Kemper Boyd
(Filadelfia, 27/11/58)
El coche: un Jaguar XK-140 deportivo, británico, con asientos de cuero entre verde y tostado. El garaje: subterráneo y en completa calma. El trabajo: robar el Jaguar al FBI y enredar después al estúpido que le había pagado para que lo hiciera.
El hombre abrió la portezuela del lado del conductor e hizo un puente con los cables de encendido. La tapicería despedía un intenso aroma; el cuero auténtico elevaría el precio de «reventa» a la estratosfera.
Condujo el coche hasta la calle y esperó a que el tráfico le permitiera pasar. El aire frío empañó el parabrisas.
El comprador estaba en la esquina. Era una especie de Walter Mitty, un mirón de crímenes que tenía que contemplarlos de cerca.
El ladrón de coches asomó del garaje. Un coche patrulla le cortó el paso. El comprador vio lo que sucedía… y huyó.
Los policías de Filadelfia se desplegaron empuñando armas largas y gritaron las órdenes de rigor al ladrón: «¡Salga del coche con las manos en alto!» / «¡Salga ahora mismo!» / «¡Al suelo!»
El hombre obedeció. Los agentes le echaron encima toda la parafernalia: esposas, grilletes y cadenas. Lo cachearon y lo pusieron en pie con brusquedad. El ladrón se golpeó la cabeza contra la luz cereza de un coche patrulla…
La celda le resultó familiar. Bajó las piernas de la litera y proclamó enseguida su verdadera identidad.
Soy el agente especial Kemper C. Boyd, del FBI, infiltrado en una organización interestatal de robo de coches.
No soy Bob Aiken, ladrón de coches por cuenta propia.
Tengo cuarenta y dos años. Estoy graduado en la facultad de Derecho de Yale. Soy un veterano con diecisiete años de servicio en el Cuerpo y una hija en la universidad… y soy ladrón de coches autorizado por el FBI desde hace mucho tiempo.
Reconoció la ubicación de la celda: nivel B, edificio de los Federales en Filadelfia.
Le latía la cabeza. Le dolían las muñecas y los tobillos. Hizo una última declaración para reafirmar su identidad.
He manipulado pruebas de robos y he sacado dinero de ello durante años. ¿ESTO ES COSA DE ASUNTOS INTERNOS?
Vio las celdas vacías a ambos lados del pasillo. Observó unos papeles sobre el retrete: maquetas de periódico encabezadas por titulares a toda plana:
«Ladrón de coches sufre ataque cardíaco bajo custodia federal» / «Ladrón de coches fallece en una celda del Edificio Federal». Debajo, venía el texto de la noticia:
Esta tarde, la Policía de Filadelfia ha llevado a cabo una audaz detención a la sombra de la pintoresca plaza de Rittenhouse Square.
Respondiendo a una denuncia efectuada por un informante anónimo, el sargento Gerald P. Griffen y cuatro agentes más han capturado a Robert Henry Aiken, de 42 años, cuando acababa de robar un caro Jaguar de importación. Aiken no opuso resistencia a la detención y…
Escuchó un carraspeo y una voz:
—¿Señor?
Kemper levantó la vista. Un funcionario abrió la puerta de la celda y le franqueó el paso.
—Puede salir por la puerta de atrás, señor. Hay un coche esperándolo.
Kemper se adecentó la ropa y se alisó los cabellos. Salió por la puerta de servicio y vio una limusina gubernamental que bloqueaba el paso.
Aquella limusina…
Kemper subió a la parte de atrás.
—Hola, señor Boyd —dijo J. Edgar Hoover.
—Buenas tardes, señor.
Una mampara se levantó y dejó aislada la parte trasera del vehículo. El chófer puso en marcha el coche. Hoover carraspeó.
—Su misión de infiltración ha terminado bastante precipitadamente. La policía de Filadelfia ha actuado con cierta brusquedad, pero tiene merecida fama de portarse así y, de haberlo hecho de otro modo, no habría resultado verosímil.
—He aprendido a mantener el tipo en situaciones así. Estoy seguro de que la detención ha resultado creíble.
—¿Ha fingido acento de la Costa Este para su papel?
—No; he utilizado el habla del Medio Oeste. Aprendí el acento y los giros de la región cuando trabajaba en la oficina de St. Louis y pensé que se ajustarían mejor a mi aspecto físico.
—Tiene razón, por supuesto. Personalmente, no me atrevería a rectificarle en nada relativo a personificar a un criminal. Esa chaqueta deportiva que lleva, por ejemplo. No la aceptaría como indumentaria habitual para un agente, pero es muy adecuada para un ladrón de coches de Filadelfia.
Ve al grano, jodido entrometido…
—De hecho, agente Boyd, usted siempre ha vestido con distinción. O quizá sería más exacto decir «con lujo». Para ser franco, ha habido ocasiones en que me he preguntado cómo podía costearse un vestuario como el suyo con su sueldo.
—Debería ver mi apartamento, señor. Lo que sobra en mi guardarropía, falta en todo lo demás.
Hoover soltó una risilla.
—Debe de ser así, porque dudo que le haya visto dos veces con el mismo traje. Estoy seguro de que las mujeres, a las que tan aficionado es, apreciarán ese gusto suyo para la vestimenta.
—Así lo espero, señor.
—Soporta usted mis elogios con considerable elegancia, señor Boyd. La mayoría de mis interlocutores se arruga al oírme. Usted, en cambio, trasmite su inimitable desenvoltura personal y, a la vez, un respeto hacia mí que resultan sumamente atractivos. ¿Sabe qué significa eso?
—No, señor. Lo ignoro.
—Significa que me cae bien y que estoy dispuesto a perdonarle ciertas indiscreciones por las que crucificaría a otros agentes. Es usted un hombre peligroso y cruel, pero posee cierto encanto seductor. Este balance de atributos pesa más que sus tendencias licenciosas y me permite verlo con buenos ojos.
No le preguntes «¿qué indiscreciones?», porque te lo dirá y te dejará hecho polvo.
—Señor, aprecio muchísimo su respeto y le correspondo plenamente.
—No ha dicho que yo le caigo bien, pero no voy a insistir en eso. Ahora, vamos al grano. Tengo una oportunidad para hacerle ganar dos sueldos a la vez, lo cual debería alegrarle muchísimo.
Hoover se retrepó en el asiento con un ademán que decía, «halágame para que continúe».
—¿Señor? —se limitó a decir Kemper.
La limusina aceleró. Hoover flexionó las manos y se enderezó el nudo de la corbata.
—Las actuaciones recientes de los hermanos Kennedy me tienen inquieto. Parece que Bobby utiliza el mandato del comité McClellan sobre la infiltración de la delincuencia organizada en los sindicatos como medio de arrinconar al FBI y de promover las aspiraciones presidenciales de su hermano. Esto me desagrada mucho. He dirigido el FBI desde antes de que Bobby naciera. Jack Kennedy es un marchito playboy liberal con las convicciones morales de un sabueso olfateador de entrepiernas. Actúa como un luchador contra la delincuencia en el comité McClellan, y la propia existencia de ese comité es una bofetada implícita en pleno rostro del FBI. El viejo Joe Kennedy está decidido a comprarle la Casa Blanca a su hijo y, por si lo consigue, quiero poseer informaciones que contribuyan a mitigar las líneas políticas más degeneradamente igualitarias del muchacho.
—¿Señor? —Kemper captó su intención.
—Quiero que se infiltre en la organización de Kennedy. El mandato del comité McClellan sobre el fraude en los sindicatos termina la próxima primavera, pero Bobby Kennedy sigue contratando abogados investigadores. A partir de ahora, usted ya está retirado del FBI, aunque continuará recibiendo la paga completa hasta julio de 1961, fecha en que cumplirá los veinte años de servicio en el FBI. Tiene que preparar una historia convincente sobre su retiro del FBI y conseguir un empleo de abogado en el comité McClellan. Sé que usted y Jack Kennedy han intimado con una ayudante del Senado llamada Sally Lefferts. La señorita Lefferts es una mujer parlanchina, y estoy seguro de que el joven Jack ha oído hablar de usted. El joven Jack está en el comité y le encantan los chismorreos subidos de tono y las amistades peligrosas. Estoy seguro de que encajará bien con los Kennedy, señor Boyd. Estoy seguro de que ésta va a ser una saludable oportunidad para que ponga en práctica sus habilidades de disimulo y duplicidad y, al propio tiempo, una ocasión propicia para que ejercite sus gustos más promiscuos.
Kemper se sintió ingrávido. La limusina circulaba como si flotase en el aire.
—Me encanta su reacción —dijo Hoover—. Ahora, descanse. Llegaremos a Washington en una hora y le dejaré en su apartamento.
Hoover le suministró unas notas de estudio actualizadas en una cartera de cuero con un sello de «CONFIDENCIAL». Kemper preparó una coctelera de martinis extra secos y se acomodó en su asiento favorito a leer los papeles.
Las notas se reducían a una sola cosa: Bobby Kennedy contra Jimmy Hoffa.
El senador John McClellan presidía el comité electo del Senado Federal sobre Actividades Ilegales en el Ámbito Laboral y Directivo, creado en enero de 1957. Restantes miembros del comité: los senadores Ives, Kennedy, McNamara, McCarthy, Ervin, Mundt y Goldwater. Principal consejero y jefe de investigaciones: Robert F. Kennedy.
Personal actual: treinta y cinco investigadores, cuarenta y cinco contables, veinticinco secretarias y escribientes. Sede actual: edificio de Oficinas del Senado, despacho 101.
Objetivos declarados del comité: desenmascarar las prácticas laborales corruptas; denunciar a los sindicatos vinculados al crimen organizado.
Métodos del comité: citaciones de testigos, reclamaciones de presentación de documentos y localización de los fondos sindicales desviados y empleados en actividades delictivas organizadas.
Objetivo de facto del comité: la Hermandad Internacional de Camioneros, el sindicato del transporte más poderoso del mundo y, probablemente, el sindicato más poderoso y corrupto de la historia.
Su presidente: James Riddle Hoffa, 45 años.
Hoffa: matón a sueldo. Organizador de extorsiones, sobornos en masa, palizas, atentados con bombas, tratos secretos con la dirección y uso fraudulento de los fondos del sindicato.
Posesiones sospechosas de Hoffa, en violación de catorce estatutos antitrust: empresas de transporte por carretera, negocios de venta de coches usados, un canódromo, una cadena de alquiler de coches, una empresa de taxis en Miami con personal de refugiados cubanos conocidos por sus extensos historiales delictivos.
Amigos íntimos de Hoffa: Sam Giancana, jefe de la mafia de Chicago; Santo Trafficante Jr., jefe de la mafia de Tampa, Florida; Carlos Marcello, jefe de la mafia de Nueva Orleans.
Jimmy Hoffa: presta a sus «amigos» millones de dólares, invertidos de forma ilegal; cobra un porcentaje en los casinos de La Habana, dirigidos por los gángsters; provee ilegalmente de fondos al hombre fuerte cubano, Fulgencio Batista… y también al líder rebelde, Fidel Castro; mete mano al fondo de pensiones del sindicato de camioneros de los estados del Medio Oeste, una fuente de abundante dinero que, según los rumores, administra la gente de Sam Giancana en Chicago; un negocio de préstamos abusivos en el que gángsters y empresarios deshonestos prestan grandes cantidades con intereses usureros, cuyas cláusulas de penalización por falta de pago incluyen la tortura y la muerte.
Kemper comprendió el meollo del asunto: Hoover estaba celoso; siempre había dicho que la trama negra no existía… porque sabía que no conseguiría una sentencia condenatoria. Ahora, Bobby Kennedy empezaba a disentir…
En las notas, seguía una cronología.
Principios del 57: el comité se concentra en el presidente de los transportistas, Dave Beck. Éste declara en cinco ocasiones y el implacable acoso de Bobby Kennedy quiebra su resistencia. Un gran jurado de Seattle lo procesa por apropiación indebida y evasión de impuestos.
Primavera del 57: Jimmy Hoffa asume el control absoluto del sindicato.
Agosto del 57: Hoffa promete limpiar su organización de la influencia de los gángsters. Una mentira como una catedral.
Septiembre del 57: Hoffa es juzgado en Detroit. Acusación: escuchas ilegales de los teléfonos de subordinados del sindicato. El jurado no se pone de acuerdo y Hoffa se libra de la condena.
Octubre del 57: Hoffa es elegido presidente de la Unión Internacional de Camioneros. Corre el insistente rumor de que el setenta por ciento de los delegados fue designado de forma ilegal.
Julio del 58: el comité empieza a investigar los vínculos directos entre el sindicato y el crimen organizado. Se estudia con especial interés el cónclave de noviembre del 57 en Apalachin.
Cincuenta y nueve gángsters de alto rango se reúnen en la casa de un amigo «civil» en el norte del estado de Nueva York. Un patrullero de la policía estatal, llamado Edgar Croswell, anota las matrículas. Se produce una intervención policial… y la posición defendida durante tanto tiempo por el señor Hoover, «no existe ninguna mafia», se hace insostenible.
Julio del 58: Bobby Kennedy demuestra que Hoffa resuelve las huelgas mediante sobornos de la dirección. Esta práctica se remonta al año 49.
Agosto del 58: Hoffa comparece ante el comité. Bobby Kennedy se lanza a por él… y lo atrapa en numerosas falsedades.
Hasta allí las notas.
En aquellos momentos, el comité estaba investigando la urbanización de Hoffa en Sun Valley, junto al lago Weir, Florida. Bobby Kennedy había reclamado los libros de cuentas del fondo de pensiones de los estados del Medio Oeste y había observado que se invirtieron en el proyecto tres millones de dólares, cifra muy por encima del coste razonable de la edificación. Kennedy tenía una teoría: que Hoffa había desviado un millón, por lo menos, y les estaba vendiendo a sus compañeros de sindicato materiales prefabricados defectuosos y un cenagal infestado de caimanes.
Ergo: delito mayor de fraude inmobiliario.
Un añadido final: «Hoffa tiene un testaferro en Sun Valley: Anton William Gretzler, de 46 años, residente en Florida, con tres condenas previas por estafa. Con fecha 29/10/58, se libró una citación de comparecencia contra Gretzler, pero al parecer se encuentra en paradero desconocido.»
Kemper estudió la lista de «socios conocidos» de Hoffa. Un nombre llamó su atención: Pete Bondurant, varón, blanco, 1,90 metros, 103 kilos, nacido el 16/7/20 en Montreal, Canadá.
Sin condenas criminales. Detective privado con licencia. Ex ayudante del comisario del condado de Los Ángeles.
El gran Pete: matón y guardaespaldas preferido de Howard Hughes. Kemper y Ward Littell lo habían detenido en una ocasión por matar a golpes a un interno en los calabozos de la comisaría. Littell había comentado de él: «Es, quizás, el policía corrupto más temible y competente de nuestro tiempo.»
Kemper se sirvió otra copa y dejó vagar su imaginación. No tardó mucho en asumir otra personalidad: los aristócratas heroicos tienen un vínculo común.
A él le gustaban las mujeres y había engañado a su esposa durante todo su matrimonio. También a Jack Kennedy le gustaban las mujeres y mantenía sus votos matrimoniales de forma tan ventajosa como caprichosa. A Bobby le gustaba su mujer y la tenía embarazada constantemente; los informadores de su círculo íntimo lo consideraban un marido fiel.
Yale para él; Harvard para los Kennedy. Unos, católicos irlandeses asquerosamente ricos; los otros, anglicanos de Tennessee también asquerosamente ricos, sólo que habían quedado arruinados. La familia de Jack y Bobby, numerosa y fotogénica; la suya, rota y muerta. Algún día les contaría a Jack y a Bobby cómo su padre se había pegado un tiro y había tardado un mes en morir.
Sudistas e irlandeses de Boston: unos y otros marcados por acentos incongruentes. Kemper había resucitado el habla arrastrada que tanto le había costado perder.
Rebuscó en su guardarropa. Los detalles precisos para asumir esa personalidad fueron encajando. El traje negro para la entrevista. Una 38 con funda para impresionar a Bobby, el duro. Nada de gemelos de Yale: Bobby quizá tenía una vena proletaria.
El guardarropa medía cuatro metros de largo. La plancha de madera del fondo estaba repleta de fotografías enmarcadas.
Su ex esposa, Katherine. La mujer más guapa que había pisado jamás la Tierra. Se habían presentado en sociedad en el cotillón de Nashville y un cronista los había denominado «la elegancia sureña personificada». Él se casó por concupiscencia y por el dinero del padre de ella. Katherine se divorció de él cuando la fortuna de los Boyd se evaporó y Hoover dio una charla en su clase de la facultad de Derecho e invitó personalmente a Kemper a ingresar en el FBI.
Katherine, en noviembre de 1940:
—Ándate con cuidado con ese tipo remilgado y quisquilloso, ¿me escuchas, Kemper? Me parece que tiene ganas de llevarte a la cama…
Ella no sabía que el señor Hoover sólo follaba con el poder.
En sendas fotos con marcos a juego estaban su hija, Claire, así como Susan Littell y Helen Agee: tres hijas del FBI decididas a cursar sendas carreras de Derecho.
Las chicas eran grandes amigas, aunque separadas por sus estudios en Tulane y Notre Dame. Helen estaba desfigurada; Kemper había colgado esas fotos en el guardarropa para evitar comentarios conmiserativos.
Sucedió así: Tom Agee estaba sentado en su coche, ante un burdel, haciendo una ronda de vigilancia rutinaria sobre una banda de asaltantes de banco. Su mujer acababa de abandonarlo y Tom no había podido encontrar niñera para Helen, que tenía entonces nueve años. La pequeña dormía en el asiento de atrás cuando los atracadores salieron pegando tiros.
Tom resultó muerto. Helen recibió un disparo a quemarropa y también fue dejada por muerta. Cuando llegó la asistencia médica habían pasado seis horas. El fogonazo había quemado las mejillas de Helen y la había marcado de por vida.
Kemper descolgó la ropa para la entrevista. Rectificó ciertas mentiras y llamó a Sally Lefferts. El teléfono sonó dos veces y respondió el chico de Sally:
—Esto…, ¿diga?
—Hijo, dile a tu madre que se ponga. Dile que es un amigo de la oficina.
—Esto… Sí, señor.
Sally se puso al aparato.
—¿Quién es el burócrata del Senado que molesta a esta pobre auxiliar agobiada de trabajo?
—Soy yo. Kemper.
—¡Kemper! ¿Cómo se te ocurre llamarme en estos momentos, con mi marido en casa?
—¡Chist! Te llamo por un asunto federal.
—¿Qué? No me digas que el señor Hoover se ha enterado de tus malos modos con las mujeres y te ha dado puerta…
—Me he jubilado, Sally. He utilizado una cláusula de exención por trabajos peligrosos y me he jubilado con tres años de adelanto.
—¡Vaya, vaya! ¡Dios mío, Kemper Cathcart Boyd!
—¿Todavía te ves con Jack Kennedy, Sally?
—De vez en cuando, cariño. Como tú sí que me diste puerta… ¿De qué se trata, Kemper? ¿De intercambiar listas de chicas fáciles y chismes inconvenientes de la escuela, o…?
—Tengo intención de solicitar un empleo en el comité McClellan.
Sally soltó una exclamación.
—Sí, creo que deberías hacerlo. ¡Creo que debería dejar una nota en la mesa de Robert Kennedy recomendándote y que deberías enviarme una docena de rosas Belleza Sureña de tallo largo por el esfuerzo!
—La belleza sureña eres tú, Sally.
—Una cosa es segura: que era demasiado mujer para De Ridder, Luisiana. ¡Va en serio!
Kemper colgó con unos besos. Sally haría correr la voz: ex ladrón de coches por cuenta del FBI buscaba empleo.
Kemper le contaría a Bobby cómo se había infiltrado en el círculo de ladrones de Corvettes, aunque no mencionase los coches de esa marca que había desmantelado para recuperar piezas.
Se puso en marcha al día siguiente. Llegó al edificio de oficinas del Senado y se encaminó directamente al despacho 101.
La recepcionista lo atendió y pulsó el botón del intercomunicador.
—Señor Kennedy, aquí hay un hombre que desea solicitar un puesto de investigador. Tiene credenciales de retiro del FBI.
La oficina se extendía detrás de la mujer sin separaciones: filas de archivadores, cubículos y salas de reuniones. Varios hombres trabajaban codo con codo, apretujados. El lugar hervía de actividad.
La mujer le dirigió una sonrisa.
—El señor Kennedy lo recibirá enseguida. Tome este primer pasillo y vaya hasta el fondo.
Kemper se internó en el ajetreo. El mobiliario del despacho parecía rescatado de un basurero: escritorios y cajones desparejados y tablones de corcho rebosantes de papeles.
—¿Señor Boyd?
Robert Kennedy asomó de su cubículo, que tenía el tamaño estándar y estaba amueblado con el escritorio estándar y un par de sillas.
Kennedy le ofreció el apretón de manos estándar, demasiado firme y totalmente predecible. Kemper tomó asiento y Kennedy señaló el bulto de la pistolera.
—No sabía que los hombres del FBI retirados tuvieran permiso para llevar armas.
—A lo largo de los años me he hecho enemigos. Que me haya retirado no impedirá que sigan odiándome.
—Los investigadores del Senado no llevan armas.
—Si me contrata, dejaré la mía en un cajón.
Kennedy sonrió y se apoyó en el escritorio.
—¿Es usted del sur?
—De Nashville, Tennessee.
—Sally Lefferts me ha dicho que ha pertenecido al FBI durante… ¿Cuánto dijo? ¿Quince años?
—Diecisiete.
—¿Y por qué se ha retirado antes de tiempo?
—Durante los últimos nueve años he realizado misiones de infiltración en redes dedicadas al robo de coches y ha llegado el momento en que los ladrones de coches me conocen demasiado bien para seguir resultando convincente. Las normas del FBI contienen una cláusula de retiro anticipado para los agentes que han cumplido periodos prolongados de servicios especialmente peligrosos, y la he aprovechado.
—¿Aprovechado? ¿Acaso esas misiones lo habían debilitado de algún modo?
—Antes de presentar la solicitud, pedí un cargo en el programa prioritario contra la delincuencia callejera, pero el señor Hoover tomó personalmente la decisión de rechazar mi petición, pese a saber perfectamente que deseaba trabajar contra el crimen organizado desde hacía tiempo. No, debilitado, no; lo que me sentía era frustrado.
Kennedy apartó el flequillo de su frente:
—Y por eso se ha dado de baja…
—¿Es una acusación?
—No, es una observación. Y, con franqueza, estoy sorprendido. El FBI es una organización muy cerrada, que inspira una gran lealtad, y los agentes no suelen retirarse por resentimiento.
Kemper alzó la voz muy ligeramente:
—Hay muchos agentes que se dan cuenta de que la mayor amenaza para el país es el crimen organizado, y no el comunismo interior. Las revelaciones de Apalachin obligaron al señor Hoover a establecer el programa contra la delincuencia callejera aunque, naturalmente, lo hizo a regañadientes. El programa está acumulando información contra las organizaciones delictivas; no busca pruebas incriminatorias definitivas para fundamentar su procesamiento federal, pero algo es algo y por lo menos quería participar en ello.
—Comprendo su frustración —asintió Kennedy con una sonrisa— y estoy de acuerdo con su crítica de las prioridades del señor Hoover, pero sigue extrañándome que haya abandonado el FBI.
—Antes de «abandonar» —Kemper también sonrió—, eché un vistazo al expediente privado del señor Hoover sobre el comité McClellan. Estoy al corriente de todo el trabajo del comité, incluido el asunto de Sun Valley y de su testigo desaparecido, Anton Gretzler. «Abandono» porque el señor Hoover tiene el FBI concentrado neuróticamente sobre inocuos izquierdistas, mientras el comité McClellan persigue a los auténticos malos de la historia. «Abandono» porque, dada mi obsesión, prefiero trabajar para usted.
Kennedy ensanchó su sonrisa.
—Nuestro mandato expira dentro de cinco meses. Entonces se quedará sin trabajo.
—Tengo una pensión del FBI y, en este tiempo, usted habrá presentado tantas pruebas ante los grandes jurados municipales que a sus colaboradores les lloverán ofertas para trabajar con ellos.
Bobby Kennedy señaló una pila de papeles.
—Aquí trabajamos duro. Investigamos a fondo. Enviamos citaciones y seguimos el rastro del dinero y litigamos. No arriesgamos la vida robando coches deportivos ni alargamos el descanso del almuerzo ni llevamos mujeres al hotel Willard para darnos un revolcón rápido. Nuestra idea de pasar un buen rato es hablar de lo mucho que aborrecemos a Jimmy Hoffa y a la mafia.
Kemper se puso en pie.
—Yo odio a Hoffa y a la mafia tanto como el señor Hoover los odia a usted y a su hermano.
Bobby soltó una carcajada.
—Le daré una respuesta dentro de unos días —añadió.
Kemper se acercó al despacho de Sally Lefferts. Eran las 2,30; Sally quizás estuviera libre para darse un revolcón rápido en el Willard.
La puerta estaba abierta y vio a Sally en su mesa, consumiendo pañuelos de papel, y a un hombre sentado a horcajadas en una silla, muy cerca de ella.
—¡Oh! Hola, Kemper.
Estaba encendida: ruborizada, casi colorada. Tenía ese enrojecimiento, demasiado brillante, que decía «he vuelto a perder en el amor».
—¿Estás ocupada? Puedo volver más tarde.
El hombre de la silla se volvió.
—Hola, senador —dijo Kemper.
John Kennedy sonrió. Sally se llevó el pañuelo a los ojos.
—Jack, éste es mi amigo, Kemper Boyd.
Los hombres se estrecharon la mano. Kennedy hizo un leve gesto de saludo con la cabeza.
—Señor Boyd, es un placer.
—El placer es totalmente mío, señor.
Sally puso una sonrisa forzada. Había llorado y se le había corrido el maquillaje.
—¿Cómo ha ido la entrevista, Kemper?
—Bien, creo. Tengo que irme, Sally. Sólo quería agradecerte la gestión…
Hubo varios leves gestos de cabeza. Nadie cruzó su mirada con los demás. Kennedy ofreció otro pañuelo a Sally.
Kemper bajó las escaleras y salió del edificio. Había estallado una tormenta; se refugió bajo una cornisa adornada por estatuas y dejó que la lluvia le rozara.
La coincidencia con Kennedy le resultó extraña. Salía de una entrevista con Bobby e, inmediatamente después, tenía un encuentro inesperado con Jack. Era como si algo le empujara discretamente en aquella dirección.
Kemper reflexionó a fondo.
El señor Hoover había mencionado a Sally como su vínculo más concreto con Jack Kennedy. El señor Hoover sabía que él y Jack compartían el gusto por las mujeres. El señor Hoover presentía que visitaría a Sally a su salida de la entrevista con Bobby.
El señor Hoover había presentido que llamaría a Sally de inmediato para que le ayudara a concertar una entrevista. El señor Hoover sabía que Bobby necesitaba investigadores y entrevistaba a los candidatos que se presentaban.
Kemper llegó a la conclusión lógica de todo aquello.
El señor Hoover tenía un confidente en el Capitolio. Estaba al corriente de que él había roto con Sally en el despacho de ésta para evitar una gran escena en público. Le había llegado la confidencia de que Jack Kennedy se disponía a hacer lo mismo… y había tratado de manipular a Kemper para colocarlo en situación de presenciarlo.
Parecía una conclusión lógica y coherente. Encajaba en el más puro estilo Hoover.
El señor Hoover, pensó Kemper, no confiaba por completo en él, en que fuera capaz de establecer un vínculo con Bobby, y se había ocupado de situarlo en un contexto simbiótico con Jack.
La lluvia le sentó bien. Un relámpago cruzó el cielo e iluminó por detrás la cúpula del Capitolio. Le daban ganas de quedarse allí y dejar que el mundo entero viniera a por él.
Escuchó un ruido de pisadas a su espalda y supo al instante de quién se trataba.
—¿Señor Boyd?
Se volvió. John Kennedy se estaba ajustando el cinturón de la gabardina.
—Senador…
—Llámeme Jack.
—Está bien, Jack.
Kennedy empezó a tiritar.
—¿Qué diablos hacemos plantados aquí?
—Cuando amaine un poco, podemos echar una carrera hasta el bar Mayflower.
—Podemos… y creo que debemos. Sally me ha hablado de usted, ¿sabe? Me dijo que debería esforzarme para perder mi acento como usted consiguió hacer con el suyo; por eso, me he llevado una sorpresa cuando le he oído hablar.
Kemper abandonó su habla arrastrada.
—Los mejores policías son gente del sur. Uno pone tono de palurdo y la gente tiende a subestimarlo y deja escapar sus secretos. Se me ha ocurrido que su hermano quizá lo sabía, de modo que he actuado en consecuencia. Usted está en el comité McClellan y, por tanto, he creído que debía mantener la uniformidad.
—Su secreto está a salvo conmigo —dijo Kennedy entre risas.
—Gracias. Y no se preocupe por Sally. Le gustan los hombres como a nosotros las mujeres y se recupera de las rupturas sentimentales con bastante rapidez.
—Se ha dado cuenta de lo que sucedía, ¿verdad? —murmuró el senador—. Lo sabía. Sally me dijo que usted cortó con ella de manera parecida.
—Siempre puede volver con ella esporádicamente —dijo Kemper con una sonrisa—. Sally agradece una velada en un buen hotel de vez en cuando.
—Lo tendré en cuenta. Un hombre de mis aspiraciones tiene que ser consciente de sus enredos.
Kemper se acercó más a «Jack». Casi podía ver al señor Hoover, bien sonriente.
—Conozco a un buen número de mujeres que saben llevar los asuntos sin enredos.
Kennedy sonrió y lo condujo bajo la lluvia:
—Vayamos a tomar una copa y hablemos de eso. Tengo una hora libre antes de reunirme con mi esposa.