Conclusiones

Entre una guerra perdida y una rendición imposible

EN ESTE VOLUMEN HEMOS sometido a contrastación documental la hipótesis con que iniciamos nuestra investigación en el precedente: de las cuatro dinámicas que convirtieron una sublevación semiexitosa y semifracasada a la vez, tres estuvieron relacionadas con la escena internacional: la retracción inmediata de las democracias, el apoyo ultrarrápido de las potencias fascistas a Franco y, al cabo de dos meses, la ayuda soviética a la República. De no haber mediado esta última, cuyas dimensiones iniciales se han concretado en este libro, el régimen republicano se hubiera colapsado. Conscientes de ello, nuestra atención se ha centrado en las consecuencias más importantes que generó el obligado giro hacia la Unión Soviética. La República no pudo oponer algo similar a las fuerzas sublevadas, con su uso intensivo de tropas coloniales y de choque, más una retaguardia reforzada gracias al continuado flujo de recursos humanos y materiales procedentes de Marruecos y de las potencias del Eje. El Tercer Reich innovó con un ariete de acero cual fue la Legión Cóndor. La Italia mussoliniana envió divisiones completas, bien equipadas. Es más, a medida que se acentuaba el desequilibrio de medios materiales y humanos a favor de Franco, las ventajas del mando único empezaron a hacerse notar, en comparación con la discordia que continuó reinando del lado republicano.

La no intervención hizo agua desde el principio. Se acentuó con el paso del tiempo y se lubrificó por algunos desgraciados acontecimientos. La durísima reacción en el Foreign Office que provocaron los asesinatos de Paracuellos es una pequeña contrastación de esta evolución. Tuvieron un carácter innovador inocultable. Nada parecido se había hecho antes. Nada parecido volvió a hacerse después. Pero los analistas londinenses no repararon en tales minucias (como tampoco reparan decenios más tarde numerosos autores profranquistas o, simplemente, antirrepublicanos). Si bien los sucesos de Paracuellos aparecen justificados en algunos escritos comunistas como manifestación de la lucha necesaria contra una mítica quinta columna, para los británicos constituyeron un punto de no retorno. Aquellas vidas sacrificadas hicieron a la República un daño inmenso. De todas formas, es verosímil que la actitud de Londres no hubiese variado demasiado. Los esfuerzos de diplomáticos como Laurence Collier en identificar los auténticos riesgos externos para el Reino Unido, que no radicaban precisamente en la Unión Soviética, apenas si surtieron efecto. Lo que pasaba por Realpolitik en Londres y París dejaba sistemáticamente a la República en la cuneta. Pero ¿cuál era la alternativa? Los dirigentes gubernamentales ensayaron varias: acercarse a las democracias, fortalecer la lucha contra los excesos revolucionarios, ofrecer un reparto colonial, incluso se pensó en «comprar a Hitler y a Mussolini». Stalin, por su parte, aconsejó moderación, aludió a la posibilidad de tener que distanciarse ostensiblemente. En cualquier caso, era preciso ganar tiempo.

A consecuencia de la respuesta asimétrica de las distintas potencias y de los rápidos avances a sangre y fuego de los sublevados sólo existían tres alternativas. La primera consistía en mantener la pugna y que ganara el bando mejor o el más apoyado. Fue la opción seguida por el Gobierno de Largo Caballero. La segunda consistía en buscar una mediación. Es la que Azaña ideó en el mes de septiembre de 1936. La tercera, rendirse pura y simplemente. Nadie la contempló. Por otro lado, los insurgentes querían todo. Y Franco la más amplia humillación posible de la izquierda española, que había osado cuestionar el orden económico y social tradicional. La guerra, con su cortejo de violencia, ofrecía una oportunidad única para domeñar a los «rojos» definitivamente. Éste fue el mensaje que pasó al general Faldella dado que en Italia no se comprendía bien el sentido de la contienda española, que exigía un elevado componente de «purificación». Franco no necesitó añadir que ésta la lograba por la vía de los mosquetones, las farsas de los consejos sumarísimos y el terror desatado por los squadristi autóctonos, en general vestidos de uniforme azul pero sometidos en todo tiempo y lugar al estricto control castrense. Es algo que ya conocían sobradamente los italianos. Con todo, fue el sesgo exterior el que puso a la República en un camino sin salida. El Reino Unido, que conocía al dedillo los mordiscos que el Eje daba a la no intervención, se preparó para arreglarse con los verosímiles vencedores. Incluso prestó algún que otro apoyo tratando de detener la movilización de los recursos financieros republicanos. Francia prefirió proceder de forma más directa, yugulando los envíos soviéticos a través de una no intervención dotada de dientes mucho más afilados. Son episodios que hemos constatado y documentado y que apenas si ha abordado la historiografía, quizá porque no encajan con el parti pris de numerosos historiadores británicos, franceses y, no en último término, norteamericanos, antirrepublicanos de pro.

Fuera de la Unión Soviética, los esfuerzos por encontrar apoyos en el extranjero se vieron cortocircuitados. La apelación a canales subterráneos y a las actividades de contrabando dio parcos resultados, al menos los que hemos identificado. No se nos oculta que hubo más que respondían a la lógica desesperada en que se encontraba un Gobierno al que se le negó el pan y la sal o, dicho de forma más académica, el derecho inmanente de legítima defensa. Con ellos no cabía mantener el esfuerzo bélico. Lo que afirmó Krivitsky sobre el suministro encubierto de grandes cantidades de armas y material fueron «cuentos chinos». Las estadísticas conservadas por Juan Negrín, y la detallada descripción de los componentes de la ayuda inicial soviética que no tardó en pagarse en Moscú, lo demuestran sin la menor sombra de duda. Algo que, por lo demás, entendían sin dificultad los analistas del War Office británico. El sistema fue lento, dispendioso, inseguro, infiltrable y favorecedor de la corrupción. Apenas si generó los medios imprescindibles para una guerra moderna en el volumen imprescindible. Por otro lado, no cabía renunciar a él, siquiera para reducir la dependencia de los suministros soviéticos. Franco podía, hasta cierto punto, jugar sobre el tablero de los intereses no siempre coincidentes de las potencias fascistas. El Gobierno de Valencia nunca tuvo a su alcance nada similar.

En estas condiciones el escudo de la República lo constituyeron las reservas metálicas del Banco de España, la ayuda soviética en armas y entrenamiento y la constitución y reforzamiento del Ejército Popular. Sin la movilización inmediata de las primeras, las posibilidades de obtener armamento moderno hubieran sido nulas. Con él, la actuación de un nuevo tipo de fuerzas armadas resultaba posible. En lo que se refiere a los suministros hemos demostrado que, durante el período de gestión de Largo Caballero, la aportación soviética quedó por detrás de la que Hitler y Mussolini prestaron a Franco. Esta constatación es importante porque fue entonces cuando, por ejemplo, las FAR llegaron a su techo máximo de equipamiento. A partir del verano de 1937 la dinámica de los aprovisionamientos quedó vencida definitivamente a favor de Franco, como demostramos en un trabajo paralelo. Para ganar una guerra no bastan el arrojo de los combatientes, los pechos desnudos de los héroes y el élan revolucionario de las masas.

Las carencias de material tuvieron un efecto deletéreo sobre la capacidad de defensa y de ataque republicana. La moral de victoria es un factor necesario, no un factor suficiente, para lograrla. Sobre todo cuando abundaron más las derrotas que los triunfos y cuando la acumulación de las primeras terminó exacerbando la discordia interna, plasmada desde los primeros días del conflicto en la contraposición entre guerra y revolución, que llegó a un punto culminante en los «hechos de mayo». Al desequilibrio material a favor de Franco se unió un inmenso desequilibrio en términos de efectivos extranjeros. Que la República pudiera sostener la guerra hasta mayo de 1937 fue el resultado de un esfuerzo titánico.

La ayuda soviética no fue gratuita. Hay indicios para argüir que probablemente estuvo sobrevalorada, aunque los precios cargados para los aviones estuvieron en línea con los que ha estimado un historiador militar para el material aéreo que recibieron inicialmente Franco y la República. Con la información disponible no me es posible estimar ese margen de eventual sobreprecio, sobre todo en rubros que no fuesen de aviación. En todo caso, contiene un elevado componente de carácter «contable» dado que el término de comparación eran precios internos en rublos que no significaban mucho. Las facturas en dólares no sorprendieron a los dirigentes republicanos. Los «costes» en moneda soviética no les preocupaban. Es indudable que la aceptación de los precios, tras los cuales funcionaba un sistema de gran complejidad que ha empezado a alumbrarse en este libro, caía dentro de las responsabilidades de Largo Caballero y Prieto. Ninguno de ambos ofreció precisiones. No tenían otra alternativa, como ya reconoció Zugazagoitia. A un náufrago a punto de ahogarse le importa poco si es pirata o no la nave que se acerque, quizá, a salvarle. Lo histórica y políticamente significativo es que más tarde no dudaron en volcar sobre Negrín el peso del oprobio por su presunta «inclinación» a «someterse» a los «dictados» soviéticos, en lo económico y en lo político.

Concomitante con el paulatino fortalecimiento del Ejército Popular se han destacado tres aspectos. El primero fue la necesidad imperiosa de desarrollar una industria bélica en Cataluña, perpetuamente obstaculizada por las concepciones anarquistas y nacionalistas. Crispó los nervios a algunos soviéticos y al Gobierno central, incluidos Prieto y Negrín. Este último protagonizó un incidente con Antonov-Ovseenko a resultas del cual amenazó con su dimisión. Se zanjó cuando el Politburó reconvino formalmente al cónsul. Que yo sepa, no es un caso que fuera frecuente en el hiperregimentado sistema estalinista.

El segundo aspecto fue la aportación de los asesores soviéticos, imprescindible. Tuvo paralelo en la que Franco recibió del Eje, a pesar de que contaba con un ejército mucho más profesionalizado. Sin los pilotos soviéticos la guerra hubiera ido peor para la República desde el comienzo de la ayuda, simplemente porque al plantearse la batalla de Madrid no tenía demasiados aviadores experimentados y eran pocos los que conocían los nuevos aviones que llegaban del Este. Más adelante dependió de las promociones formadas apresuradamente en la URSS y cuya esperanza media de vida, frente a los avezados pilotos alemanes e italianos, fue con frecuencia reducida. Franco no tuvo tales problemas. Una de las paradojas en que incurrió una generación de historiadores liderada por Bolloten es que, en su perspectiva analítica, antirrepublicana y fuertemente conservadora, apenas si aparecen los adversarios. Cuando se les incluye, no es difícil observar que los nazis y los fascistas se permitieron también dar innumerables consejos al general Franco y que no dudaron, al menos al principio, en entrometerse en su conducción de las hostilidades o en la formación política de la autodenominada España nacional.

El tercer aspecto fue la visión político-estratégica con la que Stalin contempló la lucha a muerte de la República y desde la cual hizo sugerencias explícitas y claras a los dirigentes republicanos en varias ocasiones. La tradición historiográfica no ha salido del molde de irritación que tales «injerencias» al parecer provocaron en el presidente del Gobierno. Tiene mucho que ver con los balones fuera que echó Largo Caballero. Hemos revisado sus sesgados recuerdos. Durante el período objeto de análisis en esta obra Stalin divisó la intervención en España desde la óptica de la necesidad de contener los zarpazos de las potencias fascistas. Al defender a la República, también defendía los intereses de seguridad de la Unión Soviética. Es algo que sabían el GRU y también algunos dirigentes republicanos, entre ellos Prieto y Negrín, para quienes lo que contaba era ganar la guerra.

El efecto más espectacular de la ayuda soviética estribó en la expansión del PCE, al cual afluyó gente de las más variadas procedencias políticas e ideológicas. Un fenómeno análogo se produjo en la zona franquista, en la que Falange experimentó un desarrollo fenomenal. Si ello no se tradujo en un nivel similar de influencia se debió esencialmente a que el «estado campamental» no necesitaba demasiado soporte ideológico. Aun así, no faltaron las necesarias genuflexiones hacia Italia ni tampoco el pan ácimo de tener que soportar el funcionamiento de la máquina de succión económica hitleriana.

El crecimiento del PCE alteró los equilibrios políticos internos. Ya lo habían anticipado los republicanos desde el verano de 1936 y ya lo había advertido Pablo de Azcárate al Foreign Office. Fue notable que los británicos mismos divisaran en ello la evidencia de sus propios temores. Un caso de profecía que se autocumple. Tal alteración de los equilibrios políticos internos se ha prestado a todo tipo de interpretaciones. Desde la que divisa en ella el reflejo del presunto deseo estalinista de crear en España una república popular avant la lettre, cuento de la lechera cuyas raíces se hunden en los días mismos del conflicto, hasta el que la saluda como aportación desinteresada al fortalecimiento ya de la seguridad colectiva, ya de un renovado frente antifascista.

Este libro ha sometido a contrastación, hasta donde ha sido posible hacerlo, las construcciones teleológicas que siguen predominando en una parte de la literatura, falta de fuentes primarias. Ha utilizado, en la medida necesaria, documentos que constituyen esa missing dimension en el estudio de las relaciones internacionales que son los que provienen de los servicios de inteligencia. Quizá la experiencia del autor haya servido de algo a la hora de incorporarlos. Se han sometido a análisis crítico ciertas tesis coriáceas. En primer lugar, hemos examinado la presunta conspiración comunista que, en opinión de numerosísimos autores, estaba destinada a provocar una atmósfera insurreccional en la retaguardia republicana con el fin de desgastar a Largo Caballero y aupar a Negrín a la Presidencia del Gobierno. Salvo las fantasías de Krivitsky, las manipulaciones de Jesús Hernández y las memorias no fiables de quienes se vieron perjudicados por el cambio, o desarrollaron una actitud negativa ante el médico y político canario, la tesis descansa sobre poco más. Al menos, no se ha documentado hasta ahora, a pesar de la gran autoridad de Conquest que la ha canonizado. En segundo lugar hemos examinado la génesis de los «hechos de mayo» que, en la interpretación de aquellos autores, habrían funcionado en la misma dirección. Hemos prestado particular atención al vector soviético y nos hemos basado en la documentación procedente del Comisariado para Asuntos Exteriores (NKID), del servicio de inteligencia militar (GRU), de la Comintern e incluso, limitadamente, de la NKVD. Que sepamos, nada similar se había efectuado hasta ahora en la literatura. Hemos sido duros, conscientemente, con las interpretaciones ideológicas de Radosh que con su sesgada utilización de muchos menos documentos soviéticos que los que nosotros hemos localizado aspira a una credibilidad que no merece en absoluto. También hemos tenido en cuenta una experiencia personal: en el congreso internacional sobre la guerra civil celebrado en Madrid en noviembre de 2006 un grupo de académicos anglo-norteamericanos saludó alborozado una ponencia que utilizó la colección radoshiana desde posiciones trotskistas. Al parecer estaban convencidos de que eran inequívocos. Este libro muestra que no es así. Hemos expuesto, con total sinceridad, las pistas que otros autores podrán seguir. Somos conscientes de que no todas las incógnitas han quedado aclaradas. Los archivos de la KGB están cerrados y el hecho, que hemos subrayado, de que Orlov a través de Victorio Sala tuviera agentes infiltrados en el POUM deja abiertos varios interrogantes. ¿Hasta qué punto conocía la NKVD lo que pasaba por el partido anti-estalinista? ¿Hasta qué punto lo manipuló?

En Barcelona existía un clima de crispación, que reflejaba el dilema perenne entre guerra y revolución y la renuencia anarcosindicalista a renunciar a cotas de poder. De aquí que, en último término, el tema de la injerencia extranjera sea menor. Ello no obstante, si injerencia hubo está demostrado, gracias a los esfuerzos de Canali, que fue fascista, a través de los servicios especiales de Mussolini. También los franquistas azuzaron, como han comprobado Heiberg y Ros Agudo. Es hora de que los historiadores antirrepublicanos de profesión se enteren de cómo y por qué derroteros avanza la historiografía.

El lector no prejuzgado por planteamientos previos de admiración hacia los clásicos argumentos cenetistas, poumistas, trotskistas o de otra extrema izquierda, amén de los conservadores y de los guerreros de la guerra fría que siguen coloreando la literatura, quizá comparta la conclusión del autor: hubo un aprovechamiento oportunista por parte de la NKVD y de los comunistas de una coyuntura que se superpuso a la crisis estructural que arrastraba tras de sí la gestión de Largo Caballero. Es posible que en el futuro algún investigador encuentre pruebas documentales que demuestren el «impulso soberano» de Stalin en prender la mecha que hizo estallar el polvorín de Barcelona. Pero hasta ahora nadie las ha sacado a la luz y los telegramas de Orlov dados a conocer llevan a argumentar más bien lo contrario.

En este caso, como en tantos otros, el progreso en historia contemporánea es contingente. Nueva evidencia documental arrumbará las tesis que la ignoraban. Se trata de un proceso incesante de destrucción creativa. Quien esto escribe no se inspira en la autoridad que exhiben tantos autores, incluso algún reputado historiador, que sientan cátedra a pesar de no conocer, e interpretar mal, sino una base documental mínima.

En tercer lugar, hemos valorado minuciosamente el proceso que condujo a la sustitución de Largo Caballero y hecho hincapié en el descontento que provocaba su política de guerra. Superando los heroicos esfuerzos de Bolloten y seguidores, incluso alguno de gran renombre, hemos comprobado que todo hace suponer que la influencia comunista para que Juan Negrín llegase a la presidencia del Gobierno no pudo ser determinante. Si Largo Caballero, líder que representaba un sector de la sensibilidad socialista y que gozaba de amplio predicamento entre un sector de las masas, hubiese permanecido al frente del Gobierno y cooptado a alguien mejor dotado que él para el esfuerzo de guerra, la historia de la República quizá hubiese tenido una lectura diferente. En cualquier caso, hubiera sido difícil invertir la dinámica de acoso y derribo que los franquistas, las potencias del Eje y, por su inacción, las democracias habían puesto en marcha.

Al término de varios capítulos de densa argumentación y de no menos densa contrastación documental se impone una reflexión melancólica. Los sublevados de julio de 1936 justificaron desde el primer momento su actuación para poner un valladar a una presunta revuelta comunista. Franco murió en la cama sin que su régimen renunciara a tal argumentación. Fue el mito fundamental, esencial y vital del franquismo. Sin duda a los constructores y amamantadores de tal leyenda, empezando por el propio general y Caudillo, les atemorizaba la posibilidad de pasar a la historia como vulgares rebeldes, cuando no traidores. No serían tales si sobre la PATRIA se tendía, con propósitos depredadores, la larga mano de Moscú. Mi admirado Herbert R. Southworth desmontó esta leyenda ex ante. Pero lo cierto es que tal amenaza no se planteó ni después. No encajaba ni con la dinámica política y social española, como ha mostrado Rafael Cruz, ni con la soviética. Y esto ha de afirmarse y reafirmarse por mucho que las visiones de un futuro «rojo» en España atemorizasen a los hiperconservadores británicos, profundamente ideologizados, al igual que a sus homólogos en Francia, muchos de los cuales caerían después en la ignominia de la colaboración bajo el régimen de Vichy. También al servicio de una idea de «su» Francia y en defensa de sus sustanciales intereses en el mantenimiento del statu quo, que el Frente Popular había osado arañar suavemente.

A medida que pasa el tiempo y se abren los archivos van desenmascarándose las construcciones ideológicas de una espesa literatura franquista y neo-franquista empeñada en convencer en y fuera de España de lo bien fundado de la puñalada que Mola, Franco y sus conmilitones asestaron al Gobierno legítimo. Este espantapájaros se vio arropado por la historiografía de combate generada durante la guerra fría y que divisó en la fantasía de una República cuyas fuerzas armadas estaban, según Krivitsky, dominadas por Berzin y cuya economía se veía aherrojada por Stajevsky, un anticipo de lo que ocurrió en Europa central y oriental tras la segunda guerra mundial. Oleadas interpretativas proclives a los planteamientos trotskistas y anarcosindicalistas abundaron desde la izquierda en la misma dirección. Son deformaciones que siguen resonando en la actualidad.

La presente obra no ha eludido abordar la presunta dependencia republicana con respecto a los servicios especiales soviéticos (léase la NKVD) reflejada en el asesinato de Andreu Nin, aunque hubo muchos otros. Tampoco ha obviado la desvergonzada manipulación que puso en marcha uno de los más siniestros personajes que llegaron a España, Alexander Orlov, cerebro del crimen y forjador de una autoimagen para la historia que engañó, por lo menos, a numerosos miembros del Congreso norteamericano (que republicó el texto de sus comparecencias a manera de homenaje a tan singular figura tras su fallecimiento) amén de a numerosos historiadores y aficionados. Nuestras afirmaciones se han basado no por desgracia en los archivos de la KGB, que pretende haber consultado algún autor neo-franquista, sino en el material publicado, acompañado eso sí de nueva documentación republicana. Orlov, personaje miserable si los hay, no estuvo sólo en el origen del «caso Nin» sino en el mucho más importante de Paracuellos. Pero a pesar de sus patéticos intentos por borrar sus rastros ello no significa que haya desaparecido toda la evidencia que ha permitido descubrir sus «cuentos chinos». Subsisten, cierto es, detalles por aclarar y sería deseable que los investigadores tuvieran libre acceso al dossier que sobre él mantuvo la NKVD.

El análisis efectuado hasta el momento permite verificar las tesis de Azaña para explicar la derrota republicana como resultado de la conjugación de cuatro factores por orden descendente en importancia: la retracción de las democracias, la creciente intervención de las potencias del Eje y la discordia interna en el campo republicano. Azaña puso en último lugar la capacidad militar y política de Franco. Era fácil ganar cuando, encima, los desequilibrios humanos y materiales a su favor se dispararon. En nuestra modesta opinión, tal perspectiva azañista resiste el paso del tiempo y, sobre todo, la apertura de los archivos. Tanto de los republicanos como de las potencias que proyectaron su influencia sobre los campos de batalla de España. Hemos añadido, de la mano de un testigo y observador de la época, el agregado militar francés y jefe del Deuxième Bureau en la República, el teniente coronel Henri Morel, algunos de los errores, probablemente inevitables, cometidos en el manejo del naciente Ejército Popular. Se utilizaron sus facetas positivas, aunque precarias, en ofensivas que no cabía sostener, por falta de medios, recursos y, en último término, disciplina y motivación. Nos hemos atenido rígidamente a la máxima de Gilson con que se inicia este trabajo.

Durante el mandato de Largo Caballero la República fue perdiendo poco a poco la guerra no por razones económicas, como algún autor ha afirmado, sino por el peso abrumador de la ayuda nazi-fascista a Franco y por su incapacidad de poner la casa en orden. El élan anarquista se reveló disfuncional para el esfuerzo bélico. Era lógico. Al fin y al cabo, en los años de paz el régimen no había tenido en las masas anarcosindicalistas demasiado apoyo. De la noche a la mañana no iban a convertirse en defensoras de una República en la que no se reconocían. Más grave quizá fue que la organización de la política de guerra adoleció de deficiencias sustanciales inscritas en su propio núcleo rector. Largo Caballero quiso mantener a ultranza la dirección de la misma en sus manos personales. La tarea requería no sólo un esfuerzo sobrehumano que el anciano líder ugetista probablemente prestó de buena gana. También exigía condiciones que él no reunía. Que existían alternativas lo demostraron Indalecio Prieto y, sobre todo, Juan Negrín. Con todo, su sustitución se produjo demasiado tarde. Ni Negrín ni Prieto pudieron evitar una sucesión de derrotas que no contribuyeron a mantener o a elevar la moral. Ello no obstante, aunque a trancas y a barrancas, la República continuó combatiendo. Tuvo razón Gustavo Durán (p. 56) al observar que «la historia de la guerra civil española es la historia de una larga agonía».

El lector que haya tenido la paciencia de seguir la argumentación desarrollada en el primero y en este segundo volumen de la proyectada trilogía habrá observado cómo el análisis de los documentos de archivo ha ido derrumbando algunos de los mitos que han deformado la imagen histórica de Juan Negrín. En el primero, destruimos, en la medida de lo posible, el relacionado con el envío del oro a Moscú, y no a Londres, a París o a Nueva York.

En el presente hemos sacado a la luz la influencia maléfica de la «acción voluntaria», a que tan aficionados eran los británicos, y las malévolas intenciones con las que sir Anthony Eden contempló la movilización de las reservas. No fue, precisamente, para ayudar a los españoles a plantar cara a los dictadores, interno y externos, por utilizar el subtítulo de unas memorias un tanto autocomplacientes. Hemos argüido que el oro permitió forjar el «escudo de la República» y, para bien o para mal, ponerla en condiciones de combatir la sublevación y sostener una larga y cruenta guerra civil. También hemos constatado que Negrín no llegó al Gobierno a resultas de una conspiración comunista ni, mucho menos, de impulsos moscovitas y que las «pruebas» de tales afirmaciones, aún corrientes en la literatura, no reposan sobre ningún documento sólido y sí, y mucho, sobre maledicencias ex post.

No he encontrado, por desgracia, constancia de cuáles fueran los sentimientos íntimos que Negrín tuviera con respecto a los rusos en el momento de acceder a la Presidencia[39]. Sí la hay sobre cómo los veía en unos momentos en que una gran parte de la literatura al uso se complace en presentarle como mero instrumento de Moscú o del PCE. Tal evidencia figura en un despacho del teniente coronel Morel en el que éste dejó hablar a Negrín con sus propias palabras. Morel creía que sus superiores en París podrían juzgar mejor al hombre que regía los destinos del Gobierno republicano y que se había convertido en el alma de la resistencia.

La ocasión la deparó el primer almuerzo que el presidente y ya nuevo ministro de Defensa Nacional ofreció en abril de 1938 a los agregados militares extranjeros, junto con algunos allegados entre quienes destacaban Álvarez del Vayo, Zugazagoitia y Cordón. El protocolo hizo que a la derecha de Negrín se sentara Morel como el más antiguo de entre los presentes. La mesa era larga y poco propicia a un intercambio general de opiniones. Frente a Negrín se sentó Álvarez del Vayo con, a su derecha, el agregado soviético. Entre Negrín y Morel no tardó en trabarse una conversación, en mi opinión altamente significativa para calibrar la personalidad del primero y para intuir por dónde dirigía los tiros. Al menos, Morel así lo entendió, pues al día siguiente se apresuró a dar cuenta de sus impresiones al ministro de la Defensa Nacional y, sobre todo, de lo que había dicho Negrín.

Se hallaba entre los equivalentes, afirmó, de los defensores de Numancia, de Sagunto o de Zaragoza. Las ideologías de los tiempos de paz les habían proyectado hacia el mismo campo. Su única obsesión era entonces el combate por lo que creían debía ser España (probablemente como ocurría con sus adversarios, advirtió noblemente). Se apañaban con lo que podían, con las democracias y con los rusos. De entre todos ellos sólo Negrín parecía ser el único cuya capacidad personal le permitía juzgarse, analizarse y explicarse a sí mismo. Decir que era inteligente no bastaba. Lo que dominaba en aquel profesor universitario era el temperamento, equilibrado, directo, lúcido, sin trabas ni complicaciones. Morel trasladó lo más granado de sus afirmaciones.

Son éstas las que se traen a colación aquí. No están desfiguradas por la propaganda ni por la manipulación. En comparación con las fantasiosas valoraciones que sobre Negrín pululan en la historiografía, abonada desde tiempo inmemorial por los escribidores franquistas y los historiadores conservadores o, simplemente, antirrepublicanos, la interpretación de las opiniones del político canario reveladas por Morel permite desprender algunos rasgos diferentes: su pugnacidad, su creencia en la propia causa, su españolismo profundo, su conciencia de los fracasos, su voluntad de resistencia e incluso de victoria y, no en último término, su desconfianza con respecto a las potencias fascistas (pero también con respecto a los soviéticos con quienes se veía obligado a acomodarse).

En lo que sigue es Morel quien transcribe a Negrín (en mi propia versión del francés original):

Estoy tan seguro de mi causa, de mí mismo, que no creo que las derrotas militares sean decisivas. Lucharé en Barcelona y lucharé en Figueres. Mientras siga combatiendo no me vencerán. Me gustaría, claro está, tener éxitos militares. Por el momento no puedo tenerlos. Si vivo, los tendré, porque vivo, me bato y digo «no». Frente a Hitler, frente a Mussolini, no tengo nada, sólo un ejército malejo. Pero seguiré diciendo «no». Rechazo el bluff. Me dicen que estoy derrotado. Yo digo que «no». Represento a España, inmóvil, muda, a la que se cree indolente. Hace ahora casi dos años que nos derrotan: catástrofes a veces vergonzantes. Usted lo sabe. Es normal. ¿Para qué servirían los militares si no es para ganar victorias? No la Victoria. La Victoria es un problema de voluntad… Yo no soy valiente. No siempre me gusta ir al frente. Pero voy. En él me encuentro con valientes que huyen. Es a ellos a quienes me dirijo. Para que se dejen machacar en sus puestos. Para que mueran útilmente cuando la muerte les sea indiferente. Espero conseguirlo.

Vengo de Lérida. En dos semanas, una transformación total. Pero todavía no es sólida. Ya conoce usted nuestros ríos: de repente una masa de agua tremenda, en ocasiones un chorrito sobre las piedras. Pero con ellos hay que hacer funcionar las turbinas, es decir, un ejército constante, eficaz. Hay que crear una balsa que regule el agua. Todo ello bajo el fuego enemigo… Es seguro que tendremos más derrotas, que habrá huidas, más hundimientos. Pero en tanto en cuanto siga en primera línea, con mis camaradas, nos mantendremos …

Si el problema actual fuese únicamente español tal vez haría lo mismo. Quizá no pondría tanta pasión. En los dos lados hay gente buena aunque también canallas. En 1936 tomé partido, por instinto. No me sentía muy seguro. Al fin y al cabo soy un hombre ordenado, tranquilo. Usted vio Madrid en aquellos momentos. Para un profesor de Universidad, no era un espectáculo agradable… Ahora ya estoy seguro de mí y de lo que defiendo. Una cierta forma de pensar, de vivir. A Franco no le conozco. Tampoco le odio. Si es español, deberíamos llegar a entendernos.

Pero están los italianos y los alemanes. A los primeros no les temo. Sin embargo, tienen a Mussolini. Después de la guerra ha habido tres grandes hombres: Clemenceau, Lenin y Mussolini. Nos gusta tan poco Mussolini como en su momento nos gustó Napoleón. No necesitamos genios, sobre todo extranjeros. Yo soy un hombre normal: para hacer lo que hago, es suficiente… Los alemanes son otra cosa. He vivido mucho tiempo entre ellos. Alemania es un gran país, un bloque que cuesta mover. Ese bloque aplasta hoy a España. Es algo colectivo, es decir, peligroso para nosotros, porque no contamos con la fuerza del colectivo. Esas gentes de enfrente son también peligrosas (me dijo, señalando discretamente al agregado militar soviético) pero les necesitamos.

Ustedes son parecidos a nosotros pero, precisamente, porque son parecidos nos dejan morir. Ya sé que son impotentes. Sé muy bien por qué, incluso con ustedes mismos. A las democracias les hace falta una dictadura temporal, a la romana. Seis meses de entrada y otros seis más. La nuestra, en estos momentos. Yo no soy nada. Conjuntar, dar órdenes, insuflar confianza, ése es mi papel. Por casualidad. Luego, a lo único que aspiro es a vivir tranquilo, como antes. No me gusta que me hablen de la revolución española. ¿Quién ha empezado? Lo repito. Soy un hombre de orden. Todo lo que ha ocurrido es culpa de ellos. Han prendido fuego a la casa para limpiarla. Ahora hablan de reconstruir. Pero no creo que los incendiarios puedan ser arquitectos[40]

Negrín se atuvo a sus prescripciones. Fomentó la voluntad de resistencia para seguir luchando en la esperanza de poder enlazar con un conflicto europeo que consideraba, como muchos otros, inevitable. A pesar de las continuas derrotas, le hubiera bastado con que en algún rincón de la península hubiese continuado ondeando en tales momentos la bandera tricolor. Impulsó la reconstrucción de la autoridad del Estado, de una República que supiera y pudiera combatir en cualesquiera circunstancias. Con su fórmula del «je me bats, je me bats, je me bats» trató de ganar una base de confianza mínima entre los vecinos franceses. No lo logró. Aceptó compromisos y se comió su ración de sapos. Cuando en Londres pronunció un discurso, que había elaborado paciente y trabajosamente, rindió homenaje a su predecesor. Lo hizo con brillantez y elocuencia, en la que nunca fue maestro. Largo Caballero jamás reciprocó. Por otro lado, tras el intercambio epistolar con Prieto y que dio a conocer éste en 1939, selló sus labios.

Fue, en definitiva, un fighter, no un quitter a quien bien podrían aplicársele los versos de Wallace Stevens:

What shall we say to the lovers of freedom,

Forming their states for new eras to come?

Say that the fighter is master of men.

Shall we, then, say to the lovers of freedom

That force, and not freedom, must always prevail?

Say that the fighter is master of men.

Or shall we say to the lovers of freedom

That freedom will conquer and always prevail?

Say that the fighter is master of men.

Say that freedom is master of masters,

Forming their states for new eras to come.

Say that the fighter is master of men.

Cortejó a Stalin. No podía esperar mucho de los adalides de las democracias occidentales, pero también siguió cortejándoles hasta el amargo final. ¿Ayudaron Roosevelt, Blum, Chautemps, Daladier, Baldwin, Chamberlain, Eden, con sus respectivos asesores, los hollow men de la claudicación ante la amenaza fascista y del apaciguamiento de los dictadores? La permanente necesidad republicana del apoyo soviético generó una corriente interpretativa que iniciaron Franco y los sublevados en los primeros días de la rebelión y que continúa hasta nuestros días, no menos ideologizada. A veces de forma burda y mendaz. En ocasiones de manera algo más sofisticada, pero sin un estudio sistemático de las fuentes francesas, británicas, republicanas y soviéticas. La imagen que suscitó se vio apoyada por las querellas del exilio en las que, como afirman Angosto y La Parra (pp. 14s), «el partido comunista y la URSS, al fin y al cabo la única nación que con mayor o menor eficacia ayudó a la República… se convertirán para un número considerable de refugiados en el chivo expiatorio de la derrota».

Raros son los que examinan el comportamiento de Negrín bajo el lema del salus patriae suprema lex, y lo comparan con el de un visceral anticomunista llamado Winston Churchill. Y, sin embargo, es un hecho que éste no dudó en cortejar a Stalin para salvar a un Reino Unido al que los apaciguadores quizá hubiesen sacrificado en el altar de lo que para tantos fue una política de clase.

Quienes hayan leído este volumen quizá convengan que disociar, siquiera mínimamente, la evolución de la contienda española de su enmarcamiento internacional implica un error de perspectiva analítica. En este encuadre las interacciones del binomio mágico compuesto por los «intervencionistas» (el Tercer Reich, la Italia fascista y la URSS) y los «retraccionistas» (Francia, el Reino Unido y los Estados Unidos, principalmente) determinaron, como ya apuntó Pierre Vilar, el resultado de la guerra civil española, que fue también una guerra internacional por interposición.

En condiciones extremadamente desfavorables, la parte del pueblo español que luchó bajo las presidencias de Largo Caballero y de Negrín rescató el honor de una República abandonada. Entre sus defensores hubo, ciertamente, quienes lo mancillaron. No por ello refulgió menos que el de los vencedores, antes al contrario. Éstos se auparon a una dictadura que, supervivencia obliga, pronto presentó una faz adecuada a los cambios del entorno exterior cuando las primigenias tentaciones fascistas dejaron de tener curso. Sus colores los definió uno de sus más denodados defensores, el almirante Don Luis Carrero Blanco: anti-comunista, anti-socialista, anti-liberal, anti-masónico. ¡Ah!, y ferozmente católico. Nunca cesaron de degradar a los vencidos, cobijándose tras míticas alusiones a la salvación de la civilización cristiana ante los malévolos designios de las hordas de los sin Dios, en un eterno combate entre la Bestia y el Ángel. Siguen teniendo eco en ciertos publicistas.

Contra los deformadores de entonces y los de ahora hay que levantar el lema intemporal de Jean Jaurès. Sin olvidar que aquellos paladines de la Cristiandad trituraron las esperanzas progresistas de los españoles, que liquidaron las políticas sociales, que restauraron en lo posible las condiciones ex ante (como ya había intuido La Voz en los días de plomo madrileños), que invirtieron los avances culturales, que masacraron la escuela y a sus maestros y que hundieron la investigación y la Universidad. Y que, sobre todo, ejecutaron. Ejecutaron mucho. Pero, en la historia, vencedores y vencidos, con sus acciones respectivas, forman parte de un pasado común. Mi reconstrucción se ha inspirado de la máxima de Rybakov: para levantar sólidamente el futuro es necesario conocer sólidamente el pasado. El de todos. No lo hacen, ni lo pretenden, las apologías neo-franquistas, los tergiversadores de la historiografía científica, quienes escriben desde una óptica presentista y no dudan en falsear documentos que no encajan en sus concepciones y en sus intereses, con frecuencia bastardos. Ni buscan la verdad —en la medida en que se desprende de la evidencia documental— ni les interesa. Pueden ganar la batalla mediática. No ganarán en el movimiento implacable que recupera el pasado y toda su complejidad.