LAS TAREAS DEL GOBIERNO, LAS CONSECUENCIAS DE LOS HECHOS DE MAYO Y EL ASUNTO NIN, SEGÚN EL PRESIDENTE NEGRÍN
Por desgracia, no fue el asunto Nin el único tétrico que recogió en herencia el Gobierno como consecuencia del movimiento subversivo de Barcelona en la primera decena de mayo de 1937, durante la Presidencia del Sr. Caballero. La rivalidad a muerte entre los disidentes del comunismo de obediencia soviética, trotskistas o no, y los antitrotskistas que hoy llamaríamos estalinistas, aunque no es seguro que todos fueran devotos de Stalin, tuvo su reflejo en España. Resultó así que, durante los días en que las fuerzas de la República tardaron en dominar la revuelta, con la que con gallardía revolucionaria no cesaron de identificarse los dirigentes del POUM, mientras que otros grupos quizá no menos activos y más numerosos esquivaban la responsabilidad, y en el largo período subsiguiente, hasta que se consiguió una muy relativa normalidad, la acción directa individual y la de grupos o patrullas, controladas o no por los distintos sectores en lucha produjo un crecido número de víctimas. No todas, pero sí en su inmensa mayoría entre aquéllos que con o sin razón eran considerados sospechosos de haber intervenido en la revuelta. En realidad se trataba de una manifestación más del caos dominante debido a la impotencia de las autoridades regionales y la carencia del poder público. Este malestar, con intermitentes períodos de agudización, era endémico en Cataluña, desde que empezó la guerra, y no se corrigió hasta que el Gobierno de la República fijó su sede en Barcelona, se responsabilizó de la seguridad pública y encauzó por las vías constitucionales la administración de la Justicia. Lo último paulatinamente para evitar conflictos irrevocables con las autoridades estatutarias y los partidos regionales, sumamente quisquillosos a este respecto, ni herir en grado que debilitara el común esfuerzo las susceptibilidades autonómicas del pueblo catalán, que tendía a considerar como adquisiciones revolucionarias, legítimas y permanentes, situaciones de hecho contrarias a la Constitución de la República, brotadas tras el desquiciamiento del Estado originado por la rebelión militar del 16 de julio de 1936. Un Gobierno que se preciaba de ser constitucional no podía suscribir esta tesis. Un Gobierno cuya razón fundamental era ganar la guerra tampoco podía por restablecer bruscamente, con violencia y sin tacto, un principio ser causa de que se malograra el objetivo final. Ahora bien, el propio resultado de la guerra se comprometía si, con la premura posible, no se encauzaban las corrientes desmandadas. El problema no estribaba en regatear a la Generalidad facultades que pudieran o no competirle constitucionalmente. La realidad era que, aunque nominalmente así pareciera, dichas facultades no eran ejercitadas por el Gobierno regional, sin que, mano armada, las habían usurpado unos u otros, disputándoselas con un ardor combativo que hacía falta en el frente y sobraba en la retaguardia. En el desorden reinante del que eran a la vez causa y consecuencia las frecuentes crisis del Gobierno regional era imposible concentrar y organizar el considerable potencial bélico de Cataluña y de la colindante región aragonesa. Ésta, de facto bajo la cobertura de un llamado Consejo de Aragón, constituido por sí y ante sí, había quedado anexionada como protectorado tributario, sometida a columnas de variado matiz político, suspicaces las unas de las otras, cuando no guerreando entre sí en la retaguardia. En las zonas en que estaban establecidas imponían sus proteicas y divergentes concepciones de organización social y hasta de acción guerrera. Algunas no reconocían por encima de ellas el mando o jerarquía militar o político.
A quien haya vivido la situación no le puede extrañar que pasaran bastantes semanas sin que las fuerzas del Estado central, que por disposición del Gobierno del Sr. Largo Caballero, fueron enviadas a Cataluña para yugular la subversión armada, pudieran impedir y reprimir abusos, venganzas y crímenes tanto más cuanto que un sector de los promotores seguía predicando la revuelta y vanagloriándose de ser los causantes. Entre los numerosos y lamentables casos de persecuciones, encarcelamientos y crímenes de sangre políticos quiero recordar uno, no porque fuese más abominable que otros similares sino porque en su esclarecimiento puse personal y singular empeño. Sin lograrlo.
Me refiero a un voluntario combatiente hijo de un conocido líder socialista ruso, el Sr. Abramovich. Vino Abramovich hijo, bajo el nombre de Rein, a luchar a España. A raíz de los sucesos de mayo (sic) desapareció y según todos los indicios fue víctima de una venganza política.
Comprendérase (sic) la desesperación de un padre que considera a su hijo asesinado por aquéllos con quienes y para quienes había venido a luchar. Amigos míos muy queridos y respetados, Léon Blum, Vincent Auriol, Jules Moch, entre otros, se interesaron porque se diera con el paradero, o se averiguara qué es lo que había sucedido con el malaventurado joven Rein. Puse en ello especial empeño, decidido a hacer un escarmiento ejemplar. Como lo hubiera hecho con cualquier otro caso semejante. Todo fue inútil. Difícil resultaba convencer al padre de que no había fuerzas dentro o fuera del Gobierno que obstaculizaban la acción de la Justicia. Decidido a que no cupiera la más leve sospecha sobre nuestra buena intención yo rogué a uno de los amigos franceses hiciera saber lo siguiente al interesado.
Yo no podía autorizar a que elementos no calificados por no ser funcionarios públicos abrieran una investigación en regla contando con el auxilio de nuestras autoridades, pero yo me comprometía, garantizándoles su seguridad personal, a que si el Sr. Abramovich padre, solo o acompañado por abogados o por los expertos policíacos que quisiera, venía a España, a tomar cuantas medidas se me recomendaran para esclarecer lo sucedido, en forma que ellos pudieran verificar a su satisfacción la ejecución y el resultado de las averiguaciones.
Ocultaríamos parte de la verdad si no dijéramos que además de las detenciones arbitrarias hechas por incontrolados, hubo encarcelamientos gubernativos numerosos entre los que seguramente hubo gran número de víctimas inocentes.
Al reconocerse el POUM partícipe, incluso promotor, de una rebelión armada, con la agravante de hallarnos en plena guerra civil, daba motivos para que se consideraran como sospechosos de haber intervenido en el putsch cuantos a él estaban afiliados y los alistados en sus milicias.
El descubrimiento de una tupida red de agentes alemanes e italianos, en su mayoría viejos residentes en España, y conocidos, ya antes de la guerra por estar ligados a la propaganda y espionaje nazi, así como la manifiesta y luego archiprobada intervención en los sucesos de mayo justificaba la suspicacia de las autoridades.
No insinúo con ello que los líderes del movimiento poumista y los anarcosindicalistas complicados estuvieran conscientemente en connivencia con los agentes de la Ovra o de la Gestapo. La vista del juicio que tuvo lugar en Barcelona hacia el otoño de 1938 bajo la presidencia de quien, personalidad apolítica y de ideología moderada, gozaba de tan justa fama en la magistratura española por su competencia, rectitud e independencia como Don Eduardo Iglesias del Portal, descartó ese supuesto. Mas no podía a priori desecharse esa posibilidad ya que la propia doctrina y táctica de algunos partidos de extrema izquierda revolucionaria no ponen reparo a aliarse con sus peores enemigos si calculan que ése es el modo de lograr un objetivo definido. Y nadie podría, en justicia, acusar de inconsecuencia al POUM y a sus asociados anarcosindicalistas si, por sentirse seguros de que un golpe de mano con la cooperación de los secuaces de Hitler y Mussolini les permitiría hacerse con el poder e implantar dictatorialmente en Cataluña primero y luego en España, el régimen revolucionario porque propugnan, se hubieran, en su desvarío, comprometido con agentes enemigos.
Jocoso resulta hoy día releer las injurias proferidas hace unos cuarenta años contra Lenin y Trotski por haber negociado, en la época del Káiser, con los servicios de espionaje germanos, su traslado a Rusia donde lograron consumar la revolución bolchevique. Bufo, el recordar el calificativo de traidores con que les invectivaban los rusos patriotas, leales a su coaligados y la opinión unánime aliada, por haber firmado la paz de Brest Litovsk. Unos y otros, libres de inhibiciones que en su semántica no pasan de ser prejuicios pequeño-burgueses y que otros mortales valoramos como normas de decencia, no tenían, acordes con su particular estimativa, más que a la imposición de sus ideas y el logro de su meta revolucionaria. El éxito consagró su obra y la Historia les podrá endiosar o denigrar, según quien la escriba. Lo que no hará ningún historiador, sin riesgo del ridículo, es acusarles de traición y deslealtad. Similar en cuanto a la táctica y al menosprecio de reglas éticas corrientemente aceptadas en la convivencia política, fue la actitud de sus partidarios en la Alemania de Hindenburg. Creyeron que combatiendo la socialdemocracia alemana como su principal enemigo no habría obstáculos a su triunfo. Se equivocaron y facilitaron el acceso de Hitler. Y en España, durante los cinco primeros años de la República, partidos de Internacionales extremas no rehuyeron colusiones, concedamos que impremeditadas, con los sectores de violenta oposición más reaccionarios, creando al nuevo régimen apenas enraizado continuos conflictos, quebrantándole, debilitándole y desprestigiándole ante una gran masa del país, republicana por sentimiento, aunque políticamente inerte. De esa masa que, ansiosa de orden y tranquilidad, se desplaza, inclinando a su lado la balanza hacia quienes le ofrecen el sosiego que anhelan. Contribuyeron así a desacreditar a la República ante la opinión pública internacional y los poderes constituidos extranjeros, sin cuyo consenso no podía esperarse simpatía ni ayuda cuando una conmoción interna amenazó su vida. Escojo estos tres ejemplos para justificar que cabía, por lo menos como hipótesis de investigación, no esquivar la posibilidad de que algunos de los sublevados de Barcelona estuvieran en connivencia con los facciosos. La documentación recogida después de los sucesos por servicios que no podían tener interés en salvaguardar la posible responsabilidad de comunistas de obediencia soviética en las fechorías que les siguieron, ni en echar sobre las espaldas de los trotskistas o de otros partidos la responsabilidad del levantamiento, me convencieron de que hubo una participación activa, muy nutrida y extraordinariamente eficiente de espías y agentes provocadores[7]. Tan copiosa era la documentación que no podía tratarse de una maquinación policíaca. Además pudo ser contrastado su valor por las declaraciones de una serie de espías detenidos, casi todos alemanes y residentes desde mucho antes de la guerra en Barcelona.
Quien tenga una somera idea de cómo trabajaba el espionaje de los países del Eje, particularmente el alemán, desde el advenimiento de Hitler al poder, y de cómo utilizaba a este fin sus connacionales sumisos, unas veces por dedicación ideológica o patriótica, otras por la amenaza del chantaje de que la considerable colonia de residentes alemanes e italianos en España, especialmente en Cataluña, tuvo que ser un instrumento activo durante nuestra guerra y hubo de serlo en forma marcadamente perniciosa en los sucesos de mayo de 1937 en Barcelona. Pensar, por un momento, que habían de permanecer con los brazos cruzados contemplado lo que pasaba, como meros espectadores es de una inocencia confluente en la tontería.
Dicho lo que precede, me interesa hacer constar que nunca había tenido trato con ninguno de los dirigentes del POUM y que por lo que de ellos sabía, de segunda o tercera mano, aunque contradictorio según el origen, siempre me repugnó pensar y me pareció absurdo admitir, mientras no se probara lo contrario, que hombres como Maurín, Nin, Gorkin, Andrade y demás líderes significados del partido se hubieran podido prestar, en plena guerra, a contubernios criminales con el enemigo. Así lo estimó también el tribunal que más tarde, con mejor conocimiento de causa, había de juzgarles.
La disolución del POUM, por vía gubernativa, por vanagloriarse de ser el promotor del movimiento, y por la obstinada persistencia del partido y su periódico, La Batalla, en excitar a la rebelión, incitar al derrocamiento de la institución constitucional republicana, que acusaban de burguesa y reaccionaria, por la violencia y reemplazarla por el régimen revolucionario porque propugnaban. En esta medida gubernativa nada tuvieron que ver los ministros comunistas; menos aún presuntas intervenciones extranjeras. La decisión fue autorizada por el ministro de la Gobernación de acuerdo con el jefe del Gobierno. Inevitable fue también el enjuiciamiento y condena de los caudillos de la subversión, quienes, tengo entendido, lejos de rehuir las consecuencias retractándose de su participación, tomaron a orgullo el asumir la responsabilidad. Por oportunismo, por creerlo más revolucionario, o por lo que fuere, no procedieron así otros grupos más significados que en el sentir general habían sido los que constituyeron la masa de los rebeldes, ya que la fuerza numérica del POUM era bien escasa. Eludieron así la persecución y el castigo. Con satisfacción de todos, sin excluir al Gobierno ya que a éste le preocupaba que el respeto de la ley y el restablecimiento de la normalidad, no se hiciera, dentro de lo posible, a expensas de ahondar diferencias entre los elementos tan heterogéneos que luchaban contra el común enemigo.
Si el POUM, partido marxista de extrema izquierda revolucionaria, hubiera triunfado en Barcelona y se hubiera apoderado del poder en Cataluña a viva fuerza, ¿cabe siquiera dudar cuál hubiera sido la suerte de sus oponentes que de hecho eran la inmensa mayoría de los catalanes? ¿Ni que su triunfo hubiera significado la pérdida inmediata de nuestra guerra? Así debió verlo el entonces Jefe del Gobierno D. Francisco Largo Caballero al enviar fuerzas a Barcelona para restablecer el orden y el propio Gobierno autónomo, la Generalidad de Cataluña, cuando solicitó su intervención.
El desdichado y sangriento episodio, con sus irremediables secuelas, dejó una lancinante huella. Fue, a mi juicio, la causa inicial, que todos los comentaristas se abstienen de tomar en cuenta, del debilitamiento del Gobierno de Largo Caballero, a pesar de ser él quien yuguló la subversión, y que motivó que el malestar dentro del propio Gobierno se acentuara y, antes de transcurrir dos semanas, se planteara una inoportuna crisis que sin la acrimonia que el descontento produce y con un poco de tacto y buena voluntad por parte de todos e inspirados en un deber patriótico, no debió ir más allá de un simple reajuste ministerial y reorientación de la política de guerra, cosas éstas en que, creo yo, quizá con diversas soluciones, estábamos unánimemente en considerarlas necesarias.
Impidió al sucesor de D. Francisco que la efectividad de las garantías ciudadanas y el restablecimiento de la quebrantada legalidad constitucional se llevara a cabo con la celeridad que deseaba, cosa esta última que, claro es, no interesaba a los partidos que simultaneaban nuestra guerra con el logro de sus propósitos revolucionarios pero al
Nota: los apuntes se interrumpen súbitamente. No se ha encontrado, hasta ahora, la continuación.
Lo que se ha reproducido es parte (pp. 53-67) del manuscrito mecanografiado y provisto de algunos añadidos a mano escasamente legibles, titulado «La revuelta de Barcelona en mayo de 1937. —La “desaparición” de Nin, Abramovich (Rein) y otros supuestos insurgentes—. La disolución del POUM y el proceso de los comprometidos en el putsch».
FUENTE: AJNP.