(Miami, 4/2/59)
La embarcación se retrasaba.
Los agentes del cuerpo de Aduanas llenaban el muelle. El ministerio de Salud Pública había instalado una tienda de campaña en el aparcamiento situado detrás.
Los refugiados serían sometidos a análisis de sangre y a exámenes por rayos X. Los afectados de enfermedades contagiosas serían enviados a un hospital del estado en las afueras de Pensacola.
Stanton repasó la lista de pasajeros.
—Nos la ha filtrado uno de nuestros contactos en la isla. Todos los deportados son varones.
Las olas batían los pilones. Guy Banister les arrojó la colilla del cigarrillo.
—Lo cual significa que son maleantes. Bajo la calificación de «indeseables políticos», Castro se está librando de meros delincuentes comunes.
El muelle estaba flanqueado de puestos de interrogatorio. Tras ellos se habían desplegado tiradores de la Patrulla de Fronteras con órdenes de disparar a matar al primer asomo de problemas.
Kemper estaba en primera línea del muelle. Las olas rompían con fuerza y la espuma le salpicó las perneras de los pantalones.
Su misión concreta era entrevistarse con Teófilo Páez, ex jefe de seguridad de la United Fruit Company. Un informe de la CIA se refería a la United Fruit en los siguientes términos: «Es la empresa norteamericana más antigua, más grande y más provechosa de Cuba, y la que proporciona más puestos de trabajo a obreros cubanos no especializados o semiespecializados. Desde hace muchos años, es un bastión del anticomunismo cubano. Los agentes de seguridad cubanos al servicio de la compañía han efectuado una eficaz labor de reclutamiento de jóvenes anticomunistas dispuestos a infiltrarse en los grupos de obreros izquierdistas y en las instituciones educativas de Cuba.»
Banister y Stanton contemplaron el perfil de los rascacielos de la ciudad. Kemper avanzó un paso y dejó que la brisa le agitara los cabellos.
Llevaba diez días como agente contratado: dos reuniones en Langley y aquello. También llevaba diez días con Laura Hughes: el puente aéreo de La Guardia facilitaba las citas.
Laura se sentía con derecho. Laura se volvía loca cuando la acariciaba. Laura hacía comentarios ingeniosos y tocaba Chopin con brío.
Laura era una Kennedy. Contaba historias de los Kennedy con gran entusiasmo. Kemper ocultó tales historias al señor Hoover.
Era casi una especie de lealtad. Resultaba casi conmovedor… y lo comprometía ante el señor Hoover.
Kemper necesitaba a Hoover. Continuaba enviándole informes por teléfono, pero se ceñía a lo relacionado con el comité McClellan.
Tomó una suite en el hotel St. Regis, no lejos del apartamento de Laura. El alquiler mensual era brutal.
Manhattan se le metía a uno en la sangre. Sus tres pagas sumaban cincuenta y nueve mil dólares al año, en absoluto suficientes para mantener el nivel de vida que deseaba.
Bobby lo mantenía ocupado con el aburrido papeleo del comité. Jack había insinuado que la familia quizá tuviera un trabajo para él cuando se cerrara el comité. Muy probablemente, el empleo que le ofrecieran sería el de jefe de seguridad de la campaña.
A Jack le gustaba tenerlo a su lado. Bobby seguía sintiendo una vaga desconfianza hacia él.
Bobby no estaba accesible, y Ward Littell lo supo.
Hablaba con Ward dos veces por semana. Ward insistía en hablar demasiado de su nuevo soplón, un prestamista y corredor de apuestas llamado Sal D’Onofrio.
Ward, cauto, decía que tenía acogotado a Sal el Loco. También habló, irritado, de que Lenny Sands trabajaba ahora para Pete Bondurant.
Ward estaba furioso; sabía que esto último era cosa de Kemper.
Ward le enviaba informes confidenciales. Kemper los corregía para eliminar las ilegalidades cometidas por Littell y los enviaba a Bobby Kennedy. Bobby sólo conocía a Littell como «el Fantasma». Bobby rezaba por él y admiraba su valor.
Por fortuna, tal valor estaba matizado de discreción. Por fortuna, el muchacho de la camilla del depósito de cadáveres le había enseñado a Ward unas cuantas cosas.
Ward era moldeable y estaba dispuesto a escuchar. Ward era otro huérfano que había crecido en internados de jesuitas.
Ward tenía buena intuición. Y estaba seguro de que aquellos libros contables «alternativos» del fondo de pensiones existían realmente.
Lenny Sands creía que los libros eran administrados por un hombre de la mafia. Y había oído que se pagaba una comisión a quien llevaba solicitantes de préstamos que proporcionaban grandes beneficios.
Littell podía estar tras un montón de pasta. Dinero a lo grande. Era un dato que sería mejor ocultar a Bobby.
Se lo ocultó. Eliminó cualquier referencia a los fondos de los informes del Fantasma.
Pese a su entusiasmo, Littell era maleable. El gran interrogante era si podría ocultarse a Hoover su trabajo encubierto.
Una manchita oscura apareció en el agua. Banister se llevó unos prismáticos a los ojos.
—No parece gente muy recomendable. Hay una partida de dados en la parte de popa de la barcaza.
Los hombres de Aduanas ocuparon el muelle. Llevaban revólveres, porras y esposas. Stanton enseñó una foto a Kemper.
—Éste es Páez. Lo cogeremos inmediatamente, para que los de Aduanas no puedan reclamarlo.
Páez se parecía a Xavier Cugat, pero en flaco.
—Acabo de verlo —dijo Banister—. Está en proa y va lleno de heridas y magulladuras.
Stanton frunció el entrecejo.
—Castro odia a la United Fruit —murmuró—. Nuestra sección de propaganda recogió un polémico escrito suyo sobre la compañía, hace nueve meses. Fue uno de los primeros indicios de que podía ser un comunista.
Las olas coronadas de espuma ayudaron a impulsar la barcaza. Los ocupantes se agarraban y se pegaban por ser los primeros en desembarcar. Kemper quitó el seguro de su arma.
—¿Dónde vamos a concentrar a esa gente? —preguntó.
—La Agencia tiene un motel en Boynton Beach —Banister señaló hacia el norte—. Han tramado una falsa historia de fumigaciones y han expulsado a todos los residentes. Meteremos a esos tipos en las habitaciones, de seis en seis, y veremos a quién podemos utilizar.
Los refugiados lanzaban vítores y agitaban banderitas. Teo Páez estaba agazapado, como si pensara iniciar un sprint.
—¡Todos preparados! —gritó el jefe de Aduanas.
La barcaza tocó el muelle. Páez saltó. Kemper y Stanton lo agarraron y lo inmovilizaron. Después, lo levantaron del suelo y echaron a correr con él. Banister explicó la intromisión.
—¡Custodia de la CIA! ¡Éste es nuestro!
Los tiradores hicieron disparos de advertencia. Los refugiados se agacharon y se pusieron a cubierto. Los agentes de Aduanas pescaron la barcaza y la amarraron a los pilotes.
Kemper condujo a Páez entre la multitud. Stanton se adelantó y abrió la puerta de uno de los compartimentos para interrogatorio.
—¡Hay un muerto a bordo! —gritó una voz.
Llevaron dentro a su hombre. Banister cerró la puerta. Páez se desplomó y cubrió el suelo de besos. Al hacerlo, se le cayó de los bolsillos un puñado de habanos. Banister cogió uno y olió el envoltorio.
Stanton recuperó el aliento.
—Bienvenido a Estados Unidos, señor Páez. Hemos oído cosas muy buenas de usted y nos alegramos mucho de tenerlo aquí.
Kemper entreabrió una ventana. El muerto era retirado en una camilla, cosido a puñaladas de pies a cabeza. Los agentes de Aduanas pusieron en fila a los exiliados; cincuenta hombres, más o menos.
Banister instaló su grabadora sobre una mesa.
—¿Se ha producido una muerte en la barcaza?
—No. Ha sido una ejecución política. —Páez se derrumbó en una silla—. Sospechamos que ese tipo venía deportado para actuar como espía antiamericano. Lo interrogamos y reconoció que era cierto. Entonces, actuamos en consecuencia.
Kemper tomó asiento.
—Habla usted un inglés excelente, Teo.
—Hablo ese inglés lento y exageradamente formal de quien lo ha aprendido por sí mismo, trabajosamente. Los que lo hablan como lengua materna me dicen que a veces resulta graciosa mi manera de mutilar su idioma y de utilizar palabras inadecuadas.
Stanton también acercó una silla.
—¿Le importaría hablar con nosotros ahora? Tenemos preparado para usted un bonito apartamento y el señor Boyd lo conducirá allí dentro de poco.
—Estoy a su disposición —asintió Páez.
—Excelente. Por cierto, me llamo John Stanton y éstos son mis colegas, Kemper Boyd y Guy Banister.
Páez estrechó la mano a los tres. Banister guardó el resto de los habanos y puso en marcha la grabadora.
—¿Le traemos algo antes de empezar?
—No. Me gustaría que mi primera comida en Estados Unidos fuera un bocadillo en el Wolfie’s Delicatessen de Miami Beach.
Kemper sonrió. Banister se rió abiertamente.
—Teo, ¿Fidel Castro es comunista? —preguntó Stanton.
—Sí. Indudablemente —respondió Páez—. Es comunista de pensamiento y de práctica y mi antigua red de informadores estudiantiles me ha informado de que recientemente, en varias ocasiones, han llegado a La Habana, ya cerrada la noche, diversos aeroplanos que transportaban diplomáticos rusos. Mi amigo Wilfredo Olmos Delsol, que estaba en la barcaza conmigo, ha memorizado los números de los vuelos.
Banister encendió un cigarrillo.
—Che Guevara es rojo desde hace mucho.
—Sí. Y el hermano de Fidel, Raúl, es otro cerdo comunista. Además, es un hipócrita. Mi amigo Tomás Obregón dice que Raúl está vendiendo heroína confiscada a drogadictos ricos y, al mismo tiempo, babea retórica comunista.
Kemper estudió la lista de custodia.
—Tomás Obregón venía con usted en la barcaza —señaló.
—Sí.
—¿Cómo es que tenía información sobre el tráfico de heroína en Cuba?
—Porque él también estaba metido en el tráfico, señor Boyd. Mis compañeros de travesía son en su mayoría delincuentes habituales. Fidel quería librarse de ellos y los ha enviado a Estados Unidos con la esperanza de que ejerzan sus oficios en estas costas. Lo que no ha sabido ver es que el comunismo es un delito mayor que la venta de drogas, el robo o el asesinato, y que incluso los delincuentes pueden sentir el deseo patriótico de recuperar su patria.
Stanton se meció hacia atrás en la silla.
—Hemos oído que Castro se ha apoderado de los hoteles y casinos de la mafia —comentó.
—Es cierto. Fidel lo llama «nacionalización». Le ha quitado los casinos y millones de dólares a la mafia. Tomás Obregón me ha contado que el ilustre gángster norteamericano, Santo Trafficante Jr., está ahora mismo detenido en el hotel Nacional.
—Castro tiene ganas de morir, el muy gilipollas. ¡Está jodiendo a la vez al gobierno de Estados Unidos y a la mafia!
—No existe ninguna mafia, Guy. Por lo menos, es lo que dice siempre el señor Hoover.
—Kemper, hasta el mismísimo Dios puede cometer errores.
—Ya basta de ese tema —intervino Stanton—. Teo, ¿cuál es la situación de los ciudadanos norteamericanos que aún permanecen en Cuba?
Páez se rascó la cabeza y se desperezó.
—Fidel quiere parecer humano. Mima a los norteamericanos influyentes que aún siguen en la isla y sólo les permite ver las supuestas bondades que la revolución ha conseguido. Los va a soltar poco a poco para que regresen a Estados Unidos como tontos útiles para la difusión de propaganda comunista. Y, mientras tanto, Fidel ya ha quemado muchos de los campos de caña de azúcar de mi querida United Fruit y ha torturado y matado a muchos de mis informadores estudiantes, bajo la acusación de que son espías de la «imperialista y fascista» United.
Stanton consultó el reloj.
—Guy, lleva a Teo a pasar la revisión médica —ordenó—. Teo, vaya con el señor Banister. El señor Boyd lo conducirá a Miami dentro de unos momentos.
Banister condujo a Páez al exterior. Kemper los siguió con la vista mientras se encaminaban a la dependencia de rayos X. Stanton cerró la puerta.
—Deshágase del muerto en alguna parte, Kemper. Yo interrogaré a todo el personal que lo ha visto. Y no comente nada del escondite de Guy; puede resultar explosivo.
—Algo he oído. Se rumorea que fue superintendente ayudante de la policía de Nueva Orleans durante unos diez minutos, hasta que se emborrachó y disparó su arma en un restaurante lleno de gente.
—Y también se rumorea —añadió Stanton con una gran sonrisa— que usted traficó con unos cuantos Corvettes robados, en sus tiempos.
—Touché. Y, ya que me ha salido eso en francés, ¿qué opina de la donación de armas de Pete Bondurant?
—Me ha impresionado. Pensamos hacer una oferta a Pete y voy a plantear el tema la próxima vez que hable con el director adjunto.
—Pete es un tipo muy indicado —dijo Kemper—. Es experto en mantener a raya a los camorristas.
—Sí que lo es. Jimmy Hoffa lo utiliza con este propósito en ese negocio de los taxis. Continúe, Kemper. Veo que le ha estado dando vueltas al asunto.
Kemper desconectó el magnetófono.
—John, descubrirá usted que un porcentaje apreciable de esos hombres de ahí fuera son psicópatas incontrolables. Puede que su idea de adoctrinarlos y prepararlos como posibles guerrilleros contra Castro no dé resultado. Si los aloja con familias de inmigrantes cubanos establecidos y les encuentra trabajo, según su plan actual, descubrirá que recuperan sus anteriores tendencias delictivas tan pronto se les pase la novedad de encontrarse en el país.
—Lo que usted dice es que deberíamos escogerlos con más cuidado.
—No; lo que digo es que debería escogerlos yo. Lo que digo es que debemos prolongar el periodo de detención en el motel de la Agencia y que debo ser yo quien tome la última decisión sobre quién reclutamos y quién no.
—¿Puedo preguntar qué le hace sentirse calificado para ello? —preguntó Stanton con una carcajada.
Kemper fue contando sus razones con los dedos:
—He trabajado nueve años como agente encubierto. Conozco a los delincuentes y me gustan. He estado infiltrado en los círculos de ladrones de coches, he detenido a los cabecillas y he trabajado con la Fiscalía General en la preparación de los juicios. Comprendo la necesidad que tienen algunos delincuentes a la hora de aceptar la autoridad. Mire, John, he estado tan cerca de algunos de esos ladrones de coches que muchos insistieron en que sólo harían una confesión delante de mí, el agente que los había traicionado y detenido.
Stanton soltó un silbido, algo bastante impropio de él.
—¿Habla de ampliar sus responsabilidades y permanecer con los hombres que seleccione, como oficial de campo? Me parece una propuesta bastante poco realista, dadas sus demás obligaciones.
—¡No! —Kemper descargó una palmada sobre la mesa—. A quien recomiendo vivamente para ese puesto es a Pete Bondurant. Lo que digo es que un contingente de criminales endurecidos, adecuadamente adoctrinados y supervisados, podría ser muy eficaz. Supongamos que el problema de Castro se extiende. Creo que, incluso en estos primeros momentos, parece acertado suponer que la Agencia tendrá un gran número de futuros refugiados y de cubanos emigrados legalmente entre los cuales escoger. Hagamos de este primer contingente un grupo de elite. Es nuestro, John. Que sea el mejor.
Stanton se dio unos golpecitos en la barbilla con las yemas de los dedos antes de responder.
—El señor Dulles estaba dispuesto a solicitar permisos de residencia para todos los hombres. Estaría encantado de saber que estamos siendo tan selectivos desde el principio. No le gusta nada pedir favores al INS.
Kemper levantó una mano.
—No deporte a los hombres que rechacemos. Banister conoce a algunos cubanos en Nueva Orleans, ¿verdad?
—Sí. Allí hay una numerosa comunidad pro Batista.
—Entonces, que Guy se quede los hombres que no queramos. Que encuentren trabajo o que dejen de encontrarlo, y que ellos mismos se ocupen de solicitar visados en Luisiana.
—¿Cuántos hombres calcula usted que cumplirán los requisitos? —Stanton parecía impaciente.
—No tengo idea.
—El señor Dulles ha aprobado la compra de unos terrenos baratos en el sur de Florida para establecer nuestro primer campamento de instrucción. Creo que podría convencerlo para mantener pequeño y limitado nuestro contingente permanente, si usted cree que los hombres que seleccione podrían también ser instructores de los que lleguen en el futuro, antes de que los dispersemos por los demás campamentos que, estoy seguro, se irán estableciendo.
—Incluiré la capacidad para actuar como instructor en mis criterios para la selección —accedió Kemper—. ¿Dónde están esos terrenos?
—En la costa, a las afueras de un pueblo llamado Blessington.
—¿Está cerca de Miami?
—Sí. ¿Por qué?
—Pensaba en el local de la compañía de taxis como centro de reclutamiento.
A Stanton la idea le resultó casi molesta, irritante.
—Dejando aparte las connotaciones gangsteriles, creo que podemos utilizar ese local de la Tiger Kab. Chuck Rogers ya está trabajando allí, de modo que tenemos un contacto.
—John… —murmuró Kemper, con mucha suavidad.
Stanton puso expresión de absoluto embeleso.
—La respuesta a todas sus sugerencias es que sí, siempre que dé su aprobación el director adjunto. Y bravo, Kemper. Está usted cumpliendo de largo con mis expectativas.
—Gracias —Kemper se puso en pie e hizo una reverencia—. Y creo que conseguiremos que Castro lamente el día en que dejó zarpar esa barcaza.
—Que Dios te oiga. Y, por cierto, ¿qué cree que diría su amigo Jack de nuestra pequeña barca de la libertad?
—Jack diría: «¿Dónde están las mujeres?» —respondió Kemper con una carcajada.
Páez hablaba por los codos. Kemper bajó el cristal de la ventanilla buscando alivio.
Llegaron a Miami en plena hora punta. Páez seguía parloteando. Kemper, impaciente, hizo tamborilear los dedos sobre el salpicadero del coche e intentó recordar su conversación con Stanton.
«… y mi patrón en la United era el señor Thomas Gordean. Le gustaban las chicas hasta que su afición por el bourbon añejo I.W. Harper lo dejó incapacitado. La mayoría de los directivos de la United se marchó cuando Castro tomó el poder, pero el señor Gordean se ha quedado. Ahora aún bebe más que antes. Tiene varios miles de acciones de la compañía y se niega a marcharse. Ha sobornado a unos milicianos para que sean sus guardaespaldas privados y ya empieza a soltar esa palabrería comunista. Tengo el profundo temor de que el señor Gordean se haga tan comunista como el Fidel que yo apreciaba hace mucho tiempo. Temo que se convierta en un instrumento de propaganda y…»
Acciones…
Thomas Gordean…
Una bombilla se encendió de improviso y casi lo deslumbró. Kemper estuvo a punto de salirse de la carretera.
DOCUMENTO ANEXO: 10/2/59. Informe del corresponsal de Hush-Hush: Lenny Sands a Pete Bondurant.
Pete:
Le cuento una historia que me ha llegado. 1.— Mickey Cohen está persiguiendo migajas. Tiene dos matones (George Piscatelli & Sam Lo Cigno) dedicados, quizás, a montar una red de extorsiones de índole sexual. Esto lo he sabido por Dick Contino, que está en Chicago para una velada de acordeón. A Mickey se le ocurrió esa idea cuando leyó las cartas de amor de Lana Turner a Johnny Stompanato, después de que la hija de Lana se cargara a Johnny. Johnny se dedicaba a follarse viudas ricas y hacía que algún cámara en paro lo filmase. Mickey se ha hecho con algunas secuencias escogidas de esas películas. Dígale al señor Hughes que las vende por tres de los grandes.
Saludos,
Lenny
DOCUMENTO ANEXO: 24/2/59. Informe del corresponsal de Hush-Hush: Lenny Sands a Pete Bondurant.
Pete:
He estado de viaje con el grupo organizado de Sal D’Onofrio. He aquí algunos chismes sin importancia. 1) Todas las camareras del turno de medianoche en el Dunes Hotel de Las Vegas son prostitutas. Atendieron al equipo del Servicio Secreto del presidente Eisenhower cuando Ike hizo su discurso ante el Legislativo del Estado de Nevada. 2) Rock Hudson está liado con el maître del restaurante del Cal-Neva. 3) Lenny Bruce está colgado del Dilaudid. La policía del condado de Los Ángeles tiene toda una unidad prevenida para capturarlo la próxima vez que aparezca por el Strip. 4) Freddy Otash le facilitó un aborto a Jayne Mansfield. El papá era un lavaplatos negro con palmo y medio de rabo. Peter Lawford sacó fotos del tipo mientras se lo meneaba. Le compré una a Freddy O. Se la mandaré para que la haga llegar al señor Hughes. 5) Bing Crosby está desintoxicándose en un retiro de la iglesia Católica para curas y monjas alcohólicos, a las afueras de 29 Palms. El cardenal Spellman lo fue a visitar. Cogieron una borrachera y se largaron en coche a Los Ángeles, completamente bebidos. Spellman echó fuera de la carretera un coche lleno de espaldas mojadas y envió a tres de ellos al hospital. Bing compró su silencio con unas fotos autografiadas y un puñado de cientos de dólares. Spellman voló de regreso a Nueva York con el delirium tremens. Bing se quedó en Los Ángeles el tiempo suficiente para darle una paliza a su esposa y luego volvió al secadero de beodos.
Saludos,
Lenny
DOCUMENTO ANEXO: 4/3/59. Nota personal: J. Edgar Hoover a Howard Hughes.
Apreciado Howard:
Se me ha ocurrido escribirle un par de líneas para comentarle cuánto ha mejorado Hush-Hush, en mi opinión, desde que el señor Bondurant contrató a su nuevo corresponsal. ¡Ese individuo sería un magnífico agente del FBI! ¡No sabe con qué impaciencia espero los informes completos que usted me envía! Si quiere usted apresurar su envío, diga al señor Bondurant que se ponga en contacto con el agente especial Rice, de la oficina de Los Ángeles.
Muchas gracias, también, por la película casera de Stompanato y por la foto de ese negro prodigiosamente dotado. Hombre prevenido vale por dos: uno tiene que conocer a su enemigo para poder combatirlo.
Mis mejores deseos,
Edgar
DOCUMENTO ANEXO: 19/3/59. Carta personal: Kemper Boyd a J. Edgar Hoover. Marcada: EXTREMADAMENTE CONFIDENCIAL.
Señor:
Siguiendo nuestra conversación anterior, le envío información de interés sobre la familia Kennedy obtenida de Laura (Swanson) Hughes.
Después de establecer una amistad casual con la señorita Hughes, he conseguido cierto grado de confianza por su parte. Mi relación con los Kennedy me proporciona credibilidad, y la señorita Hughes quedó impresionada por el hecho de que dedujese el secreto de su parentesco sin haber comentado el tema con miembros de la familia Kennedy o con sus otras amistades bien informadas.
A Laura Hughes le encanta hablar de la familia, pero apenas se refiere de pasada a John, Robert, Edward, Rose y las hermanas. Reserva casi todo su rencor para el padre, Joseph P. Kennedy; menciona sus vínculos con el gángster de Boston, Raymond L.S. Patriarca, y con un «financiero y contrabandista de licores» de Chicago ya retirado, llamado Jules Schiffrin, al tiempo que se complace en contar anécdotas de la rivalidad comercial del señor Kennedy con Howard Hughes. (La señorita adoptó el apellido «Hughes» al cumplir los dieciocho años, reemplazando el «Johnson» que proponían los Kennedy y la Swanson, en un intento de sonrojar a su padre, uno de los enemigos más feroces de Howard Hughes.)
La señorita Hughes afirma que los vínculos de Joseph P. Kennedy con los gángsters son considerablemente más profundos que esa etiqueta de «contrabandista de licores» que le ha adjudicado la prensa en referencia a su próspero negocio de importación de whisky escocés antes de la Prohibición. No puede mencionar detalles concretos de los gángsters, ni recordar incidentes que haya presenciado o conocido de segunda mano, pero sigue rotundamente convencida de que Joseph P. Kennedy tiene «profundas conexiones gangsteriles».
Continuaré mi amistad con la señorita Hughes y seguiré informando de todos los datos de interés sobre la familia Kennedy.
Respetuosamente,
Kemper Boyd
DOCUMENTO ANEXO: 21/4/59. Informe resumen: agente especial Ward J. Littell a Kemper Boyd. «Para revisar y dirigir a Robert F. Kennedy.»
Apreciado Kemper:
Aquí, en Chicago, las cosas siguen a buen ritmo. Continúo persiguiendo comunistas de la zona según las órdenes del FBI, aunque esos tipos me resultan más patéticos y menos peligrosos con cada día que pasa. Dicho esto, vayamos a lo que nos interesa de verdad.
Sal D’Onofrio y Lenny Sands continúan sirviéndome de informadores sin que ninguno de los dos sepa que el otro lo es. Sal, por supuesto, devolvió a Sam Giancana los doce mil dólares que le debía y Giancana lo dejó en paz con una paliza. Según parece, nadie ha llegado a relacionar los catorce mil que le robé a Butch Montrose con los doce mil que le llovieron del cielo a Sal el Loco. Ordené a éste que pagara a Giancana en tres plazos y así lo hizo. La violencia inicial que utilicé con Sal ha resultado ser un gran acierto: según parece, tengo completamente intimidado a ese tipo. En el curso de una conversación intrascendente, le dije que había sido seminarista jesuita. D’Onofrio, que se declara «católico devoto», quedó impresionado al oírlo y ahora me considera una especie de padre confesor. Ha admitido ser autor de seis asesinatos con torturas y, naturalmente, ahora lo puedo presionar con esas confesiones (horriblemente minuciosas). Aparte de las pesadillas que me han provocado de vez en cuando sus macabras explicaciones, parece que Sal y yo nos entendemos bastante bien. Le dije que le agradecería que se abstuviera de matar y de dedicarse al juego con entusiasmo autodestructivo mientras estuviera a mi disposición y, hasta el momento, parece hacer caso. Sal me ha proporcionado informaciones bastante insulsas sobre movimientos de mafiosos (nada que mereciera la pena comunicaros a ti o al señor Kennedy), pero no ha sido de ninguna ayuda en el plan de introducir a un solicitante de préstamos en el engranaje del fondo de pensiones del sindicato de Camioneros. Ésta fue la única razón de que lo sobornara para que fuese mi informador y me ha fallado por completo. Sospecho que demostrar la existencia de los libros contables «alternativos» será un proceso terriblemente arduo.
Lenny Sands sigue tocando casi tantas teclas como tú. Es corresponsal de Hush-Hush (¡Señor, qué trabajo tan repulsivo ha de ser ése!), socio de Sal en el asunto de los viajes turísticos y miembro poco relevante del hampa de Chicago. Dice que está activamente dedicado a intentar conseguir información sobre el funcionamiento del fondo de pensiones y se declara convencido de que es cierto el rumor de que Sam Giancana paga comisiones a quien le lleve candidatos a solicitantes de créditos de ese fondo. También está seguro de que han de existir libros contables «alternativos», quizá cifrados, en los que se detallen los movimientos ocultos. En conclusión, todavía tengo que conseguir una información más consistente de Sands o de D’Onofrio.
En otro frente, da la impresión de que el señor Hoover está rehuyendo una posible oportunidad de poner en serios aprietos a los miembros de la delincuencia organizada de Chicago. Court Meade captó a través del micrófono oculto instalado en la sastrería una mención (indirecta e inconcreta) a un robo. Al parecer, Rocco Malvaso y Dewey Di Pasquale, dos matones de la mafia de Chicago, han dado un golpe de ochenta mil dólares en Kenilworth, en una partida de dados (no controlada por la mafia de Chicago) con apuestas altísimas. Los agentes de la brigada contra el hampa comunicaron esta información al señor Hoover, quien les dijo que no la trasmitieran a los cuerpos policiales a los que correspondía realizar las investigaciones posteriores. ¡Dios mío, ese hombre tiene prioridades muy retorcidas!
Por ahora, lo dejo aquí. A modo de despedida, te diré que sigues sorprendiéndome, Kemper. ¡Dios mío! ¡Tú, agente de la CIA! Y con la disolución del comité McClellan, ¿qué vas a hacer por los Kennedy?
Buena suerte,
W.J.L.
DOCUMENTO ANEXO: 26/4/59. Nota personal: Kemper Boyd a J. Edgar Hoover. Marcada: EXTREMADAMENTE CONFIDENCIAL.
Señor:
He decidido escribirle unas líneas para ponerlo al corriente de la situación de Ward Littell. Éste y yo seguimos hablando por teléfono con regularidad y continúo convencido de que no está llevando a cabo ninguna actividad —visible o encubierta— contra la mafia por iniciativa propia.
Mencionó usted que se había detectado la presencia de Littell cerca de la sastrería Celano’s y del puesto de escucha de la unidad contra la delincuencia organizada. Interrogué sutilmente a Littell al respecto y su respuesta me tranquilizó: estaba citado con el agente especial Court Meade para almorzar.
La vida personal de Littell parece girar en torno a su relación con Helen Agee. Esta relación ha provocado tensiones en el trato con su hija, Susan, quien no ve con buenos ojos el romance. Normalmente, Helen mantiene un estrecho contacto con mi hija, Claire, pero ahora que estudian en universidades distintas la frecuencia de esos contactos se ha reducido. El romance Littell-Agee parece abarcar tres o cuatro noches semanales de encuentros domésticos. Mantienen residencias separadas y creo que continuarán haciéndolo. Yo seguiré atento a los movimientos de Littell.
Respetuosamente,
Kemper Boyd
DOCUMENTO ANEXO: 30/4/59. Nota personal: Kemper Boyd a Ward J. Littell.
Ward:
Te recomiendo encarecidamente que te mantengas alejado de la sastrería Celano’s y de las inmediaciones del puesto de escucha y que evites ser visto en compañía de Court Meade. Creo que he disipado algunas ligeras sospechas que podría tener el señor Hoover, pero todas las precauciones que tomemos son pocas. Te aconsejo de todo corazón que pongas fin a tu acuerdo con Meade. Destruye esta carta inmediatamente.
K.B.
DOCUMENTO ANEXO: 4/5/59. Informe resumen: Kemper Boyd a John Stanton. Marcado CONFIDENCIAL. ENTREGA EN MANO.
John:
Aquí tienes las últimas novedades, según pedías en tu anterior comunicación. Disculpa el retraso pero, como tú mismo señalabas, estoy «pluriempleado».
1) Sí, el mandato del comité McClellan para investigar la infiltración de la delincuencia organizada en el mundo sindical ha prescrito. Y no, los Kennedy no me han ofrecido un empleo permanente todavía, aunque creo que lo harán pronto. Hay muchas posibilidades, ya que soy abogado y policía. Y sí, he hablado de Cuba con Jack. Todavía no tiene una opinión sobre la viabilidad del asunto como tema para la campaña de 1960. Pese a su fama de liberal, Kennedy es un firme anticomunista. Soy optimista.
2) He terminado mis «entrevistas» en el motel Boynton Beach. Hoy termina el periodo de noventa días de reclusión decretado por el director ayudante Bissell y, mañana, el grueso de nuestros hombres será enviado a Luisiana. Guy Banister tiene una red de emigrados cubanos legales dispuestos a acogerlos. Les proporcionarán alojamiento, empleo y referencias para que puedan obtener un visado y Guy encauzará a los hombres hacia su programa de adoctrinamiento e instrucción.
He seleccionado a cuatro hombres para formar el núcleo de nuestro cuadro de mandos en Blessington. Considero que son los mejores de los cincuenta y tres que llegaron a bordo del «Barco de las Bananas», el 4/2/59. Debido a mi «pluriempleo», no estuve presente durante la mayor parte del tiempo de reclusión, pero agentes de probada capacidad han llevado a cabo el adoctrinamiento y las pruebas psicológicas según las líneas maestras que yo había definido.
Estas pautas eran sumamente rigurosas. Yo mismo supervisé las pruebas del polígrafo para determinar la presencia de informadores infiltrados por Castro. Los cincuenta y tres hombres pasaron el test (creo que el hombre que mataron en la barcaza era el soplón). Se les efectuaron pruebas con administración de pentotal sódico. De nuevo, todos las superaron.
Después procedimos a los interrogatorios. Como sospechaba, los cincuenta y tres individuos tenían amplios antecedentes delictivos en Cuba. Entre sus delitos se cuentan atracos a mano armada, robos con escalo, incendios provocados, violaciones, tráfico de heroína, asesinatos y diversos «delitos políticos». Uno de los hombres resultó ser un desviado que había abusado y decapitado a seis niños en La Habana. Otro era un alcahuete homosexual despreciado por los demás exiliados. He considerado que ambos individuos eran peligrosamente inestables y los he eliminado según las normas para el adoctrinamiento establecidas por el Director Adjunto.
Todos los refugiados han sido sometidos a severos interrogatorios, casi hasta la tortura. La mayoría resistió con gran valor. Todos han sido sometidos a instrucción física y a malos tratos verbales al estilo del campo de instrucción del cuerpo de Marines. La Mayoría respondió con la mezcla perfecta de cólera y sumisión. Los cuatro hombres que he seleccionado son inteligentes, violentos pero controlados, con buenas aptitudes físicas, locuaces (serán buenos reclutadores en Miami), disciplinados ante la autoridad y resueltamente pronorteamericanos, anticomunistas y anticastristas. Esos hombres son:
A) TEÓFILO PÁEZ. Nacido el 6/8/21. Ex jefe de seguridad de la United Fruit. Experto en armamento y en técnicas de interrogatorio. Ex hombre rana de la Marina cubana. Experto en reclutamiento político.
B) TOMÁS OBREGÓN. Nacido el 17/1/30. Ex guerrillero de Castro. Ex correo de drogas y ladrón de bancos en La Habana. Experto en jiujitsu y en preparación de explosivos.
C) WILFREDO OLMOS DELSOL. Nacido el 9/4/27. Primo de Obregón. Antiguo agitador izquierdista convertido en fanático derechista cuando sus cuentas bancarias fueron «nacionalizadas». Ex instructor del Ejército cubano. Experto en armas ligeras.
D) RAMÓN GUTIÉRREZ. Nacido el 24/10/19. Piloto. Experto redactor de panfletos de propaganda. Antiguo torturador de la policía secreta de Batista. Experto en técnicas contrainsurgencia.
3) He recorrido la zona circundante a las tierras adquiridas por la Agencia para establecer el campamento de Blessington. Es una región empobrecida y habitada por blancos depauperados poco recomendables, buen número de ellos miembros del Ku Klux Klan. Creo que necesitamos como director del campamento a un blanco de buena planta, un hombre capaz de atemorizar a cualquier palurdo lugareño al que moleste la idea de tener un puñado de emigrantes cubanos instalado en su vecindario. Recomiendo a Pete Bondurant. He estudiado su expediente del cuerpo de Marines durante la Segunda Guerra Mundial y he quedado impresionado: sobrevivió a catorce cargas cuerpo a cuerpo en Saipán, ganó la Cruz de la Marina y ascendió de soldado raso a capitán por méritos en combate. Te recomiendo calurosamente que consigas a Bondurant como agente contratado por la Agencia.
Eso es todo por ahora. Si me necesitas, estaré en el St. Regis, en Nueva York.
Tuyo,
K.B.
P.D.: Tenías razón respecto al viaje de Castro a Estados Unidos. Se negó a alojarse en un hotel que no admitía negros y luego estuvo en Harlem y empezó a hacer declaraciones contra Estados Unidos. Su comportamiento en las Naciones Unidas fue deplorable. Admiro tu perspicacia: ese hombre quería «forzar un rechazo».
DOCUMENTO ANEXO: 12/5/59. Memorándum de John Stanton a Kemper Boyd.
Kemper:
El director ayudante ha aprobado la contratación de Pete Bondurant. Yo tengo algunos reparos menores a tal decisión y quiero enviártelo en una especie de ensayo antes de que abordemos a su hombre. Hazlo como consideres más conveniente.
J.S.
(Chicago, 18/5/59)
Helen untó de mantequilla una tostada.
—Esa rabia contenida de Susan me está poniendo nerviosa. Creo que no hemos hablado más de tres o cuatro veces desde que se enteró de lo nuestro.
Littell estaba pendiente de una llamada de Sal el Loco. No tenía el menor apetito y apartó de delante la bandeja del desayuno.
—Yo he hablado con ella dos veces exactamente. En ocasiones pienso que es un puro intercambio: he ganado una novia y he perdido una hija.
—No parece que te preocupe mucho esa pérdida.
—Susan se alimenta de rencor. En eso, es como su madre.
—Claire me dijo que Kemper tiene un lío con una mujer rica de Nueva York, pero no quiso contarme más detalles.
Laura Hughes era medio Kennedy. La infiltración de Kemper en la familia era ahora una campaña con dos frentes.
—Ward, esta mañana te noto muy distante.
—Es el trabajo. Me preocupa.
—No estoy tan segura.
Eran casi las nueve; las siete, hora de Gardena. Sal era un inveterado jugador de primeras horas.
Helen agitó una servilleta delante de él.
—¡Eh, Ward! ¿Has oído lo que…?
—¿Qué acabas de decir? ¿Qué significa, «No estoy tan segura»?
—Digo que tu trabajo en la brigada Antirrojos te aburre y te fastidia. Siempre hablas de él con desprecio, pero desde hace meses te tiene absorbido.
—¿Y?
—Y tienes pesadillas y murmuras en latín mientras duermes.
—¿Y?
—Y empiezas a rehuirme cuando estamos en la misma habitación. Actúas como si tuvieras cuarenta y seis años y yo veintiuno, como si hubiera cosas que no pudieras contarme porque no las entendería.
Littell la cogió de las manos. Helen se desasió y barrió un servilletero de encima de la mesa.
—Kemper se lo cuenta todo a Claire. Yo pensaba que intentarías parecerte a él en eso.
—Kemper es el padre de Claire. Yo no soy tu padre.
Helen se puso en pie y cogió el bolso.
—Pensaré en eso camino de casa.
—¿Qué hay de tu clase de las nueve y media?
—Es sábado, Ward. Estás tan «preocupado» que no sabes en qué día vives.
Sal llamó a las 9.35. Su voz delataba nerviosismo.
Littell se mostró amistoso para tranquilizarlo. A Sal le gustaban los halagos.
—¿Qué tal la gira?
—Un viaje organizado es como es. Gardena va bien porque está cerca de Los Ángeles, pero ese jodido Lenny el Judío no hace más que desaparecer para hurgar basura para Hush-Hush y siempre se presenta tarde para las actuaciones. ¿Crees que debería rebanarle el cuello como hice con ese tipo que…?
—No hagas confesiones por teléfono, Sal.
—Perdóneme, Padre, porque he pecado.
—Basta. Ya sabes lo que me interesa; si tienes algo, dímelo.
—Está bien, está bien. Estaba en Las Vegas y oí lo que decía Heshie Ryskind. Hesh dijo que los muchachos están preocupados con el asunto cubano. Dijo que la Organización pagó al Barbas un montón de pasta a cambio de su palabra de que los jodidos casinos podrían seguir funcionando si tomaba el poder del jodido país. Pero ahora se ha vuelto comunista y ha nacionalizado los casinos. Hesh dijo que el jodido Barbas tiene encarcelado en La Habana a Santo T. A los muchachos no les cae nada bien el Barbas, últimamente. Hesh dijo de él que era el mamón más mal nacido del jodido planeta. Tarde o temprano, lo van a joder en serio; eso, seguro.
—¿Y? —insistió Littell.
—Y antes de dejar Chicago hablé por teléfono con Jack Ruby. Jack andaba corto de fondos, así que le presté un fajo para deshacerse de ese club de striptease y comprarse otro, el Carousel o algo así. Jack siempre es buen pagador porque trabaja por su cuenta como prestamista, allá en Dallas, y…
—Sal, tú tienes algo en la cabeza. Dime de qué se trata.
—Bueno, bueno, bueno… Pensaba que a los policías os gustaban todos esos datos confirmatorios.
—Sal…
—Está bien; escucha. Jack confirmó lo que decía Heshie. Dijo que había hablado con Carlos Marcello y Johnny Rosselli, y que los dos comentaban que el Barbas le está costando a la Organización setenta y cinco mil al día en intereses bancarios, además de sus jodidos beneficios diarios en las mesas de juego. Piensa en ello, Padre. Piensa en lo que podría hacer la Iglesia con setenta y cinco de los grandes al día.
—Cuba no me interesa —resopló Littell—. ¿Ruby te dijo algo relacionado con el fondo de pensiones?
—Bueeeno… —empezó a responder Sal el Loco.
—¡Maldita sea, Sal…!
—Eso está muy feo, Padre. Y ahora, rece diez Avemarías y escuche esto. Jack me dijo que había llevado a un tejano, un tipo del petróleo, directamente a Sam G. para un préstamo del fondo. Eso fue hace un año, más o menos. Bueno, ésta es una información de primerísima clase, y merezco una recompensa por ella. Y necesito un poco de pasta para cubrir apuestas, porque los corredores y prestamistas sin efectivo acaban mal y ya no pueden hacer de soplones para federales mamones como tú.
El perfil de Ruby en el Programa contra la Delincuencia Organizada encajaba: corredor de apuestas y prestamista a ratos libres.
—Padre, Padre, Padre. Perdóneme porque he apostado. Perdóneme porque…
—Intentaré conseguirte un poco de dinero, Sal. Lo haré si puedo encontrar un solicitante de préstamos para que tú lo presentes a Giancana. Hablo de una gestión directa por tu parte ante Sam.
—Padre… ¡Señor!
—Sal…
—Padre, me estás jodiendo tanto que me duele.
—Te salvé la vida, Sal. Y es la única manera de que consigas otro centavo de mí.
—Está bien, está bien, está bien. Perdóneme, Padre, porque he tomado el camino que me dijo este federal ex seminarista que…
Littell colgó.
En la sala de la unidad reinaba una calma propia de fin de semana. El agente que se ocupaba de la centralita telefónica no le prestó atención.
Littell pidió utilizar la máquina de teletipos y llamó a la oficina de Dallas. La respuesta tardaría diez minutos por lo menos. Llamó a Midway para informarse de los vuelos y tuvo suerte. Un avión de la Pan-Am salía hacia Dallas a mediodía. Un vuelo de regreso lo devolvería a casa poco después de medianoche.
El teletipo trajo la respuesta.
Jacob Rubenstein, alias Jack Ruby, nacido el 25/3/11.
El tipo tenía tres detenciones por extorsión, sin condenas, en el 47, el 49 y el 53.
El tipo era sospechoso de proxenetismo, e informador de la policía de Dallas.
El tipo había sido objeto de una investigación de la Asociación para la Prevención de la Crueldad con los Animales en 1956, por fundadas sospechas de abusar sexualmente de perros. También se sabía de él que, esporádicamente, hacía préstamos usureros a comerciantes y buscadores de petróleo desesperados.
Littell rasgó el papel del teletipo. El viaje para ver a Jack Ruby merecía la pena.
El ronroneo del avión y los tres whiskies lo amodorraron. Las confesiones de Sal el Loco se fundieron como un encadenado de la lista de discos más vendidos.
Sal hace suplicar al chico negro. Sal llena de Drano al que intenta timarlo en las apuestas. Sal decapita a dos chicos que se burlan de una monja con silbidos procaces.
Littell había comprobado aquellas muertes. Las cuatro constaban como «no resueltas». Las cuatro víctimas presentaban violación rectal postmortem.
Despertó sudoroso. La azafata le ofreció otra copa sin haberla pedido.
El club Carousel era un local con espectáculo de striptease. En el rótulo de la entrada aparecían chicas curvilíneas en biquini. Otro rótulo decía: abierto 18.00 h.
Littell aparcó detrás del edificio y esperó. El coche de alquiler apestaba a sexo reciente y a gomina.
Pasaron algunos policías. Uno de los hombres le saludó con la mano. Littell comprendió: pensaban que era otro colega con una mano en el bolsillo de Jack.
Ruby llegó a las cinco y cuarto, solo.
Era un jodeperros y un chulo. Aquello tendría que resultar desagradable, a la fuerza.
Ruby se apeó del coche y abrió la puerta de atrás. Littell corrió a interceptarlo.
—FBI —dijo—. Ponga las manos a la vista.
Lo dijo en el clásico estilo Kemper Boyd.
Ruby puso cara de incredulidad. Llevaba un ridículo sombrero de ala ancha y copa baja.
—Vacíe los bolsillos —ordenó Littell.
Ruby obedeció. Un fajo de billetes, unas galletas para perros y una pistola del 38 de cañón corto cayeron al suelo. Ruby escupió sobre todo ello.
—Conozco íntimamente a los extorsionadores de fuera de la ciudad. Sé tratar con los policías vestidos de traje azul barato y aliento pestilente a alcohol. Ahora, coge lo que quieras y déjame en paz de una puñetera vez.
Littell cogió una galleta para perros.
—Cómetela, Jack.
Ruby se puso en puntillas, en la postura de un boxeador de peso ligero. Littell enseñó brevemente el arma y las esposas.
—Quiero que te comas la maldita galleta para perros.
—Pero bueno…
—¡Pero bueno, «señor»!
—Pero bueno, señor, ¿quién coño…?
Littell le metió la galleta en la boca. Ruby la masticó para no asfixiarse.
—Voy a ordenarte que hagas ciertas cosas. Si no accedes, los inspectores de Hacienda van a inspeccionar tus negocios, los agentes federales cachearán a tus clientes cada noche y el Morning News de Dallas revelará tu inclinación sexual por los perros.
Ruby masticó. Ruby esparció migajas. Littell le dobló las piernas de una patada.
Ruby cayó de rodillas. Littell abrió la puerta de un puntapié y lo hizo entrar a patadas.
Ruby intentó ponerse en pie. Con una nueva patada, Littell lo obligó a seguir postrado. La estancia medía tres metros por tres y estaba abarrotada de pilas de indumentaria para striptease.
De un puntapié, Littell arrojó uno de los montones a la cara de Ruby. Después, dejó caer ante él otra galleta para perro.
Ruby se la llevó a la boca y emitió unos horribles sonidos, como si se asfixiara.
—Responde a esto —dijo Littell—. ¿Alguna vez has enviado a alguien que buscaba dinero a unos prestamistas de más categoría que tú?
Ruby asintió: sí sí sí sí sí.
—Sal D’Onofrio te prestó el dinero para comprar este local. Mueve la cabeza para responder.
Ruby asintió. Los pies se le habían enredado en unos sostenes sucios de polvo.
—Sal mata gente como si tal cosa, ¿lo sabías?
Ruby asintió. Una habitación más allá, unos perros se pusieron a ladrar.
—Tortura a la gente, Jack. Disfruta causando dolor a quien sea.
Ruby sacudió la cabeza. Las mejillas le abultaban como las del chico muerto en la camilla del depósito de cadáveres.
—Sal mató a un hombre quemándolo con un soplete. La mujer del tipo llegó a casa inesperadamente. Sal le metió en la boca un trapo empapado en gasolina y le prendió fuego. Según él, la mujer murió escupiendo llamas como un dragón.
Ruby se meó en los pantalones. Littell vio extenderse la mancha en las perneras.
—Sal quiere que sepas unas cuantas cosas. Una, que tu deuda con él está saldada. Dos, que si no colaboras conmigo, o si me delatas a la Organización o a cualquiera de tus amigos policías, vendrá a Dallas y te violará y te matará. ¿Lo has entendido?
Ruby asintió: sí sí sí. Migajas de galleta le salieron disparadas por la nariz.
Kemper Boyd siempre decía NO VACILES.
—No contactarás con Sal. No sabrás cómo me llamo. No comentarás esto con nadie. Y te pondrás en contacto conmigo todos los martes, a las once de la mañana, llamando a un teléfono público de Chicago. Yo te llamaré y te daré el número. ¿Lo has entendido bien?
Ruby asintió: sí sí sí sí sí sí. Los perros rascaban y olisqueaban una puerta a pocos palmos delante de él.
—Quiero que encuentres a alguien que busque un préstamo por una cantidad importante. Alguien a quien Sal pueda enviar directamente a Giancana y al fondo de pensiones. Asiente una vez si accedes a hacerlo, y dos veces si entiendes bien la situación.
Ruby asintió tres veces.
Littell se marchó.
El ruido de los perros terminó en una barahúnda.
El vuelo de regreso tomó tierra a medianoche. Volvió a casa en el coche, tenso y agotado.
El coche de Helen estaba aparcado ante la entrada. Helen estaría despierta; estaría seria; estaría impaciente por reconciliarse.
Littell continuó hasta una tienda de licores y compró un botellín. Un borracho callejero le mendigó unas monedas. Ward le dio un dólar; el pobre diablo tenía cierto parecido con Jack Ruby.
Era la una de la madrugada del domingo. Court Meade tal vez estaba trabajando en el puesto de escucha.
Llamó. No respondió nadie. Algún agente del Programa contra el Hampa estaba incumpliendo su turno.
Kemper insistía en que evitara acercarse por el puesto de escucha. Pero quizá no considerase demasiado arriesgada una última visita. Littell llegó hasta el lugar en el coche y entró. El trasmisor espía estaba desconectado; la habitación estaba recién ventilada y ordenada. Una nota sujeta con cinta adhesiva a la caja de la consola principal explicaba la razón:
Aviso:
La sastrería Celano’s procederá a la fumigación de sus instalaciones entre el 17/5 y el 20/5/59. Todas las actividades en el local quedarán suspendidas durante dicho periodo.
Littell abrió la petaca. Unos tragos lo reanimaron y dispersaron sus pensamientos en un millón de direcciones. En su cerebro, algunos cables se cruzaron y chisporrotearon.
Sal necesitaba dinero. Court Meade comentaba elogiosamente un golpe a una partida de dados. El señor Hoover decía que dejaran estar el asunto.
Littell revisó los archivos de las transcripciones de conversaciones intervenidas y encontró un diálogo sobre el trabajo, registrado por el agente especial Russ Davis el mes anterior.
18/4/59. 22.00 horas. A solas en la sastrería, Rocco Malvaso y Dewey Di Pasquale, «el Pato». Los martillazos y ruidos de obras en Michigan Ave. amortiguaron lo que parecía un brindis con entrechocar de copas. Transcurrió un par de minutos mientras, al parecer, los dos hombres acudían al baño. Después, se produjo esta conversación:
Malvaso: a tu salud, Pato.
Di Pasquale: Cua, cua. ¿Sabes?, lo mejor de todo es que no pueden denunciarlo.
Malvaso: Los policías de Kenilworth se cagarían. Ese villorrio es el cagadero más pestilente de todos los que he conocido. Nunca jamás dos tipos tan guapos como nosotros, con dos buenos cojones, habían conseguido ochenta de los grandes en una partida de dados.
Di Pasquale: Cua, cua. Yo digo que son tipos independientes que se lo estaban mereciendo. Digo que si no estás con la gente de Momo, andas bien jodido. Vamos, hombre: llevábamos máscaras y disimulamos las voces, ¿no? Además, esos capullos de Indianápolis no saben que estamos conectados. Me sentí el Superpato. Creo que debería conseguir un disfraz de Superpato y ponérmelo la próxima vez que lleve a mis hijos a Disneylandia.
Malvaso: ¡Cua…! ¡Tienes razón, cua, jodido palmípedo! Pero tenías que darle al gatillo, ¿no? ¡Como si una jodida huida no estuviera completa sin que un jodido mamón de pico de pato disparase su arma!
(NOTA: La policía de Kenilworth informó que se habían escuchado unos disparos de origen desconocido en el bloque del 2600, Westmoreland Ave., a las 23.40 horas del 16/4/59.)
Di Pasquale: ¡Eh, cua, cua! Todo salió bien. Y ahora tenemos eso bien guardado, en lugar seguro y…
Malvaso: Y demasiado público para mi gusto.
Di Pasquale: Cua, cua. Sesenta días para esperar al reparto no son demasiados. Donald lleva veinte jodidos años esperando para tirarse a Daisy porque Walt Disney no le dejaba. ¿Recuerdas lo del año pasado? ¿Te acuerdas de Lenny, el Judío, en mi fiesta de aniversario? Hizo ese número en que Daisy se la chupaba a Donald con su pico… ¡Vaya carcajadas!
Malvaso: Cua, cua, mamón.
(NOTA: Los ruidos de las obras hacen inaudible el resto de la conversación. Ruido de una puerta al cerrarse a las 23.10 horas.)
Littell repasó las fichas de identificación del Programa contra el Hampa. Malvaso y Di Pasquale vivían en Evanston.
Puso la cinta del 18/4/59 y la comparó con la transcripción escrita. Russ Davis se había olvidado de incluir el sorprendente numerito de despedida.
El Pato tarareó «Chatanooga Choo Choo».
Malvaso canturreó «Tengo la llave de tu corazón».
«Demasiado público», «llave», «Choo choo». Dos ladrones establecidos en un barrio residencial, esperando sesenta días para repartirse el botín.
Había cuarenta y tantas estaciones de ferrocarril suburbanos que llevaban a Chicago.
Con cuarenta y tantas salas de espera repletas de consignas automáticas.
Las consignas se alquilaban por meses. Se pagaba y basta; no se llevaba registro de los contratantes; no se anotaban nombres.
Dos ladrones. Dos cerraduras distintas en la puerta de la consigna. Las cerraduras eran cambiadas cada noventa días. Lo ordenaba la ley de Transportes de Illinois.
Miles de consignas. Llaves sin marcas. Sesenta días hasta el reparto… y ya habían pasado treinta y tres.
Las consignas eran de chapa de acero. Las salas de espera estaban vigiladas las veinticuatro horas.
Littell pasó dos días completos pensando en el asunto y llegó a la conclusión de que podía seguirlos. Pero cuando cogieran el dinero, no podría hacer nada.
Y sólo podía seguir a uno de ellos, no a los dos a la vez, con lo cual sus posibilidades, ya magras, se reducían a la mitad.
Decidió probar, a pesar de todo. Decidió hinchar de material superfluo los informes para la brigada Antirrojos y seguir a los dos tipos, uno cada día, durante una semana.
Día uno: sigue a Rocco Malvaso desde las ocho de la mañana a medianoche. Rocco acude en coche a sus locales de loterías ilegales, a sus locales sindicales y al nidito de su novia en Glencoe.
Rocco no se acerca en ningún momento a una estación de ferrocarril.
Día dos: Sigue a Dewey el Pato desde las ocho de la mañana a medianoche. Dewey procede a recoger numerosas recaudaciones de la prostitución.
Dewey no se acerca en ningún momento a una estación de ferrocarril.
Día tres: sigue a Rocco Malvaso desde las ocho de la mañana a medianoche. Rocco acude en coche a Milwaukee y golpea con la pistola a unos proxenetas recalcitrantes.
Rocco no se acerca en ningún momento a una estación de ferrocarril.
Día cuatro: sigue a Dewey el Pato desde las ocho de la mañana a medianoche. Disfrazado de Pato Donald, Dewey divierte a los asistentes a la fiesta de aniversario de Dewey Junior en el jardín de su casa.
Dewey no se acerca en ningún momento a una estación de ferrocarril.
Día cinco: sigue a Rocco Malvaso desde las ocho de la mañana a medianoche. Rocco pasa todo ese tiempo con una prostituta en el hotel Blackhawk de Chicago.
Rocco no se acerca en ningún momento a una estación de ferrocarril.
Día seis, ocho de la mañana: Littell inicia el seguimiento de Dewey el Pato. 9.40 horas: el coche de Dewey no quiere ponerse en marcha. La señora Pato lleva a Dewey a la estación de ferrocarril de Evanston. Dewey remolonea en la sala de espera.
Vuelve la vista a las taquillas de la consigna.
La número 19 tiene un adhesivo con la figura del Pato Donald.
Littell casi se desvanece.
Noches sexta, séptima y octava: Littell estudia la estación. Descubre que el vigilante nocturno se marcha a tomar un café a las tres y diez.
El vigilante se aleja calle abajo hacia un bar que abre toda la noche.
La sala de espera queda sin vigilancia durante, por lo menos, dieciocho minutos.
Noche novena: Littell asalta la estación. Está armado con una palanca, tijeras para cortar metal, macillo y cortafrío. Hace saltar la puerta de la taquilla 19 y roba las cuatro bolsas de la compra llenas de dinero.
En total, 81.492 dólares.
Ahora, Littell tiene un fondo para informadores. Los billetes son viejos y bastante usados. Para empezar, entrega diez mil dólares a Sal el Loco. Se encuentra con el borrachín que se parece a Jack Ruby y le da quinientos.
El depósito de cadáveres del condado de Cook le proporciona un nombre. El amante de Toni Iannone, «el Picahielos», era un tal Bruce William Sifakis. Littell envía diez mil dólares a los padres del muchacho, anónimamente.
Deja cinco mil en el cepillo de los pobres de la capilla de Saint Anatole y se queda un rato a rezar.
Pide perdón por su arrogancia. Le dice a Dios que ha adquirido su egoísmo con gran coste para los demás. Le dice a Dios que ahora le encanta el riesgo, que le excita mucho más de lo que le atemoriza.
(La Habana, 28/5/59)
El avión rodó por la pista. Pete sacó el pasaporte y un grueso fajo de billetes de a diez. El pasaporte era canadiense, falsificado por la CIA.
Unos milicianos avanzaron por la pista. La policía cubana registraba todos los vuelos de Key West buscando propaganda.
Boyd lo había llamado dos días antes. Le había dicho que John Stanton y Guy Banister estaban encantados con la desenvoltura del viejo Gran Pete. Boyd acababa de incorporarse a la Agencia. Dijo que tenía un trabajo hecho a medida para el Gran Pete, que podía resultar una carta de presentación para la CIA.
—Se trata de volar de Key West a La Habana bajo pasaporte canadiense —le dijo—. Habla inglés con acento francés. Descubre dónde está Santo Trafficante y hazte cargo de una nota suya. La nota debe estar dirigida a Carlos Marcello, Johnny Rosselli, Sam Giancana y otros. En ella debe constar que Trafficante aconseja a la mafia que no se tomen represalias contra Castro por la nacionalización de los casinos. También tendrás que localizar a un ejecutivo de la United Fruit, Thomas Gordean, que estará muy asustado, y traerlo de vuelta contigo para someterlo a interrogatorio. Todo esto debe hacerse muy pronto, porque Castro e Ike están dispuestos a cancelar permanentemente todos los vuelos comerciales entre Estados Unidos y Cuba.
—¿Por qué yo? —preguntó Pete.
—Porque sabes desenvolverte —respondió Boyd—. Porque la compañía de taxis te ha dado un curso acelerado sobre los cubanos. Porque no eres un miembro conocido de la mafia sobre el cual pueda tener una ficha la policía secreta de Castro.
—¿Cuál es la paga?
—Cinco mil dólares. Y si te detienen, el mismo correo diplomático que está intentando sacar de allí a Trafficante y a otros norteamericanos se ocupará de que te suelten. Es sólo cuestión de tiempo que Castro deje libres a todos los extranjeros.
Pete hizo un gesto con la mano. Boyd continuó.
—Tienes también mi promesa personal de que Ward Littell, un hombre muy perturbado y peligroso, no te tocará nunca. De hecho, te envío con Lenny Sands para calmar las cosas entre los dos.
Pete soltó una carcajada.
—Si la policía cubana te detiene —insistió Boyd—, diles la verdad.
Las puertas se abrieron. Pete colocó un billete de diez dólares en el pasaporte. Los milicianos subieron al avión. Llevaban cartucheras desparejadas y pistolas de variadas procedencias. Los adornos de las pecheras estaban sacados directamente de las cajas de copos de avena Kellogg’s.
Pete se abrió paso hacia la cabina. Los focos del exterior bombardeaban compuertas y ventanillas. Bajó la escalerilla protegiéndose de la condenada luz que lo cegaba.
Un guardia le cogió el pasaporte. El billete de diez desapareció. El guardia hizo un gesto de asentimiento y le ofreció una cerveza.
Los demás pasajeros desfilaron. Los jodidos milicianos inspeccionaron sus pasaportes en busca de mordidas, pero no encontraron nada. El jefe de los guardias movió la cabeza en gesto de negativa y sus esbirros confiscaron bolsos y carteras.
Un hombre protestó e intentó conservar su billetero. Los tipejos lo inmovilizaron en la pista, boca abajo. Le cortaron los pantalones con navajas de afeitar y le limpiaron los bolsillos.
Los demás pasajeros dejaron de protestar. El jefe de los milicianos revolvió el botín.
Pete tomó un sorbo de cerveza. Varios guardias se le acercaron con la mano extendida. Los engrasó a todos, un billete de diez por cabeza. Se quedó embobado con sus uniformes: montones de caqui deshilachado y charreteras como las de los porteros del Teatro Chino Grauman’s.
Un hispano menudo agitó una cámara.
—¿You play a fútbol, hombre? Eh, tío grande, ¿tú juegas a fútbol?
Alguien arrojó al aire un balón de fútbol americano. Pete lo cogió con una mano. Un flash estalló justo delante de su rostro.
¿Entiendes ahora? Quieren que poses.
Se colocó en posición y movió el balón como Johnny Unitas. Fingió que lanzaba un pase largo, bloqueó a un defensa invisible y se deshizo del balón con un cabezazo como un as del fútbol europeo, un negro al que había visto una vez por televisión.
Los hispanos aplaudieron. Los hispanos le vitorearon. Los flashes estallaron uno tras otro, pop pop pop.
—¡Eeey, es Robert Mitchum! —gritó alguien.
Gente con aspecto de campesinos invadió de pronto la pista agitando libros de autógrafos. Pete corrió hacia una parada de taxis cercana a la puerta.
Unos chiquillos trataban de llamar su atención. Las puertas de los taxis se abrían obsequiosas. Pete sorteó un carro de bueyes y se introdujo en un viejo Chevrolet.
—Usted no es Robert Mitchum… —dijo el taxista.
Cruzaron La Habana. Los animales y el bullicio callejero producían un gran atasco. El taxi no pasó en ningún momento de los quince kilómetros por hora.
Treinta y cuatro grados de temperatura a las diez de la noche. La mitad de los tipos que deambulaba por las calles llevaba uniforme de campaña y grandes barbas como Jesucristos.
Pete contempló los edificios encalados de estilo español y los carteles colocados en todas las fachadas: Fidel Castro sonriente, Fidel Castro gritando, Fidel Castro con un habano entre los dedos.
Enseñó la foto que Boyd le había dado.
—¿Conoce a este hombre?
—Sí —dijo el taxista—. Es el señor Santo Junior. Está bajo custodia en el hotel Nacional.
—¿Por qué no me lleva allí?
El Pancho dio media vuelta allí mismo. Pete vio los hoteles alineados al fondo: una hilera de rascacielos a medio acabar, con vistas a la playa.
Las luces se reflejaban en el agua con destellos. Una gran franja de fulgor mortecino iluminaba las olas de un azul turquesa.
El taxi se detuvo en el Nacional. Los botones, payasos con ternos desvencijados, se abalanzaron hacia el vehículo. Pete soltó un billete de diez al conductor; el muy jodido casi se echa a llorar.
Los botones extendieron las manos. Pete los untó a razón de diez pavos cada uno. Un ujier lo empujó al casino.
El local estaba abarrotado. A los comunistas les encantaba el juego al estilo capitalista.
Los crupieres llevaban sobaqueras. Los milicianos manejaban la mesa de blackjack. La clientela era ciento por ciento nativa.
Las cabras deambulaban a su aire. Los perros chapoteaban en una mesa de dados llena de agua. Entre las máquinas tragaperras, el espectáculo consistía en un airdale y un chihuahua jodiendo.
Pete agarró a uno de los botones y le gritó al oído.
—Santo Trafficante. ¿Lo conoces?
Tres manos asomaron. Tres billetes de diez volaron. Alguien lo empujó al interior de un ascensor.
La Cuba de Fidel Castro debería ser rebautizada «Paraíso de los Negros».
El ascensor subió a toda velocidad. Un miliciano abrió la puerta con el fusil por delante. Sus bolsillos rebosaban billetes de un dólar. Pete añadió uno de diez. El arma desapareció rápidamente.
—¿Quiere usted que lo pongamos bajo custodia, señor? La tarifa es de cincuenta dólares diarios.
—¿Qué incluye eso?
—Incluye una habitación con televisión, comida de gourmet, juego y mujeres. Verá, señor; los poseedores de pasaporte norteamericano están retenidos temporalmente aquí, en Cuba, y la ciudad de La Habana resulta poco segura en estos momentos. ¿Por qué no disfrutar de esta retención entre el lujo?
—Yo soy canadiense. —Pete enseñó su pasaporte.
—Sí. Y de origen francés, observo.
Fuentes humeantes llenaban el pasillo. Los botones empujaban carritos de cóctel. Una cabra estaba defecando en la moqueta, dos puertas más allá.
—Ese jefe suyo, ese Castro, es un buen anfitrión —comentó Pete entre risas.
—Sí. Incluso el señor Santo Trafficante Junior reconoce que no existen cárceles de cuatro estrellas en Estados Unidos.
—Me gustaría ver al señor Trafficante.
—Sígame entonces, haga el favor.
Pete avanzó tras él. Gordos gringos atontados por el alcohol pasaron tambaleándose por el pasillo. El guardia fue indicando los lugares principales de la zona de custodia.
En la suite 2314 pasaban películas guarras proyectadas en una sábana colgada de la pared. En la suite 2319 se jugaba a la ruleta, los dados y el baccará. En la suite 2329 esperaban visitas prostitutas desnudas. En la suite 2333 había un espectáculo de lesbianas en vivo. En la suite 2341 asaban cochinillos al espetón. Las suites 2350 a 2390 abarcaban un recorrido de golf a tamaño natural.
Un caddy hispano les ofreció unos palos. El guardia dio un taconazo frente a la 2394.
—¡Señor Santo, tiene usted visita!
Santo Trafficante Junior abrió la puerta. Era un cuarentón orondo. Llevaba unas bermudas de seda salvaje y gafas.
El guardia se alejó.
—Las dos cosas que más aborrezco son los comunistas y el caos —masculló Trafficante.
—Señor Trafficante, soy…
—¡Tengo ojos! Cuatro, para ser exacto. Eres Pete Bondurant, el que elimina gente para Jimmy. Si un gorila de dos metros llama a mi puerta y se muestra servil, soy capaz de sumar dos y dos.
Pete entró en la habitación. Trafficante sonrió.
—¿Has venido para llevarme de vuelta?
—No.
—Te envía Jimmy, ¿no?
—No.
—¿Mo, entonces? ¿Carlos? Me estoy hartando de jugar a las adivinanzas con un gorila de dos metros. Oye, ¿sabes qué diferencia hay entre un gorila y un negro?
—¿Ninguna? —dijo Pete.
—Ya lo habías oído, jodido… —Trafficante resopló—. Una vez, mi padre mató a uno que le estropeó un chiste. ¿Has oído hablar de mi padre?
—¿Santo Trafficante, Senior?
—Salud, francés. ¡Señor! Estoy hasta las narices de entretener a un gorila.
La grasa de cochinillo salpicó por un conducto de ventilación. La pieza tenía una decoración moderna: muebles feos y un montón de combinaciones de colores incongruentes.
—¿Y bien, quién te envía? —Trafficante se rascó las pelotas.
—Un hombre de la CIA llamado Boyd.
—El único tipo de la CIA que conozco es un sureño palurdo llamado Chuck Rogers.
—Conozco a Rogers.
—Ya sé que lo conoces —Trafficante cerró la puerta—. Estoy al corriente de todo lo tuyo y la compañía de taxis, de lo de Fulo y Rogers; incluso sé cosas de ti que estoy seguro que preferirías que no conociera. ¿Y sabes cómo sé todo eso? Lo sé porque a todo el mundo en esta vida nuestra le gusta hablar. Y la única jodida virtud salvadora es que ninguno de nosotros habla con gente ajena a nuestra vida.
Pete echó una ojeada por la ventana. El océano tenía un brillo azul turquesa hasta mucho más allá de la línea de boyas.
—Boyd quiere que escriba usted una nota a Carlos Marcello, Sam Giancana y Johnny Rosselli. Y quiere que en esa nota recomiende que no se tomen represalias contra Castro por la nacionalización de los casinos. Creo que la Agencia tiene miedo de que la Organización actúe precipitadamente y fastidie sus propios planes para Cuba.
Trafficante tomó un bloc de notas y una pluma de encima del televisor. Escribió unas frases apresuradas y las leyó sobre la marcha.
—«Querido comandante Castro, pedazo de cabrón comunista. Tu revolución es un cubo de mierda comunista. Te pagamos buen dinero para que nos dejaras seguir llevando nuestros casinos si tomabas el poder, pero te has quedado la pasta y nos has dado por el culo hasta hacernos sangrar. Eres un pedazo de mierda más fastidioso que ese marica de Bobby Kennedy y su jodido comité McClellan. ¡Ojalá cojas la sífilis en el cerebro y en el pito, mamón comunista, por habernos jodido nuestro hermoso hotel Nacional!»
Unas pelotas de golf rebotaron por el pasillo. Trafficante frunció el entrecejo y alzó la nota en la mano.
Pete la leyó. Santo Junior había escrito lo que le pedía; con frases pulcras, claras, bien construidas. Pete guardó la nota en el bolsillo.
—Gracias, señor Trafficante.
—De nada, maldita sea. Veo que te sorprende que sea capaz de escribir y decir dos cosas completamente distintas al mismo tiempo. Bien, dile a tu señor Boyd que la promesa se mantendrá durante un año y no más. Dile que, en lo que se refiere a Cuba, todos nadamos en la misma corriente y, por lo tanto, va en nuestro propio interés no mearnos en su cara.
—Boyd apreciará su colaboración.
—Apreciará una mierda. Si la apreciara de verdad, me llevarías de vuelta contigo.
Pete echó un vistazo al reloj.
—Sólo tengo dos pasaportes canadienses —explicó— y me han dicho que el otro es para un hombre de la United Fruit.
Trafficante cogió un palo de golf.
—Entonces, no puedo quejarme. La pasta es la pasta y la United Fruit ha sacado de Cuba mucho más que la Organización.
—No tardará en poder salir de aquí. Hay varios emisarios que gestionan la evacuación de todos los estadounidenses.
Trafficante ensayó un putt imaginario.
—Bien. Y yo pondré a tu disposición un guía. Te acompañará y os llevará al aeropuerto a ti y al hombre de la United Fruit. Antes de que os deje allí, ese tipo os robará algo, pero es lo más recomendable que os puedo ofrecer con esos jodidos rojos en el poder.
Un crupier le facilitó la dirección de la casa. Tom Gordean había organizado una fiesta de antorchas allí mismo la semana anterior. Jesús, el guía, explicó que el señor Tom había quemado un mísero campo de caña y que estaba ansioso por borrar su imagen de fascista.
Jesús llevaba uniforme de camuflaje para la selva y una gorra de béisbol, y conducía un Volkswagen con una ametralladora montada en el capó. Salieron de La Habana por unas pistas de tierra. Jesús conducía con una mano y prendía fuego a las palmeras con la otra. Los campos de caña en llamas iluminaban el cielo de un color rosa anaranjado; las fiestas de antorchas eran todo un éxito en la Cuba post Batista.
Los postes del tendido telefónico bordeaban la ruta. La cara de Fidel Castro adornaba todos y cada uno de ellos.
Pete vio luces de casas a lo lejos, a unos doscientos metros. Jesús desvió el coche hacia un claro salpicado de tocones de palmera. Hizo la maniobra como si supiera adónde iba. No hizo ningún gesto ni pronunció una maldita palabra.
A Pete aquello no le gustó. Parecía preparado.
Jesús frenó y apagó los faros. En el mismo instante en que los desconectaba, se encendió una antorcha.
La luz se extendió por el claro. Pete vio un Cadillac descapotable, seis hispanos y un blanquito borracho, tambaleante.
—Ése es el señor Tom —indicó Jesús.
Los hispanos tenían escopetas de cañones recortados. El Cadillac estaba repleto de maletas y pieles de visón.
Jesús saltó del coche y habló en su idioma a los hispanos. Éstos hicieron gestos con la mano al gringo del Volkswagen.
Las pilas de visones asomaban por encima de las puertas del coche. De una de las maletas rebosaban billetes de banco norteamericanos.
Pete captó lo que se preparaba. Lo vio perfectamente claro.
Thomas Gordean agitaba la mano en la que empuñaba una botella de ron Demerara, al tiempo que farfullaba unas frases de palabrería procomunista.
Pete vio unas antorchas preparadas para ser encendidas. Y vio una lata de gasolina junto a un tocón. Gordean continuó su parloteo. Tenía un ataque de jodidos clichés comunistas de primera categoría.
Jesús se refugió entre los hispanos, que volvieron a hacer señales al gringo. Gordean vomitó en el capó del Cadillac.
Pete se situó junto a la ametralladora. Los hispanos se volvieron y echaron la mano al cinto.
Pete abrió fuego. Una ráfaga seca los abatió por la espalda. El tableteo hizo levantar el vuelo a una bandada de aves entre graznidos.
Gordean cayó al suelo y se acurrucó en posición fetal. La rociada de balas no le acertó por centímetros.
Los hispanos murieron entre gritos. Pete convirtió en pulpa sus cuerpos. La cordita y las vísceras chamuscadas por los disparos a quemarropa forman una combinación repulsiva de olores pútridos.
Pete vertió gasolina sobre los cuerpos y el Volkswagen y prendió fuego a todo. Una caja de munición de calibre 50 estalló.
Tom Gordean se había desmayado. Pete lo arrojó al asiento trasero del Cadillac. Los abrigos de visón le hicieron de mullida cama.
Pete inspeccionó el equipaje. Vio un montón impresionante de billetes y de títulos de bolsa.
Su vuelo salía al amanecer. Pete encontró un mapa de carreteras en la guantera y trazó una ruta de vuelta a La Habana.
Subió al Cadillac y lo puso en marcha. Las palmeras en llamas le proporcionaron un resplandor mortecino que le iluminó el camino.
Llegó al aeropuerto antes de las primeras luces. Los amistosos milicianos rodearon al Señor Mitchum.
Tom Gordean despertó al borde del delirium tremens. Pete lo abasteció de combinados de ron y cocacola para mantenerlo dócil. Los hispanos nacionalizaron el dinero y las pieles, cosa que no le sorprendió.
Pete firmó autógrafos como Robert Mitchum. Una especie de comisario comunista los escoltó hasta el avión.
—Usted no es Robert Mitchum —dijo el piloto.
—Claro que no, Sherlock Holmes —respondió Pete.
Gordean se quedó dormido. Los demás pasajeros no los perdieron de vista, alarmados. Su acompañante y él apestaban a gasolina y a alcohol.
El avión tomó tierra a las siete de la mañana. Kemper Boyd acudió a recibirlos y le entregó a Pete un sobre que contenía cinco mil dólares.
Boyd estaba una piiizca nervioso. Y algo más que una pizca distante.
—Gracias, Pete —dijo a éste—. Lleva ese coche a la ciudad con los otros, ¿de acuerdo? Te llamaré a Los Ángeles dentro de unos días.
Pete sacó cinco de los grandes, Boyd se quedó con Gordean y con una maleta llena de acciones. Gordean ponía cara de desconcierto. Boyd parecía absolutamente distinto de lo habitual.
Pete subió al coche desvencijado y observó cómo Boyd conducía a Gordean a un cobertizo de guardar herramientas.
Allí estaba, en aquel campo de aviación desierto de un pueblo de mala muerte. Y allí estaban aquel hombre de la CIA y su borracho, solos los dos.
Las antenas empezaron a hormiguearle con una comezón incontenible.
(Key West, 29/5/59)
El cobertizo tenía el tamaño de una caja de cerillas. Kemper tuvo que apartar las herramientas a fin de hacerles sitio a la mesa y un par de sillas.
Trató a Gordean con guante blanco. El interrogatorio se prolongó; el informador estaba en pleno delirium tremens.
—¿Su familia sabe que posee estas acciones de la United Fruit?
—¿Qué familia? Me he casado y divorciado más veces que Artie Shaw y Mickey Rooney juntos. Tengo unos cuantos primos en Seattle, pero lo único que saben ésos es el camino al bar del club de campo de Woodhaven.
—¿Quién más en Cuba sabe que tiene estos valores?
—Mis guardaespaldas. Pero lo único que sé es que en un momento dado estábamos bebiendo y preparándonos para arrasar unos cuantos campos de caña capitalistas y, al siguiente, estoy en el asiento trasero de mi coche con ese tipo suyo al volante. No me avergüenza reconocer que he bebido demasiado y tengo las cosas bastante confusas. Ese tipo de usted… ¿lleva una ametralladora?
—Creo que no.
—¿Qué hay de un Volkswagen?
—Señor Gordean…
—Señor Boyce, o como quiera que se llame, ¿qué sucede aquí? Me sienta en este cobertizo y se pone a revolver mi maleta. Me hace todas estas preguntas. Cree que, como soy un hombre de negocios rico y norteamericano, estoy de su lado, ¿no es eso? ¿Piensa que no sé cómo amañaron ustedes las elecciones en Guatemala, condenados agentes de la CIA? Yo iba camino de tomar unos cócteles con el comandante Castro cuando su hombre se me llevó por la fuerza. Iba a ver a Fidel Castro. El liberador de Cuba. Es un hombre agradable y un magnífico jugador de baloncesto.
Kemper le presentó sus impresos de cesión de acciones. Eran unas falsificaciones espléndidas, obra de un hábil y experimentado amigo.
—Firme esto, señor Gordean, haga el favor. Son comprobantes de reembolso por su pasaje de avión.
Gordean firmó por triplicado. Kemper puso su rúbrica en la declaración notarial y estampó el sello en las tres firmas.
Su amigo le había preparado el sello sin cobrarle el extra.
—Hombre de la CIA y notario público, ¡vaya combinación! —dijo Gordean entre risas.
Kemper sacó su 45 y le pegó un tiro en la cabeza.
Gordean salió despedido de su silla. La sangre brotó de un oído como un surtidor. Kemper le pisó la cabeza para detener la efusión.
Escuchó un ruido en el exterior y abrió la puerta con el arma.
Era Pete Bondurant; estaba allí plantado, con las manos en los bolsillos.
Los dos sonrieron.
Pete dibujó en el aire un «50/50».
DOCUMENTO ANEXO: 11/6/59. Informe resumen: Kemper Boyd a John Stanton. Marcado: CONFIDENCIAL. ENTREGA EN MANO.
John:
He retrasado la redacción de este comunicado por dos razones. Una, quería ver la conclusión de un penoso incidente antes de ponerme en contacto contigo. Dos, esta nota detalla una misión que, con toda franqueza, he echado a rodar.
Me pediste que actuara a mi propia discreción y que enviara a Pete Bondurant en una misión de prueba que contribuyera a determinar si era adecuado contratarlo para la Agencia. Lo hice y envié a Bondurant a Cuba para sacar de allí a un ejecutivo de la United Fruit llamado Thomas Gordean, un hombre al que Teófilo Páez describió como «voluble» y «adepto a la línea comunista». Bondurant tuvo éxito en la primera parte de su misión. Instalamos al señor Gordean en el motel Rusty Scupper de Key West para tomarle declaración y cometimos el error de dejarlo a solas en un momento de descanso. Gordean se suicidó con una automática del 45 que llevaba oculta en la ropa. Llamé a la policía de Key West y Bondurant y yo declaramos ante los agentes. Un jurado forense dictaminó que la muerte de Gordean había sido un caso de suicidio. Bondurant testificó sobre el evidente alcoholismo de Gordean y su comportamiento depresivo. Una autopsia confirmó que Gordean mostraba signos de dolencia hepática avanzada. El cuerpo fue enviado a un primo lejano de Seattle (Gordean no tenía familia cercana).
Si necesitas verificar algún punto, haz el favor de ponerte en contacto con el capitán Hildreth, de la policía de Key West. Por supuesto, pido disculpas por esta pérdida de tiempo y te aseguro que no volverá a suceder nada parecido.
Atentamente,
Kemper Boyd
DOCUMENTO ANEXO: 19/6/59. Nota personal de John Stanton a Kemper Boyd.
Apreciado Kemper:
Desde luego, estoy furioso. Y, desde luego, deberías haberme informado de este embrollo inmediatamente. Gracias a Dios, Gordean no tenía familia próxima que pueda causar problemas a la Agencia. Dicho esto, añadiré que, muy probablemente, fuiste hasta cierto punto víctima de circunstancias atenuantes. Al fin y al cabo, como dijiste en cierta ocasión, tú eres abogado y policía, no espía.
Te agradará saber que el director ayudante, Bissell, está totalmente de acuerdo con su propuesta de crear un grupo de elite para dirigir el campamento de Blessington. El campamento ya está en plena construcción; los cuatro hombres que tú mismo seleccionaste (Páez, Obregón, Delsol y Gutiérrez) están recibiendo más instrucción en Langley y son alumnos muy aprovechados. Como antes he dicho, el Director Adjunto ha aprobado la contratación de Pete Bondurant para dirigir el campamento. Pero eso, naturalmente, fue antes del asunto Gordean. Ahora mismo, yo prefiero esperar y reconsiderar el nombramiento de Bondurant.
En resumidas cuentas, el incidente Gordean me ha sentado bastante mal, pero mi entusiasmo por ti como agente contratado sigue firme. De momento, no emprendas nuevas acciones por tu cuenta hasta que te diga otra cosa.
John Stanton
DOCUMENTO ANEXO: 28/6/59. Nota personal de Ward J. Littell a Kemper Boyd. «Para revisar antes de remitir a Robert F. Kennedy.»
Kemper:
Mi recogida de información contra el hampa continúa a buen ritmo. Ahora tengo varias indicaciones, obtenidas de fuentes independientes, de que esos libros contables alternativos (y, muy probablemente, en clave) del fondo de pensiones del sindicato del Transporte existen realmente. Lenny Sands cree que existen. Sal D’Onofrio ha oído rumores en tal sentido. Otras fuentes han aportado nuevos datos sin comprobar: que administra esos libros un hombre ya retirado de la mafia de Chicago y que Sam Giancana actúa como «Jefe del Consejo de Aprobación de Préstamos» del fondo de pensiones. Aunque todos estos rumores son muy insistentes, no tengo nada que se parezca siquiera a una prueba concluyente. Y, desde luego, no tendré ninguna hasta que pueda sobornar a un falso solicitante de préstamos y consiga, de este modo, acceder realmente a ese fondo.
Y el 18 de mayo he añadido un tercer informador a mi cuadra. El hombre (un empresario de clubes de striptease y prestamista a ratos libres, establecido en Dallas) intentará encontrar a alguien que busque un préstamo para enviarlo a Sal D’Onofrio y, a través de éste, llegar a Sam Giancana. Considero que este tercer informador es mi peón interesante, pues en alguna ocasión anterior ya ha enviado algún prestatario a Giancana y al fondo de pensiones. El tipo me llama cada martes por la mañana a un teléfono público próximo a mi apartamento. Le he entregado dinero en varias ocasiones. Me teme y me respeta en las dosis justas. Como Sal D’Onofrio, tiene perpetuos problemas de dinero. Creo que, tarde o temprano, me proporcionará un solicitante de préstamo al que pueda sobornar.
Ahora también tengo un fondo propio; un fondo para informadores, digamos. A principios de mayo pasado me hice con ochenta y un mil dólares procedentes de un robo; uno del que nadie informó a ningún cuerpo de policía. De ese fondo he pagado treinta y dos mil dólares a Sal D’Onofrio, con lo que he reforzado mi dominio sobre él. Resulta extraño que al principio pensara que Lenny Sands sería mi informador más valioso; tanto Sal como el tipo de Dallas han demostrado ser más competentes (¿o será que andan más desesperados por conseguir dinero?). La culpa es tuya, Kemper. Poner a Lenny en contacto con Pete Bondurant y con Hush-Hush ha sido perjudicial para mis propósitos. Últimamente, Lenny parece bastante distraído. Viaja con esos grupos turísticos de Sal y hace pluriempleo para la revista y parece haber olvidado lo que tengo contra él. Siento curiosidad por una cosa: ¿Lenny habla con tu amiga, la señorita Hughes?
Siguiendo tus instrucciones, he evitado los contactos con Court Meade y no me acerco por el puesto de escucha. Court y yo también hemos puesto fin, formalmente, a nuestro intercambio de misiones. Actúo con mucha cautela, pero no puedo evitar que me sigan asaltando sueños utópicos. ¿Y cuál es mi sueño perfecto? Una administración presidencial bajo John F. Kennedy, con su hermano Robert encargado de desarrollar la lucha contra la delincuencia organizada. Dios santo, Kemper, ¿no sería eso el paraíso? Dile al señor Kennedy que lo tengo presente en mis oraciones.
Un abrazo,
W.J.L.
DOCUMENTO ANEXO: 3/7/59. Nota personal de Kemper Boyd a Robert F. Kennedy
Apreciado Bob:
Sólo una breve nota para ponerlo al corriente del trabajo de nuestro anónimo colega, el «Fantasma de Chicago».
El hombre está trabajando con empeño y espero que le resulte gratificante saber que existe un ser humano en el planeta, por lo menos, que detesta la delincuencia organizada tanto como usted. Sin embargo, pese al empeño que pone —siempre dentro de las pautas de respeto a la legalidad que usted estableció—, nuestro hombre ha tenido escasa suerte en sus indagaciones sobre la posibilidad de que los libros contables alternativos del fondo de pensiones existan realmente. La mafia de Chicago es un círculo cerrado y nuestro hombre no ha podido obtener la información interna que esperaba.
Cambiando de tema, ¿usted y su hermano no piensan ofrecerme algún puesto? ¿Un empleo en el comité McClellan?
Cordialmente,
Kemper Boyd
DOCUMENTO ANEXO: 9/7/59. Carta personal de Robert F. Kennedy a Kemper Boyd.
Apreciado Kemper:
Gracias por su nota sobre el «Fantasma». Es bueno saber que un hombre del FBI, un ex seminarista, comparte mi fervor antimafia. Y lo que más me impresiona de él es que no parece querer nada. (Los chicos de seminario jesuita están educados en la abnegación y la renuncia.) Tú, en cambio, lo quieres todo. Así pues, sí: Jack y yo tenemos una propuesta para ti. (Más adelante hablaremos de los detalles y del dinero.)
Queremos que sigas en nuestra organización y que ocupes dos cargos. El primero, como jefe de despachos del papeleo legal del comité McClellan. El comité ya se ha disuelto, pero yo, como el Fantasma, sigo en la brecha. Continuemos, pues, nuestro esfuerzo antimafia y anti Hoffa. Tú podrías prestar un buen servicio ocupándote de que nuestras pruebas lleguen a las manos adecuadas para la investigación. En segundo lugar, Jack se dispone a anunciar su candidatura en enero y quiere que te encargues de la seguridad en su campaña Para las primarias y, si todo sale bien, hasta noviembre. ¿Qué te parece?
Bob
DOCUMENTO ANEXO: 13/7/59. Nota personal de Kemper Boyd a Robert F. Kennedy.
Apreciado Bob:
Acepto. Tiene razón: a diferencia del Fantasma, yo lo quiero todo. Atrapemos a Jimmy Hoffa. Y que Jack sea elegido presidente.
Kemper
DOCUMENTO ANEXO: 27/7/59. Transcripción de una llamada por un teléfono oficial del FBI: «Grabación a petición del Director» / «Clasificada CONFIDENCIAL 1-A: Acceso restringido exclusivamente al Director.» Hablan el Director J.E. Hoover y el agente especial Kemper Boyd.
JEH: Buenos días, señor Boyd.
KB: Buenos días, señor.
JEH: Su mensaje hablaba de buenas noticias.
KB: Noticias excelentes, señor. Los Hermanos me han contratado de forma más o menos permanente.
JEH: ¿En calidad de qué?
KB: Tengo que supervisar el envío del material del comité McClellan a diversos grandes jurados y agencias de investigación. Y me ocuparé de la seguridad en la campaña del Hermano Mayor.
JEH: Así pues, el Hermano Pequeño insiste en el tema Hoffa.
KB: Tarde o temprano, crucificará a ese hombre.
JEH: Es conocido que los católicos se han excedido siempre en el concepto de la crucifixión.
KB: Sí, señor.
JEH: Continuemos con el tema de los católicos cerriles. ¿El señor Littell sigue llevando una vida recta y proba?
KB: Sí, señor.
JEH: El capitán Leahy me ha enviado sus informes para la brigada Antirrojos. Según parece, está haciendo un trabajo satisfactorio.
KB: El año pasado usted le metió miedo, señor. Ahora, lo único que quiere es pasar sin más problemas el tiempo que le queda hasta la jubilación. Como ya le he dicho, Littell bebe bastante y está completamente embobado en su romance con Helen Agee.
JEH: Hablando de romances, si me permite la pregunta, ¿cómo anda su aventura con Laura Hughes?
KB: Yo no me atrevería a llamarlo aventura, señor.
JEH: Señor Boyd, está hablando usted con un artista de la mentira y maestro del subterfugio sin rival en el mundo. Por muy bueno que sea usted en el tema, y es usted brillante, yo soy mejor. Está acostándose con Laura Hughes y estoy seguro de que se tiraría a todas las hermanas Kennedy reconocidas y a la misma vieja Rose si pensara que eso lo congraciaría con Jack. Ya está. Dicho esto, ¿qué comenta la señorita Hughes de la familia?
KB: Limita sus anécdotas al padre, señor. Y es muy mordaz en sus referencias al viejo Kennedy y a los amigos de éste.
JEH: Continúe.
KB: Según parece, durante los años veinte, Joe y su viejo amigo, Jules Schiffrin, pasaban ilegales mexicanos a través de la frontera. Utilizaron a esos hombres como peones de construcción de decorados cuando Joe fue propietario de los estudios RKO. Joe y Schiffrin usaban sexualmente a las mujeres, las contrataban como criadas, les quitaban la mitad de la paga en concepto de alojamiento y alimentación y luego las entregaban a la patrulla de Fronteras y las hacían deportar. Schiffrin llevó consigo a varias mujeres cuando regresó a Chicago y abrió allí un prostíbulo que atendía exclusivamente a gángsters y políticos. Laura dice que Joe filmó clandestinamente una película en el burdel. En ella aparecía Huey Long con dos chiquitas mexicanas de pechos enormes.
JEH: La señorita Hughes es una narradora de anécdotas muy gráfica. ¿Qué dice de los Hermanos?
KB: Es bastante reservada acerca de ellos.
JEH: Igual que usted.
KB: Sí, me caen bien.
JEH: Me da la impresión de que ha puesto usted límites a su traición. Me parece que no se da cuenta de hasta qué punto está usted subyugado con esa familia.
KB: Sé mantener cada cosa en el lugar que le corresponde, señor.
JEH: Sí, eso se lo concedo. Ahora, pasemos al asunto de su emigrante cubano. ¿Recuerda que me dijo que tenía acceso al espionaje del exilio cubano?
KB: Desde luego. Pronto le enviaré un informe resumen detallado.
JEH: Laura Hughes debe de ser muy cara.
KB: ¿Señor…?
JEH: No intente hacerse el ingenuo, Kemper. Es evidente que la CIA lo ha reclutado. ¡Tres sueldos, Dios mío!
KB: Señor, sé mantener cada cosa en el lugar que le corresponde.
JEH: Desde luego que sí. Y lejos de mí perturbar ese orden. Buenos días, señor Boyd.
KB: Buenos días, señor.
DOCUMENTO ANEXO: 4/8/59. Informe del corresponsal de Hush-Hush, Lenny Sands, a Pete Bondurant.
Pete:
Resulta extraño, pero parece como si todos los homos en cautividad quisieran venir a verme últimamente, lo cual es insólito porque he estado actuando en algunas salas bastante remilgadas. Como sabes, he estado haciendo mi número de los italianos con Sal D’Onofrio. Hemos actuado en Reno, Las Vegas, Tahoe, Gardena y en unos barcos de crucero del lago Michigan donde hay salas de juego. He encontrado un montón de maricas; toda una cuadrilla de ellos. 1) El autocine Delores’, en Wilshire y La Ciénaga, Los Ángeles, sólo da trabajo a camareros maricas pluriempleados como chaperos. Un cliente asiduo del lugar es Adlai Stevenson, dos veces candidato presidencial con inclinaciones algo rojillas que el señor Hughes desaprobará, seguramente. 2) Dave Garroway, del programa de televisión Today Show, fue denunciado por abordar a chicos jóvenes en Times Square, en pleno centro de Nueva York. El asunto quedó silenciado, pero «Dave el Esclavo», como se lo conoce en el mundillo homo, fue visto recientemente en una casa de citas sólo para tíos en las afueras de Las Vegas. 3) En Tahoe conocí a un cabo interino del cuerpo de Marines fuera de servicio y me contó que conoce a un sargento de artillería que lleva un negocio de extorsión de maricas desde el campamento de Camp Pendleton. La cosa funciona así: los chaperos jóvenes y atractivos patrullan por Silverlake y el Sunset Strip atrapando homos. Los chicos les sacan una buena pasta a los clientes. Llamé al sargento y le hice llegar un billete de cien. Él me sopló el nombre de algunas celebridades que habían caído en la red. ¿Qué me dices de esto? Walter Pidgeon (30 cm de rabo) se cepilla chicos en un picadero del distrito de Los Feliz. También el ídolo británico de las matinés, Larry (¿«el Fino»?) Olivier manipulaba la ley con sus propias manos cuando sobaba a ese policía militar de los Marines en el teatro Wiltern. Entre otros homos identificados por el Cuerpo de Extorsionadores de Maricas se cuentan Danny Kaye, Liberace (¡vaya sorpresa!), Monty Clift y Leonard Bernstein, el director de orquesta. ¿Eh, te das cuenta de que empiezo a escribir con el estilo de Hush-Hush? Habrá más noticias.
Saludos,
Lenny
DOCUMENTO ANEXO: 12/8/59. Memorándum personal de Kemper Boyd a John Stanton. Marcado: CONFIDENCIAL. ENTREGA EN MANO.
John:
Unas reflexiones más acerca de Pete Bondurant, del local de la Tiger Kab y de nuestro grupo de instructores de elite.
Cuanto más pienso en ello, más veo la Tiger Kab como la posible tapadera de nuestras actividades en Miami. Discutí la idea con Fulo Machado (un antiguo castrista que ahora es un acérrimo enemigo de Fidel), coencargado de la central de la compañía y amigo íntimo del agente contratado Chuck Rogers. Machado compartió mi entusiasmo. Accedió a que Rogers se convirtiera en jefe y encargado permanente y único de la central y obtuvo la aprobación de Jimmy Hoffa, quien, con franqueza, prefiere a los blancos en los cargos de responsabilidad. Ahora, Fulo recluta gente para nosotros, entre la plantilla de la compañía de taxis. Hoffa sabe que le conviene colaborar con la Agencia. Considera Cuba nuestra causa común; un análisis muy perspicaz para un tipo tan brutal y testarudo.
Querría proponer a Fulo Machado como el quinto miembro de nuestro cuadro de mandos. También querría que permitiera usted a Rogers contratar a Tomás Obregón, Wilfredo Olmos Delsol, Teófilo Páez y Ramón Gutiérrez como conductores a jornada completa. Aunque la construcción del campamento de Blessington está casi completa, no tenemos reclutas exiliados a los que preparar allí. Hasta que lleguen más deportados, creo que será mejor dedicar nuestros hombres a reclutar voluntarios entre la comunidad cubana de Miami.
En cuanto a Bondurant… Sí, Pete (y yo) la fastidiamos en el asunto Thomas Gordean, pero Bondurant ya es empleado de Jimmy Hoffa, en calidad de apagafuegos ad hoc de la compañía de taxis. Y, por otra parte, consiguió que Santo Trafficante le escribiera una nota en la que solicitaba personalmente a la mafia que no tomase represalias contra Castro por la nacionalización de los casinos de La Habana. Bondurant envió la nota a S. Giancana, C. Marcello y J. Rosselli. Los tres estuvieron de acuerdo con los razonamientos de Trafficante. Así pues, de nuevo, unos tipos brutales y miopes colaboran con la Agencia por un elemental sentido de causa común.
Además, Bondurant es el director de hecho de una revista de escándalos que podemos utilizar como órgano de contraespionaje. Y, por último, creo que es el hombre más indicado para dirigir el campamento. No los hay más duros que él, como creo que descubrirá cualquier palurdo de la zona que le busque las cosquillas.
¿Qué opina de mis propuestas?
Kemper Boyd
DOCUMENTO ANEXO: 19/8/59. Memorándum personal de John Stanton a Kemper Boyd.
Kemper:
Tiene un mil por ciento de aciertos. Sí, Machado puede unirse al grupo. Sí, Rogers puede contratar como taxistas a Delsol, Obregón, Páez y Gutiérrez. Sí, que recluten gente en Miami. Sí, contrate a Pete Bondurant para dirigir Blessington, pero dígale que conserve también su empleo con Howard Hughes. Hughes es un posible aliado muy valioso y no queremos enemistarlo con la Agencia.
Buen trabajo, Kemper.
John
DOCUMENTO ANEXO: 21/8/59. Informe de teletipo: De la división de Inteligencia, departamento de Policía de Los Ángeles, al agente especial Ward J. Littell, FBI de Chicago. Enviado como «Correo Personal» a la dirección privada del agente Littell.
Sr. Littell:
Con relación a su pregunta telefónica sobre las actividades recientes de Salvatore D’Onofrio en Los Ángeles. Resultados:
El sujeto fue sometido a vigilancia como una conocida figura de los bajos fondos.
Fue visto tomando dinero de prestamistas independientes. Posteriores interrogatorios a tales prestamistas revelaron que el sujeto les dijo que les daría «buenas comisiones» si le enviaban gente que buscara préstamos «a lo grande». También se vio al sujeto apostando fuertes sumas en el hipódromo de Santa Anita. Los agentes encargados de la vigilancia oyeron que le decía a un individuo al que acababa de conocer: «Ya he reventado la mitad del fajo que me dio mi bujarrón.»
El sujeto fue observado comportándose de manera errática durante su visita a las mesas de juego del Lucky Nugget Casino de Gardena. A su compañero de partida, Leonard Joseph Seidelwitz (alias Lenny Sands), se le vio entrar en diversos locales de homosexuales. Debe señalarse que las escenas cómicas que representa Seidelwitz se han hecho cada vez más obscenas y más violentamente antihomosexuales.
Si necesita más información, haga el favor de comunicármelo.
Capitán James E. Hamilton
División de Inteligencia,
Departamento de Policía de Los Ángeles.
(Chicago, 23/8/59)
El amplificador convertía el murmullo de la charla en un estruendo. Littell escuchaba trivialidades de gángsters.
Había tendido los cables desde el salón del apartamento de Sal el Loco hasta el retrete del dormitorio de atrás. Los micrófonos de las paredes se acoplaban y le llegaba un vibrato de voces excesivo.
El retrete resultaba caluroso y angosto. Littell sudaba bajo los auriculares.
Hablaban Sal el Loco y el «productor de películas» Sid Kabikoff.
Sal había estado jugando de forma desenfrenada. Littell le había puesto ante las narices el teletipo de la policía de Los Ángeles que describía sus movimientos y Sal reconoció haber gastado los cincuenta y tantos mil que Littell le había dado.
El golpe de la consigna del ferrocarril seguía sin resolverse. Sal ignoraba de dónde procedía la pasta. El micrófono oculto de la sastrería trasmitía chismes y rumores sobre el tema, pero Malvaso y el Pato seguían sin una sola pista sólida.
Entonces le había llamado Jack Ruby.
—Por fin tengo a un tipo para que Sal D. lo presente a los administradores del fondo de pensiones.
Sus informadores estaban sincronizados, excepto Lenny Sands. Littell enjugó el sudor de los auriculares. Estaba hablando Kabikoff, con la voz superamplificada.
«… y Heshie dice que su cuenta de mamadas ya se acerca a las veinte mil.»
Sal el Loco: «Sid, Sid el Yiddish. Pero tú no has volado desde la jodida Tejas para comentar rumores conmigo.»
Kabikoff: «Tienes razón, Sal. Pasé por Dallas y fui a visitar a Jack Ruby. Jack me dijo: “Ve a ver a Sal D. en Chicago. Sal es la persona que debes ver si quieres conseguir un préstamo potente con cargo al fondo de pensiones. Sal es el intermediario. Él puede ponerte en contacto con Momo y los de arriba. Sal es el hombre con acceso al dinero.” Eso fue lo que me dijo Jack.»
Sal el Loco: «Dices “Momo” como si te consideraras una especie de colega suyo.»
Kabikoff: «Es como eso tuyo de hablar en yiddish. Todo el mundo quiere pensar que está relacionado. Todo el mundo quiere tener conocidos en Chicago.»
Sal el Loco: «Las calles de Chicago no están hechas para cualquiera, gordo capullo.»
Kabikoff: «Sal, Sal…»
Sal el Loco: «Sal, tócame las pelotas, comedor de salmón kosher. Y ahora explícame tu plan. Porque tiene que haber un plan; no recurrirías a un préstamo para celebrar el bar-mitsva de tu cachorrillo.»
Kabikoff: «El plan se llama películas guarras, Sal. Ya llevo un año en México, filmando películas de ésas. Tijuana, Juárez… Allí hay mucho talento y muy barato.»
Sal el Loco: «Ve al grano de una puta vez. Déjate de jodidos comentarios de turista.»
Kabikoff: «¡Eh, ya empiezo a cansarme de ese tono!»
Sal el Loco: «¿Tono? ¡Ya te daré yo tono, mameluco!»
Kabikoff: «Sal, Sal. He estado filmando porno. Se me da muy bien. De hecho, dentro de un par de días hacemos otra película en México.
»Utilizaré algunas chicas del club de Jack. Va a ser estupendo; Jack tiene un material de primera trabajando para él. Sal, Sal, no me mires de ese modo. Lo que me propongo es lo siguiente: Quiero hacer películas de acción y de horror que cumplan los requisitos legales, con actores de películas obscenas. Quiero colocar las películas legales como complemento en los programas dobles y filmar la mierda pornográfica para contribuir a amortizar costes. Sal, Sal, no pongas esa cara. Es una máquina de hacer dinero. Haré partícipes a Sam y al fondo de pensiones por el cincuenta por ciento de mis beneficios más la devolución del capital y los intereses. Este negocio tiene escrito “éxito asegurado” en las jodidas estrellas con jodido neón.»
Tras esto, hubo un silencio. Durante veintiséis segundos.
Kabikoff: «Sal, deja de mirarme así y escucha. El negocio es una máquina de hacer dinero y quiero ofrecerlo a la gente de Chicago. En cierto modo, hace tiempo que el fondo y yo nos conocemos, ¿sabes? Verás, tengo entendido que Jules Schiffrin es el contable del fondo. Ya sabes, el encargado de llevar los libros auténticos, esos que la gente ajena al círculo no conoce. Pues bien, conozco a Jules desde hace mucho tiempo. Desde los años veinte, cuando él vendía droga y empleaba los beneficios en financiar películas de la RKO, en la época en que era propiedad de Joe Kennedy. Di a Sam que le recuerde a Jules quién soy, ¿de acuerdo? Sencillamente, que le recuerde que soy un tipo de confianza y que todavía estoy conectado.»
Littell apretó los auriculares contra sus oídos. ¡Por todos los…! «Jules Schiffrin»/«el contable del fondo»/«libros auténticos».
El sudor empapaba los auriculares. Las voces crepitaban, incoherentes. Littell escribió las citas al pie de la letra en la pared del retrete.
Kabikoff: «… regreso a Tejas dentro de unos días. Toma mi tarjeta, Sal. No, toma dos y dale una a Momo. Las tarjetas de visita siempre causan buena impresión.»
Littell escuchó unas despedidas y el ruido de una puerta al cerrarse. Se quitó los auriculares y contempló las palabras de la pared. Sal el Loco se acercó. Las grasas temblaban bajo la camiseta.
—¿Qué tal he estado? He tenido que darle un poco de pisto, o no lo habría convencido de que era yo de verdad.
—Has estado bien. Ahora, vigila bien tu dinero. No vas a conseguir otro dólar de mí hasta que haya entrado en contacto con el fondo.
—¿Qué hago con Kabikoff?
—Dentro de una semana te llamaré y te diré si lo envías o no a Giancana.
—Llámame a Los Ángeles. —Sal soltó un eructo—. Llevo otro grupo organizado a Gardena.
Littell volvió la vista hacia la pared, memorizó todas y cada una de las palabras y las copió en el bloc de notas.
(Gardena, 25/8/59)
Lenny se mostró muy satisfecho y lanzó besos. Los turistas estaban encantados: más, Lenny, más, más.
Lenny detestaba a los maricas. Lenny fustigaba a los maricas como Godzilla arrasaba Tokio. Lenny arrasaba el salón del Lucky Nugget.
Pete contempló la actuación. Lenny continuó el gag: Castro, marica, se encuentra con Ike, también del ramo, en la Cumbre Mundial de Maricas. «¡Fidel! —le dice Ike—. ¡Aparta la barba de mi entrepierna ahora mismo! ¡Pero vaya puro habano tan graaande tienes!»
Los espectadores se partían de risa. Creían que aquello era una sátira política subida de tono.
Pete se aburría. Humor rancio y cerveza pasada; el Lucky Nugget era un tugurio.
Lo había enviado allí Dick Steisel. Dick tenía una queja: la basura que le había enviado Lenny últimamente era demasiado grosera para llevarla a imprenta. A Hughes y a Hoover les encantaba, pero las acusaciones de homosexualidad sin pruebas podían enterrar la revista.
«¡Fidel! ¡Pásame la vaselina y renovaremos relaciones diplomáticas! ¡Fidel! ¡Las almorranas me arden como un campo de caña de la United Fruit!»
Kemper Boyd opinaba que Lenny tenía talento. Kemper tenía una idea: ¡Difundamos odio anticastrista a través de Hush-Hush!
Lenny podía escribir los artículos. Lenny había tratado con Batista; conocía el terreno y el estilo… y los comunistas cubanos no podían querellarse contra la revista.
Lenny siguió contando chistes. Pete pasó la sesión nocturna de su película de recuerdos. La imagen de AQUEL MOMENTO surgió en su mente en tecnicolor.
Allí estaba Tom Gordean, muerto. Y Boyd, sonriente. Y una maleta llena de acciones de la United Fruit.
Habían cerrado el trato allí mismo, junto al cuerpo. Habían alquilado una habitación en un motel y, tras disparar un tiro, habían dejado a Gordean en la posición de un suicida. Y los estúpidos policías de Key West se lo habían tragado.
Boyd vendió los valores. Sacaron 131.000 dólares cada uno. Se encontraron en el Distrito Federal para el reparto.
—Te puedo meter en ese asunto cubano —dijo Boyd—, pero tardaremos meses, probablemente. Tendré que explicar la misión Gordean como un fiasco.
—Cuéntame más —dijo Pete.
—Vuelve a Los Ángeles —respondió Boyd—, haz tu trabajo para Hush-Hush y cuida de Howard Hughes. Creo que Cuba y la suma de nuestros contactos puede hacernos ricos a los dos.
Pete tomó el avión de regreso e hizo lo que Kemper había indicado. Le dijo a Hughes que quizá tendría que tomarse unas vacaciones muy pronto.
Hughes se enfureció al oírlo. Pete le quitó el enfado con una dosis de codeína. Se le hacía la boca agua con la causa cubana. Quería participar con todas sus fuerzas. Santo Trafficante había sido expulsado de Cuba el mes anterior y había comentado por todas partes que era necesario dar por el culo a Castro por sus crímenes contra las ganancias de los casinos.
Boyd se refería a la compañía de taxis como «una posible base de lanzamiento». Boyd tenía un vívido y palpitante sueño erótico: que Jimmy Hoffa vendía la Tiger Kab a la Agencia. Chuck Rogers lo llamaba una vez a la semana. Decía que la empresa funcionaba sin problemas. Jimmy Hoffa le enviaba su cinco por ciento cada mes… y no tenía que hacer absolutamente nada para ganárselo.
Boyd había obligado a Rogers a contratar a sus protegidos cubanos: Obregón, Delsol, Páez y Gutiérrez. Chuck despidió a los seis conductores procastristas en nómina. Los muy jodidos se marcharon profiriendo amenazas de muerte.
Ahora, Tiger Kab era ciento por ciento anticastrista.
Lenny terminó su actuación con un comentario sobre Adlai Stevenson, el rey de los ladrones de cagarrutas. Pete se ocultó tras el público que ovacionaba puesto en pie.
Los turistas adoraban a su Lenny. Lenny pasó entre ellos como una prima donna de visita en un barrio bajo.
Pete notó un intenso hormigueo en sus antenas y le asaltó una idea, coherente con aquella sensación: ¿por qué no seguir al pequeño animador de espectáculos?
Condujeron hacia el norte, con tres coches de separación entre ambos. El Packard de Lenny tenía una gran antena flexible que Pete utilizaba como referencia. Tomaron por Western Avenue hasta el casco urbano de Los Ángeles. Lenny se desvió hacia el oeste por Wilshire y hacia el norte por Doheny. El tráfico se había hecho más fluido y Pete puso más distancia entre los coches.
Lenny dobló hacia el este en Santa Mónica. Pete fue reconociendo la serie de bares de maricas: el 4-Star, el Klondike, algunos locales nuevos… Todo aquello quedaba ya en el recuerdo; en sus tiempos de comisario de la Policía local, había extorsionado todos y cada uno de los tugurios de aquella calle.
Lenny se pegó al bordillo y avanzó muy despacio. Dejó atrás el Tropics, el Orchid y el Larry’s Lasso Room.
Lenny, no consumas tu odio de forma tan descarada.
Dos coches por detrás, Pete redujo la marcha. Lenny se detuvo en el aparcamiento trasero de Nat’s Nest.
El Gran Pete tiene rayos X en los ojos. El Gran Pete es como Superman.
Pete dio la vuelta a la manzana y cruzó el aparcamiento. El coche de Lenny estaba cerca de la salida trasera. Pete escribió una nota:
Si tienes suerte, envíalo a casa. Reúnete conmigo en el autorrestaurante Stan’s, en Sunset y Highland. Estaré allí hasta la hora de cierre de los bares.
Pete B.
Dejó la nota en el parabrisas del coche de Lenny. Pasó por delante un maricón que lo miró de arriba a abajo.
Cenó en el coche. Pidió dos hamburguesas con chile, patatas fritas y café. Las camareras pasaban junto a los vehículos con sus patines. Llevaban leotardos, camisetas ceñidas y sujetadores que elevaban sus senos.
Gail Hendee solía llamarlo mirón. Y a Pete siempre le desconcertaba que una mujer señalara sus vergüenzas.
Las camareras estaban muy bien. Llevar las bandejas patinando de un lado a otro las mantenía esbeltas y en forma.
La rubia que llevaba los helados con crema caliente habría sido un buen cebo para extorsiones.
Pete pidió pastel de melocotón y se lo trajo la rubia. Lenny se acercó al coche de Pete, abrió la puerta del copiloto y se instaló en el asiento. Tenía un aire estoico. La prima donna era un pequeño bujarrón duro de pelar.
Pete encendió un cigarrillo.
—Me dijiste que eras demasiado inteligente para intentar joderme. ¿Sigues pensando igual? —dijo.
—Sí.
—¿Es esto lo que Kemper Boyd y Ward Littell tienen contra ti?
—¿«Esto»? Sí, «esto».
—No me lo creo, Lenny, y no creo que a Sam Giancana le importe a la larga. Me parece que podría llamar a Sam ahora mismo y decirle, «Lenny Sands se acuesta con tíos», y se quedaría perplejo durante un par de minutos, pero luego digeriría la información. Me parece que si Boyd y Littell intentaran apretarte las tuercas con eso, tú tendrías las luces y las pelotas necesarias para quitártelos de encima.
Lenny se encogió de hombros.
—Littell habló de contárselo a Sam y a la policía —repuso.
—No me lo trago. —Pete dejó caer el cigarrillo en su vaso de agua—. Bueno, ¿ves esa morenita que va patinando por allí?
—La veo.
—Pues quiero que me digas con qué te exprimen Boyd y Littell antes de que la chica llegue a ese Chevrolet azul.
—Supongamos que no puedo recordarlo…
—Entonces, da por hecho que todo cuanto has oído sobre mí es verdad y empieza aquí mismo.
Lenny sonrió al estilo prima donna.
—Yo maté a Tony Iannone y Littell me tiene cogido con eso.
Pete soltó un silbido.
—Estoy impresionado. Tony era un tipo duro.
—No me halagues, Pete. Sólo dime qué piensas hacer al respecto.
—Nada. Toda esta mierda secreta no saldrá de aquí.
—Intentaré creerlo.
—Puedes creerte una cosa: Littell y yo nos conocemos desde hace tiempo y no me cae bien. Boyd y yo somos amigos, pero Littell es otra cosa. No puedo apretarle las clavijas sin fastidiar a Boyd pero, si alguna vez se pone demasiado chulo contigo, entonces házmelo saber.
Lenny montó en cólera y cerró los puños:
—No necesito protectores. No soy de esa clase de…
Las camareras se acercaron zigzagueando. Pete bajó el cristal de la ventanilla buscando un poco de aire fresco.
—Tienes credenciales, Lenny. Lo que hagas en tu tiempo libre es cosa tuya.
—Eres un tipo esclarecido.
—Gracias. Ahora, ¿te apetece decirme qué o a quién estás espiando por cuenta de Littell?
—No.
—¿Así de simple? ¿Sin más?
—Quiero seguir trabajando para ti. Déjame salir de aquí con algo, ¿de acuerdo?
Pete quitó el seguro de la puerta del copiloto.
—Se acabaron las historias de maricas para Hush-Hush. De ahora en adelante, escribirás exclusivamente material anticomunista contra Castro. Quiero que escribas directamente para la revista. Te conseguiré un poco de información y tú inventas el resto de la basura. Tú has estado en Cuba y conoces las ideas políticas del señor Hughes. Empieza por ahí.
—¿Eso es todo?
—Como no te apetezca tomar postre y café…
Lenny Sands se acuesta con tíos. Howard Hughes le presta dinero al hermano de Dick Nixon. Mierda secreta.
El Gran Pete busca una mujer. Preferible con experiencia en extorsión, aunque no es imprescindible.
El jodido teléfono sonó demasiado temprano. Pete descolgó:
—Sí.
—Soy Kemper.
—Mierda, Kemper, ¿qué hora es?
—Estás contratado, Pete. Stanton se encarga de colocarte en la situación de contrato inmediato. Vas a dirigir el campamento de Blessington.
Pete se frotó los ojos.
—Ésa es la parte oficial, pero ¿qué hay de nosotros?
—Nosotros vamos a facilitar una colaboración entre la CIA y la delincuencia organizada.
(Nueva York, 26/8/59)
Joe Kennedy repartió pasadores de corbata con el sello presidencial. La suite del hotel Carlyle adquirió un ficticio esplendor presidencial.
Bobby parecía aburrido. Jack, divertido. Kemper se ajustó la corbata.
—Kemper es un ladrón —comentó Jack.
—Hemos venido a hablar de la campaña, ¿recuerdas?
Kemper se cepilló una pelusa de los pantalones. Llevaba un traje de lino rayado y botas blancas. Joe lo calificó de vendedor de helados sin trabajo.
A Laura le encantaba el conjunto. Kemper se lo había comprado con dinero de las acciones robadas. Era una buena indumentaria para una boda veraniega.
—Estos pasadores me los dio Franklin D. Roosevelt. Los he conservado porque sabía que algún día sería anfitrión de una reunión como la de hoy.
Joe deseaba que aquello fuera todo un acontecimiento. El mayordomo había dispuesto unos bocados en un aparador, cerca de los asientos.
Bobby se aflojó el nudo de la corbata.
—Mi libro se publicará en tapas duras en febrero, un mes después de que Jack haga el anuncio. La edición en rústica saldrá en julio, por la época de la convención. Espero que la obra ponga en su justa perspectiva toda esta cruzada contra Hoffa. No queremos que la relación de Jack con el comité McClellan le perjudique entre los sindicatos.
—Ese condenado libro está ocupando todo tu tiempo —dijo Jack con una carcajada—. Deberías conseguirte un negro. Yo lo hice y gané el premio Pulitzer.
Joe extendió caviar sobre una galleta salada.
—He oído que Kemper prefiere que su nombre no aparezca en el texto. Una lástima, porque podías haberlo titulado «El vendedor de helados infiltrado».
—Ahí fuera hay un millón de ladrones de coches que me odian, señor Kennedy —Kemper jugó con el pasador de corbata—. Preferiría que no supieran a qué me dedico.
—Kemper es uno de esos hombres furtivos… —comentó Jack.
—Sí, y Bobby podría aprender de él —asintió Joe—. Ya lo he dicho mil veces y lo diré otras mil. Esa inquina contra Jimmy Hoffa y contra la mafia es absurda. Puede que un día necesites a esa gente para que te ayude a conseguir votos, y ahora no haces sino añadir el insulto a la injuria al escribir un libro, además de perseguirla por medio del maldito comité. Kemper juega sus cartas con discreción, Bobby. Podrías aprender de él.
—Disfruta de este momento, Kemper —dijo Bobby con una risilla—. Ver a papá contradecir a sus hijos y ponerse del lado de alguien ajeno a la familia, en presencia de éste, es algo que sólo sucede una vez cada década.
Jack encendió un habano.
—Sinatra es amigo de esos gángsters —comentó—. Si los necesitamos, podemos utilizarlo de intermediario.
—Frank Sinatra es un gusano, un cobarde y un soplón. —Bobby descargó un puñetazo sobre el cojín de un asiento—. ¡Nunca haré tratos con esa escoria maleante!
Jack puso los ojos en blanco. Kemper lo tomó como una invitación a hacer de mediador.
—Creo que el libro tiene posibilidades. Supongo que podemos distribuir ejemplares entre los miembros de los sindicatos durante las primarias, y con ello ganar algunos puntos. Trabajando para el comité he hecho un montón de conocidos entre las fuerzas del orden y creo que podemos forjar una alianza de fiscales de distrito nominalmente republicanos presentando las credenciales que tiene Jack por la lucha contra la delincuencia.
—El revientabandas es Bobby, no yo —Jack expulsó el humo del habano en aros consecutivos.
—Pero usted estaba en el comité.
—Te proporcionaré una imagen heroica, Jack —dijo Bobby con una sonrisa—. No diré que tú y papá fuisteis blandos con Hoffa…
Todos sonrieron, Bobby cogió un puñado de canapés. Joe carraspeó.
—Kemper —dijo a éste—, el principal motivo de invitarte a esta reunión era hablar de J. Edgar Hoover. Tenemos que tratar la situación ahora, porque esta noche doy una cena en el Pavillon y tengo que prepararme.
—¿Se refiere a los expedientes que tiene Hoover sobre cada uno de ustedes?
—En concreto —intervino Jack con un gesto de asentimiento—, pensaba en un romance que tuve durante la guerra. He oído que Hoover se convenció de que la mujer era una espía nazi.
—¿Se refiere a Inga Arvad?
—Exacto.
—Sí, el señor Hoover tiene documentado ese episodio. —Kemper cogió uno de los canapés de Bobby—. Hace unos años se jactó de ello delante de mí. ¿Puedo hacer una sugerencia y aclarar algo?
Joe asintió. Jack y Bobby se sentaron al borde de sus sillas. Kemper se inclinó hacia ellos.
—Estoy seguro de que el señor Hoover sabe que he estado trabajando para el comité. Y seguro que está decepcionado de que no me haya puesto en contacto con él. Déjenme restablecer la comunicación y decirle que trabajo para ustedes. Y dejen que le asegure que Jack no piensa cesarlo como director del FBI si sale elegido.
Joe asintió. Jack y Bobby asintieron.
—Me parece una maniobra muy inteligente y cauta. Y, ya que me conceden su atención, me gustaría tratar en este momento el tema cubano. Eisenhower y Nixon se han declarado contrarios a Castro y he pensado que Jack también debería establecer ciertas credenciales anticastristas.
Joe jugó con el pasador de la corbata antes de responder.
—Todo el mundo empieza a odiar a Castro —dijo—. No veo que Cuba haya de ser un tema de discusión.
—Papá tiene razón —asintió Jack—. Pero he pensado que podría enviar allí unos cuantos marines, si soy elegido.
—Cuando seas elegido —le corrigió Joe.
—Exacto. Enviaré unos cuantos marines a liberar los prostíbulos. Kemper puede mandar las tropas. Haré que establezca una punta de lanza en La Habana.
—No olvides tu lanza, Kemper… —Joe le guiñó un ojo.
—No, señor. Y, hablando en serio, los tendré al corriente del tema cubano. Conozco a varios ex agentes del FBI con buenos contactos anticastristas.
Bobby se apartó el cabello de la frente.
—Hablando de hombres del FBI, ¿cómo está el Fantasma?
—En pocas palabras, es un tipo persistente. Sigue tras los libros de contabilidad del fondo de pensiones, pero no avanza gran cosa.
—Pues a mí empieza a parecerme patético.
—No lo es, créame.
—¿Puedo conocerlo?
—No, hasta que el hombre se jubile. Tiene miedo del señor Hoover.
—Todos lo tenemos —comentó Joe.
Hubo una carcajada general.
El St. Regis era un Carlyle de una categoría sólo ligeramente inferior. La suite de Kemper era sólo un tercio de la de los Kennedy. También tenía una habitación en un hotel modesto, más allá de la calle Cuarenta Oeste. Era allí donde Jack y Bobby se ponían en contacto con él.
Fuera hacía un calor agobiante. En la suite la temperatura era perfecta: unos veinte grados. Kemper escribió una nota al señor Hoover para confirmarle que, si salía elegido, Jack Kennedy no lo despediría.
Cuando hubo terminado, se dedicó a jugar al abogado del diablo. Era su ritual de costumbre tras una reunión con los Kennedy.
Un incrédulo desconfiaría de sus viajes. Un incrédulo dudaría de sus complejas fidelidades. Se puso trampas lógicas a sí mismo y se libró de ellas con brillantez.
Aquella noche vería a Laura para cenar y asistir a un recital en el Carnegie Hall. Después, Laura ridiculizaría el estilo del pianista y practicaría sin cesar la pieza que había provocado el entusiasmo del público. Era la quintaesencia de los Kennedy: compite, pero no lo hagas en público si no es para ganar. Laura era medio Kennedy, y era mujer: poseía el espíritu competitivo, pero no tenía la sanción familiar. Sus medio hermanas se casaban con perseguidores de faldas y les guardaban fidelidad; Laura tenía líos. Y decía que Joe amaba a sus chicas pero que en el fondo las consideraba negras.
Ya llevaba siete meses con Laura. Los Kennedy no tenían la menor idea de su relación. Se lo diría cuando se formalizara un compromiso.
Se quedarían perplejos y, después, aliviados. Lo consideraban un hombre de fiar y sabían que mantenía cada cosa en su sitio.
A Laura le encantaban los hombres duros y las artes. Era una mujer solitaria, sin amigos de verdad, excepto Lenny Sands. Laura era un ejemplo de la amplísima órbita de los Kennedy: un lagarto de salón con amigos en los bajos fondos dio lecciones de dicción a Jack y forjó después un vínculo con su medio hermana.
Era un vínculo que lo ponía en el filo de la navaja. Lenny podía contarle cosas a Laura. Lenny podía contarle historias espeluznantes.
Laura no mencionaba nunca a Lenny, pese a que había sido éste quien había facilitado el encuentro entre ellos. Probablemente hablaba con Lenny por teléfono.
Lenny era voluble. Un Lenny irritado o asustado podía decir: «El señor Boyd hizo que el señor Littell me diera una paliza. El señor Boyd y el señor Littell son dos asquerosos extorsionadores. El señor Boyd me consiguió el trabajo en Hush-Hush, que es un empleo de lo más asqueroso.»
Sus temores respecto a Lenny alcanzaron el punto culminante a finales de abril.
Los interrogatorios en Boynton Beach descubrieron a dos tipos que entrañaban un riesgo para la seguridad: un pederasta y un proxeneta homosexual. Las normas de la CIA indicaban que debían ser eliminados. Se los llevó a las marismas de Florida y acabó con ellos a tiros.
El proxeneta lo vio venir y se puso a suplicar. Boyd le disparó en la boca para sofocar sus gemidos.
Le contó a Claire que había matado a dos hombres a sangre fría. Ella respondió con tópicos anticomunistas.
Lo del proxeneta le recordó a Lenny. Lo del proxeneta le provocaba un pálpito de abogado del diablo, en el sentido de que no podría escapar de todo aquello a base de mentiras.
Lenny podía echar a perder su relación con Laura, pero ejercer más presión sobre él podía ser contraproducente: Lenny era muy voluble.
No había ninguna solución estereotipada para el tema Lenny. Si acaso, podía ser de utilidad aliviar la soledad de Laura; así se sentiría menos inclinada a ponerse en contacto con Lenny.
Hizo que Claire acudiera desde Tulane y le presentó a Laura a mediados de mayo. Claire quedó deslumbrada con Laura, una chica sofisticada y de gran ciudad, que le llevaba diez años. Surgió la amistad entre ambas y se pasaban el día conversando por teléfono. Claire acompañaba a Laura algunos fines de semana, con abundantes conciertos y visitas a museos.
Kemper viajaba para ganarse sus tres pagas. Su hija hacía compañía a su futura prometida.
Laura le contó toda su historia a Claire. La muchacha la animó sin querer revelárselo todo. Claire se quedó asombrada: su padre podía convertirse algún día en el cuñado secreto del Presidente.
Kemper hizo de alcahuete para el posible futuro Presidente. Jack repasó su libretita negra y abordó a un centenar de mujeres en los seis meses siguientes. Sally Lefferts tachó a Jack de violador de facto. «Te lleva a un rincón y te suelta galanterías hasta que te pones completamente ruborizada. Te convence de que decirle “no” te convertiría en la mujer más despreciable que ha pisado el mundo.»
La libretita negra estaba casi vacía. El señor Hoover podía indicarle que proporcionara a Jack una cita con alguna chica preparada por el FBI.
Podía suceder. Si la campaña de Jack cobraba buenas perspectivas, el señor Hoover podía limitarse a ordenarle que lo hiciera. Sonó el teléfono. Kemper lo descolgó al segundo timbrazo.
—¿Sí?
Escuchó el crepitar de una conferencia de larga distancia.
—¿Kemper? Soy Chuck Rogers. Estoy en la central de taxis y ha sucedido algo que he creído que deberías saber.
—¿De qué se trata?
—Esos procastristas que despedí se presentaron anoche y dispararon contra el aparcamiento. Tuvimos mucha suerte de que nadie resultara herido. Fulo dice que, en su opinión, esa gente tiene un escondrijo cerca, en alguna parte.
Kemper se desperezó en el sofá.
—Bajaré ahí dentro de unos días —dijo—. Solucionaremos las cosas.
—¿Solucionaremos las cosas? ¿Cómo?
—Quiero convencer a Jimmy de que venda la compañía a la Agencia. Ya lo verás. Verás cómo arreglamos algo con él.
—Yo digo que nos mostremos firmes. No podemos perder prestigio ante la comunidad cubana dejando que unos cabronazos comunistas nos tiroteen.
—Les enviaremos un mensaje, Chuck. No quedarás defraudado.
Kemper abrió con su llave. Laura había dejado abiertas las puertas de la terraza. Los focos de un concierto llenaban de destellos Central Park.
Era demasiado sencillo y demasiado bonito. Kemper había visto unas fotos tomadas en Cuba que le hacían sentirse humillado.
En ellas aparecían los edificios de la United Fruit en llamas, ante un cielo nocturno. Las imágenes eran fascinantes en su crudeza.
Algo le dijo: repasa las facturas telefónicas de Laura.
Rebuscó en los cajones del estudio hasta encontrarlas. Laura había llamado a Lenny Sands once veces en los últimos tres meses.
Algo le dijo: convéncete con más rotundidad.
Muy probablemente, no era nada. Laura no mencionaba nunca a Lenny y su conducta no despertaba la menor sospecha.
Algo le dijo: oblígala a explicarse.
Se sentaron a tomar unos martinis. Laura venía bronceada por el sol tras un largo día de compras.
—¿Cuánto hace que esperabas?
—Casi una hora —respondió Kemper.
—Te he llamado al St. Regis, pero la telefonista me ha dicho que ya habías salido.
—Me apetecía caminar.
—¿Con este bochorno?
—Tenía que ver si había algún mensaje en el otro hotel.
—Podías llamar a recepción y preguntar.
—Me gusta aparecer por allí a menudo.
—Mi amante es un espía… —dijo Laura con una carcajada.
—Desde luego que no.
—¿Qué diría mi familia no oficial si supiera que tienes una suite en el St. Regis?
—Consideraría que tengo espíritu de imitador, y se preguntaría cómo puedo permitírmelo —respondió Kemper riéndose.
—Yo también me lo he preguntado. Tu pensión del FBI y el sueldo de la familia no son tan generosos.
Kemper le puso una mano en las rodillas.
—He tenido suerte en la Bolsa. Ya te lo dije, Laura. Si sientes curiosidad, pregunta.
—Está bien, lo haré. Pero nunca me habías dicho que te gustara dar paseos; ¿cómo es, pues, que has escogido el día más caluroso del año para éste?
Kemper dejó que una bruma empañara sus ojos.
—Pensaba en mi amigo Ward, en los paseos que dábamos a la orilla del lago, en Chicago. Últimamente lo he echado de menos y creo que he confundido el clima del Lakefront de Chicago con el de Manhattan. ¿Qué tienes? Te veo triste.
—¡Oh! Nada, no es nada.
Ella picó en el cebo. El comentario de Kemper sobre su amigo de Chicago la había atrapado.
—¿Cómo que «¡Oh! Nada»? Laura…
—No, de veras. No es nada.
—Laura…
Ella se apartó de él.
—¡Que no es nada, Kemper!
Él suspiró y simuló una exasperación rotunda y mortificada.
—¡Claro que sí! ¡Es Lenny Sands! Algo que he dicho te ha recordado a Lenny.
Laura se relajó. Estaba tragándose todo aquel envoltorio verbal.
—Bueno, cuando me dijiste que conocías a Lenny te mostraste evasivo, y no he hablado de él porque creí que quizá te molestaría.
—¿Lenny te contó que me conocía?
—Sí. A ti y a otro hombre del FBI, de quien no sabía el nombre. Lenny no quiso contarme más detalles, pero noté que tenía miedo de ti y de tu compañero.
—Lo ayudamos a salir de un buen aprieto, Laura. Por un precio. ¿Quieres que te cuente cuál fue ese precio?
—No. No quiero saberlo. Qué mundo tan asqueroso éste, en el que Lenny vive tan… y…, en fin, es sólo que tú vives en suites de hotel y trabajas para mi casi familia y sabe Dios para quién más. Ojalá pudiéramos ser más francos, más abiertos, de alguna manera.
Sus ojos convencieron a Kemper de ir a por todas. Era una maniobra sumamente arriesgada, pero así se forjaban las leyendas.
—Ponte ese vestido verde que te regalé.
El Pavillon era todo brocados de seda y luces de velas. Una multitud que luego acudiría al teatro llegaba vestida de punta en blanco.
Kemper soltó cien dólares al maître. Un camarero los condujo al salón privado de la familia.
El tiempo se detuvo. Kemper colocó a Laura a su lado y abrió la puerta.
Joe y Bobby levantaron la vista y se quedaron paralizados. Ava Gardner bajó su vaso a cámara lenta.
Jack sonrió.
Joe dejó caer el tenedor. El suflé estalló y la salsa de chocolate salpicó a Ava Gardner en el corpiño.
Bobby se puso en pie y cerró los puños. Jack agarró a su hermano por la faja y lo obligó a sentarse otra vez.
Jack soltó una carcajada y murmuró, «Más pelotas que sesos», o algo así.
Joe y Bobby estaban incandescentes, radiactivamente irritados. El tiempo se detuvo. Ava Gardner parecía más pequeña al natural.
(Dallas, 27/8/59)
Alquiló una suite en el hotel Adolphus. La alcoba daba al lado sur de Commerce Street y al Carousel, el club de Jack Ruby.
Kemper Boyd siempre decía NO SEAS TACAÑO EN EL ALOJAMIENTO PARA LA VIGILANCIA.
Littell observó la puerta con los prismáticos. Eran las cuatro de la tarde y no había CHICAS STRIPTEASE EN VIVO hasta las seis.
Había comprobado las reservas para el vuelo de Chicago a Dallas. Sid Kabikoff había volado a Dallas el día anterior. Su itinerario incluía el alquiler de una furgoneta y su destino final era McAllen, Tejas, un pueblo pegado a la frontera mexicana. Se dirigía allí a filmar una película guarra. Le había dicho a Sal el Loco que iba a hacerla con chicas del club de Jack Ruby.
Littell llamó en mal momento. Tuvo un acceso de tos cuando hablaba con el capitán Leahy. Compró el pasaje de avión bajo seudónimo. Kemper Boyd siempre decía BORRA TUS HUELLAS.
Kabikoff le había dicho a Sal el Loco que los libros «auténticos» del fondo sindical efectivamente existían. Le había dicho que los llevaba Jules Schiffrin, y que éste y Joe Kennedy eran viejos conocidos.
Tenía que tratarse de una relación provechosa por cuestión de negocios. Joe Kennedy era un lince en asuntos de negocios.
Littell observó con atención la puerta del local. Forzar la vista le causó un intenso dolor de cabeza. Ante el club Carousel se formó un grupo de gente.
Tres muchachos musculosos y tres mujeres de aspecto vulgar. Y Sid Kabikoff en persona, gordo y sudoroso.
Todos se saludaron y encendieron unos cigarrillos. Kabikoff estrechó manos con gesto efusivo.
Jack Ruby abrió la puerta. Por ella salió corriendo un Dachshund. El perro salchicha dejó un regalito en mitad de la acera y Ruby empujó las defecaciones hasta la cuneta con la punta del zapato.
El grupo pasó adentro. Littell distinguió una entrada trasera.
La puerta de esa entrada posterior sólo estaba cerrada con un gancho que ajustaba la hoja al marco. Tras ella, un camerino conectaba con el club propiamente dicho.
Cruzó la calle y se coló en el aparcamiento. Allí sólo había un coche: un Ford del 56, descapotable, con la capota bajada. El permiso de circulación estaba adherido a la columna de la dirección. El propietario era un tal Jefferson Davis Tippit.
Unos perros se pusieron a ladrar. Ruby debería cambiar el nombre de aquel tugurio y llamarlo «La Perrera». Littell llegó hasta la puerta e hizo saltar el gancho con el cortaplumas.
El camerino estaba a oscuras. Una rendija de luz atravesaba la estancia. Avanzó de puntillas hasta la rendija en medio de una fetidez perruna y aromas de perfume. La luz procedía de una puerta de paso que había quedado entreabierta.
Llegaron hasta él unas voces superpuestas y distinguió la de Ruby, la de Kabikoff y la de un individuo con marcado acento tejano.
Pegó el ojo a la rendija iluminada y vio, efectivamente, a Ruby y Kabikoff en compañía de un policía uniformado de Dallas. Los tres estaban junto a una pasarela de striptease.
Littell estiró el cuello y su campo de visión se amplió. La pasarela estaba llena. Vio a cuatro chicas y cuatro chicos, todos en cueros.
—¿Verdad que es un espectáculo espléndido, J.D.? —comentó Ruby.
—Sólo puedo hablar de las mujeres —respondió el agente—, pero en conjunto debo darte la razón.
Los chicos se estimularon. Las chicas acogieron sus erecciones con exclamaciones de admiración. Tres perros salchicha retozaban en la pasarela. Kabikoff soltó una risilla.
—Jack, eres mejor cazatalentos que Major Bowes y Ted Mack juntos. El ciento por ciento, Jack. No voy a rechazar a ninguno de estos encantos.
—¿Cuándo nos encontramos? —preguntó el agente J.D.
—Mañana por la tarde —apuntó Kabikoff—. A las dos, pongamos. Nos encontramos en la cafetería del motel Sagebrush, en McAllen, y vamos desde allí al rodaje. ¡Una audición perfecta! ¡Todas deberían ser así!
Uno de los chicos llevaba un tatuaje en el pene. Dos de las chicas tenían magulladuras y cicatrices de navajazos.
Se inició una pelea entre los perros y Jack Ruby chilló:
—¡No, niños, no!
Littell encargó la cena al servicio de habitaciones: filete, ensalada César y una botella de Glenlivet. Era malgastar el botín y una ostentación más propia del estilo de Kemper que del suyo.
Tres tragos de whisky le aguzaron el ingenio. El cuarto le dio la certeza. Uno más le hizo llamar a Los Ángeles, a Sal el Loco.
Sal agarró una pataleta: necesito dinero, dinero, dinero.
—Intentaré conseguirlo— respondió Littell.
—Esfuérzate en lograrlo —dijo Sal.
—De acuerdo. Ahora, quiero que presentes a Kabikoff como aspirante a un préstamo del fondo. Llama a Giancana y organiza un encuentro. Llama a Sid con treinta y seis horas de plazo y confirma la cita.
Sal tragó saliva. Sal rezumaba miedo. Littell repitió que intentaría conseguirle dinero.
Sal accedió a lo que le pedía. Littell colgó antes de que empezara a suplicarle de nuevo. No le dijo a Sal que sólo le quedaban ochocientos dólares del botín.
Dejó aviso de que lo despertaran a las dos de la madrugada. Sus oraciones le llevaron un buen rato: Bobby Kennedy tenía una familia muy numerosa.
El viaje duró once horas. Llegó a McAllen con dieciséis minutos de margen.
El sur de Tejas era puro calor y humedad. Littell salió de la autovía e hizo inventario de lo que llevaba en el asiento trasero. Había un álbum de fotos con las hojas en blanco, doce rollos de cinta adhesiva y una cámara Polaroid Land con una lente zoom Rolliflex de largo alcance. También llevaba cuarenta cajas de película en color para la cámara, un pasamontañas y un flash del FBI de contrabando.
Era un equipo móvil de recogida de pruebas con todo lo necesario.
Littell se sumó de nuevo al tráfico y distinguió el motel Sagebrush, un grupo de bungalós en forma de herradura junto a la calle principal.
Redujo la marcha y aparcó delante de la cafetería. Puso el coche en punto muerto y esperó con el aire acondicionado conectado.
J.D. Tippit llegó a las 2.06. Su descapotable iba sobrecargado: seis jóvenes cachondos ocupaban los asientos y el equipo de filmación sobresalía del portaequipajes.
Todos entraron en la cafetería. Littell sacó una foto con el zoom para captar el momento. La cámara emitió un zumbido. La fotografía asomó por la rendija y se reveló en su mano en menos de un minuto.
Admirable…
Kabikoff se detuvo ante la puerta e hizo sonar el claxon. Littell tomó una foto de la matrícula.
Tippit y los actores asomaron con unos refrescos, se repartieron en los coches y pusieron rumbo al sur.
Littell contó hasta veinte y los siguió. El tráfico era fluido. Recorrieron varias calles durante cinco minutos y llegaron al punto fronterizo en un abrir y cerrar de ojos. Un aduanero les franqueó el paso. Littell tomó una fotografía para situar la escena: dos coches camino de violar leyes federales.
México era una prolongación polvorienta de Tejas. Los coches avanzaron a través de un largo rosario de aldeas de cabañas de latón. Un coche se situó detrás del descapotable de Tippit. Littell lo aprovechó como pantalla protectora.
Continuaron la marcha hacia las montañas cubiertas de matorrales. Littell se concentró en la antena con la cola de zorro del coche del policía. El camino era mitad de polvo y mitad asfaltado; la grava crujía bajo los neumáticos.
Kabikoff se desvió hacia la derecha al llegar a un rótulo en el que se leía: «Cuartel de la Policía del Estado.» Tippit siguió a Kabikoff. El camino era de tierra y los coches levantaron nubes de polvo mientras ascendían uno tras otro la ladera de una colina sembrada de rocas.
Littell se quedó en la vía principal y continuó la marcha. A unos cincuenta metros, montaña arriba, vio unos árboles que ofrecían un buen refugio: una arboleda tupida de pinos achaparrados desde la que podría tomar fotos.
Frenó y aparcó fuera del camino. Metió el equipo en una bolsa de lona y camufló el coche con ramas y matorrales.
Le llegó el eco de unas voces. Procedían del otro lado de la montaña, cerca de la cumbre. Siguió el sonido y arrastró el equipo por una pendiente de cuarenta y cinco grados. Desde la cima se dominaba un claro de tierra apisonada. Era un puesto de observación espléndido.
El «Cuartel» era una barraca de techo de hojalata. Junto a ella habían aparcado varios coches de la Policía del Estado mexicana, Chevrolets y viejos Hudson Hornets.
Tippit transportaba latas de película, el gordo Sid estaba untando a los policías mexicanos y los actores masculinos observaban a unas mujeres esposadas.
Littell se agazapó tras un arbusto y preparó el equipo. El zoom le permitió tomar primeros planos. Vio las ventanas de la chabola abiertas de par en par, los colchones instalados en el interior, y distinguió las camisas negras policiales, con los galones en las mangas. Los coches de los policías tenían fundas de piel de leopardo en los asientos. Las mujeres llevaban pulseras de identificación de reclusas.
El grupo se dispersó. Los camisas negras quitaron las esposas a las mujeres. Kabikoff llevó el equipo al interior del cuartel.
Littell se puso a trabajar. El calor hacía que le flojearan las piernas. El zoom lo acercó mucho a la acción.
Tomó fotos y contempló cómo se revelaban. Luego, las guardó en ordenados montones dentro de la bolsa de lona.
Fotografió a las chicas abrazadas sobre un colchón y a Sid Kabikoff instándolas a montar una escena lésbica.
Fotografió penetraciones obscenas. Fotografió escenas con consoladores. Fotografió a los actores azotando a las mujeres mexicanas hasta hacerlas sangrar.
La Polaroid le proporcionó primeros planos instantáneos. El gordo Sid quedaba incriminado —en color y en papel brillante— en los siguientes delitos: conducta depravada con soborno, agresión con abuso de autoridad, realización de filmaciones pornográficas para su venta en otros estados, violación de nueve estatutos federales.
Littell disparó las cuarenta cajas de película que había traído. A su alrededor, el sudor empapaba el suelo.
Kabikoff quedó retratado en pleno delito: trata de blancas, violación de la ley Mann, complicidad en secuestro y agresión sexual.
¡Foto!: un descanso para tomar algo; los policías cociendo tortillas sobre el capó de un coche patrulla.
¡Foto!: una presa intenta escapar.
¡Foto! ¡Foto! ¡Foto!: dos policías la atrapan y la violan.
Littell regresó al coche. Rompió en sollozos apenas pasada la frontera.
Colocó las fotos en el álbum y se tranquilizó con plegarias y con una cerveza. Encontró otro buen puesto de observación: el arcén de la vía de incorporación a la Interestatal, a medio kilómetro al norte de la frontera.
La rampa, de una sola dirección y único acceso a la autovía, estaba perfectamente iluminada. Casi se podían leer los números de las matrículas. Littell esperó. Los chorros del aire acondicionado impidieron que se amodorrarse. La medianoche quedó atrás.
Los coches circulaban despacio, cumplidores con la ley; la patrulla de Fronteras ponía multas en toda la ruta hasta McAllen. Los faros pasaban junto a él. Littell continuó atento a las matrículas. El frío del aire acondicionado le estaba mareando.
Pasó el Cadillac de Kabikoff. Littell se puso en marcha tras él. Colocó la luz color cereza en el techo del vehículo y se puso el pasamontañas. La luz emitió su centelleo rojo brillante. Littell puso las luces largas e hizo sonar el claxon.
Kabikoff se detuvo. Littell lo hizo tras él y anduvo hasta el Cadillac. Kabikoff soltó un grito: el pasamontañas era rojo intenso con unos cuernos blancos de demonio.
Más tarde, Littell recordó haber formulado amenazas.
Recordó su última frase: VAS A HABLAR CON GIANCANA LLEVANDO UN MICRÓFONO ENCIMA.
Recordó una palanca de desmontar neumáticos.
Recordó la sangre en el salpicadero del coche.
Recordó haber suplicado DIOS, POR FAVOR, NO DEJES QUE LO MATE.