Pete Bondurant
(Beverly Hills, 22/11/58)
Siempre se pinchaba a la luz del televisor.
Unos hispanos esgrimían sus armas. El jefe de los hispanos se despiojaba la barba y lanzaba soflamas. Imágenes en blanco y negro; unos payasos de la CBS en uniforme de campaña. El reportero decía: «Cuba, mal rollo. Los rebeldes de Fidel Castro contra el ejército regular de Fulgencio Batista.»
Howard Hughes se encontró una vena y bombeó la codeína. Pete lo observó a escondidas. Hughes había dejado entornada la puerta del dormitorio.
La droga surtió efecto. Al Gran Howard se le relajó el rostro.
Fuera, sonó el traqueteo de los carritos del servicio de habitaciones. Hughes extrajo la aguja y cambió de canal. El «Howdy Doody Show» reemplazó a las noticias; allí era lo habitual, en el hotel Beverly Hills.
Pete salió al patio. Era un buen mirador, con vistas de la piscina, pero aquel día hacía un tiempo asqueroso y no se veía a ninguna aspirante a actriz en biquini.
Echó un vistazo al reloj, inquieto.
Tenía un asunto de divorcio a mediodía: un marido que almorzaba solo despachándose unas copas y ligaba carne joven. Necesitaba instantáneas de buena calidad, pues las fotos borrosas parecían arañas jodiendo. También tenía un encargo de Hughes: descubrir quién emitía las citaciones a declarar en la reclamación contra la TWA amparada en la ley antimonopolio y sobornarlo para que informara de que el Gran Howard había despegado rumbo a Marte.
Howard, mañoso, lo había expuesto así: «No voy a defenderme frente a la denuncia, Pete. Sencillamente, voy a permanecer incomunicado por tiempo indefinido y forzaré el precio al alza hasta que no tenga más remedio que vender. De todos modos, ya estoy harto de la TWA. Y no voy a vender hasta sacar una tajada, como mínimo, de quinientos millones de dólares.»
Lo dijo con gesto enfurruñado, como un Pequeño Lord envejecido y yonqui.
Ava Gardner pasó junto a la piscina. Pete la saludó agitando la mano; Ava le dirigió un corte de mangas. Se conocían desde hacía tiempo. Él le había solucionado un aborto a cambio de un fin de semana con Hughes. Pete era todo un hombre del Renacimiento: proxeneta, traficante de drogas, matón con licencia de investigador privado.
Hughes y él se conocían desde hacía muchííísimo.
Junio del 52. Pete Bondurant, ayudante del comisario del condado de Los Ángeles, responsable del turno de noche en la subcomisaría de San Dimas. Una noche de mierda: un negro condenado por violación que se había dado a la fuga, el calabozo de los borrachos abarrotado de huéspedes alborotadores…
Uno de los beodos le buscó las cosquillas: «Yo te conozco, tipo duro. Tú matas a mujeres inocentes y a tu propio…»
Había matado al tipejo a golpes, con sus puños desnudos.
La oficina del comisario silenció el asunto, pero un testigo presencial se chivó a los federales. El agente al mando en Los Ángeles bautizó al borracho como «el Fulano de los Derechos Civiles Violados».
Le dieron total apoyo dos agentes: Kemper Boyd y Ward J. Littell. Howard Hughes vio la foto de Pete en el periódico y presintió que tenía aptitudes para guardaespaldas y matón. Consiguió anular la denuncia y le ofreció un empleo: sobornador, chulo, camello…
Howard se casó con Jean Peters y la instaló en una mansión para ella sola. Pete añadió a sus ocupaciones la de «perro guardián». Un perro que disfrutaba de la mayor caseta del mundo sin pagar alquiler: la mansión contigua.
—Me parece una institución deliciosa, Pete —opinaba Howard Hughes del matrimonio—, pero también me resulta incómoda la cohabitación. Explícaselo a Jean de vez en cuando, ¿quieres? Y si se siente sola, dile que siempre la tengo presente en mis pensamientos, por muy ocupado que esté.
Pete encendió un cigarrillo. Unas nubes cruzaron el cielo y los que holgazaneaban junto a la piscina tiritaron. El intercomunicador emitió una crepitación: Hughes lo llamaba.
Entró en el dormitorio. En la tele, con el volumen bajo, aparecía el «Capitán Canguro». Una iluminación mortecina en blanco y negro… y el Gran Howard envuelto en densas sombras.
—¿Señor?
—Cuando estamos solos, llámame Howard. Ya lo sabes.
—Hoy me siento servil.
—Querrás decir que te das pisto con tu querida, esa señorita Gail Hendee. Dime, ¿se lo pasa bien en la casa de vigilancia?
—Le encanta. La chica es tan especial para las casas como tú, y dice que veinticuatro habitaciones para dos personas suavizan bastante las cosas.
—Me gustan las mujeres independientes.
—No es verdad.
—Tienes razón —Hughes mulló las almohadas—. Pero el concepto de mujer independiente sí que me gusta, y siempre he intentado explotarlo en mis películas. Y estoy seguro de que la señorita Hendee es una excelente cómplice de extorsión y una magnífica querida. Bien, Pete, y acerca de esa reclamación contra la TWA…
Pete acercó una silla.
—Los que vengan con las citaciones no llegarán hasta usted. He comprado a todos los empleados del hotel y tengo a un actor instalado en un bungaló dos pisos más arriba. Ese hombre se parece a usted y viste como usted y tengo chicas entrando y saliendo de allí a todas horas para perpetuar el mito de que todavía jode usted con mujeres. Compruebo los antecedentes de todos los hombres y mujeres que solicitan trabajo aquí para asegurarme de que el departamento de Justicia no nos cuela un espía. Todos los jefes de turno del hotel juegan a la bolsa y, por cada mes que usted pasa sin recibir esas jodidas citaciones, les regalo veinte acciones de Hughes Tool Company a cada uno. Mientras siga en este bungaló, no le llegará ninguna y no tendrá que presentarse ante el tribunal.
Hughes tiró de la manta con pequeños movimientos de paralítico.
—Eres un hombre muy cruel.
—No, soy su hombre muy cruel, señor Hughes, y por eso me permite replicarle.
—Eres mi hombre, sí, pero aún conservas ese segundo empleo, un tanto charro, de detective privado.
—Eso se debe a que usted me atosiga. Y a que a mí tampoco me va mucho la cohabitación.
—¿A pesar de lo que te pago?
—Precisamente por lo que me paga.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, tengo una mansión en Holmby Hills, pero la escritura de propiedad es suya. Tengo un Pontiac cupé del 58, pero el permiso de circulación es suyo. Tengo un…
—Esto no nos lleva a ninguna parte.
—Howard, usted quiere algo. Dígame qué es y me encargaré de ello.
Hughes pulsó el mando a distancia. El Capitán Canguro desapareció con un parpadeo.
—He comprado la revista Hush-Hush. Mis razones para adquirir una revistucha de escándalos y difamaciones son dobles. Por un lado, he tenido tratos con J. Edgar Hoover y quiero consolidar mi amistad con él. A los dos nos encanta el tipo de chismorreos sobre Hollywood que difunde Hush-Hush, de modo que la compra de esa revista puede resultar un movimiento político hábil y, a la vez, placentero. En segundo lugar, está la política en sí. Para ser sincero, deseo tener la oportunidad de echar fango sobre algunos políticos que no me gustan; en especial, sobre esos donjuanes libertinos como el senador John Kennedy, que quizá le dispute la Presidencia a mi buen amigo, Dick Nixon, en 1960. Como sin duda sabrás, el padre de los Kennedy y yo fuimos rivales comerciales en los años veinte y, con franqueza, aborrezco a toda la familia.
—¿Y? —dijo Pete.
—Y sé que has trabajado para Hush-Hush como «verificador de noticias», de modo que sé que conoces esa faceta del negocio. Es una faceta que roza la extorsión, así que estoy seguro de que sabrás llevar el asunto como es debido.
Pete hizo chasquear los nudillos.
—«Verificar la noticia» significa «No demande a la revista o le doy una paliza» —murmuró—. Si quiere que lo ayude en eso, de acuerdo.
—Bien. Por algo hay que empezar.
—Acabemos de una vez, Howard. Conozco a los que trabajan en la revista, así que dígame a quién despide y quién se queda.
Hughes se encogió. Como un niño pequeño.
—La recepcionista era una negra casposa; la he despedido. El reportero y presunto «rebuscador de basura» se ha despedido y quiero que me encuentres otro. Me quedo con Sol Maltzman. Sol es quien escribe todos los artículos, bajo seudónimo, desde hace años, de modo que me inclino por conservarlo, aunque es un comunista que está en la lista negra, miembro de veintinueve organizaciones izquierdistas por lo menos, y…
—No necesita más personal, Howard. Maltzman hace un buen trabajo y, si llegara el caso, puede sustituirle Gail, que lleva un par de años escribiendo esporádicamente para Hush-Hush. Para las cuestiones legales está su abogado, Dick Steisel, y para las escuchas clandestinas puede llamar a Fred Turentine. Le encontraré a un buen rebuscador de basuras. Me pondré manos a la obra y preguntaré por ahí, pero puede llevar un tiempo.
—Confío en ti. Seguro que llevarás a cabo un trabajo excelente.
Pete estiró los nudillos. Le dolían las articulaciones, señal segura de que se aproximaban lluvias.
—¿Es necesario que hagas eso? —preguntó Hughes.
—Estas manos fueron lo que nos puso en contacto, jefe. Sólo pretendo demostrarle que todavía siguen aquí.
El salón de la casa de vigilancia medía veinticinco por veinticuatro metros.
Las paredes del vestíbulo eran de mármol jaspeado de oro.
Nueve dormitorios. Cámaras frigoríficas de diez metros de fondo. Hughes hacía limpiar las alfombras cada mes (en una ocasión, un negro asqueroso las había pisado).
En el tejado y en los rellanos de la escalera había instaladas cámaras de vigilancia dirigidas hacia el dormitorio de la señora Hughes, en la casa contigua.
Pete encontró a Gail en la cocina. Con sus pronunciadas curvas y sus largos cabellos castaños, la mujer aún le resultaba atractiva.
—Normalmente, se oye cuando alguien entra en una casa —comentó ella—, pero aquí la puerta de la calle está a un kilómetro…
—Llevamos un año instalados aquí y todavía se te ocurren chistes así.
—Cuesta bastante acostumbrarse a vivir en el Taj Mahal…
Pete se sentó a horcajadas en una silla.
—Estás nerviosa.
—Bueno… —Gail deslizó su silla lejos de la de él—, entre el gremio de extorsionadoras soy de las nerviosas, sí. ¿Cómo se llama el tipo de hoy?
—Walter P. Kinnard. Tiene cuarenta y siete años y lleva engañando a su mujer desde la luna de miel. Tiene hijos y se le cae la baba por ellos. Su mujer dice que se avendrá a un acuerdo si lo aprieto con fotografías y le amenazo con enseñárselas a los hijos. El tipo es un bebedor incontinente y siempre toma unas copas a la hora del almuerzo.
Gail se enfurruñó, medio en broma, medio en serio.
—¿Dónde?
—Lo encontrarás en Dale’s Secret Harbor. A unas cuantas calles de allí tiene un picadero donde se suele dar algunos revolcones con su secretaria, pero tú insiste en ir al Ambassador. Estás en la ciudad para una convención y tienes una habitación espléndida con un buen mueble bar.
Gail se estremeció. Escalofríos a primera hora de la mañana: una señal segura de que tenía los nervios de punta. Pete le entregó una llave y añadió:
—He alquilado la habitación contigua, de modo que puedes cerrar la tuya con llave para que todo parezca normal. He dejado abierto el cerrojo de la puerta que conecta las dos habitaciones, de modo que esta vez no creo que se organice ningún escándalo.
Gail encendió un cigarrillo con manos firmes. Buena señal.
—Distráeme. Cuéntame qué quería Howard, el Recluso.
—Ha comprado Hush-Hush. Quiere que le busque un reportero. Así podrá hacerse una paja con los chismorreos de Hollywood y compartirlos con su colega, J. Edgar Hoover. Quiere salpicar de mierda a sus enemigos políticos, como tu antiguo novio, Jack Kennedy.
Gail le dirigió una cálida sonrisa:
—Unos cuantos fines de semana juntos no lo convierten en mi novio.
—Esa jodida sonrisa le hizo tilín…
—Una vez me llevó en avión a Acapulco. En Howard, el Recluso, esto es todo un gesto; por eso te sientes celoso.
—Te llevó ahí durante su luna de miel.
—¿Y? Se casó por motivos políticos y la política hace extraños compañeros de cama. ¡Vaya mirón estás hecho, Dios mío!
Pete desenfundó su arma y comprobó el cargador. Lo hizo tan deprisa que no supo a qué venía el gesto.
—¿No te parece que nuestras vidas son extrañas? —continuó Gail.
Se dirigieron al centro en coches distintos. Gail se sentó en la barra; Pete escogió un reservado próximo y pidió una copa.
El restaurante estaba muy concurrido. Dale’s era un próspero local de comidas. Pete consiguió un asiento de privilegio; en una ocasión, había librado al propietario de un intento de extorsión por marica.
Un gran número de mujeres pasaba por el local; sobre todo, empleadas de las oficinas del centro de Wilshire. Gail destacaba entre ellas; resultaba mucho más je ne sais quoi. Pete engulló los frutos secos que acompañaban el cóctel y se olvidó de tomar un desayuno.
Kinnard se retrasaba. Pete escrutó el local como si tuviera rayos X en los ojos.
Allá en el fondo, junto a los teléfonos públicos, estaba Jack Whalen, el corredor de apuestas número uno de Los Ángeles. Dos reservados más allá estaban varios agentes del departamento de Policía de la ciudad. A Pete le llegaron sus comentarios.
—Bondurant…
—Sí. Esa mujer, esa nosecuántos Cressmeyer…
El fantasma de Ruth Mildred Cressmeyer rondó por el bar; una triste vieja aquejada de temblores.
Pete se internó por los recovecos de la memoria.
Finales de 1949. Entonces llevaba a cabo algunos trabajos complementarios bastante provechosos: vigilante de partidas de cartas y procurador de abortos. El médico que hacía los raspados era su hermano menor, Frank.
Pete se alistó en el cuerpo de Marines de Estados Unidos para conseguir el permiso de residencia. Frank se quedó con la familia en Quebec y entró en la facultad de Medicina.
Pete aprendió a bandearse en sociedad pronto. Frank, tarde.
No hables francés. Habla inglés. Pierde el acento y vete a Estados Unidos.
Frank llegó a Los Ángeles con ansias de dinero. Convalidó sus títulos médicos y abrió su consultorio: abortos y morfina a la venta.
A Frank le encantaban las coristas y las cartas. Le encantaban los maleantes. Le encantaba la partida de póquer de Mickey Cohen los jueves por la noche.
Frank hizo amistad con un atracador llamado Huey Cressmeyer. La madre de Huey dirigía una clínica de raspados en el barrio negro. Huey tenía embarazada a su novia y pidió ayuda a mamá y a Frank. Huey cometió una estupidez y atracó la partida del jueves por la noche. Pete, aquel día, estaba de baja con la gripe.
Mickey dio el contrato a Pete.
A Pete le llegó un soplo: Huey estaba escondido en un apartamento de El Segundo. La casa pertenecía a un pistolero de Jack Dragna.
Mickey odiaba a Jack Dragna. Dobló el precio y dijo a Pete que matara a todos los que estaban en la casa.
14 de diciembre de 1949; nublado y frío.
Pete incendió el escondite con un cóctel molotov. Cuatro siluetas salieron corriendo por la puerta de atrás, tratando de apagar las llamas a manotazos. Pete los abatió a tiros y dejó que se quemaran.
Los periódicos identificaron a los muertos:
Hubert John Cressmeyer, 24 años.
Ruth Mildred Cressmeyer, 56 años.
Linda Jane Camrose, 20 años, embarazada de cuatro meses. François Bondurant, 27 años, médico y emigrado francocanadiense.
Oficialmente, los asesinatos quedaron sin resolver. Pero la historia se filtró entre los que estaban al corriente.
Alguien llamó a su padre, en Quebec, y lo delató. El viejo lo llamó y le rogó que negara la acusación.
Quizá vaciló al hacerlo, o quizá rezumó algún sentimiento de culpabilidad. Aquel mismo día, los viejos se encerraron a inhalar monóxido de carbono.
Aquella vieja del bar era la jodida gemela de Ruth Mildred.
El tiempo transcurrió lentamente. Convidó a la vieja a otra ronda por cuenta de la casa. Walter P. Kinnard entró en el local y se sentó junto a Gail.
Comenzó la parte más poética del trabajo.
Gail hizo una señal al encargado de la barra. Walter, atento, captó el gesto y soltó un silbido. El camarero se acercó de inmediato con su coctelera para mezclar martinis; Walt, cliente habitual, gozaba de cierta consideración allí.
Gail, desvalida, buscó unas cerillas en el bolso. Walt, solícito, prendió la llama de su encendedor con una sonrisa. Walt, el donjuán, llevaba la espalda de la chaqueta llena de caspa.
Gail sonrió. Walt, el donjuán, sonrió. Walt, el elegante, vestía calcetines blancos y un terno gris a rayas.
Los tórtolos se dedicaron a los martinis y al palique. Pete observó el calentamiento previo a encamarse. Gail apuró su copa para hacer acopio de valor; era evidente que tenía los nervios de punta. Tocó el brazo de Walt. Se advertía claramente su sentimiento de culpabilidad; aborrecía todo el asunto, salvo por el dinero.
Pete se encaminó al Ambassador y subió a su habitación. El lugar era perfecto: su habitación, la de Gail y la puerta entre ambas para poder colarse a escondidas.
Cargó la cámara y colocó una serie de bombillas de flash. Engrasó las jambas de la puerta que conectaba las habitaciones y estudió ángulos para sacar primeros planos.
Pasaron lentamente diez minutos. Pete estuvo atento a los ruidos del cuarto contiguo. Por fin, escuchó la contraseña de Gail, en voz un poco demasiado alta:
—Maldita sea, ¿dónde tengo la llave?
Pete se apretó contra la pared. Escuchó a Walt, el solitario, mascullar algunas lamentaciones: mi mujer y mis hijos no saben que un hombre tiene ciertas necesidades. Gail preguntó: ¿por qué has tenido siete hijos, pues? Walt respondió: así, mi mujer no se mueve de casa, que es donde debe estar.
Las voces se desvanecieron camino de la cama. Los zapatos cayeron al suelo con un ruido sordo. Gail golpeó la pared con su escarpín de tacón alto: era su señal convenida de «tres minutos para intervenir».
Pete se rió. ¡Habitaciones de treinta dólares la noche con paredes delgadas como papel de fumar!
Las cremalleras se abrieron. Crujieron los muelles de la cama. Los segundos transcurrieron, tic tic tic… Walter P. Kinnard empezó a soltar gemidos. Peter lo consideró ensillado a las 2.44.
Esperó hasta las 3.00. Entonces abrió la puerta, despaaacio. El engrasado de las jambas eliminó hasta el menor chirrido.
Ante él, Gail y Walter P. Kinnard, jodiendo.
En la postura del misionero, con las cabezas juntas. Una prueba de adulterio para presentar en los tribunales. Walt estaba gozando visiblemente. Gail fingía el éxtasis mientras se hurgaba un padrastro en una uña.
Pete encuadró la escena y pulsó el disparador. Uno, dos, tres; una ráfaga de flashes como una ametralladora. Toda la jodida habitación quedó bañada por el resplandor.
Entre chillidos, Kinnard se retiró, fláccido como un estropajo. Gail saltó de la cama y corrió al baño.
Walt, el donjuán, en pelotas: un metro ochenta, noventa y cinco kilos, gordinflón.
Pete dejó la cámara y lo agarró por el cuello. Le trasmitió su mensaje con claridad, lentamente.
—Tu mujer quiere el divorcio. Quiere ochocientos al mes, la casa, el Buick del 56 y los tratamientos de ortodoncia para tu hijo Timmy. O le das todo lo que pide, o te encuentro y te liquido.
A Kinnard le salieron burbujas de saliva entre los labios. Pete admiró su color: medio amoratado de conmoción, medio rojo cardíaco.
La puerta del baño se abrió con una vaharada de vapor. La habitual ducha postjodienda de Gail siempre era rápida.
Pete dejó caer al suelo a Walt. El brazo le temblaba tras el esfuerzo: un levantamiento de más de noventa kilos. No estaba mal.
Kinnard recogió su ropa y tomó la puerta, tambaleándose. Pete lo siguió con la mirada mientras el donjuán trastabillaba por el pasillo, tratando de ponerse los pantalones como era debido.
Gail apareció entre la nube de vapor. Su «ya no aguanto más esto» no era de extrañar.
Walter P. Kinnard accedió sin litigar. La serie de victorias consecutivas de Pete subió a Esposas 23, Maridos 0. La señora Kinnard le salió a pedir de boca: quinientos pavos en mano y la promesa del veinticinco por ciento de su pensión a perpetuidad.
A continuación: tres días de trabajo por cuenta de Howard Hughes.
El juicio de la TWA tenía inquieto al Gran Howard. Pete reforzó sus tácticas de distracción. Pagó a zorras para que largaran a los periódicos que Hughes estaba recluido en numerosos picaderos. Bombardeó a los funcionarios del proceso con delaciones telefónicas: Hughes estaba en Bangkok, Maracaibo, Seúl… Instaló un segundo doble de Hughes en el Biltmore: un viejo veterano del cine mudo, muy colgado. El viejo era un auténtico priápico. Pete le envió a Barbara Payton para que se desahogara. Barbara, idiotizada por el alcohol, creyó que el viejo verde era el auténtico Hughes. Se empleó a fondo: el Pequeño Howard creció quince centímetros.
J. Edgar Hoover habría podido parar el proceso fácilmente. Hughes rehusaba pedirle ayuda.
—Todavía no, Pete. Antes, necesito consolidar mi amistad con el señor Hoover. Según mi modo de ver, la clave está en haberme hecho con la propiedad de Hush-Hush, pero primero necesito que me encuentres otro rastreador de escándalos. Ya sabes cuánto le gusta al señor Hoover acumular información excitante…
Pete hizo correr la voz.
Hush-Hush necesita un nuevo revolvedor de basura. Interesados, llamar a Pete B.
Pete no se apartó del teléfono de la casa desde la que llevaba a cabo la vigilancia. Llamaron varios tipos. Pete exigió a cada uno que le contara un chisme interesante y subido de tono para demostrar su credibilidad.
Los comunicantes cumplieron. Ahí va una muestra.
Pat Nixon llevaba dentro un hijo de Nat «King» Cole. Lawrence Welk dirigía una red de prostitución masculina. Un dúo caliente: Patti Page y la mula Francis.
Eisenhower tenía sangre negra (era un hecho constatado). Rin Tin Tin había dejado embarazada a Lassie. Jesucristo dirigía un prostíbulo para negros en Watts.
El asunto fue a peor. Pete anotó los datos de diecinueve solicitantes, todos ellos disparatadamente estrafalarios.
Sonó el teléfono. Debía de ser el chalado número veinte. Pete escuchó crepitaciones en la línea telefónica. Probablemente, era una conferencia de larga distancia.
—¿Quién es?
—¿Pete? Soy Jimmy.
HOFFA.
—Jimmy, ¿cómo estás?
—En este momento, estoy helado. Aquí en Chicago hace frío. Llamo desde la casa de un amigo y el calefactor está estropeado. ¿Estás seguro de que tu teléfono no está intervenido?
—Sí, estoy seguro. Freddy Turentine revisa todos los teléfonos del señor Hughes una vez al mes para comprobarlo.
—¿Entonces, puedo hablar?
—Adelante.
Hoffa se soltó. Pete sostuvo el teléfono lejos de la oreja, con el brazo extendido; así, le oía perfectamente.
—El comité McClellan me está atosigando, son como moscas sobre la mierda. Ese mamón, esa sabandija de Bobby Kennedy tiene a medio país convencido de que los camioneros son peores que los jodidos comunistas y nos está acosando a mí y a los míos, nos están friendo con citaciones judiciales. Y tiene investigadores arrastrándose por mi sindicato como…
—Jimmy…
—… como pulgas sobre un perro. Primero acosó a Dave Beck hasta echarlo. Ahora va a por mí. Bobby Kennedy es un jodido alud de cagadas de perro. Estoy construyendo ese complejo en Florida, el Sun Valley, y Bobby intenta seguir el rastro de los tres millones de dólares que lo financian. Imagina que los he cogido del fondo de pensiones de los estados del Medio Oeste…
—Jimmy…
—… y cree que puede utilizarme para conseguir que su hermano, el buscacoños, sea elegido presidente. Ese Bobby cree que James Riddle Hoffa es un jodido trampolín político. Cree que voy a ponerme a cuatro patas y a dejarme encular como un maldito maricón. Cree que…
—Jimmy…
—… que soy un marica como él y su hermano. Cree que voy a ceder como Dave Beck. Y por si todo esto no fuera suficiente, tengo una parada de taxis en Miami. Tengo empleados allí a un puñado de refugiados cubanos, fogosos y exaltados, y lo único que hacen es discutir que si el jodido Castro o que si el jodido Batista, como… como…
Hoffa resolló con un jadeo ronco.
—¿Qué quieres? —preguntó Pete.
Jimmy recobró un poco el aliento.
—Tengo un trabajo para ti en Miami.
—¿Cuánto?
—Diez mil.
—Acepto —dijo Pete.
Compró un pasaje para un vuelo nocturno. Utilizó un nombre falso y cargó el precio del asiento, en primera clase, a Hughes Aircraft. El avión aterrizó puntualmente, a las ocho de la mañana.
En Miami hacía un tiempo agradable y cálido.
Pete tomó un taxi hasta un local de alquiler de coches, propiedad de un camionero, donde recogió un Cadillac El Dorado nuevecito. Jimmy había movido sus hilos, pues no le pidieron fianza ni identificación alguna.
Bajo el salpicadero había una nota mecanografiada. «Pase por la parada de taxis: Flagler y Cuarenta y seis Noroeste. Hable con Fulo Machado.»
Con el mensaje venía un pequeño plano que indicaba las autopistas y calles que debía tomar.
Pete siguió las indicaciones. El paisaje se esfumó rápidamente.
Las casas amplias se volvieron más y más pequeñas. Los blancos conservadores dieron paso a gentuza blanca, negros e hispanos. La calle Flagler era una sucesión de escaparates impresentables.
La parada de taxis era de estuco a franjas atigradas. Los coches del aparcamiento estaban pintados con las mismas franjas atigradas y Pete se fijó en los hispanos de camisetas atigradas que esperaban en la acera, engullendo bollos y vino T-Bird.
Sobre la puerta, un rótulo anunciaba: «Tiger Kab. Se habla español.»
Pete aparcó justo delante. Los hombres tigre le abrieron paso cuchicheando entre sí. Pete irguió su más de metro noventa y dejó asomar el faldón de su camisa. Los hispanos vieron su arma y continuaron sus comentarios con creciente excitación.
Entró en la garita de recepción de mensajes. Bonito papel de pared: fotos de tigres desde el techo hasta el suelo. Imágenes del National Geographic. Pete estuvo a punto de soltar un alarido.
El encargado le hizo gestos de que se acercara. Pete se fijó en su rostro, cruzado de cicatrices de cortes de navaja como un tablero de tres en raya.
Pete acercó una silla. Caracortada se presentó.
—Soy Fulo Machado. Esto me lo hizo la policía secreta de Batista, así que écheme una buena mirada antes de nada y luego olvídese del asunto, ¿de acuerdo?
—Hablas un inglés muy bueno.
—Trabajaba en el Hotel Nacional, en La Habana. Un crupier norteamericano me enseñó. Pero resultó ser un maricón que intentaba beneficiárseme.
—¿Y qué le hiciste tú?
—El maricón tenía una cabaña en una granja de cerdos en las afueras de La Habana, donde llevaba a muchachitos cubanos para cepillárselos. Lo encontré allí con otro como él y los maté a los dos con mi machete. Luego, recogí todo el pienso de los comederos de los cochinos y dejé abierta la puerta de la cabaña. Una vez leí en la National Geographic que los cerdos hambrientos encuentran irresistible la carne humana en descomposición, ¿sabe?
—Fulo, me encantas —comentó Pete.
—Reserve su juicio para más adelante, por favor. Puedo ser muy voluble cuando se trata de los enemigos de Jesucristo y de Fidel Castro.
Pete reprimió una expresión de disgusto.
—¿Ha dejado un sobre para mí alguno de los muchachos de Jimmy? —preguntó. Fulo se lo entregó. Pete lo rasgó, impaciente.
Bien: una simple nota y una foto.
«Anton Gretzler, 114 Hibiscus, Lake Weir, Florida (cerca de Sun Valley). OL48812.» La fotografía mostraba a un tipo alto, casi demasiado gordo para subsistir.
—Jimmy debe de confiar en ti —comentó Pete.
—Sí. Avaló mi permiso de residencia en el país, así que sabe que me mantendré leal.
—¿Qué es eso de Sun Valley?
—Es lo que se llama, creo, una «subdivisión». Jimmy está vendiendo parcelas a los miembros del sindicato de transportistas por carretera.
—¿Y quién, a tu juicio, tiene más influencia en estos tiempos: Cristo o Castro?
—Yo diría que actualmente hay empate.
Pete se registró en el Eden Roc y llamó a Anton Gretzler desde una cabina telefónica. El gordo accedió a un encuentro: a las tres, a la entrada de Sun Valley.
Tras una cabezada, Pete acudió a la cita con adelanto. Sun Valley era una mierda: tres caminos de tierra asomaban entre las ciénagas a cuarenta metros de la autopista interestatal. La zona estaba parcelada en solares del tamaño de cajas de cerillas con separaciones de basura y chatarra. Los marjales marcaban el perímetro; Pete vio varios caimanes al sol.
La tarde era cálida y húmeda. Un sol perverso recocía la vegetación hasta agostarla. Pete se apoyó en el coche y estiró un poco los músculos. Un camión pasó arrastrándose por la carretera, entre eructos de vapor. El hombre del asiento del pasajero agitó las manos como si pidiera auxilio. Pete se volvió de espaldas y dejó que los idiotas pasaran de largo.
Una ráfaga de viento levantó nubes de polvo. El camino de acceso se nubló. Un gran sedán se desvió de la Interestatal y avanzó a ciegas.
Pete se hizo a un lado. El coche frenó en seco y el gordo Anton Gretzler se apeó. Pete avanzó hacia él.
—¿Señor Peterson? —preguntó Gretzler.
—El mismo. ¿Señor Gretzler?
El gordo le tendió la mano. Pete no se movió.
—¿Sucede algo? Me ha dicho que tenía mucho interés en verme, ¿no?
Pete condujo al gordinflón a un claro de la marisma. Gretzler captó enseguida la insinuación: no te resistas. Unos ojos de caimán asomaron del agua.
—Fíjate en mi coche —Pete lo tuteó—. ¿Tengo aspecto de ser uno de esos pardillos del sindicato dispuesto a comprar una casa prefabricada de baja calidad?
—Pues… no.
—Entonces, ¿no crees que estás dejando en mal lugar a Jimmy al enseñarme esta mierda de parcelas?
—Bueno…
—Jimmy me ha contado que tiene un buen bloque de casas por aquí, casi a punto para la venta. Y tú tenías instrucciones de esperar y enseñárselas a los camioneros.
—Bueno… He pensado que…
—Jimmy dice que eres un tipo impetuoso. Dice que no debería haberte aceptado como socio en este asunto. Dice que le has contado a cierta gente que él había tomado dinero prestado del fondo de pensiones del sindicato y que se había quedado una parte. Dice que te has chivado de lo de ese fondo como un capullo.
Gretzler se encogió. Pete lo agarró por la muñeca y se la quebró. Los huesos se astillaron y asomaron a través de la piel. Gretzler intentó gritar, pero se contuvo y permaneció mudo.
—¿Has recibido alguna citación del comité McClellan?
Gretzler hizo gestos de asentimiento, frenético.
—¿Has hablado con Robert Kennedy o con sus investigadores?
Cagado de miedo, Gretzler dijo que no con la cabeza.
Pete escrutó la carretera. No había coches a la vista, ni testigos…
—POR FAVOR —gimió Gretzler.
Pete le voló los sesos en mitad de una jaculatoria.