partidarios de Castro.
—Es cierto.
—¿Y?
—Y esos tipos se enteraron de lo que pasó con Tomás. Pensaron que podrían empujarme a traicionar al grupo.
—¿Y?
—Y yo les dije que me jodía mucho lo de Tomás, pero más me jodía Fidel.
Pete se apoyó en la puerta.
—No te gustan demasiado las incursiones en lancha.
—Matar un puñado de milicianos no sirve de nada.
—Supón que te destinan a un grupo de invasión…
—Iría.
—Supón que te digo que liquides a uno de esos tipos con los que te vieron.
—Contestaría que Gaspar Blanco vive a dos manzanas de aquí.
—Mátalo —dijo Pete.
Pete recorrió el barrio negro por el mero placer de pasar el rato. La radio sólo daba noticias de las elecciones.
Nixon reconoció la derrota. Frau Nixon soltó algunas lagrimitas. Jack Espalda Jodida agradeció el trabajo de su equipo y anunció que frau Espalda Jodida estaba embarazada.
Los yonquis negros estaban reunidos junto a un puesto de limpiabotas. Fulo y Ramón acudieron a despacharles el material. Chuck cambiaba papelinas por cheques firmados de la seguridad social.
Jack habló de la Nueva Frontera. Fulo dejó una gruesa carga de mierda al limpiabotas.
La radio emitió un boletín de noticias locales.
¡Disparos frente a una bodega de Coral Gables, con un muerto! ¡La Policía lo identifica como un tal Gaspar Ramón Blanco!
Pete sonrió. La jornada del 8 de noviembre de 1960 estaba resultando un clásico de todos los tiempos.
Pasó por la Tiger Kab después del almuerzo. Teo Páez había organizado una venta relámpago en el aparcamiento: televisores robados a veinte pavos la pieza.
Los aparatos estaban conectados a un puñado de baterías. Jack el Rey sonreía radiante en dos decenas de pantallas.
Pete se mezcló con los posibles compradores. Jimmy Hoffa apareció entre la multitud, chorreando sudor en un día agradablemente fresco.
—Hola, Jimmy.
—No pongas esa cara de satisfacción maliciosa. Ya sé que tú y Boyd queríais que ganara ese marica lamecoños.
—No te preocupes. Ya verás cómo ata corto a su hermanito.
—¡Como si ésa fuera mi única preocupación!
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a que Jules Schiffrin ha muerto. Entraron en su casa de Lake Geneva para robar unos jodidos cuadros cotizadísimos y en el revuelo se perdieron unos jodidos libros valiosísimos. Jules sufrió un ataque de corazón y ahora es probable que nuestra basura haya sido quemada en el sótano de algún jodido ladrón.
Littell. Ciento por ciento chiflado. Certificado.
Pete se echó a reír.
—¿Qué tiene de divertido, maldita sea? —exclamó Hoffa.
Pete continuó sus carcajadas.
—Deja de reír, jodido francés.
Pete no podía parar. Hoffa sacó un arma y disparó contra Jack el Mata de Pelo a seis pantallas de televisión de distancia.
(Washington, D.C., 13/11/60)
El cartero trajo una carta de entrega especial. Llevaba matasellos de Chicago y no tenía remitente. Kemper abrió el sobre. La única hoja del interior estaba pulcramente mecanografiada.
Tengo los libros. Están asegurados contra mi muerte o desaparición de una docena de formas distintas. Sólo se los entregaré a Robert Kennedy, si se me concede una audiencia con la administración Kennedy en los próximos tres meses. Los libros están ocultos y a salvo. Junto a ellos hay una declaración de ochenta y tres páginas en la que detallo lo que conozco de tu infiltración en el comité McClellan y en el círculo Kennedy. Sólo destruiré esta declaración si se me concede una audiencia con la administración Kennedy. Todavía me caes bien y te agradezco las lecciones que me diste. A veces has actuado con un desprendimiento impropio de ti y has arriesgado la seguridad de tus muchas relaciones basadas en el engaño, en un esfuerzo por ayudarme a alcanzar lo que, fatuamente, debo describir como mi madurez. Dicho esto, también debo aclarar que no confío en tus motivos respecto a los libros. Sigo considerándote un amigo, pero no me fío un ápice de ti.
Kemper escribió una nota a Pete Bondurant:
Olvídate de los libros de los Transportistas. Littell se nos ha adelantado y empiezo a lamentar el día que le enseñé ciertas cosas. He hecho ciertas indagaciones discretas cerca de la policía del Estado de Wisconsin, que está francamente desconcertada. La próxima vez que hablemos te proporcionaré detalles forenses. Creo que quedarás impresionado, aunque no sea gratamente. Ya basta de enredar y de quejarse. Depongamos de una vez a Fidel Castro.
(Chicago, 8/12/60)
El viento mecía el coche. Littell conectó la calefacción y echó el asiento hacia atrás para estirarse.
Su vigilancia era un estricto camelo. Habría podido unirse al grupo; a Mal le habría encantado.
Era un acto de la campaña «Romped la Lista Negra». El Consejo de Educación de Chicago había contratado a Mal Chamales para dar clases de recuperación de matemáticas.
Los invitados se acercaron a la casa. Littell reconoció la presencia de izquierdistas con fichas kilométricas en la brigada Antirrojos.
Unos cuantos le saludaron con la mano. Mal dijo que quizá le enviara a su esposa con café y galletas.
Littell observó la casa. Mal conectó sus luces navideñas y el árbol del porche se iluminó en azul y amarillo. Se quedó hasta las nueve y media. En el informe, la reunión sería una sencilla velada vacacional. Leahy aceptaría el informe como mera formalidad; la situación de empate entre ellos excluía cualquier enfrentamiento directo.
El episodio del derribo de la puerta a patadas y lo de Lake Geneva pasó sin preguntas. Le quedaban treinta y nueve días para la jubilación. La política de no enfrentamiento del FBI se mantendría hasta que le dieran el pase a la vida civil.
Tenía los libros del Fondo guardados en una caja de seguridad de un banco de Duluth. En casa tenía una decena de textos sobre criptografía. Y llevaba diecisiete días contados sin probar una gota de alcohol.
Podía enviar los libros a Bobby en cualquier momento. Podía borrar el nombre de Joe Kennedy con unas cuantas tachaduras a lápiz.
Las hojas muertas ametrallaron el parabrisas. Littell se apeó del coche y estiró las piernas.
Vio a unos hombres que subían a la carrera el camino de la casa de Mal y escuchó el ruido metálico de las armas largas al ser cargadas.
Oyó pasos a su espalda. Unas manos lo empujaron sobre el capó y le arrancaron la pistola de la cintura. Una banda de acero cromado de perfil afilado le hizo un corte en la cara.
Distinguió a Chuck Leahy y a Court Meade, concentrados en echar abajo a patadas la puerta de la casa. Momentos después, unos tipos corpulentos con traje y gabardina le cayeron encima. Se le desprendieron las gafas y todo se hizo borroso y claustrofóbico.
Unas manos lo arrastraron a la calle. Las manos lo esposaron y le pusieron grilletes.
Una limusina azul medianoche se detuvo en las inmediaciones. Las manos lo arrastraron adentro. Las manos lo sentaron frente a frente con J. Edgar Hoover.
Las manos le taparon la boca con esparadrapo.
La limusina se puso en marcha. Hoover habló.
—Mal Chamales acaba de ser detenido por sedición y por propugnar el derrocamiento violento del sistema de gobierno de Estados Unidos de Norteamérica. Queda apartado del servicio en el FBI desde el día de hoy; se le deniega la pensión y ya se ha enviado al Departamento de Justicia, a las asociaciones de abogados de los cincuenta estados y a los decanos de las facultades de Derecho de todas las universidades del país, un detallado perfil de su condición de simpatizante comunista. Si hace pública alguna información relativa a las actividades clandestinas de Kemper Boyd, le garantizo que su hija Susan y Helen Agee no ejercerán nunca la abogacía, y que la interesante coincidencia de su ausencia durante tres semanas y la destrucción de la propiedad de Jules Schiffrin en Lake Geneva será mencionada ante figuras clave del hampa, a las que tal coincidencia puede resultar intrigante. Y ahora, en consonancia con sus simpatías izquierdistas y su lacrimógena preocupación por los económicamente débiles y por los marginados, voy a dejarlo en un lugar donde sus sentimientos de abnegación, de autoflagelación y de veleidades rojillas serán plenamente apreciados. Chófer, detenga la marcha.
La limusina redujo la marcha. Las manos lo liberaron de esposas y grilletes.
Las manos lo arrastraron fuera del coche y lo arrojaron a una cuneta del South Side.
Unos negros vagabundos se acercaron y lo desplumaron. ¿Qué pasa, blanquito?
DOCUMENTO ANEXO: 18/12/60. Nota personal de Kemper Boyd al Fiscal General Designado, Robert F. Kennedy.
Apreciado Bob:
Ante todo, felicidades. Serás un Fiscal General magnífico y ya veo a Jimmy Hoffa y otros colgando del palo mayor.
Hoffa merece un buen punto y seguido. El objeto de esta carta es recomendar al ex agente especial, Ward J. Littell, para un puesto de asesor del Departamento de Justicia. Littell (el Fantasma de Chicago que ha trabajado confidencialmente para nosotros desde principios de 1959) se graduó en Derecho summa cum laude por la universidad de Notre Dame en 1940, y obtuvo la licencia del Colegio Federal. Se le considera brillante en el campo de Estatutos Federales de Deportación, y traerá consigo una buena cantidad de pruebas contra la Mafia y contra el sindicato de Transportistas, conseguidas recientemente.
Comprendo que Littell, en su actividad anónima, ha estado fuera de contacto con nosotros desde hace cierto tiempo, pero tengo la esperanza de que eso no haya apagado el entusiasmo que te inspiraba. Ese hombre es un abogado magnífico y un decidido luchador contra el crimen.
Cordialmente,
Kemper
DOCUMENTO ANEXO: 21/12/60. Nota personal de Robert F. Kennedy a Kemper Boyd.
Querido Kemper:
Con respecto a Ward Littell, mi respuesta es un rotundo no. El señor Hoover me ha enviado un informe que, aunque algo parcial quizás, ofrece un convincente retrato de Littell como un alcohólico de tendencias ultraizquierdistas. El señor Hoover me adjunta también pruebas que señalan que Littell recibía sobornos de miembros de la mafia de Chicago. Esto, para mí, resta credibilidad a sus supuestas pruebas contra la mafia y contra los transportistas.
Comprendo que Littell es amigo tuyo y tengo presente que hizo un buen trabajo para nosotros en esa ocasión pero, con franqueza, no podemos permitirnos el menor desliz entre los designados en nuestros nuevos nombramientos.
Demos por zanjado el asunto Littell. Lo que sigue en pie es la cuestión de tu empleo en la Administración. Creo que te sentirás satisfecho con lo que hemos pensado el Presidente electo y yo.
DOCUMENTO ANEXO: 17/1/61. Carta personal de J. Edgar Hoover a Kemper Boyd.
Apreciado Kemper:
Felicidades por triplicado.
En primer lugar, tu reciente táctica de evasión ha sido de una eficacia soberbia. Segundo, tu comentario sobre Marilyn Monroe me ha llevado de cabeza mucho tiempo. ¡Vaya leyenda has creado! ¡Con un poco de suerte, entrará en lo que Hush-Hush llamaría el «Panteón del Mirón»!
Tercero, ¡bravo por tu nombramiento como asesor ambulante del Departamento de Justicia! Mis contactos me dicen que te concentrarás en las violaciones del derecho al voto en los estados del Sur. ¡Qué conveniente! ¡Ahora podrás defender a negros izquierdistas con la misma tenacidad con la que aprecias a los cubanos derechistas!
Creo que has encontrado tu ocupación. Me cuesta imaginar un trabajo más adecuado para un hombre con un código de lealtades tan laxo como el tuyo.
Espero que tengamos ocasión de volver a ser colegas.
Como siempre,
JEH
(Nueva York, 20/1/61)
Había estado llorando y las lágrimas le habían estropeado el maquillaje.
Kemper entró en el recibidor. Laura se ajustó la bata y se apartó de él.
Le traía un ramillete de flores.
—Voy a la Gala Inaugural. Volveré dentro de unos días.
Ella no hizo caso de las flores.
—Me lo imaginaba. No pensaba que te hubieras puesto ese traje para impresionarme.
—Laura…
—A mí no me han invitado. Pero a algunos vecinos míos, sí. Hicieron una donación de diez mil dólares para la campaña de Jack.
El maquillaje se le corría cada vez más. Toda su cara parecía descompuesta.
—Volveré dentro de unos días. Hablaremos entonces.
Laura señaló una cómoda.
—Hay un cheque de tres millones de dólares en el primer cajón. Es mío, si no vuelvo a tener contacto con la familia.
—Lo puedes romper.
—¿Tú lo harías?
—No puedo contestar a eso.
Laura tenía los dedos manchados de nicotina. Había dejado ceniceros rebosantes de colillas a plena vista.
—¿Ellos o yo? —preguntó Laura.
—Ellos —respondió Kemper.