12

(Chicago, 1/1/59)

Varón no identificado Núm. 1: «Resumiendo; lo único que sé es que Mo está realmente nervioso, joder.»

Varón no identificado Núm. 2: «La organización siempre ha cubierto sus apuestas en el tema cubano. Santo T. es el mejor amigo de Batista. He hablado con Mo hace una hora, quizá. “Salgo a buscar el periódico”, me dice, “y vuelvo para ver la jodida Rose Bowl por televisión. Y el periódico dice Feliz Jodido Año Nuevo, Castro acaba de apoderarse de Cuba y quién sabe si es proamericano, prorruso o pro marcianos”.»

Littell inclinó el asiento hacia atrás y se ajustó los auriculares. Eran las cuatro de la madrugada y nevaba, pero la charla proseguía en la sastrería Celano’s.

Se encontraba solo en el puesto de escucha del Programa contra la Delincuencia Organizada. Estaba violando los reglamentos del FBI y las órdenes directas del señor Hoover.

Hombre Núm. 1: «Santo y Sam deben de estar desplumando los casinos de la isla. Los beneficios brutos se calculan en medio millón diario.»

Hombre Núm. 2: «Mo ha dicho que Santo lo llamó justo antes de que empezara el partido. Esos jodidos cubanos locos de Miami están armando una buena. Mo tiene parte en esa compañía de taxis, ¿sabes de cuál te hablo?»

Hombre Núm. 1: «Sí, la Tiger Kab. Estuve ahí para la convención de camioneros el año pasado, y tomé uno de esos taxis. Me pasé los seis meses siguientes quitándome del culo esa jodida pelusilla anaranjada y negra.»

Hombre Núm. 2: «La mitad de esos jodidos cubanos son pro Barbas y la mitad, pro Batista. Santo decía que Sam está furioso con el negocio, como los negros cuando no llega el cheque de la seguridad social…»

Una risotada alcanzó el aparato de escucha, saturada de estática y superamplificada. Littell se quitó el auricular y se desperezó.

Le quedaban dos horas de turno. Hasta el momento no había descubierto ninguna información de interés. La política cubana le traía sin cuidado. Había cumplido diez días de escuchas encubiertas… y no había conseguido ninguna prueba sólida.

Littell había llegado a un acuerdo con el agente especial Court Meade; un pacto laboral clandestino. La amante de Meade vivía en Rogers Park y los líderes de una célula comunista tenían una casa en las inmediaciones.

Los dos hombres habían hecho un trato: yo hago tu trabajo y tú el mío. Dedicaban parte del tiempo a sus misiones reales para disimular y se intercambiaban todos los informes escritos. Meade perseguía a los rojos… y a una viuda rica gracias al seguro; Littell estaba pendiente de las conversaciones de los gángsters.

Court era un tipo perezoso y tenía asegurada la pensión. Llevaba veintisiete años en el FBI.

Littell tuvo mucho cuidado. Acumuló información privilegiada de la infiltración de Kemper Boyd en el círculo de los Kennedy, preparó informes detallados para la unidad Antirrojos y falsificó la firma de Meade en todos los papeles para el Programa contra la Delincuencia Organizada.

En todo momento vigiló la calle por si se acercaba algún agente y siempre entraba y salía del puesto de escucha furtivamente.

El plan funcionaría durante un tiempo. La deslucida conversación intervenida le producía irritación.

Littell necesitaba reclutar a un informador. Había seguido a Lenny Sands durante diez noches consecutivas. Sands no frecuentaba los lugares de encuentro de homosexuales. Era posible que sus gustos sexuales no resultaran explotables; el tipo podía menospreciar las amenazas de revelarlos.

Los copos de nieve formaban remolinos en Michigan Avenue. Littell estudió la única foto que llevaba en la cartera. Era un retrato de Helen en papel brillante. El peinado de la muchacha hacía que destacaran sus cicatrices.

La primera vez que había besado sus marcas, Helen había llorado. Kemper la llamaba «la chica camión Mack». Por Navidad le había regalado una enorme insignia de capó de un Mack.

Claire Boyd le había contado a Susan que eran amantes. «Cuando pase la conmoción, le podré decir a papá lo que pienso», había dicho Susan.

Todavía no le había llamado.

Littell se puso los auriculares de nuevo y oyó batir la puerta de la sastrería.

Desconocido Núm. 1: «Sal, Sal D. Sal, ¿has visto qué tiempo? ¿No te gustaría estar ahí abajo, en La Habana, jugando a los dados con el Barbas?»

«Sal D.» era, muy probablemente, Mario Salvatore D’Onofrio, alias «Sal el Loco». Datos clave sobre él en el Programa contra la Delincuencia Organizada, a saber:

Prestamista y corredor de apuestas independiente. Una condena por homicidio en 1951. Calificado como «sádico criminal con tendencias psicópatas y con incontrolables impulsos psicosexuales a infligir dolor».

Desconocido Núm. 2: «Che se dice, Salvatore? Cuéntanos qué hay de nuevo e insólito por ahí.»

Sal D.: «La novedad es que he perdido un buen fajo de billetes en el partido entre los Colts y los Giants y he tenido que recurrir a Sam para que me haga un jodido préstamo.»

Desconocido Núm. 1: «¿Todavía tienes eso de la iglesia, Sal? ¿Ese sitio donde recoges a los grupos de paisanos que van a Tahoe y a Las Vegas?»

La electricidad estática hizo ininteligible la comunicación. Littell dio unos golpes al alimentador y despejó el flujo de aire.

Sal D.: «… y Gardena y Los Ángeles. Llevamos a Sinatra y a Dino y los casinos nos instalan en esos salones de tragaperras privados y nos cobra un porcentaje. Es lo que se dice una juerga para funcionarios corruptos. Ya sabes, entretenimiento, juego y mierda. Eh, Lou, ¿conoces a Lenny, el Judío?»

Lou/Hombre Núm. 1: «Sí. Sands, Lenny Sands.»

Hombre Núm. 2: «Lenny, el Judío. El jodido bufón de corte de Sam G.»

Un ruido chirriante ahogó las voces. Littell descargó unos golpes sobre la consola y desenmarañó unos cables de alimentación.

Sal D.: «… así que le dije, “Lenny, necesito a alguien que viaje conmigo. Necesito a alguien que tenga entretenidos y alegres a mis invitados corruptos para que pierdan más dinero y aumenten mis beneficios”. Y él me contestó, “Sal, yo no hago audiciones de prueba, pero ven a verme al Elks Hall de North Side el 1 de enero. Haré una función para el sindicato y si no te gusta…”»

La aguja de la calefacción empezó a subir. Littell accionó el interruptor de apagado y notó cómo la consola se enfriaba al tacto.

La relación D’Onofrio/Sands era interesante.

Revisó el expediente disponible de Sal D. El resumen era escalofriante:

D’Onofrio vive en una zona italiana del South Side rodeada de bloques de viviendas habitadas por negros. La mayor parte de sus apostadores y deudores de préstamos vive en esa zona y D’Onofrio realiza sus rondas de cobro a pie, sin fallar apenas un solo día. D’Onofrio se considera una especie de luz orientadora en su comunidad y la unidad contra el hampa de la policía del condado de Cook cree que ejerce el papel de «protector» (por ejemplo, de los italoamericanos contra los elementos criminales negros) y que este papel, junto con sus tácticas violentas de intimidación y de cobro, han contribuido a reforzar su largo reinado como corredor de apuestas y como prestamista. También debe señalarse que D’Onofrio fue sospechoso de la tortura y asesinato, en 19/12/57, de Maurice Theodore Wilkins, un joven negro sospechoso de robo en la rectoría de una iglesia de su barrio, cuya muerte está por resolver.

Adjunta al expediente venía una fotografía de la ficha policial. Sal el Loco tenía la cara picada de viruelas y era repulsivo como una gárgola.

Littell tomó el coche hacia el South Side y dio una vuelta por el territorio de negocios de D’Onofrio. Lo localizó en el cruce de la 59 y Prairie.

El tipo iba a pie. Littell aparcó y lo siguió, también a pie, desde treinta metros de distancia.

Sal el Loco entraba en los bloques de viviendas y salía de ellos contando billetes. Sal el Loco anotaba las transacciones en un libro de rezos. Sal el Loco se tocaba la nariz compulsivamente y llevaba zapatillas de tenis de cuerpo bajo en plena ventisca.

Littell se mantuvo detrás de él, a corta distancia. El rumor del viento silenciaba sus pisadas.

Sal el Loco asomaba la cabeza por algunas ventanas. Littell vio cómo aceptaba una apuesta de un cansado policía: cinco dólares en la revancha Moore/Durelle. Las calles estaban semidesiertas. El seguimiento resultaba una alucinación mantenida.

El empleado de una tienda de alimentación intentó resistirse. Sal el Loco enchufó una grapadora portátil y le clavó las manos al mostrador.

Sal el Loco entró en la rectoría de una iglesia. Littell se detuvo en la cabina del exterior y llamó a Helen. Respondió a la segunda señal.

—¿Diga?

—Helen, soy yo.

—¿Qué es ese ruido?

—El viento. Te llamo desde una cabina.

—¿Estás en la calle con lo que cae?

—Sí. ¿Y tú? ¿Estás estudiando?

—Ajá; estoy estudiando agravios y me alegro de la interrupción. Por cierto, ha llamado Susan…

—¡Oh, mierda! ¿Y?

—Y ha dicho que yo ya tengo edad y que tú estás libre, eres blanco y tienes cuarenta y nueve años. «Esperaré a ver si seguís juntos antes de contárselo a mi madre», ha dicho. Ward…, ¿vendrás esta noche?

Sal el Loco salió y resbaló en los peldaños de la rectoría. Un sacerdote lo ayudó a incorporarse y lo despidió agitando la mano. Littell se quitó los guantes y se echó el aliento en los dedos.

—Llegaré tarde. Tengo que ver una actuación.

—No seas tan críptico. Actúas como si el señor Hoover estuviera mirando por encima de tu hombro en todo momento. Kemper le cuenta a su hija todo lo relacionado con su trabajo.

Littell soltó una risilla:

—Me gustaría que analizaras el lapsus freudiano que acabas de cometer.

—¡Oh, Dios, tienes razón! —exclamó Helen.

Un muchacho negro pasó por las inmediaciones. Sal el Loco se volvió a mirarlo.

—Tengo que irme —dijo Littell.

—Pásate más tarde.

—Descuida.

Sal el Loco salió en persecución del chico. Los torbellinos de nieve y las zapatillas de deporte le forzaron a aminorar el paso.

La escalinata de acceso a Elks Hall estaba abarrotada. La entrada de gente ajena al sindicato parecía arriesgada: en un puesto de control instalado en la puerta, unos matones se encargaban de comprobar las acreditaciones.

En grupos, los hombres accedían al local con botellas envueltas en bolsas de papel y latas de cerveza en paquetes de seis. Todos llevaban insignias del sindicato, casi del tamaño de las placas del FBI, prendidas en el gabán o en la chaqueta.

Un nuevo grupo subió los peldaños. Littell alzó su placa del FBI y se coló en medio de la multitud. La estampida lo condujo adentro en volandas.

Una rubia con unas braguitas mínimas y unos cubrepezones se encargaba del guardarropía. Las paredes del vestíbulo estaban forradas de máquinas tragaperras manipuladas. Cada tirada daba premio; los camioneros recogían las monedas entre alaridos.

Littell guardó la insignia. La multitud lo empujó hasta el gran salón de recepciones.

Frente a una tarima elevada para la orquesta había dispuestas unas mesas de cartas y, en cada una de éstas, botellas de whisky, vasos de papel y cubitos de hielo.

Chicas prácticamente desnudas repartían habanos. Las propinas compraban caricias ilimitadas.

Littell ocupó un asiento en primera fila. Una pelirroja esquivaba manos, desnuda; los fajos de billetes le habían reventado el elástico del tanga.

Las luces se apagaron y un pequeño foco iluminó el escenario. Littell se apresuró a prepararse un whisky con hielo. Tres hombres más se sentaron a su mesa mientras otros absolutos desconocidos le daban potentes palmadas en la espalda.

Lenny Sands apareció en el escenario moviendo el cable del micrófono a lo Sinatra. Y, en efecto, cantó imitando a Sinatra hasta el último rizo del cabello y hasta la menor inflexión de la voz:

—¡Llévame a la luna en mi camión trucado sideral! ¡Dejaré marcas de frenazos en el culo del patrón, porque mi contrato sindical es cojonudo! ¡¡¡O sea, que el equipo de los Camioneros es el mejor!!!

El público se lanzó a gritar y a dar vítores. Un tipo cogió a una de las chicas y la obligó a marcar unos pasos de baile procaces.

—¡Gracias, gracias, gracias! —Lenny Sands hizo una reverencia—. ¡Y bienvenidos al Elks Hall, miembros del Consejo del Norte de Illinois de la Unión Internacional de Camioneros!

La gente aplaudió. Una de las camareras repartió más hielo entre las mesas. Littell se encontró con un pecho en plena cara.

—¡Qué calor hace aquí arriba! —comentó Lenny.

La chica subió al escenario de un salto y le arrojó varios cubitos por dentro de los pantalones. El público la jaleó; el hombre sentado junto a Littell soltó un chillido y escupió una rociada de bourbon.

Lenny puso muecas de éxtasis. Después, sacudió las perneras hasta que los cubitos cayeron al suelo.

La multitud silbaba y chillaba y golpeaba las mesas…

La chica de los cubitos se ocultó tras un telón. Lenny adoptó un acento de Boston y la voz de Bobby Kennedy, elevada al tono de una soprano.

—¡Y ahora escúcheme, señor Hoffa! ¡Deje de asociarse con esos hampones y con esos camioneros detestables y delate a todos sus amigos o me chivaré de usted a mi papá!

El local se agitó y se estremeció. El pataleo de hilaridad hizo temblar el suelo.

—¡Señor Hoffa, es usted un hombre desagradable y un inútil! ¡Deje de intentar que mis seis hijos se sindiquen o me chivaré de usted a mi padre y a mi hermano mayor, Jack! ¡Pórtese bien o le diré a mi padre que compre su sindicato y convierta a sus detestables camioneros en criados de nuestra hacienda familiar de Hyannis Port!

La multitud rugió. Littell se sintió mareado y agobiado de calor.

Lenny mantuvo su modo de hablar melindroso y sus demostraciones de autocomplacencia. Lenny machacó a Robert F. Kennedy, cruzado de los maricas.

—¡Señor Hoffa, ponga fin ahora mismo a este desagradable acuerdo impuesto sin negociar!

—¡Señor Hoffa, deje de gritar! ¡Me estropea el peinado!

—¡Señor Hoffa, sea BUEEENO!

Lenny hizo que a los presentes se les saltaran las lágrimas. Arrancó carcajadas desde el sótano hasta el techo.

—¡Señor Hoffa, es usted TAAAN varonil!

—¡Señor Hoffa, deje de rascarme, o me destrozará las medias!

—¡Señor Hoffa, sus camioneros son DEMASIADO atractivos! ¡Nos tienen al comité McClellan y a mí tan ALBOROTADOS!

Lenny continuó sus comentarios jocosos. Tres copas más tarde, Littell se dio cuenta de algo: el animador no ridiculizaba nunca a John Kennedy. Kemper lo denominaba «la dicotomía Bobby/Jack»: si te gustaba uno de los dos, el otro te desagradaba.

—¡Señor Hoffa, deje de confundirme con hechos!

—¡Señor Hoffa, deje de regañarme o no compartiré mis secretos de peluquería con su esposa!

El Elks Hall hervía. Las ventanas abiertas dejaban entrar aire frío del exterior. Se acabó el hielo para las bebidas y las chicas llenaron los cuencos con nieve recién caída.

Gente de las bandas iba de mesa en mesa. Littell distinguió varias caras que había visto en las fotos de las fichas.

Sam Giancana, «Mo»/«Momo»/«Mooney». Tony Iannone, «el Picahielos», subjefe de la mafia de Chicago. Dan Versace, «el Asno». Gordo Bob Paolucci. Y el propio Sal D’Onofrio, «el Loco».

Lenny concluyó el número. Las chicas bailaron un rato en el escenario y saludaron.

«¡Llévame a las estrellas, cebado con el cheque sindical! ¡Jimmy Hoffa es nuestro tigre ahora; Bobby, apenas una rata asustada! ¡¡¡O sea, que el equipo de los Camioneros es el mejor!!!»

Golpes en las mesas, palmadas, vítores, chillidos, silbidos, aullidos…

Littell escapó por una puerta trasera y se llenó los pulmones de aire fresco. El sudor se le congeló, las piernas le flojearon, pero la cena a base de whisky aguantó en su estómago.

Observó la puerta principal. Una larga hilera de gente bailando la conga serpenteaba por el salón de recepciones, camioneros y chicas del local con las manos en las caderas de quien los precedía. Sal el Loco se unió a ellos con sus zapatillas de tenis empapadas, rezumando nieve.

Littell contuvo el aliento y se encaminó despacio hacia el aparcamiento. Lenny Sands se refrescaba junto a su coche, cogiendo bolas de nieve de un montón acumulado por el viento.

Sal el Loco se acercó a él y lo abrazó. Lenny hizo una mueca y se desasió.

Littell se agachó detrás de una limusina. Sus voces llegaron hasta él.

—¿Qué puedo decir, Lenny? Has estado magnífico.

—Los públicos cómplices son fáciles, Sal. Sólo tienes que saber qué botones pulsar.

—Los públicos son públicos, Lenny. Estos camioneros son simples trabajadores, igual que mis funcionarios. Tú déjate de política y concéntrate en el tema de los italianos; te garantizo que cada vez que sueltes un comentario sobre los paisanos, tendrás en las manos toda una jauría de hienas.

—No lo sé, Sal. Es muy posible que me llegue un contrato de Las Vegas.

—Joder, Lenny, ¡te lo estoy rogando! ¡Y mis jodidos invitados son conocidos como los mayores perdedores de casino en cautividad, maldita sea! Vamos, Lenny: cuanto más pierdan, más sacaremos.

—No sé qué decirte, Sal. Podría tener la oportunidad de ser el telonero de Tony Bennett en el Dunes.

—Lenny, te lo suplico. Te lo pido a cuatro patas como un jodido perro.

—Antes de ponerte a ladrar —respondió Lenny con una carcajada—, sube al quince por ciento.

—¿El quince? ¡Joder…! ¿Ahora me vienes con regateos, encima? ¡Jodido judío!

—El veinte por ciento, entonces. Sólo me asocio con antisemitas por un precio.

—¡Que te jodan, Lenny! Has dicho un quince.

—¡Que te jodan a ti, Sal! He cambiado de idea.

Se hizo el silencio. Littell imaginó una larga mirada intimidatoria entre ambos.

—Está bien, está bien, está bien. Que sea el jodido veinte, condenado bandolero judío.

—Me gustas, Sal. No es preciso que me estreches la mano; eres demasiado grasiento al tacto.

Las portezuelas de los coches se cerraron de golpe. Littell vio a Sal el Loco poner en marcha su Cadillac y salir a la calle dando bandazos.

Lenny conectó los faros y dejó el motor al ralentí. El humo de un cigarrillo escapaba por la ventanilla del lado del conductor.

Littell se encaminó a su coche. El de Lenny estaba aparcado dos filas más allá. Lo vería ponerse en movimiento.

Lenny se quedó donde estaba. Unos tipos borrachos pasaron tambaleándose ante sus faros y resbalaron en el hielo para caer de nalgas. Littell quitó el hielo del parabrisas. La nieve alcanzaba hasta los parachoques de los coches aparcados.

Lenny se puso en marcha, Littell le dio un minuto entero de ventaja y luego siguió sus huellas en la nieve. Conducían directamente hacia Lake Shore Drive, en dirección al norte. Littell lo alcanzó justo a la entrada de la rampa de acceso. Lenny continuó la marcha. Littell se quedó a cuatro largos de coche detrás de él.

Era una persecución a marcha lenta: neumáticos con cadenas sobre el asfalto helado, dos coches y una autovía vacía. Lenny dejó atrás los carriles de salida hacia Gold Coast. Littell se mantuvo a distancia y concentrado en las luces traseras del otro coche. Lentamente dejaron atrás la ciudad de Chicago. También Glencoe, Evanston y Wilmette.

Unos rótulos indicaban los límites de la ciudad de Winnetka. Lenny giró a la derecha y salió de la autovía en el último instante.

Littell no tenía modo de seguirlo: haría un trompo o se estrellaría contra el guardarraíl. Tomó la salida siguiente. A la una de la madrugada, Winnetka estaba tranquila y hermosa: todo eran mansiones estilo Tudor y calles recién limpias de nieve. Las recorrió metódicamente y dio con una zona de locales. Frente a una coctelería, La Cabañita de Perry, había una fila de coches aparcados.

El Packard Caribbean de Lenny estaba arrimado al bordillo. Littell aparcó y entró. Una pancarta colgada del techo le rozó la cara: «¡Bienvenido 1959!», decía en lentejuelas plateadas.

El local era acogedor frente al frío. La decoración era rústica: paredes de falsos troncos, barra de madera noble y sofás de plástico en imitación de cuero.

Toda la clientela era masculina. En la barra sólo se podía estar de pie y dos hombres ocupaban uno de los sofás, donde se acariciaban.

Littell apartó la vista. Miró directamente al frente y notó que las miradas lo taladraban. Vio unas cabinas telefónicas cerca de la salida trasera, resguardadas y seguras, y volvió sobre sus pasos.

Nadie se le acercó. Las correas de la cartuchera le habían rozado el hombro hasta dejarlo en carne viva; pasaría toda la noche sudando y con molestias.

Se sentó en la primera cabina. Entreabrió la puerta y tuvo una vista completa de la barra.

Allí estaba Lenny, bebiendo Pernod. Estaba con un hombre rubio, frotándose las piernas. Littell los observó. El rubio le deslizó una nota a Lenny y se marchó con unos pasos de baile. En la máquina de discos sonaba un encadenado de los Platters.

El local fue vaciándose por parejas, poco a poco. La del sofá se levantó, con las braguetas abiertas. El encargado de la barra anunció la última ronda.

Lenny pidió Cointreau. Se abrió la puerta principal e hizo su entrada Tony Iannone, «el Picahielos».

«Uno de los más temidos lugartenientes de Sam Giancana» empezó a dar besos en la boca al encargado de la barra. El asesino de la mafia de Chicago sospechoso de nueve muertes con mutilación estaba mordisqueándole y chupándole la oreja al camarero.

Littell se sintió mareado. Notó la boca seca. Notó que el pulso se le volvía loco.

Tony/Lenny/Lenny/Tony… ¿quién sabía quién era MARICÓN? Tony vio a Lenny. Lenny vio a Tony. Lenny echó a correr hacia la salida trasera.

Tony persiguió a Lenny. Littell se quedó paralizado. La cabina telefónica se quedó sin aire y le aspiró todo el aliento de los pulmones.

Consiguió abrir la puerta trasera del local y salió tambaleándose. El aire frío lo abofeteó. Detrás del bar se extendía un callejón. Oyó ruidos a su izquierda, en la parte de atrás del edificio contiguo.

Tony y Lenny estaban caídos sobre un montón de nieve, agarrados el uno al otro. Lenny mordía, lanzaba patadas y buscaba los ojos de Tony. Éste empuñaba dos navajas. Littell sacó su arma, pero le resbaló de las manos y cayó al suelo. Su grito de advertencia se cortó antes de ser emitido.

Lenny dio un rodillazo a Tony. Éste se volvió de costado. Lenny le arrancó un pedazo de nariz de un mordisco.

Littell resbaló en el hielo y cayó al suelo. La nieve blanda acumulada amortiguó el ruido. Había quince metros entre él y ellos: no podían verlo ni oírlo.

Tony intentó gritar. Lenny escupió la nariz y le llenó la boca de nieve. Tony soltó las navajas. Lenny las cogió.

Littell se puso de rodillas y buscó a tientas el arma, entre resbalones. Seguían sin poder verlo.

Tony escarbó en la nieve. Lenny lo acuchilló a dos manos: en los ojos, en las mejillas, en la garganta.

Littell recuperó el arma.

Lenny echó a correr.

Tony murió escupiendo nieve sanguinolenta.

La música se filtró hasta el exterior: una suave balada para acompañar la última ronda. La puerta trasera no se abrió en ningún momento. El sonido de la máquina de discos apagaba todo el…

Littell se acercó a Tony gateando. Limpió el cuerpo: reloj, cartera, llavero. Las navajas con huellas dactilares, hundidas hasta la empuñadura… «Sí, hazlo», se dijo.

Las extrajo. Se puso en pie. Echó a correr por el callejón hasta que sus pulmones dijeron basta.

13

(Miami, 3/1/59)

Pete se detuvo en el local de la compañía de taxis. Un mango se estrelló contra su parabrisas. La calle estaba vacía de coches atigrados y de gentuza atigrada. Gente con carteles recorría la acera, armada con bolsas de fruta demasiado madura.

Jimmy le había llamado a Los Ángeles el día anterior. «Gánate tu jodido cinco por ciento», le había dicho. «El asunto de los Kennedy se fue a pique, pero aún estás en deuda conmigo. Mis cubanos están muy revueltos desde que Castro ha tomado el poder. Ve a Miami y restablece el orden, maldita sea, y quédate tu jodido cinco por…»

¡Viva Fidel!, gritó una voz. ¡Castro, el gran puto comunista!, aulló otra. Dos puertas más allá se organizó una guerra de basura: los chicos lanzaban gruesas granadas rojas.

Pete cerró el coche con llave y corrió hacia el local. Un tipo con cara de palurdo, un blanco sureño, se ocupaba de la centralita. No había nadie más.

—¿Dónde está Fulo? —preguntó Pete.

El tipejo se puso a farfullar.

—El problema de esta empresa es que la mitad de los tipos están con Batista y la mitad son pro-Castro. No se puede esperar que esa gente se presente a trabajar cuando se está produciendo una buena reyerta, de modo que aquí estoy, yo solo.

—He preguntado dónde está Fulo.

—Ocuparse de la centralita educa mucho. He estado recibiendo llamadas para preguntarme dónde es el follón y qué deben llevar. Me gustan los cubanos, pero los veo demasiado propensos a estas desagradables exhibiciones de violencia.

El tipo, delgado como un cadáver, tenía un marcado acento tejano y la peor dentadura del mundo. Pete hizo crujir los nudillos.

—¿Por qué no me dices dónde está Fulo? —insistió.

—Salió a buscar pelea y creo que llevaba su machete. Y tú eres Pete Bondurant. Yo soy Chuck Rogers. Soy buen amigo de Jimmy y de algunos muchachos de la organización, y soy un militante activo contra la conspiración comunista mundial.

Una bomba de basura hizo temblar la ventana de la fachada. En el exterior, dos filas de agitadores con los carteles en alto se aprestaban a la pelea.

Sonó el teléfono y Rogers atendió la llamada. Pete se limpió la camisa de semillas de granada.

Rogers se quitó los auriculares:

—Era Fulo. Ha dicho que si llegaba «el jefe», refiriéndose a ti, te dijera que pasaras por su casa para echarle una mano en no sé qué asunto. Creo que la dirección es el número 917 de Northwest 49 St. Eso queda a tres manzanas a la izquierda y luego, dos a la derecha.

Pete dejó la maleta en el suelo.

—¿Y tú a cuál prefieres, al Barbas o a Batista? —insistió Rogers.

La dirección correspondía a una casita de estuco de color melocotón. Un taxi de Tiger Kab con los cuatro neumáticos reventados obstruía el acceso al porche. Pete pasó por encima del vehículo y llamó.

Fulo abrió la puerta unos centímetros y quitó la cadena de seguridad. Cuando entró, Pete descubrió de inmediato el estropicio: dos hispanos con gorros de fiesta, muertos en el suelo del comedor. Fulo echó el cerrojo a la puerta principal.

—Estábamos de celebración, Pedro. Esos tipos acusaron de marxista puro a mi amado Fidel y me ofendí al oír tal calumnia.

Y por eso les había disparado a quemarropa por la espalda. En los cuerpos se veían los orificios de salida de las balas de pequeño calibre. No sería tan difícil limpiar las huellas de lo sucedido.

—Pongámonos manos a la obra —murmuró Pete.

Fulo redujo a polvo las dentaduras de los muertos. Pete les quemó las huellas dactilares con una plancha caliente. Fulo extrajo las balas incrustadas en la pared y las tiró por el retrete. Pete echó lejía sobre las manchas del suelo; así, las mediciones del espectógrafo resultarían negativas.

Fulo descolgó las cortinas del salón y envolvió los cuerpos con ellas. La sangre de las heridas de las balas se había coagulado y no se derramó una sola gota más al mover los cadáveres.

Chuck Rogers apareció en la puerta. Fulo dijo que era un tipo competente y de fiar. Entre los tres, cargaron los fiambres en el portaequipajes del coche del tejano.

—¿Y tú qué eres? —le preguntó Pete.

—Soy geólogo especialista en petróleo —respondió Chuck—. También soy piloto titulado y anticomunista profesional.

—¿Y quién te paga por serlo?

—Los Estados Unidos de Norteamérica —declaró Chuck.

Chuck tenía ganas de circular y Pete se apuntó a la idea. Miami le tocaba los huevos tanto como Los Ángeles.

Circularon, pues. Fulo arrojó los cuerpos junto a un tramo desierto de la autovía de Bal Harbor. Pete encadenó un cigarrillo tras otro y disfrutó de las vistas.

Admiró los grandes caserones blancos y el inmenso cielo blanquecino; Miami era una enorme y reluciente extensión blanqueada. Admiró el espacio de separación entre las zonas elegantes y los barrios pobres. Admiró la presencia de los policías patrullando las calles; los agentes, que parecían salidos de un western, tenían aspecto de ser la pesadilla de los negros revoltosos.

—La tendencia ideológica de Castro sigue siendo una incógnita —comentó Chuck—. Ha hecho declaraciones que pueden tomarse como muy proamericanas y como muy prorrojos. Mis amigos de los servicios de inteligencia están elaborando planes para darle por el culo si resulta ser un comunista.

Por fin, volvieron a la calle Flagler. Unos hombres armados protegían el local de la compañía de taxis. Eran policías libres de servicio, con el típico aspecto obeso e insolente. Chuck los saludó desde el coche.

—Jimmy cuida muy bien al contingente policial de la zona. Ha organizado una especie de sindicato fantasma, y la mitad de los agentes destinados en este sector tiene buenos trabajos no declarados y recibe sustanciosos cheques.

Un chiquillo estampó un panfleto en el parabrisas. Fulo tradujo las consignas: todas ellas eran típicos lugares comunes de la verborrea comunista.

Unas piedras impactaron en el coche.

—Esto está demasiado alborotado —dijo Pete—. Vayamos a esconder a Fulo en alguna parte.

Rogers alquiló una habitación en una pensión donde sólo había hispanos. Un equipo de radio y unos panfletos llenos de odio cubrían hasta el último centímetro cuadrado del suelo.

Fulo y Chuck se relajaron con unas cervezas. Pete estudió los títulos de los panfletos y le dio un buen ataque de risa.

«¡Los judíos controlan el Kremlin!» «La fluoración: ¿Intriga del Vaticano?» «Amenazas de tormenta roja: la respuesta de un patriota.» «¿Por qué se reproducen más los no caucasianos? Una explicación científica.» «Test de proamericanismo: ¿puntúa usted ROJO, o rojo, blanco y azul?»

—Esto está bastante abarrotado, Chuck —comentó Fulo.

Rogers se puso a jugar con un receptor de onda corta. Una arenga cargada de odio surgió por los altavoces: los banqueros judíos, bla, bla, bla…

Pete pulsó unos cuantos botones. El delirante discurso cesó al momento.

—La política es algo a lo que uno llega despacio —dijo Chuck con una sonrisa—. No se puede esperar que uno comprenda la situación mundial a las primeras de cambio.

—Debería presentarte a Howard Hughes. Está tan loco como tú.

—¿Consideras que ser anticomunista es estar loco?

—Creo que el anticomunismo es bueno para el negocio. Y todo lo que sea bueno para el negocio me parece bien.

—No me parece una actitud muy concienciada.

—Piensa lo que te dé la gana.

—Eso haré. Y ya sé que estás pensando: «Cielo santo, ¿quién es este tipo que me ha tocado de cómplice en un asesinato en primer grado? Porque, desde luego, hemos compartido algunas experiencias muy poco corrientes en el breve tiempo transcurrido desde que nos hemos conocido.»

Pete se apoyó en la ventana y captó un breve destello de luces de un coche patrulla calle abajo, a media manzana de distancia.

—Imagino que eres un matón a sueldo de la CIA, con la misión de infiltrarte entre los cubanos de los taxis mientras todo el mundo espera a ver hacia dónde se inclina Castro.

Fulo intervino con tono indignado:

—¡Fidel se echará en brazos de los Estados Unidos de Norteamérica!

—Bien —asintió Chuck con una carcajada—. Los mejores norteamericanos siempre han sido los inmigrantes. Tú, Pete, eres el más indicado para hablar de eso, ¿verdad? Eres francés o algo así, ¿no?

Pete hizo un chasquido con los nudillos de los pulgares. Rogers reculó.

—Tú haz como si fuera un norteamericano al ciento por ciento que sabe lo que conviene al negocio.

—Claro, claro. Nunca he dudado de tu patriotismo.

Pete oyó unos cuchicheos al otro lado de la puerta y dirigió una mirada a los demás. Chuck y Fulo captaron enseguida lo que sucedía. Pete captó un ruido que anunciaba un arma de fuego: tres estampidos secos y sonoros contra la cerradura. Dejó caer su arma detrás de un montón de panfletos. Fulo y Chuck levantaron las manos.

Unos agentes de paisano derribaron la puerta a patadas y entraron con las culatas de los fusiles por delante. Pete se dejó caer al suelo tras un leve golpe de refilón. Fulo y Chuck se resistieron y recibieron culatazos en el cráneo hasta que perdieron el sentido.

—El tipo grande está fingiendo —dijo uno de los policías.

—Eso podemos arreglarlo —respondió otro.

Le llovieron los golpes de las cantoneras de goma de las culatas. Pete encogió la lengua para no cortársela de un mordisco.

Recobró el conocimiento esposado de pies y manos. Los listones del respaldo de la silla se le clavaban en la espalda y en su cabeza sonaba una percusión que le machaba el cerebro.

Una luz le hería los ojos. Mejor dicho, uno de ellos; unos colgajos de piel reducían su campo visual a un solo ojo. Distinguió a tres policías sentados en torno a una mesa clavada al suelo.

Un redoble de tambores resonaba tras sus oídos y una serie de bombas atómicas le estalló por todo el espinazo.

Flexionó los brazos y logró romper la cadena de las esposas.

Dos de los policías lanzaron silbidos de admiración. El otro aplaudió.

Pero en los tobillos le habían puesto grilletes dobles; con ellos no podía repetir la exhibición.

El policía de más edad cruzó las piernas.

—Hemos recibido una información anónima, señor Bondurant. Uno de los vecinos del señor Machado vio entrar en la casa de éste a los señores Adolfo Herendon y Armando Cruz-Martín, y unas horas después escuchó lo que le pareció unos disparos. Luego, al cabo de unas horas más, tú y el señor Rogers habéis llegado a la casa por separado y un rato más tarde habéis salido con el señor Machado, cargados con dos grandes bultos envueltos en unas cortinas de ventana. El vecino ha anotado el número de matrícula del coche del señor Rogers y hemos inspeccionado el vehículo. Hemos descubierto algunos restos que parecen fragmentos de piel y nos gustaría mucho oír los comentarios que tengas que hacer sobre todo esto.

Pete se colocó como era debido la herida de la ceja.

—Presenten cargos contra mí o suéltenme. Ya saben quién soy y a quién conozco.

—Sabemos que conoces a Jimmy Hoffa. Y sabemos que te relacionas con el señor Rogers, con el señor Machado y con algunos otros taxistas de Tiger Kab.

—Presenten cargos o suéltenme —repitió Pete. El policía le arrojó un paquete de cigarrillos y una caja de cerillas sobre los muslos. Un segundo policía se inclinó hasta quedar muy cerca de él.

—Probablemente crees que Hoffa tiene comprados a todos los policías de la ciudad, pero, hijo mío, estoy aquí para decirte simplemente que las cosas no son así.

—Presenten cargos o suéltenme.

—Hijo, me estás agotando la paciencia.

—No soy tu hijo, maricón de mierda.

—Muchacho, como sigas hablando así, te romperé la cara.

—Tócame la cara y te arranco los ojos. No me fuerces a demostrarlo —replicó Pete.

El tercer policía intervino en tono conciliador:

—Vamos, vamos… Señor Bondurant, ya sabes que podemos retenerte setenta y dos horas sin acusarte formalmente. Y ya sabes que en el momento de la detención has sufrido algunas contusiones y que probablemente te conviene recibir cierta atención médica. Y ahora, ¿por qué no nos…?

—Exijo hacer la llamada telefónica que me corresponde; después, acúsenme formalmente o déjenme libre.

El agente de más edad entrelazó las manos tras la cabeza.

—A tu amigo Rogers ya le hemos dejado hacerla. Le ha estado contando al carcelero una historia absurda respecto a que tiene conexiones con el gobierno y ha llamado a un tal señor Stanton. ¿A quién vas a llamar tú? ¿A Jimmy Hoffa? ¿Crees que tío Jimmy estará dispuesto a cubrir la fianza de una acusación de doble asesinato y a dar lugar probablemente a toda clase de publicidad negativa, que no le conviene nada?

Una nueva bomba atómica estalló en la garganta de Pete. Estuvo a punto de perder la conciencia.

El policía número dos exhaló un suspiro.

—El tipo está demasiado aturdido como para colaborar. Dejémoslo descansar un rato.

Perdió el conocimiento, lo recuperó, volvió a perderlo… El dolor de cabeza remitió: las bombas atómicas dieron paso a explosiones de nitroglicerina.

Leyó las palabras garabateadas en las paredes. Movió el cuello para mantenerlo flexible. Batió el récord del mundo de aguantarse las ganas de mear. Analizó en detalle la situación.

Fulo podía cantar o no. Lo mismo sucedía con Chuck. Y Jimmy podía encargarse de las fianzas o dejarlos colgados. Quizás el fiscal del distrito anduviese listo: los homicidios de hispanos a manos de hispanos no interesaban a nadie.

Llamaría al señor Hughes. Éste podría poner sobre aviso al señor Hoover, lo cual significaría el cierre del jodido caso.

Le dijo a Hughes que estaría fuera tres días. Hughes asintió sin hacer preguntas. Accedió porque el intento de extorsión a los Kennedy se había vuelto contra él. Joe y Bobby le habían estrujado las pelotas hasta reducírselas al tamaño de cacahuetes.

Y Ward J. Littell le había dado un bofetón.

Con lo cual el mamón había firmado su sentencia de muerte.

Gail se había marchado. El seguimiento de Jack K. había resultado un fiasco. Hoffa hervía de odio hacia los Kennedy. Hughes seguía loco por los chismorreos y las difamaciones, e impaciente por encontrar un nuevo redactor para Hush-Hush.

Continuó leyendo las inscripciones de la pared. El primer premio se lo llevaba la que decía: «La pasma de Miami me la trae floja. Rhino Dick.»

Dos hombres entraron y acercaron unas sillas. Un carcelero le quitó los grilletes de los tobillos y se apresuró a salir.

Pete se puso en pie y se desperezó. La sala de interrogatorios se inclinó y osciló ante sus ojos.

El más joven de los recién llegados rompió el silencio:

—Soy John Stanton y éste es Guy Banister. El señor Banister es miembro del FBI retirado y durante un tiempo fue superintendente ayudante de la policía de Nueva Orleans.

Stanton era delgado y tenía los cabellos de color rubio arena. Banister era corpulento y las facciones enrojecidas de quien le da a la botella.

Pete encendió un cigarrillo. Inhalar el humo intensificó su dolor de cabeza.

—Les escucho.

—Recuerdo ese problema suyo con los derechos civiles —murmuró Banister con una sonrisa—. Kemper Boyd y Ward Littell lo arrestaron, ¿verdad?

—Ya sabe que sí.

—Yo estuve en el mando regional de Chicago y siempre pensé que Littell era una hermanita de la caridad.

Stanton se sentó a horcajadas en su silla.

—Pero Kemper Boyd es otra cosa —apuntó—. ¿Sabe, Pete? Se presentó en el local de los taxis y enseñó la foto de su ficha policial a los presentes. Uno de los taxistas sacó una navaja y Boyd lo desarmó de una manera bastante espectacular.

—Boyd es un tipo con estilo —asintió Pete—. Y ya que esto empieza a parecer una especie de audición de prueba, les diré que lo recomendaría para casi cualquier clase de tarea al servicio de la ley.

—Usted tampoco es un mal candidato —dijo Stanton con una sonrisa.

—Usted es investigador privado con licencia —Banister también sonreía—. Ha sido ayudante de comisario de policía local. Es un hombre de Howard Hughes y conoce a Jimmy Hoffa, a Fulo Machado y a Chuck Rogers. Son unas credenciales a tener muy en cuenta.

Pete arrojó la colilla del cigarrillo contra la pared.

—Por lo que hace a credenciales, haber estado en la CIA tampoco está mal. De ahí salen ustedes, ¿verdad?

Stanton se levantó:

—Es libre de irse. No se presentarán cargos contra usted y sus amigos.

—Pero ustedes seguirán en contacto conmigo, ¿no?

—No exactamente. Pero puede que algún día le pida un favor. Y, por supuesto, se le pagará bien por hacerlo.

14

(Nueva York, 5/1/59)

La suite era espléndida. Joe Kennedy la había comprado directamente al hotel. Un centenar de personas apenas llenaba a medias el salón principal. La ventana panorámica ofrecía una vista completa de Central Park bajo una intensa nevada.

Jack le había invitado. Le había asegurado que no debía perderse la fiesta organizada por su padre en el Carlyle. Además, Bobby tenía que hablar con él.

También había dicho que quizás habría mujeres. Que tal vez aparecería la pelirroja de Lyndon Johnson.

Kemper observó cómo se formaban y se disolvían los corrillos. En torno a él, la fiesta transcurría con animación.

El viejo Joe estaba rodeado de sus hijas caballunas. Peter Lawford dominaba un grupo, sólo hombres. Jack picaba gambas de cóctel con Nelson Rockefeller.

Lawford profetizó el gabinete de los Kennedy. Frank Sinatra fue considerado un candidato seguro al ministerio de Gatitas.

Bobby llegaba tarde. La pelirroja no se había presentado. Jack se la habría señalado si la hubiera visto primero.

Kemper tomó un sorbo de ponche de huevo. La chaqueta del traje le iba muy holgada, pues se la había hecho cortar a medida para ocultar una sobaquera. Bobby exigía una estricta política de ausencia de armas a la vista: sus hombres eran abogados, no policías.

Kemper era DOS VECES policía. Con doble sueldo y doble trabajo.

Le había contado al señor Hoover que Anton Gretzler y Roland Kirpaski estaban muertos, pero su situación de «presuntamente fallecidos» no había desmoralizado a Bobby Kennedy. Bobby estaba decidido a perseguir a Hoffa, al sindicato de camioneros y a la mafia mucho más allá de la fecha límite de actuación del comité McClellan. A partir de ese momento, las unidades contra el hampa de la policía metropolitana y los investigadores del gran jurado, armados con las pruebas recogidas por el comité, pasarían a ser la punta de lanza de la operación «Atrapar a Hoffa». Bobby pronto estaría ocupado en la preparación del lanzamiento de la campaña de Jack para las elecciones de 1960, pero Jimmy Hoffa seguiría siendo su objetivo personal.

Hoover exigía datos concretos sobre las investigaciones y Kemper le había revelado que Bobby se proponía seguir la pista de los tres millones de dólares «fantasmales» con los que se había financiado el proyecto urbanístico de Hoffa en Sun Valley. Bobby estaba convencido de que Hoffa se apropiaba de fondos y de que la urbanización misma constituía un fraude inmobiliario. Su intuición le decía que debían de existir unos libros de contabilidad paralela, quizá codificados, del fondo de pensiones del sindicato de Transportistas de los estados del Medio Oeste; unos libros en los que se detallasen decenas de millones de dólares en valores ocultos, empleados en préstamos a altísimo interés, adjudicados a gángsters y a hombres de negocios deshonestos. Corría el vago rumor de que un jefe mafioso de Chicago, ya retirado, gestionaba los fondos. Bobby tenía el convencimiento personal de que las cuentas del fondo de pensiones eran su baza más viable en la operación «Atrapar a Hoffa».

Ahora, Kemper gozaba de dos sueldos. Tenía que llevar a cabo dos tareas contrapuestas e incompatibles. Y tenía a John Stanton insinuándole ofertas… si los planes de la CIA para Cuba se estabilizaban. Esto último le proporcionaría un tercer sueldo. Le proporcionaría suficientes ingresos como para mantener una segunda residencia.

Peter Lawford tenía arrinconado a Leonard Bernstein. El alcalde Wagner charlaba con María Callas.

Un camarero volvió a llenar la jarra de Kemper. Joe Kennedy se acercó con un hombre ya mayor.

—Kemper, le presento a Jules Schiffrin. Jules, Kemper Boyd. Ustedes dos deberían charlar. Los dos son un par de bribones desde hace… ni se sabe cuánto.

Se estrecharon la mano. Joe los dejó a solas y fue a comentarle algo a Bennett Cerf.

—¿Cómo está usted, señor Schiffrin?

—Bien, gracias. Verá, yo sé por qué Joe me ha calificado de bribón pero ¿y a usted? Me parece demasiado joven.

—Tengo un año más que Jack Kennedy.

—Y yo tengo cuatro menos que Joe, de modo que sigue habiendo una diferencia. ¿Es ésa su ocupación, la de bribón?

—Soy agente del FBI retirado. En la actualidad, trabajo para el comité McClellan.

—¿Es un ex agente? ¿Y ha conseguido el retiro tan joven?

—Estaba harto de robos de coches consentidos por el FBI —explicó Kemper con un guiño.

Schiffrin imitó el gesto.

—Harto y aburrido. Debía de ser un trabajo horrible, si le permitió comprar unos trajes de lana virgen tan magníficos como el que lleva puesto. Yo debería tener uno así.

—¿A qué se dedica usted? —preguntó Kemper con una sonrisa.

—Diga mejor a qué me dedicaba. Pues bien, lo que hacía era trabajar de financiero y de consultor laboral. Son eufemismos, por si se lo está preguntando. Lo que NO hacía era tener montones de hijos adorables de los que disfrutar en mi vejez. Quien tiene hijos encantadores es Joe. Mírelos.

—¿Es usted de Chicago? —preguntó Kemper.

—¿Cómo lo ha sabido? —Schiffrin puso cara de asombro.

—He estudiado los acentos regionales. Se me da bastante bien.

—«Bastante bien» es decir poco. Y ese deje suyo, ¿es de Alabama?

—De Tennessee.

—¡Aaah! El estado de los Voluntarios. Es una lástima que mi amigo Heshie no haya venido. Es un ladrón nacido en Detroit que ha vivido muchos años en el sudoeste. Tiene un acento que le desconcertaría, se lo aseguro.

Bobby hizo su entrada en el vestíbulo. Schiffrin lo vio y puso los ojos en blanco.

—Ahí está su jefe. Disculpe mi franqueza, pero ¿no le resulta un poco remilgado?

—Sí, a su modo.

—Ahora es usted quien emplea eufemismos. Recuerdo que, una vez, Joe y yo charlábamos de cómo habíamos jodido a Howard Hughes en un negocio, hace treinta años. Bobby protestó de que usáramos la palabra «jodido» porque sus hijos estaban en la habitación de al lado. Ni siquiera podían oírnos, pero…

Bobby hizo una señal. Kemper captó el gesto y asintió.

—Discúlpeme, señor Schiffrin.

—Vaya. Su jefe lo llama. Joe ha tenido nueve hijos; si sólo le ha salido un pájaro como Bobby, no está del todo mal.

Kemper se acercó a Bobby K. y éste lo condujo directamente al guardarropía. Los abrigos de pieles y las capas los rozaron mientras hablaban.

—Su hermano ha dicho que quería verme.

—Sí. Necesito que coteje unos informes de pruebas judiciales y que redacte un sumario de todo lo que ha hecho el comité. Así podremos enviar un informe normalizado a todos los grandes jurados que se encargarán de las investigaciones cuando termine nuestra actuación. Sé que el papeleo no es lo suyo, pero es imprescindible que se ocupe de ello.

—Empezaré mañana por la mañana.

—Bien.

Kemper carraspeó.

—Bob, quería hablarle de un asunto…

—¿De qué se trata?

—Tengo un buen amigo… Es un agente de la oficina de Chicago. Todavía no puedo decirle el nombre, pero es un hombre muy inteligente y muy capaz.

Bobby se sacudió la nieve de las hombreras del abrigo.

—Kemper, no se vaya por las ramas. Comprendo que está acostumbrado a tratar con los demás a su manera, pero haga el favor de ir al grano.

—La cuestión es que mi amigo ha sido apartado del Programa Contra la Delincuencia Organizada contra su voluntad. Ya no soporta al señor Hoover ni su política de «no existe ninguna mafia» y quiere hacerle llegar a usted, a través de mí, las averiguaciones de la brigada antimafia. Mi amigo comprende los riesgos que eso entraña y está dispuesto a asumirlos. Y, por si sirve de algo, añadiré que es un ex seminarista jesuita.

Bobby colgó el abrigo.

—¿Podemos fiarnos de él? —preguntó.

—Por completo.

—¿No podría ser un infiltrado de Hoover?

—Difícilmente —respondió Kemper con una carcajada.

Bobby le dirigió una de aquellas miradas con las que intimidaba a los testigos.

—Está bien. Pero quiero que le diga a ese hombre que no haga nada ilegal. No quiero tener por ahí a un fanático que monte escuchas clandestinas y Dios sabe qué más porque crea que cuenta con mi respaldo para ello.

—Se lo diré. Y bien, ¿qué aspectos son los que…?

—Dígale que me interesa la posibilidad de que existan los libros secretos del fondo de pensiones. De ser así, es probable que los administre la mafia de Chicago. Dígale que investigue esta sospecha y que, mientras se ocupa de ello, vea si descubre alguna información en general sobre Hoffa.

Los invitados desfilaron ante el guardarropía. Una mujer arrastraba por el suelo su abrigo de visón. Dean Acheson estuvo a punto de tropezar con él.

Bobby torció el gesto. Kemper observó que su mirada se desenfocaba.

—¿Qué sucede?

—No es nada.

—¿Se le ofrece algo más?

—No, nada. Ahora, si me disculpa…

Kemper sonrió y volvió a la fiesta. El salón, para entonces, ya se había llenado. Desplazarse era dificultoso.

La mujer del abrigo de visón hacía que muchas cabezas se volvieran. Hizo que un camarero acariciara la prenda e insistió en que Leonard Bernstein se la probara. Después atravesó la multitud a paso de mambo y le quitó a Joe Kennedy la copa que tenía en la mano.

Joe le entregó una cajita envuelta en papel de regalo. La mujer la guardó en el bolso sin abrirla y tres de las hermanas Kennedy se retiraron con aire enfadado.

Peter Lawford se la comía con los ojos. Bennett Cerf pasó junto a ella y echó una mirada furtiva a su escote. Vladimir Horowitz la invitó por gestos a acercarse al piano.

Kemper bajó en un ascensor privado hasta el vestíbulo del hotel.

Descolgó un teléfono y pidió conferencia con Chicago a la encargada de la centralita.

La telefonista le dio línea. Helen contestó a la segunda señal.

—¿Diga?

—Soy yo, encanto. Ése del que estabas tan enamorada.

—¡Kemper! ¿De dónde has sacado ese acento sureño tan almibarado?

—Estoy ocupado en un asunto.

—Pues yo también estoy ocupada con las clases de Derecho y buscando un apartamento, ¡y es tan difícil!

—Todo lo bueno es difícil. Pregúntaselo a tu novio, ese tipo maduro, y verás cómo te lo explica.

Helen bajó la voz y susurró:

—Últimamente, Ward está bastante taciturno y poco comunicativo. ¿Quieres probar si…?

Littell se puso al teléfono.

—Hola, Kemper.

Helen le mandó unos besos y colgó su auricular.

—Hola, chico —dijo Kemper.

—Hola, tú. Lamento ser tan brusco, pero ¿has…?

—Sí.

—¿Y?

—Y Bobby ha dicho que sí. Ha dicho que quiere que trabajes para nosotros en secreto. Quiere que sigas esa pista que nos proporcionó Roland Kirpaski e intentes averiguar si existen de verdad unos libros de contabilidad secreta del fondo de pensiones, en los que se ocultan incontables millones de dólares.

—Bien. Eso está… muy bien.

—Bobby ha insistido en lo que te dije —Kemper bajó el tono de voz—. No corras riesgos innecesarios. Recuérdalo bien. Bobby es más escrupuloso que yo en cuanto a saltarse la legalidad, así que limítate a tener mucho cuidado y recuerda a quién debes estar atento.

—Tendré cuidado. Puede que tenga a un miembro de la mafia comprometido en un homicidio y creo que quizá pueda convertirlo en un informador.

La mujer del abrigo de visón cruzó el vestíbulo. Un montón de botones corrió a abrirle la puerta.

—Ward, tengo que colgar.

—Que Dios te bendiga por esto, Kemper. Y dile al señor Kennedy que no lo decepcionaré.

Kemper colgó y salió al exterior. En la calle 76, el viento bramaba y volcaba los cubos de basura situados en los bordillos.

La mujer del abrigo de visón estaba bajo la marquesina de la entrada del hotel. Estaba quitando el envoltorio del regalo de Joe Kennedy.

Kemper se detuvo a pocos pasos de ella. El regalo era un broche de diamantes colocado en el interior de un fajo de billetes de mil dólares.

Un vagabundo borrachín se acercó con paso inseguro. La mujer le dio el broche. El viento agitó el fajo de billetes; como mínimo, había cincuenta.

El vagabundo soltó una risilla y contempló el broche. Kemper se echó a reír en voz alta.

Un taxi se detuvo ante el hotel. La mujer del visón se inclinó hacia la ventanilla.

—Al 881 de la Quinta Avenida —dijo.

Kemper le abrió la puerta del coche.

—Esos Kennedy… Qué vulgares son, ¿verdad? —murmuró ella.

Tenía unos ojos de un verde translúcido, unos ojos como para caerse muerto.

15

(Chicago, 6/1/59)

De un tirón saltó el cerrojo. Littell sacó la ganzúa y cerró la puerta tras él.

Los faros de los coches iluminaban las ventanas al pasar. La salita de la entrada estaba llena de antigüedades y pequeños objetos de art decó.

Sus ojos se habituaron a la penumbra. Entraba suficiente luz del exterior y no necesitó correr el riesgo de encender las lámparas.

El apartamento de Lenny Sands estaba limpio y ordenado, aunque a aquellas alturas del invierno se notaba poco ventilado.

Habían pasado ya cinco días de la muerte de Tony «el Picahielos», y el caso seguía sin resolverse. Los periódicos y la televisión omitían un detalle: que Iannone había muerto a las puertas de un local de citas de maricas. Court Meade decía que era una imposición de Giancana: no quería que Tony apareciera desacreditado como homosexual y él mismo se negaba a creerlo. Meade mencionó algunos comentarios alarmantes oídos en el puesto de escucha: «Sam tiene gente apretándole las tuercas a los maricas para averiguar algo»; «Mo ha dicho que hará castrar al que mató a Tony».

Giancana no podía aceptar un hecho evidente. Para él, Tony había entrado en el local por equivocación.

Littell sacó la linterna y la cámara de fotos. El programa de trabajo de Lenny en los últimos tiempos incluía la recogida de la recaudación de las máquinas tragaperras hasta pasada la medianoche. Eran las nueve y veinte. Tenía tiempo de sobra.

Lenny guardaba la agenda de direcciones bajo el teléfono del salón. Littell la hojeó y anotó algunos nombres prometedores.

Lenny, el ecléctico, conocía a Rock Hudson y a Carlos Marcello. Lenny, el hombre de Hollywood, conocía a Gail Russell y a Johnnie Ray. Lenny, el hampón, conocía a Giancana, a Butch Montrose y a Rocco Malvaso.

Allí había algo raro: los números y direcciones de los gángsters de la agenda no eran los que constaban en las listas del Programa contra la Delincuencia Organizada.

Littell continuó pasando hojas. Algunos nombres le sorprendieron mucho.

Senador John Kennedy, Hyannis Port, Massachusetts; Spike Knode, 114 Gardenia, Mobile, Alabama; Laura Hughes, 881 Quinta Avenida, Nueva York; Paul Bogaards, 1489 Fountain, Milwaukee.

Fotografió la agenda por orden alfabético. Con la linterna de bolsillo entre los dientes, tomó una foto por página. Disparó treinta y dos veces hasta la M.

Le dolían las piernas de tenerlas flexionadas para trabajar. Y la linterna no hacía sino resbalarle de la boca.

Oyó el ruido de una llave en la cerradura. Oyó crujir la puerta… CON NOVENTA MINUTOS DE ADELAN

Littell se aplastó contra la pared, junto a la puerta. Repasó mentalmente todos los movimientos de judo que Kemper le había enseñado.

Lenny Sands entró en el apartamento. Littell lo agarró por detrás y le tapó la boca con una mano. «Hunde el pulgar en la carótida del sospechoso y llévalo al suelo en posición supina», recordó.

Lo hizo como el mismísimo Kemper. Lenny quedó tendido boca abajo sin la menor resistencia. Littell retiró la mano con que lo amordazaba y cerró la puerta de un puntapié.

Lenny no chilló ni gritó. Tenía la cara metida en un pliegue de una alfombra muy gastada.

Littell aflojó la presión sobre la carótida. Lenny carraspeó entre náuseas. Littell se arrodilló a su lado, sacó el revólver y lo amartilló.

—Soy del FBI de Chicago. Tengo pruebas contra ti por el asesinato de Tony Iannone; si no trabajas para mí, te entregaré a Giancana y a la policía de la ciudad. No te pido que delates a tus amigos. Lo que me interesa es el fondo de pensiones del sindicato de camioneros.

Lenny tomó aliento con esfuerzo. Littell se levantó y pulsó un interruptor de la pared. La sala se iluminó.

Vio una bandeja con licores junto al sofá. Botellas de cristal tallado llenas de whisky, bourbon y coñac.

Lenny encogió las rodillas y las rodeó con los brazos. Littell guardó el arma bajo el cinturón y sacó una bolsa de celofán.

Contenía dos navajas embadurnadas de sangre. Las mostró a Lenny con un comentario:

—He buscado huellas y he encontrado cuatro que encajan con las de tu ficha.

Era un farol. Lo único que tenía eran manchurrones.

—No tienes alternativa, Lenny. Ya sabes lo que te haría Sam.

Lenny rompió a sudar. Littell le sirvió un whisky; el aroma le hizo la boca agua. Lenny tomó un sorbo. Necesitó ambas manos para sostener el vaso.

—Sé algunas cosas del fondo de pensiones. —Lenny no había recuperado del todo su voz de tipo duro—. Sé que algunos tipos con conexiones y ciertos hombres de negocios solicitan créditos de esos a alto interés, y se ven metidos en una especie de escalada de préstamos.

—¿Hasta llegar a Sam Giancana?

—Es una teoría.

—Pues explícamela mejor.

—La teoría dice que Giancana consulta con Jimmy Hoffa todas las peticiones de préstamos por cantidades importantes. Una vez de acuerdo, lo conceden o lo deniegan.

—¿Existen unos libros alternativos del fondo de pensiones? Me refiero a unos libros amañados, codificados, que oculten cantidades secretas.

—No lo sé.

Kemper Boyd decía siempre: EXPRIME A TUS INFORMADORES.

Lenny se incorporó hasta una silla. Lenny, el esquizofrénico, sabía que los tíos duros, y judíos además, no se quedaban encogidos en el suelo.

Littell se sirvió un whisky doble.

—Siéntase como en su casa —dijo Lenny, el animador de espectáculos.

Littell guardó las navajas en el bolsillo.

—He repasado tu agenda y he visto que tus direcciones no encajan con las del Programa contra la Delincuencia Organizada.

—¿Qué direcciones?

—Las de los miembros del sindicato del crimen de Chicago.

—¡Ah, ésas!

—¿Cómo es que no coinciden?

—Porque las mías son de picaderos. Son de las casas donde van los tipos a engañar a sus mujeres. Tengo llave de algunas, porque les llevo allí la recaudación de las máquinas de discos. De hecho, estaba recogiendo la de ese jodido bar de maricas cuando ese jodido Iannone me atacó.

Littell apuró su vaso.

—Yo te vi matar a Iannone. Sé por qué estabas en ese bar y por qué frecuentas el Hernando’s Hideaway. Sé que tienes dos vidas y dos voces y dos sabe Dios qué más. Y sé que Iannone quiso acabar contigo porque no quería que supieras que él también…

Lenny estrujó el vaso entre ambas manos. El grueso cristal tallado se resquebrajó y saltó hecho añicos.

El whisky roció la estancia, mezclada con sangre. Lenny no emitió el menor gemido, no cambió de expresión, no se movió. Littell arrojó su vaso sobre el sofá.

—Sé que hiciste un trato con Sal D’Onofrio.

No hubo respuesta.

—Sé que vas a viajar con esa gente a la que ha invitado a jugar.

No hubo respuesta.

—Sal es un prestamista. ¿Es uno de los que presentan candidatos a entrar en el engranaje de los préstamos del fondo de pensiones?

No hubo respuesta.

—Vamos, cuéntame —dijo Littell—. No me marcharé hasta que tenga lo que he venido a buscar.

Lenny se limpió las manos de sangre.

—No lo sé. Quizá sí, quizá no. Comparado con otros tiburones de su negocio, Sal es pescadilla.

—¿Qué hay de Jack Ruby, el tipo de Dallas? También se dedica en parte a los préstamos.

—Jack es un payaso. Conoce gente, pero es un payaso.

Littell bajó la voz:

—¿Los muchachos de Chicago saben que tú eres homosexual? —Lenny reprimió unos sollozos. Littell insistió—: Contesta y reconoce lo que eres.

Lenny cerró los ojos y movió la cabeza: no, no, no.

—Entonces, contesta. ¿Serás mi informador?

Lenny cerró los ojos y movió la cabeza: sí, sí, sí.

—Los periódicos decían que Iannone estaba casado.

No hubo respuesta.

—Lenny…

—Sí, estaba casado.

—¿Tenía algún picadero?

—Debía de tenerlo.

Littell se abrochó el gabán.

—Podría hacerte un gran favor, Lenny.

No hubo respuesta.

—Estaremos en contacto. Ya sabes lo que me interesa; ponte a ello.

Lenny no le prestó atención. Había empezado a extraerse fragmentos de cristal de las manos.

Había cogido un llavero del cuerpo de Iannone. Contenía cuatro llaves en una bolsita con la etiqueta «Cerrajería Di Giorgio’s, 947 Hudnut Drive, Evanston».

Dos llaves de coche y otra de una casa, probablemente. La cuarta podía ser del picadero. Se dirigió a Evanston y, a aquella hora avanzada de la noche, tuvo un golpe de suerte: el cerrajero vivía detrás de la tienda.

La inesperada visita del FBI asustó al hombre. Reconoció las llaves como obra suya y dijo que había instalado todas las cerraduras de Iannone, en las dos casas.

Las direcciones eran: 2409 Kenilworth, en Oak Park, y 84 Wolverton, en Evanston.

Iannone vivía en Oak Park; lo había dicho la prensa. La dirección de Evanston tenía muchas posibilidades de ser lo que buscaba.

Las indicaciones del cerrajero resultaron sencillas de seguir. Littell tardó escasos minutos en encontrar la dirección. Era un apartamento con garaje situado detrás de una residencia de estudiantes de la Universidad Northwestern. El vecindario estaba a oscuras y en completo silencio.

La llave encajaba en la cerradura. Littell entró con el arma por delante. El lugar estaba deshabitado y olía a humedad. Encendió las luces de las dos habitaciones e inspeccionó todos los cajones, armarios, estanterías, compartimentos y rincones. Encontró consoladores, látigos, collares de perro con púas, ampollas de nitrito de amilo, doce frascos de vaselina, una bolsa de marihuana, una chaqueta de motorista adornada con piezas metálicas, un fusil de cañones recortados, nueve placas de bencedrina, un brazalete nazi, óleos que mostraban escenas de sodomía y de sesenta y nueves —sólo hombres—, y una fotografía de Tony Iannone «el Picahielos», y un chico universitario, desnudos y mejilla con mejilla.

Kemper Boyd decía siempre: PROTEGE A TUS INFORMADORES.

Littell llamó a la sastrería Celano’s. Respondió un hombre: «¿Sí?» Butch Montrose; no había confusión posible. Littell disfrazó la voz.

—No te preocupes por Tony Iannone. Era un maricón de mierda. Ve al 84 de Wolverton, en Evanston, y lo verás tú mismo.

—¿Eh, qué está dicien…?

Littell colgó. Dejó la foto clavada en la pared para que todo el mundo la viera.

16

(Los Ángeles, 11/1/59)

Hush-Hush estaba a punto de cerrar edición. El personal de la redacción funcionaba a base de café cargado con bencedrina.

Los «dibujantes» estaban empastando una cubierta: «Paul Robeson, rey de los rojos reincidentes.» Un «corresponsal» estaba pasando a máquina un artículo: «Spade Cooley pega a su esposa: ¿usará demasiado los pies nuestro bailarín de claqué?» Un «investigador» revolvía panfletos tratando de relacionar la higiene de los negros con el cáncer.

Pete miraba.

Se aburría.

En su cabeza retumbaba MIAMI. Hush-Hush le sentaba como un cactus gigante metido en el culo.

Sol Maltzman estaba muerto. Gail Hendee se había marchado hacía mucho. El nuevo personal de la revista era ciento por ciento grotesco.

Howard Hughes estaba frenético por encontrar un rebuscador de basura.

Todos sus candidatos se negaban. Todo el mundo sabía que la policía de Los Ángeles había secuestrado el número injurioso sobre los Kennedy. Hush-Hush era la leprosería del periodismo sensacionalista.

Hughes ANSIABA tener basura que revolver. Hughes ANSIABA conseguir libelos difamatorios que compartir con el señor Hoover. Y cuando Hughes ANSIABA tener una cosa, la COMPRABA.

Pete compró basura para llenar un número. Sus contactos en la policía le proporcionaron un cargamento de chismorreos de poco lustre: «¡Spade Cooley, misógino y bebedor!» «¡Sal Mineo, cazado en incautación de marihuana!» «¡Detenciones de beatniks sacuden Hermosa Beach!»

Todo era pura basura. No tenía nada que ver con Miami.

Miami estaba bien. Miami era la droga que echaba en falta. Había dejado Miami sin otra cosa que una contusión leve; no estaba mal, teniendo en cuenta lo que había recibido.

Jimmy Hoffa lo llamó para restaurar el orden. Pete salió de la cárcel y se ocupó de ello.

La compañía de taxis requería orden. Las disputas políticas habían fastidiado el negocio durante varios días seguidos y, aunque los disturbios ya habían cesado, la central de Tiger Kab hervía todavía de animosidad contenida entre facciones. Pete tenía que habérselas con tipos pro Batista y procastristas: matones de ideología derechista o izquierdista que necesitaban que alguien los pusiera a tono y los hiciera acatar el Imperio de la Ley del Hombre Blanco.

Pete estableció normas.

Nada de bebidas, nada de pancartas de signo político en el trabajo. Nada de armas de fuego, ni armas blancas; el despachador se encargaría de guardarlas. Y nada de confraternizaciones políticas: las facciones rivales debían permanecer separadas.

Un partidario de Batista desafió las normas. Pete lo dejó medio muerto de una paliza.

Estableció más normas.

Nada de hacer de chulo durante el servicio; los conductores debían dejar en casa a sus putas. Tampoco se permitían robos en casas o atracos mientras se trabajaba.

Pete nombró a Chuck Rogers nuevo despachador. Lo consideró un nombramiento político. Rogers era un tipo a sueldo de la CIA. El codespachador, Fulo Machado, también estaba vinculado a la CIA.

John Stanton era un agente de la CIA de nivel medio… y un nuevo habitual del local. Con sólo chasquear los dedos, consiguió paralizar las indagaciones sobre Fulo por un asesinato en primer grado.

Guy Banister, el colega de Stanton, detestaba a Ward Littell. Y los dos, Banister y Stanton, estaban obsesionados con Kemper Boyd.

Jimmy Hoffa era el dueño de Tiger Kab. Jimmy tenía participación en dos casinos de La Habana.

Littell y Boyd le cargaban dos muertes. Probablemente, Stanton y Banister no estaban al corriente de eso. Stanton le había hecho aquel breve comentario burlón: «Puede que algún día te pida un favor.»

Las piezas iban encajando con suavidad y precisión. Sus antenas empezaron a sondear, sondear, sondear…

Pete habló con la recepcionista.

—Donna, consígame una conferencia persona a persona. Quiero hablar con un hombre llamado Kemper Boyd, de la oficina del comité McClellan, en Washington, D.C. Dígale a la telefonista que pruebe en el edificio de las oficinas del Senado y, si consigue comunicación, diga que llama de mi parte.

—Sí, señor.

Pete colgó y esperó. La llamada era un tiro a ciegas; Boyd, probablemente, estaría en otra parte, conspirando.

La luz del intercomunicador parpadeó. Pete levantó el auricular.

—¿Boyd?

—Al habla. Y sorprendido.

—Bueno, te debía un favor y he pensado pagártelo.

—Continúa.

—Estuve en Miami la semana pasada. Conocí a dos tipos, un tal John Stanton y otro llamado Guy Banister, y parecían muy interesados por ti.

—El señor Stanton y yo ya hemos hablado. Pero te agradezco la información. Es agradable saber que todavía están interesados.

—Les di buenas referencias tuyas.

—Eres un tipo estupendo. ¿Puedo hacer algo por ti?

—Puedes encontrarme un nuevo rebuscador de mierda para Hush-Hush.

Boyd colgó con una carcajada.

17

(Miami, 13/1/59)

El comité lo alojaba en un Howard Johnson’s, pero Kemper se mudó a una suite de dos habitaciones en el Fontainebleau y pagó la diferencia de su bolsillo. Estaba a punto de conseguir un tercer sueldo, y el gasto no resultaba tan desmedido.

Bobby lo había enviado de nuevo a Miami a instancias del propio Kemper, que había prometido volver con algunos testimonios clave sobre Sun Valley. Lo que no contó a Bobby fue que la CIA estaba pensando en reclutarlo.

El viaje supuso unas cortas vacaciones. Si Stanton cumplía su palabra, se pondría en contacto con él.

Sacó una silla al balcón. Ward Littell le había enviado un informe por correo y debía revisarlo antes de enviarlo a Bobby.

El informe constaba de doce hojas mecanografiadas. Littell adjuntaba un prólogo escrito a mano:

K.B.:

Como socio tuyo en este apacible subterfugio, te remito un relato detallado de mis actividades. Dado que el señor Kennedy fue tan claro al respecto, supongo que preferirás omitir cualquier mención de mis ilegalidades más flagrantes. Como observarás, he realizado progresos sustanciales. Y te aseguro una cosa: dadas las circunstancias extremas, he sido muy cuidadoso.

Kemper leyó el informe. Calificar de «extremas» las circunstancias era quedarse corto.

Littell había presenciado un asesinato entre homosexuales. La víctima era un personaje de la mafia de Chicago; el asesino, un miembro marginal de la propia mafia, llamado Lenny Sands.

Sands era ahora un soplón de Littell. Hacía poco, Sands se había asociado con un prestamista y corredor de apuestas llamado d’Onofrio, alias «Sal el Loco». D’Onofrio organizaba viajes de funcionarios corrompidos y amantes del juego a los casinos de Las Vegas y de Lake Tahoe. Sands tenía que acompañar a los grupos como «animador del circuito». Sands tenía llave de varios «picaderos» de mafiosos. Littell le había forzado a hacer duplicados y había entrado clandestinamente en tres de ellos en busca de pruebas. Littell había mirado y se había marchado sin tocar nada de lo que encontró: armas, narcóticos y catorce mil dólares en billetes, todo ello oculto en una bolsa de golf en el picadero de un tal Butch Montrose.

Littell había localizado también el de Tony Iannone. Era un apartamento con garaje, repleto de parafernalia homosexual. Littell estaba decidido a proteger de posibles represalias a su informador. Para ello, había revelado la dirección del apartamento a unos miembros de la mafia de Chicago y había montado guardia para comprobar si reaccionaban ante la información anónima que les proporcionaba. Así fue: una hora después, Sam Giancana y dos hombres más derribaban la puerta del apartamento. Sin duda, vieron perfectamente el material homosexual de Iannone.

Para Kemper, todo aquello era asombroso. Y plenamente representativo de la trinidad de Ward Littell: suerte, intuición e ingenua valentía.

Littell concluía así el informe:

Mi objetivo último es introducir un solicitante de préstamos en el engranaje del fondo de pensiones. Si todo sale bien, ese aspirante será mi informador, comprometido legalmente conmigo. Lenny Sands, y cabe la posibilidad de que también D’Onofrio, pueden resultar unos aliados valiosos para reclutar a tal informador. Mi solicitante de préstamo ideal sería un hombre de negocios deshonesto con contactos entre la delincuencia organizada; un hombre susceptible a la intimidación física y a las amenazas de un procesamiento federal. Este individuo podría ayudarnos a establecer la existencia de unos libros contables paralelos de ese fondo de pensiones, con apuntes ocultos y, por tanto, ilegales. Una vía de acceso como la que planteo ofrecería a Robert Kennedy inmensas oportunidades de presentar acusaciones formales. Si esos libros existen, los administradores de los valores ocultos podrán ser llevados a juicio bajo numerosas acusaciones de robo de mayor cuantía y de fraude a la Hacienda Federal. Estoy de acuerdo con el señor Kennedy: puede que ésta resulte ser la vía para relacionar a Jimmy Hoffa y su sindicato de Camioneros con la mafia de Chicago, y para poner fin a su poder colectivo. Si puede demostrarse una confabulación monetaria a una escala tan amplia, hasta el punto de haber penetrado en los más recónditos rincones, estoy seguro de que rodarán cabezas.

El plan era ambicioso y estratosféricamente arriesgado. Kemper vio de inmediato un posible fallo.

Littell había puesto al descubierto la tendencia sexual de Tony «el Picahielos». ¿Había tenido en cuenta todas las posibles ramificaciones?

Kemper llamó al aeropuerto de Miami y cambió su vuelo a Washington por otro con escala en Chicago. Parecía una decisión sensata: si su presentimiento se cumplía, tendría que darle un buen rapapolvos a Ward.

Anochecía. Puntual, al minuto, el servicio de habitaciones le trajo lo que había pedido.

Tomó un sorbo de Beefeater y unos bocados de salmón ahumado. La avenida Collins resplandecía y las luces parpadeantes seguían el contorno de la costa. Notó un ligero calor por dentro. Evocó los instantes con la mujer del abrigo de visón y se le ocurrió una decena de frases que podría haber empleado.

Sonó el timbre. Kemper se pasó un peine por los cabellos y abrió la puerta.

—Buenas tardes, señor Boyd.

Era John Stanton. Kemper lo invitó a pasar. Stanton contempló la suite con admiración.

—Robert Kennedy lo trata bien…

—No me venga con disimulos, señor Stanton.

—Seré directo, pues. Usted creció en una casa rica y perdió a su familia. Ahora, ha adoptado a los Kennedy. Está empeñado en recuperar su riqueza en pequeños incrementos y ésta, realmente, es una habitación magnífica.

Kemper sonrió y le ofreció un martini.

—El martini sabe a gasolina de mechero —respondió Stanton—. Siempre he juzgado los hoteles por la carta de vinos.

—Puedo llamar para que le traigan el que guste.

—No voy a quedarme el tiempo suficiente.

—¿Qué se le ofrece?

Stanton señaló el balcón.

—Cuba está ahí enfrente —dijo.

—Eso ya lo sé.

—Creemos que Castro terminará por ser un comunista. Está dispuesto a venir a Estados Unidos en abril y ofrecer su amistad, pero creemos que se comportará indebidamente y forzará un rechazo oficial. Dentro de poco deportará a algunos cubanos «políticamente indeseables» y se les ofrecerá asilo aquí, en Florida. Necesitamos hombres para entrenar a esos deportados y formar con ellos una resistencia anticastrista. La paga es de dos mil dólares al mes, en efectivo, más la posibilidad de comprar mercancías a bajo precio en diversas empresas tapadera montadas expresamente por la Agencia. Es una oferta en firme, y tiene mi promesa personal de que no dejaremos que su trabajo para la Agencia interfiera en sus restantes empleos.

—¿Empleos? ¿En plural?

Stanton salió al balcón. Kemper lo siguió hasta la barandilla.

—Su «retiro» del FBI ha sido bastante precipitado. Y en el FBI tenía un puesto cercano al señor Hoover, que detesta y teme a los hermanos Kennedy. Post hoc, propter ergo hoc. El martes era agente del FBI; el miércoles, presunto alcahuete por cuenta de Jack Kennedy, y el jueves, investigador del comité McClellan. No hay más que aplicar un poco de lógica y…

—¿Cuál es la paga normal de un recién contratado en la CIA?

—Ochocientos cincuenta al mes.

—Pero mis «restantes empleos» me convierten en un caso especial, ¿no es eso?

—Sí. Sabemos que está entrando en los círculos íntimos de los Kennedy y creemos que Jack Kennedy podría ser elegido Presidente el año que viene. Si el problema de Castro se prolonga, necesitaremos a alguien que ayude a influir en su política respecto a Cuba.

—¿En un grupo de presión?

—No. Como agente provocador muy sutil.

Kemper contempló el paisaje. Las luces producían la impresión de brillar tenuemente sobre el mar hasta más allá de Cuba.

—Estudiaré su propuesta.

18

(Chicago, 14/1/59)

Littell entró en el depósito de cadáveres a la carrera. Kemper lo había llamado desde el aeropuerto y le había dicho: REÚNETE CONMIGO ALLÍ, AHORA MISMO.

Hacía media hora de la llamada. Kemper no había explicado nada más. Se había limitado a pronunciar aquellas cinco palabras y a colgar.

Tras el vestíbulo se extendía una hilera de salas de autopsia. Las camillas cubiertas con sábanas bloqueaban el corredor. Littell se abrió paso entre ellas. Kemper le esperaba junto a la pared del fondo, cerca de los nichos de la cámara frigorífica.

—¿Qué coño…? —preguntó Littell cuando recobró el aliento.

Kemper abrió la compuerta de uno de los nichos. En la camilla yacía el cadáver de un varón caucasiano.

El muchacho había sido torturado a navajazos y a quemaduras de cigarrillo. Le habían cortado el pene y se lo habían metido en la boca.

Littell lo reconoció: era el chico de la foto en que salía Tony «el Picahielos» desnudo. Kemper lo agarró por el cuello y lo obligó a inclinarse sobre el cuerpo.

—Esto es culpa tuya, Ward. Deberías haber destruido hasta el menor rastro que identificara a los conocidos de Iannone antes de llamar a sus compinches. Los mafiosos tenían que matar a alguien, culpable o no, así que decidieron acabar con el chico de la foto que tú les dejaste.

Littell se echó atrás con un espasmo. Le llegaba un olor a bilis, a sangre y a abrasivo dental forense.

Kemper lo forzó de nuevo a inclinarse sobre el cuerpo; esta vez, más cerca.

—Trabajas para Bobby Kennedy y yo mismo lo he provocado. El señor Hoover acabará conmigo si lo descubre. Tienes mucha suerte de que se me haya ocurrido repasar informes de algunas personas desaparecidas. Y será mejor que me convenzas de que nunca más volverás a joderla como esta vez.

Littell cerró los ojos. Se le escaparon unas lágrimas. Kemper lo empujó sobre el chico muerto, mejilla contra mejilla.

—Reúnete conmigo en el apartamento de Lenny Sands, a las diez. Apuntalaremos las cosas.

El trabajo no le alivió.

Siguió a unos comunistas y redactó un informe de la vigilancia. Las manos le temblaban y su escritura resultaba casi ilegible. Helen no le alivió.

La llamó sólo para oír su voz, pero los cotilleos sobre la facultad le pusieron al borde de la histeria.

Court Meade no le alivió.

Se encontraron para tomar un café e intercambiaron informes. Court le comentó que tenía un aspecto horrible. También le dijo que el informe parecía muy vago; como si no pasara mucho tiempo en el puesto de escucha. Littell no podía decirle, «me dedico menos tiempo porque he encontrado un soplón». Tampoco podía decirle que la había jodido y que había causado la muerte de un muchacho.

La iglesia le alivió un poco.

Encendió una vela por el chico muerto. Rezó una oración y pidió capacidad y valor. Se aseó en el cuarto de baño y recordó algo que había dicho Lenny: aquella noche, Sal el Loco reclutaría jugadores en Santa Vibiana.

Un alto en una taberna le alivió del todo.

Un caldo y unas galletas saladas le asentaron el estómago. Tres whiskies con otras tantas cervezas le aclararon la cabeza.

Sal y Lenny tenían la sala de actos de Santa Vibiana para ellos solos. Una decena de Caballeros de Colón asistía a su presentación. El grupo ocupaba un puñado de mesas de bingo cerca del escenario. Los Caballeros tenían ese aspecto de los borrachos que pegaban a sus mujeres.

Littell se detuvo ante una salida de incendios. Entreabrió la puerta para observar y oyó a Sal:

—Salimos dentro de dos días. Muchos de mis clientes habituales no han podido faltar a su trabajo, de modo que he rebajado los precios hasta novecientos cincuenta, avión incluido. Primero vamos a Tahoe, después a Las Vegas y, finalmente, a Gardena, en las afueras de Los Ángeles. Sinatra actúa en el Cal-Neva Lodge de Tahoe y tendrán localidades de primera fila, centro, para asistir al espectáculo. Y ahora, Lenny Sands, antes Lenny Sanducci y verdadera figura en Las Vegas por derecho propio, os ofrecerá un Sinatra más Sinatra que el propio Ojos Azules. ¡Adelante, Lenny! ¡Adelante, paisano!

Lenny dejó escapar unos anillos de humo al estilo de Sinatra. Los espectadores aplaudieron. Lenny arrojó el cigarrillo por encima de sus cabezas y les dirigió una mirada colérica.

—¡No aplaudan hasta que haya terminado! ¿De qué especie de cuerpo auxiliar de Intendencia son ustedes? ¡Dino, ve a buscarme un par de rubias! ¡Sammy, ve a buscarme una caja de ginebra y diez cartones de cigarrillos o te saco el otro ojo! ¡Manos a la obra, Sammy! ¡Cuando el Capítulo 384 de los Caballeros de Colón de Chicago chasquea los dedos, Frank Sinatra salta!

Los Caballeros prorrumpieron en carcajadas. Una monja pasaba una escoba en las inmediaciones del grupo, sin levantar la vista del suelo un instante. Lenny se arrancó a cantar:

—¡Llévame a la costa con el grupo del Gran Sal! ¡Es el rey de las mesas de juego, el más simpático! ¡Disfruta de su compañía! ¡En otras palabras, prepárate, Las Vegas, que allá vamos!

Los Caballeros aplaudieron. Sal depositó una bolsa de papel en una mesa, delante de ellos. Todos revolvieron entre el montón de chucherías y cogieron las que quisieron. Littell distinguió fichas de póquer, condones y llaveros con el conejito de Playboy.

Lenny sostuvo en alto una pluma en forma de pene.

—¿Quién de ustedes quiere ser el primero en apuntarse?

Se formó una cola. Littell notó que se le revolvía el estómago. Anduvo unos pasos y vomitó junto al bordillo. El whisky y la cerveza le quemaban la garganta. Se inclinó hacia delante y continuó vomitando hasta que lo hubo devuelto todo.

Varios de los apuntados al viaje pasaron junto a él jugando con sus llaveros. Algunos se burlaron de su estado. Littell se apoyó en una farola y vio a Sal y a Lenny en la puerta de la sala de actos.

Sal empujó a Lenny contra la pared y lo golpeó en el pecho. La única réplica de Lenny fue un mudo, «De acuerdo».

La puerta estaba entreabierta. Littell terminó de abrirla de un empujón.

Kemper estaba echando una ojeada a la agenda de direcciones de Lenny. Había encendido todas las luces del salón.

—Tranquilo, chico.

Littell cerró la puerta y preguntó quién lo había dejado entrar.

—Recuerda quién te enseñó a hacer registros sin autorización —respondió Boyd.

Littell movió la cabeza en gesto de negativa.

—Quiero ganarme la confianza de Lenny. Pero si ahora aparece alguien más, sobre todo de esta manera, es probable que se asuste.

—Es preciso que se asuste —replicó Kemper—. No lo subestimes el mero hecho de que sea maricón.

—Ya vi lo que le hizo a Iannone.

—Le entró pánico, Ward. Si vuelve a suceder, podríamos resultar heridos. Esta noche quiero establecer un cierto tono…

Littell oyó pasos al otro lado de la puerta. No había tiempo de apagar las luces para tomar por sorpresa al que llegaba.

Lenny apareció en el umbral, tuvo una reacción tardía, pero visiblemente teatral.

—¿Quién es ése?

—Es un amigo mío, el señor Boyd.

—Y los dos andaban por el barrio, de modo que han decidido colarse en mi casa y hacerme unas cuantas preguntas, ¿no?

—No te tomes las cosas de esta manera.

—¿De qué manera? Usted dijo que hablaríamos por teléfono. Y me aseguró que estaba solo en este asunto.

—Lenny…

—Yo sí tengo una pregunta —intervino Kemper.

Lenny introdujo los pulgares en las presillas del cinturón.

—Pues hágala. Y sírvase una copa. El señor Littell lo hace siempre.

Kemper le miró, divertido.

—He echado un vistazo a tu agenda, Lenny.

—No me sorprende. El señor Littell también lo hace siempre.

—Conoces a Jack Kennedy y a un montón de gente de Hollywood.

—Sí. Y también los conozco a usted y al señor Littell, lo cual demuestra que no soy inmune a los barrios bajos.

—¿Quién es esa Laura Hughes? La dirección que figura al lado, 881 Quinta Avenida… Me interesa.

—Laura interesa a muchos hombres.

—Estás temblando, Lenny. Toda tu actitud ha cambiado.

—¿De qué estás habl…? —dijo Littell.

Kemper no le dejó terminar.

—¿Cómo es esa Laura? ¿Treinta y pocos, alta, morena y pecosa?

—Sí, la descripción se ajusta.

—Fui testigo de cómo Joe Kennedy le daba un broche de diamantes y cincuenta mil dólares por lo menos. Eso me hace sospechar que papá Kennedy se acuesta con ella.

Lenny se echó a reír. Su carcajada decía: «¡Qué sabrás tú, ignorante!»

—Háblame de ella —indicó Kemper.

—No. Laura Hughes no tiene nada que ver con el fondo de pensiones del sindicato ni con nada ilegal.

—Estás desinflándote, Lenny. No estás respondiendo a la imagen del tipo duro que se cargó a Tony Iannone. Empiezas a parecer un mariquita de voz chillona.

—¿Mejor así, señor Boyd? —Lenny adoptó de inmediato una voz de barítono.

—Guárdate el ingenio para tus actuaciones. ¿Quién es Laura Hughes?

—No tengo por qué decírselo.

Con una sonrisa, Kemper replicó:

—Eres un homosexual y un asesino. No tienes derechos. Eres informador de un federal y eres propiedad del FBI de Chicago.

Littell sintió náuseas. El pulso le hacía cosas raras.

—¿Quién es? —insistió Kemper.

—Esto no es cosa del FBI —soltó Lenny de repente—. Si fuera una operación oficial, habría mecanógrafas y papeleo. Esto es cosa de ustedes dos; un asunto privado de alguna clase. Y no voy a decir una sola palabra que pueda perjudicar a Jack Kennedy.

Kemper sacó una foto tomada en el depósito de cadáveres y la puso ante las narices a Lenny. Littell vio al chico muerto con la boca llena.

Tras un escalofrío, Lenny adoptó al instante una expresión impávida.

—¿Y bien? ¿Se supone que eso me ha de asustar?

—Esto lo hizo Giancana, Lenny. Cree que ese chico fue quien mató a Tony Iannone. Una palabra nuestra y el de la foto serás tú.

Littell cogió la fotografía.

—Esperemos un poco, Kemper —dijo—. Ya ha quedado clara tu postura.

Kemper lo hizo pasar al comedor y, una vez allí, lo empujó contra una cómoda con las yemas de los dedos.

—No me contradigas nunca delante de un sospechoso.

—Kemper…

—Sacúdele.

—Kemper…

—¡Dale una paliza! Haz que te tenga miedo.

—No puedo —respondió Littell—. ¡Joder! No me hagas esto…

—Dale una paliza o llamo a Giancana y se lo explico todo ahora mismo.

—¡No! ¡Oh, vamos, por favor!

Kemper sacó un puño metálico e hizo que Littell introdujera los dedos por los orificios.

—Sacúdele, Ward. Dale fuerte, o dejaré que Giancana lo mate.

Littell se echó a temblar. Kemper le dio unos cachetes. Littell se acercó a Lenny dando traspiés y se detuvo ante él, tambaleándose.

Lenny adoptó su ridícula sonrisa de falso tipo duro. Littell cerró el puño y descargó un golpe. Lenny fue a dar contra una mesa auxiliar y cayó al suelo escupiendo dientes. Kemper le arrojó un cojín del sofá.

—¿Quién es Laura Hughes? Cuéntamelo con pelos y señales.

Littell dejó caer el puño metálico. Tenía la mano dolorida e insensible.

—Insisto: ¿quién es Laura Hughes?

Lenny hundió el rostro en el cojín. Después, escupió un pedazo de oro de un puente dental.

—Una vez más: ¿quién es Laura Hughes?

Lenny tosió y carraspeó. Después, tomó aire con una profunda inspiración que decía: «Terminemos con esto de una vez por todas.»

—Es la hija de Joe Kennedy. Su madre es Gloria Swanson.

Littell cerró los ojos. El interrogatorio no tenía el menor…

—Continúa —dijo Kemper.

—¿Qué más quiere? Yo soy el único que lo sabe fuera de la familia.

—Continúa.

Lenny tomó aire nuevamente. Tenía el labio partido hasta el tabique nasal.

—El señor Kennedy mantiene a Laura. Ella lo quiere y lo aborrece. Gloria Swanson odia al señor Kennedy porque le estafó montones de dinero cuando era productor de películas. La madre desheredó a Laura hace años y eso es todo el «continúa» que puedo darle, maldita sea.

Littell abrió los ojos. Lenny se apoyó en la mesa auxiliar y se incorporó hasta dejarse caer en una silla. Kemper hizo girar los nudillos metálicos en uno de sus dedos.

—¿De dónde ha sacado el apellido Hughes?

—De Howard Hughes. El señor Kennedy detesta a Hughes, de modo que Laura adoptó el apellido para fastidiarlo.

Littell cerró los ojos. Empezaba a ver cosas que no estaba evocando.

—Hazle alguna pregunta al señor Sands, Ward.

Una imagen pasó fugazmente por su cabeza: Lenny con la pluma en forma de falo.

—Ward, abre los ojos y pregunta al señor Sands lo que…

Littell abrió los ojos y se quitó las gafas. La habitación quedó borrosa y difusa.

—Te vi discutir con Sal el Loco a la salida de la iglesia. ¿De qué iba la cosa?

—Quería retirarme del asunto de los viajes.

—¿Por qué?

—Porque Sal es veneno. Porque es veneno igual que usted. —En su tono de voz había resignación: «Ahora soy un soplón.»

—Pero Sal no te lo permitió, ¿verdad?

—No. Y yo le dije que trabajaría con él seis meses más, como tope, si para entonces no…

—Si para entonces no… ¿qué? —Kemper empezó a cerrar el puño.

—Si para entonces no lo habían matado todavía. —Lenny lo dijo con aplomo. Como un actor que acabara de comprender su papel.

—¿Por qué habrían de matarlo?

—Porque es un jugador vicioso. Porque le debe doce de los grandes a Sam G. y, como no los devuelva, Sam enviará a alguien para liquidarlo.

Littell se puso las gafas.

—Quiero que sigas con Sal. De esas deudas, deja que me preocupe yo.

Lenny se limpió la boca con el cojín. Aquel único golpe con la pieza metálica le había modelado un flamante labio leporino.

—Responde al señor Littell —ordenó Kemper.

Lenny respondió con un tonillo pícaro, ofensivo, amanerado.

—¡Oh, sí, sí, señor Littell, señor!

Kemper guardó el puño metálico colgado del cinturón.

—No hables de esto con Laura Hughes. Y no comentes con nadie nuestro acuerdo.

Lenny se puso en pie, patizambo.

—¡Ni en sueños se me ocurriría hacerlo!

—Tienes desparpajo, muchacho —Kemper le hizo un guiño—. Y conozco a un editor de revista de Los Ángeles a quien podría interesar un tipo introducido como tú.

Lenny juntó los bordes de la herida del labio. Littell elevó una plegaria: por favor, déjame dormir toda esta noche sin soñar.

DOCUMENTO AÑADIDO: 16/1/59. Transcripción de una llamada a un teléfono oficial del FBI: «Grabación a petición del Director. Clasificación: Confidencial 1-A. Acceso restringido exclusivamente al Director.» Hablan el Director J.E. Hoover y el agente especial Kemper Boyd.

JEH: Buenos días, señor Boyd.

KB: Buenos días, señor.

JEH: Qué bien me llega su voz. ¿Está usted cerca de aquí?

KB: Llamo desde un restaurante de la calle Northeast «I».

JEH: Ya. Eso queda cerca de las oficinas del comité, ¿verdad? Deduzco que estará usted muy ocupado trabajando para el Hermano Pequeño.

KB: Sí, señor. Al menos, en apariencia.

JEH: Póngame al día, por favor.

KB: Convencí al Hermano Pequeño para que me enviara de nuevo a Miami. Le dije que podía conseguir declaraciones de varios testigos sobre el fraude inmobiliario de Sun Valley y, de hecho, he regresado con algunos testimonios, aunque poco concluyentes.

JEH: Continúe.

KB: Mi verdadero motivo para viajar a Florida era recoger información para usted sobre los asuntos Gretzler y Kirpaski. Le agradará saber que he investigado en los departamentos de Policía, tanto de Miami como de Lake Weir, y me he enterado de que ambos casos han pasado a la situación de expediente abierto. Considero que esto es un reconocimiento tácito de que los dos homicidios quedarán sin resolver.

JEH: Excelente. Ahora, póngame al corriente de la actividad de los Hermanos.

KB: El mandato del comité para investigar las conexiones sindicales con la delincuencia organizada expira dentro de noventa días. El proceso de preparación del informe está ahora en la fase de compilación y me encargaré de hacerle llegar copia de todos los memorandos destacados que se envíen a los grandes jurados que han de continuar la investigación. Y me reafirmo, señor, en la opinión de que Jimmy Hoffa sigue legalmente intacto en el momento actual.

JEH: Continúe.

KB: El Hermano Mayor ha estado llamando a líderes sindicales legítimos, aliados con el partido Demócrata, para asegurarles que el conflicto que el Hermano Pequeño mantiene con Hoffa no significa que esté contra las organizaciones sindicales en general. Tengo la impresión de que anunciará su candidatura a principios de enero del año próximo.

JEH: ¿Y sigue usted seguro de que los Hermanos no sospechan de la menor connivencia del FBI con el asunto Darleen Shoftel?

KB: Sigo seguro, señor. Fue la novia de Pete Bondurant quien informó al Hermano Pequeño del artículo de Hush-Hush. Y fue Ward Littell quien reveló tanto nuestras escuchas como la intervención de Bondurant, con total independencia de ella.

JEH: He oído que el padre de los Hermanos obligó a Howard Hughes a dar marcha atrás en lo del artículo.

KB: Es verdad, señor.

JEH: Últimamente, Hush-Hush ha perdido fuerza. Los avances de artículos en preparación que el señor Hughes me ha enviado son muy blandos.

KB: He estado en contacto con Pete Bondurant y creo que le he encontrado un tipo con buenas relaciones en Hollywood que podría utilizar como corresponsal.

JEH: Si mi lectura de cama mejora, sabré que lo ha conseguido.

KB: Sí, señor.

JEH: Todo este lío con el Hermano Mayor tenemos que agradecérselo a Ward Littell.

KB: Hace dos días pasé por Chicago y vi a Littell, señor.

JEH: Continúe.

KB: En un primer momento, pensé que la expulsión del Programa contra la Delincuencia Organizada podía empujarlo a emprender acciones contra la mafia por su cuenta y riesgo, de modo que decidí investigar qué hacía.

JEH: ¿Y?

KB: Y mis temores no tenían fundamento. Al parecer, Littell sufre en silencio su trabajo en la brigada Antirrojos y el único cambio en su vida que he podido detectar es que ha iniciado una relación con la hija de Tom Agee, Helen.

JEH: ¿Una relación de naturaleza sexual?

KB: Sí, señor.

JEH: ¿La chica es mayor de edad?

KB: Tiene veintiún años, señor.

JEH: Quiero que siga pendiente de Littell.

KB: Lo estaré, señor. Y, aprovechando la oportunidad, ¿podría hablarle de un asunto tangencial?

JEH: Desde luego.

KB: Tiene que ver con la situación política cubana.

JEH: Continúe.

KB: En el transcurso de mis visitas a Florida he conocido a varios refugiados cubanos partidarios de Batista y otros favorables a Castro. Ahora parece que Castro terminará por ser comunista. He oído que un contingente de «indeseables» de diversas tendencias políticas será expulsado de Cuba y recibirá asilo en Estados Unidos, y que la mayor parte de los exiliados se instalará en Miami. ¿Le interesaría estar informado sobre esa gente, señor?

JEH: ¿Tiene alguna fuente de información?

KB: Sí, señor.

JEH: Pero prefiere no revelarla, ¿no es eso?

KB: Sí, señor.

JEH: Espero que le estén pagando, Boyd.

KB: Es una situación algo ambigua, señor.

JEH: Usted es un hombre ambiguo. Y mi respuesta es afirmativa: será bien recibida cualquier información sobre todos y cada uno de los cubanos acogidos, especialmente si son de inteligencia. ¿Quiere añadir algo más? Me esperan en una reunión y…

KB: Una última cosa, señor. ¿Sabía usted que el padre de los Hermanos tuvo una hija ilegítima con Gloria Swanson?

JEH: No tenía la menor idea. ¿Está seguro de eso?

KB: Razonablemente. ¿Quiere que siga hurgando en el tema?

JEH: Sí, pero evite cualquier implicación personal que pueda poner en riesgo su infiltración.

KB: Sí, señor.

JEH: Más vale prevenir que curar. Usted tiene propensión a adoptar a gente, como a ese degenerado moral, Ward Littell. No extienda esa tendencia a los Kennedy. Sospecho que la capacidad de seducción de esa familia supera incluso la de usted.

KB: Tendré cuidado, señor.

JEH: Buenos días, señor Boyd.

KB: Buenos días, señor.

19

(Los Ángeles, 18/1/59)

—Si el señor Hughes es tan amigo de J. Edgar Hoover —dijo Dick Steisel—, haz que él mismo se encargue de que esos jodidos oficiales de juzgado que vienen con las citaciones dejen de molestar.

Pete paseó la mirada por la oficina, llena de fotografías de clientes populares.

Hughes compartía una pared con varios dictadores sudamericanos y con el percusionista Preston Epps.

—Hughes no querría pedir favores a Hoover. Considera que todavía no le ha besado el culo lo suficiente.

—Pero no puede seguir esquivando eternamente las citaciones. Debería limitarse a quitarse de encima la TWA, ganar sus trescientos o cuatrocientos millones y concentrarse en su próxima conquista.

Pete se meció en su silla; luego, puso los pies sobre el escritorio de Steisel.

—Él no ve así las cosas.

—¿Y tú? ¿Cómo las ves?

—Las veo como él me paga para que las vea.

—¿Y eso qué significa en este caso?

—Significa que voy a llamar a la Central de Casting para contratar a media docena de actores, que los disfrazaré y maquillaré para que se parezcan al señor Hughes y que los enviaré a pasear en limusinas de Hughes Aircraft. Voy a decirles que se dejen ver por algún local nocturno, que exhiban y repartan un poco de dinero y que comenten sus proyectos de viaje. Tombuctú, Nairobi…, el destino no importa. Eso nos dará un poco de tiempo.

Steisel rebuscó entre el desorden del escritorio.

—Aparte del tema de la TWA, debes saber que la mayoría de artículos de Hush-Hush que has enviado para revisar son difamatorios. Aquí tengo un ejemplo, en ése sobre Spade Cooley: «¿Será cierto que Ella Mae Cooley lleva estampado en el pecho “para siempre”? Es muy probable, porque Spade ha estado marcando con los puños el ritmo de sus baladas sobre el escote, ya peligrosamente fofo, de su mujercita. Al parecer, Ella Mae le dijo a Spade que quería afiliarse… ¡a un culto al amor libre! La respuesta de Spade fue una lluvia de golpes y Ella Mae ha lucido últimamente unos cardenales tremendos en su abollada delantera.» ¿Te das cuenta, Pete? Eso no son insinuaciones retóricas ni…

Steisel continuó su perorata monocorde. Pete dejó de prestarle atención y sus pensamientos volaron a otros asuntos.

Kemper Boyd lo había llamado el día anterior.

—Tengo un candidato a corresponsal para la revista —le había dicho—. Se llama Lenny Sands y actúa para un grupo de jugadores en el Cal-Neva Lodge de Lake Tahoe. Ve a hablar con él; creo que sería perfecto para Hush-Hush. De todos modos, tiene una estrecha relación con Ward Littell y estoy seguro de que descubrirás que está conectado con el FBI. También debes saber que Littell tiene un testigo ocular del asunto Gretzler. El señor Hoover le dijo que olvidase el asunto, pero Littell es uno de esos tipos volubles. No quiero que menciones siquiera a Littell delante de Lenny.

A Pete lo de Lenny Sands le pareció bien. Lo del «testigo ocular» pura palabrería.

—Iré a ver a Sands. Pero hablemos claro de otro asunto, también.

—¿De Cuba?

—Sí, de Cuba. Empiezo a pensar que es una oportunidad espléndida para nosotros, los ya retirados de las fuerzas del orden.

—Tienes razón. Y estoy pensando en participar.

—Yo también quiero. Howard Hughes me está volviendo loco.

—Hazme un favor, entonces. Haz algo que le gustaría a John Stanton.

—¿Por ejemplo?

—Búscame en las páginas blancas de Washington D.C. y envíame algo apetitoso.

Steisel sacó a Pete de sus divagaciones.

—Haz que esos colegiales inserten los «supuestos» y «presuntos» donde corresponda, y que den un tono más hipotético a los comentarios. ¿Me estás escuchando, Pete?

—Ya nos veremos, Dick —fue su respuesta—. Tengo cosas que hacer.

Detuvo el coche junto a una cabina de teléfono e hizo unas llamadas para pedir unos favores. Llamó a un colega policía, Mickey Cohen, y a Fred Otash, «el detective de las estrellas». Todos dijeron que podían conseguir algunas «golosinas», con entrega garantizada en la capital federal lo antes posible.

Pete llamó a Spade Cooley para anunciarle que acababa de impedir que se publicara una nueva difamación acerca de él.

—¿Qué puedo hacer por ti? —dijo Spade, agradecido.

—Necesito seis chicas de tu grupo —respondió Pete—. Que se reúnan conmigo en la Central de Casting, dentro de una hora.

—¡Desde luego! —asintió Spade.

Pete llamó a la Central de Casting y a Hughes Aircraft. Sendos empleados prometieron ocuparse de lo que les pedía: en el plazo de una hora, seis sosías de Howard Hughes y seis limusinas esperarían en la Central. Cuando tuvo todos sus señuelos, los emparejó: seis Howards, seis mujeres, seis limusinas. Los Howards recibieron órdenes concretas: Pasárselo bien hasta el alba y hacer correr la voz de que se marchaba a Río.

Las limusinas se los llevaron. Spade dejó a Pete en el aeropuerto de Burbank, donde Bondurant abordó un pequeño aparato con destino a Tahoe. El piloto inició el descenso justo encima del Cal-Neva Lodge.

Pórtate bien, Lenny.

El casino tenía tragaperras, dados, ruleta, blackjack, póquer, keno y las moquetas más gruesas y tupidas del mundo. El vestíbulo mostraba una panoplia de enormes Frank Sinatra de cartón. En uno de ellos, cerca de la puerta, alguien había dibujado un pene en la boca de Frankie. A la entrada del bar, en un pequeño recorte de cartón, un rótulo anunciaba: «¡Lenny Sands en el Salón Swingeroo!»

—¡Pete! ¡Pete, el Francés! —exclamó una voz. Tenía que ser algún hampón importante… o alguien con tendencias suicidas.

Pete miró a su alrededor, vio que Johnny Rosselli lo saludaba agitando la mano desde el reservado más próximo a la entrada del bar y se acercó.

Los ocupantes del reservado eran todos primeras figuras: Rosselli, Sam G., Heshie Ryskind y Carlos Marcello. Rosselli le guiñó un ojo.

—¡Pete, el Francés! Che se dice?

—Bien, Johnny. ¿Y tú?

Ça va, Pete, ça va. ¿Conoces a los muchachos? ¿Carlos, Mo, Heshie…?

—Sólo por su reputación.

Se sucedieron los apretones de mano. Pete se quedó de pie; era el protocolo del hampa.

—Pete es francocanadiense —explicó Rosselli—, pero no le gusta que se lo recuerden.

—Todo el mundo ha de ser de alguna parte —comentó Giancana.

—Menos yo —intervino Marcello—. No tengo ningún jodido certificado de nacimiento. No sé si nací en el jodido Túnez, que está en el norte de África, o en la jodida Guatemala. Mis padres eran unos sicilianos palurdos que no tenían ni el jodido pasaporte. Debería haberles preguntado cuando tuve ocasión. Sí: «¿Eh, dónde nací?», debería haberles preguntado.

—Tienes razón, Sam —dijo Ryskind—, pero yo soy un judío con una próstata delicada. Mi familia procede de Rusia, y si eso no te parece una desventaja en esta condenada…

—Últimamente, Pete ha estado ayudando a Jimmy en Miami. Con la compañía de taxis, ya sabéis.

—Y no creas que no lo tenemos en cuenta —asintió Rosselli.

—Cuba tiene que ponerse peor antes de recuperarse. Ahora, el jodido Barbas ha «nacionalizado» nuestros jodidos casinos. Tiene a Santo T. encerrado ahí y nos está costando cientos de miles cada día.

—Es como si Castro hubiera metido una bomba atómica por el culo a cada norteamericano respetable —añadió Rosselli.

Nadie ofreció asiento a Pete.

Sam G. señaló a un pobre diablo que pasaba por allí contando monedas.

—D’Onofrio trae aquí a esos bobos. Me ensucian la sala y lo que pierden no compensa. Yo y Frank tenemos un cuarenta por ciento del Lodge entre los dos. Y éste es un local de la máxima categoría, no una taberna para chusma con fiambrera.

Rosselli se echó a reír. Luego, comentó:

—Ese chico tuyo, Lenny, ahora está trabajando con Sal. Giancana apuntó con el dedo al pobre hombre y tiró de un gatillo imaginario.

—Alguien le va a hacer otra raya en el pelo a Sal D’Onofrio, el Loco. Los corredores de apuestas que deben más de lo que ingresan son como jodidos comunistas que chupan de la teta de la seguridad social.

Rosselli tomó un sorbo de su bebida y se volvió a Bondurant.

—¿Y bien, Pete, qué te trae al Cal-Neva?

—Entrevistar a Lenny Sands para un trabajo. He pensado que podría ser un buen corresponsal para Hush-Hush.

Sam G. le pasó unas fichas de juego.

—Toma, Francés. Pierde uno de los grandes por mi cuenta. Pero no te llevas de Chicago a Lenny, ¿de acuerdo? Me gusta tenerlo por aquí.

Pete sonrió. Los «muchachos» sonrieron: «¿Lo captas? Te han soltado todas las migajas que creen que mereces.»

Dejó el bar y se unió a la cola de una estampida de jugadores de pequeñas cantidades que se dirigía al salón de entrada barata.

Entró con ellos. La sala estaba abarrotada: todas las mesas llenas y los últimos en llegar apoyados en las paredes.

Lenny Sands estaba en escena, acompañado de un pianista y un batería.

El hombre del teclado insinuó un blues. Lenny le dio en la cabeza con el micrófono.

—Lew, Lew, Lew. ¿Qué somos nosotros, un grupo de morenos? ¿Qué tocas ahora, «Pásame la sandía, mami, porque tengo las costillas de cerdo aparcadas en doble fila»?

El público soltó una risotada.

—Una de Frankie, Lew —añadió Lenny.

Lew, el del piano, tocó una introducción. Lenny cantó, mitad Sinatra, mitad falsete amanerado.

—Te tengo bajo mi piel. Te tengo metido muy dentro de mi culo. Tan dentro que las almorranas me están matando. Te tengo, ¡AY!, bajo mi piel.

Los tipos del viaje organizado aullaban de risa. Lenny intensificó su deje arrastrado.

—Te tengo encadenado a mi cama. Te tengo, y bien clavado, ahora. ¡Tan dentro, que ni te lo imaginas, ahora! ¡Te tengo bajo mi piel!

Los espectadores chillaban y reían. Peter Lawford, el adulador número uno de Sinatra, apareció en la sala para seguir la actuación.

El batería tocó un redoble. Lenny se colocó el micrófono al nivel de la entrepierna y lo acarició.

—¡Ah, guapísimos hombres de los Caballeros de Colón de Chicago, os adoro!

El público se volcó en vítores…

—¡Y quiero que sepáis que todo mi interés por las mujeres y por darme revolcones con ellas no es más que un subterfugio para ocultar lo cachondo que me ponéis VOSOTROS, los hombres del Capítulo 384! ¡Vosotros, espléndidos platos de raviolis con vuestras chuletas de tamaño extra que estoy impaciente por saltear y guisar y meterme dentro de mi tentador eslip!

Lawford parecía dispuesto a intervenir. Todo el mundo en el negocio sabía que era capaz de matar a quien fuese con tal de dar jabón a Sinatra.

Los espectadores rugían. Algún payaso agitó un banderín de los Caballeros.

—¡Os quiero, os quiero, os quiero! ¡Estoy impaciente por vestirme de largo e invitaros a todos a pasar la noche en mi fiesta particular!

Lawford se encaminó hacia el escenario.

Pete le puso la zancadilla.

El adulador hizo una cómica caída de nalgas, en un gag clásico de efectos inmediatos.

Frank Sinatra se abrió paso entre la gente hasta entrar en la sala. Los espectadores se volvieron absolutamente locos de excitación.

Sam G. lo interceptó. Sam G. le cuchicheó algo en tono suave, amistoso y FIRME.

A Pete no se le escapó lo fundamental. Lenny estaba con la mafia. Lenny no era un tipo al que sacudir una paliza por deporte. Sam sonreía. A Sam le gustaba la actuación de Lenny.

Sinatra dio media vuelta. Los besaculos lo rodearon.

Lenny recargó más aún su ceceo:

—¡Vuelve, Frankie! ¡Peter, lindísimo capullo, levanta el culo del suelo!

Lenny Sands era un cabrón encantador.

Pete entregó una nota al jefe de la mesa de blackjack para que se la hiciera llegar a Sands. Lenny apareció en la cafetería con absoluta puntualidad.

—Gracias por venir —dijo Pete.

—En la nota mencionaba «dinero» —Lenny tomó asiento—. Esa palabra siempre despierta mi atención.

Una camarera les llevó café y sonaron los timbres de varias máquinas tragaperras. Había una de pequeño tamaño fijada a cada mesa.

—Kemper Boyd lo recomendó. Dijo que sería perfecto para el trabajo.

—¿Trabaja usted con él?

—No. Sólo es un conocido.

—¿En qué consiste el trabajo, exactamente? —preguntó Lenny tras frotarse la cicatriz que tenía sobre el labio.

—Sería corresponsal de la revista Hush-Hush. Se encargaría de buscar noticias y chismorreos escandalosos y de hacerlos llegar a los redactores.

—Entonces, sería un soplón, ¿no?

—Algo así. Usted mete las narices en Los Ángeles, Chicago y Nevada e informa de lo que se cuenta por ahí.

—¿Por cuánto?

—Uno de los grandes al mes, en metálico.

—Basura sobre estrellas de cine, eso es lo que quiere, ¿no? Quiere detalles escabrosos de la gente del espectáculo.

—Exacto. Y de políticos de tendencia liberal.

Lenny echó crema en el café.

—Con ésos no tengo tratos, excepto con los Kennedy. Bobby me trae sin cuidado, pero Jack me cae bien.

—Ha estado muy duro con Sinatra. Y Frankie es muy amigo de Jack, ¿verdad?

—Le consigue chicas y adula al resto de la familia. Peter Lawford está casado con una de las hermanas de Jack y es el contacto adulador de Frank. Jack piensa que Frank es bueno para momentos de juerga y poco más. Y yo no le he dicho nada de esto.

—Cuénteme más.

—No, pregunte usted.

—Está bien. Pero tuteémonos, ¿de acuerdo? Estoy en Sunset Strip y quiero darme un revolcón con cien dólares. ¿Qué hago?

—Ver a Mel, el hombre del aparcamiento de Dino’s Lodge. Por una propina, te enviará a un piso de Havenhurst y Fountain.

—Supongamos que quiero carne morena.

—Vas al autocine de Washington y LaBrea y hablas con las camareras negras.

—¿Y si busco chicos?

Lenny torció el gesto.

—Ya sé que te repugnan los maricas —continuó Pete—, pero responde a la pregunta.

—Mierda, no… espera… el portero del Largo conoce una serie de prostíbulos masculinos.

—Bien. Ahora, ¿qué me dices de la vida sexual de Mickey Cohen?

Lenny sonrió:

—Es pura apariencia. En realidad, no le gusta la cama, pero le gusta que lo vean con mujeres hermosas. Su casi novia del momento se llama Sandy Hashhagen. A veces sale con Candy Barr y con Liz Renay.

—¿Quién mató a Tony Trombino y Tony Brancato?

—O Jimmy Frattiano, o un policía llamado David Klein.

—¿Quién tiene la polla más grande de Hollywood?

—Steve Cochran o John Ireland.

—¿Qué hace Spade Cooley para excitarse?

—Toma bencedrinas y pega a su mujer.

—¿Con quién engañaba Aya Gardner a Sinatra?

—Con todo el mundo.

—¿A quién acudo para un aborto rápido?

—Yo iría a ver a Freddy Otash.

—¿Jayne Mansfield?

—Ninfómana.

—¿Dick Contino?

—El rey de los comechochos.

—¿Gail Russell?

—Matándose con la bebida en un apartamento barato de West L.A.

—¿Lex Barker?

—Amante de jovencitas con afición a las menores.

—¿Johnnie Ray?

—Homosexual.

—¿Art Pepper?

—Yonqui.

—¿Lizabeth Scott?

—Lesbiana.

—¿Billy Eckstine?

—Putero.

—¿Tom Neals?

—Arruinado en Palm Springs.

—¿Anita O’Day?

—Adicta a las drogas.

—¿Cary Grant?

—Homo.

—¿Randolph Scott?

—Homo.

—¿El senador William F. Knowland?

—Borracho.

—¿El jefe Parker?

—Borracho.

—¿Bing Crosby?

—Borracho pegaesposas.

—¿El sargento John O’Grady?

—Fulano del departamento de Policía de Los Ángeles, conocido por colocar droga para comprometer a músicos de jazz.

—¿Desi Arnaz?

—Buscador de prostitutas.

—¿Scott Brady?

—Soplón.

—¿Grace Kelly?

—Frígida. Yo mismo la abordé una vez y casi se me hiela el rabo.

Pete se rió.

—¿Yo?

Lenny sonrió:

—El rey de la extorsión. Chulo. Asesino a sueldo. Y, por si te lo estás preguntando, soy demasiado inteligente para meterme nunca en algún lío contigo.

—El empleo es tuyo —dijo Pete.

Se estrecharon la mano.

Sal D. apareció en la puerta agitando dos tazas de plástico rebosantes de monedas.

20

(Washington, D.C, 20/1/59)

La furgoneta de United Parcel llevó tres grandes cajas a su casa. Kemper las trasladó a la cocina y las abrió.

Bondurant había envuelto el material en hule. Bondurant comprendía el sentido de la palabra «golosinas».

Le enviaba dos fusiles ametralladores, dos granadas de mano y nueve automáticas del 45 con silenciador.

Bondurant incluía una nota concisa, sin firma:

«Ahora es cosa tuya y de Stanton.»

Los fusiles venían con cargadores ya preparados y un manual de instrucciones de mantenimiento. Las 45 encajaban perfectamente en su sobaquera.

Kemper cogió una y tomó el coche hasta el aeropuerto. Llegó con tiempo de sobra al vuelo de las 13.00 del puente aéreo a Nueva York.

El 881 de la Quinta Avenida era una estilizada fortaleza de línea Tudor. Kemper se escabulló del conserje y pulsó el timbre del vestíbulo bajo la placa «L. Hughes». Una voz femenina respondió a la llamada.

—Tome el segundo ascensor de la izquierda, por favor. Puede dejar las bolsas en el recibidor.

Lo había tomado por el repartidor de la tienda. Ascendió doce pisos. La puerta se abrió directamente al vestíbulo de un apartamento. Un vestíbulo del tamaño del salón de su casa. La mujer del abrigo de visón estaba apoyada en una columna griega de tamaño natural, envuelta en una bata a cuadros escoceses y con zapatillas.

Llevaba los cabellos en una coleta y en aquel preciso instante empezaba a esbozar una sonrisa.

—Lo recuerdo de la fiesta de los Kennedy. Jack dijo que era uno de los policías de Bobby.

—Me llamo Kemper Boyd, señorita Hughes.

—¿De Lexington, Kentucky?

—Casi acierta. De Nashville, Tennessee.

Ella cruzó los brazos.

—Me oyó cuando le daba la dirección al taxista y ahora le ha facilitado mi descripción al conserje de abajo. Él le ha dicho cómo me llamo y entonces ha llamado al timbre.

—Casi acierta.

—Me vio regalar aquel vulgar broche de diamantes. Un hombre que viste con tanta elegancia como usted apreciaría un gesto así.

—Sólo una mujer en muy buena situación económica tendría semejante gesto.

—Ésa no es una observación muy aguda… —dijo ella, moviendo la cabeza.

Kemper avanzó unos pasos hacia ella.

—Entonces, probemos otra cosa. Lo hizo porque tenía un público pendiente de usted. Fue un comportamiento típico de los Kennedy y no la critico por ello.

—No sea presuntuoso con los Kennedy. —Laura se ajustó el cinturón de la bata—. Ni siquiera hable de ellos presuntuosamente porque, cuando menos lo espere, son capaces de segarle las piernas a la altura de las rodillas.

—¿Usted ha sido testigo de cómo lo hacían?

—Sí.

—¿Le sucedió a usted?

—No.

—¿Porque no se puede expulsar lo que no se ha dejado entrar?

Laura sacó una pitillera.

—Empecé a fumar —dijo— porque la mayoría de las hermanas lo hacían. Tenían pitilleras como ésta, de modo que el señor Kennedy me regaló una.

—¿El señor Kennedy?

—Joe. El tío Joe.

—Mi padre —comentó Kemper con una sonrisa— se arruinó y se suicidó. Me dejó en herencia noventa y un dólares y la pistola con la que lo hizo.

—Tío Joe me dejará bastante más que eso.

—¿Cuál es su renta actual, señorita Hughes?

—Cien mil dólares al año, más gastos.

—¿Ha decorado usted el apartamento para que recuerde la suite de los Kennedy en el Carlyle?

—Sí.

—Es magnífico. A veces pienso que sería capaz de vivir siempre en suites de hotel.

Laura Hughes se apartó de él. Dio media vuelta sobre los talones y desapareció por un pasillo ancho como el de un museo.

Kemper dejó pasar cinco minutos. El silencioso apartamento era enorme y el visitante no conseguía orientarse.

Tomó hacia la izquierda y se perdió. Tres corredores lo devolvieron a la misma despensa; las cuatro entradas al comedor lo entretuvieron dando vueltas a un círculo. Kemper encontró intersecciones de pasillos, una biblioteca, alas añadidas…

El ruido del tráfico lo despertó de su ensimismamiento. Escuchó las pisadas de unas chancletas en la terraza que se abría tras el piano de cola y se acercó. En la espaciosa terraza habría cabido dos veces por lo menos la cocina de su casa.

Laura estaba apoyada en la barandilla. La brisa le agitaba la bata.

—¿Se lo ha contado Jack?

—No. Lo he deducido yo solo.

—Miente. Los únicos que lo saben son los Kennedy y un amigo mío de Chicago. ¿Se lo ha dicho Hoover? Bobby dice que el señor Hoover no lo sabe, pero nunca le he creído.

—El señor Hoover no está al corriente —corroboró Kemper—. Lenny Sands se lo contó a un hombre del FBI de Chicago que es amigo mío.

Laura encendió un cigarrillo. Kemper ahuecó las manos en torno a la cerilla.

—Nunca imaginé que Lenny se lo diría a nadie.

—No le quedó más remedio. Si le sirve de consuelo…

—¡No! No quiero saberlo. Lenny conoce mala gente y la mala gente puede obligarla a una a decir cosas que no quiere.

Kemper le tocó ligeramente el brazo.

—Por favor, no le diga a Lenny que nos conocemos.

—¿Por qué, señor Boyd?

—Porque está embarazosamente bien relacionado.

—No, no pregunto eso. Lo que quiero saber es qué hace usted aquí.

—La vi en la fiesta de Joe Kennedy. Estoy seguro de que puede imaginar el resto usted misma.

—Ésa no es respuesta…

—No me pareció prudente pedirle su número a Jack o a Bobby.

—¿Por qué no?

—Porque tío Joe no lo vería con buenos ojos y porque Bobby no confía plenamente en mí.

—¿Por qué?

—Porque estoy embarazosamente bien relacionado.

Laura empezó a tiritar. Kemper le echó su gabán por los hombros. Ella señaló la pistolera.

—Bobby me dijo que la gente del comité McClellan no lleva armas.

—No estoy de servicio.

—¿Tal vez se le ocurrió que estaría tan aburrida e indolente que bastaba con llamar a mi timbre para seducirme?

—No. Primero pensaba invitarla a cenar.

Laura se rió y exhaló humo entre toses.

—¿Kemper es el apellido de soltera de su madre?

—Sí.

—¿Vive todavía?

—Murió en un asilo en el 49.

—¿Qué hizo del arma que su padre le dejó?

—La vendí a un compañero de clase en la facultad de Derecho.

—¿Y él la lleva?

—Murió en Iwo Jima.

Laura dejó caer el cigarrillo en una taza de café.

—Conozco a muchos huérfanos.

—Yo también. Usted misma es una especie de…

—¡No! Eso no es verdad. Sólo lo dice para ganar puntos conmigo.

—No creo que esté muy lejos de la verdad —insistió Kemper.

Ella se arrebujó bajo el gabán del visitante. Las mangas se agitaron al viento.

—Una cosa son los comentarios agudos, señor Boyd, y otra distinta la verdad. Lo cierto es que mi padre, príncipe de los ladrones, se acostó con mi madre, la estrella de cine, y la dejó embarazada. Mi madre, la estrella de cine, ya había tenido tres abortos y no quiso correr el riesgo de someterse al cuarto. Mi madre, la estrella de cine, se despreocupó de mí, pero a mi padre le encanta lucirme una vez al año delante de la familia legítima. A los chicos les caigo bien porque soy provocativa y me consideran una chica lista porque no pueden follarme, porque soy medio hermana suya. Las chicas me detestan porque soy un mensaje codificado de su padre, que dice que los hombres pueden echar polvos por ahí cuando quieran y las mujeres no. ¿Se hace una idea de la situación, señor Boyd? Tengo una familia. Mi padre me hizo estudiar en un internado y en varias facultades. Mi padre me mantiene. Mi padre informó de mi existencia a su familia cuando Jack, como peón inconsciente del malicioso plan que había puesto en marcha para hacerme valer en la familia, me llevó a su casa tras una fiesta de alumnos de Harvard. Imagine su sorpresa cuando el padre le dijo, «Jack, no puedes llevártela a la cama porque es medio hermana tuya». El pequeño Bobby, veinte años y calvinista, acertó a oír la conversación y corrió la voz. Cuando mi padre lo supo, dijo, «Bien, ya que todo el mundo está enterado, ¡al carajo con todo!», y me invitó a quedarme a cenar. La señora Kennedy tuvo una reacción bastante traumática ante todo esto. Por entonces, nuestro amigo «embarazosamente bien relacionado», Lenny Sands, daba lecciones de dicción a Jack para su primera campaña para el Congreso y estuvo presente en la cena. Él evitó que Rose montara una escena y desde entonces hemos compartido secretos. Así pues, señor Boyd, tengo una familia. Mi padre es malo y mezquino y brusco y está dispuesto a destruir a cualquiera que se atreva siquiera a mirar mal a los hijos de los que se enorgullece en público. Y detesto todo lo que tiene que ver con él, menos el dinero que me da y el hecho de que, probablemente, también destruiría a cualquiera que intentase hacerme daño a mí.

Abajo, los coches hacían sonar las bocinas con estridente insistencia. Laura señaló una fila de taxis.

—Se quedan ahí como buitres a la espera. Siempre montan el máximo bullicio cuando toco a Rachmaninoff.

Kemper desenfundó el arma y apuntó a una señal que indicaba Sólo Taxis. Apoyó el brazo en la barandilla y abrió fuego. Dos disparos hicieron saltar el rótulo del poste que lo sostenía. El silenciador hizo un ruido sordo; Pete era un buen proveedor de armamento.

Laura lanzó unos chillidos de entusiasmo. Los taxistas señalaron hacia arriba, perplejos y asustados.

—Me gusta tu pelo —dijo Kemper.

Laura se lo soltó. El viento lo agitó.

Hablaron.

Él le contó cómo se había evaporado la fortuna de los Boyd. Ella le explicó cómo había abandonado los estudios en Juilliard y se había convertido en una figura de la alta sociedad.

Laura se calificó a sí misma de aficionada a la música. Él, de policía ambicioso. Ella grababa música de Chopin poniendo el dinero de su propio bolsillo. Él enviaba tarjetas de Navidad a los ladrones de coches que detenía.

Kemper dijo que apreciaba a Jack pero no soportaba a Bobby. Ella comparó a Bobby con el profundo Beethoven y a Jack con el Mozart más desenvuelto. Llamó a Lenny Sands «mi único amigo de verdad» y no hizo la menor referencia a su traición. Él le confió que su hija, Claire, compartía todos sus secretos.

Kemper adoptó el papel de abogado del diablo de forma automática. Sabía exactamente qué decir y qué callarse.

Llamó al señor Hoover vieja reina vengativa y se describió a sí mismo como un liberal pragmático, prendido a la estrella de los Kennedy.

Laura volvió sobre el tema de la orfandad. Él habló del grupo que formaban las tres hijas. Susan Littell era juiciosa y aguda. Helen Agee era valiente e impetuosa. Su Claire era aún demasiado reservada para saber cómo resultaría.

Kemper le habló de su amistad con Ward. Le contó que siempre había deseado cuidar de un hermano menor… y que el FBI le había proporcionado uno. Según él, Ward adoraba a Bobby. Laura apuntó que Bobby intuía que el tío Joe no era trigo limpio y que por eso se dedicaba a perseguir gángsters: para compensar su patrimonio.

Él hizo una somera alusión al hermano que había perdido y dijo que su muerte le había llevado a presionar a Ward de mala manera.

Hablaron hasta el agotamiento. Entonces, Laura llamó al «21» e hizo que le enviaran cena. Tras el Chateaubriand y el vino, empezó a quedarse adormilada.

Ninguno de los dos hizo la menor insinuación.

Aquella noche, no. La próxima vez.

Laura se quedó dormida. Kemper recorrió el apartamento.

Tras un par de vueltas, se aprendió la distribución de las estancias. Laura le había comentado que la doncella necesitaba un plano. En el comedor se podía alimentar a un pequeño ejército.

Llamó al número de la unidad operativa de la Agencia en Miami. John Stanton se puso al teléfono de inmediato.

—¿Sí?

—Soy Kemper Boyd. Llamo para aceptar su propuesta.

—Me alegro mucho de oírlo. Estaré en contacto, señor Boyd. Tenemos mucho de que hablar.

—Buenas noches, pues.

—Buenas noches.

Kemper volvió al salón. Dejó abiertas las cortinas de la terraza. Los rascacielos del otro lado del parque iluminaban a Laura.

Contempló cómo dormía.

21

(Chicago, 22/1/59)

La llave del picadero que le había dado Lenny abrió la puerta. Littell desencajó la jamba hasta el pestillo de la cerradura para escenificar una irrupción de ladrones que convenciera a los detectives.

Mientras lo hacía, se le rompió la hoja de la navaja de bolsillo. Los nervios le habían llevado a hacer demasiada fuerza.

En su anterior visita al lugar había aprendido la distribución de las estancias y sabía dónde estaba cada cosa. Cerró la puerta y fue directamente a buscar la bolsa de golf. Los catorce mil dólares seguían en el bolsillo de las pelotas.

Se puso los guantes y dedicó unos minutos a simular un robo. Desconectó el cable del aparato de alta fidelidad.

Vació cajones y saqueó el armario de las medicinas.

Dejó un televisor, una tostadora y la bolsa de golf junto a la puerta. Parecía el típico botín de un robo en el domicilio de un toxicómano. Butch Montrose no sospecharía nunca otra cosa.

Kemper Boyd decía siempre PROTEGE A TUS INFORMANTES.

Guardó el dinero en un bolsillo. Luego, llevó el botín al coche, condujo hasta el lago y lo arrojó a una rebalsa de marea repleta de desperdicios.

Littell llegó a casa tarde. Helen estaba dormida en su lado de la cama. El lado de ella estaba frío. A Ward no le venía el sueño; no dejaba de repasar la entrada en el picadero en busca de posibles errores.

Se quedó dormido casi al alba. Soñó que se asfixiaba con un consolador.

Despertó tarde. Helen le había dejado una nota:

La facultad manda. ¿A qué hora llegaste anoche? Para ser un hombre del FBI (desalentadoramente) liberal, no cabe duda de que eres un perseguidor de comunistas muy dedicado. ¿Qué hacen los comunistas a medianoche?

Te quiero, te quiero, te quiero

H.

Littell tragó con esfuerzo el café y una tostada. Luego escribió su nota en un sencillo papel de hilo.

Sr. D’Onofrio:

Sal Giancana ha ordenado matarlo. Alguien se encargará de hacerlo a menos que usted devuelva los doce mil dólares que le debe. Puedo ofrecerle la solución para evitarlo. Reúnase conmigo esta tarde, a las cuatro, en The Kollege Klub, 1281 de 58th St., Hyde Park.

Littell introdujo la nota en un sobre y añadió quinientos dólares. Lenny había dicho que el viaje turístico había terminado. Sal debía de estar de vuelta en casa.

Kemper Boyd siempre decía SEDUCE A TUS INFORMADORES CON DINERO.

Littell llamó al servicio de mensajería Speedy-King. El encargado confirmó que enviaba un chico inmediatamente.

Sal el Loco llegó puntual. Littell retiró a un lado el whisky y la cerveza.

Tenían toda la fila de mesas para ellos solos. Los universitarios que ocupaban la barra no podían oírles.

Sal tomó asiento frente a él. Su tripa fláccida se bamboleaba y le subía la camisa hasta el ombligo.

—¿Y bien? —preguntó.

Littell sacó la pistola y la colocó sobre sus muslos, invisible bajo la mesa.

—¿Y bien? —replicó—. ¿Qué has hecho con esos quinientos?

Sal se hurgó la nariz.

—Los aposté por los Blackhawks contra los Canadiens. Esta noche, a las diez en punto, esos quinientos serán mil.

—Le debes a Giancana once mil más.

—¿Quién coño te ha dicho eso?

—Una fuente de confianza.

—Quieres decir algún soplón de mierda. Porque tú eres un federal, ¿verdad? Tienes un aspecto demasiado fino para ser otra cosa. Y si fueras de la policía local o de la oficina del comisario de Cook County, a estas alturas ya te habría comprado y estaría follándome a tu mujer y enculando al mocoso de tu hijo mientras tú estabas de servicio.

—Le debes a Giancana doce mil dólares que no tienes. Y Sam va a matarte por ello.

—Dime algo que aún no sepa.

—Tú mataste a un chico negro llamado Maurice Theodore Wilkins.

—Esa acusación es pan rancio. Es una historia vieja que has sacado de algún jodido expediente archivado.

—Acabo de encontrar un testigo ocular.

Sal se hurgó los oídos con un clip sujetapapeles.

—Eso es pura palabrería —replicó—. Los federales no investigan homicidios de negros, y menos si un pajarito me dijo que a ese chico lo mató un asaltante desconocido en el sótano de la rectoría donde había entrado a robar. El pajarito me contó que el asaltante esperó a que los curas se marcharan a un partido y que entonces despedazó al chico negro con una sierra mecánica después de obligarle a que le hiciera una mamada, ¿no? El pajarito me dijo que hubo sangre a raudales y que el asaltante disimuló el mal olor con vino de misa.

Kemper Boyd siempre decía NO DEMUESTRES NUNCA MIEDO O DESAGRADO.

Littell depositó mil dólares sobre la mesa.

—Estoy dispuesto a saldar tu deuda. En dos o tres plazos, para que Giancana no sospeche nada.

Sal cogió el dinero.

—Puede que acepte, puede que no. Conozco a Mo y sé que es capaz de ordenar que me eliminen porque le da envidia mi buena suerte.

—Deja el dinero en la mesa —dijo Littell y amartilló el arma.

Sal obedeció.

—¿Entonces…?

—Entonces, ¿te interesa mi propuesta?

—¿Y si digo que no?

—Si dices que no, Giancana acaba contigo. Si dices que no, hago correr la voz de que tú mataste a Tony Iannone. Ya habrás oído los rumores de que a Tony se lo cargaron junto a un tugurio de homosexuales. Y tú, Sal, eres un libro abierto. «Mamada», «enculando»… ¡Dios santo, Sal, me parece que se te pegaron algunos vicios entre las rejas de Joliet!

Sal se comía los billetes con los ojos. Littell percibió su olor a tabaco, sudor y loción Aqua Velva.

—Sal, tú eres prestamista. Lo que te pido no se aparta mucho de tu especialidad.

—¿De qué se trata?

—Quiero acceder al fondo de pensiones del sindicato de Camioneros. Quiero que me ayudes a introducir a alguien en el engranaje. Yo encuentro un hombre adecuado que busque un préstamo y tú me ayudas a ponerlo en contacto con Sam y con ese fondo de pensiones. No quiero más que eso. Y no te pido que delates a nadie.

Sal contempló el dinero con codicia y empezó a sudar. Littell colocó tres mil dólares en la pila.

—De acuerdo —dijo Sal.

—Llévale la pasta a Giancana. No te la juegues en apuestas.

Sal le dedicó un corte de mangas.

—Ahórrate el sermón. Y recuerda que me tiré a tu madre, lo cual me convierte en tu padre.

Littell se puso en pie y descargó un golpe con la mano que empuñaba el revólver. Sal el Loco recibió el impacto del cañón en plena dentadura.

Kemper Boyd decía siempre INTIMIDA A TUS INFORMADORES.

Sal escupió sangre y empastes de oro. Desde la barra, varios chicos contemplaron la escena con ojos desorbitados.

Con una mirada amedrentadora, Littell les hizo desviar la vista a otra parte.