30

(Miami, 29/8/59)

—¡Unos jodidos mamones comunistas tirotean mi compañía de taxis! ¡Primero es Bobby Kennedy, y ahora esa mierda de rojos cubanos!

Varias cabezas se volvieron hacia ellos. Jimmy Hoffa hablaba alto. Almorzar con Jimmy era un riesgo: el cabronazo siempre lo salpicaba todo de comida y de café.

Pete tenía dolor de cabeza. La central de la Tiger Kab estaba en diagonal con el local de comidas; las jodidas rayas atigradas le hacían daño a la vista. Apartó la mirada de la ventana.

—Jimmy, hablemos de…

Hoffa lo interrumpió:

—Bobby Kennedy me ha echado encima a todos los grandes jurados del país, cojones. Todos los malditos fiscales del universo quieren darle por saco a James Riddle Hoffa.

Pete bostezó. El whisky barato de Los Ángeles era brutal.

Boyd le había dado órdenes estrictas: haz una oferta por la compañía de taxis. Busco un centro de recogida de información y de reclutamiento en Miami. Se espera que lleguen más balseros. Cuando el campamento de Blessington esté en funcionamiento, necesitaremos más plazas de conductor para nuestros chicos.

Una camarera les llevó café recién hecho. Hoffa había derramado su taza.

—Hablemos de negocios, Jimmy —propuso Pete.

—Ya me parecía que no habías tomado el avión para probar ese bocadillo de carne asada… —Hoffa echó azúcar y crema al café.

—La Agencia quiere arrendar parcialmente la compañía de taxis. —Pete encendió un cigarrillo—. En la Agencia y en la Organización hay mucha gente que empieza a estar muy irritada con Cuba y la Agencia cree que el local sería un buen lugar para reclutar voluntarios. Y van a llegar a Miami montones de exiliados cubanos, de modo que será un gran negocio si Tiger Kab se proclama abiertamente anticastrista.

—¿Qué significa «arrendar parcialmente»? —preguntó Hoffa tras un eructo.

—Significa que tú recibes cinco mil dólares al mes, en metálico, más la mitad de los beneficios brutos, más un acuerdo de la Agencia con Hacienda, por si acaso. Mi cinco por ciento se mantiene, conservas a Chuck Rogers y a Fulo al frente del negocio y una vez empiece mi trabajo en Blessington, yo acudo regularmente a comprobar cómo va todo.

A Jimmy le brillaron los ojos: $$$.

—Me gusta. Pero Fulo dijo que Kemper Boyd está muy apegado a los Kennedy y eso no me agrada en absoluto.

—Fulo tiene razón —reconoció Pete, y se encogió de hombros.

—¿Crees que Boyd podría quitarme de encima a Bobby?

—Yo diría que sus lealtades son demasiado volubles como para intentarlo. Con Boyd, las cosas siempre resultan agridulces.

Hoffa se limpió una mancha de la corbata.

—Lo agrio es que esos jodidos comunistas disparasen contra mi local. Lo dulce, que me sentiría tentado a aceptar la oferta, si tú te ocuparas de ellos.

Pete reunió un grupo en la oficina de recepción de llamadas de Tiger Kab. Eran todos tipos recios: Chuck, Fulo y Teo Páez, el hombre de Boyd.

Acercaron las sillas al aparato de aire acondicionado y Chuck hizo pasar una botella.

Fulo afiló su machete con una piedra.

—He sabido que los seis traidores han desocupado sus apartamentos —dijo—. Me han dicho que se han trasladado a una «casa segura». Está cerca de aquí y creo que la financian los comunistas.

Chuck limpió la saliva de la botella.

—Ayer vi a Rolando Cruz rondando por el local —señaló—, de modo que me parece razonable suponer que estamos bajo vigilancia. Un policía amigo mío me ha proporcionado el número de matrícula de los coches de esos tipos; nos será útil si decidimos ir a por ellos.

—Muerte a los traidores —dijo Páez.

Pete arrancó de la pared el aparato de aire acondicionado. Salió del aparato una nube de vapor.

—Ya entiendo —dijo Chuck—. Quieres darles un objetivo, ¿no?

Pete cerró el local a la vista de todo el mundo. Fulo llamó a un técnico para que reparase el aparato de aire acondicionado. Chuck llamó por radio a los conductores y les ordenó que devolvieran los taxis a la central inmediatamente.

Llegó el técnico y desarmó el aparato de la pared. Los taxistas dejaron los vehículos y se marcharon a casa. Fulo puso un rótulo en la puerta: «Tiger Kab Co. Cerrado Temporalmente.»

Teo, Chuck y Fulo salieron de pesca en sus coches particulares, sin rastro de franjas atigradas y demás parafernalia de la Tiger Kab, pero dotados de equipo de radio emisor/receptor.

Pete volvió a la oficina y dejó las luces apagadas y las ventanas cerradas. En el local hacía un calor brutal.

Establecieron una cadena a cuatro bandas: los tres coches y la central. Fulo patrullaba Coral Gables; Chuck y Teo recorrían Miami. Pete estaba conectado con ellos mediante auriculares y micrófono de mano.

Era un trabajo sedentario, que irritaba el trasero. Chuck ensució las ondas con una larga divagación sobre el panteón judeo-negro. Transcurrieron lentamente tres horas. Los coches mantuvieron la charla. No vieron por ninguna parte a los jodidos procastristas.

Pete dormitaba con los auriculares puestos. El aire denso le provocaba estornudos. El parloteo de las conversaciones cruzadas le evocó aquellas breves pesadillas de dos segundos de duración.

Sus pesadillas habituales: la carga contra la infantería japonesa y el rostro de Ruth Mildred Cressmeyer.

Dormitaba con el zumbido y el eco de la radio. Creyó oír la voz de Fulo.

—Coche dos a base, urgente. Cambio.

Se despejó con un respingo y conectó el micrófono:

—¿Sí, Fulo?

Fulo chascó la lengua. El ruido del tráfico se filtraba tras su voz.

—Tengo a la vista a Rolando Cruz y a César Salcido. Se han parado en una estación de servicio y han llenado de gasolina dos botellas de Coca-Cola. Ahora mismo van hacia ahí a toda velocidad.

—¿Por dónde vienen? —preguntó Pete—. ¿Por Flagler o por la calle Cuarenta y seis?

—Por la calle Cuarenta y seis. Pete, creo que van a…

—Sí, van a incendiar los taxis. Fulo, quédate detrás de ellos y cuando entren en el aparcamiento los encajonas. Y nada de tiros, ¿entendido?

—Sí, entendido. Corto y fuera.

Pete se quitó los auriculares. En un estante, sobre el tablero de comunicaciones, vio el bate de béisbol de Jimmy, con el extremo erizado de clavos. Lo cogió y salió corriendo al aparcamiento. El cielo estaba negro como la brea y el aire rezumaba humedad.

Pete balanceó el bate y ensayó unos golpes. Por la calle Cuarenta y seis aparecieron unos faros, colocados en posición muy baja, como los solían llevar los cubanos en sus coches preparados.

Pete se agachó tras un Mercedes a franjas atigradas.

El coche entró en el aparcamiento.

El Chevrolet de Fulo se coló detrás de él, sin luces ni motor.

Rolando Cruz se apeó. Llevaba en la mano un cóctel molotov y unas cerillas. No se percató de la maniobra del coche de Fulo…

Pete apareció detrás de él. Fulo encendió los faros e iluminó a Cruz como si fuera pleno día. Pete lanzó un batazo con todas sus fuerzas. Los clavos del bate desgarraron el costado de Cruz y se quedaron trabados en sus costillas.

Cruz soltó un alarido.

Fulo saltó de su coche. Las luces largas del vehículo mostraban a Cruz escupiendo sangre y fragmentos de hueso. César Salcido salió del coche de los cubanos meándose encima de puro miedo.

Pete tiró del bate hasta desengancharlo. El cóctel molotov cayó al suelo Y NO SE ROMPIÓ. Fulo cargó contra Salcido y el coche de los cubanos avanzó chirriando. El ruido resultó muy conveniente: Pete sacó su arma y disparó contra Cruz por la espalda.

Las luces recogieron la participación de Fulo en la función: primero, amordazó a Salcido con cinta adhesiva; después, abrió el maletero del coche de los castristas. Por último, rápido como un derviche, desenrolló la manguera del aparcamiento.

Pete metió a Cruz en el portaequipajes. Con el chorro de la manguera, Fulo hizo desaparecer los fragmentos de vísceras por un sumidero. Todo volvía a estar a oscuras. Los coches circulaban por Flagler en ambos sentidos, ajenos a lo que sucedía.

Pete recogió el cóctel molotov. Fulo aparcó su Chevrolet. Venía murmurando números una y otra vez; probablemente, Salcido le había dado la dirección del piso franco.

El coche de los cubanos, adornado con escamas metálicas de color púrpura y tapizado en piel, era un Impala del 58 de color cereza, muy baqueteado.

Fulo se puso al volante. Pete subió detrás. Salcido intentó gritar a través de la mordaza.

Salieron por Flagler. Fulo indicó a gritos una dirección: 1809, calle 53 Northwest. Pete puso la radio a toda potencia.

Bobby Darin cantaba «Dream Lover» a un volumen que rompía los tímpanos. Pete le pegó un tiro en la nuca a Salcido; los dientes, al reventar, le arrancaron la cinta adhesiva de la boca.

Fulo condujo DESPACIO, MUY DESPACIO. La sangre goteaba del salpicadero y de los asientos. Tragaron el humo del disparo y mantuvieron las ventanillas cerradas para que no escapase el olor. Fulo hizo varios giros a izquierda y derecha, indicando cada uno de ellos con pulcra corrección.

Finalmente, salieron con el coche de muertos a la autovía de Coral Gables DESPACIO, MUY DESPACIO.

Encontraron un amarradero abandonado que se internaba treinta metros en la bahía. El lugar estaba desierto. No había vagabundos, parejitas ni pescadores de mosca aficionados a la noche.

Se apearon del coche. Fulo puso punto muerto y lo empujó por las planchas del amarradero. Pete prendió el cóctel molotov y lo arrojó al interior.

Echaron a correr.

Las llamas llegaron al depósito. El Impala estalló. Los tablones del amarradero prendieron con la rapidez de la leña menuda. El lugar se encendió formando una gran bola de fuego. Las olas lamían la base con un ruido sibilante.

Pete tosió hasta que casi le reventaron los pulmones. Notó el sabor del humo de la pólvora y tragó sangre de los muertos.

El amarradero cedió. El Impala se hundió entre unas rocas. El vapor continuó surgiendo del agua con un siseo durante un minuto entero. Fulo recobró el aliento.

—Chuck vive por aquí cerca —dijo por fin—. Tengo una llave de su habitación y sé que guarda allí un equipo que podemos utilizar.

Encontraron revólveres con silenciador y chalecos antibalas. El taxi de la Tiger Kab que usaba Chuck estaba aparcado junto al bordillo. Cogieron las armas y se pusieron los chalecos. Pete hizo un puente para poner en marcha el taxi.

Fulo condujo a una velocidad ligeramente excesiva. Pete pasó todo el trayecto pensando en Ruth Mildred.

La casa tenía un aspecto decrépito. La puerta parecía infranqueable. La vivienda estaba rodeada de palmerales; era la única del bloque que los tenía. Las luces de la sala estaban encendidas. Unas cortinas de gasa cubrían la ventana; en ellas se recortaban unas sombras bien definidas.

Pete y Fulo se agazaparon junto al porche, justo debajo del alféizar de la ventana. Pete distinguió cuatro siluetas y cuatro voces masculinas. Imaginó a cuatro hombres charlando en un sofá DE CARA A LA VENTANA.

Dio la impresión de que Fulo sincronizaba sus ondas cerebrales. Los dos comprobaron sus chalecos y sus armas: cuatro revólveres, veinticuatro balas en total.

Pete inició la cuenta. Al llegar a «tres», se incorporaron y abrieron fuego. Directamente a través de la ventana.

El cristal estalló. Los ruidos sordos que escapaban del silenciador se confundieron con los gritos.

La ventana voló hecha pedazos. Las cortinas, también. Ahora, Pete y Fulo tenían blancos auténticos: las siluetas de unos hispanos comunistas recortados contra una pared salpicada de sangre.

Los hispanos agitaban los brazos buscando sus armas. Todos llevaban sobaqueras y cartucheras al cinto.

Pete saltó el alféizar. Los disparos de respuesta le acertaron en el chaleco y lo echaron hacia atrás. Fulo cargó. Los comunistas dispararon a discreción; casi muertos, sus disparos eran erráticos. A cambio, recibieron una rociada de balas de gran calibre de pistolas sin silenciador; una descarga tremendamente sonora.

Un impacto en el chaleco hizo girar sobre sí mismo a Fulo. Pete se acercó a trompicones hasta el sofá y vació ambas armas a distancia ultracorta. Hizo blanco en cabezas, cuellos y pechos y, al respirar, notó en la boca algo viscoso, gris…

Un anillo de diamantes rodó por el suelo. Fulo lo cogió y lo besó.

Pete se limpió de sangre los párpados y vio una pila de ladrillos envueltos en plástico junto al televisor. De ellos caía un reguero de un polvo blanco.

Supo al momento que era heroína.

31

(Miami, 30/8/59)

Kemper leía junto a la piscina del Eden Roc. Un camarero le renovaba el café cada pocos minutos.

El Herald lo traía en titulares: «Cuatro muertos en guerra de drogas entre cubanos.» El periódico no informaba de testigos ni de pistas. Se suponía que los autores eran «bandas cubanas rivales».

Kemper relacionó los hechos.

Hace tres días, John Stanton le envía un informe según el cual el presupuesto destinado a las operaciones cubanas por el presidente Eisenhower ha resultado muy inferior a la cantidad solicitada. El informe dice que Raúl Castro financia una campaña de propaganda en Miami mediante ventas de heroína. Dice que ya se ha localizado un piso franco, centro de distribución, y que en la banda de la heroína hay dos antiguos empleados de Tiger Kab: César Salcido y Rolando Cruz.

Él, Kemper, dice a Pete que arregle un arrendamiento de la compañía de taxis a favor de la Agencia. Imagina que Jimmy Hoffa exigirá, entre las cláusulas, venganza contra los hombres que dispararon contra el local. Y sabe que Pete infligirá tal venganza con considerable eficacia. Cena con Stanton. Hablan extensamente del informe.

John dice que los comunistas que mueven la heroína son una competencia difícil. Ike aflojará más dinero próximamente, pero ahora es ahora.

Se esperan más refugiados. Florida se llenará de fanáticos anticastristas. Ideólogos fogosos se unirán a la causa y exigirán pasar a la acción. Podría desencadenarse una rivalidad feroz entre facciones. El campamento de Blessington sigue corto de personal, y la oficialidad todavía no ha sido puesta a prueba. La banda de la droga podría manipular su enfoque estratégico y su hegemonía financiera.

Kemper asintió: los comunistas que movían la heroína eran tipos duros. No se podía competir con gente que iba tan lejos.

Obligó a Stanton a decirlo también. Y obligó a Stanton a decir: «a menos que rebasemos sus límites».

La conversación se hizo ambigua. Las abstracciones pasaron por hechos. Se impuso un lenguaje de eufemismos.

«Autofinanciado», «autónomo» y «compartimentado». «Concepto de “necesidad de conocer”» y «utilización ad hoc de recursos de la Agencia.»

«Apropiación de fuentes farmacológicas alineadas con la Agencia desde el enfoque de “pago al contado/entrega inmediata”.» «Sin divulgación del destino de la mercancía.»

Sellaron el trato con esa retórica elíptica. Kemper dejó que Stanton se convenciera de que la mayor parte del plan era idea suya.

Kemper hojeó el periódico y leyó el titular de un artículo en la página cuatro: «Macabro descubrimiento en la autovía.»

Un Chevrolet incendiado premeditadamente hunde un desvencijado amarradero de madera. Rolando Cruz y César Salcido, hallados entre los restos. «Las autoridades creen que el asesinato de Cruz y de Salcido puede estar relacionado con el de otros cuatro cubanos en Coral Gables, en la madrugada de ayer.»

Kemper volvió a la portada, en la que destacaba un breve párrafo: «Aunque se rumorea que los muertos eran traficantes de heroína, no se encontraron narcóticos en la vivienda.»

Sé rápido, Pete, se dijo. Y sé tan astuto y tan previsor como estoy convencido que eres.

Pete se presentó temprano, cargado con una gran bolsa de papel. No volvió la vista hacia las mujeres que tomaban el sol junto a la piscina, ni tampoco hizo uso de sus habituales andares jactanciosos.

Kemper le ofreció una silla. Pete vio el Herald encima de la mesa, doblado por el titular de la primera página.

—¿Tú? —preguntó Kemper.

—Fulo y yo. —Pete dejó la bolsa sobre la mesa.

—¿Los dos trabajos?

—Ajá.

—¿Qué hay en la bolsa?

—Seis coma seis kilos de heroína sin cortar y un anillo de diamantes.

Kemper hurgó en la bolsa y sacó el anillo. Las piedras y la montura de oro eran magníficas.

—Guárdalo. —Pete se sirvió una taza de café—. Para consagrar mi matrimonio con la Agencia.

—Gracias. Quizás haga una propuesta con él, pronto.

—Espero que ella diga que sí.

—¿Y qué dijo Hoffa?

—Aceptó. Puso una condición al trato y la cumplí a su jodida satisfacción, como sin duda ya sabrás.

Kemper señaló la bolsa.

—Podrías haber vendido eso tú mismo. Yo no habría dicho nada.

—Estoy dispuesto a hacerlo. Y, por ahora, lo estoy pasando demasiado bien como para buscarme líos con tu programa.

—¿Qué programa?

—La compartimentación.

—Es la palabra más larga que te he oído utilizar en la vida… —comentó Kemper con una sonrisa.

—Aprendí inglés por mi cuenta, leyendo libros. Debo de haber leído el diccionario Webster completo diez veces por los menos.

—Eres todo un ejemplo de un inmigrante con éxito.

—Anda y que te jodan. Pero antes dime cuáles son mis deberes oficiales para con la CIA.

Kemper hizo girar el anillo. La luz del sol arrancó destellos de los diamantes.

—Estarás nominalmente al frente del campamento de Blessington. Está previsto añadirle varios edificios y una pista de aterrizaje, y tú supervisarás la construcción. Tu tarea consiste en entrenar refugiados cubanos para incursiones anfibias de sabotaje en la isla y encauzar a esos refugiados hacia otros campos de instrucción, hacia la compañía de taxis y hacia Miami, para proporcionarles puestos de trabajo provechosos.

—Todo eso suena demasiado legal —comentó Pete.

El agua de la piscina les salpicó los pies. La suite de Pete era casi del tamaño de la de los Kennedy.

—Boyd…

—Eisenhower ha dado a la Agencia el mandato tácito de socavar la posición de Castro mediante acciones encubiertas. La organización, por otra parte, quiere recuperar sus casinos. Nadie desea una dictadura comunista a menos de ciento cincuenta kilómetros de la costa de Florida.

—Cuéntame algo que no sepa ya.

—La provisión presupuestaria de Ike ha resultado un poco escasa.

—Cuéntame algo interesante.

Kemper hincó un dedo en la bolsa. Una nubecilla de polvo blanco surgió del interior.

—Tengo un plan para refinanciar nuestra parte de la causa cubana. Es algo implícitamente estudiado por la Agencia y creo que dará resultado.

—Voy haciéndome una idea, pero quiero oírtelo decir.

Kemper bajó la voz.

—El plan es ponernos en contacto con Santo Trafficante. Utilizamos sus contactos con narcóticos y a mis cubanos selectos como camellos y vendemos la droga de esta bolsa, la de Santo y toda la que podamos pescar en Miami. La Agencia tiene acceso a una finca de cultivo de adormidera en México; podemos comprar una buena cantidad de material recién procesado y hacer que Chuck Rogers la introduzca en el país por avión. Financiamos la causa con el grueso del dinero, damos un porcentaje a Trafficante como intermediario y enviamos una pequeña parte de la droga a Cuba con nuestros hombres de Blessington. Ellos la distribuyen entre nuestros contactos en la isla para que la vendan y compren armas con el dinero que consigan. Tu trabajo en concreto consiste en supervisar a mis cubanos de elite y asegurarte de que sólo venden la droga a negros. Y en ocuparte de que mis hombres no usen la droga ellos mismos y de que nos sisen lo menos posible.

—¿Y cuál es nuestro porcentaje? —preguntó Pete.

La respuesta de Kemper fue completamente predecible.

—No hay. Si Trafficante accede a mi plan, conseguiremos algo mucho más dulce.

—Que no vas a contarme ahora, ¿verdad?

—Esta tarde tengo una reunión con Trafficante en Tampa. Te haré saber lo que me diga.

—¿Y mientras tanto?

—Si Trafficante accede, nos pondremos en marcha en una semana más o menos. Mientras tanto, ve a Blessington y comprueba cómo van las cosas; reúnete con mis cubanos instructores y dile al señor Hughes que vas a tomarte unas prolongadas vacaciones en Florida.

—Se pondrá furioso —comentó Pete con una sonrisa.

—Seguro que sabes hacérselo entender.

—Si estoy trabajando en Miami, entonces ¿quién va a llevar el campamento?

Kemper sacó su agenda.

—Ve a ver a Guy Banister a Nueva Orleans. Dile que necesitamos a un tipo duro, blanco, para dirigir el campamento. Un tipo con redaños, que sepa dominar a esos palurdos de los alrededores de Blessington. Guy conoce a todos los cazurros derechistas de la Costa del Golfo. Dile que necesitamos un hombre que no esté demasiado loco y que esté dispuesto a trasladarse al sur de Florida.

Pete anotó el número de Banister en una servilleta.

—¿Estás seguro de que todo esto dará resultado?

—Sí. Sólo rezo para que Castro no se vuelva proamericano.

—Es un hermoso sentimiento, teniendo en cuenta que eres un hombre de Kennedy.

—Jack sabría apreciar la ironía.

—Jimmy cree que deberías decirle a Jack que ate corto a Bobby.

Pete hizo chasquear los nudillos al hablar.

—Nunca. Y quiero ver a Jack elegido Presidente, y no intercederé ante los Kennedy para ayudar a Hoffa. Tengo las cosas…

—… compartimentadas, ya lo sé.

Kemper sostuvo en alto el anillo.

—Stanton quiere que le ayude a influir en la política cubana de Jack. Queremos que el problema cubano se prolongue, Pete. Si es posible, hasta que llegue la administración Kennedy.

Pete hizo crujir los pulgares.

—Jack tiene una buena mata de pelo —respondió—, pero no lo veo presidente de Estados Unidos.

—Las cualificaciones no cuentan. Lo único que hizo Ike fue invadir Europa y parecer el tío de cualquiera.

Pete se desperezó. El faldón de su camisa se deslizó hacia arriba y dejó a la vista dos revólveres.

—Suceda lo que suceda, cuenta conmigo. Este jodido asunto es demasiado gordo como para quedarse fuera.

El coche de alquiler tenía un discreto Jesucristo en el tablero. Kemper colgó el anillo de la cabeza de la pequeña imagen.

El aire acondicionado se averió a la salida de Miami. Un concierto por la radio le ayudó a desviar su atención del calor. Un virtuoso tocaba Chopin. Kemper revivió la escena del Pavillon.

Jack había hecho de pacificador y había aplacado los ánimos. El hielo del viejo Joe se había fundido convenientemente. Los dos se habían quedado a tomar una copa, aunque incómodos.

Bobby estaba enfurruñado. Ava Gardner estaba rotundamente despistada. No tenía la menor idea de qué significaba la escena.

Al día siguiente, Joe le envió una nota. Terminaba así: «Laura merece un hombre con pelotas.»

Laura dijo «te quiero» esa noche. Él decidió pedirla en matrimonio por Navidad.

Ahora podía permitirse a Laura. Tenía tres cheques y dos suites de hotel por tiempo indefinido. Y tenía un saldo de seis cifras, aunque modesto, en su cuenta corriente.

Y si Trafficante decía que sí…

Trafficante comprendió los abstrusos conceptos.

Los términos «autofinanciado», «autónomo» y «compartimentado» le divirtieron. Lo de «fuentes farmacológicas alineadas con la Agencia» le provocó una franca carcajada.

El mafioso llevaba un traje de seda de tacto rugoso. Su despacho lucía un mobiliario de estilo danés moderno, de madera clara.

El plan de Kemper le encantó. Captó su carga política de inmediato. El encuentro se prolongó. Un asistente sirvió un anisete y pastas.

La conversación derivó en varias direcciones. Trafficante criticó el mito del Gran Pete Bondurant. De la bolsa de papel que Kemper tenía junto a los pies no se hizo la menor mención.

El asistente sirvió unos cafés exprés y unas copas de Courvoisier. Kemper marcó el momento con un gesto de cabeza.

—Esto lo envía Raúl Castro, señor Trafficante. Pete y yo queremos que se lo quede, en prenda de nuestra buena fe.

Trafficante cogió la bolsa. Sonrió al notar el peso y lo estrujó ligeramente.

Kemper hizo girar el coñac en la copa y continuó.

—Si Castro es eliminado como resultado directo o indirecto de nuestros esfuerzos, Bondurant y yo nos aseguraremos de que se reconozca su contribución. Y otra cosa aún más importante: intentaremos convencer al nuevo gobernante cubano de que les permita a usted y a los señores Giancana, Marcello y Rosselli recuperar el control de sus casinos y construir otros nuevos.

—¿Y si se niega?

—Lo eliminaremos.

—¿Y qué quieren usted y Pete por este duro trabajo?

—Si Cuba es liberada, queremos repartirnos el cinco por ciento de todos los beneficios de los casinos del hotel Capri y del Nacional a perpetuidad.

—¿Y si Cuba continúa siendo comunista?

—Entonces, no nos llevamos nada.

Trafficante asintió con la cabeza:

—Hablaré con los demás muchachos. Y, naturalmente, mi voto es «sí».

32

(Chicago, 4/9/59)

Littell captó interferencias de estática. Las escuchas entre una casa y un coche siempre resultaban difíciles. La señal llegaba desde cincuenta metros de distancia.

Sid Kabikoff llevaba el micrófono pegado al pecho con cinta adhesiva. Sal el Loco había concertado el encuentro.

Sam G. había insistido en hacerlo en su apartamento; lo tomaba o lo dejaba. Butch Montrose salió a recibir a Sid al porche y lo acompañó a una pieza del piso de arriba, en la parte de atrás del edificio. En el coche hacía un calor terrible. Littell tenía las ventanillas subidas para filtrar los ruidos.

Kabikoff: «Tienes una casa realmente bonita, Sam. En serio, ¡vaya choza!»

Littell escuchó unos ruidos, como si rascaran sobre el micro, y visualizó lo que debía de estar sucediendo. Sid estaba estirando la cinta. Estaba frotándose las magulladuras que él le había producido en Tejas.

La voz de Giancana llegaba poco clara. Littell creyó oír que se mencionaba a Sal el Loco.

Aquella mañana había intentado dar con Sal. Había rondado por su ruta de recaudación y no había podido localizarlo.

Montrose: «Sabemos que trataste con Jules Schiffrin hace tiempo. También sabemos que conoces a algunos de los muchachos, de modo que es como si vinieras recomendado.»

Kabikoff: «Es una especie de círculo. Cuando uno está en el círculo, está en el círculo.»

Los coches pasaban con gran estruendo. Los cristales de las ventanas vibraron hasta casi saturar la escucha.

Kabikoff: «Y en el círculo todo el mundo sabe que soy el mejor en el negocio del cine porno del Oeste. Todo el mundo sabe que Sid el Judío tiene los coños más hermosos y unos tíos con las pollas hasta las rodillas.»

Giancana: «¿Sal te dijo que pidieras un préstamo al fondo de pensiones en concreto?»

Kabikoff: «Sí, Sal me lo dijo.»

Montrose: «¿Anda Sal en algún problema de dinero, Sid?»

El ruido del tráfico ahogó la respuesta. Littell calculó que transcurrieron unos seis segundos.

Montrose: «Ya sé que Sal está en el círculo y sé que el círculo es el círculo, pero también digo que en enero entraron a robar en mi propio nidito de amor, y que me birlaron catorce de los grandes de mi jodida bolsa de golf.»

Giancana: «Y en abril, a unos amigos nuestros les limpiaron ochenta de los grandes que tenían guardados en una consigna. Y justo después de esos golpes, Sal empieza a gastar dinero nuevo, ¿sabes? Butch y yo atamos cabos casi por casualidad.»

Littell sintió un leve mareo. El pulso se le disparó.

Kabikoff: «No. Sal no haría una cosa así. No, seguro que…»

Montrose: «El círculo es el círculo y el fondo es el fondo, pero las dos cosas no son necesariamente la misma. Jules Schiffrin está con el fondo, pero eso no significa que vaya a concederte un préstamo sólo porque compartisteis unas cervezas hace tiempo.»

Giancana: «Últimamente nos da la impresión de que alguien está tratando de llegar hasta Jimmy Hoffa y el fondo a través de una falsa petición de préstamo. Hemos hablado del asunto con Sal, pero no tenía nada que decirnos.»

A Littell se le aceleró la respiración. Los ojos le hicieron chiribitas.

Montrose: «Entonces, ¿alguien te ha propuesto participar en algo así? ¿Los federales, quizás, o la policía local del condado de Cook?»

El micrófono recogió unos golpes. Tenía que ser el pulso apresurado de Sid.

Un zumbido se superpuso a los golpes. El sudor de Sid estaba inundando los conductos del aparato.

La comunicación crepitó y se cortó. Littell movió el mando del volumen pero no consiguió más que un silencio envuelto en estática.

Bajó los cristales de las ventanillas y contó cuarenta y seis segundos. El aire fresco le aclaró la cabeza.

«No puede identificarme. Llevaba el pasamontañas las dos veces que hablamos.»

Kabikoff apareció en la acera con paso vacilante. De la espalda de la camisa le colgaban unos cables. Montó en su coche y lo puso en marcha. Se saltó un semáforo en rojo sin inmutarse.

Littell dio a la llave de contacto de su vehículo, pero éste no quiso arrancar. El equipo de escucha le había gastado la batería.

Sabía qué encontraría en casa de Sal. Cuatro whiskies con otras tantas cervezas le prepararon para acudir allí y verlo.

Habían torturado a Sal en el sótano. Lo habían desnudado y lo habían atado a una tubería del techo. Lo habían mojado con una manguera y lo habían electrocutado con cables de empalme.

Sal no había hablado. Giancana ignoraba el nombre de Littell. Y Sid, el gordo Sid, desconocía el nombre e incluso su aspecto físico.

Giancana y los otros podían dejar que Sid volviera a Tejas. Podían matarlo en cualquier punto del trayecto, o no hacerlo.

A Sal le habían dejado un cable sujeto a la lengua. La electricidad le había dejado la cara de un negro lustroso.

Littell llamó al hotel del gordo Sid. El encargado de recepción dijo que el señor Kabikoff estaba en su habitación, con unos visitantes que habían llegado hacía una hora. Littell dijo al tipo que no pasara la llamada. Se detuvo a tomar dos whiskies y dos cervezas más y se acercó en coche a ver lo sucedido con sus propios ojos. Habían dejado la puerta sin cerrar. Sid estaba en una bañera de la que rebosaba el agua. Le habían arrojado encima un televisor conectado.

El agua burbujeaba todavía. La descarga eléctrica había dejado calvo a Kabikoff.

Littell intentó llorar, pero los whiskies y las cervezas le habían anestesiado demasiado.

Kemper Boyd siempre decía NO MIRES ATRÁS.

33

(Nueva Orleans, 20/9/59)

Banister aportó expedientes e historiales. Pete redujo a tres sus candidatos.

La habitación del hotel estaba inundada de dossiers y Pete estaba abrumado de notificaciones e informes del FBI: toda la extrema derecha del Sur, recogida en papel.

Se enteró de la información más reciente sobre los payasos del Ku Klux Klan y sobre los neonazis. Conoció la existencia del partido de los Derechos de los Estados Nacionales. Se maravilló de la cantidad de encapuchados que estaban en nómina del FBI: la mitad de los miembros del Klan en la tierra del dixie eran informadores de los federales.

Los soplones de los federales andaban por ahí, castrando y linchando gente, pero la única preocupación real de Hoover respecto del KKK eran minucias sobre fraude postal.

Un ventilador agitó los papeles de un expediente hasta desparramarlos. Pete se estiró en la cama e hizo aros de humo.

Memorándum a Kemper Boyd: la Agencia debería financiar una agrupación del KKK en Blessington. El campamento estaba rodeado de chiflados, pobres como ratas y llenos de odio contra los hispanos. Unas cuantas actividades del Klan ayudarían a mantenerlos distraídos.

Pete hojeó algunas denuncias. Su olfato no le había engañado: los candidatos que había seleccionado eran los menos rabiosos del montón.

Tales candidatos eran los siguientes:

El reverendo Wilton Tompkins Evans, mesías radiofónico y ex presidiario. Pastor de la «Cruzada Anticomunista del Aire», una emisión semanal en onda corta. Con buen dominio del español; ex paracaidista; tres condenas por estupro. Valoración de Banister: «Duro y capaz, pero quizá demasiado antipapista para trabajar con cubanos. Sería un gran oficial instructor y estoy seguro de que accedería a trasladarse, porque puede emitir su programa de radio desde cualquier parte. Amigo íntimo de Chuck Rogers.»

Douglas Frank Lockhart, miembro del Ku Klux Klan e informador del FBI. Ex sargento del cuerpo de Carros de Combate, ex policía de Dallas, ex guardaespaldas del dictador derechista Rafael Trujillo. Valoración de Banister: «Probablemente, el principal informador sobre el Ku Klux Klan en el Sur y auténtico fanático del Klan por derecho propio. Duro y lanzado, pero fácil de manipular y un tanto voluble. Al parecer, no se lleva mal con los hispanos, sobre todo si éstos son profundamente anticomunistas.»

Henry Davis Hudspeth, el proveedor de propaganda de odio racial número uno del Sur. Con buen dominio del español y un gran experto en jiujitsu. As de los cazas en la Segunda Guerra Mundial, con trece derribos en su haber en el teatro de operaciones del Pacífico. Valoración de Banister: «Me gusta Hank, pero puede mostrarse terco e inconvenientemente mordaz. En la actualidad, trabaja para mí como enlace entre mi campamento de exiliados cerca del lago Pontchartrain y el centro de reunión del Klan de Dougie Frank Lockhart. (Ambos lugares están situados en propiedades mías.) Hank es un buen hombre, pero quizá no es muy adecuado para un cargo de segunda banana.»

Los tres candidatos estaban a punto. Los tres tenían planes de fiesta para aquella noche: el Klan iba a prender una cruz frente al campamento de Guy.

Pete intentó echar un sueñecito antes del espectáculo. Llevaba acumulado un gran déficit de sueño: las últimas tres semanas habían sido caóticas y agotadoras.

Boyd consiguió algo de morfina en el rancho que tenía tratos amistosos con la CIA. La llevó en avión a Los Ángeles y la entregó al señor Hughes.

El señor Hughes agradeció el regalo y le dijo que volviera a Miami con sus mejores deseos.

Boyd no le dijo que se había convertido en un cruzado antirrojos a cambio de un cinco por ciento de dos casinos por toda la eternidad, si Cuba cambiase de roja a blanca, azul y roja.

Boyd vendió el trato a Trafficante. Marcello, Giancana y Rosselli accedieron. Boyd calculó que sacarían al menos quince millones de dólares por cabeza al año.

Le dijo a Lenny que inundara Hush-Hush de propaganda anticastrista y que guardara el chismorreo de sexo por el que se les caía la baba a Hughes y a Hoover. Que inventara algún escándalo para tenerlos contentos.

Los Ángeles era un presidio. Florida era un campamento de verano.

Voló a Miami a toda prisa. Había decidido que la factoría de droga mexicana sería la principal proveedora del grupo. Chuck se llevó allí las catorce libras iniciales para cortarlas y volvió con el peso sextuplicado. Trafficante repartió regalos extra entre todo el personal del grupo de oficiales.

Repartió recortadas y mágnums. Les proveyó de chalecos antibalas y de coches a estrenar para el trapicheo.

Fulo escogió un Eldorado del 59. Chuck, un encantador Ford Vicky. Delsol, Obregón, Páez y Gutiérrez eran todos hombres de Chevrolet. Y los hispanos siempre serán hispanos: todos llenaron sus vehículos de toques típicos de punta a cabo.

Trató a los hombres y llegó a conocerlos. Gutiérrez era sólido y calmoso. Delsol era listo y calculador. Su primo, Obregón, tenía un atrevimiento rayano en la locura; Boyd empezaba a creerlo capaz de cualquier cosa.

Santo Trafficante Junior reorganizó su negocio de la droga en Miami. El grupo de cubanos se ocupó exclusivamente del comercio con negros.

Boyd ordenó que se ofrecieran degustaciones gratuitas a todos los adictos de la ciudad y el grupo repartió una considerable cantidad de su mierda completamente gratis. Chuck rebautizó el barrio negro con el nombre de Paraíso del Negro Adicto.

Después, pasaron de la filantropía al negocio. Rondaron el barrio en sus coches, por parejas, y vendieron su basura con las armas a plena vista. Un yonqui intentó robar a Ramón Gutiérrez. Teo Páez le pasó una dosis cortada con veneno para ratas que acabó con él.

Hasta allí, Santo Junior estaba más que satisfecho. Santo insistía en recordar la instrucción número uno del grupo: no debéis probar la mercancía. Pete insistía en la instrucción número dos: si alguien le da a la heroína, me lo cargo.

Miami era el Paraíso del Crimen y Blessington era la Puerta Celestial que conducía hasta él. El campamento ocupaba unas cuatro hectáreas y sus instalaciones constaban de dos barracones, un polvorín, un centro de operaciones, un campo de instrucción y una pista de aterrizaje. El embarcadero y un pequeño puerto para lanchas rápidas estaban aún en construcción.

Los reclutadores del grupo de elite se apresuraron a descartar a algunos de los candidatos a recibir instrucción. Los palurdos de la comarca se irritaron ante la presencia de hispanos en su tierra. Pete contrató a varios hombres del Klan desempleados para que trabajaran en el embarcadero. Su gesto facilitó una paz provisional; ahora, klaneros y exiliados trabajaban juntos.

Ya se habían instalado en el campamento catorce hombres. Cada día escapaban de Cuba nuevos grupos de exiliados y la CIA se disponía a establecer más campamentos. Para mediados de 1960 estaban previstos más de cuarenta.

Castro sobreviviría… el tiempo suficiente para hacerlos ricos a él y a Boyd.

La cruz ardía con llamas altas y anchas. Pete distinguió el resplandor desde casi un kilómetro de distancia.

Un camino de tierra se desviaba de la carretera. Unos rótulos indicaban la dirección: «Negros, no pasar», «KKK, blancos unidos».

Los insectos entraban a través de los conductos de aire. Pete los aplastó con la mano. Vio una valla de alambre de espino y a unos tipos del Klan en posición de descanso, enfundados en túnicas blancas y ocultos bajo capirotes con orlas púrpura. También se fijó en sus acompañantes caninos, unos dóberman envueltos en sábanas.

Pete mostró brevemente el pase de Banister. Los encapuchados comprobaron el documento y le franquearon el paso.

Aparcó junto a unas camionetas y continuó a pie. La cruz iluminaba un claro del pinar algo apartado. A un lado se congregaban los cubanos. En el otro, algunos blancos repetían consignas. Una hilera de remolques repletos de pintadas separaba ambos grupos.

A la izquierda, Pete tenía tenderetes de comida del Klan, un puesto de tiro del Klan y unos chiringuitos que ofrecían objetos relacionados con el Klan; a su derecha, una reproducción del campamento de Blessington.

Pete se encaminó hacia el lado de los palurdos sureños. Varios capirotes puntiagudos se inclinaron hacia él: eh, tío, ¿dónde tienes la túnica?

Los insectos envolvían la cruz en un intenso zumbido, al que se superponía el estampido de los disparos de fusil y el tintineo de las dianas. La humedad rondaba el ciento por ciento.

Los brazaletes con la insignia nazi costaban 2,99 dólares. Los muñecos de vudú de rabinos judíos, cinco dólares el lote de tres.

Pete paseó ante los remolques. Vio una mesa con bocadillos apoyada contra un viejo Airstream: «WKKK - Cruzada Anticomunista del Reverendo Evans.»

Sujeto al eje había montado un altavoz del que salía un galimatías sin pies ni cabeza.

Se asomó a la ventana y vio a veintitantos gatos que se dedicaban a mear, a cagar y a joder. Un tipo alto y estrafalario gritaba por un micrófono mientras uno de los gatos clavaba las uñas en unos cables de onda corta, a punto de pasar al otro mundo frito como un churro.

Pete anotó la presencia de uno de los candidatos y continuó adelante. Todos los caucásicos iban encapuchados, de modo que no pudo reconocer a Hudspeth ni a Lockhart por su parecido con las fotos de las fichas policiales.

—¡Bondurant! ¡Aquí abajo!

La voz de Guy Banister le llegó, resonante, desde debajo del nivel del suelo. En mitad de éste se acababa de abrir una escotilla y una especie de periscopio asomaba por ella y giraba en un sentido y en otro.

Guy se había construido un jodido refugio antiatómico.

Pete se introdujo por la escotilla y Banister procedió a cerrarla tras él. El refugio era un espacio de cuatro por cuatro metros, con las paredes cubiertas de fotos de chicas del Playboy. Guy había almacenado allí una cantidad enorme de latas de alubias con cerdo y de botellas de bourbon.

Banister recogió el periscopio.

—Tenías un aspecto muy desamparado, ahí solo y sin túnica.

Pete se desperezó y la cabeza le rozó el techo.

—Es una preciosidad, Guy.

—He pensado que te iba a gustar.

—¿Quién paga esto?

—Todos.

—¿Qué significa eso?

—Significa que soy el propietario de las tierras y que la Agencia financia los edificios. Carlos Marcello ha donado trescientos mil dólares para armas y Sam Giancana aportó dinero para comprar a la policía del Estado. La gente del Klan paga por entrar y vender sus mercaderías y los exiliados cubanos trabajan cuatro horas al día en una brigada de obras y entregan la mitad de su paga a la causa.

Un aparato de aire acondicionado zumbaba a plena potencia. El jodido refugio era un iglú. Pete se estremeció de frío.

—Dijiste que Hudspeth y Lockhart estarían aquí.

—A Hudspeth lo han detenido esta mañana por robar un coche y es su tercer delito, de modo que no hay fianza. Pero Evans sí ha venido. Y no es un mal tipo, si uno evita el tema de la religión.

—Tiene que estar chiflado. Y Boyd y yo no queremos chiflados trabajando con nosotros.

—Pero darás empleo a chalados más presentables…

—Haz lo que te parezca. Y si gana Lockhart por incomparecencia de los demás, quiero tener unos minutos a solas con él.

—¿Por qué?

—Cualquiera que desfile con una sábana en la cabeza tiene que convencerme de que es capaz de mantener las cosas bien compartimentadas.

—¡Buena palabra para un tipo como tú, Pete! —comentó Banister con una carcajada.

—Todo el mundo me dice lo mismo.

—Eso se debe a que tratas con los de más arriba ahora que eres de la Agencia.

—¿Como Evans?

—Me has cogido. Pero así, de improviso, diría que ese hombre tiene unas credenciales anticomunistas más sólidas que las tuyas.

—El comunismo es malo para los negocios. No finjas que es algo más que eso.

Banister enganchó los pulgares en el cinturón.

—Si crees que eso te hace parecer más mundano, te equivocas de medio a medio.

—¿Ah, sí?

Banister sonrió, tan pagado de sí mismo que no se merecía vivir.

—Aceptar el comunismo es sinónimo de promoverlo. Tu vieja némesis, Ward Littell, acepta el comunismo y un amigo mío de Chicago me dijo que el señor Hoover está organizándole un perfil de procomunista, basado en sus inacciones más que en sus acciones. ¿Ves dónde le lleva a uno ser mundano y aceptador cuando la suerte está echada?

Pete hizo chasquear los nudillos.

—Ve a buscar a Lockhart. Ya sabes lo que quiere Boyd; explícaselo. Y, en adelante, métete los sermones donde te quepan.

Banister frunció el entrecejo y, cuando se disponía a abrir la boca, Pete se le adelantó:

—¡Bu!

Banister se escabulló por la escotilla a toda prisa.

El silencio y el aire frío eran un alivio. Los alimentos enlatados y las botellas de licor resultaban apetitosos. El empapelado de las paredes era soberbio; Miss Septiembre sobre todo.

Pongamos que los rusos soltasen la bomba. Pongamos que uno se encerrase allí. La fiebre del enclaustrado podía llegar a convencerlo de que las mujeres eran reales.

Lockhart se descolgó por la escotilla. Llevaba una túnica manchada de hollín y ceñida con una cartuchera y dos revólveres. Era un pelirrojo pecoso, con los cabellos color fuego, y tenía un acento del Misisipí profundo.

—El dinero me parece bien y no me molesta trasladarme a Florida. Pero la regla de no linchar a nadie tiene que desaparecer.

Pete le soltó un revés. Dougie Frank se mantuvo en pie; se merecía un sobresaliente en equilibrio.

—¡Tío, he matado basura blanca más grande que tú por mucho menos de lo que acabas de hacer!

Chulería sin gracia: un aprobado justillo.

Pete lo golpeó de nuevo. Lockhart sacó el arma de su diestra… pero no apuntó.

Nervios: sobresaliente. Sentido de la cautela: notable bajo. Lockhart se enjugó la sangre de la barbilla.

—Los cubanos me caen bien. No me importaría relajar mi política de exclusión racial y dejar entrar a sus tipos en mi asamblea del Klan.

Sentido del humor: sobresaliente con matrícula.

Lockhart escupió un diente.

—Déme algo. Convénzame de que soy algo más que una especie de saco de gimnasio.

Pete guiñó un ojo.

—El señor Boyd y yo podríamos incluirte en un plan extra. Y la Agencia podría proporcionarte tu propio Ku Klux Klan.

Lockhart hizo un paso de baile a lo Stepin Fetchit.

—¡Gracias, massa! ¡Si usted fuera favorable al Klan, como un verdadero blanco, le besaría el borde de la túnica!

Pete le dio una patada en los huevos.

Lockhart cayó. Pero no gimió ni lloriqueó. Amartilló su arma… pero no disparó.

El tipo sacaba una nota general de aprobado.

34

(Nueva York, 29/9/59)

El taxi circuló hacia la parte alta de la ciudad. Kemper repasó los papeles que llevaba en el maletín.

Un gráfico mostraba los estados con elecciones primarias divididos por condados. Las columnas cruzadas enumeraban sus contactos entre las fuerzas del orden.

Marcó a los que se presumía demócratas y tachó a los presuntos republicanos radicales. Era un trabajo aburrido. Joe debería limitarse a comprarle la Casa Blanca a su hijo, sin más.

El tráfico estaba difícil. El taxista hizo sonar el claxon. Kemper jugó un poco a abogado del diablo; nunca estaba de más poner en práctica tal ejercicio.

Bobby había puesto reparos a sus constantes viajes a Florida. La réplica de Boyd había estado al borde de la indignación.

—Estoy encargado de enviar las pruebas recogidas por el comité McClellan, ¿verdad? Pues bien, no he digerido el caso Sun Valley y Florida es un estado que Jack necesita asegurarse en las elecciones generales. He estado allí para hablar con unos transportistas desafectos al sindicato.

El taxi cruzaba unos barrios pobres. El recuerdo de Ward Littell interrumpió sus reflexiones.

Llevaban un mes sin hablarse ni escribirse. La muerte de D’Onofrio había levantado un breve revuelo en la prensa y seguía sin resolver. Ward no había llamado ni escrito para comentar el caso.

Debía ponerse en contacto con Ward. Debía descubrir si la muerte de Sal el Loco era consecuencia de su trabajo como informador de Ward.

El taxista se detuvo ante el St. Regis. Kemper le pagó y apresuró el paso hasta el mostrador de recepción. Le atendió un conserje.

—¿Puede usted llamar a mi suite y pedirle a la señorita Hughes que baje? —dijo Kemper.

El conserje se colocó unos auriculares y pulsó unas clavijas en la centralita. Kemper consultó el reloj; se les estaba haciendo muy tarde para la cena.

—Lo siento, señor Boyd. En este momento, la línea está ocupada.

—Probablemente, la señorita Hughes está hablando con mi hija —comentó Kemper con una sonrisa—. Se pasan horas al teléfono, con tarifa de hotel.

—En realidad, la señorita Hughes habla con un hombre.

Kemper se descubrió a sí mismo apretando los puños.

—Déjeme los auriculares, ¿quiere?

—Verá…

Kemper le soltó diez dólares.

—Es que…

Kemper subió a cincuenta. El conserje los aceptó y le entregó los auriculares. Kemper se los puso.

Escuchó la voz de Lenny Sands, muy aguda y de mal agüero.

«… por terrible que fuera, ahora está muerto. Y él trabajaba para el borracho, igual que yo. Están el borracho y el bruto, y ahora el bruto me obliga a escribir esos absurdos artículos sobre Cuba. No puedo decir nombres, pero… Dios mío, Laura…»

«¿No estarás hablando de mi amigo, Kemper Boyd?»

«No es a ése al que temo, sino al bruto y al borracho. Del beodo, uno nunca sabe qué va a hacer. Y no he tenido noticias de él desde la muerte de Sal, lo cual me está poniendo absolutamente frenético…»

Aquello era una turbulencia en la compartimentación, se dijo Kemper. Debería aplicarse a contenerla.

35

(Chicago, 1/10/59)

Las olas empujaban la basura hasta la orilla. Vasos de papel y programas de cruceros se hacían trizas a sus pies.

Littell apartó los desperdicios a puntapiés. Dejó atrás el punto en el que había arrojado al agua el botín de Montrose.

Basura entonces, basura ahora.

Tenía tres difuntos por los que encender velas. Jack Ruby parecía a salvo; Littell llamaba al Carousel una vez por semana para oír su voz.

Sal había resistido la tortura. No había pronunciado nunca los nombres de Littell o de Ruby. Y Kabikoff sólo lo conocía como un policía encapuchado.

«Sal el Loco» y «Sid el Judío». Antes, la nomenclatura le resultaba divertida. Al parecer, a Bobby Kennedy le encantaban los apodos de los mafiosos.

Estaba descuidando sus informes del Fantasma. Y seguía abandonando su trabajo en la brigada Antirrojos. Le dijo al capitán Leahy que Dios y Jesucristo eran izquierdistas.

Redujo sus visitas a Helen a una noche por semana. Dejó de llamar a Lenny Sands. Tenía dos compañeras constantes: una botella de Old Overholt y otra de Pabst Blue Ribbon.

Las olas trajeron una revista empapada y Littell vio una foto de Jack Kennedy con Jackie.

Kemper decía que el senador tenía alma de sabueso. Y que Bobby mantenía intactos sus votos de matrimonio.

El gordo Sid decía que el padre de los hermanos conocía a Jules Schiffrin. Y Schiffrin era quien llevaba los auténticos libros contables del fondo de pensiones: éste era un dato que ni el alcohol podía borrar de su mente.

Littell atajó hasta Lake Shore Drive. Le dolían los pies y las vueltas de las perneras del pantalón se le llenaban de arena.

Anochecía. Llevaba horas caminando en dirección al sur. Su sentido de la orientación despertó de pronto y vio que estaba a tres manzanas de un destino muy concreto.

Llegó hasta él y llamó a la puerta de la casa de Lenny Sands. Lenny abrió y se quedó allí plantado.

—Se acabó —dijo Littell—. No voy a pedirte nada más.

Lenny avanzó un paso hacia él. Las palabras surgieron de su boca en una larga sarta de rugidos.

Littell entendió «estúpido», «inútil» y «cobarde». Miró a Lenny a los ojos y se quedó allí plantado al tiempo que se ponía a rugir también hasta quedar sin aliento.

36

(Chicago, 2/10/59)

Kemper hizo saltar la cerradura con su tarjeta del Diners Club. Lenny no había aprendido que era preciso un cerrojo resistente para evitar que un policía corrupto se colara en casa de uno.

Littell nunca había aprendido que LOS INFORMADORES NO SE JUBILAN. Kemper había observado la gala de jubilación desde la calle y había visto a Ward tragarse los insultos como un auténtico disciplinante.

Kemper cerró la puerta y esperó a oscuras.

Lenny había salido al A&P hacía diez minutos y volvería al cabo de media hora más o menos.

Laura había aprendido a no insistir en temas embarazosos. En ningún momento había hecho mención de la llamada que había recibido en el St. Regis.

Kemper oyó unos pasos y el sonido de una llave. Se situó cerca del interruptor de la luz y montó el silenciador en la pistola.

Lenny hizo su entrada.

—El asunto no ha terminado —dijo Kemper.

Una bolsa de la compra cayó al suelo.

Algo de cristal se hizo añicos.

—No vuelvas a hablar con Laura ni con Littell. Sigue trabajando para Pete en Hush-Hush. Descubre todo lo que puedas sobre los libros del fondo de pensiones e infórmame únicamente a mí.

—No —dijo Lenny.

Kemper pulsó el interruptor. La sala de estar se iluminó; la estancia, recargada de muebles antiguos, resultaba de lo más decadente, por no decir afeminada.

Lenny pestañeó. Kemper voló las patas de un armario de dos disparos. El estruendo hizo añicos varias piezas de cristal y de porcelana translúcida.

Otro disparo hizo pedazos una estantería de libros. El siguiente convirtió un sofá Luis XIV en astillas de madera y jirones de guata de relleno deshilachada. Otro más impactó en un guardarropa Chippendale pintado a mano.

El humo de la pólvora y el serrín formaron volutas en el aire. Kemper sacó un cargador de repuesto.

—Sí —dijo Lenny.

DOCUMENTO ANEXO: 5/10/59. Artículo de la revista Hush-Hush. Escrito por Lenny Sands, bajo el seudónimo de Políticoexperto Sin Par.

EL CANCEROSO CASTRO CALCIFICA CUBA EN EL COMUNISMO MIENTRAS LOS HIJOS HEROICOS HUYEN DEL HOGAR

Lleva en el poder escasos diez meses, pero el Mundo Libre ya le ha visto el plumero a Fidel Castro, ese matón que apesta a tabaco barato y que sólo sabe proferir consignas.

Castro derrocó al presidente cubano Fulgencio Batista, anticomunista y elegido democráticamente, el día de Año Nuevo. Ese bardo pomposo, ese beatnik de barba despeinada, prometía reformas agrarias, justicia social y plátano confitado en todos los platos: los estipendios habituales de los comisarios comunistas untados con el seguro de desempleo. Ese hombre se ha adueñado de un pequeño bastión de la libertad situado a ciento cincuenta kilómetros de las costas norteamericanas, ha vaciado patológicamente los bolsillos de patriarcas patriotas, ha tomado la nauseabunda medida de nacionalizar los hoteles y casinos propiedad de norteamericanos, ha frito los gratos y fragantes campos de la United Fruit Company y se ha apoderado, sin especificar más, de cantidades astronómicas del producto norteamericano que mejor protege a sus peones y mejor mantiene a raya al comunismo: ¡los dólares!

Sí, queridos lectores y lectoras, todo se reduce a los divinizados fajos de papel moneda (norteamericana, por supuesto); a esos billetes verdes soberbiamente engalanados y llenos de vigorosos retratos de presidentes, caricaturas cautivadoras en su corrosiva condena del comunismo.

Asunto: el bardo beatnik embaucó a los inquietos botones de los hoteles Nacional y Capri de La Habana, antes tan lujosos; nacionalizó con malos modos las propinas y reemplazó rápidamente a los empleados con un regimiento de rudos revolucionarios, bandidos patizambos que también actuaban como crupieres de dados dolorosa y perniciosamente corruptos.

Asunto: ¡frutales frenéticamente fritos! Los peones protegidos con pasión por la economía igualitaria altruistamente alterada por Norteamérica son hoy rojos reincidentes aplastados bajo la seguridad social, depauperados, que mendigan una compensación comunista.

Asunto: Raúl Castro, «el Instrumento», ha inundado Florida aparatosamente con unas cantidades tremendas de esa droga diabólica Y mortal, la heroína. El hermano de Fidel está decidido a enganchar a la aguja a vastas legiones de esclavos entre los cubanos inmigrantes: zombis adoctrinados que extiendan la cancerosa buena nueva de Castro a las masas de yonquis entre accesos de euforia producto de la droga.

Asunto: existe un número creciente de exiliados cubanos y de norteamericanos de nacimiento que conforman un egregio bastión frente a la sarta de engaños de los hermanos rebeldes. Ahora mismo, esos héroes están reclutando apoyos en Miami y el sur de Florida. Esos hombres son tigres tremendamente duros que se han ganado sus galones naranja y negro —rojos, no— en las junglas de las abarrotadas cárceles de Castro. Cada día llegan a las costas norteamericanas más y más hombres como ellos, impacientes por cantar las melifluas melodías de las canciones patrióticas.

Este reportero ha hablado con un norteamericano llamado «Pete el Grandullón», un fervoroso anticomunista que en la actualidad instruye una unidad guerrillera anticastrista. «Todo se reduce a una cuestión de patriotismo», explica Pete el Grandullón. «¿Queremos una dictadura comunista a ciento cincuenta kilómetros de nuestras costas, sí o no? Yo no, de modo que me he unido a la Causa por la Libertad de Cuba. Y me gustaría extender una invitación a todos los exiliados cubanos y a los norteamericanos nativos de ascendencia cubana. Venid con nosotros. Si estáis en Miami, preguntad por ahí. Los cubanos de la ciudad os dirán que hablamos en serio.»

Asunto: con hombres como Pete el Grandullón por enemigos, Castro haría bien en pensar en otro oficio. ¡Eh!, conozco unos cuantos cafés en Venice West, a las afueras de Los Ángeles, que aceptarían a un poeta beatnik frustrado como Fidel. ¡Eh, Fidel! ¿Te gusta la idea, Barbas?

Recuerda, querido lector, que la primera noticia la tuviste aquí: confidencial, reservada y muy Hush-Hush.

DOCUMENTO ANEXO: 19/10/59. Nota personal de J. Edgar Hoover a Howard Hughes.

Querido Howard:

He disfrutado una enormidad con el artículo de Políticoexperto Sin Par en el número de Hush-Hush del cinco de octubre. Desde luego, era bastante grotesco pero, si le quitamos la prosa amarillista, lo que queda tiene sustancia política.

Lenny Sands se ha adaptado al estilo de la revista, desde luego. Y como propagandista novato resulta prometedor. Sus referencias casi subliminales a la compañía Tiger Kab me han parecido un pequeño guiño, un aparte para los que conocen el asunto, y me han complacido en especial los encumbrados sentimientos expresados por nuestro pragmático amigo, Pierre Bondurant.

En conjunto, un tema muy saludable.

Con mis más efusivos recuerdos,

Edgar

DOCUMENTO ANEXO: 30/10/59. Informe resumen de John Stockton a Kemper Boyd. Marcado «CONFIDENCIAL. ENTREGA EN MANO POR CORREO».

Querido Kemper:

Una breve nota para tenerte al corriente de ciertas decisiones políticas recientes. Aunque la última dotación presupuestaria del Presidente fue bastante escasa, tenemos fundadas esperanzas de que la capacidad de persistencia de Castro conseguirá que la Casa Blanca abra el monedero por fin. Parafraseando a nuestro Político-experto, «Nadie quiere una dictadura comunista a menos de ciento cincuenta kilómetros de nuestras costas». (Me gustaría saber escribir mis informes como él redacta ese periodismo amarillo.)

El señor Dulles, el director adjunto Bissell y un selecto grupo de funcionarios expertos en el caso cubano han iniciado un plan para llevar a cabo una invasión de la isla por parte de los exiliados a finales de 1960 y principios de 1961. Se calcula que para esas fechas la Agencia tendrá un grupo de por lo menos diez mil hombres, exiliados, bien entrenados con base en los Estados Unidos, de los que echar mano; y se piensa que para entonces la opinión pública estará claramente de nuestro lado. La idea general es lanzar una fuerza de asalto anfibia, respaldada por cobertura aérea, desde emplazamientos y campamentos de la costa del Golfo. Te mantendré al corriente conforme se vayan desarrollando esos proyectos. Y tú, cuéntaselo a nuestro amigo Jack. Si el plan se retrasa hasta después del 20 de enero de 1960, cabe la posibilidad de que sea él quien dé su aprobación o lo rechace.

Desde la última vez que hablamos, once «barcos de la libertad» han arribado a Florida y Luisiana. Los funcionarios regionales se han encargado de interrogar a los inmigrantes y están repartiéndolos por diversos campamentos. Muchos de los que renuncian a la ayuda normal de la Agencia se dirigirán a Miami. Siento curiosidad por ver si nuestros cubanos de elite consiguen echarle el lazo a alguno de ellos. El campamento de Blessington, como estoy seguro que sabes, ya está a punto para acoger tropas oficialmente. He aprobado la contratación de Douglas Frank Lockhart para dirigir el campo y creo que es hora de que nuestros candidatos a oficiales pasen del negocio en Miami a la instrucción de reclutas en Blessington. Pon a Pete Bondurant y a Chuck Rogers a trabajar en ello inmediatamente y dile a Bondurant que me haga llegar un informe dentro de seis semanas.

Respecto al «negocio» de nuestra gente en Miami, y siguiendo nuestra manera indirecta de referirnos al asunto, te diré que me satisface observar que los beneficios parecen ir en alza y que el acuerdo que alcanzaste con nuestra fuente mexicana amiga de la Agencia parece ir viento en popa. Auguro el momento en que nuestros superiores contemplarán este «negocio» como un asunto muy razonable, pero hasta que el rencor o lo que sea contra Castro alcance ese punto, debo insistir en que se mantenga el más absoluto secreto y la más estricta compartimentación. La participación del señor Trafficante debe permanecer en secreto, y no querría que corriese la voz de que los señores Giancana y Marcello también han contribuido a la causa.

Manténme informado y quema esta nota.

Con los mejores deseos,

John

DOCUMENTO ANEXO: 1/11/59. Informe resumen de Kemper Boyd a Robert F. Kennedy.

Estimado Bob:

He tenido una charla con James Dowd, jefe de la Sección de Delincuencia Organizada del Departamento de Justicia. Lo conocí cuando Dowd estaba en la Oficina del Fiscal General y en esa época, como cortesía, le hice llegar copias de los documentos que enviaba a los diversos grandes jurados que buscaban pruebas contra Hoffa; ahora, parece que esa cortesía produce sus frutos.

Como sabrá, el Congreso ha aprobado la ley de Reforma de las Relaciones Laborales Landrum-Griffin, con lo cual el Departamento de Justicia, dominado por los republicanos, tiene ahora un mandato claro para atrapar a Hoffa. Dowd ha destinado investigadores y consejeros ayudantes a los grandes jurados que desarrollan las pesquisas en Ohio, Luisiana y Florida. El comité McClellan ha sido el impulsor de la ley Landrum-Griffin, eso lo sabe todo el mundo. Dowd ha visto la luz política y ha decidido concentrar sus energías en nuestro asunto de Sun Valley. (Dowd cree que los dos testigos desaparecidos, Gretzler y Kirpaski, le dan peso moral al tema.) Con fecha 25/10/59, ha destinado a seis hombres a colaborar con tres grandes jurados del sur de Florida. Estos agentes se dedican a buscar a transportistas descontentos que hayan comprado propiedades en Sun Valley. Dowd opina que el proceso de «atrapar a Hoffa» será lento y trabajoso, lo cual conviene a nuestros propósitos políticos hasta cierto grado.

Mi impresión personal es que no nos interesa que la empresa de «atrapar a Hoffa» sea utilizada por igual por los dos partidos; lo que queremos es destacar a Jack como el candidato contra la corrupción en el mundo sindical. Dowd me dijo que espera que Hoffa aparezca en mítines en las elecciones primarias de los diversos estados e inunde a los votantes con sentimientos contra Kennedy y a mí me parece que esto puede facilitarnos las cosas. Por mucho que intente ocultarlo a veces, en momentos de presión Hoffa siempre se comporta como un psicópata violento. Queremos que el sindicato del Transporte apoye al candidato republicano. Queremos que Richard Nixon coja el dinero de Hoffa y evite la corrupción sindical como tema de campaña en las elecciones generales. Dicho esto, creo imperioso que Jack redoble sus esfuerzos por atraer a los líderes sindicales legítimos y por convencerlos de que él sabe distinguirlos de los hombres de Hoffa.

Ahora estoy dedicando más atención y esfuerzo a las primarias. La imagen de Kennedy como luchador contra la delincuencia ha impresionado a muchos de mis conocidos entre las fuerzas del orden, republicanos por lo general, y estoy recorriendo Wisconsin, Nueva Hampshire y Virginia Oeste, condado por condado. Las organizaciones locales de los demócratas parecen sólidas y he hablado con todos los voluntarios que he encontrado para que no presten oídos a la palabrería mitinera de Hoffa.

Le seguiré contando. Escriba ese libro, Bob; creo que sería un valioso instrumento de campaña.

Atentamente,

Kemper

DOCUMENTO ANEXO: 9/11/59. Memorándum de Robert F. Kennedy a Kemper Boyd.

Kemper:

Agradezco la nota. Empiezas a pensar de forma política y creo que tus comentarios respecto a Hoffa y los republicanos son muy perspicaces. Me alegro de que el Departamento de Justicia se haya concentrado en Sun Valley; siempre he considerado que era nuestra acusación más sólida contra Hoffa.

Siempre he creído que el dinero obtenido ilegalmente por el fondo de pensiones (los tres millones «fantasmales») financió la inversión de Hoffa en Sun Valley, y que Hoffa se quedó con buena parte de esa cantidad. En estos momentos, nos sería muy conveniente alguna pista o información sobre la posibilidad de acceder a los libros «auténticos» del fondo de pensiones. ¿Qué hay del Fantasma de Chicago? Siempre has comentado que ese anónimo cruzado jesuita era un trabajador dedicado, pero no me has enviado ningún informe suyo desde hace meses.

Bob

DOCUMENTO ANEXO: 17/11/59. Nota de Kemper Boyd a Robert F. Kennedy.

Estimado Bob:

Estoy de acuerdo. Desde luego, sería muy útil alguna pista sobre el fondo de pensiones en estos momentos. El Fantasma trabaja duro, pero se encuentra con una pared tras otra. Y tenga presente que es un agente del FBI con una cargada agenda de trabajo como tal. Es un hombre tenaz pero, como le digo, avanza muy lentamente.

Kemper

DOCUMENTO ANEXO: 4/12/59. Informe de vigilancia de campo del FBI. Del jefe de Agentes Especiales de Chicago, Charles Leahy, a J. Edgar Hoover. Marcado: «Extremadamente confidencial. Reservado a la atención personal del director.»

Señor:

Siguiendo su requerimiento, unos agentes designados por la oficina de Sioux City han tenido bajo vigilancia al agente especial Ward J. Littell desde el 15/9/59. No ha sido visto en las cercanías de la sastrería Celano’s y, según parece, se ha abstenido de cualquier actividad clandestina contra la delincuencia organizada. No se le ha visto con el agente especial Kemper Boyd y la intervención del teléfono de su casa (iniciada el 20/11/59) indica que sólo habla con Helen Agee y, esporádicamente, con su ex esposa, Margaret. No llama a su hija, Susan, ni recibe llamadas de ella y desde la fecha de inicio de las escuchas no ha recibido ninguna del agente especial Boyd.

El rendimiento laboral de Littell se ha deteriorado progresivamente. Este declive ya había empezado antes de que se iniciara el seguimiento. Destinado a vigilar a los miembros del partido Comunista de Estados Unidos en Hyde Park y Rogers Park, Littell abandona con frecuencia su puesto de observación para dedicarse a beber en tabernas o a visitar diversas iglesias católicas.

Los informes de Littell para la brigada Antirrojos muestran una gran negligencia. Miente constantemente respecto a las horas que dedica a sus obligaciones y los comentarios que hace sobre los miembros del partido no pueden considerarse sino excesivamente caritativos.

El 26/11/59, el agente especial W.R. Hinckle observó a Malcolm Chamales, jefe de una célula del partido Comunista, abordar a Littell a la puerta del edificio donde vive. Chamales acusó a Littell de «urdir pruebas falsas para el FBI» y le desafió a responder. Littell invitó a Chamales a una taberna y el agente especial Hinckle los observó enzarzados en una discusión política. Volvieron a encontrarse el 29/11 y el 1/12. El agente especial Hinckle observó ambas reuniones y cree que los dos hombres se están haciendo amigos o, al menos, compañeros de copas.

Fuentes de la Universidad de Chicago afines al FBI han informado de que el agente especial Littell y Helen Agee fueron vistos en el campus discutiendo acaloradamente. Según parece, su relación se ha deteriorado y la señorita Agee instaba a Littell a buscar ayuda para su problema con la bebida. El 3/11/59, el agente especial J.S. Butler observó a Littell y a la señorita Agee enzarzados en una discusión política.

La señorita expresó su admiración por el vicepresidente Richard Nixon. Littell se refirió al señor Nixon con el mote de «Dick el Tramposo» y lo llamó «azuzador de rojos y criptofascista financiado con fondos para sobornos».

En conclusión: en estos momentos se está recopilando un perfil de Littell como procomunista. En mi opinión, sus declaraciones subversivas, sus traicioneras omisiones al deber en la brigada Antirrojos y su amistad con Malcolm Chamales continuarán en el futuro Y lo convierten en un riesgo para la seguridad.

Respetuosamente,

Charles Leahy

Jefe de A.E., oficina de Chicago

DOCUMENTO ANEXO: 21/12/59. Informe de campo de Pete Bondurant a Kemper Boyd, «para hacer llegar a John Stanton». Marcado: «KB, ten cuidado en cómo trasmites esto.»

KB:

Lamento haberme retrasado con el informe que quería Stanton. No me gusta poner las cosas por escrito, de modo que puedes tachar lo que te parezca antes de enviarle estas notas. Y asegúrate de que Stanton las destruye. Sé que está convencido de que la Agencia terminará por aceptar al ciento por ciento lo que estamos haciendo, pero puede pasar mucho tiempo hasta entonces.

1) Mis obreros del Klan han terminado el embarcadero y fondeadero de las lanchas rápidas. Blessington ya es operativo al ciento por ciento.

2) Dougie Frank Lockhart es un buen fichaje. Tiene las chifladuras habituales en tipos que se dedican a lo suyo, pero así están las cosas y no creo que sea ningún obstáculo mientras eso no interfiera en su trabajo. A su contacto del FBI le fastidió que no quisiera chivarse de sus rivales en el KKK de Luisiana, pero dejó de quejarse cuando Lockhart le dijo que tú dirigías la operación. Supongo que el tipo consultó con Hoover y éste le dijo que tienes carta blanca. De momento, Lockhart ha hecho una buena labor. Conseguí algo de pasta de Trafficante para él y la ha utilizado para establecer su propia agrupación del Klan a las afueras de Blessington. Ha ofrecido primas de enganche, y todos los tipos del Klan de la zona han abandonado sus antiguas agrupaciones y se han afiliado a la de Dougie Frank. Le he dicho que no querías linchamientos, bombardeos de iglesias ni palizas. Se mostró algo decepcionado, pero ha aceptado. Lockhart se lleva bien con los cubanos y ha dicho a los tipos del Klan que no provoquen problemas raciales con nuestros instructores y reclutas. De momento, los tipos han acatado las órdenes.

3) Nuestro negocio en Miami va viento en popa y las perspectivas son aún mejores. Los beneficios del último mes del Plan de Alojamiento Booker T. Washington han sido un catorce por ciento superiores a los del mejor mes en toda la existencia de la organización de Trafficante. Los beneficios brutos del Plan George Washington Carver fueron un nueve por ciento mayores que el máximo conseguido por Santo. Chuck Rogers asegura que la gente del rancho mexicano es de fiar. Han establecido un sistema por el cual puede aterrizar y despegar sin presentar papeles a la policía estatal mexicana. Ahora tenemos una pista de aterrizaje en Blessington, de modo que Chuck puede hacer mucho más seguros los viajes de aprovisionamiento. Me he ocupado de llevarle su parte del dinero a ST a Tampa, cada semana. Está satisfecho con los beneficios y ha estado soltando bonificaciones en metálico a nuestro grupo de elite con regularidad. Me ha devuelto un quince por ciento directamente para dedicarlo a la causa y ha dedicado un cinco por ciento más a un fondo para armamento que ha establecido Guy Banister en Nueva Orleans. Hasta la fecha, Fulo, Chuck, Páez, Obregón, Delsol y Gutiérrez han sido totalmente honrados. No ha habido mermas de mercancía ni ha faltado un dólar.

4) Stanton quería informes de la conducta de esos hombres. Mi opinión es que, hasta que alguien robe mercancía o dólares o fastidie un trabajo, todos merecen una calificación de sobresaliente. Obregón tiene ciertos reparos a las incursiones en Cuba en lancha rápida y su primo Delsol es un poco inestable, pero hasta el momento todo eso son simples minucias. Lo importante es que todos ellos son proamericanos y anticastristas radicales que no roban nada a Trafficante. Yo digo que les dejemos sisar en las tarifas de los taxis y aliviar la presión con mujeres y bebida. Te aseguro que no se los puede atar demasiado corto; si no, se pondrán nerviosos.

5) Como reclutadores, no están mal. Tenemos cuarenta y cuatro novatos en Blessington y los hemos tenido muy ocupados. Chuck, Fulo, Lockhart y yo hemos estado entrenándolos en ciclos de quince días. Les enseñamos a usar armas cortas y fusiles, combate cuerpo a cuerpo y técnicas de sabotaje de lanchas; después, llevamos a los hombres a Miami con contactos para posibles empleos. Allí, los hombres se encargan de reclutar a otros y envían a los candidatos a un encuestador cuyo nombre clave es HK/Puma, el cual los distribuye entre los campos de instrucción a cargo de la Agencia, según las disponibilidades de ocupación. Si la invasión de la que me hablaste tiene lugar algún día, deberíamos disponer de un excedente de soldados bien entrenados entre los que escoger.

6) Todos nosotros —Páez, Obregón, Delsol, Gutiérrez, Fulo y yo— hemos hecho viajes nocturnos a Cuba en lancha. Hemos dejado mercancía a nuestros contactos en la isla y hemos disparado contra algunas patrulleras de los milicianos. Fulo y Gutiérrez hicieron una incursión y encontraron a una unidad de la milicia dormida en la playa. Mataron a los treinta con ametralladoras. Fulo le arrancó el cuero cabelludo al oficial que mandaba la unidad y ahora ondea en la antena de radio de nuestro barco insignia.

7) Como querías, me estoy repartiendo entre Blessington, nuestro negocio en Miami y la compañía de taxis. Jimmy Hoffa está bastante resentido de que seas tan amigo de los Kennedy, pero le satisface el trato con la Agencia; cuantos más inmigrantes cubanos lleguen a Miami, más dinero gana la Tiger Kab. Y gracias por la mercancía que me diste para H.H. Como me paso el tiempo en Florida, supongo que es ese paquete lo que me mantiene en su nómina. Por mí, me borraría de ella, pero sé que quieres cultivar alguna conexión de la Agencia con él. Lo llamo una vez por semana para mantener el contacto. H.H. dice que ahora le cuidan unos mormones. Le ayudan a esquivar a los oficiales que van a verle con citaciones del asunto de la TWA, y hacen el trabajo del que me ocupaba antes, excepto procurarle la mercancía. Creo que seguiré recibiendo el cheque de Los Ángeles mientras pueda suministrársela.

8) Lenny Sands está escribiendo las páginas de Hush-Hush sin ayuda de nadie. Ese artículo cubano que publicó me pareció muy bueno y nos proporcionó algunos buenos contactos para la causa.

Esto es todo. No me gusta dejar cosas por escrito, así que dile a Stanton que destruya esto.

¡Viva la causa!

PB

37

(Blessington, 24/12/59)

Lockhart puso los pies sobre el tablero de instrumentos del camión. El traje de Santa Claus con el relleno de fibra le hacía sudar profusamente.

—Está bien, no me das permiso para bombardear iglesias ni matar negros. ¿Qué me dices, entonces, de aplicar el código moral del Klan?

Pete entró en el juego. Dougie Frank Lockhart era un experto en plantear quejas.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Bien, imagina que te llega el comentario de que Sally, la hermana de uno de los colonos blancos de la zona, tiene los ojos puestos en el negro Leroy, ése de quien dicen que tiene una manguera de treinta centímetros en la entrepierna; imagina que los sorprendes en plena faena. Lo que haces es poner al fuego el hierro de marcar reses con el símbolo del KKK y marcar a Sally por confraternizar con otras razas.

—¿Qué hay de Leroy?

—Le preguntas de dónde ha sacado lo suyo y si también las hacen de ese tamaño en blanco.

Pete se echó a reír. Dougie Frank se sonó la nariz asomado por la ventanilla.

—Lo digo en serio, Pete. Soy el Brujo Imperial de los Caballeros Reales del Ku Klux Klan del sur de Florida y, hasta el momento, lo único que he hecho es repartir dinero de la CIA y formar un equipo de softball para jugar con tus jodidos exiliados criptonegros.

Pete sorteó un perro suelto. El camión dio con un bache y los pavos envueltos para regalo botaron y se movieron en la caja del vehículo.

—No me digas que tu enlace del FBI te permitía llevar a cabo linchamientos.

—No. Pero tampoco me decía: «Dougie Frank, no mates negros mientras estés en nómina del gobierno.» ¿Ves la diferencia? Tú me dices abiertamente que no lo haga. Y lo dices en serio.

Pete vio unas cabañas en el camino. Buen lugar para repartir pavos. Santo Junior había dicho que engrasara a los vecinos y, como tenía un excedente de aquellas aves procedentes de un robo, había imaginado que el reparto gratuito de pavos navideños promovería una actitud favorable entre la gente de la zona.

—Haz tu trabajo. Estamos metidos en un asunto importante, así que tómalo en serio.

—Ya lo hago —respondió Lockhart—. Realizo mi trabajo y tengo la boca cerrada acerca de la línea aérea de transporte de polvo blanco que tiene montada Chuck Rogers en la pista de Fort Blessington, sí señor. Pero lo que digo es que mis muchachos necesitan alguna diversión.

Pete tomó una curva.

—Hablaré con Jimmy Hoffa. Quizás él pueda llevarlos a cazar tiburones en barco.

—Yo me refería, más bien, a hacer cumplir la norma número sesenta y nueve del Código Moral.

—¿Qué norma es ésa?

—La que se aplica cuando se sorprende a Tyrone y a Rufus, los hermanos del negro Leroy, llamando a la puerta de Sally.

—¿Qué se hace entonces?

—Se empluma a Sally.

—¿Y Tyrone y Rufus?

—Los coges y les bajas los pantalones para ver si es cosa de familia.

Pete soltó otra carcajada. Dougie Frank se rascó la barba, blanca como la nieve.

—¿Cómo es que me ha tocado a mí vestirme de Santa Claus?

—No he encontrado un disfraz a mi medida.

—¿No podrías haber disfrazado a alguno de los cubanos?

—¡Oh, vamos! ¿Un hispano, Santa Claus?

—Creo que este trabajo es degradante.

Pete se detuvo junto a un patio de juego sucio y destartalado. Unos chiquillos de color vieron a Santa Claus y se pusieron locos de excitación. Dougie Frank bajó del camión y repartió los pavos. Los chiquillos se le acercaron y le tiraron de las barbas.

Los blancos de la zona recibieron pavos. Los negros, también. Los policías de Blessington tuvieron pavo y Jim Beam, procedente del mismo golpe.

Los reclutas recibieron cena de pavo y profilácticos Trojan. Santo Junior les envió un regalo de Navidad: todo un autobús de putas de Tampa. Cuarenta y cuatro hombres y otras tantas mujeres hicieron chirriar las literas durante un buen rato.

Pete envió a las chicas a casa poco después de medianoche. Lockhart hizo su celebración navideña quemando una cruz en pleno campo.

Pete sintió la necesidad apremiante de hacer una incursión en Cuba para matar comunistas. Llamó a Fulo a Miami. La idea le encantó a Fulo; reuniría a unos cuantos muchachos y pasarían a recogerlo, dijo.

Chuck Rogers hizo un viaje por un cargamento de droga. Pete llenó los depósitos de la lancha rápida más grande.

Lockhart apareció con algo de aguardiente casero. Pete y Chuck probaron unos tragos. Nadie fumó; aquella mierda podía incendiarse.

Se sentaron en el embarcadero. Los focos iluminaban todo el campamento.

Un recluta gritó en sueños. Unas pavesas se desprendieron de la cruz. Pete recordó la Navidad del 45, cuando se había incorporado a la Policía de Los Ángeles, recién salido del cuerpo de Marines.

El coche de Fulo se acercó zigzagueando a través de la pista de aterrizaje. Chuck apiló ametralladoras y munición junto al amarradero.

—¿Puedo venir? —preguntó Dougie Frank.

—Claro —asintió Pete.

Delsol, Obregón y Fulo se apearon del Chevrolet. Todos caminaban sacando la panza, atiborrados en exceso de pavo y cerveza. Se encaramaron al embarcadero. Tomás Obregón llevaba gafas de sol (a las dos de la madrugada). Gafas de sol y camisa de manga larga, en una noche medianamente apacible.

Un perro ladró entre los árboles. Chuck Rogers imitó los gañidos de un sabueso como aquel locutor de madrugada que tanto le gustaba. Hubo un intercambio general de festivas palmaditas en la espalda.

Pete hizo saltar las gafas de Obregón de un bofetón. El jodido tenía las pupilas como cabezas de alfiler por culpa de la droga: el resplandor de los focos lo dejaba a la vista sin la menor duda.

Obregón se quedó paralizado. Rogers se lanzó a sujetarlo por el cuello. Nadie dijo nada. No era preciso: la imagen era lo bastante elocuente.

Obregón se revolvió. Fulo le levantó las mangas. Las carreras de pinchazos eran visibles en sus antebrazos, rojas y repulsivas.

Todos los ojos se fijaron en Delsol, el jodido primo de Obregón. Que lo haga él, decían las miradas.

Chuck soltó a Obregón. Pete le pasó su pistola a Delsol. Obregón se puso a temblar y estuvo a punto de caer del embarcadero. Delsol le metió seis balas en el pecho.

Rodó al agua. De los orificios de salida brotaron columnas de humo siseante. Fulo se echó al agua y le cortó la cabellera.

Delsol apartó la vista.

38

(Hyannis Port, 25/12/59)

Un árbol de Navidad rozaba el techo. Habían espolvoreado una rociada de falsos copos de nieve sobre un gran montón de regalos. Kemper tomó un sorbo de ponche de huevo.

—Observo que estas fechas te ponen triste —dijo Jack Kennedy.

—No exactamente.

—Mis padres se excedieron en tener hijos, pero los tuyos deberían haber tenido la previsión de darte un par de hermanos.

—Tuve un hermano pequeño. Murió en un accidente de caza.

—No lo sabía.

—Mi padre y yo acosábamos a unos ciervos cerca de nuestra casa de verano. Cuando veíamos fugazmente a los animales disparábamos a través de la espesura. Uno de los animales que vimos resultó ser Compton Wickwire Boyd, de ocho años de edad. Llevaba una chaqueta de color gamuza y un gorro con orejeras blancas. Sucedió el 19 de octubre de 1934.

Jack apartó la vista.

—Kemper, lo siento…

—No debería haberlo mencionado. Pero usted ha dicho que quería hablar y tengo que marcharme a Nueva York dentro de una hora. Esa historia es una garantía para cortar conversaciones.

Hacía demasiado calor en la estancia. Jack retiró ligeramente la silla de la chimenea.

—Ya es hora de que me tutees, ¿no? —dijo Jack—. ¿Vas a encontrarte con Laura?

—Sí. Mi hija celebrará la Nochebuena con unos amigos en South Bend y luego se irá a esquiar. Se reunirá con Laura y conmigo en Nueva York.

Pete tenía el anillo pulido y bruñido. Se disponía a hacer la petición aquella noche.

—Lo tuyo con Laura ha sido toda una sorpresa.

—Pero ya te vas acostumbrando —dijo Kemper consintiendo a utilizar el tuteo.

—Como todo el mundo, me parece, en mayor o menor grado.

—Estás nervioso, Jack.

—Dentro de ocho días haré el anuncio. No dejan de venirme a la cabeza los obstáculos que voy a encontrarme, y no dejo de darle vueltas al modo de afrontarlos.

—¿Por ejemplo?

—En Virginia Oeste. ¿Qué le respondo a un minero del carbón que me diga: «hijo, he oído que tu padre es uno de los hombres más ricos de Norteamérica, y que no has tenido que trabajar un solo día de tu vida»?

Kemper sonrió.

—Le contestas que «es verdad». Y algún aguerrido y viejo actor de reparto que colocamos entre la gente añade: «¡Y no te has perdido nada, hijo, maldita sea!»

Jack soltó una carcajada. Mentalmente, Kemper estableció una relación: Giancana y Trafficante dominaban grandes parcelas de Virginia Oeste.

—Conozco alguna gente ahí que podría ayudarte.

—Entonces, comprométeme en alguna deuda inconfesable con esa gente para que pueda aceptar de una vez mi destino genético de político irlandés corrupto.

—Todavía estás nervioso —dijo Kemper con otra sonrisa—. Y has dicho que querías hablar conmigo, lo cual supone una conversación seria.

Jack echó hacia atrás la silla y se cepilló la falsa nieve del jersey.

—Hemos estado pensando en el señor Hoover. Creemos que conoce la historia familiar de Laura.

Automáticamente, Kemper adoptó el papel de abogado del diablo.

—Hace años que lo sabe. Sabe que me veo con Laura y me reveló su historia antes de que lo hiciera ella.

Los hijos de Bobby irrumpieron en la estancia. Jack los expulsó y cerró la puerta con pestillo.

—Ese voyeur soplapollas, el muy maricón…

Kemper hizo como si no oyera nada.

—También está al corriente de todos tus sobornos por demandas de paternidad, y de la mayoría de tus líos duraderos. Jack, yo soy tu mejor baza contra Hoover. Le caigo bien y confía en mí. Y lo único que quiere es conservar el empleo si resultas elegido.

Jack se dio golpecitos en la barbilla con un humidificador.

—Mi padre está medio convencido de que Hoover te envió para espiarnos.

—Tu padre no es tonto.

—¿Qué?

—Hoover me descubrió cuando ya sacaba tajada de la investigación sobre robos de coches, y me mandó al retiro antes de tiempo. Solicité el empleo en el comité McClellan por mi cuenta y Hoover empezó a seguirme con atención. Descubrió que me veía con Laura y me pidió información sobre ti. Le dije que no y él me recordó que le debía una.

Jack asintió. Su mirada decía: «Sí, me lo creo.»

—Mi padre hizo que un detective te siguiera por Manhattan. Ese hombre dijo que tienes una suite en el St. Regis.

—La vida que uno lleva se pega, Jack —Kemper le guiñó un ojo—. Tengo una pensión, un sueldo y unos dividendos de valores. Y estoy cortejando a una mujer cara.

—Pasas mucho tiempo en Florida.

—Hoover me tiene allí para espiar a los grupos procastristras. Ésa es la que le debo.

—¿Por eso insistías tanto en la cuestión cubana como tema de campaña?

—Sí. Creo que ese jodido Castro es una amenaza y que se debería adoptar una línea dura contra él.

Jack encendió un habano. Su mirada decía: «gracias a Dios que esto se acaba».

—Le diré a mi padre que todo está en orden. Pero él quiere exigirte una promesa.

—¿Cuál?

—Que no te casarás con Laura próximamente. Teme que los periodistas se pongan demasiado curiosos.

Kemper le entregó el anillo.

—Guárdame esto. Pensaba pedírselo esta noche, pero supongo que tendré que esperar hasta que resultes elegido.

Jack guardó la joya en el bolsillo.

—Gracias. Supongo que ahora te has quedado sin regalo de Navidad, ¿no?

—Encontraré algo en Nueva York.

—Ahí, debajo del árbol, hay un broche de esmeraldas. A Laura le sienta bien el verde y Jackie no lo echará de menos.

39

(South Bend, 25/12/59)

Littell se apeó del tren y comprobó que nadie lo seguía. Las llegadas y salidas parecían normales: sólo chicos de Notre Dame y padres nerviosos. Algunas animadoras tiritaban con sus falditas cortas bajo una temperatura de doce grados bajo cero.

La multitud se dispersó. Ningún merodeador de andenes se pegó a sus pasos. En una palabra, el Fantasma veía fantasmas. Las sospechas de que lo seguían eran, probablemente, consecuencia de la bebida. Los chasquidos de la línea telefónica eran, casi con seguridad, exceso de nervios.

Desmontó sus dos teléfonos y no encontró ningún micrófono oculto. La mafia no podía organizar escuchas exteriores. Eso sólo estaba al alcance de las agencias policiales. El hombre que lo observaba cuando estaba con Mal Chamales la semana anterior no era, probablemente, sino un habitual de los bares al que sorprendió el tono izquierdoso de su conversación.

Littell se detuvo en el bar de la estación y se echó al coleto tres whiskies con cerveza. La cena de Nochebuena con Susan exigía tomar fuerzas.

Los modales agradables se mantuvieron a duras penas. La conversación se desarrollaba entre temas inocuos.

Susan se mostró tensa cuando la abrazó. Helen se mantuvo a distancia de sus manos. Claire se había convertido con la edad en un calco de Kemper en mujer; el parecido se había consolidado en un grado sorprendente.

Susan no se dirigía nunca a él por su nombre. Claire lo llamaba «nene Ward». Helen decía estar en una fase «Ración de Combate». Susan fumaba como su madre, tragando hasta el humo y las chispas de la cerilla con la que encendía el cigarrillo.

Su apartamento imitaba el de Margaret: demasiadas chucherías de porcelana y demasiado mueble recargado.

Claire puso discos de Sinatra. Susan sirvió un ponche de huevo aguado; Helen debía de haberle contado que su padre bebía en exceso.

Littell dijo que hacía meses que no tenía noticia de Kemper. Claire sonrió, pues conocía todos los secretos de su padre. Susan preparó la cena: el aburrido plato de jamón glaseado y batata que hacía Margaret.

Se sentaron a la mesa. Littell inclinó la cabeza y recitó una plegaria:

—Padre celestial, te pedimos que nos bendigas a todos nosotros y a nuestros amigos ausentes. Te encomiendo el alma de tres hombres fallecidos recientemente, cuyas muertes tuvieron como causa sus arrogantes, aunque sinceros, intentos de favorecer a la justicia. Te ruego que nos bendigas a todos en este santo día y en el año que se acerca.

Susan puso los ojos en blanco y musitó un amén. Claire trinchó el jamón; Helen sirvió el vino.

A las chicas les llenó el vaso. A él, sólo le puso la mitad. El vino era un cabernet sauvignon barato.

—Esta noche —dijo Claire—, mi padre pedirá en matrimonio a su amante. Brindemos por mi papá y por mi distinguida nueva mamá, que sólo tiene nueve años y medio más que yo.

Littell estuvo a punto de atragantarse. Kemper, trepador social, como pariente político secreto de los Kennedy…

—¡Oh, vamos, Claire! —intervino Susan—. ¿«Amante» y «distinguida» en la misma frase?

Claire le enseñó las uñas como un gato.

—Olvidas lo de la diferencia de edad. ¿Cómo es posible? Las dos sabemos que las diferencias de edad son tu lamentación preferida.

Helen refunfuñó. Susan dejó el plato a un lado y encendió un cigarrillo. Littell se llenó el vaso.

—Nene Ward —dijo Claire—, valóranos a las tres como abogadas.

—No es difícil —respondió Littell con una sonrisa—. Susan pleitea juicios de faltas, Helen defiende a hombres del FBI descarriados y Claire se dedica al derecho mercantil para financiar los costosos gustos de su padre en la vejez.

Helen y Claire se echaron a reír.

—No me gusta que me definan como una chica trivial —protestó Susan.

—Puedes incorporarte al FBI, Susie. —Littell tomó un trago—. Yo me retiro dentro de un año y veintiún días; puedes ocupar mi lugar y atormentar a patéticos izquierdistas por cuenta del señor Hoover.

—Yo no calificaría de patéticos a los comunistas, padre. Y no creo que puedas mantener tus gastos de bar con una pensión por veinte años de servicio.

Claire frunció el entrecejo.

—Susan, por favor… —Helen intervino.

Littell agarró la botella.

—Quizá trabaje para John F. Kennedy —dijo—. Quizá salga elegido Presidente. Su hermano detesta más la delincuencia organizada que a los comunistas, así que quizá lo llevan en la sangre.

—No puedo creer que midas a delincuentes comunes por el mismo rasero que a un sistema político que ha esclavizado a medio mundo. No puedo creer que te dejes engatusar por un fatuo liberal cuyo padre se ha propuesto comprarle la Presidencia.

—A Kemper Boyd le cae bien.

—Perdona, padre, y perdóname tú, Claire, pero Kemper Boyd adora el dinero y todos sabemos que John F. Kennedy tiene muchísimo.

Claire salió corriendo de la estancia. Littell bebió de la botella.

—Los comunistas no castran a hombres inocentes. No conectan baterías de coche en los genitales de la gente y la electrocutan. Los comunistas no arrojan aparatos de televisión a las bañeras ni…

Helen salió corriendo.

—¡Padre, maldito seas por tu debilidad! —exclamó Susan.

Pidió la baja por enfermedad y pasó el Año Nuevo encerrado. La A&P le llevaba la comida y el alcohol.

Los exámenes finales de la facultad de Derecho mantuvieron lejos a Helen. Hablaron varias veces por teléfono, casi siempre sobre pequeños asuntos y entre silencios y suspiros. Littell percibió de vez en cuando unos chasquidos en la comunicación y lo atribuyó a los nervios.

Kemper no llamó ni escribió. Lo estaba dejando de lado.

Leyó el libro de Bobby Kennedy sobre las guerras de Hoffa. El relato lo enganchó. Kemper Boyd no aparecía en el texto.

Siguió los partidos de la Rose Bowl y de la Cotton Bowl por televisión y dedicó un recuerdo a Tony Iannone, «el Picahielos», muerto hacía un año exactamente.

Cuatro whiskies y otras tantas cervezas, exactamente, provocaban la euforia. Entonces imaginaba una muestra exacta de valentía: la voluntad de llegar a Jules Schiffrin y a los libros del fondo de pensiones.

Más alcohol borraba la valentía. Moverse significaría sacrificar vidas. Su valor era simple debilidad estirada hasta proporciones grandiosas.

Vio a John Kennedy cuando anunció su candidatura a la Presidencia. La sala de juntas del Senado estaba abarrotada de seguidores suyos.

Las cámaras recogieron una manifestación en el exterior. Unos transportistas entonaban: «¡Eh, eh, oh, oh, Kennedy dice sindicato no!»

Un reportero informaba comentando las imágenes.

«Un gran jurado de Florida tiene bajo estricta investigación al presidente del sindicato de Transportistas, James R. Hoffa, sospechoso de fraude inmobiliario en relación con el proyecto de urbanización del sindicato en Sun Valley.»

Una toma recogía a Hoffa riéndose en Sun Valley.

Littell superpuso sus palabras.

Pete, mata unos cuantos hombres por mi cuenta, ¿quieres?

Padre, maldito seas por tu debilidad.

40

(Tampa, 1/2/60)

—Estoy desesperado —confesó Jack Ruby—. Sal D’Onofrio, ese conocido indigente, me debía una respetable cantidad cuando murió, y Hacienda está apretándome lo que no suena por unos comprobantes de pago que no tengo. Tengo deudas en el club, Sam ya me ha dicho que no y sabes lo amigo que soy de la causa cubana. Un amigo y yo llevamos chicas para entretener a los muchachos de Blessington; eso fue estrictamente voluntario por mi parte, y no tiene nada que ver con lo que acabo de pedirte.

Santo Junior no se movió de su escritorio. Ruby estaba de pie delante de él. Tres rollizos pastores alemanes bajaron del sofá.

Pete observó cómo se rebajaba Ruby. El despacho apestaba; Santo dejaba que los perros usaran libremente el mobiliario.

—Estoy desesperado —repitió Jack Ruby—. Heme aquí ante ti como un suplicante ante su pontífice local.

—No —replicó Trafficante—. Me trajiste algunas chicas cuando estaba encerrado en La Habana, pero eso no vale diez de los grandes. Puedo darte mil de mi bolsillo, pero nada más.

Ruby alargó la mano. Santo lo untó con billetes de cien de un grueso fajo. Pete se puso en pie y abrió la puerta. Ruby salió acariciando el dinero. Santo roció de colonia el lugar donde había permanecido gimoteante.

—Se dice que ese hombre tiene gustos sexuales extraños. Podría contagiarte enfermedades que dejarían rojo de vergüenza al cáncer. Bien, dame alguna buena noticia, porque no me gusta empezar el día con mendigos.

—Los beneficios han subido un dos por ciento en diciembre y enero —dijo Pete—. Creo que Wilfredo Delsol estuvo bien en lo de su primo, y no creo que delatase al grupo bajo ninguna circunstancia. Nadie nos roba un dólar, y creo que lo de Obregón ha sido un buen escarmiento para todos.

—Pero alguien anda jodiendo, o no habrías venido a verme.

—Fulo está chuleando a algunas putas. Las tiene trabajando por dosis de cinco dólares y barras de caramelo. Entrega todo el dinero, pero aun así creo que es mal asunto.

—Haz que lo deje —indicó Trafficante.

Pete se sentó en el borde del sofá. Rey Tut lanzó un gruñido.

—Lockhart y sus compinches del Klan han construido un club social cerca del camino al campamento y ahora hablan de linchar negros. Además, Lockhart es amigo de J.D., ese policía de Dallas que trajo aquí a Ruby. Chuck Rogers quiere subir a J.D. en el avión y soltar unos panfletos radicales. Habla de bombardeos de saturación sobre el sur de Florida.

—¡Haz que olviden esas tonterías! —Trafficante descargó un manotazo sobre el secante de la mesa.

—Lo haré.

—No deberías haberme consultado esto.

—Kemper cree que toda la disciplina debe partir de aquí. Quiere que los hombres crean que nosotros somos trabajadores y no directivos.

—Kemper es muy sutil.

Pete acarició a Rey Faruk y a Rey Arturo. El jodido Rey Tut lo miró con malos ojos.

—Sutileza, la tiene toda.

—Castro ha convertido mis casinos en pocilgas. Deja que las cabras se caguen en unas alfombras que escogió mi mujer.

—Pagará —le aseguró Pete.

Condujo de vuelta a Miami. La central de taxis estaba abarrotada de holgazanes: Lockhart, Fulo y todo el condenado grupo de elite.

Faltaba Chuck Rogers, quien volaba en su aparato para soltar sus bombas de agitación.

Pete echó el cierre al local e impuso La Ley. Él la llamó Declaración de No Independencia del Grupo y Nueva Ley de No Derechos del KKK.

Nada de proxenetismo. Nada de robos. Nada de estafas. Nada de allanamientos. Nada de extorsiones. Nada de atracos.

Nada de linchamientos. Nada de agresiones a negros. Nada de bombardeo de iglesias. Nada de agitación racial contra los cubanos.

Los mandatos concretos del Klan de Blessington eran: amar a todos los cubanos, dejarlos en paz, joder a cualquiera que busque las cosquillas a nuestros nuevos hermanos cubanos.

Lockhart calificó de casi genocidas estos mandatos. Pete hizo chasquear los nudillos. Lockhart cerró la boca.

La reunión finalizó. Jack Ruby se presentó a suplicar un transporte; se le había roto el carburador y necesitaba llevar a sus chicas a Blessington.

Pete accedió. Las chicas llevaban pantalones cortos ajustados y camisetas de tirantes con el ombligo al aire; las cosas podrían haber sido peores.

Ruby montó en la cabina. J.D. Tippit y las chicas viajaron en la caja del camión. Se estaban formando nubes de lluvia; si descargaba una tormenta, las viajeras andaban listas.

Pete tomó carreteras de dos carriles en dirección al sur y conectó la radio para mantener callado a Ruby. Chuck apareció de la nada y los sobrevoló con una pasada a ras de árboles.

Las chicas aplaudieron. Chuck dejó caer un paquete de latas de cerveza y J.D. lo cogió. Desde el avión llovieron panfletos; Pete cogió uno en el aire. «Seis razones por las que Jesucristo estaba a favor del Klan», leyó. La razón número uno marcaba el tono del contenido: «porque los comunistas llenaron de flúor el mar Rojo».

Ruby contempló la escena. Tippit y las chicas apuraban las cervezas. Chuck se apartó de su plan de vuelo y bombardeó con papeles una iglesia de negros.

La señal de la radio se desvaneció. Ruby empezó a lamentarse.

—Santo no tiene la mejor memoria del mundo, desde luego. Santo me larga una décima parte de lo que le pido porque le fallan nueve décimas partes de la memoria. Santo no comprende las dificultades que pasé para llevarle esas chicas a La Habana. Seguro que el Barbas se lo estaba haciendo pasar mal, pero él no tenía encima a un federal chiflado de Chicago chupándole la sangre…

—¿Qué federal de Chicago es ése? —saltó Pete al oírlo.

—No sé cómo se llama. Sólo lo he visto una vez en carne y hueso, gracias a Alá.

—Descríbelo.

—Algo más de metro ochenta y unos cuarenta y seis o cuarenta y siete años. Gafas, cabello gris poco abundante y, en mi considerada opinión, amante de la botella, porque la única vez que lo vi el aliento le apestaba a whisky.

La carretera descendía. Pete pisó de pronto el freno y casi detuvo el camión.

—Dime cómo te chupaba la sangre.

—¿Por qué? Dame una buena razón por la que habría de compartir contigo este ultraje.

—Te daré mil dólares si me cuentas el asunto. Si la historia me gusta, te daré cuatro más.

Ruby contó con los dedos, de uno hasta cinco, media docena de veces.

Pete tableteó con las yemas de los dedos sobre el volante. El tableteo marcaba 1-2-3-4-5.

Ruby contó en silencio, moviendo sólo los labios: 1-2-3-4-5, 1-2-3-4-5.

Pete enseñó cinco dedos extendidos. Ruby los contó en voz alta.

—¿Cinco mil si te gusta?

—Exacto, Jack. Y mil si no me gusta.

—Corro un riesgo tremendo contándotelo…

—Entonces, no lo hagas.

Ruby acarició la medalla con la estrella de David que llevaba al cuello. Pete extendió una mano abierta sobre el salpicadero. Ruby besó la medalla y exhaló un profundo suspiro.

—En mayo pasado, ese jodido federal viene a verme a Dallas. Me suelta todas las amenazas imaginables y yo me las creo, porque veo que es un gentil fanático y chiflado que no tiene nada que perder. El tipo sabe que me he dedicado a los préstamos en Dallas y en Chicago y está al corriente de que envío a Sam Giancana a alguna gente que busca préstamos de cantidades grandes. Es eso lo que trae de cabeza al federal. Quiere seguir el rastro del dinero que presta bajo mano el fondo de pensiones del sindicato del Transporte.

Era Littell en su estado más puro: descarado y estúpido.

—Hace que lo llame una vez por semana a un teléfono público de Chicago. Me da unos cuantos dólares cuando le digo que estoy sin blanca. Él me obliga a hablarle de ese tipo del cine que conozco, Sid Kabikoff, que está interesado en ver a cierto prestamista, Sal D’Onofrio, el cual va a ponerlo en contacto con Momo para negociar un préstamo del fondo de pensiones. Ignoro qué sucedió después, pero leo en los periódicos de Chicago que los dos, Kabikoff y D’Onofrio, han aparecido asesinados, presuntamente «torturados», y que los casos están sin resolver. No soy ningún Einstein pero, en Chicago, «tortura» es sinónimo de Sam G. Y también estoy seguro de que Sam ignora que yo estuve involucrado; de lo contrario, ya me habría visitado. Y tampoco es preciso ser un Einstein para deducir que el federal chiflado estaba en el origen de todo este disparate.

Littell estaba operando fuera de la ley. Littell era el mejor amigo de Boyd. Lenny Sands trabajaba con Littell y con D’Onofrio. Ruby se quitó un pelo de perro de una pernera.

—¿Te parece que la historia vale los cinco mil?

Vio borrosa la carretera.

Pete estuvo a punto de arrollar a un caimán.

—¿Te ha vuelto a llamar el federal desde que Dal y Kabikoff aparecieron muertos?

—No, gracias a Alá. ¿Qué hay de mis cinco…?

—Los tendrás. Y te pagaré tres mil más si el tipo vuelve a llamarte y me lo cuentas. Y si terminas por ayudarme con él, te daré otros cinco mil.

Ruby parecía al borde de una apoplejía.

—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué coño te interesa hasta el punto de ofrecerme toda esa pasta?

Pete se limitó a sonreír.

—Que todo esto quede entre nosotros dos, ¿de acuerdo?

—Si quieres secreto, tendrás secreto. Soy uno de esos tipos reservados que saben mantener la boca cerrada.

Pete sacó su mágnum y condujo con las rodillas. Ruby sonrió: jo, jo, ¿qué significa eso? Pete abrió el tambor, sacó cinco balas, lo cerró de nuevo y lo hizo girar.

Ruby continuó sonriendo: jo, jo, ¡muchacho, eres demasiado! Pete le apuntó a la cabeza y disparó. La ley de las probabilidades, cinco contra una, se cumplió: el percutor fue a dar en una cámara vacía. Ruby se quedó pálido como una túnica del Klan.

—Pregunta por ahí —murmuró Pete—. A ver qué te cuenta de mí la gente.

Llegaron a Blessington al atardecer. Ruby y Tippit prepararon su espectáculo de bailarinas.

Pete llamó al aeropuerto de Midway y se hizo pasar por agente de policía. Un empleado confirmó la historia de Ruby: un tal Ward J. Littell había efectuado un vuelo de ida y vuelta a Dallas el 18 de mayo. Colgó y llamó al hotel Eden Roc. La chica de la centralita le dijo que Kemper Boyd «pasaba el día fuera». Pete le dejó un mensaje: «Esta noche, a las diez, en el salón Luau. Urgente.»

Boyd se lo tomó con calma.

—Sé que Ward andaba detrás del fondo de pensiones —indicó, como si el asunto no mereciera más comentarios.

Pete exhaló unos aros de humo. El tono de Boyd lo molestaba; no había recorrido ciento veinte kilómetros para asistir a una jodida exhibición de displicencia.

—No parece que te importe.

—Estoy un poco harto de Littell, pero no creo que haya nada de que preocuparse. ¿Tienes pensado divulgar tu fuente?

—No. Mi fuente no conoce la identidad de Littell y lo tengo bastante asustado.

Una lámpara tiki iluminaba la mesa. Boyd entraba y salía de la zona iluminada por aquel pequeño y extraño resplandor.

—No veo en qué te afecta este asunto, Pete.

—Afecta a Jimmy Hoffa. Está vinculado con nosotros en el tema cubano y, además, Jimmy es el jodido fondo de pensiones en persona.

Boyd tamborileó con los dedos sobre la mesa.

—Littell está concentrado en la relación entre la mafia de Chicago y el fondo de pensiones. Eso no afecta a nuestro trabajo cubano y no creo que Hoffa se merezca que lo avisemos. Y no quiero que comentes el tema con Lenny Sands. No está al corriente de nada y no es preciso que le crees preocupaciones.

Era Boyd en estado puro: el eterno recurso a la «necesidad de conocer».

—No se merece que lo avisemos, pero que quede clara una cosa: Jimmy me contrató para eliminar a Anton Gretzler y no quiero que Littell me fría por ello. Ya me tiene identificado como autor del trabajo, y está loco por anunciarlo públicamente, tanto si le gusta al señor Hoover como si no.

Boyd agitó la varilla del martini.

—También liquidaste a Roland Kirpaski, ¿no?

—No. A ése se lo cargó Jimmy en persona.

Boyd soltó un silbido… de lo más improvisado.

Pete lo miró cara a cara.

—Le das demasiada cancha a Littell. Le haces concesiones que no deberías, joder.

—Mira, Pete, los dos hemos perdido hermanos. Dejémoslo así.

No añadió nada más. A veces, Boyd hablaba en aquellos términos tan misteriosos. Pete se echó hacia atrás en su asiento.

—¿Tienes bien vigilado a Littell? ¿Lo tienes sujeto de una correa lo bastante firme?

—No he tenido contacto con él desde hace meses. He querido distanciarme de él y del señor Hoover.

—¿Por qué?

—Por mero instinto.

—¿Instinto de supervivencia?

—De pertenencia, más bien. Uno se distancia de cierta gente y se siente próxima a los que tiene alrededor.

—¿Como los Kennedy?

—Sí.

—Apenas te he visto desde que Jack entró en la carrera —asintió Pete con una carcajada.

—Y no volverás a verme hasta después de las elecciones. Stanton sabe que no puedo andar repartiendo mi tiempo.

—Debería saberlo. Él te contrató para que te acercases a los Kennedy.

—Y no lo lamentará.

—Yo tampoco. Así podré dirigir el grupo de elite yo solo.

—¿Podrás encargarte de todo? —dijo Kemper.

—Eso es como preguntar si un negro sabe bailar.

—Está bien, no he dicho nada.

Pete tomó un sorbo de su jarra. La cerveza había perdido la espuma porque había olvidado que la había pedido.

—Has dicho «elecciones» como si pensaras que el trabajo se prolongará hasta noviembre.

—Tengo una razonable confianza en que así sea. Jack está por delante en New Hampshire y en Wisconsin y creo que, si pasamos con bien la prueba de Virginia Oeste, llegará hasta el final.

—Entonces, espero que sea anticastrista —apuntó Pete.

—Lo es. No es tan hablador como Richard Nixon, pero en cambio éste es un cazarrojos desde antiguo.

—Jack, Presidente. ¡Dios Santo!

Boyd hizo una señal a un camarero. Enseguida llegó a la mesa otro martini.

—Es una cuestión de seducción, Pete. Jack llevará al país hasta un rincón para envolverlo con su encanto, como hace con las mujeres. Cuando el país vea que se trata de elegir entre Jack y Dick Nixon, ese viejo estirado, ¿con quién crees que preferirá meterse entre las sábanas?

—¡Viva la causa! —Pete levantó su cerveza—. ¡Viva Jack «Espalda Jodida»!

Hicieron chocar los vasos.

—Dará su apoyo a la causa, ya lo verás —aseguró Boyd—. Y si la invasión se produce, queremos estar en su administración.

—Eso no me preocupa. —Pete encendió un cigarrillo—. Aparte de Littell, sólo hay una cosa que me inquieta.

—Te preocupa que la Agencia en general descubra el asunto de nuestro grupo de elite.

—Exacto.

—Pues yo quiero que lo descubran —declaró Boyd—. De hecho, me propongo informarles en algún momento, antes de noviembre. Es inevitable que lo descubran y, cuando lo hagan, mi relación con los Kennedy me hará demasiado valioso como para prescindir de mí. El grupo habrá reclutado demasiados hombres de primera categoría y habrá hecho demasiado dinero y, por lo que se refiere a la moralidad, ¿qué valoración merece la venta de heroína entre negros cuando se compara con la invasión ilegal de una isla?

Más Boyd añejo: «autofinanciación», «autonomía»…

—Y no te preocupes por Littell. Está tratando de reunir pruebas para enviárselas a Bobby Kennedy, pero yo controlo toda la información que llega al hermano pequeño y no dejaré que Littell te cause el menor perjuicio, ni que perjudique a Jimmy por la muerte de Kirpaski ni por ningún otro asunto relacionado contigo o con la causa. Pero tarde o temprano Bobby causará la caída de Hoffa y no quiero que te veas envuelto en eso.

Pete notó que la cabeza le daba vueltas.

—No puedo discutir nada de lo que dices. Pero ahora tengo acceso hasta Littell y, si creo que tu chico necesita llevarse un susto, te aseguro que se lo voy a dar.

—Y yo no me opongo. Puedes hacer lo que consideres necesario, siempre y cuando no lo mates.

Se estrecharon la mano y Boyd murmuró:

Les gents que l’on comprend, ce sont eux que l’on domine.

»En français, Pierre, souviens-toi: Aquellos a quienes comprendemos son aquellos a quienes dominamos.

41

(Nueva York / Hyannis Port / New Hampshire / Wisconsin / Illinois / Virginia Oeste, 4/2/60 - 4/5/60)

El día de Navidad tuvo la certeza. Desde entonces, cada día que pasó no hizo sino confirmarla.

Jack guardó el anillo de Laura. Kemper se llevó el broche de esmeraldas de Jackie. El coche no quiso ponerse en marcha y uno de los chóferes de los Kennedy se ocupó de buscar la causa. Mientras, él cruzó el recinto a grandes zancadas y descubrió a Jack en plena transformación.

Estaba en la playa, a solas, y ensayaba su figura pública a voz en cuello.

Kemper se mantuvo a cubierto y lo observó.

Jack pasó de tener una estatura ligeramente destacable a ser un hombre decididamente alto. Su voz era menos ronca y más resonante. Sus gestos, terminantes como estocadas, acertaban en un blanco que hasta entonces siempre había errado.

Jack se echó a reír. Jack ladeó la cabeza para escuchar. Jack resumió magistralmente los temas de Rusia, los derechos humanos, la carrera espacial, Cuba, el catolicismo, su manifiesta juventud y la figura de Richard Nixon como un reaccionario dado al engaño y poco trabajador, incapaz de dirigir la mayor superpotencia de la Tierra en tiempos tan peligrosos.

Tenía el aspecto de un héroe. El hecho de reclamar la atención general sacaba toda la fortaleza que llevaba dentro. Siempre era patente su aplomo. Y había sabido retrasar su aparición hasta que ésta pudo proporcionarle el mundo.

Jack sabía que ganaría. Kemper sabía que el senador encarnaría la grandeza con la fuerza de un enigma que cobraba forma. Esta nueva libertad haría que la gente lo adorase.

A Laura le encantó el broche.

Jack ganó en New Hampshire y en Wisconsin.

Jimmy Hoffa visitó ambos estados pueblo a pueblo. Jimmy movilizó a sus camioneros y apareció en la televisión nacional. Jimmy puso de manifiesto su locura cada vez que abría la boca.

Kemper movilizó la réplica. Piquetes favorables a Jack se enfrentaron a piquetes de transportistas. Los manifestantes pro Jack tenían buenas voces y eran buenos recitadores de consignas.

El libro de Bobby entró en la lista de los más vendidos. Kemper distribuyó ejemplares gratis en los locales sindicales. Cuatro meses después, la opinión unánime era que Jimmy Hoffa estaba anulado.

Jack era fascinadoramente atractivo. Hoffa era desastrado y estaba abotargado. Todas sus intervenciones contra Kennedy llevaban una nota al pie: «en la actualidad, bajo investigación por fraude inmobiliario».

La gente adoraba a Jack. La gente quería tocarlo. Kemper dejó que la gente se acercara saltándose las medidas de seguridad.

Kemper dejó que los fotógrafos se acercaran. Quería que la gente pensara que la actitud divertida de Jack era, en realidad, amor correspondido.

Se llevaron Nebraska sin oposición. Las primarias de Virginia Oeste eran seis días después; allí, Jack debería desbancar a Hubert Humphrey y dejarlo fuera de la carrera por la nominación.

Frank Sinatra embelesaba con sus baladas a los votantes palurdos. Un actor de reparto muerto de hambre compuso un pegadizo Himno a Jack. Los locutores sobornados lo hacían sonar constantemente.

Laura llamó a Sinatra «un pequeño pene con una gran voz».

El ascenso de Jack la enfurecía. Ella llevaba su sangre y era una proscrita. Kemper Boyd era un extraño al que se había concedido la condición de miembro del círculo familiar. Él la llamaba cada noche desde donde estuviera. Laura consideraba aquel contacto como una mera formalidad.

Kemper sabía que ella echaba en falta a Lenny Sands. Laura ignoraba que él había prohibido a Lenny cualquier comunicación.

Lenny había cambiado su número de teléfono de Chicago y, por tanto, Laura no podía llamarlo. Kemper sometió a revisión sus facturas de teléfono y pudo confirmar que Lenny no la había llamado.

Bobby se acordó de Lenny, el «instructor de voz». Algunos miembros del equipo determinaron la conveniencia de un cursillo de refresco, e invitaron a Lenny a New Hampshire.

Jack llamó a Kemper y le «presentó» a Lenny. Éste mantuvo la comedia y no mostró un átomo de rencor o de miedo.

Lenny trabajó la voz de Jack hasta ponerla en plena forma. Bobby lo incluyó en la nómina de Wisconsin como encargado de reunir grupos de asistentes. Lenny consiguió reunir grandes multitudes con un presupuesto bajísimo. Bobby quedó encantado.

Claire pasaba casi todos los fines de semana con Laura. Según ella, la medio hermana de Jack era una partidaria acérrima de Nixon. Igual que el señor Hoover.

Kemper habló con él a mediados de febrero. Fue el señor Hoover quien hizo la llamada.

—¡Vaya, cuánto tiempo ha pasado! —exclamó en un tono absolutamente insincero.

Kemper le garantizó de nuevo su fidelidad y expuso en detalle las sospechas de Joe Kennedy respecto a él.

—Me encargaré de montar un expediente para confirmar tus explicaciones —dijo Hoover tras escucharlo—. Haremos que parezca que todos tus viajes a Florida han sido únicamente por encargo mío. Te señalaré como el principal agente del FBI infiltrado en los grupos procastristas.

Kemper le suministró datos clave de Florida. Hoover le envió falsos itinerarios para que los memorizara.

Hoover no mencionó en ningún momento la campaña. Kemper se dio cuenta de que presentía la victoria de Kennedy. Hoover no mencionó los líos de faldas de Jack, ni sugirió intervenir las comunicaciones de alguna prostituta. Ni siquiera preguntó la razón de que Kemper Boyd hubiera permanecido tanto tiempo sin contacto.

Kemper no quiso organizar otra encerrona sexual para presionar a Jack. Quería conservar un compartimento de firme lealtad.

¿Chulo extorsionador? No. ¿Chulo proveedor? Desde luego que sí.

Le proporcionó a Jack una chica cada noche. Llamó a sus contactos en la brigada local contra el vicio para que le dieran nombres… y cacheó a fondo a todas las chicas que se acostaban con Jack.

Las chicas adoraban a Jack.

Y el agente especial Ward Littell, también.

Llevaban seis meses sin hablarse cuando Ward apareció en el gran mitin de Jack en Milwaukee. El antiguo Fantasma de Chicago, convertido en el nuevo Espectro de Chicago.

Tenía un aspecto frágil y desaliñado. No se correspondía en nada a la imagen tópica de un agente secreto.

Ward se negó a comentar rumores sobre la mafia y a hablar de la estrategia del fondo de pensiones. También rechazó hablar del homicidio de D’Onofrio.

Reconoció que estaba descuidando su misión en la brigada Antirrojos y que había iniciado una amistad con un izquierdista al que estaba siguiendo.

La campaña de Jack Kennedy lo tenía entusiasmado. Lucía insignias del candidato y montó una escena cuando Leahy, el jefe de Agentes Especiales, le dijo que dejara de llevarlas.

La cruzada de Littell contra la mafia había expirado. Ahora, el señor Hoover no podía tocarlos; la connivencia Boyd/Littell quedaba sin efecto ni valor.

Kemper le dijo a Bobby que el Fantasma seguía en contacto. Bobby le respondió que no lo molestara con minucias.

Littell estaba decidido a jubilarse en el plazo de ocho meses. Su sueño de borracho era conseguir un nombramiento de Kennedy. Ward adora a Jack.

New Hampshire adora a Jack.

Wisconsin adora a Jack.

Virginia Oeste tenía su corazón disponible. El condado de Greenbrier era crucial para la votación y estaba completamente dominado por la mafia.

Decidió no pedir ayuda a los muchachos. ¿Por qué poner a Jack en deuda con unos tipos a los que Bobby detestaba?

Norteamérica ama a Jack.

Sinatra es quien mejor lo expresaba: «¡Esa vieja magia de Jack me tiene hechizado!»