3

Ward J. Littell

(Chicago, 30/11/58)

Una acción encubierta. Una clásica investigación en una guarida de comunistas por parte del FBI.

Littell hizo saltar el cerrojo con una regla. Las manos le rezumaban sudor. Las irrupciones en viviendas siempre eran arriesgadas: los vecinos oían ruidos y los sonidos del pasillo amortiguaban el ruido de pisadas que se acercaban.

Cerró la puerta tras él. La sala de estar cobró forma: muebles desvencijados, estanterías llenas de libros, carteles de protestas sindicales. Era la típica casa de un miembro del PCUSA. Encontraría documentos en el aparador del comedor.

Así fue. También encontró las típicas fotos en la pared: tristes instantáneas antiguas que pedían «Libertad para los Rosenberg». Patético.

Había tenido bajo vigilancia a Morton Katzenbach durante meses. Había escuchado montones de invectivas izquierdistas de sus labios y de una cosa estaba seguro: Morty no significaba ninguna amenaza para Estados Unidos.

En el puesto de bollos de Morty se reunía una célula comunista, cuya mayor «traición» era proporcionar garfios de garra de oso a obreros del sector del automóvil en huelga.

Littell sacó la Minox y fotografió los «documentos». Llenó tres carretes de película sobre registros de donativos… todos ellos inferiores a cincuenta dólares al mes.

Era un trabajo aburrido, asqueroso. Automáticamente, le vino a la cabeza su vieja jaculatoria.

Tienes cuarenta y cinco años. Eres un experto en intervención de comunicaciones. Eres un ex seminarista jesuita con un título de derecho, a dos años y dos meses de la jubilación. Tienes una ex esposa que engorda con tu pensión y una hija en Notre Dame y, si superas el examen del cuerpo de Letrados de Illinois y dejas el FBI, tus ingresos brutos durante los próximos años compensarán de largo la pensión que pierdas.

Fotografió dos listas de «gastos políticos». Morty llevaba nota de sus donativos en bollos: «sencillos», «con chocolate», «glaseados».

Oyó el ruido de una llave en la cerradura y vio abrirse la puerta a tres metros de él.

Faye Katzenbach entró con la compra. Cuando vio a Littell, movió la cabeza como si la presencia del intruso fuera lo más penoso del mundo.

—De modo que ahora se portan como vulgares rateros… —murmuró.

Littell derribó una lámpara en su apresurada huida.

El despacho estaba tranquilo; era mediodía y sólo había un puñado de agentes dedicados a recopilar teletipos. Littell encontró una nota sobre su mesa.

Había llamado K. Boyd. Estaba en la ciudad, iba camino de Florida y le proponía una cita en The Pump Room, a las siete. Kemper Boyd… ¡Sí!

Chick Leahy se acercó agitando unas copias de informes.

—Necesitaré el expediente completo sobre Katzenbach, con fotos adjuntas, para el 11 de diciembre. El señor Tolson vendrá en visita de inspección y quiere una presentación del PCUSA.

—Lo tendrá.

—Bien. ¿El expediente completo, con documentos?

—Algunos. La señora Katzenbach me sorprendió antes de que terminara.

—¡Cielos! ¿Y qué hizo ella?

—Lo que no hizo fue llamar al departamento de policía de Chicago porque sabía quién era yo y qué hacía allí. Señor Leahy, la mitad de los comunistas del mundo conoce perfectamente el término «colocar pruebas falsas».

—Hable, Ward —dijo Leahy con un suspiro—. Se lo voy a negar de todos modos, pero se sentirá mejor si lo suelta.

—Está bien. Quiero un puesto en Antibandas. Quiero el traslado al programa prioritario contra la delincuencia callejera.

—No —fue la respuesta de Leahy—. La nómina de esa unidad ya está completa. Y, como agente especial a cargo del tema, mi valoración de usted es que está más capacitado para la vigilancia política, una tarea que considero importante. El señor Hoover entiende que los comunistas del país son más peligrosos que la Mafia y debo añadir que estoy de acuerdo con él.

Los dos hombres se miraron fijamente. Littell, por fin, desvió la mirada; si no lo hacía, Leahy era capaz de seguir allí todo el día.

Leahy volvió a su despacho. Littell cerró la puerta de su cubículo y sacó los textos legales que debía estudiar. Sin embargo, no consiguió memorizar los estatutos civiles: sus recuerdos de Kemper Boyd le distrajeron y le impidieron concentrarse.

Finales del 53: arrinconan a un secuestrador en Los Ángeles. El hombre saca un arma; Kemper tiembla tanto que la suya se le cae de la mano. Algunos agentes del departamento de Policía de Los Ángeles se ríen de él, pero Kemper manipula el informe para convertirse en el héroe del caso.

Los dos protestan por el destino que se piensa dar a la pensión de Tom Agee. El señor Hoover quiere concedérsela a la golfa mujer de Tom. Kemper lo convence para que la destine a la hija superviviente; así, Helen hoy dispone de una hermosa prebenda.

Los dos detienen a Pete Bondurant. Kemper comete un error: reírse de Pete en francés québecois. Bondurant hace chasquear la cadena de las esposas y se le lanza al cuello.

Kemper huye. Pete se ríe. Kemper soborna a Bondurant para que guarde silencio sobre el asunto: el Gran Pete acepta a cambio de recibir comida especial en su celda.

Kemper nunca había entrado a juzgar el lado cobarde de Littell. Como decía Kemper: «Los dos ingresamos en el FBI para no tener que ir a la guerra; ¿con qué derecho, pues, vamos a juzgar a nadie?» Kemper le había enseñado a colarse en las casas, un buen ejercicio para controlar el miedo.

—Eres mi policía-cura, mi confesor. Yo haré lo mismo y escucharé tus confesiones pero, ya que mis secretos son peores que los tuyos, siempre saldré beneficiado del trato.

Littell cerró el libro. Los estatutos civiles eran mortalmente aburridos.

The Pump Room estaba abarrotado. En el lago se había levantado una ventolera y la gente se refugiaba apresuradamente en el local.

Littell consiguió un reservado al fondo del restaurante. El maître le preguntó si quería beber algo y pidió dos martinis, muy secos. El local era encantador: camareros de color y una multitud pre sinfonía le daban un tono bullicioso.

Llegaron las bebidas. Littell las colocó para un brindis rápido. Boyd entró por la puerta que comunicaba con el vestíbulo del hotel.

—¡No me digas que te alojas aquí! —dijo Littell, sonriente.

—Mi avión no sale hasta las dos de la madrugada y necesitaba un lugar para estirar las piernas. Hola, Ward.

—Hola, Kemper. ¿Un discurso de despedida?

Boyd alzó su bebida:

—Por mi hija Claire, tu hija Susan y Helen Agee. Que les vaya bien en la universidad y lleguen a ser mejores abogados que sus padres.

Entrechocaron las copas.

—Ninguno de los cuales ha ejercido nunca, por cierto.

—Pero tú hiciste trabajos legales. Y tengo oído que escribiste solicitudes de deportación que fueron a pleito.

—No nos va tan mal. A ti, por lo menos. Por cierto, ¿quién te paga el alojamiento aquí?

—Mi nuevo patrón temporal me pagaba una habitación por la zona de Midway, pero he decidido permitirme cierto lujo y cubrir la diferencia de mi propio bolsillo. La diferencia entre el motel Skyliner y el Ambassador East es bastante considerable.

—¿Qué nuevo patrón temporal? —preguntó Littell con una sonrisa—. ¿Trabajas para Cointelpro?

—No. Es algo mucho más interesante. Te lo contaré dentro de unas cuantas copas, cuando te vea más a punto de lanzarte a blasfemar algún «¡hostia santa!».

—Ahora mismo, si quieres. Acabas de cortar de raíz cualquier asomo de charla superficial, así que voy a soltar ese «¡hostia!» ahora mismo…

—No, todavía no —Boyd tomó un sorbo de su martini—. Pero en lo que se refiere a hijas caprichosas, tú eres el que sale mejor librado. Eso debería alegrarte el ánimo.

—Déjame adivinar… Claire se traslada de Tulane a Notre Dame.

—No. Helen se graduó en Tulane hace un semestre. La han admitido en la facultad de Derecho de la Universidad de Chicago y se trasladará aquí el mes que viene.

—¡Hostia!

—Estaba seguro de que te gustaría saberlo.

—Helen es una chica valiente. Será una excelente abogada.

—Sí. Y será una consorte excelente para algún hombre… si no la hemos echado a perder para los chicos de su edad.

—Será necesario…

—¿… un chico muy especial para afrontar las secuelas de lo que le sucedió?

—Sí.

—Bueno, ahora tiene veintiún años. —Boyd guiñó un ojo—. Piensa en cómo se irritaría Margaret con vosotros dos.

Littell apuró su copa.

—E irritaríamos a mi propia hija. Susan, por cierto, dice que Margaret pasa los fines de semana en Charlevoix con un hombre. Pero no se casará con él mientras siga recibiendo mi cheque.

—Eres su demonio. Eres el seminarista que la dejó embarazada. Y, en esos términos religiosos de los que tan amante eres, tu matrimonio fue un purgatorio.

—No; el purgatorio es mi trabajo. Hoy he entrado ilegalmente en el domicilio de un comunista y he fotografiado toda una página de contabilidad dedicada a anotar ventas de bollos. Sinceramente, no sé cuánto tiempo podré seguir haciendo cosas así.

Llegaron nuevas bebidas. El camarero hizo una reverencia. Kemper inspiraba servilismo.

—Mientras me dedicaba a eso, entre los bollos de chocolate y los glaseados, se me ocurrió algo.

—¿Qué?

—Que el señor Hoover aborrece a los izquierdistas porque la filosofía de éstos se basa en la fragilidad humana, mientras que la de él lo hace en una rectitud extrema que rechaza tal cosa.

Boyd levantó la copa:

—Nunca me decepcionas —dijo.

—Kemper…

Los camareros pasaron junto a ellos a toda prisa. La luz de una vela se reflejó en un cucharón de oro. Se iluminaron unas crêpes suzettes al flambearse. Una anciana soltó un gritito.

—Kemper…

—El señor Hoover ha hecho que me infiltre en el comité McClellan. Detesta a Bobby Kennedy y a su hermano, Jack, y teme que su padre le compre a éste la Casa Blanca en el 60. Ahora soy un falso jubilado del FBI con la misión, sin plazo definido, de intentar caerles bien a ambos hermanos. Solicité un empleo como investigador temporal en el comité y hoy he recibido la noticia de que Bobby me contrata. Dentro de unas horas vuelo a Miami en busca de un testigo desaparecido.

—¡Hostia santa! —exclamó Littell.

—No me decepcionas nunca —dijo Boyd.

—Supongo que consigues dos sueldos, ¿no?

—Ya sabes que me encanta el dinero.

—Sí, pero ¿te gustan los hermanos?

—Sí, me caen bien. Bobby es un pequeño perro de presa vengativo y Jack es encantador, aunque no tan listo como él mismo se cree. Bobby es el más fuerte de los dos y detesta la delincuencia organizada, lo mismo que tú.

Littell meneó la cabeza y comentó:

—Tú, en cambio, no detestas nada.

—No puedo permitírmelo.

—Nunca he entendido tus lealtades.

—Digamos que son ambiguas.

ANEXO AL DOCUMENTO: 2/12/58. Transcripción de llamada telefónica oficial del FBI: «Grabada a petición del Director»/«Clasificación Confidencial 1-A: Reservada exclusivamente al Director». Hablan: el director J.E. Hoover y el agente especial Kemper Boyd.

JEH: ¿Señor Boyd?

KB: Buenos días, señor.

JEH: Sí, hace un buen día. ¿Llama desde un teléfono seguro?

KB: Sí. Estoy en un teléfono público. Si no se oye muy bien, es porque llamo desde Miami.

JEH: ¿El Hermano Pequeño lo ha puesto ya a trabajar?

KB: El Hermano Pequeño no pierde el tiempo.

JEH: Interprete su rápida contratación. Utilice los nombres que precise, si es necesario.

KB: Al principio, el Hermano Pequeño me veía con suspicacia y creo que me llevará tiempo ganármelo. Encontré al Hermano Mayor en el despacho de Sally Lefferts y las circunstancias nos forzaron a una conversación privada. Salimos a tomar una copa y nació entre nosotros cierta afinidad. Como muchos hombres encantadores, el Hermano Mayor también es propenso a dejarse encantar. Hicimos buenas migas y estoy seguro de que habló con el Hermano Pequeño para que me contratara.

JEH: Describa las «circunstancias» a que se ha referido.

KB: Descubrimos que compartíamos el interés por las mujeres sofisticadas y provocativas y fuimos al bar Mayflower para hablar de cuestiones relacionadas con ellas. El Hermano Mayor me confirmó que va a presentarse en 1960 y que el Hermano Pequeño empezará a preparar la campaña cuando termine el mandato del comité McClellan, el próximo mes de abril.

JEH: Continúe.

KB: El Hermano Mayor y yo hablamos de política. Yo me manifesté como un liberal casi incompatible con la línea del FBI, a lo cual el Hermano Mayor…

JEH: Usted carece de ideología política, lo cual incrementa su eficacia en situaciones como ésta. Prosiga.

KB: El Hermano Mayor encontró interesantes y abiertas mis fingidas opiniones políticas. Dijo que considera inconveniente, aunque justificado, el odio del Hermano Pequeño hacia el señor H. Tanto el Hermano Mayor como su padre han instado al Hermano Pequeño a una retirada estratégica y a ofrecer un trato al señor H. si limpia su organización, pero el Hermano Pequeño se ha negado. Mi opinión personal es que el señor H. es inabordable legalmente en estos momentos. El Hermano Mayor comparte esta opinión, igual que bastantes investigadores del comité. Señor, creo que el Hermano Pequeño es un hombre tremendamente dedicado y competente. Tengo la sensación de que acabará por derribar al señor H., pero no en un futuro previsible. Creo que tardará años y muy probablemente serán precisos muchos procesos y acusaciones; desde luego, no sucederá dentro del plazo de vigencia del mandato del comité.

JEH: ¿Me está diciendo que el comité pasará la pelota a los grandes jurados municipales una vez expire su mandato?

KB: Sí. Creo que a los dos Hermanos les llevará años conseguir ventajas políticas auténticas del señor H. Y creo que un rechazo podría afectar y perjudicar al Hermano Mayor. Los candidatos demócratas no pueden permitirse que los tachen de contrarios a los sindicatos.

JEH: Su análisis parece bastante lúcido.

KB: Gracias, señor.

JEH: ¿El Hermano Mayor mencionó mi nombre en algún momento?

KB: Sí. Conoce la existencia de sus amplios expedientes sobre políticos y figuras del cine a quienes considera subversivos y teme que exista alguno acerca de él mismo. Le confié que el expediente sobre su familia tiene más de mil páginas.

JEH: Bien. De haber sido usted menos sincero, habría perdido credibilidad ante él. ¿De qué más hablaron usted y el Hermano Mayor?

KB: Sobre todo, de mujeres. Mencionó que tenía previsto un viaje a Los Ángeles el 9 de diciembre. Le di el número de teléfono de una mujer bastante promiscua, llamada Darleen Shoftel, y lo animé a que llamara.

JEH: ¿Y cree que la habrá llamado?

KB: No, señor, pero creo que lo hará.

JEH: Descríbame su trabajo para el comité hasta el momento.

KB: He estado aquí, en Florida, buscando a un testigo citado a declarar, un tal Anton Gretzler. El Hermano Pequeño quería que le propusiera comparecer bajo protección. Hay un aspecto de esto que deberíamos tratar, ya que en la desaparición de Gretzler podría estar complicado cierto amigo de usted.

JEH: Continúe.

KB: Gretzler era socio del señor H. en el presunto fraude inmobiliario de Sun Valley. Ese Gretzler…

JEH: Ha dicho usted «era». ¿Acaso da por muerto a Gretzler?

KB: Estoy seguro de que lo está.

JEH: Prosiga.

KB: El hombre desapareció la tarde del 26 de noviembre. Le dijo a su secretaria que iba a reunirse «con un cliente en perspectiva» en Sun Valley y ya no regresó. La policía de Lake Weir encontró su coche en una marisma cercana, pero no ha conseguido localizar el cuerpo. Los agentes registraron la zona en busca de testigos y dieron con un hombre que conducía por la Interestatal y que pasó por Sun Valley a la hora en que el presunto cliente tenía su cita con Gretzler. El conductor dijo haber visto un coche aparcado en la carretera de acceso a Sun Valley. También declaró que el conductor de ese coche había ocultado su rostro cuando pasó cerca de él, de modo que era dudoso que pudiera identificarlo. Sin embargo, nos proporcionó una descripción general. Era un tipo «enorme», de casi dos metros de estatura y ciento diez kilos de peso, con el cabello oscuro, y tenía entre treinta cinco y cuarenta años. Todo eso me suena a…

JEH: A su viejo amigo, Peter Bondurant, ¿verdad? Bondurant tiene un tamaño fuera de lo común y está en la lista de socios conocidos del señor H. que le entregué a usted.

KB: Sí, señor. Comprobé los registros de las líneas aéreas y de las compañías de alquiler de coches de Los Ángeles y de Miami y encontré un cargo en la cuenta de Hughes Aircraft que es cosa de Bondurant, estoy seguro. Sé que estaba en Florida el 26 de noviembre y tengo la certeza circunstancial de que el señor H. lo contrató para matar a Gretzler. Sé que usted y Howard Hughes son amigos y por eso he pensado en informarle de todo esto antes de acudir a hablar con el Hermano Pequeño.

JEH: No informe de esto al Hermano Pequeño bajo ningún concepto. La situación de su investigación debe mantenerse así: Gretzler está desaparecido, tal vez muerto. No hay pistas ni sospechosos. Pete Bondurant es imprescindible para Howard Hughes, que es un valioso aliado del FBI. Recientemente, el señor Hughes ha adquirido una publicación sensacionalista para contribuir a difundir la información política favorable al FBI y no quiero que se enfade. ¿Me ha entendido usted?

KB: Sí, señor.

JEH: Quiero que vuele a Los Ángeles por cuenta del FBI y acose a Pete Bondurant con sus sospechas. Gánese su favor y enmascare sus propuestas amistosas con el conocimiento de que puede usted perjudicarlo. Y cuando se lo permitan sus deberes para con el comité, vuelva a Florida y despeje los posibles cabos sueltos en el asunto Gretzler.

KB: Recogeré aquí y volaré a Los Ángeles mañana, a última hora.

JEH: Bien. Y mientras está en Los Ángeles, quiero que coloque micrófonos ocultos en casa de esa Darleen Shoftel. Si el Hermano Mayor se pone en contacto con ella, quiero saberlo.

KB: La señorita Shoftel no accederá voluntariamente, de modo que deberé instalar los aparatos en su apartamento en secreto. ¿Puedo llevar conmigo a Ward Littell? Es un gran electricista.

JEH: Sí, cuente con él. Esto me recuerda que Littell lleva bastante tiempo aspirando a un puesto en la Unidad contra el Crimen Organizado. ¿Cree usted que le gustaría un traslado como recompensa de su trabajo?

KB: Le encantaría tal cosa.

JEH: Bien, pero deje que sea yo quien le dé la noticia. Adiós, señor Boyd. Le felicito por un trabajo bien hecho.

KB: Gracias, señor. Adiós.

4

(Beverly Hills, 4/12/58)

Howard Hughes levantó un ápice su cama.

—No alcanzo a explicarte lo sosos que han resultado los dos últimos números. Ahora, Hush-Hush es semanal, lo cual aumenta enormemente la necesidad de chismorreos interesantes. Necesitamos un nuevo rebuscador de basura. Estáis tú para la verificación de las historias, Dick Steisel para los aspectos legales y Sol Maltzman para escribir los artículos, pero sólo valemos lo que nuestros escándalos, y nuestros escándalos están siendo ridículamente castos e insulsos.

Pete se arrellanó en un asiento y hojeó el número de la semana. En portada: «¡Los obreros emigrantes traen la peste de las enfermedades venéreas!» Y un segundo artículo: «¡El mercado de Hollywood Ranch, paraíso gay!»

—Sigo en ello. Buscamos a un tipo con unas características únicas, y encontrarlo lleva su tiempo.

—Consíguelo —dijo Hughes—. Y dile a Sol Maltzman que quiero un artículo titulado «Negros: el exceso de procreación crea epidemia de tuberculosis» en la portada de la próxima semana.

—Resulta bastante traído por los pelos.

—Los hechos se pueden modelar para que se adapten a cualquier tesis.

—Se lo diré a Sol, jefe.

—Bien. Y ya que sales…

—¿… quiere que le consiga un poco más de droga y unas jeringas desechables? Sí, señor; faltaría más.

Hughes frunció el entrecejo y conectó la televisión. «El comisario John y la brigada del almuerzo» llenó la alcoba. Chiquillos chillones y dibujos animados de ratones del tamaño de Lassie.

Pete se dirigió al aparcamiento. Apoyado sobre el capó del coche, como si éste le perteneciera, estaba el agente especial Kemper Boyd.

El jodido agente especial Kemper Boyd. Seis años más viejo y todavía demasiado guapo para vivir. Su traje gris oscuro debía de costar seguramente más de cuatrocientos pavos.

—¿Qué hay?

Boyd cruzó los brazos sobre el pecho.

—Traigo un recado amistoso de parte del señor Hoover. Está preocupado por tu trabajo fuera de horas para Jimmy Hoffa.

—¿De qué estás hablando?

—Tengo un informador en el comité McClellan. Esa gente tiene intervenidos algunos teléfonos públicos cerca de la casa de Hoffa, en Virginia, para registrar las llamadas deformadas. Ese jodido Hoffa hace sus llamadas de negocios desde cabinas telefónicas y utiliza aparatos para deformar la voz.

—Continúa —dijo Pete—. Todo eso del equipo de intervención de teléfonos es pura basura, pero veamos dónde quieres ir a parar.

Boyd guiñó un ojo. El jodido cabrón tenía muchas agallas.

—Uno, Hoffa te llamó dos veces a finales del mes pasado. Dos, compraste un pasaje de ida y vuelta de Los Ángeles a Miami bajo nombre supuesto y cargaste el importe a Hughes Aircraft. Tres, alquilaste un coche en una empresa propiedad de un miembro del sindicato de camioneros y puede que alguien te viera mientras esperabas a un hombre llamado Anton Gretzler. Creo que Gretzler está muerto y que Hoffa te contrató para eliminarlo.

El cadáver no aparecería jamás; Pete había arrojado a Gretzler a una ciénaga y había sido testigo de cómo lo devoraban los cocodrilos.

—Entonces, deténme.

—No. Al señor Hoover no le gusta Bobby Kennedy y estoy seguro de que no querría molestar al señor Hughes. Que Jimmy y tú andéis sueltos no le quita el sueño. Y a mí, tampoco.

—¿Entonces?

—Entonces, hagamos algo del gusto del señor Hoover.

—Dame una pista. Estoy impaciente por colaborar.

Boyd sonrió al oírlo.

—El redactor jefe de Hush-Hush es un comunista. Sé que al señor Hughes le gustan los empleados baratos, pero aun así sigo pensando que deberías despedirlo inmediatamente.

—Lo haré —asintió Pete—. Y tú dile al señor Hoover que soy un patriota y que sé cómo funciona la amistad.

Boyd se volvió en redondo sin un gesto de asentimiento, sin una mueca, sin un asomo de suspicacia. Anduvo hasta los coches aparcados dos filas más allá y se introdujo en un Ford azul con un adhesivo de Hertz en el parachoques.

El coche se puso en marcha y Boyd agitó la mano en un jodido gesto de despedida.

Pete corrió al teléfono de la recepción del hotel y llamó a información. Una telefonista le facilitó el número de la Hertz. Marcó y le atendió una mujer:

—Hertz, alquiler de vehículos. Buenos días.

—Buenos días. Soy el agente Peterson, de la policía de Los Ángeles. Necesito los datos del cliente actual de uno de sus coches.

—¿Ha habido algún accidente?

—No, es mera rutina. El coche es un Ford Fairlane azul, del 56, con matrícula V de «Víctor», D de «dedo», H de «hombre», cuatro nueve cero.

—Un momento, agente.

Pete aguardó. El comentario de Boyd sobre el comité McClellan le daba vueltas en la cabeza.

—Ya tengo esos datos, agente.

—Dispare.

—Ese coche fue alquilado por el señor Kemper C. Boyd, cuya dirección actual en Los Ángeles es el hotel Miramar, en Santa Mónica. Según el contrato, la factura debe enviarse al Comité Electo del Senado para Investigaciones. ¿Le sirve eso?

Pete colgó. La agitación en su cabeza se hizo estereofónica.

¿Boyd, en un coche alquilado por el comité? Qué extraño. Extraño, porque Hoover y Bobby Kennedy eran rivales. ¿Boyd, agente del FBI y, al mismo tiempo, investigador del comité? Imposible; Hoover nunca le permitiría tener dos empleos simultáneos.

Boyd era hábil en infiltrarse… y el tipo indicado para plantear advertencias amistosas.

¿Era indicado, también, para espiar a Bobby? El «quizá» fue dando paso al «sí».

Sol Maltzman vivía en Silverlake. Un cuchitril sobre un local de alquiler de esmóquines.

Pete llamó a la puerta y Sol abrió con cara de fastidio. El tipejo patizambo llevaba puestas unas bermudas y una camiseta de manga corta.

—¿Qué quieres, Bondurant? Estoy muy ocupado.

Aquel capullo comunista pronunció el apellido a la francesa: «Bon-di-gant.»

El cuchitril apestaba a tabaco y a excrementos de gato. Todas las superficies de los muebles rebosaban de sobres de papel manila. Una cómoda de madera tapaba la única ventana.

Sol posee datos sobre asuntos sucios de Hollywood. Es el tipo ideal para llevar un archivo de escándalos.

—«Bon-di-gant», ¿qué se te ofrece?

Pete cogió un sobre de la mesilla de noche. Contenía recortes de prensa sobre Ike y sobre Dick Nixon. Un aburrimiento.

—¡Baja eso y dime qué quieres!

Pete lo agarró por el cuello.

—Estás despedido de Hush-Hush. Estoy seguro de que conoces más de un asunto turbio que podríamos usar; si me los cuentas y me ahorras molestias, le diré al señor Hoover que te conceda una indemnización.

Sol le dedicó una corte de mangas y el puño se detuvo a la altura de los ojos de Pete.

Bondurant lo soltó.

—Apuesto a que guardas el mejor material en esa cómoda.

—No. Ahí no hay nada que te pueda interesar.

—Entonces, ábrela.

—¡No! ¡Está cerrada y no voy a darte la llave!

Pete le propinó un rodillazo en la entrepierna. Maltzman cayó al suelo resoplando. Pete le desgarró la camisa y le introdujo una mordaza de tela en la boca.

El televisor situado junto al sofá le ayudaría a disimular el ruido. Lo conectó a todo volumen. En la pantalla apareció un vendedor de coches gritando chorradas sobre la nueva gama Buick. Pete sacó su arma y disparó contra la cerradura de la cómoda. Las astillas de madera volaron en todas direcciones.

Encontró tres carpetas; treinta páginas, quizá, de basura escandalosa.

Sol Maltzman emitió un chillido a través de la mordaza. Pete lo dejó inconsciente de una patada y bajó el volumen del televisor.

Tenía tres expedientes y un tremendo ataque de hambre post-violencia. La solución era el local de Mike Lyman y el menú de bisté de luxe.

Y de luxe debía de ser la basura que contenían todos aquellos papeles. Sol no habría guardado de aquel modo una información de poca monta.

La primera carpeta contenía fotos de documentos y notas mecanografiadas. Nada de chismorreos de Hollywood; nada que pudiera servir de munición para las páginas de Hush-Hush.

El expediente detallaba cuentas bancarias y declaraciones de renta. El nombre del contribuyente le resultó conocido: era el de un colega del señor Hughes, George Killebrew, lacayo de Richard Nixon, «el tramposo».

El nombre de la cuenta del banco era «George Killington». Los depósitos de 1957 ascendían a 87.416,04 dólares. Los ingresos declarados de George Killebrew de aquel año eran de 16.850 dólares. Un cambio de dos sílabas en un nombre ocultaba casi setenta de los grandes.

Sol Maltzman escribió lo siguiente: «Los empleados del banco confirman que Killebrew depositó la totalidad de los 87.000 dólares en ingresos en metálico de cinco a diez mil dólares. Asimismo, los empleados confirman que el número de identificación fiscal que les dio era falso. Retiró en metálico la cantidad total, más unos seis mil y pico de intereses, y canceló la cuenta antes de que el banco enviase la notificación corriente de liquidación de intereses a la administración fiscal federal.»

Ingresos no declarados e intereses bancarios no declarados. Bingo: delito de fraude fiscal.

Pete estableció otra rápida relación: el comité del Senado sobre Actividades Antiamericanas jodía a Sol Maltzman. Dick Nixon era miembro del comité; George Killebrew trabajaba para él.

El segundo expediente constaba de un montón de fotos de una felación homosexual. El mamado era un adolescente. Sol Maltzman, en una nota, identificaba al mamón: «Leonard Hosney, 43 años, de Grand Rapids, Michigan, consultor legal del comité de Actividades Antiamericanas. Mi denigrante trabajo para Hush-Hush se ha visto compensado finalmente en forma de un soplo proporcionado por un empleado de un burdel para hombres en Hermosa Beach. Él tomó las fotos y me aseguró que el chico es un menor. Me seguirá suministrando instantáneas en el futuro próximo.»

Pete encadenó los cigarrillos, encendiendo uno con la colilla del anterior. Se había hecho una idea clara de la situación.

Aquellos documentos eran la venganza de Sol contra el comité de Actividades Antiamericanas. Era una especie de penitencia frustrada: Sol escribía libelos derechistas y guardaba aquella basura para cobrarse la revancha.

El expediente número tres contenía más fotos: de cheques cancelados, recibos de depósitos y hojas bancarias. Pete apartó la comida a un lado. Aquello era material de primera para manchar reputaciones.

Sol Maltzman había escrito: «Las implicaciones políticas del préstamo de 200.000 dólares efectuado por Howard Hughes en 1956 a Donald, el hermano de Richard Nixon, son tremendas; sobre todo, porque se espera que Nixon sea el candidato republicano a la Presidencia en 1960. Éste es un nítido ejemplo de compra de influencias políticas por parte de un industrial inmensamente rico. La acusación puede reforzarse presentando numerosos ejemplos verificables de medidas políticas promovidas por Nixon que benefician directamente a Hughes.»

Pete repasó las fotos comprometedoras. La verificación era rotunda; no cabía la menor discusión al respecto.

Se le había enfriado la comida. Empapada en sudor, la camisa almidonada se le había llenado de arrugas.

La información privilegiada era toda una jodida bomba.

Para Pete, el día estaba siendo todo ases y ochos. Una mano que no podría jugar ni desaprovechar.

Lo que sí podía era reservarse lo de la basura Hughes/Nixon. Y dejar que Gail ocupara el puesto de Sol en Hush-Hush; la chica ya había hecho trabajos en la revista con anterioridad y, en cualquier caso, estaba harta de marrones por culpa de los divorcios.

El personal del comité de Actividades Antiamericanas era un montón de ases, pero a Pete se le escapaba el aspecto DINERO. El personaje secundario de Kemper Boyd tenía sus sensores y antenas extendidos, pendientes.

Pete tomó el coche hasta el hotel Miramar y montó guardia en el aparcamiento. El coche de Boyd estaba oculto cerca de la piscina. En torno a ésta, numerosas mujeres en bañador tomaban el sol. Las condiciones de una vigilancia podían ser mucho peores.

Transcurrieron las horas. Las mujeres iban y venían. El crepúsculo difuminó la panorámica hasta envolverla en sombras.

Le vino a la cabeza Miami: taxis a rayas atigradas y cocodrilos hambrientos.

Las seis, las seis y media, las siete… Las 7.22: Boyd y Ward Littell aparecieron junto a la piscina y se dirigieron al coche de alquiler de Boyd. El coche se puso en marcha y salió por Wilshire, en dirección al este.

Littell era el gatito asustado y Boyd, el flemático. Pete evocó unos recuerdos: aquellos federales y él compartían una historia.

Se sumó al tráfico detrás de la pareja. Littell y Boyd avanzaron por Wilshire y tomaron por Barrington hacia el norte, hasta Sunset. Pete permaneció a distancia, cambiando de carril repetidas veces. Las persecuciones motorizadas le encantaban.

Se le daban muy bien. Estaba claro que Boyd no tenía idea de que alguien lo seguía. Su coche avanzó hacia el este por Sunset: Beverly Hills, el Strip, Hollywood. Después, tomó hacia el norte por Alta Vista y aparcó en mitad de una urbanización de casitas de estuco.

Pete se arrimó al bordillo de la acera, tres casas más allá. Boyd y Littell se apearon; una farola iluminaba sus movimientos.

Se pusieron guantes, empuñaron sendas linternas y Littell abrió el portaequipajes y sacó una caja de herramientas. Luego, se encaminaron a una de las casitas, pintada de rosa; forzaron la cerradura y entraron.

Las luces de las linternas zigzaguearon tras las ventanas. Pete dio media vuelta con el coche y tomó nota de la dirección: 1541 Norte.

Debían de estar colocando micrófonos para una escucha. En el FBI, a los técnicos en tales trabajos los llamaban «zapadores».

Las luces del salón se encendieron. Aquellos jodidos eran muy descarados.

Pete cogió el listín de teléfonos que llevaba en el asiento trasero y pasó las hojas bajo las luces del tablero. Alta Vista, 1541 Norte, era la dirección de Darleen Shoftel, H03-6811.

La instalación de micrófonos les llevaría casi una hora. Mientras trabajaban, tenía tiempo para hacer averiguaciones sobre la mujer a través del servicio de Registros e Información. Vio una cabina en la esquina; desde allí, podía llamar sin perder de vista la casa.

Anduvo hasta el teléfono y marcó el número de la policía del condado. Atendió la llamada Karen Hiltscher; Pete reconoció su voz al instante.

—Registros e Información.

—Karen, soy Pete Bondurant.

—¿Tanto tiempo y me has reconocido?

—Supongo que tienes una voz muy especial. Escucha, ¿puedes hacerme el favor de consultar una identidad?

—Supongo que sí, aunque ya no eres ayudante del comisario y, en realidad, no debería.

—Eres una amiga.

—Y tanto, sobre todo después de cómo me…

—El nombre es Darleen Shoftel. —Pete lo deletreó—. La última dirección conocida que tengo es North Alta Vista, 1541, Los Ángeles. Compruébalo todo…

—Déjame a mí, Pete. Espera un momento y no te retires.

Pete no se retiró. En la casa, las luces seguían encendidas; los federales encubiertos seguían trabajando. Karen volvió al teléfono.

—Darleen Shoftel, mujer, blanca, nacida el 9/3/32. No hay órdenes de detención contra ella, ni tiene antecedentes. Está limpia, aunque la brigada Antivicio de Hollywood Oeste recibió una denuncia contra ella. Hay una notificación, con fecha 14/8/57. Dice que la dirección de Dino’s Lodge la acusaba de abordar a los clientes del bar con proposiciones. Fue interrogada y se le dejó en libertad. El detective que llevó la investigación la catalogó de «prostituta con clase».

—¿Eso es todo?

—Para una llamada telefónica, no está mal.

Pete colgó. Vio apagarse las luces de la casa y echó un vistazo al reloj.

Boyd y Littell salieron de la casa y cargaron el coche. Dieciséis minutos largos; un récord mundial entre zapadores.

Mientras se alejaban, Pete se apoyó en la cabina y recapituló.

Sol Maltzman estaba elaborando su propio plan, sin que los federales lo supieran. Boyd estaba en la ciudad para advertirle acerca del asunto de Gretzler y para instalar micrófonos en el apartamento de una chica de compañía. Boyd era un charlatán mentiroso: «Tengo un informador en el comité McClellan.»

Boyd sabía que él había eliminado a Gretzler, un testigo del comité, y así se lo había dicho a Hoover. Pero Hoover había respondido que eso le traía sin cuidado.

Según había comprobado, el coche de Boyd lo había alquilado el comité. Pero Hoover, cuya animadversión hacia Bobby Kennedy era bien conocida, era el rey del subterfugio. Boyd, mesurado y educado, era probablemente un buen elemento para infiltrarse.

Pregunta número uno: ¿la infiltración tenía que ver con el asunto de las escuchas? Pregunta número dos: si en el asunto había dinero, ¿quién pagaba su cheque? Pete reflexionó sobre ello.

Tal vez Jimmy Hoffa, el principal objetivo del comité McClellan. Fred Turentine era capaz de intervenir las escuchas de los federales y de enterarse de todo lo que éstos averiguaran.

Pete vio dólares: $$$, como en una máquina tragaperras.

Volvió en el coche a la casa desde la que vigilaban a la mujer de Hughes. Gail estaba en el porche; la punta encendida de su cigarrillo se movía arriba y abajo, delatando su ir y venir.

Pete aparcó y anduvo hasta la puerta. Allí, dio un puntapié a un cenicero rebosante de colillas y derramó éstas sobre unos preciosos rosales.

Gail se alejó de él. Pete mantuvo un tono de voz suave y calmada.

—¿Cuánto llevas aquí fuera?

—Horas. Sol llamaba cada diez minutos, suplicando sus papeles. Decía que le habías robado unos documentos y lo habías amenazado.

—Ha sido asunto de negocios.

—Estaba frenético. Insoportable.

Pete la rodeó con sus brazos.

—Aquí fuera hace frío. Vamos dentro.

—No. No quiero.

—Gail…

—¡No! —Ella se desasió—. ¡No quiero volver a entrar en este caserón horrible!

—Yo me ocuparé de Sol. —Pete hizo crujir los nudillos—. No te molestará más.

Gail soltó una carcajada. Aguda y extraña y algo más…

—Ya sé que no.

—¿A qué viene eso?

—Viene a que Sol está muerto. Lo he llamado para intentar tranquilizarlo y he hablado con un policía. Ha dicho que Sol se había pegado un tiro.

Pete se encogió de hombros, sin saber qué hacer con las manos.

Gail corrió a su coche. Cambió de marchas cuando salía del camino privado de la casa y estuvo a punto de arrollar a una mujer que empujaba un cochecito de niño.

5

(Washington, D.C., 7/12/58)

Ward estaba asustado. Kemper sabía por qué: las reuniones privadas con el señor Hoover estaban rodeadas de leyendas.

Aguardaron en el antedespacho. Ward permaneció sentado, inmóvil, con la respiración contenida. Kemper sabía que Hoover se retrasaría veinte minutos, exactamente.

«Quiere ver acobardado a Ward», se dijo. «Y a mí me quiere aquí para reforzar el efecto.»

Kemper ya había enviado su informe por teléfono. El trabajo en casa de la Shoftel había salido perfecto. Se había asignado un agente con base en Los Ángeles para que, desde un puesto de escucha, controlara las grabaciones de los micrófonos y de los teléfonos intervenidos y enviara las cintas a Littell, en Chicago. Ward, el as de las escuchas clandestinas, las seleccionaría y enviaría los mejores fragmentos al señor Hoover.

A Jack no se le esperaba en Los Ángeles hasta el 9 de diciembre. Darleen Shoftel recibía cuatro clientes por noche; el agente de las escuchas alababa su resistencia. En el Times de Los Ángeles apareció una breve mención al suicidio de Sol Maltzman. El señor Hoover comentó que Pete Bondurant, probablemente, lo había «despedido» con demasiada brusquedad.

Ward cruzó las piernas y se enderezó el nudo de la corbata. No debía hacerlo, se dijo; al señor Hoover no le gustaban las muestras de nerviosismo. Lo había mandado llamar para recompensarle, de modo que no debía mostrarse nervioso.

Hoover apareció en el antedespacho. Kemper y Littell se pusieron en pie.

—Buenos días, caballeros.

—Buenos días, señor —respondieron al unísono, pero sin solaparse.

—Me temo que tendremos que ser breves. Tengo una reunión con el vicepresidente Nixon y…

—Me alegro mucho de estar aquí, señor —dijo Littell.

Kemper casi torció la expresión: era mejor no hacer comentarios, por serviles que fueran.

—La agenda me obliga a ser breve. Señor Littell, aprecio el trabajo que usted y el señor Boyd han realizado en Los Ángeles. Voy a recompensarle con un puesto en Chicago, en la Unidad contra el Crimen Organizado. Lo hago contra la opinión del agente especial Leahy, que lo considera más adecuado para el trabajo de vigilancia política. Estoy al corriente de que usted, señor Littell, considera ineficaz, incluso moribundo, el Comité sobre Actividades Antiamericanas. Yo considero esta actitud peligrosamente necia y espero de corazón que algún día la supere. Ahora es usted colega mío, pero le aconsejo que no se deje seducir por la vida peligrosa. En eso, nunca alcanzará a ser tan bueno como Kemper Boyd.

6

(Washington, D.C., 8/12/58)

Littell cumplió con el papeleo envuelto en el albornoz.

Lo hizo con una exultante resaca, tras una celebración a base de Gordon Rouge y Glenlivet. Los daños eran visibles: botellas vacías y carritos del servicio de habitaciones rebosantes de platos intactos.

Kemper se había mostrado comedido. Él, no. La «brevedad» de Hoover le había escocido; el champán y el whisky le habían permitido reírse de ello. El café y la aspirina apenas tuvieron efecto sobre su resaca.

Una tormenta de nieve mantenía cerrado el aeropuerto. Estaba inmovilizado en la habitación del hotel. Hoover le hizo llegar una copia mimeografiada de un documento para que lo estudiase.

UNIDAD CONTRA LA DELINCUENCIA ORGANIZADA DE CHICAGO. CONFIDENCIAL: FIGURAS PROMINENTES, LOCALES, MÉTODOS OPERATIVOS Y OTRAS OBSERVACIONES SOBRE LA CRIMINALIDAD ORGANIZADA.

El documento constaba de sesenta páginas salpicadas de detalles. Littell engulló un par de aspirinas más y subrayó los hechos más destacados.

El objetivo declarado del Programa contra la Delincuencia Organizada (expuesto en la Directiva número 3401 del FBI, de fecha 19/12/57) es la recogida de información acerca del crimen organizado. A fecha de hoy, y hasta que se dé aviso directo de un cambio de política, todos y cada uno de los datos de información sobre el crimen que se recojan serán archivados y reservados exclusivamente para su utilización futura. El Programa contra la Delincuencia Organizada no tiene por objetivo reunir datos que puedan ser empleados directamente en apoyo de la Fiscalía Federal en la presentación de casos concretos ante los tribunales. Las informaciones sobre actividades criminales obtenidas a través de métodos de vigilancia electrónica podrán, a discreción del Mando Regional, ser trasmitidas a las policías y fiscalías municipales.

Una insinuación clave: Hoover sabía que no se podía llevar a juicio a la mafia y obtener victorias contundentes. Y no estaba dispuesto a sacrificar el prestigio del FBI a cambio de alguna condena esporádica.

Las unidades del Programa contra la Delincuencia Organizada pueden emplear los métodos de vigilancia electrónica que consideren adecuados. Las cintas empleadas y las transcripciones se conservarán bajo riguroso control y se trasmitirán periódicamente al Mando Regional para su revisión.

Carta blanca para micrófonos ocultos e intervenciones de teléfonos. Estupendo.

La unidad del PDO en Chicago ha efectuado una penetración por vigilancia electrónica (colocación de micrófonos solamente) en la sastrería Celano’s, de North Michigan Avenue, 620. Tanto la Fiscalía Regional de Illinois Norte como la división de Inteligencia de la policía del condado de Cook consideran que este local es el cuartel general informal de los principales jefes de bandas de Chicago, de sus lugartenientes más destacados y de selectos subalternos. Se ha establecido un archivo completo de las cintas y de sus transcripciones mecanográficas en las instalaciones del puesto de escucha.

Todos los agentes de las unidades del PDO deben considerar prioritario el soborno de informantes. Hasta la fecha (19/12/ 57), no se ha conseguido la colaboración de ningún informante con un conocimiento íntimo del sindicato del crimen de Chicago.

Nota: cualquier transacción que implique la obtención de informaciones a cambio de dinero proporcionado por el FBI deberá contar con la autorización previa del Mando Regional.

Traducción: BÚSCATE TU PROPIO SOPLÓN.

El mandato del Programa contra la Delincuencia Organizada permite actualmente la asignación de seis agentes y una secretaria/mecanógrafa por cada oficina regional. Los presupuestos anuales no excederán las líneas generales establecidas en la directiva número 3403 del FBI, de 19/12/57.

Venía a continuación un desglose minucioso del presupuesto. Littell pasó las páginas hasta llegar a otro apartado: FIGURAS PROMINENTES DE LA DELINCUENCIA ORGANIZADA.

Sam Giancana, alias «Mo», «Momo», «Mooney». Nacido en 1908. Giancana es el «jefe de jefes» de la mafia de Chicago. Sucede a Al Capone, Paul Ricca «El Camarero» y Anthony Accardo «Joe Batters»/«Big Tuna» como amo del juego, los préstamos usureros, las loterías ilegales, las máquinas expendedoras, la prostitución y la extorsión sindical. Giancana vive en el barrio de Oak Park y se le ve con frecuencia en compañía de su guardaespaldas personal, Dominic Michael Montalvo, alias «Butch Montrose», nacido en 1919. Giancana mantiene una estrecha relación personal con el presidente de la Hermandad Internacional de Camioneros, James Riddle Hoffa. Se rumorea que tiene vara alta en el proceso de concesión de préstamos del fondo de pensiones del sindicato de Transportistas de los estados del Medio Oeste, un fondo sindical extraordinariamente rico y administrado de forma bastante turbia que, según se cree, ha servido para financiar muchos negocios ilegales.

Gus Alex, nacido en 1916. Numerosos alias. Alex es el antiguo jefe de las bandas de extorsionadores del North Side; actualmente, está destacado como «mediador» político de las bandas de Chicago y como enlace con los elementos corruptos del departamento de Policía de Chicago y de la oficina del comisario del condado de Cook. Es un estrecho colaborador de Murray Llewellyn Humphreys, alias «Hump» y «El Jorobas», nacido en 1899. Humphreys es el «padrino viejo» de la mafia de Chicago. Está prácticamente retirado, pero a veces es consultado sobre decisiones estratégicas de la organización en la zona.

John Rosselli, alias «Johnny», nacido en 1905. Rosselli es un firme aliado de Sam Giancana y sirve de testaferro del hotel y casino Stardust de Las Vegas, propiedad de la mafia de Chicago. Se rumorea que Rosselli tiene participaciones sustanciales en casinos y hoteles de La Habana, junto con los magnates del juego en Cuba, Santo Trafficante Jr. y Carlos Marcello, jefes de la mafia de Tampa, Florida y de Nueva Orleans, Luisiana, respectivamente.

Seguían unas listas de inversiones y de socios conocidos. Era asombroso: Giancana, Hoffa, Rosselli, Trafficante, Marcello y demás conocían a todos los delincuentes de altura en todas las ciudades importantes del país y tenían intereses legítimos en empresas de transporte, clubes nocturnos, fábricas, carreras de caballos, bancos, salas de cine, parques de atracciones y más de trescientos restaurantes italianos. La proporción entre acusaciones y condenas en aquel grupo de individuos era de 308 a 14.

Littell echó un vistazo al apéndice titulado FIGURAS SECUNDARIAS DE LA DELINCUENCIA ORGANIZADA. Los peces gordos no se irían de la lengua, pero los pececillos tal vez sí.

Jacob Rubenstein, alias «Jack Ruby», nacido en 1911. Este individuo dirige un club de striptease en Dallas, Tejas, y se sabe que ha participado en préstamos usureros de poca monta. Se rumorea que en ocasiones traslada dinero de la mafia de Chicago a diversos políticos cubanos, incluyendo el presidente Fulgencio Batista y el líder rebelde, Fidel Castro. Rubenstein/Ruby es natural de Chicago y ha mantenido fuertes vínculos con la mafia de dicha ciudad, a la cual viaja con frecuencia.

Herschel Meyer Ryskind, alias «Hersch», «Hesh» o «Heshie», nacido en 1901. Este hombre es un antiguo miembro de la «Banda Púrpura» de los años treinta, con base en Detroit. Reside en Arizona y Tejas, pero mantiene fuertes vínculos con la mafia de Chicago. Se rumorea que está activamente implicado en el tráfico de heroína de la costa del Golfo. Se dice que es buen amigo de Sam Giancana y de James Riddle Hoffa y se cuenta que ha mediado en disputas sindicales en nombre de la mafia de Chicago.

«Se cuenta», «se dice», «se rumorea»… Frases clave que revelaban una verdad clave: todo el documento tenía un tono equívoco y evasivo. En realidad, Hoover no aborrecía a la Mafia; el Programa contra la Delincuencia Organizada era su respuesta a lo de Apalachin.

Lenny Sands (antes Leonard Joseph Seidelwitz), alias «Lenny el Judío», nacido en 1924. Este hombre está considerado una mascota de la mafia de Chicago. Su ocupación nominal es la de animador de espectáculos y con frecuencia actúa como tal en reuniones de la delincuencia organizada de Chicago con los camioneros del condado de Cook. Se dice que, en algunas ocasiones, Sands ha enviado fondos de la mafia de Chicago a funcionarios de la policía cubana como parte de los esfuerzos de dicha mafia para mantener un clima político amistoso en Cuba y asegurar la continuidad del éxito de sus casinos en La Habana. Sands está encargado de una ruta de recaudación de máquinas expendedoras y es un empleado asalariado de la empresa «Vendo-King», un negocio tapadera casi legal de la mafia de Chicago. (Nota: Sands es un «personaje marginal» bastante conocido en el ambiente del espectáculo de Las Vegas y de Los Ángeles. También se rumorea que dio clases de declamación al senador John Kennedy (demócrata por Massachusetts) durante su campaña para el Congreso en 1946.

Un tipo a sueldo de la mafia conocía a Jack Kennedy. Y Hoover ponía micrófonos en casa de una prostituta para atraparlo. Littell se saltó unas páginas del documento y pasó de FIGURAS SECUNDARIAS DE LA DELINCUENCIA ORGANIZADA a OBSERVACIONES PERTINENTES.

La mafia de Chicago se reparte los territorios geográficamente. North Side, Near North Side, West Side, South Side, el Loop, Lakefront y las zonas residenciales del norte están dirigidas por subjefes que tratan directamente con Sam Giancana.

Mario Salvatore D’Onofrio, alias «Sal el Loco», nacido en 1912. Este hombre es un prestamista y apostador independiente. Tiene permiso para operar porque le paga a Sam Giancana un fuerte tributo. D’Onofrio fue condenado por homicidio en segundo grado en 1951 y cumplió cinco años en la penitenciaría del Estado de Illinois, en Joliet. El psiquiatra de la prisión lo describió como un «sádico criminal con derivaciones psicopáticas y con incontrolables tendencias psicosexuales a infligir daño». Recientemente, ha sido sospechoso de la tortura y asesinato de dos golfistas profesionales del Bob O’Link Country Club que, según parece, le debían dinero.

Los prestamistas y corredores de apuestas independientes prosperan en Chicago. Ello se debe a la política de Sam Giancana de recaudar buena parte de los beneficios a cambio del permiso para actuar. Uno de los más temibles jefes subalternos de Giancana, Anthony Iannone, alias «Tony el Picahielos» (nacido en 1907), actúa como enlace entre la mafia de Chicago y las facciones independientes de prestamistas y corredores de apuestas. Existen firmes sospechas de que Iannone es responsable del asesinato con mutilación de, por lo menos, nueve clientes que tenían fuertes deudas con prestamistas.

Otros nombres destacaban en la relación. Sus extraños apodos le causaron risa.

Tony Spilotro, «la Hormiga»; Felix Alderisio, «Milwaukee Phil»; Frank Ferraro, «Franky Strongy»; Joe Amato; Joseph Cesar Di Varco; Jackie Cerone, «Jackie the Lackey».

La legalidad de las operaciones del fondo de pensiones del sindicato de Transportistas de los, estados del Medio Oeste sigue siendo objeto de constantes especulaciones. ¿Es Sam Giancana quien da la aprobación final a los préstamos? ¿Cuál es el protocolo establecido para la concesión de préstamos a delincuentes, hombres de negocios casi legales y extorsionadores sindicales en busca de capital?

Jimmy Torello, «el Turco»; Louie Eboli, «el Gorrón».

La unidad de Inteligencia del departamento de Policía de Miami cree que Sam Giancana es un socio capitalista de la compañía Tiger Kab, un servicio de taxis propiedad del sindicato de Transportistas y gestionado por refugiados cubanos a los que se atribuyen unos extensos historiales delictivos.

Daniel Versace, «Dan el Asno»; Robert Paolucci, «Gordo Bob»…

Sonó el teléfono. Littell lo descolgó con torpeza; la vista cansada le hacía ver doble.

—¿Diga?

—Soy yo.

—Hola, Kemper.

—¿Qué has estado haciendo? Cuando me he marchado, estabas al borde de la borrachera.

—Leer el informe del Programa contra la Delincuencia Organizada —respondió Littell con una risilla—. Y, hasta el momento, la directiva antibandas del señor Hoover no me impresiona demasiado.

—Cuidado con lo que dices; puede que haya instalado micrófonos en tu habitación.

—Qué pensamiento más cruel…

—Sí, pero no improbable. Escucha, Ward: sigue nevando y seguro que hoy no podrás tomar tu vuelo. ¿Por qué no vienes a verme a la oficina del comité? Bobby y yo vamos a interrogar a un testigo. Es un tipo de Chicago y tal vez puedas aprender algo.

—No me iría mal un poco de aire. ¿Estás en el antiguo edificio de oficinas del Senado?

—Exacto. Despacho 101. Estaré en la sala de interrogatorios A. Tiene un pasillo para observación, de modo que podrás seguirlo todo desde ahí. Y recuerda mi tapadera: estoy jubilado del FBI.

—Eres un mentiroso descarado, Kemper. Realmente resulta bastante triste.

—No te pierdas en la nieve.

El lugar era perfecto: un pasillo cerrado, con cristales que sólo permitían ver desde un lado y altavoces colgados de la pared. En el interior de la sala A se hallaban los hermanos Kennedy, Kemper y un individuo rubio.

Las salas B, C y D estaban vacías. Littell tenía la galería de observación para él solo. La tormenta de nieve debía de haber disuadido a la gente de salir de casa.

Littell pulsó el interruptor del altavoz. Las voces surgieron con un mínimo de estática.

Los reunidos estaban sentados en torno a una mesa. Robert Kennedy hacía de anfitrión y se ocupaba de accionar la grabadora.

—Tómese su tiempo, señor Kirpaski. Usted ha venido como testigo voluntario y estamos aquí a su disposición.

—Llámeme Ronald —dijo el rubio—. Nadie me llama señor Kirpaski.

Kemper asintió con una sonrisa:

—Cualquier hombre que facilita información sobre Jimmy Hoffa merece tal formulismo.

Kemper, siempre brillante, había recuperado su acento arrastrado de Tennessee.

—Son muy amables, supongo —respondió Roland Kirpaski—. Pero Jimmy Hoffa es Jimmy Hoffa, ¿saben? Me refiero a que es como eso que cuentan del elefante: no olvida.

Robert Kennedy entrelazó los dedos de ambas manos tras la cabeza.

—Hoffa tendrá mucho tiempo en la cárcel para recordar todo lo que le ha llevado a ella.

Kirpaski carraspeó:

—Me gustaría decir algo. Y me… me gustaría repetirlo cuando testifique ante el comité.

—Adelante, di lo que quieras —asintió Kemper.

Kirpaski inclinó la silla hacia atrás.

—Soy miembro del sindicato. Pertenezco a la Unión de Camioneros. Y si ahora les cuento que Jimmy hace esto o lo otro, que ordena a sus muchachos apretar las tuercas a los que no quieren colaborar… En fin, supongo que todas estas cosas son ilegales pero ¿saben una cosa?, todo eso me trae sin cuidado. La única razón de que me decida a delatar a Jimmy es que sé sumar dos y dos y en el jodido Local 2109 de Chicago he oído lo suficiente como para deducir que ese jodido Jimmy Hoffa hace tratos privados con los empresarios, lo cual significa que es un mierda de esquirol, perdonen mi lenguaje, y quiero que conste muy claro que éste es mi motivo para declarar contra él.

John Kennedy sonrió. Littell comprendió de pronto la razón del trabajo en la casa de Darleen Shoftel y dio un respingo.

—Tomamos debida nota, Roland —intervino Robert Kennedy—. Antes de declarar, podrá leer la comunicación que le parezca. Y recuerde que reservamos su testimonio para una sesión televisada. Le verán millones de personas.

—Cuanta más publicidad tenga —dijo Kemper—, menos probable es que Hoffa intente represalias.

—Jimmy no olvida —respondió Kirpaski—. En eso es como un elefante. Y esos gángsters de las fotos que me han mostrado, esos tipos con los que vi a Jimmy…

—Santo Trafficante Jr. y Carlos Marcello…

Robert Kennedy alzó en su mano varias fotografías. Kirpaski asintió.

—Ésos. También quiero que conste en mi declaración que he oído cosas buenas de esos tipos. He oído que contratan exclusivamente a hombres del sindicato. Ningún tipo de la mafia me ha dicho nunca, «Roland, eres un estúpido polaco del Southside». Como he dicho, esos tipos visitaron a Jimmy en su suite del Drake y de lo único que hablaron fue del tiempo, de los Bears y de la política en Cuba. Quiero que quede constancia de que he declarado que no tengo ninguna queja contra la jodida Mafia.

Kemper se volvió hacia el cristal y guiñó un ojo.

—J. Edgar Hoover, tampoco —murmuró.

Littell sonrió.

—¿Qué? —preguntó Kirpaski.

Robert Kennedy hizo tamborilear los dedos sobre la mesa.

—El señor Boyd está hablando para un colega suyo al que no vemos. Bien, Roland, volvamos a lo de Miami y Sun Valley.

—Ojalá estuviésemos allí. ¡Cuánta nieve, señor!

Kemper se puso en pie y estiró las piernas.

—Volvamos sobre sus declaraciones.

Kirpaski exhaló un suspiro.

—El año pasado —relató de nuevo— fui delegado a la convención por Chicago. Estuvimos en el Deauville de Miami. Entonces aún hacía buenas migas con Jimmy porque no había descubierto que era un esquirol cabrón que tenía pactos secretos con…

—Vaya al grano, por favor —le interrumpió Robert Kennedy.

—La cuestión es que hice algunos encargos para Jimmy. Me acerqué por la central de Tiger Kab a recoger un poco de dinero para que Jimmy pudiera sacar a ciertos tipos influyentes de Miami a dar un paseo en barco para pescar tiburones a tiros de pistola automática, que es una de las actividades favoritas de Jimmy en Florida. Debí de recoger tres de los grandes y pico. El puesto de los taxis me pareció el planeta Marte, con todos esos cubanos chiflados vestidos con camisas atigradas. El jefe cubano era un tal Fulo. Lo encontré vendiendo televisores recién robados en el aparcamiento. El negocio de los taxis funciona con dinero en metálico, exclusivamente.

El altavoz recogió unas interferencias; Littell dio unos golpecitos en el mando del sonido, bajó el volumen y se pegó al cristal. John Kennedy parecía aburrido e inquieto. Robert trazaba garabatos en un cuaderno de notas.

—Háblenos otra vez de Anton Gretzler.

—Salimos todos a pescar tiburones a tiros —explicó Kirpaski—. Gretzler también venía. Él y Jimmy estaban en un extremo del barco, lejos de los que disparaban a los peces, y se pusieron a hablar. Yo estaba abajo, en la litera, mareado. Supongo que estaban seguros de que no los oía nadie, porque charlaban de algún asunto que no sonaba demasiado legal, aunque quiero que conste que me traía sin cuidado porque no tenía que ver con tratos sucios con los empresarios.

John Kennedy señaló el reloj de su muñeca y Kemper metió prisas a Kirpaski.

—¿De qué hablaban exactamente?

—De Sun Valley. Gretzler dijo que había pedido peritajes de los terrenos y que el experto había asegurado que la tierra no se hundiría en el pantano en cinco años o así, lo cual los dejaría al margen de reclamaciones legales, llegado el caso. Jimmy dijo que podía echar mano de tres millones de dólares del fondo de pensiones para comprar la tierra y el material prefabricado y que quizá podrían embolsarse cierta cantidad en metálico.

Robert Kennedy se incorporó de un salto. La silla cayó derribada y el cristal vibró.

—¡Es un testimonio muy valioso! ¡Prácticamente, es un reconocimiento de conspiración para cometer fraude inmobiliario y de intento de estafa al fondo de pensiones!

Kemper levantó la silla del suelo y replicó:

—Pero sólo será válido ante un tribunal si Gretzler lo corrobora o si comete perjurio negándolo. Sin Gretzler, será la palabra de Roland contra la de Hoffa. Será una cuestión de credibilidad, y Roland tiene dos condenas por conducir borracho mientras que Hoffa, técnicamente, está limpio.

Bobby refunfuñó, irritado.

—Mire, Bob —insistió Kemper—, Gretzler debe de estar muerto. Su coche fue arrojado a un pantano y el tipo está ilocalizable. He dedicado muchas horas a intentar encontrarlo y no he dado con una sola pista viable.

—Podría haber fingido su propia muerte para no tener que presentarse ante el comité.

—Me parece bastante improbable.

Bobby se sentó a horcajadas en la silla y se agarró a los barrotes del respaldo.

—Quizá tenga usted razón, Boyd, pero todavía podría enviarle a Florida para asegurarse.

—Tengo hambre —intervino Kirpaski.

Jack puso los ojos en blanco. Kemper le lanzó un guiño. Kirpaski soltó un soplido.

—He dicho que tengo hambre —repitió.

—Cuénteselo al senador, Roland —Kemper consultó su reloj—. Cuéntenos cómo Gretzler se emborrachó y soltó la lengua.

—Ya entiendo. Canta si quieres cenar, ¿no es eso?

—Maldita sea… —masculló Bobby.

—Está bien, está bien. Fue después de la cacería de tiburones. Gretzler estaba furioso porque Jimmy lo había ridiculizado diciendo que sostenía la metralleta como un marica. Gretzler empezó a hablar de los rumores que había oído sobre el fondo de pensiones. Dijo que había oído que el fondo es muchísimo más rico de lo que suponía la gente y que nadie podía hacer caso de los libros porque las cuentas no eran reales. Y, ¿saben?, Gretzler también dijo que existían unos libros «auténticos», probablemente en clave, con decenas de millones de jodidos dólares anotados en ellos. Este dinero se dedica a préstamos a unos intereses exorbitantes. Se supone que el contable y depositario de esos libros «auténticos» y de las auténticas cantidades, el auténtico cerebro, es algún gángster de Chicago retirado. Pero si esperan que alguien corrobore lo que digo, pierden el tiempo; cuando Gretzler contó todo eso, yo era el único presente.

Bobby Kennedy se echó los cabellos hacia atrás. Su voz se hizo aguda, como la de un chiquillo excitado.

—Es nuestra gran oportunidad, Jack. Primero, reclamamos otra vez los libros falseados para determinar su solvencia. Después seguimos la pista de los préstamos que el sindicato reconoce haber empleado e intentamos determinar la existencia de activos ocultos dentro del fondo de pensiones y la probabilidad de que esos libros «auténticos» existan.

Littell se apretó contra el cristal, fascinado con Bobby: sus cabellos enmarañados, su gesto apasionado…

Jack Kennedy carraspeó y comentó:

—Es un asunto fuerte… si es que se puede aportar un testimonio verificable sobre la existencia de esos libros antes de que finalice el mandato del comité, claro.

Kirpaski aplaudió.

—¡Vaya, si ha hablado…! ¡Caramba, senador, me alegro de que se digne a intervenir!

Jack Kennedy torció el gesto, ofendido por el comentario irónico.

—Mis investigadores —dijo Bobby— contrastarán nuestra información con la de otras agencias y haremos constar todo lo que descubramos.

—¿Más adelante? —comentó Jack. Littell tradujo sus palabras: «Demasiado tarde para que me beneficie en la campaña.»

Los hermanos se miraron fijamente. Kemper se inclinó sobre la mesa entre ambos.

—Hoffa ha levantado un bloque de casas en Sun Valley. Ahora está allí en persona, haciendo relaciones públicas. Enviaremos a Kirpaski como observador. Es delegado local por Chicago, de modo que su presencia no será sospechosa. Él nos llamará para informar de lo que vea.

—Sí —dijo Ronald—, y también voy a «observar» a esa camarera que conocí cuando estuve allí para la convención. Pero no voy a decirle a mi mujer que la chica está en el menú, ¿saben?

Jack indicó a Kemper que se acercara. Littell captó unos cuchicheos entre crepitaciones de electricidad estática.

—Me marcho a Los Ángeles cuando lo permita la nieve. Llame a Darleen Shoftel; estoy seguro de que estará encantada de conocerlo.

—Tengo hambre —dijo Kirpaski.

Robert Kennedy cerró su maletín.

—Vamos, Roland. Puede venir a casa a cenar con mi familia. Pero trate de no decir «joder» en presencia de mis hijos. Entenderán la idea bastante pronto.

Los reunidos salieron por una puerta trasera. Littell se abrazó al cristal para echar una última mirada a Bobby.

7

(Los Ángeles, 9/12/58)

Darleen Shoftel fingió un leve orgasmo. Darleen Shoftel tenía muchas compañeras de oficio con las que hablaba de sus clientes. Darleen era una maravilla para soltar nombres.

Según ella, a Franchot Tone le iba el sado-maso y Dick Contino era el campeón de los lamecoños. A Steve Cochran, el tipo de las películas B, lo llamaba «Mister King Size».

La muchacha hizo y recibió llamadas. Habló con clientes, con colegas y con su madre, en Vincennes, Indiana.

A Darleen le encantaba hablar. Pero no dijo nada que justificara que dos federales hubieran colocado micrófonos en su casa.

Habían conectado el aparato de los federales hacía ya cuatro días. El 1541 de North Alta Vista estaba sembrado de micrófonos desde el suelo hasta el tejado.

Fred Turentine había intervenido el sistema de escuchas de Boyd y Littell. Se enteraba de todo cuanto oían los agentes federales. Éstos habían alquilado una casa de aquel bloque como puesto de escucha; Fred controlaba sus conexiones desde una furgoneta aparcada ante la casa de al lado y suministraba las cintas grabadas a Pete.

Y Pete olió dinero y llamó a Jimmy Hoffa. Quizá fue una decisión algo prematura.

—Tienes buen olfato —dijo Jimmy—. Vente a Miami el jueves y cuéntame lo que tengas. Si no tienes nada, podemos salir con el barco a cazar tiburones.

El jueves era el día siguiente. Matar tiburones a tiros era asunto para mentes estrictamente enfermas. A Freddy le pagaban doscientos al día; demasiado, para tratarse de un curso acelerado sobre cháchara sexual ajena.

Pete vagaba por la casa de vigilancia, taciturno, saboreando las insinuaciones que dejaba caer a Hughes: «Sé que le prestó pasta al hermano de Dick Nixon.» Continuó la escucha de las cintas por puro aburrimiento.

Pulsó la tecla de avance. Darleen gemía y jadeaba. Los muelles de la cama chirriaban; algo como una cabecera de cama golpeaba contra lo que parecía una pared. Allí estaba Darleen, montada por algún gordo cebón.

Sonó el teléfono. Pete descolgó enseguida.

—¿Quién es?

—Fred. Ven ahora mismo. Acabamos de encontrar el filón.

La furgoneta estaba abarrotada de aparatos y cables. Pete se golpeó las rodillas al entrar.

Freddy parecía excitado. Tenía la bragueta abierta, como si hubiera estado meneándosela.

—Reconocí ese acento de Boston inmediatamente y te he llamado tan pronto se han puesto a joder. Escucha esto; es en directo…

Pete se colocó unos auriculares. Hablaba Darleen Shoftel, alto y claro.

—… tú eres un héroe superior a tu hermano. He leído cosas sobre ti en la revista Time. Tu patrullera fue hundida por los japoneses o algo así.

—Soy mejor nadador que Bobby, eso sí es cierto…

Tres cerezas en fila. Premio: el viejo lío de Gail Hendee, Jack K.

Darleen: «Vi la foto de tu hermano en Newsweek. Tiene algo así como cuatro mil hijos, ¿no?»

Jack: «Por lo menos, tres mil, y le siguen saliendo otros nuevos continuamente. Cuando visitas su casa, esos mocosos se te agarran a los tobillos. Mi mujer encuentra vulgar ese ansia de procrear.»

Darleen: «“Ansia de procrear.” ¡Qué fino!»

Jack: «Bobby es un católico de verdad. Necesita tener hijos y castigar a los hombres que aborrece. Si sus impulsos viscerales no fueran tan infaliblemente certeros, sería un auténtico engorro.»

Pete se apretó los auriculares contra los oídos. Jack Kennedy continuó hablando con un tono de languidez postjodienda:

—Yo no siento el odio como Bobby. Él odia con furia. Aborrece a Jimmy Hoffa con un odio intensísimo y sencillísimo, y por eso terminará ganando. Ayer estuve con él en Washington. Estaba tomando declaración a un miembro del sindicato de camioneros que se había enfadado con Hoffa y había decidido informar sobre sus chanchullos. Allí estaba ese polaco valiente y tonto, Roland nosecuántos, de Chicago, y Bobby terminó llevándoselo a casa a cenar con la familia. ¿Lo ves, esto…?

—Darleen.

—Ajá: Darleen. ¿Lo ves, Darleen? Bobby es apasionado y generoso de verdad; por eso es más heroico que yo.

Los aparatos parpadeaban. La cinta giraba.

Habían conseguido el premio gordo: Jimmy Hoffa SE CAGARÍA cuando escuchara aquello.

Darleen: «Sigo pensando que eso de la patrullera fue magnífico.»

Jack: «¿Sabes? Eres una buena oyente, Arlene.»

Fred parecía a punto de BABEAR. Sus ojos dilatados eran dos jodidos signos de dólar.

Pete cerró los puños.

—Esto es cosa mía. Tú quédate aquí y haz lo que te diga.

Fred se encogió y asintió. Pete sonrió: sus manos sembraban el miedo cada vez.

Un taxi de Tiger Kab lo recogió a la llegada del avión. El conductor se dedicó a hablar de política cubana por los codos. ¡El gran Castro avanzaba! ¡El puto Batista retrocedía!

Pancho lo dejó en la central del servicio de taxis. Jimmy había ocupado el despacho. Un grupo de matones estaba embalando unos chalecos salvavidas y unas metralletas.

Hoffa les mandó salir.

—¿Cómo estás, Jimmy?

Hoffa blandió un bate de béisbol erizado de clavos.

—Estoy bien. ¿Te gusta esto? A veces, el tiburón se acerca a la barca y le puedes dar unos cuantos porrazos.

Pete abrió el magnetófono y lo conectó a un enchufe a ras de suelo. El papel pintado, con su dibujo de piel de tigre, le produjo vértigo.

—Está bien, pero te he traído algo mejor.

—Dijiste que olías dinero. Seguro que es el mío por tus molestias.

—Hay una historia detrás.

—No me gustan las historias, a menos que el héroe sea yo. Y ya sabes que soy un hombre ocupado…

Pete lo asió del brazo.

—Un hombre del FBI me abordó. Dijo que tenía un infiltrado en el comité McClellan. También dijo que me atribuía el trabajo de Gretzler y que a Hoover le traía sin cuidado. Ya conoces a Hoover, Jimmy. Siempre os ha dejado en paz a ti y a la organización.

Hoffa se desasió.

—¿Y bien? ¿Crees que tienen pruebas? ¿Y las cintas tienen que ver con el asunto?

—No. Creo que ese federal espía a Bobby Kennedy y al comité por cuenta de Hoover, o algo así. Y creo que el señor Hoover está de nuestra parte. Seguí al tipo y a su compañero hasta el picadero de una fulana en Hollywood. Instalaron micrófonos por toda la casa y mi colega, Freddy Turentine, tiene intervenido su sistema de escuchas. Ahora, presta atención.

Hoffa dio golpecitos en el suelo con el pie, como si estuviera aburrido, al tiempo que se cepillaba unas pelusas atigradas de la camisa.

Pete pulsó la tecla. La cinta se puso en marcha con un siseo. Los gemidos sexuales y los chirridos del somier se hicieron más audibles.

Pete cronometró la jodienda. El senador John F. Kennedy estableció una marca de 2,4 minutos.

Darleen Shoftel fingió un clímax. Enseguida, se escuchó aquel rebuzno de Boston.

—Esa jodida espalda no ha aguantado.

—Ha sido bueeeno —murmuró Darleen—. Corto y dulce es lo mejor.

Jimmy hizo girar el bate de béisbol con el vello de los brazos erizado y la piel de gallina.

Pete pulsó las teclas y avanzó la cinta hasta la parte jugosa. Jack, el dos minutos, recitó su papel.

«(…) un miembro del sindicato de camioneros que se había enfadado con Hoffa (…). Ese polaco valiente y tonto, Roland nosecuántos, de Chicago (…).»

A Hoffa se le erizó toda la piel. Estrujó el bate entre los dedos.

«Ese Roland nosecuántos tiene la valentía de la clase obrera (…). Bobby tiene hincados los dientes en Hoffa. Y cuando Bobby muerde, no suelta su presa.»

A Hoffa se le puso el vello aún más de punta. Miró a Pete con los ojos desorbitados de un negro medio muerto de espanto.

Pete se apartó.

Hoffa alzó el bate. Contempló cómo el garrote erizado de clavos DESCENDÍA

Las sillas saltaron hechas astillas. Las mesas se hundieron con las patas quebradas. Las huellas de las púas dejaron surcos en las paredes hasta los zócalos.

Pete permaneció a prudente distancia. Un tope de puerta con la figura de Jesucristo en plástico brillante saltó en ocho millones de fragmentos.

Los papeles apilados volaron por el despacho. Las astillas de madera rebotaban. Desde la acera, varios taxistas observaban la escena. Jimmy lanzó un batazo contra la ventana y una rociada de cristales llovió sobre los mirones.

James Riddle Hoffa estaba jadeante, con la mirada perdida, como presa de un hechizo.

El bate se enganchó en el batiente de la puerta. Jimmy se lo quedó mirando. ¿Qué era aquello?

Pete lo sujetó con un abrazo de oso. Jimmy puso los ojos en blanco, casi catatónico.

Luego, agitó brazos y piernas y trató de desasirse. Pete lo inmovilizó hasta casi impedirle respirar y le habló como si lo hiciera con un niño.

—Puedo mantener a Freddy a la escucha por doscientos al día. Es probable que tarde o temprano consigamos algo con lo que puedas joder a los Kennedy. También tengo algunos asuntos políticos sucios. Tal vez nos sean de utilidad algún día.

Hoffa concentró la mirada en estado de semilucidez. Su voz surgió chillona, como afectada por el gas de la risa.

—¿Qué… es… lo… que… quieres?

—Hughes está más chiflado cada día. He pensado que debería acercarme a ti y cubrir mis apuestas.

Hoffa se desasió con energía. A Pete casi le sofocó su olor a sudor y a colonia de rebajas.

El rostro de Hoffa perdió color. Recuperó el aliento y bajó el tono de voz varias octavas.

—Te daré el cinco por ciento del negocio de los taxis. Ocúpate de que continúe la escucha en Los Ángeles y de vez en cuando asoma la cabeza por aquí para mantener a raya a esos cubanos. No intentes apretarme hasta el diez por ciento porque te mandaré a la mierda y te enviaré de vuelta a Los Ángeles en autobús.

—Trato hecho —asintió Pete.

—Tengo un trabajo en Sun Valley —dijo Hoffa—. Quiero que vengas conmigo.

Tomaron uno de los taxis de Tiger Kab. El portaequipajes iba atestado con los bártulos de cazar tiburones: bates con clavos, metralletas y aceite bronceador.

Conducía Fulo Machado. Jimmy llevaba ropa limpia. Pete había olvidado llevar alguna muda extra y el hedor de Hoffa se le había pegado.

Nadie dijo nada. El ánimo taciturno de Jimmy Hoffa sofocaba cualquier asomo de conversación. Dejaron atrás varios autocares llenos de camioneros afiliados que se dirigían a las parcelas urbanizadas que servían de cebo para los incautos.

Pete realizó un cálculo mental.

Doce taxistas trabajando las veinticuatro horas. Doce con permiso de residencia, patrocinados por Jimmy Hoffa, que aceptarían dejarse esquilmar parte de sus ganancias a cambio de seguir en América. Doce trabajadores pluriempleados: atracadores, rompehuelgas, chulos… El cinco por ciento de los beneficios y todo lo que pudiera conseguir al margen: el negocio ofrecía perspectivas.

Fulo se desvió de la autopista. Pete vio el lugar donde se había deshecho de Anton Gretzler. Siguieron una caravana de autocares hasta las viviendas piloto, a unos cinco kilómetros de la Interestatal.

Unos focos de película lo bañaban todo con un intenso resplandor, radiante como una premiére en el Teatro Chino Grauman’s. El Sun Valley maquillado tenía buen aspecto: una serie de pulcras casitas en una zona abierta con calles alquitranadas.

Los camioneros se emborrachaban en las mesas de juego. Doscientos hombres por lo menos se apretujaban en los senderos entre las casas. Un aparcamiento de grava estaba abarrotado de coches y autocares. Junto a él se había instalado una barbacoa y sobre ella, atravesado por el espetón, un venado giraba y se asaba bañado en su propio jugo.

Fulo aparcó cerca de la multitud.

—Vosotros esperad aquí —dijo Jimmy.

Pete se apeó para estirar las piernas. Hoffa se dirigió hacia los visitantes y los más aduladores lo rodearon al instante. Fulo afiló su machete en una piedra pómez y lo guardó en una funda sujeta al asiento trasero.

Pete observó cómo se las tenía Jimmy con la multitud.

Hoffa enseñó las casas, pronunció breves discursos y participó con buen apetito en la barbacoa. Cuando distinguió a un hombre rubio con aire de polaco, dio muestras de agitación y enrojeció.

Pete encadenó los cigarrillos. Fulo conectó la radio del coche y sintonizó algún espectáculo de rezos a Jesús en español.

Algunos autocares partieron. Luego llegaron dos vehículos de fulanas; unas cubanas de aspecto vulgar, custodiadas por agentes de la policía del Estado fuera de servicio.

Jimmy pregonó e impulsó solicitudes de compra de parcelas. Varios camioneros subieron a sus coches y se alejaron coleando, borrachos y alborotados.

El polaco volvió a su Chevrolet de alquiler y arrancó levantando grava como si tuviera una cita amorosa urgente en alguna parte.

Jimmy volvió al coche enseguida; sus piernas rechonchas avanzaban a toda prisa. No necesitaba ningún jodido mapa de carreteras: el polaco era Roland Kirpaski.

Subieron a la carcasa atigrada. Fulo la puso en marcha de inmediato. El tipo de la radio entonaba una quejumbrosa petición de donaciones. Fulo «pies de plomo» captó la idea. Fulo «pies de plomo» pasó de 0 a 90 en seis segundos.

Pete vio los pilotos traseros del Chevrolet. Fulo pisó a fondo y los embistió. El coche se salió de la carretera, topó con varios árboles y quedó inmóvil.

Fulo viró en redondo y se acercó. Los faros iluminaron a Kirpaski, que se alejaba trastabillando a través de un claro cubierto de hierbas de los pantanos.

Jimmy saltó del coche y lo persiguió, empuñando el machete de Fulo. Kirpaski tropezó, se levantó y lo mandó a tomar por culo con un gesto.

Hoffa lo alcanzó con su arma. Kirpaski cayó agitando dos muñones chorreantes de sangre. Jimmy descargó un mandoble y saltaron colgajos de cuero cabelludo.

El payaso de la radio seguía parloteando. Kirpaski sufría convulsiones de pies a cabeza. Jimmy se limpió la sangre de los ojos y continuó descargando golpes.

8

(Miami, 11/12/58)

Kemper llamaba «el abogado del diablo» al juego que puso en práctica en el coche. Era un juego que le ayudaba a poner en orden sus lealtades y que afinaba su capacidad para destacar la persona adecuada en el momento oportuno.

El motivo que le había inspirado a jugar era la desconfianza de Bobby Kennedy. En una ocasión se le había escapado su acento del sur y Bobby lo había advertido al instante.

Kemper recorría South Miami. Empezó el juego determinando quién sabía qué.

Hoover lo sabía todo. El «retiro» del agente especial Boyd constaba en los documentos del FBI: si Bobby buscaba papeles que lo confirmaran, los encontraría.

Claire también lo sabía todo. Pero ella jamás juzgaría sus motivos, ni menos aún lo traicionaría.

Ward Littell estaba al corriente de la intromisión de los Kennedy. Era muy probable que lo censurase: el fervor de Bobby en la lucha contra el crimen lo tenía profundamente impresionado. Ward era también compañero circunstancial de infiltración, comprometido por las escuchas clandestinas a Darleen Shoftel. El trabajo lo avergonzaba, pero su gratitud por el traslado al Programa contra la Delincuencia Organizada era superior a su sentimiento de culpabilidad. Ward no sabía que Pete Bondurant había matado a Anton Gretzler, ni que el señor Hoover había contemporizado con el asesinato. Bondurant le producía pánico a Littell; una reacción muy saludable ante la figura del Gran Pete y la leyenda que inspiraba. El tema Bondurant debía mantenerse oculto a Ward a toda costa.

Bobby sabía que estaba haciéndole de chulo a su hermano, suministrándole los números de antiguos amores especialmente impresionables.

A continuación, Kemper jugó a preguntas y respuestas: un ejercicio para alejar el escepticismo.

Frenó en seco para dejar pasar a una mujer cargada con la cesta de la compra. En el juego, utilizó el presente.

Bobby cree que estoy siguiendo pistas sobre Anton Gretzler. Lo que hago es proteger al matón favorito de Howard Hughes.

P: Parece que tienes posibilidades de colarte en el círculo íntimo de los Kennedy.

R: Sé distinguir a un tipo prometedor desde un kilómetro de distancia. Por tratar de caerle bien a los demócratas no me convierto en comunista. El viejo Joe Kennedy es tan derechista como el propio señor Hoover.

P: Has ido muy rápido en «caerle bien» a Jack.

R: Si las circunstancias hubieran sido otras, yo podría haber estado en su lugar.

Kemper repasó el cuaderno de notas.

Tenía que pasar por Tiger Kab. Tenía que ir a Sun Valley y enseñar fotos al testigo que había visto al «tipo grande» desviar el rostro de la Interestatal.

Le enseñaría fotos antiguas de fichas policiales, en las que Bondurant se parecía poco al de los últimos tiempos. Le disuadiría de confirmar su testimonio: no está realmente seguro de que viera a este hombre, ¿verdad?

Un taxi atigrado viró delante de él. Kemper vio un local atigrado en aquella misma manzana. Frenó y aparcó al otro lado de la calle. Algunos desocupados que merodeaban por la acera olieron la presencia de un policía y se dispersaron.

Entró en el local y sonrió: las paredes estaban cubiertas con un papel pintado aterciopelado, con un dibujo a franjas atigradas.

Cuatro cubanos con camisas atigradas se levantaron y lo rodearon. Llevaban los faldones de la camisa por fuera de los pantalones para disimular los bultos de la cintura.

Kemper sacó las fotos. Los hombres tigre estrecharon el círculo en torno a él. Uno de los tipos sacó una navaja y se rascó el gaznate con la hoja. Los demás soltaron una risotada. Kemper se dirigió al más próximo:

—¿Habéis visto a este individuo?

El hombre pasó las fotos policiales a los demás. Todos dieron muestras de reconocerlo. Todos respondieron que no.

Kemper recuperó las fotos. Vio en la acera a un tipo blanco que inspeccionaba su coche.

El cubano de la navaja se acercó furtivamente a Kemper. Los demás hombres tigre soltaron unas risillas. El de la navaja alzó la hoja a la altura de los ojos del gringo.

Kemper le aplicó un golpe de judo. Con una patada lateral, le dobló las rodillas. El hombre cayó de bruces al suelo y soltó el arma. Kemper se hizo con ella y los hombres tigre retrocedieron en bloque. Luego, inmovilizó bajo su pie la mano con la que el hombre había empuñado la navaja y le hundió la hoja.

El hombre del estilete soltó un grito. Los otros hombres tigre jadearon y se rieron entre dientes. Kemper se marchó con una leve y tensa inclinación de cabeza.

Tomó por la 1-95 hacia Sun Valley. Un sedán gris se pegó a él. Cambió de carril, aminoró la marcha y aceleró; el coche lo siguió a la distancia clásica en las persecuciones.

Kemper tomó un desvío. Perpendicular a éste corría la calle mayor de un pueblo adormilado, apenas cuatro gasolineras y una iglesia. Entró en la Texaco y aparcó.

Se dirigió al retrete y observó cómo el coche que lo seguía se detenía parsimoniosamente junto a los surtidores. El tipo blanco que merodeaba por el local de Tiger Kab se apeó y echó un vistazo a su alrededor.

Kemper cerró la puerta y desenfundó la pistola. El retrete estaba sucio y pestilente. Contó los segundos en el reloj. Al llegar a cincuenta y uno, oyó pisadas.

El hombre entreabrió la puerta con el codo. Kemper lo agarró por el brazo, lo llevó adentro por la fuerza y lo aplastó contra la pared.

Era un tipo alto y delgado, muy rubio, cuarentón. Kemper lo cacheó desde los tobillos.

No llevaba chapa, ni arma, ni cartera de imitación de cuero para la documentación.

El hombre no pestañeó. No hizo el menor caso al revólver que tenía ante su cara.

—Me llamo John Stanton —dijo—. Soy miembro de una agencia del Gobierno Federal y quiero hablar con usted.

—¿De qué?

—De Cuba —respondió Stanton.

9

(Chicago, 11/12/58)

Un candidato a soplón en plena faena: Lenny Sands, «el Chico Judío», estaba recogiendo la calderilla de las máquinas de discos.

Littell lo siguió. Visitaron seis tabernas de Hyde Park en una hora. Lenny trabajaba deprisa.

Lenny daba consejos, contaba chistes, distribuía botellines de Johnnie Walker Etiqueta Roja, explicaba la historia de Come-San-Chin, el chino soplapollas… y recogía la recaudación en siete minutos.

Pero Lenny no era hábil en advertir que lo seguían. Lenny tenía una ficha única en el Programa contra la Delincuencia Organizada: animador de salón/cobrador de cubanos/mascota de la mafia.

Cuando se detuvo en el Tillerman’s Lounge, Littell aparcó y entró en el local treinta segundos después de él.

Dentro hacía demasiado calor. El espejo de la barra le devolvió su reflejo: cazadora de leñador, pantalones de dril y botas de trabajo.

Pero seguía conservando un aire de profesor de universidad.

Las paredes estaban cubiertas de motivos relacionados con los camioneros. Destacaba una fotografía enmarcada de Jimmy Hoffa y Frank Sinatra sosteniendo un pez enorme, recién logrado.

Unos obreros desfilaban ante el autoservicio de platos calientes. Lenny tomó asiento en una mesa del fondo, con un hombre corpulento que devoraba un guiso de carne.

Littell lo identificó: Jacob Rubenstein, más conocido por Jack Ruby.

Lenny puso encima de la mesa las sacas de monedas. Ruby traía un maletín. Probablemente, se trataba de una transferencia del dinero de las máquinas.

No había mesas libres en las inmediaciones. En la barra, varios hombres dedicaban la hora del almuerzo a beber: tragos de whisky de centeno y copas de cerveza para acompañar. Littell pidió lo mismo con un gesto; nadie se rió ni se lo tomó a broma. El camarero le sirvió y cogió su dinero. Littell engulló su almuerzo deprisa, como sus camaradas camioneros.

El whisky le hizo sudar y la cerveza le puso la piel de gallina. La combinación le calmó los nervios.

Había tenido una reunión con los hombres de la unidad del PDO. Le había dado la impresión de que recelaban de él porque el señor Hoover lo había colocado allí personalmente. Un agente llamado Court Meade se había mostrado amistoso; los demás lo habían recibido con leves gestos de cabeza y apretones de mano mecánicos.

Llevaba tres días como agente del PDO, incluidos tres turnos en el puesto de escucha, estudiando voces de mafiosos de Chicago.

El camarero se acercó. Littell levantó dos dedos, como hacían sus colegas camioneros para pedir otra ronda.

Sands y Ruby seguían hablando. Las mesas próximas seguían ocupadas y Littell no tenía modo de acercarse lo suficiente para oír lo que decían. Apuró la bebida y pagó. El whisky se le subió directamente a la cabeza.

Beber durante el servicio era una infracción de las normas del FBI. No era rigurosamente ilegal: como colocar micrófonos en el picadero de una chica para tender trampas a políticos.

El agente encargado de las escuchas en la casa de Darleen Shoftel estaba probablemente empantanado. Aún no había enviado una sola cinta. El odio del señor Hoover hacia los Kennedy parecía una obsesión desquiciada. Robert Kennedy tenía aire de héroe. La amabilidad de Bobby para con Roland Kirpaski parecía pura y genuina.

Quedó libre una mesa. Littell se abrió paso entre la cola del almuerzo y la ocupó. Lenny y Rubenstein/Ruby quedaron a menos de un metro de él.

Estaba hablando Ruby. Tenía manchas de comida en la pechera.

—Heshie siempre cree que tiene cáncer o alguna enfermedad extraña. Con Hesh, un grano es siempre un tumor maligno.

Lenny picoteó un bocadillo.

—Heshie es un tipo con clase. Cuando toqué en el Stardust Lounge, en el 54, venía cada noche. Siempre prefería los artistas de salas pequeñas a los tipos de los teatros principales. Ya podían tocar en la sala grande del Dunes el mismísimo Jesucristo y los Apóstoles, que Heshie estaría en algún palacio de máquinas tragaperras escuchando a algún crooner porque su primo era un tipo afortunado.

—A Heshie le encantan las mamadas —dijo Ruby—. A las chicas les dice que le hagan mamadas exclusivamente; dice que le va bien para la próstata. Me contó que no mojaba la salchicha desde que estuvo con los Purples, en los años treinta, y una gentil intentó ponerle una demanda de paternidad. Según él, le han hecho más de diez mil mamadas. Le gusta ver el espectáculo de Lawrence Welk mientras se la hacen. Ve a nueve doctores, por todas esas enfermedades que cree que tiene, y todas las enfermeras se la chupan. Por eso sabe que le va bien para la próstata.

«Heshie», muy probablemente, era Herschel Meyer Ryskind: «implicado en el tráfico de heroína en la costa del Golfo».

—Jack, lamento cargarte con todas estas monedas, pero no he tenido tiempo de ir al banco —dijo Lenny—. Sam fue muy claro. Dijo que estabas haciendo rondas y que tenías un tiempo limitado. Pero me alegro de que hayamos tenido tiempo de sentarnos juntos, porque siempre me encanta verte comer.

Ruby se limpió la pechera.

—Soy peor cuando la comida es mejor. En Dallas hay una tienda de comidas preparadas que es para morirse. Aquí, apenas me he salpicado la camisa. En esa tienda, me embadurno toda la pechera.

—¿Para quién es el dinero?

—Para Batista y para el Barbas. Santo y Sam están compensando sus apuestas en política. La semana que viene vuelo allí.

Lenny puso a un lado su plato.

—Tengo un chiste nuevo en el que Castro viene a Estados Unidos y consigue trabajo como poeta beatnik. Fuma marihuana y habla como una negrona.

—Tienes mucho talento para las grandes salas, Lenny. Siempre lo he dicho.

—Sigue diciéndolo, Jack. Quizás así te oiga alguien.

—Bueno, nunca se sabe. —Ruby se levantó de la mesa.

—Sí, sí, nunca se sabe. Shalom, Jack. Siempre es un placer verte comer.

Ruby se marchó con el maletín. Lenny, «el Chico Judío», encendió un cigarrillo y levantó los ojos a Dios.

Animadores de espectáculos. Mamadas. Whisky y cerveza para almorzar.

Littell volvió al coche mareado.

Lenny salió veinte minutos más tarde. Littell lo siguió hacia Lake Shore Drive, en dirección al norte.

Una rociada de espuma batió el parabrisas. El viento intenso encrespaba la superficie del lago y Littell subió la calefacción del coche. Un excesivo calor reemplazó al frío excesivo.

El alcohol le dejó la boca pastosa y la cabeza un tanto aturdida. La carretera no dejaba de aparecer borrosa. Sólo un poco.

Lenny puso el intermitente para salir de la autovía. Littell cambió de carril y se colocó detrás de él. Tomaron hacia Gold Coast; una zona demasiado distinguida como para ser buen terreno para las tragaperras.

Lenny tomó al oeste por Rush Street. Al fondo, Littell vio locales de copas de buen tono: fachadas de ladrillo visto y rótulos de neón de baja intensidad. Lenny aparcó y entró en el Hernando’s Hideaway.

Littell se encaminó a la puerta a paso muy lento. La puerta se abrió y vio a dos hombres besándose. Durante medio segundo, fue una visión casi seductora. Aparcó en doble fila y cambió la chaqueta de leñador por una americana cruzada azul. Pantalones y botas, tuvo que llevar los mismos.

Entró a la carga. El local estaba en penumbra y poco frecuentado a aquella hora de la tarde. La decoración era discreta: madera pulida y cuero color verde bosque.

Una sección de reservados estaba cerrada por una cuerda. Dos parejas ocupaban los extremos de la barra: unos tipos mayores, Lenny y un chico de universidad.

Littell se sentó entre ambos dúos. El camarero de la barra no le prestó atención.

Lenny estaba hablando. En esta ocasión, sus inflexiones de voz eran suaves, carentes de gruñidos y de acento judío.

—Larry, deberías haber visto cómo comía ese desgraciado.

Cuando el camarero se acercó y Littell pidió whisky de centeno y cerveza, las cabezas se volvieron hacia él.

El barman sirvió el trago. Littell lo vació de un golpe y tosió.

—¡Vaya, había sed! —dijo el camarero.

Littell echó mano a la cartera, abrió el documento de identificación y la chapa oficial quedó visible en la barra. La recogió y dejó unas monedas.

—¿No quiere la cerveza? —preguntó el camarero.

Littell volvió en coche a la oficina y escribió a máquina un informe del seguimiento. Para eliminar el aliento a alcohol, se llevó a la boca una tira de goma de mascar.

En el informe omitió cualquier mención a la ingestión de licores y a la metedura de pata en el local de copas e hizo hincapié en el dato fundamental: que Lenny Sands quizá tenía una vida homosexual secreta, lo cual podía ser un buen motivo para conseguir su colaboración pues era evidente que intentaba ocultar dicha vida a sus socios de la mafia.

Lenny no se había percatado de su presencia. De momento, el seguimiento no estaba comprometido.

Court Meade llamó con los nudillos al cristal de su cubículo.

—Tienes una llamada, Ward. Un tal Boyd, desde Miami, por la línea 2.

Littell descolgó:

—Hola, Kemper. ¿Qué haces otra vez en Florida?

—Trabajar para Bobby y para el señor Hoover con objetivos contrapuestos. Pero no se lo cuentes a nadie.

—¿Consigues resultados?

—Bueno, la gente sigue abordándome y los testigos de Bobby siguen desapareciendo, así que podríamos decir que hay empate. Ward…

—Necesitas un favor, ¿no?

—En realidad, dos.

Littell inclinó la silla hacia atrás.

—Te escucho —murmuró.

—Helen vuela a Chicago esta noche —explicó Boyd—. Vuelo 84 de la United, de Nueva Orleans a Midway. Llega a las cinco y diez. ¿Querrías recogerla y llevarla al hotel?

—Desde luego. Y a cenar también. Qué caray, me lo dices en el último momento, pero es estupendo.

—Así es nuestra Helen —asintió Boyd con una carcajada—. Una viajera impetuosa. Ward, ¿recuerdas a ese tipo, Roland Kirpaski?

—Lo vi hace tres días, Kemper.

—Sí, es cierto. En cualquier caso, se supone que ha venido aquí, a Florida, pero parece que soy incapaz de dar con él. Estaba previsto que llamaría a Bobby para informarle sobre el plan de Hoffa para Sun Valley, pero no lo ha hecho y, además, anoche salió del hotel y todavía no ha vuelto.

—¿Quieres que me acerque a su casa y hable con su esposa?

—Hazlo, si no te molesta. Y si descubres algo interesante, deja un mensaje codificado en Comunicaciones, en la oficina central del Distrito Federal. Todavía no he buscado hotel por aquí, pero me pondré en contacto con ese servicio para saber si has llamado.

—Dame la dirección de Kirpaski.

—South Wabash, 818. Probablemente, Roland andará de juerga con algún ligue, pero no estará de más comprobar si ha llamado a casa. Pero, Ward…

—Ya sé. Tendré presente para quién trabajas y seré discreto.

—Gracias.

—De nada. Y, por cierto, hoy he visto a un hombre que es tan buen actor como tú.

—Eso es imposible —respondió Boyd.

Mary Kirpaski lo invitó a entrar enseguida. La casa estaba amueblada en exceso y demasiado caldeada. Littell se quitó el gabán y la mujer casi lo empujó a pasar a la cocina.

—Roland siempre me llama todas las noches. Y me dijo que si no llamaba en este viaje, debía colaborar con las autoridades y enseñarles su agenda de notas.

Littell percibió el olor a col y a carne guisada.

—Señora Kirpaski, no pertenezco al comité McClellan. En realidad, no he trabajado nunca con su esposo.

—Pero conoce al señor Boyd y al señor Kennedy.

—Al señor Boyd, sí. Es quien me ha pedido que viniera a ver cómo estaba usted.

La mujer se había mordido las uñas hasta hacerse sangre y llevaba el carmín mal aplicado en los labios.

—Roland no llamó anoche. Mi marido tiene una agenda con anotaciones sobre los movimientos del señor Hoffa. No se la llevó a Washington porque quería hablar con el señor Kennedy antes de acceder a testificar.

—¿Qué agenda?

—Es una lista de las llamadas telefónicas del señor Hoffa desde Chicago, con fechas y todo eso. Roland me contó que había robado las facturas de teléfono de diversos amigos del señor Hoffa porque éste no se atrevía a poner conferencias desde su hotel, pues temía que el teléfono estuviera intervenido.

—Señora Kirpaski…

La mujer cogió la agenda de la mesa de la cocina.

—Roland se pondría muy furioso si no se la entrego a las autoridades.

Littell abrió la agenda. En la primera hoja venía una lista de nombres y números de teléfono perfectamente dispuestos en columnas. Mary Kirpaski se acercó a él.

—Roland llamó a las compañías telefónicas de las diversas ciudades y descubrió a quién pertenecía cada número. Creo que se hizo pasar por policía o algo así.

Littell pasó las hojas. Roland Kirpaski tenía una caligrafía pulcra y legible.

Algunos nombres de «llamadas recibidas» le resultaron familiares: Sam Giancana, Carlos Marcello, Anthony Iannone, Santo Trafficante Jr. Uno de los nombres le resultó familiar y alarmante: Peter Bondurant, 949 Mapleton Drive, Los Ángeles.

Hoffa había llamado recientemente al Gran Pete nada menos que tres veces: 25/11/58, 1/12/58, 2/12/58.

Bondurant rompía esposas de metal con las manos desnudas. Se decía que liquidaba gente por diez mil dólares y el billete de avión.

Mary Kirpaski acariciaba las cuentas de un rosario. Olía a Vicks Vaporub y a cigarrillos.

—¿Puedo usar el teléfono, señora?

La mujer señaló un supletorio colgado en la pared. Littell tiró del cordón y se apartó hasta el rincón opuesto de la cocina. La señora Kirpaski lo dejó solo. Littell oyó que conectaba una radio en otra habitación. Marcó el número de la operadora de larga distancia, quien le puso con el servicio de seguridad del aeropuerto internacional de Los Ángeles. Un hombre atendió la llamada.

—Sargento Donaldson. ¿En qué puedo ayudarle?

—Soy el agente especial Littell, FBI de Chicago. Necesito una información urgente sobre ciertas reservas de vuelo.

—Bien, señor. Dígame qué necesita.

—Necesito que pregunte a las compañías que tienen vuelos de ida y vuelta de Los Ángeles a Miami. Busco unas reservas con salida en las fechas ocho, nueve o diez de diciembre y regreso en cualquier momento posterior. La reserva que me interesa puede ir a nombre de Peter Bondurant —lo deletreó— o a cargo de las empresas Hughes Tool Company o Hughes Aircraft. Si descubre algún dato que coincida con eso y si la reserva va a nombre de alguien concreto, necesito una descripción física del hombre que recogió el pasaje o del que tomó el avión.

—Señor, esto último es como lo de la aguja en el pajar.

—No lo crea. Mi sospechoso es un varón caucasiano de casi cuarenta años, un metro noventa y pico y muy corpulento. Cuando uno lo ha visto, no se le olvida.

—Entiendo. ¿Quiere que le llame cuando sepa algo?

—Esperaré. Si no tiene nada en diez minutos, vuelva al teléfono y anote mi número.

—Sí, señor. Espere, pues. Me pongo al asunto enseguida.

Littell esperó. Lo envolvió una imagen: Pete Bondurant, el Gran Pete, crucificado. La cocina se interpuso en la visión: abigarrada, calurosa, con los santos del día marcados en el calendario parroquial…

Transcurrieron ocho minutos. El sargento volvió al teléfono, agitado.

—¿Señor Littell?

—¿Sí?

—Hemos dado con ello, señor. No creía que pudiésemos, pero sí…

—Dígame —Littell sacó su libreta de notas.

—American Airlines, vuelo 104, Los Ángeles a Miami. Salió de L.A. a las 8.00 de la mañana de ayer, 10 de diciembre, y llegó a Miami a las 4.10 de la tarde. La reserva se hizo a nombre de Thomas Peterson y a cargo de Hughes Aircraft. He hablado con la empleada que extendió el pasaje y recuerda al hombre que usted ha descrito. Tenía razón: cuando uno lo ha visto…

—¿Tiene reserva para el regreso?

—Sí, señor. American, vuelo 55. Llega a Los Ángeles a las 7.00 de mañana por la mañana.

Littell se sentía mareado. Abrió ligeramente una ventana para que entrara un poco de aire.

—¿Sigue ahí, señor?

Littell cortó la comunicación con el agente y marcó el 0. Una brisa fría inundó la cocina.

—Señorita, póngame con Washington, D.C. Con el número KLA-8801.

—Sí, señor. Un momento.

Enseguida estuvo en línea. Le atendió una voz masculina:

—Comunicaciones. Agente especial Reynolds.

—Soy el agente especial Littell, desde Chicago. Tengo que trasmitir un mensaje al agente especial Kemper Boyd, en Miami.

—¿Pertenece a la unidad de Miami?

—No, está allí en comisión de servicio. Necesito que trasmita el mensaje a la central de agentes especiales de Miami y que les haga localizar al agente Boyd. Creo que sólo será cuestión de comprobar los hoteles y, si no fuera tan urgente, yo mismo lo haría.

—Esto es un tanto irregular, pero no veo por qué no vamos a hacerlo. ¿Cuál es el mensaje?

Littell habló despacio:

—Tengo pruebas circunstanciales e hipotéticas —«subraye estas dos palabras», indicó a su comunicante— de que J.H. contrató a nuestro viejo cofrade, el grandullón francés, para eliminar a R.K., el testigo del comité. Nuestro ex cofrade deja Miami a última hora de la noche en el vuelo 55 de American. Que Boyd me llame a Chicago para más detalles. Firmado, W.J.L.

El agente repitió el mensaje. Littell oyó los sollozos de Mary Kirpaski al otro lado de la puerta de la cocina.

El vuelo de Helen llegaba con retraso. Littell esperó en un bar junto a la puerta de salida y revisó de nuevo la lista de teléfonos. La intuición no hacía sino reafirmarse: Pete Bondurant había matado a Roland Kirpaski.

Kemper Boyd había mencionado a un testigo muerto, un tal Gretzler. Si conseguía relacionar al tipo con Bondurant, podía presentar cargos por DOS asesinatos.

Littell tomó un sorbo de whisky y otro de cerveza mientras seguía estudiando el espejo de la pared del fondo para observar su aspecto. Las ropas de trabajo que llevaba le parecían inadecuadas. Las gafas y la calva incipiente no hacían juego con ellas. El whisky le quemó y la cerveza le produjo cosquillas.

Dos hombres se acercaron a su mesa y lo agarraron. Lo pusieron de pie por la fuerza, lo agarraron por los hombros y lo llevaron hasta una hilera de cabinas telefónicas. Los hombres actuaron con rapidez y seguridad. Ninguno de los civiles presentes advirtió nada.

Los captores le sujetaron los brazos a la espalda. Chick Leahy salió de una sombra y le golpeó directamente en la cara.

Littell notó que le fallaban las rodillas. Los dos hombres lo levantaron de puntillas.

—Hemos interceptado el mensaje a Kemper Boyd. Puede que haya puesto en riesgo su tapadera sobre la incursión. Al señor Hoover no le gusta que se ayude a Robert Kennedy y Peter Bondurant es un valioso colaborador de Howard Hughes, que es un gran amigo del señor Hoover y del FBI. ¿Sabe qué es un mensaje completamente codificado, señor Littell?

Littell pestañeó. Se le cayeron las gafas y todo quedó borroso. Leahy le golpeó el pecho con fuerza.

—Desde este momento, queda fuera del Programa contra la Delincuencia Organizada y vuelve a estar en la Brigada Antirrojos. Y le recomiendo con toda energía que no proteste.

Uno de los hombres cogió la libreta de notas de Littell.

—Apesta a alcohol —dijo el otro.

Lo soltaron de un empujón y se marcharon. Todo el episodio llevó apenas treinta segundos.

Le dolían los brazos. Tenía las gafas rayadas y desajustadas. No podía respirar bien y casi no se sostenía en pie. Volvió a su mesa tambaleándose, apuró el whisky y la cerveza y alivió sus temblores. Con las gafas torcidas, observó su nueva imagen en el espejo: el trabajador más ineficaz del mundo.

Un altavoz anunció con estridencia: «United Airlines anuncia la llegada de su vuelo 84, procedente de Nueva Orleans.» Littell apuró las copas y se llevó a la boca dos tiras de goma de mascar.

Helen lo vio, dejó caer las maletas y lo abrazó con tal fuerza que casi lo echa al suelo. La gente circuló a su alrededor.

—¡Eh, deja que te vea…!

Helen alzó la vista y rozó con la cabeza el mentón de Littell. Había crecido.

—Estás guapísima.

—Es el colorete número cuatro de Max Factor. Hace maravillas con las cicatrices.

—¿Qué cicatrices?

—Muy gracioso. ¿Y de qué vas ahora, de leñador?

—Lo he sido. Durante unos días, al menos.

—Susan dice que el señor Hoover por fin te ha permitido perseguir gángsters.

Un hombre tropezó con la maleta de Helen y les lanzó una mirada furiosa.

—Vamos, te invito a cenar —propuso Littell.

Tomaron bistecs en Stockyard Inn. Helen habló hasta por los codos y se achispó con el vino tinto.

Había pasado de larguirucha a esbelta y su rostro había adquirido firmeza. Había dejado de fumar, aunque dijo darse cuenta de que era un acto de fingido refinamiento.

Siempre había llevado el cabello recogido en un moño para hacer alarde de sus cicatrices, pero esta vez lo llevaba caído y dejaba asomar las marcas con naturalidad.

Un camarero acercó el carrito de los postres. Helen pidió pastel de pacana; Littell, un coñac.

—Sólo estoy hablando yo, Ward.

—Estaba esperando para recapitular.

—¿Recapitular sobre qué?

—Sobre cómo eras a los veintiuno.

—Empezaba a sentirme madura —dijo Helen, refunfuñando.

—Iba a decir que te has hecho más equilibrada, pero no a expensas de tu exuberancia —se explicó Littell con una sonrisa—. Antes te atropellabas al hablar cuando querías insistir en algo, pero ahora piensas antes de hablar.

—Ahora, la gente tropieza con mi equipaje cuando me emociono al encontrarme con un hombre.

—¿Con un hombre? ¿Quieres decir con un amigo veinticuatro años mayor que tú y que te ha visto crecer desde niña?

Ella le tocó las manos.

—Con un hombre. En Tulane tenía un profesor que decía que entre viejos maestros y entre alumnos y maestros las cosas cambian, de modo que, ¿qué significa un cuarto de siglo más o menos?

—¿Me estás diciendo que era veinticinco años mayor que tú?

—Veintiséis. —Helen soltó una risilla.

El pobre intentaba minimizar las cosas para que parecieran menos embarazosas.

—¿Entonces, estuviste liada con él?

—Sí. Y te aseguro que no resultaba chocante ni patético; en cambio, salir con estudiantes que me creían una chica fácil porque estaba llena de cicatrices sí que lo era.

—Dios Santo —murmuró Littell.

Helen le apuntó con el tenedor.

—Ahora sí que estás escandalizado, porque una parte de ti sigue siendo un seminarista jesuita y sólo invocas el nombre de Nuestro Salvador cuando estás fuera de tus casillas.

Littell tomó un sorbo de coñac antes de responder.

—Lo que iba a decir es «Dios santo, ¿así te hemos estropeado para los jóvenes de tu edad entre Kemper y yo?» ¿Vas a pasarte la juventud persiguiendo hombres de mediana edad?

—Deberías oírnos hablar a Susan, a Claire y a mí.

—¿Quieres decir que mi hija y sus mejores amigas sueltan tacos como carreteros?

—No, pero llevamos años hablando de los hombres en general. Y de ti y de Kemper en particular, por si alguna vez te han silbado los oídos.

—Entiendo lo de Kemper. Él es guapo y peligroso.

—Sí, y heroico. Pero es un gato casero y hasta Claire lo sabe.

Helen le apretó las manos. Littell notó que el pulso se le aceleraba. Estaba asimilando aquella idea absurda, por los clavos de Cristo. Se quitó las gafas.

—No estoy seguro de que Kemper sea heroico. Creo que los héroes son apasionados y generosos de verdad.

—Eso es todo un epigrama.

—Sí. Es una cita del senador John F. Kennedy.

—¿Estás enamorado de él? ¿No es un liberal terrible?

—Estoy enamorado de su hermano, Robert. Ése sí que es heroico de verdad.

Helen se pellizcó.

—¡Vaya conversación más extraña de mantener con un viejo amigo de la familia que me conoce desde mucho antes de que muriera mi padre!

Y aquella idea… ¡Dios santo!

—Yo seré heroico para ti —murmuró Littell.

—No podemos permitir que esto sea patético.

La llevó en el coche al hotel y la ayudó a subir el equipaje. Helen se despidió de él con un beso en los labios. Las gafas se le enredaron en sus cabellos y acabaron en el suelo.

Littell volvió a Midway y tomó un vuelo a Los Ángeles a las 2.00 de la madrugada. Una azafata torció el gesto al revisar el pasaje: el vuelo de regreso partía una hora después del aterrizaje.

Un último coñac le permitió dormir. Despertó aturdido cuando el avión ya tomaba tierra.

Llegó con catorce minutos de margen. El vuelo 55, procedente de Miami, llegaba por la puerta 9, puntual.

Littell enseñó la chapa a un guardia y recibió permiso para salir a la pista de aterrizaje. Empezaba a notar una resaca terrible. Los encargados de equipajes pasaron a su lado y comprobaron su identidad. Tenía el aspecto de un vagabundo de mediana edad que hubiera dormido con la ropa puesta.

El avión tomó tierra. Los operarios de tierra acercaron las escalerillas para los pasajeros.

Bondurant salió por la puerta delantera. Jimmy Hoffa pagaba a sus pistoleros pasajes de primera clase. Littell se encaminó hacia él. Le martilleaba el pecho y tenía las piernas entumecidas. Con voz quebrada y trémula murmuró:

—Algún día voy a ajustarte las cuentas. Por lo de Kirpaski y por todo lo demás.

10

(Los Ángeles, 14/12/58)

Freddy había dejado una nota bajo el limpiaparabrisas: «Estoy almorzando. Espérame.»

Pete subió a la parte trasera de la furgoneta. Freddy había improvisado un sistema de refrigeración: un ventilador dirigido hacia un gran cuenco de cubitos de hielo.

La cinta giraba, las luces parpadeaban y las agujas de los medidores se agitaban. El interior del vehículo parecía la cabina de una nave espacial alquilada a un precio irrisorio.

Pete abrió ligeramente una ventanilla lateral para que entrase un poco de aire y vio pasar a un tipo con aspecto de agente federal; probablemente, era un miembro del grupo de escucha apostado en la casa.

El aire que entró era el viento cálido de Santa Ana. Pete dejó caer un cubito por una pernera del pantalón y soltó una risilla con falsete. El sonido le salió muy parecido al del agente especial Ward J. Littell.

Littell lanzaba sus advertencias con voz chillona. Littell olía a alcohol rancio y a sudor. Littell tenía por prueba una mierda.

Pete habría podido decirle: a Anton Gretzler lo maté yo, pero a Kirpaski lo liquidó Hoffa. Yo le metí unos cartuchos en la boca y lo amordacé. Prendimos fuego a Roland y a su coche en un basurero. Las postas del doble cero le volaron la cabeza; imposible conseguir una identificación por la dentadura.

Littell no sabe que a Roland Kirpaski lo mató Jack por bocazas. Aunque el federal del puesto de escucha le envíe las cintas, Littell todavía no ha encajado las piezas.

Freddy subió a la furgoneta. Tras ajustar un par de aparatos, empezó a soltar la mala leche acumulada.

—Ese federal que acaba de pasar está pendiente de la furgoneta. Estoy aparcado aquí a todas horas, joder, y ese tipo no tiene más que barrerme con un puto contador Geiger para saber que estoy haciendo lo mismo que él. No puedo aparcar al otro lado del puto bloque porque perdería la puta señal. Necesito una puta casa en la zona desde la que trabajar porque así podría instalar un puto equipo lo bastante potente como para coger sonido directamente desde el picadero de la chica, pero ese puto federal se quedó la última puta casa para alquilar del puto barrio y los putos doscientos pavos diarios que tú y Jimmy me pagáis no son suficiente para compensar los putos riesgos que estoy corriendo.

Pete pescó un cubito y lo estrujó hasta hacerlo pedazos.

—¿Has terminado?

—No. También tengo un puto grano en el culo de tanto dormir aquí, en el jodido suelo de la camioneta.

Pete hizo crujir algunos nudillos.

—Cúbretelo con una gasa.

—Necesito dinero de verdad. Lo necesito como puto pago por trabajo peligroso y para tener mejores resultados en esta operación. Consígueme una buena cantidad y te daré una parte de lo que saques.

—Hablaré con el señor Hughes y veré qué puedo hacer.

Howard Hughes conseguía la droga de un travesti, una negraza a la que llamaban Melocotones. Pete encontró desocupado su apartamento. La reinona de al lado dijo que a Melocotones la habían cogido en una redada contra sodomitas.

Pete improvisó.

Se acercó en coche a un supermercado, compró una caja de copos de arroz y se prendió la chapa de juguete del interior en la pechera de la camisa. Llamó a Karen Hiltscher, de Registros e Información, y le sacó algún dato muy interesante: el cocinero encargado de las freidoras en el restaurante rápido Scrivner’s vendía barbitúricos y podía ser objeto de extorsión. Karen le dio la descripción: un hombre blanco, enjuto, con marcas de acné y tatuajes nazis.

En Scrivner’s había servicio de recogida directa desde el coche. La puerta de la cocina estaba abierta y vio al tipo ante la freidora, preparando patatas.

El tipo lo vio.

—Esa chapa es falsa —dijo y volvió la vista hacia el frigorífico, clara señal de que guardaba allí su basura.

—¿Cómo quieres que hagamos esto? —preguntó Pete.

El tipo sacó una navaja. Pete le dio una patada en los huevos y le sumergió la mano del arma en la freidora. Seis segundos solamente; un robo de pastillas tampoco merecía una mutilación total.

El tipo soltó un alarido. El ruido de la calle amortiguó el grito. Pete le metió un bocadillo en la boca como mordaza.

La provisión de droga estaba en el frigorífico, junto al helado.

La gerencia del hotel regaló un árbol de Navidad al señor Hughes. Estaba perfectamente decorado y engalanado; un botones lo dejó a la puerta del bungaló.

Pete lo introdujo en el dormitorio y lo enchufó. Unas luces chispeantes parpadearon y destellaron. Hughes dejó de mirar los dibujos animados y apagó el televisor.

—¿Qué es esto? ¿Y por qué traes esa grabadora?

Pete hurgó en los bolsillos y arrojó los frascos de píldoras bajo el árbol.

¡Ho, ho, ho! Es Navidad con diez días de adelanto. ¡Codeína y Dilaudid, ho, ho!

Hughes se incorporó con esfuerzo sobre las almohadas.

—Vaya… estoy encantado. De todos modos, ¿no deberías estar entrevistando aspirantes a redactor para Hush-Hush?

Pete desenchufó de un tirón el cable de las luces del árbol y conectó el del magnetófono.

—¿Todavía odia al senador John F. Kennedy, jefe?

—Desde luego que sí. Su padre me jodió en unos asuntos de negocios que se remontan a 1927.

Pete se limpió unas agujas de pino de la camisa.

—Pues creo que tenemos los medios para machacarlo en Hush-Hush, si tiene dinero para mantener en marcha cierta operación.

—Tengo dinero para comprar todo el continente norteamericano. ¡Y si no dejas de vacilarme, te voy a meter en un vapor lento con rumbo al Congo Belga!

Pete pulsó la tecla de puesta en marcha. El senador Jack y Darleen Shoftel jadeaban y se revolcaban. Howard Hughes se agarró a las sábanas, completamente extasiado. La jodienda pasó del crescendo al diminuendo. «Me ha fallado la maldita espalda», se oyó decir a Jack K.

«Ha sido bueeeno… —replicó Darleen—. Cortos y dulces son los mejores.»

Pete pulsó la tecla de stop. Howard Hughes estaba crispado, presa de temblores.

—Jefe, si andamos con cuidado, podemos imprimir esto en Hush-Hush. Pero tenemos que ser muy prudentes con los textos.

—¿Dónde…, dónde has conseguido eso?

—La chica es una prostituta. El FBI puso micrófonos en la casa y Freddy Turentine ha intervenido el sistema de escuchas. Por lo tanto, no podemos imprimir nada que ponga sobre aviso a los federales. No podemos publicar nada que sólo pueda proceder de las escuchas.

Hughes dio un tirón de las sábanas.

—Sí, financiaré tu operación —dijo—. Que Gail Hendee escriba el artículo; puede titularlo «Senador priápico coquetea con conejita de Hollywood», o algo así. Pasado mañana sale un número de la revista, así que, si Gail lo escribe hoy y lo lleva a la oficina a última hora de la tarde, podría salir en ése. Consigue que Gail lo termine hoy mismo. La familia Kennedy no reaccionará, pero los periódicos y servicios de noticias más considerados podrían acudir a nosotros para conseguir detalles con los que ampliar el tema. Y nosotros, por supuesto, se los ofreceremos.

Howard tenía un aspecto radiante, como un chiquillo en Navidad. Pete conectó de nuevo el árbol.

Hubo que convencer a Gail. Pete la hizo sentarse en el porche de la casa desde la que vigilaban a la señora Hughes y le habló con palabras tiernas.

—Kennedy es un gilipollas. Se empeñó en que fueras a verlo cuando estaba en plena luna de miel con su esposa. Dos semanas después, te plantó y te despidió con un jodido abrigo de visón.

—Pero se portó bien —respondió Gail con una sonrisa—. Jack nunca me vino con falsas promesas de divorcio.

—Cuando tu padre tiene cien millones de dólares, no tienes que recurrir a esas idioteces.

—Tú ganas, como siempre. —Gail exhaló un suspiro—. ¿Y sabes por qué no he lucido el visón últimamente?

—No.

—Se lo he dado a la mujer de Walter P. Kinnard. Te quedaste una gran parte de su pensión y se me ocurrió que agradecería una alegría.

Pasaron veinticuatro horas.

Hughes aflojó treinta de los grandes. Pete se embolsó quince. Si el artículo de Hush-Hush dejaba al descubierto la escucha clandestina, estaría cubierto financieramente.

Freddy compró un trasmisor-receptor de largo alcance y empezó a buscar una casa.

El federal continuó vigilando la furgoneta. Jack K. no llamó ni se presentó por la casa. Freddy dedujo que Darleen sólo merecía una visita.

Pete no se apartó del teléfono de la casa de vigilancia. Una serie de tipos raros le impidió concentrarse en sus pensamientos.

Llamaron dos candidatos a corresponsales de Hush-Hush: antiguos policías de la brigada antivicio obsesionados con informes confidenciales de Hollywood. Los hombres fallaron en la pregunta que se le ocurrió sobre la marcha: ¿Con quién está follando Ava Gardner?

También efectuó algunas llamadas… y colocó un nuevo doble de Hughes en el Beverly Hilton. Al hombre lo había recomendado Karen Hiltscher; era su suegro, un borrachín despreciable. El viejo dijo que trabajaría por tres tragos y una cama. Pete reservó la suite Presidencial y dio órdenes concretas al servicio de habitaciones: Thunderbird y hamburguesa de queso para desayunar, para almorzar y para cenar.

Llamó Jimmy Hoffa. Dijo que el asunto de Hush-Hush tenía buena cara, pero quería MÁS. Pete olvidó confiarle su opinión personal de que entre Jack y Darleen no había más que un encuentro de cama de un par de minutos.

No dejaba de pensar en Miami. El puesto de taxis, los hispanos coloristas, el sol tropical…

Miami sonaba a aventura. Miami sonaba a dinero.

La mañana de la publicación de la revista, despertó temprano.

Gail estaba fuera; había tomado la costumbre de evitarle con paseos sin objeto hasta la playa.

Pete salió al exterior. Su ejemplar de la primera edición estaba en el buzón del correo, según las instrucciones que había dejado.

Miró los titulares: «¡Al felino senador le gustan las gateras! ¡Que se lo digan a las gatitas mordisqueadas de Los Ángeles!» Observó la ilustración: la cara de John Kennedy en el cuerpo de un gato de dibujos animados, cuya cola rodeaba a una rubia en biquini.

Pasó las hojas hasta el artículo. Gail utilizaba el seudónimo de Incomparable Experto en Política.

Los bromistas del guardarropa del Senado dicen que está lejos de ser el donjuan demócrata más dedicadamente demoníaco. No; probablemente, las listas políticas en este aspecto las encabeza el senador L.B. (¿Lascivo Buscón?) Johnson, seguido por el senador por Florida, George F. Smathers, alias «Dame un besito». No; el senador John F. Kennedy es un gato casero tenuemente tumescente, con un gusto tentadoramente definido por esas felinas felices y forradas de finas pieles que lo encuentran fantásticamente fachendoso.

Pete echó una ojeada rápida al resto del artículo. Gail no terminaba de lanzarse; las insinuaciones no eran lo bastante injuriosas. Jack Kennedy coqueteaba con las mujeres y las «perturbaba, perseguía y confundía» con «futesas, fruslerías, baratijas» y «brillantes bienaventuranzas bostonianas». Ningún calificativo pasado de rosca, ninguna insinuación sexual, ninguna alusión irónica a Jack, «el Dos Minutos».

Cuidado, cuidado, cuidado… Pete empezó a notar un hormigueo en sus sensibles antenas. Tomó el coche, se dirigió al centro y pasó ante el almacén de Hush-Hush. A primera vista, parecía que todo estaba en orden.

Varios hombres sacaban paquetes de revistas en carretillas y otros cargaban los palés. Una hilera de camiones de reparto a los quioscos estaba aparcada con la caja trasera arrimada al muelle de carga. Todo en orden, pero…

Calle abajo había aparcados dos coches de la policía secreta. Y la furgoneta de helados que rondaba la zona tenía aspecto sospechoso: el conductor estaba hablando por un micrófono de mano.

Pete dio la vuelta a la manzana. La vigilancia se había multiplicado: cuatro vehículos camuflados junto al bordillo y dos coches patrulla blancos y negros a la vuelta de la esquina.

Dio otra vuelta. La mierda había alcanzado el ventilador y se esparcía en todas direcciones.

Cuatro unidades se apiñaban junto al muelle de carga con todas las luces encendidas y la sirena conectada. Los agentes de paisano bajaban de los coches y un cordón de policías uniformados asaltó el almacén con ganchos de descargador.

Una furgoneta del departamento de Policía de Los Ángeles bloqueaba la salida de los camiones de reparto. Los mozos del almacén dejaron caer los paquetes y pusieron las manos en alto. El caos se había adueñado de la revista. Era el Apocalipsis de la prensa de escándalos.

Pete continuó su camino hasta el hotel Beverly Hills. Una desagradable imagen empezaba a tomar forma en su mente: alguien había dado el soplo del asunto Kennedy.

Aparcó y pasó junto a la piscina a la carrera. Vio un numeroso grupo de gente ante el bungaló de Hughes. Todos miraban por la ventana del dormitorio del Gran Howard, como una horda de mirones morbosos en el escenario de un accidente.

Se acercó rápidamente y se abrió paso entre la multitud. Billy Eckstine le dio un codazo.

—¡Eh, observa eso!

La ventana estaba abierta. Dos hombres zarandeaban al señor Hughes y lo acosaban a dúo con graves insultos verbales.

Eran Robert Kennedy y su padre, Joseph P. Kennedy.

Hughes estaba envuelto en la ropa de cama. Bobby blandía una hipodérmica. El viejo Joe estaba fuera de sí.

—¡Eres un vicioso patético y un adicto a los narcóticos! ¡Estoy a punto de ponerte en evidencia ante el mundo entero… y si crees que hablo en broma, observa que he abierto la ventana para que tus vecinos del hotel tengan un anticipo de lo que el mundo entero conocerá si vuelves a permitir que tu asquerosa revistucha publique una palabra más sobre mi familia!

Hughes se encogió y, al hacerlo, se golpeó la cabeza contra la pared. Un cuadro colgado en ésta se ladeó.

Asistían al espectáculo algunos mirones de categoría: Billy, Mickey Cohen y un animador marica que lucía un gigantesco casquete de orejas de ratón.

Howard Hughes gimoteaba. «¡Por favor, no me peguéis!», decía.

Pete siguió hasta la casa de Darleen Shoftel.

La desagradable imagen que se había formado en su mente empezó a concretarse: o se había chivado Gail, o los federales habían descubierto la escucha clandestina.

Detuvo el coche tras la furgoneta de Freddy y vio a éste de rodillas en la calle, esposado al parachoques delantero. Pete corrió hasta él. Freddy tiró del grillete e intentó incorporarse. Tenía la muñeca ensangrentada y las rodillas llenas de rozaduras, de tanto arrastrarse por el pavimento.

Pete se arrodilló delante de él.

—¿Qué ha sucedido? Deja de dar tirones y mírame.

Freddy continuó sus contorsiones de muñeca. Pete le soltó un bofetón.

Freddy reaccionó y fijó la vista en él, semiinconsciente.

—El tipo del puesto de escucha envió las transcripciones a algún federal de Chicago y le contó que sospechaba de mi furgoneta. Pete, todo este asunto me huele mal. Sólo hay un tipo del FBI trabajando en el caso, como si se hubiera actuado con precipitación o…

Pete cruzó el césped a toda prisa y saltó al porche. Darleen Shoftel intentó esquivarle, se rompió un tacón y cayó de culo.

La desagradable imagen terminó de concretarse.

Micrófonos cubiertos de yeso por el suelo. Dos teléfonos pinchados, destripados sobre una mesilla auxiliar.

Y el agente especial Ward J. Littell, plantado allí con un traje azul recién comprado.

Estaban en un punto muerto. No se tocaba a los hombres del FBI impunemente.

Pete se acercó a él y murmuró:

—Esto es una falsa redada, o no estarías aquí tú solo.

Littell no se movió de donde estaba. Las gafas le resbalaron por la nariz.

—Tú sigue rondando por ahí para joderme… La próxima vez será la última.

—He atado cabos —dijo Littell. Las palabras salieron de su boca temblorosas.

—Te escucho.

—Kemper Boyd me dijo que tenía un encargo en el hotel Beverly Hills. Allí habló contigo y recelaste de él y lo seguiste. Nos viste colocar los micrófonos en la casa y llamaste a tu amigo para que tendiera una línea auxiliar. El senador Kennedy le comentó a la señorita Shoftel que Ronald Kirpaski iba a testificar y tú lo oíste y convenciste a Jimmy Hoffa de que te diera el contrato.

Era el valor que da la botella.

Pete contempló al enjuto policía, cuyo aliento apestaba a alcohol a las ocho de la mañana.

—No tienes pruebas, y al señor Hoover no le importa el caso.

—Tienes razón. No puedo deteneros a ti y a Turentine.

—Apuesto a que al señor Hoover le gustaron las cintas —dijo Pete con una sonrisa—. Y apuesto a que no le gustará demasiado que hayas reventado esta operación.

Littell le abofeteó la cara.

—¡Esto, por haber manchado de sangre las manos de John Kennedy!

El sopapo resultó flojo. Cualquier mujer abofeteaba con más fuerza.

Sabía que Gail dejaría una nota. La encontró junto con las llaves de la casa, sobre la cama que compartían.

Sé que has descubierto que bajé el tono del artículo. Al ver que el redactor jefe no ponía peros, me di cuenta de que no bastaba con lo que había hecho y llamé a Bob Kennedy. Él me dijo que, probablemente, podría mover algunos hilos y frenar el asunto. Jack es bastante cruel en ciertos aspectos, pero no se merece lo que le preparabais. No quiero seguir más contigo. Por favor, no trates de dar conmigo.

Había dejado los vestidos que él le había comprado.

Pete los arrojó a la calle y contempló cómo los coches pasaban por encima de ellos.

11

(Washington, D.C., 18/12/58)

—Decir que estoy furioso es empequeñecer el concepto de furia. Decir que considero atroz su actuación rebaja la noción de atrocidad.

El señor Hoover hizo una pausa. El cojín del asiento le servía para estar más alto que los dos hombres, ambos de buena estatura. Kemper miró a Littell.

Sonrojados, los dos permanecieron sentados ante el escritorio de Hoover.

—Comprendo su posición, señor —murmuró Littell.

Hoover se llevó un pañuelo a los labios.

—No le creo —replicó—. Y aprecio mucho más la virtud de la lealtad que el valor de la percepción objetiva.

—He actuado impetuosamente, señor —reconoció Littell—. Le pido disculpas.

—«Impetuosamente» describe su intento de ponerse en contacto con el señor Boyd y advertirles a él y a Robert Kennedy sus absurdas sospechas sobre Bondurant. Su vuelo no autorizado a Los Ángeles para desmontar una operación oficial del FBI merece calificarse de «acto engañoso y traicionero».

—Yo… consideraba a Bondurant sospechoso de asesinato, señor. Se me ocurrió que había montado una escucha clandestina del dispositivo de vigilancia que el señor Boyd y yo habíamos instalado. Y no me equivoqué.

Hoover no dijo nada. Kemper sabía que iba a dejar alargarse el silencio.

La operación había fallado por dos flancos. Por un lado, la novia de Bondurant había dado el soplo del artículo escandaloso a Bobby; por otro, Ward se había olido lo sucedido en el asunto Kirpaski. Su razonamiento tenía cierta consistencia: Pete estuvo en Miami a la vez que Roland.

Hoover manoseó un pisapapeles.

—¿El asesinato es un delito federal, señor Littell? —preguntó.

—No, señor.

—¿Y considera a Robert Kennedy y al comité McClellan rivales directos del FBI?

—No, señor.

—Entonces, usted es un hombre confundido e ingenuo, como queda más que confirmado por sus recientes actuaciones.

Littell permaneció sentado, absolutamente inmóvil. Kemper notó la agitación de su pecho bajo la camisa.

Hoover entrelazó las manos y continuó.

—El 16 de enero de 1961 se cumplen veinte años de su entrada en el FBI. Ese día le llegará la carta de jubilación del cuerpo. Hasta entonces, trabajará en la oficina de Chicago. Se quedará en la unidad de vigilancia de actividades del Partido Comunista hasta el día de su jubilación.

—Sí, señor —dijo Littell.

Hoover se puso en pie. Kemper le imitó un instante después, por puro protocolo. Littell se incorporó demasiado deprisa y su silla osciló hacia atrás.

—Si conserva el empleo y la pensión, se lo debe al señor Boyd, que ha sido muy persuasivo en su insistencia para que fuera indulgente. Espero que usted responderá a mi generosidad con la promesa de mantener absoluto silencio respecto a la infiltración del señor Boyd en el comité McClellan y en el círculo de la familia Kennedy. ¿Me lo promete, señor Littell?

—Sí, señor. Lo prometo.

Hoover abandonó el despacho.

—Ya puedes respirar, chico —murmuró Kemper con su peculiar acento.

El bar Mayflower tenía banquetas de ángulos redondeados. Kemper hizo que Littell se sentara y lo calentó con un whisky doble con hielo.

Camino de allí, habían avanzado bajo el aguanieve y no habían tenido ocasión de hablar. Ward se había tomado la bronca mejor de lo que esperaba.

—¿Lamentas lo sucedido? —preguntó Kemper.

—En realidad, no. Iba a retirarme a los veinte años de servicio y el Programa contra la Delincuencia Organizada es, como mucho, un paño caliente.

—¿Estás buscando justificaciones?

—No lo creo. He tenido un…

—Termina. No hagas que termine yo.

—Bien… he tenido un breve contacto con… con algo muy peligroso y fuerte.

—Y te ha gustado.

—Sí. Es casi como si hubiera tocado un mundo nuevo.

—¿Sabes por qué el señor Hoover ha permitido que continuaras en el FBI? —Kemper agitó su martini.

—La razón exacta, no.

—Lo he convencido de que eres explosivo, irracional y aficionado a correr riesgos descabellados. Ante una descripción tan franca, se ha convencido de que estarías mejor dentro del corral y meando fuera que en el exterior y meando dentro. El señor Hoover ha querido que yo estuviera presente para reforzar la intimidación y, si me lo hubiera indicado, yo también me habría lanzado sobre ti.

—Kemper, me estás llevando por donde tú quieres. Eres como un abogado sonsacando a un testigo.

—Sí, y tú eres un testigo provocador. Ahora, deja que te haga una pregunta. ¿Qué crees que ha proyectado Pete Bondurant para ti?

—¿Matarme?

—Matarte después de tu retiro, probablemente. Bondurant mató a su propio hermano, Ward. Y sus padres se suicidaron al descubrirlo. Es un rumor sobre Bondurant que he decidido tomar por cierto.

—¡Dios santo! —exclamó Littell, asombrado. Era una respuesta perfectamente lúcida.

Kemper estoqueó la aceituna de su copa.

—¿Vas a continuar el trabajo que iniciaste sin la aprobación del FBI?

—Sí. Ahora tengo en perspectiva un buen informador y…

—De momento no quiero conocer ningún detalle. Sólo intento convencerme de que comprendes los riesgos, tanto dentro del FBI como fuera de él, y de que no vas a cometer tonterías.

Littell sonrió… y casi pareció valiente.

—Hoover me crucificaría. Si los tipos de la mafia de Chicago se enterasen de que los estaba investigando sin permiso ni respaldo, me torturarían y me matarían. Kemper, tengo una vaga idea de hacia dónde me conduces.

—Dime, pues.

—Estás pensando en trabajar de verdad para Robert Kennedy. Te ha convencido y respetas el trabajo que hace. Te propones cambiar un poco las cosas y empezar a proporcionar a Hoover un mínimo de información y una selecta desinformación.

Lyndon Johnson rondaba a una pelirroja en uno de los reservados del fondo del local. Ya la había visto antes; Jack había dicho que podía presentársela.

—Tienes razón, pero para quien quiero trabajar es para el senador. Bobby es más de tu tipo. Es un católico, como tú, y la mafia es su razón de existir, igual que para ti.

—Y le proporcionarás a Hoover tanta información como consideres conveniente, ¿no?

—Sí.

—¿No te preocupan los dobles juegos que eso implica?

—No me juzgues, Ward.

Littell soltó una carcajada.

—Te gustan mis juicios. Te divierte que alguien, además del señor Hoover, adivine tus verdaderas intenciones. Por eso te lo advierto: ten cuidado con los Kennedy.

Kemper levantó su copa.

—Lo tendré. Y tú deberías saber que Jack podría perfectamente ser elegido presidente dentro de dos años. Si así fuera, Bobby tendría carta blanca para combatir el crimen organizado. Una administración Kennedy podría significar considerables oportunidades para nosotros dos.

—A un oportunista como tú no se le escaparía algo así… —Littell también alzó la copa.

—Salud. ¿Puedo decirle a Bobby que compartirás tus informaciones con el comité? ¿Anónimamente?

—Sí. Y acabo de caer en la cuenta de que me retiro cuatro días antes de la toma de posesión presidencial. Si fuese tu libertino amigo Jack quien ocupara el cargo, podrías hablarle de un valioso abogado y policía que necesita un empleo.

—Siempre has sido rápido en decidirte. Y olvidas que Claire tiene el número de los dos.

Kemper sacó un sobre.

—¿A qué viene esa sonrisa, Kemper? Léeme eso que tienes ahí.

Kemper Boyd desdobló una hoja de papel de cuaderno:

—Comillas. «Y, papá, no te vas a creer la llamada que me hizo Helen a la una de la madrugada. ¿Estás sentado? Helen tuvo una cita con tío Ward (fecha de nacimiento, 8 de marzo de 1913; ella, 29 de octubre de 1937) y se besuquearon en su habitación. ¡Espera a que lo sepa Susan! Helen siempre se ha mostrado muy insinuante con los hombres mayores, ¡pero esto es como si Blancanieves atacara a Walt Disney! ¡Y yo que siempre había creído que eras tú el que la tenía colada…!» Cierra comillas.

Littell se puso en pie, sonrojado.

—Se reunirá conmigo más tarde, en el hotel. Le dije que a los hombres nos gustan las mujeres que viajan por ellos. Y hasta el momento, ella ha sido quien me ha perseguido.

—Helen Agee es una universitaria disfrazada de camión Mack. Recuérdalo si las cosas se complican.

Littell se rió y abandonó el bar acicalándose. Tenía buena estampa, pero aquellas gafas rayadas había que cambiarlas.

Los idealistas desdeñan las apariencias. Ward no tenía instinto para las cosas bonitas.

Kemper pidió un segundo martini y observó los reservados del fondo. Desde allí le llegaron retazos de conversación. Los congresistas hablaban de Cuba.

John Stanton afirmó que la isla era un posible punto conflictivo para la Agencia. Podría tener trabajo para ti, dijo.

Jack Kennedy entró en el local. La pelirroja de Lyndon Johnson le pasó una nota en una servilleta.

Jack vio a Kemper y le guiñó el ojo.