Prólogo

EL LECTOR tiene en sus manos el segundo volumen de una trilogía sobre la República en guerra y su política internacional. En 2006, cuando se conmemoró el LXXV aniversario de la proclamación republicana y el LXX de la sublevación militar, año que el Congreso declararó como el «de la memoria histórica», di a conocer un primer resultado de mis investigaciones. En él pasé revista al impacto operativo que la actitud de las grandes potencias tuvo sobre el resultado del golpe castrense. Este libro puede leerse independientemente del anterior ya que abarca un período con contenido propio: el de la etapa inicial de la República combatiente en, si no igualdad, al menos no en flagrante desigualdad de condiciones. En la obra anterior se documentaron la retracción de las democracias, la acometida de las potencias fascistas y la decisión de Stalin, madurada a lo largo de casi dos meses, para acudir en ayuda de los republicanos con lo que más necesitaban: armas modernas. Éstas, inmortalizadas en la famosa exclamación de alivio de Largo Caballero del «¡Tenemos tanques y aviones!», y las Brigadas Internacionales contribuyeron a la defensa. La pérdida de Madrid hubiese conllevado el reconocimiento inmediato de los derechos de beligerancia a los sublevados por parte del Reino Unido. También, ni que decir tiene, acelerado el final de la contienda en términos muy favorables para el conglomerado de fuerzas que se dotó de una dirección única el 1 de octubre.

En este volumen, con la contienda irremisiblemente internacionalizada, abordaremos lo que fue el escudo de la República: la movilización de las reservas auríferas del Banco de España, la posibilidad de pagar los suministros externos, que apoyaron la acción de unas nuevas fuerzas armadas, el Ejército Popular, y la continuada ayuda soviética. Los tres procesos estuvieron interrelacionados. Si la República no hubiese trasladado a Moscú su nervio de la guerra, es difícil pensar que Stalin hubiera suministrado a crédito las armas y municiones modernas que la ingerencia del Eje y los incontenibles avances de las fuerzas franquistas hacían imprescindibles. Si el Ejército Popular hubiese tenido que depender de los recursos obtenidos por la vía del contrabando, o los producidos localmente, su capacidad defensiva, por no hablar ya de la ofensiva, no hubiese tardado en agotarse. Ahora bien, la aparición de la Unión Soviética tuvo efectos contradictorios. Por un lado, contribuyó a la expansión del PCE, es decir, del partido que más inmediatamente se identificaba con el único país, salvo el lejano México, que ayudó a la República. Por otro, reforzó los temores en el Reino Unido y en Francia de que ésta basculase hacia el Kremlin. Los republicanos lo advirtieron con prontitud y señalaron, una y otra vez, que la forma de evitarlo estribaba, precisamente, en ayudarles en su lucha no sólo contra Franco sino contra las embestidas del Eje. Stalin dio a conocer sus planteamientos a los líderes de la República. En el período de tiempo que aborda esta obra las señaló, junto con sus dudas, por canales reservados. Ello no obstante, el embajador en París, Luis Araquistáin, posterior enemigo acérrimo de los comunistas, llegó a convencer a Largo Caballero de planes alternativos, aunque absurdos, que jugaron cierto papel en los intentos de este último por defender su permanencia en el cargo cuando Azaña ya había llegado a la conclusión de que resultaba totalmente disfuncional.

La expansión del PCE generó tensiones que se añadieron a la discordia que desde el primer momento provocó la contienda en las heterogéneas filas republicanas, escindidas entre la necesidad de hacer la guerra o de ganar la revolución. La personalización que Largo Caballero impuso a la política bélica llevó en ocasiones a la desesperación a un sector influyente de sus propios correligionarios, a los estrictamente republicanos y, por supuesto, a los comunistas. Las controversias internas, inevitables en un régimen de pluralidad política e ideológica, tuvieron un efecto negativo que examinaremos en el terreno esencial de la construcción de una industria de guerra.

Frente a la discordia republicana, el bando franquista se encaminó rápidamente hacia el monolitismo de mando y político. La voluntad de ganar a toda costa, sentida desde el primer momento por los militares sublevados y por las fuerzas civiles que les apoyaban, se exacerbó en la misma medida en que la resistencia de la República se fortalecía. La marcha hacia la dictadura franquista se vio favorecida por el apoyo no sólo continuado sino creciente de las potencias del Eje. En el primer mes del período cubierto por esta obra adoptaron decisiones fundamentales: la de enviar una unidad integrada interarmas y dotada de poderosos instrumentos de combate (la Legión Cóndor), la de reconocer diplomática y por ende políticamente a Franco y la de poner a su disposición amplios contingentes de soldados. Todo ello les impidió contemplar una eventual retirada, siquiera fuese para no perder la cara.

Los efectos de estas dos tendencias contrapuestas, de unidad una y de desagregación otra, coincidieron en el tiempo, en los meses de abril y mayo de 1937. Por el lado republicano, tras un duro conflicto en Cataluña, marcaron la evolución política que condujo a la sustitución de Largo Caballero por su eficaz ministro de Hacienda, Juan Negrín. La discusión que en la literatura han generado estos episodios no sólo no se ha cerrado sino que en los últimos tiempos incluso se ha acentuado. Pondremos nuestro granito de arena a su mejor comprensión y analizaremos hasta qué punto el tan mitificado vector soviético tuvo que ver con ellos. La editorial y quien esto escribe hemos hecho un esfuerzo considerable para que este libro pudiera aparecer en el mercado en el LXX aniversario de los «fets de maig» y del ascenso de Negrín a la presidencia del gobierno de la República.

No es un libro de libros. Está basado esencialmente en fuentes primarias, las duras. Aborda, con diferente intensidad, los canales por los cuales discurrieron las acciones de la política soviética hacia la República: el gubernamental formal (Comisariados de Asuntos Exteriores, de Comercio Exterior, de Finanzas, de Defensa) pero también el informal (NKVD) así como el de la Internacional Comunista o Comintern. La calidad y volumen de la información varía en cada caso. Las lagunas son particularmente notables en el caso de la NKVD, cuyos archivos no están explorados. La prudencia habitual del historiador debe, pues, subrayarse de nuevo. A medida que se desclasifique material aparecerán nuevas informaciones y quizá más de una sorpresa. De todas formas, en algunos casos delicados no he vacilado en recoger informaciones que me han llegado de fuentes fiables aunque no estén documentadas. Es deber del historiador abrir puertas y sugerir pistas, no cerrarlas o hacerlas desaparecer. La bibliografía se ha utilizado esencialmente, con fines de apoyo y, con frecuencia, para mostrar mis desacuerdos. Como en el volumen precedente me sitúo en una línea opuesta a la del difunto Burnett Bolloten y sus múltiples seguidores. Pero no me ha parecido elegante señalar en cada caso las novedades que este libro aporta. Una excepción es la sistemática refutación de las frecuentes salidas de tono de Radosh y colaboradores, biblia de los autores neo-franquistas y conservadores. Por no hablar de los «revisionistas» de medio pelo que manipulan la historia según sus caprichos y preferencias políticas e ideológicas ya que su utilización de fuentes primarias es inexistente y, cuando a ellas se refieren, las tuercen, como demostraremos para un caso particular en el segundo capítulo.

Esta obra no difumina en absoluto las sombras oscuras de la República, confrontada a la tarea de improvisar un Ejército, restaurar el Estado y definir y ejecutar una política, interior y exterior, adecuada a las circunstancias internas y externas. Fue una tarea complicada ya que la República estaba acechada no sólo por las potencias fascistas y la hostilidad de las democracias europeas en el plano exterior sino por los ensueños revolucionarios en el interior.

Este libro no hubiera visto la luz de no haber contado con la ayuda de las numerosas personas e instituciones que ya se identificaron en su predecesor. A todas ellas expreso aquí de nuevo mi más profundo agradecimiento. Es, no obstante, de elemental justicia subrayar, en el plano operativo, la ayuda esencial de Mijail Lipkin, Jorge Marco Carretero y Fernando Hernández Sánchez, con comentarios siempre agudos. Se han incorporado a mi elenco de gratitud Igor Mednigor, del Instituto de Historia de la Academia Rusa de Ciencias, Teresa Cordón, el Dr. Hugo García, de la UNED, y los profesores José Luis de la Granja y Manuel Sanchis i Marco, de las Universidades del País Vasco y de Valencia, respectivamente. Mi agradecimiento se hace extensivo al profesor Ricardo Miralles, comisario de la primera exposición sobre Negrín que se ha celebrado en la península, así como a todos los críticos del anterior volumen. Los libros vuelan o se hunden solos, con independencia de los deseos de sus autores. He aprendido mucho de las reseñas favorables y tanto o más de las críticas. La historia es la historia, pero no es un ejercicio en una torre de marfil. El público tiene la última palabra. Para quienes me han hecho el honor de leerme, dejo aquí constancia de mi gratitud.

Mi deuda es inmensa con Gonzalo Pontón, Carmen Esteban, Mercè Portabella, Silvia Iriso y Eva Bargalló quienes, desde Crítica y Átona, han hecho posible la producción de este volumen. Mi agradecimiento sin límites va también al profesor Josep Fontana, por la confianza que en mí ha depositado. En todo caso, mi aportación, buena o mala, no hubiera podido aclarar muchos de los interrogantes todavía existentes en la literatura de no haber sido por la amabilidad ilimitada de la familia Orellana-Negrín al permitirme un libérrimo acceso a los fondos del archivo particular de Juan Negrín. Es preciso que figuren entre las personas a quienes la obra va dedicada. Con todo, debo situar de nuevo en primera línea a mi esposa e hijos. Helen ha leído con agudo ojo crítico las sucesivas versiones del manuscrito, exigiendo siempre una mayor calidad, y me ha confrontado en más de una ocasión con interpretaciones alternativas. Los versos de su compatriota, el inmortal poeta escocés Robert Burns, reflejan mis propios sentimientos con mayor belleza que la que yo jamás pudiera acopiar.

Al corregir estas pruebas ha sobrevenido la noticia del fallecimiento del profesor Rafael Martínez Cortiña, catedrático de la UCM, mentor, guía y excelente amigo. Gracias a él pude penetrar a partir de 1976 en los archivos del franquismo. Este libro se dedica también a su memoria.

Bruselas, febrero de 2007