9

Stalin da una teórica

ES POSIBLE QUE, COMO argumentan numerosos historiadores conservadores o, simplemente, sensibles a los vientos de la guerra fría, los dirigentes republicanos no conociesen bien por quién apostaban cuando efectuaron el viraje hacia Moscú. A estas alturas ya ha quedado demostrado documentalmente que no tenían otras alternativas. Más tarde algunos de estos dirigentes ocultaron lo que conocían. Otros declinaron responsabilidades por la derrota. Las enemistades personales, políticas e ideológicas hicieron el resto. Lo que Stalin pensaba, o dijo que pensaba, de la situación española y de lo que informó al Gobierno de la República quedó consignado a la oscuridad de los archivos. En gran medida privados. Es indispensable abordar los mensajes esenciales enviados a los republicanos, tras los consejos de diciembre de 1936.

UN EMBAJADOR INVESTIGA.

En cuanto terminó el recuento del oro, Pascua se puso a la labor de preparar una nota de trabajo (reproducida en el apéndice documental) en la que perfilaba sus impresiones sobre la situación internacional de la URSS y sus relaciones con la República. En ella recogió informaciones anteriores que, por desgracia, no parecen haberse conservado. La entregó personalmente a Álvarez del Vayo en Ginebra, cuando se vieron a principios de febrero de 1937 y se basó en ella, ampliada y actualizada, para el briefing que dio a Negrín después de que éste asumiera la presidencia del Gobierno[1]. Hizo hincapié sobre dos temas esenciales. El primero era que la construcción del socialismo constituía la preocupación dominante, absorbente y única de los líderes soviéticos. La URSS se encontraba en una posición exterior lábil, sobre la cual planeaba el peligro de guerra (en el oeste por parte de las potencias fascistas y en el este por parte de Japón[2]). El esfuerzo de rearme era serio pero insuficiente, sobre todo en el mar[3]. El segundo tema era que la ayuda a la República, leal y hasta entonces sin sombra de duda, estaba subordinada a las relaciones de la Unión Soviética con Francia e, indirectamente, con el Reino Unido. Era una percepción absolutamente correcta.

Pascua se aventuró en aguas profundas, nunca mejor dicho, al indicar órdenes de magnitud de la composición de la flota soviética. Los británicos, para quienes estas cuestiones siempre tuvieron una importancia primordial, habían conseguido poco antes crear un puesto de agregado naval en la embajada. Tanto el militar, coronel E. O. Skaife, como el capitán de navío H. Clancy, se esforzaban por obtener información acerca del programa de construcciones, la operatividad de las unidades, la moral de los oficiales y los impactos de las purgas. Si bien en esta obra no tiene interés abordar tales informes, en ellos se revela que la Unión Soviética estaba realizando un esfuerzo considerable para desarrollar su poder naval. En agosto de 1936 Skaife se hizo eco de que en Leningrado se construían ocho submarinos que se añadirían al centenar y pico en funcionamiento. En términos numéricos, la flota submarina había sobrepasado la de cualquier otra potencia y la URSS había alcanzado una posición de superioridad similar a la que tenía en tanques y aviones. Meses más tarde, en noviembre, el comandante en jefe de las fuerzas navales, almirante Orlov, declaró públicamente que los efectivos de la flota se habían multiplicado por un factor de 7 desde los comienzos del segundo plan quinquenal. En una visita a la flota del Báltico, en junio de 1937, Clancy observó que estaban en construcción ocho cruceros (entre ellos uno del tipo Kirov) y siete submarinos (TNA: FO 371/20344). No cabe duda de que Pascua, que no era un experto naval, pecaba por defecto al estimar la capacidad soviética.

Ignoramos los datos que manejó el embajador para fundamentar su opinión de que la política exterior se veía condicionada por una relativa debilidad en el mar. ¿Recibió información «orientada»? ¿«Olía» cosas? Lo que sí resultaba más fácil era argumentar que la resistencia soviética a embarcarse en aventuras peligrosas en el exterior, la preferencia a favor de un sistema de seguridad colectiva y el cortejo de Francia e, indirectamente, de Inglaterra militaban en el mismo sentido. Pascua (que no era filocomunista, como tampoco lo era su colega de Londres, mal que le pese a Bolloten) no divisaba apetencias expansionistas en la URSS. Antes al contrario. Era consciente de que el objetivo prioritario radicaba en la profundización de la construcción socialista. En esto no difería sustancialmente de otras opiniones de observadores más cualificados y que seguían los altos y bajos de la política interna y externa del país de los soviets. Así, por ejemplo, en el informe anual correspondiente a 1936 la embajada británica recogía que

la defensa de la Unión Soviética, la siempre apremiante necesidad de proteger la patria del proletariado contra los enemigos que se agolpan a las puertas, ha seguido siendo la consideración principal del Gobierno. Ya sea por razones de convicción o de propaganda, lo cierto es que nunca ha variado su política de hacer ver a todos que el futuro, los planes de prosperidad y de desarrollo interno se ven acechados constantemente desde el exterior. Las fuerzas de defensa, tal vez gracias al sacrificio de otras necesidades sentidas por la población, siguen constituyendo el hijo pródigo del cuidado y de las inversiones soviéticas[4].

En su informe Pascua parecía inferir que, a largo plazo, no existía una base demasiado sólida sobre la cual pudiera pensarse en la posibilidad de un apoyo a ultranza a la República por parte de la Unión Soviética. No andaba desencaminado. Quizá hubiera podido hacer análisis más sofisticados pero, como orientación general, su mensaje básico era correcto. Coincidía en lo esencial con las valoraciones que un año antes había hecho el encargado de negocios de Francia en Moscú[5] y, lo que es más significativo, coincidía también, en gran medida, con uno de los más eminentes sovietólogos de la Administración británica, el tan mencionado Laurence Collier. No hubiera sido razonable pedir a Pascua que tuviese más penetración que diplomáticos franceses e ingleses, muy familiarizados con la política soviética y ayudados por colaboradores extremadamente cualificados. Sus informaciones, sin embargo, eran las únicas que estaban a disposición del Gobierno de la República.

PASCUA SE ENTREVISTA CON STALIN.

Tras el recuento del oro se produjo uno de esos momentos estelares que, volviendo la vista atrás, sirven para caracterizar un proceso histórico. Con el acta de recepción final a punto de firmarse, Stalin dio a conocer a Pascua, el 3 de febrero de 1937, su visión general sobre la guerra civil, el encuadramiento internacional, la dinámica política interna republicana y los parámetros esenciales de la ayuda soviética. Naturalmente, habrá siempre historiadores y propagandistas que nieguen valor a tales manifestaciones y prefieran concentrarse à la Bolloten en el análisis pormenorizado de la prensa, de oscuros opúsculos, de los comunicados de los partidos políticos y de una literatura basada en la diatriba. Otros, por el contrario, quizá suscriban la tesis del conocido ministro israelí de Asuntos Exteriores, Abba Eban, de que no siempre los líderes políticos piensan lo contrario de lo que afirman. En cualquier caso, Carley (1993) ha subrayado que el hecho de que el régimen estaliniano estuviera anegado en sangre no significa que la política exterior soviética fuese malvada. Son tan escasas las reflexiones directas y documentadas de Stalin sobre los temas indicados que el historiador no puede dejarlas de lado. Tampoco tratarlas a la ligera. Stalin demostró una notable consistencia argumental y un conocimiento exhaustivo de los problemas españoles. No es de extrañar ya que era un trabajador auténticamente estajanovista.

En aquella época Stalin no veía a embajadores extranjeros[6]. Cuando una vez charló informalmente con el representante norteamericano, Joseph E. Davies, la noticia causó sensación tanto en el mundillo diplomático moscovita como en el Departamento de Estado. Los embajadores solían ver a Litvinov y, a lo sumo, a Molotov, en su calidad de presidente del Sovnarkom. El que Pascua hablara con Stalin es uno de los pocos casos que se registran. Es más, no lo hizo una vez sino varias. No sabemos si la entrevista del 3 de febrero había estado precedida de alguna otra pero ello no le quita un adarme de su trascendencia. Las razones del encuentro son, hoy, claras. Pascua debía entregar personalmente a los líderes soviéticos la respuesta de Largo Caballero a su carta previa. Acababa, además, de recibir un telegrama del presidente del Gobierno sumamente importante. Interceptado por los británicos, arroja luz sobre ciertas dimensiones que no afloran en los recuerdos de ninguno de los dirigentes republicanos. Siguiendo una sugerencia del ministro de Marina y Aire, Largo Caballero comunicó a Pascua que

ahora que nuestra guerra civil entra en una fase que puede ser decisiva nos encontramos en una situación de gran inferioridad en lo que se refiere a material, especialmente en aviación, comparado con el enemigo. El número de aviones en su bando, sobre todo bombarderos, es muy considerable en tanto que nuestras disponibilidades son minúsculas, 17 aparatos de tal clase[7]. Esto limita dolorosamente nuestra acción ofensiva en el aire mientras que el enemigo expande la suya. La experiencia nos ha demostrado que en Europa, con la excepción de Rusia, no podemos esperar nada de nadie en lo que se refiere a material de aviación[8]… Los Estados Unidos nos han cerrado la puerta con la ley que acaban de votar en el Congreso prohibiendo su exportación. Confrontado con esta situación crítica, anoche entregué una nota escrita al embajador soviético en la cual expuse consideraciones similares a las de este telegrama, formulé un pedido de 260 aviones y puse énfasis en la urgencia de su entrega[9].

Aunque la nota de Largo Caballero no está reproducida en sus escritos, sí se ha conservado el pedido hecho por Prieto el 26 de enero. Ya expusimos su justificación. El número de aviones republicanos era insignificante: un centenar de cazas, veinte monoplanos de ataque y los diecisiete bombarderos ya mencionados, un número muy reducido vista la superioridad aérea enemiga. Únicamente la URSS podía poner a la República en un plano de igualdad armamentística con respecto al adversario. De aquí que solicitase 60 cazas, 100 bombarderos biplanos y 100 monoplanos[10].

Éste era, pues, el pedido que Largo Caballero reiteró a Stalin a través de Pascua. Se trataba de una gestión un tanto desesperada[11] que no cuadraba demasiado bien con la respuesta, escrita en lenguaje diplomático, que el embajador debía entregar[12]. El presidente del Gobierno, en su reacción a los consejos de diciembre, agradeció el 12 de enero[13] la ayuda que el Kremlin prestaba al pueblo español y que los dirigentes soviéticos se habían impuesto a sí mismos como deber. La cortesía obligada no inhibió al viejo luchador (nunca un dechado de sutileza) de exponer una idea diametralmente opuesta a la que le habían transmitido sobre la necesidad de acentuar la vía parlamentaria en la transformación de las estructuras heredadas.

Cualquiera que sea la suerte que lo por venir reserva a la institución parlamentaria, ésta no goza entre nosotros, ni aún entre los republicanos, de defensores entusiastas.

Esto fue, simplemente, una metedura de pata que no correspondía a la realidad de la compleja panorámica política republicana y que quizá fortaleciera la impresión que los soviéticos pudieran haber albergado sobre la habilidad de Rosenberg[14]. Es una hipótesis que sólo una consulta más profunda de los archivos rusos podría confirmar o desechar.

Largo Caballero anunció que

en cuanto al camarada Rosenberg, puedo decirles con franqueza que estamos satisfechos de su conducta y actividad entre nosotros. Aquí todos lo quieren. Trabaja mucho, con exceso, y perjudica su débil salud[15].

En relación con los asesores señaló:

Los camaradas que, pedidos por nosotros[16], han venido a ayudarnos, nos prestan un gran servicio. Su gran experiencia nos es muy útil y contribuye de una manera eficaz a la defensa de España en su lucha contra el fascismo. Puedo asegurarles que desempeñan sus cargos con verdadero entusiasmo y con una valentía extraordinaria.

Bajo el impacto de la inhábil respuesta de Largo Caballero se celebró la entrevista. Se trata de un hito que requiere un tratamiento pormenorizado.

STALIN REFLEXIONA SOBRE LA GUERRA CIVIL.

La entrevista puede reconstruirse en base a las notas, muy abreviadas, que Pascua transcribió a máquina. Procederemos no por el orden en que figuran sino por bloques temáticos, con el fin de hacerla más comprensible para el lector. Ello impone un rigor exagerado al material bruto y acentúa un orden que no tiene por qué ser similar al que siguiera la conversación. Es el precio que hay que satisfacer para dejar claros todos los mensajes[17].

El primer bloque se refirió a los asuntos más actuales. En él se abordó la respuesta de Largo Caballero. Stalin insistió en las confiscaciones y la libertad de comercio. Con ello aludía simplemente a los elementos básicos que tipifican un ordenamiento económico NO socialista. Aunque las notas no traslucen mucho más, no es exagerado pensar que Stalin posiblemente llamara la atención de Pascua sobre las consecuencias que para la imagen de la República se desprendían de las incautaciones de empresas y de la colectivización de las actividades productivas. La referencia a la libertad de comercio era absolutamente básica ya que el monopolio del comercio exterior constituía uno de los puntales esenciales en la estrategia económica y política estalinista. De todo ello se infiere que los líderes soviéticos seguían las formulaciones que ya habían hecho llegar a Largo Caballero un par de meses antes. No es nada de extrañar puesto que constituía un camino imprescindible para promover el acercamiento de la República hacia los países democráticos occidentales. Stalin recordó también la importancia de los campesinos. En muchos países desempeñaban un papel decisivo y en España era conveniente protegerlos. Aunque era la clase obrera la que se situaba en vanguardia, sin un buen ejército no se conseguiría la victoria y como componente integral del mismo figuraban las masas campesinas. Stalin explicó que se trataba de un tema muy complicado y que en la Unión Soviética había tardado más de doce años en abordarse. Hay que suponer que con ello quería insinuar que comprendía las dificultades republicanas. Por si acaso, subrayó que no había que seguir el ejemplo soviético como si se tratara de una tarea escolar.

Molotov terció, expandiendo la argumentación. Se habían confiscado tierras en 1917 y 1918 pero sólo doce años después se establecieron los koljoses (granjas o explotaciones colectivas). Hasta 1935 no se había clarificado esta lucha[18]. En España habría que conseguir que los campesinos se quedaran con la tierra. Quizá el Gobierno podría hacer una declaración solemne de apoyo a los desposeídos en Extremadura. Los campesinos sabían lo que había hecho Franco. Debían saber también lo que haría el Gobierno. Eran propensos a desconfiar de la propaganda y muy sensibles a las realizaciones concretas[19]. Tal vez ello no agradara a algunos militares y a muchos republicanos pero había que elegir. ¿Cuáles habían sido los resortes de la victoria soviética en su revolución? La promesa de dar tierra al campesinado y su puesta en práctica[20].

El segundo bloque temático se dedicó a la situación política. Se trataba del más importante para Stalin, según declaró abiertamente. Y en ello no mentía. Era un hombre que pensaba ante todo y sobre todo en términos políticos. Abordó las relaciones entre los partidos republicanos y proletarios. Aludió ampliamente a los anarquistas y señaló que en las filas confederales había buenos elementos. Preguntó si podría haber una plataforma común entre socialistas y comunistas a propósito de la CNT[21]. La respuesta de Pascua fue afirmativa, aunque con matices. Stalin tuvo palabras de reconocimiento a la labor de Largo Caballero: no era mala su postura con respecto a la unión de las organizaciones obreras para influir desde dentro de las mismas. Era la única táctica posible para hacerse con los buenos elementos y desplazar a los malos dirigentes.

Stalin pidió explicaciones sobre las razones que Negrín tenía para expandir el Cuerpo de Carabineros. La respuesta debió de satisfacerle[22]. ¿Había otros apoyos en el ejército? Pascua replicó que éstos eran socialistas y comunistas y no tanto confederales, pero que la situación presentaba ventajas. Desde el punto de vista de la contribución al esfuerzo de guerra Stalin atacó duramente la táctica anarquista[23], propia de charlatanes, según la calificó. Durruti había sido un fracaso, por falta de organización y de disciplina (y ello se reflejaba de nuevo en el tenor de muchos de los informes que los representantes soviéticos le habían enviado). Reiteró que había que encontrar formas de acceder a las masas anarquistas e influir en ellas, lo cual sólo sería posible si los socialistas y los comunistas trabajaban juntos. Era preciso concienciar a los obreros de buena fe que seguían a los líderes anarquistas. Por su parte, Pascua diseccionó su papel en los combates, la relación con sus ministros en el Gobierno, su táctica derrotista y su escaso grado de control sobre los comités que tanto habían proliferado. Explicó la relación de fuerzas con la CNT en las diversas regiones y subrayó que en los últimos tiempos muchos elementos dudosos se habían incorporado a las filas confederales.

En el plano de la política interior no faltó una referencia a las cuestiones regionales. Stalin recomendó que el Gobierno central no dejase la política exterior, el ejército, el comercio exterior, los ferrocarriles y los transportes generales y las bases financieras de la economía con una única moneda. Vizcaya (sic) y Cataluña tendrían suficiente con los asuntos internos. Esta sugerencia iba, naturalmente, en contra de las actuaciones que los Gobiernos nacionalistas habían puesto en marcha tratando de horadar y de traspasar las competencias que les correspondían estatutariamente.

STALIN SE PREGUNTA: ¿QUIERE LA REPÚBLICA GANAR LA GUERRA?

El tercer bloque temático se dedicó a la situación militar. En el plano general el eslogan dominante del «¡No pasarán!», pareció a Stalin una consigna errónea, con una connotación puramente pasiva y defensiva[24]. El ejército en torno a Madrid tenía fuerza y material pero le paralizaba tal enfoque. Pascua argumentó que ello reflejaba la psicología del pueblo español, entonces a la defensiva. Stalin aludió a la no participación española en la Gran Guerra. Aunque había proporcionado paz y ventajas materiales a España también había tenido un lado negativo que afloraba entonces: falta de experiencia, de cuadros, de material adecuado y de combatividad[25]. A ello se añadía la carencia de disciplina, condición esencial para la victoria. Stalin subrayó este tema repetidamente y con intensidad creciente. Era necesario que el Estado se comportase de manera disciplinada y resultaba imprescindible que se incrementase la disciplina en el ejército. Los obreros comprenderían las ventajas. Había que desenmascarar la propaganda errónea y denunciar las intrigas de los anarquistas. Pascua anotó en mayúsculas el mensaje central: SIN DISCIPLINA Y SIN FUERZA NO SE HACE LA GUERRA Y NO SE CONSEGUIRIA LA VICTORIA. El armamento y la táctica no conducían necesariamente a ella. Los anarquistas habían ocultado armas de procedencia soviética, a pesar de que otras unidades carecían de ellas. La secuencia imprescindible era la siguiente: atenerse a una táctica adecuada —aumentar la disciplina del Estado— incrementar la militar: SI NO, NO VICTORIA[26].

El dictador soviético afirmó que hablaba con toda franqueza. La impresión que tenía es que algunas veces la República no parecía querer tal victoria. Tenía hombres, buen armamento, técnica y auxiliares pero, en el fondo, no deseaba ganar[27]. Dio nombres (Casado, Asensio, Pozas, Miaja). Se suscitó la cuestión de la flota y preguntó si la República disponía de una escuela de oficiales. Vorochilov respondió que para la Marina Mercante. Eran buenos, incluso excelentes. También había una escuela de tiro. En cambio para los submarinos la selección de los comandantes recaía en la propia Marina de Guerra. Surgió la cuestión de la masonería. Molotov preguntó si había militares masones y personal masónico en las embajadas. No le inspiraban confianza.

Finalmente, se llegó al tema de Madrid. Era preciso mantener a toda costa la ciudad en manos republicanas. Pascua recordó que el Gobierno había declarado que aun cuando se perdiera la capital la lucha continuaría. Stalin se mostró de acuerdo pero recordó que una eventual caída de Madrid modificaría enormemente la situación a favor de los rebeldes que incorporarían cien mil hombres a su ejército. Por ningún concepto había que permitir que Madrid cayera en manos de Franco. De lo contrario el Gobierno soviético podría verse obligado a reconsiderar la situación[28].

El cuarto bloque temático se concentró en las diferencias entre la Unión Soviética y España en sus respectivas guerras civiles. En la primera la revolución había nacido de la guerra. Los soviets tenían fuerzas de tipo regular. Desde el primer momento pudieron basarse en unidades militares normales. En España lo que había que hacer era empezar por formar un ejército[29]. Ello se unía a las discrepancias en la evolución política y social y al muy distinto encuadramiento internacional de uno y otro conflicto. Los soviets habían contado con enormes recursos frente a las potencias intervencionistas. Movilizaron 5 millones de hombres y al final de la guerra contaban ya con 8 millones. En Rusia se podían acometer retiradas de tres mil o cuatro mil kilómetros, lo cual dificultaba los avances de los invasores. En España no se daban tales condiciones. En el plano externo la revolución rusa se había producido en medio de una guerra entre dos coaliciones de Estados capitalistas. Este conflicto impidió que unieran sus fuerzas contra el naciente Estado soviético. En 1937 no había ninguna guerra semejante. Por consiguiente, España… Sin duda, este argumento apuntaría a la necesidad de evitar que se unieran las potencias capitalistas contra una eventual España de corte socialista. No en vano había predicado el Kremlin tan reiteradamente la vía de la moderación y del acercamiento a las democracias burguesas, una línea en la que coincidía con importantes sectores del Gobierno republicano y que, incidentalmente, siempre fue una constante en el pensamiento de Negrín. Encadenando la argumentación, Stalin pasó a abordar la importancia de la democracia parlamentaria[30]. Pascua anotó «los marxistas rusos consideran que no debe instaurarse el régimen de los soviets en España» y, en mayúsculas, poco después, MARXISTAS RUSOS NO FAVORECEN SOVIETS EN ESPAÑA. «Con un régimen parlamentario y democrático las posibilidades son mucho mejores[31]».

Stalin señaló con toda claridad que no pensaba intervenir de forma directa en España[32]. Si lo hacía, Alemania e Italia actuarían abiertamente y contarían con la benevolencia de Inglaterra y Francia. En consecuencia, «sería dificilísimo para la España soviética defenderse». Rusia estaba lejos. España tenía una «enorme importancia estratégica y geográfica». Si los comunistas se establecían en ella, las repercusiones se harían sentir en Europa occidental y quizá en toda Europa. Contra ellos se unirían las fuerzas de todos los países capitalistas. «Sería estúpido y no razonable la instauración de soviets», escribió Pascua[33]. Este enfoque, que así desgranaba el todopoderoso líder soviético, se contrapone con la visión que han popularizado los historiadores conservadores y antirrepublicanos, los guerreros de la guerra fría y una parte del exilio, particularmente anarquista y poumista. Subsiste como vestigio de la propaganda franquista a favor de la «Cruzada» contra el comunismo. Refuerza la tesis que tratamos de sustanciar en esta trilogía: Stalin seguía sin ver que el establecimiento de una «república popular» avant la lettre pudiera ser un objetivo deseable. Por lo demás, ello estaba en línea con el cuadro estratégico en el que se movía la política exterior de la URSS. Había que evitar una ruptura con las potencias democráticas pero también reducir los riesgos de una confrontación militar contra el Tercer Reich (que tampoco deseaban los británicos). La estrategia soviética hacia España tenía que ser cautelosa, proceder por tanteos, ayudar a la República, pero sin que ello supusiera romper puentes. La destinada a reforzar la seguridad colectiva no daba los frutos esperados. Las democracias se escapaban. Era una lectura fría, que no excluía elementos de solidaridad, de un entorno complicado y sobre el que se cernían, amenazadoras, dos sombras: la agresividad del nazismo y la pusilanimidad franco-británica.

Según afirmó el líder soviético, «nuestros amigos españoles» y los «amigos de la revolución española» debían reconocer que la mejor vía era la del Frente Popular. Ello conllevaba la necesidad de afirmar el régimen parlamentario y democrático porque, al hacerlo, dividiría al mundo capitalista en dos campos. Francia e Inglaterra no podrían luchar abiertamente contra un régimen parlamentario y democrático[34]. Si las potencias fascistas continuaban su ayuda, sus masas obreras se posicionarían contra la intervención e incluso podrían provocar una explosión. De todos los argumentos aducidos éste era probablemente el tipo de ensoñación al que un marxista no podría sustraerse[35].

El quinto bloque temático examinó las relaciones hispano-soviéticas y la ayuda. Stalin afirmó que ésta continuaría y que convenía seguir en la línea indicada, es decir, no favorecer un régimen soviético en España con el fin de evitar que Alemania e Italia pudieran encaminarse a una agresión abierta. El embajador indicó que Azaña le había sugerido que examinase la posibilidad de llegar a un tratado de amistad con la Unión Soviética pero que él lo había desaconsejado[36]. Stalin coincidió en esta apreciación y declaró que quizá habría que hacer ver que no existía ninguna aproximación especial entre la Unión Soviética y España. Sí había una gran simpatía hacia ésta por parte de las masas soviéticas, tal y como se manifestaba en colectas, pero en modo alguno convenía ir hacia tratados secretos. Era preciso prestar suma atención a los aspectos internacionales. Si en Inglaterra triunfaba una corriente gubernamental que declarase que estaba dispuesta a prestar ayuda a la República en el caso de que los soviéticos no lo hicieran, España debería alejarse de la URSS con el fin de obtener el apoyo británico[37]. Esta declaración nos parece extraordinariamente importante y ha de subrayarse con todo énfasis. Negrín, más tarde, no la echó en saco roto y se agarró a ella. Fue en ese contexto cuando Stalin anunció a Pascua que podría llamarse a Rosenberg a Moscú[38] y enviar a Valencia a otro embajador que, por así decir, fuese más oficial. También se sustituiría a Antonov-Ovseenko por alguien menos revolucionario y notorio[39]. El primero fue apartado del cargo rápidamente. El segundo aún tardó en serlo cierto tiempo. Las razones del retraso no he podido averiguarlas.

Stalin aludió a los consejeros soviéticos y subrayó que no se les toleraría ningún exceso. El mensaje central fue el siguiente: CREA USTED QUE NUESTRA AYUDA CONTINUARÁ, CUALESQUIERA QUE SEAN NUESTRAS APARIENCIAS DE REPRESENTACIONES DIPLOMÁTICAS.

Pascua evocó la angustia del Gobierno ante la situación militar y los suministros. Se habían solicitado siete millones de cartuchos. Vorochilov recordó que la URSS había enviado técnicos e ingenieros para organizar su fabricación en Barcelona, como ya hemos examinado. El embajador, siguiendo las instrucciones de Largo Caballero, subrayó la imperiosa necesidad de aviones de bombardeo. No era cuestión de dinero. Nadie suministraba. Se habían adquirido algunos a través de Polonia. Stalin adujo que México no adquirió en el exterior pero que había que investigar. Los aviones que se habían enviado a España habían demostrado ser muy buenos, muy rápidos y mejores que los del enemigo. Salieron a relucir las dificultades de transporte. La URSS tenía buena voluntad pero existía el peligro de complicaciones políticas. Pascua sugirió que los barcos fueran acompañados de navíos de guerra. Stalin aludió a las consecuencias eventuales. Lo estudiarían. Si daban tal paso, declararían abiertamente que ayudaban a la República y liberarían de cualquier inhibición a Alemania e Italia. Si alguien atacaba para hundir los barcos de guerra las repercusiones serían inmensas. Llovía, en efecto, sobre mojado. El 14 de diciembre el Canarias había hundido al mercante soviético Komsomol, el que dos meses antes había llevado los primeros tanques a Cartagena. En esta ocasión no cargaba material de guerra sino cerca de 7000 toneladas de manganeso en barras. La tripulación, 34 hombres y 2 mujeres, fue transbordada al Canarias[40].

El incidente despertó una gran conmoción internacional porque una parte lo presenció un mercante belga, el Président Francqui, que afirmó que cuando abandonó la escena otros buques se estaban acercando al barco soviético. En Moscú se ordenó la oportuna investigación, uno de cuyos resultados se conserva en los archivos de Economía[41]. Se creyó en un primer momento que la tripulación había perecido, aunque persistían rumores de que no había desaparecido en su totalidad. Se decía que en Cádiz, por ejemplo, había encarcelada una cuarentena de rusos, si bien podía tratarse de otros prisioneros. Lo cierto es que más tarde, y en silencio, los tripulantes fueron puestos en libertad por tandas, pero esto ocurrió mucho después de la entrevista entre Stalin y Pascua[42].

Álvarez del Vayo aprovechó la ocasión y telegrafió a Pascua:

Ruégole visitar comisario Negocios Extranjeros expresarle nombre mío, Gobierno y pueblo español, profunda indignación acogiose aquí último acto piratería rebelde al hundir barco soviético Komsomol. Gran ansiedad nos embarga a todos por suerte haya podido correr tripulación que en los breves días que pasó en región valenciana hízose tan popular y para cada uno cuyos componentes guardamos el recuerdo emocionado de su sana y alentadora solidaridad. Agradeceré a este respecto cualquier noticia envíeme. Por lo demás hundimiento Komsomol es una nueva prueba justeza tesis española sobre grave peligro que corre por horas la paz mundial si se sigue permitiendo a las fuerzas conocidas de destrucción y de guerra hacer el juego a quienes carentes de todo sentido de responsabilidad europea no vacilarán en arrastrar tras su propio fracaso la causa general de la paz[43].

El ministro de Estado no andaba desencaminado. Probablemente daba en la diana con respecto a la valoración que también se hacía en Moscú. Stalin fue prudente. El hundimiento retrajo considerablemente los envíos soviéticos de armas a la España republicana, que en general pasaron a hacerse en barcos mercantes españoles[44]. Como han puesto de relieve Heiberg y Pelt (p. 163) las complicaciones de los viajes llevaron a los rusos a cooperar con contrabandistas griegos y, tácitamente, con las autoridades. Los barcos soviéticos se escondían en los archipiélagos donde se disfrazaban y cambiaban de pabellón, con frecuencia el helénico. El hecho de que un hijo de Rosenberg, George (ibid, pp. 80, 86 y 109), trabajara para la República en Atenas en el sector de los suministros bélicos debió de contribuir a este tipo de aventuras.

Cabe destacar dos puntos: el primero, que por toda una serie de razones, entre las cuales las de índole logística no eran desdeñables, en el curso de la guerra los republicanos no tuvieron asegurado un flujo continuo de armamento soviético. Tras la caída del Gobierno Blum y el desvío de las rutas de suministro desde Leningrado (en la actualidad San Petersburgo) hacia los puertos del Atlántico tales como Le Havre, Cherburgo y Burdeos, el cruce del territorio francés para pasar a Cataluña se convirtió, por motivos políticos, en un auténtico vía crucis (Heiberg y Pelt, pp. 24s). El segundo, que Stalin siempre fue muy duro con el CNI. En la entrevista con Pascua lo caracterizó como «un comité de miserables». La Unión Soviética aceptaría lo que en él se decidiera siempre que otros lo hiciesen también. Como los «otros» no lo hicieron, el Kremlin se sintió libre para proceder a su albedrío. Es algo que no debieran olvidar aquellos historiadores que tanto acusan a los rusos de actuar con duplicidad en el marco de la no intervención.

Y TODO ELLO, ¿POR QUÉ?

Sería interesante abordar la interpretación soviética de la entrevista. De la transcripción hecha por Pascua lo que resalta es la fría aplicación del realismo. Stalin había acudido en ayuda de la República por consideraciones políticas, estratégicas e ideológicas. Fueron las dos primeras categorías las que sobresalen en su presentación. En un mundo revuelto, no interesaba a la Unión Soviética crear un foco adicional de inestabilidad internacional. La República debía ganar la guerra pero contando no sólo con el apoyo soviético sino con el que incluso le era más necesario: el de las democracias. La distancia y la situación geoestratégica y geopolítica no toleraban alegrías expansivas. El mensaje era: arrímense ustedes a Francia e Inglaterra. No queremos repetir un experimento como el nuestro en tierras españolas. Ni la historia, ni la evolución económica y social, ni el encuadramiento internacional de su guerra lo permiten. Nosotros nos situaremos en segunda o tercera línea.

Tal enfoque no encaja con un tipo de interpretaciones muy extendido para el cual la política exterior soviética en los años treinta obedecía al primado ideológico de la expansión del sistema comunista. Es, por el contrario, la ilustración de una línea de actuación al servicio de unos intereses que en aquel momento coincidían ampliamente con los republicanos y socialistas moderados, poco deseosos de cohonestar las aventuras radicales. Tres semanas antes de que tuviera lugar la entrevista con Pascua, lord Chilston y sus colaboradores habían terminado la hercúlea tarea de sintetizar la evolución política, económica y social de la Unión Soviética. Al referirse a la política hacia España, los diplomáticos británicos demostraron ser buenos conocedores de la mentalidad e intereses soviéticos.

En una o dos ocasiones durante el año el Sr. Litvinov ha afirmado que la Unión Soviética «no tenía un interés directo en España» pero que la situación en este país le causaba una gran preocupación a causa de Francia y en el interés de mantener la paz mundial caso de que llegase a quedarse a la merced de Alemania e Italia. El embajador soviético en Londres también ha declarado recientemente que la simpatía para con el Gobierno republicano no se debía al deseo de establecer un régimen comunista sino que la intención estribaba en ayudarles en aras de la paz. Si el Gobierno ganaba la guerra quizá surgiera un régimen muy inclinado hacia la izquierda pero no un régimen que causara problemas fuera de España. Por otra parte, una victoria del general Franco sería un triunfo para Italia y Alemania. En este aspecto, cabe dudar mucho (a pesar de la profecía leninista de que España sería el primer país en seguir los pasos de Rusia y a pesar de todas las actividades de la Comintern en pos de la consecución de tal objetivo) de que la política actual del Gobierno soviético sea precipitar un avalancha comunista que lleve a la formación de un régimen soviético en España. Por un lado, el comunismo soviético, bajo el régimen actual, no comparte los mismos planteamientos que las diversas secciones del comunismo español. Hay varias que los bolcheviques ortodoxos consideran como herejes peligrosos y a los que se les ha condenado sin miramientos como seguidores del «architraidor» Trotski. Aparte de tales aspectos, es más que posible que el Kremlin sienta que la revolución mundial puede esperar un rato todavía y que, además, cualquier peligro para Francia sea un peligro para la Unión Soviética[45].

Innecesario es resaltar el grado de congruencia entre la evidencia conocida de los republicanos y este tipo de análisis hecho por observadores externos. Sobre las motivaciones últimas de Stalin cabe especular. En un plano general quizá no sea exagerado traer a colación aquí, en primer lugar, a uno de los grandes sovietólogos del pasado siglo, George F. Kennan. Hace ya muchos años que éste argumentó que, en el fondo, a Stalin no le interesaba demasiado que en el extranjero lejano pudieran triunfar revoluciones que él no estuviese en condiciones de controlar. Rieber (p. 144), que mucho más tarde ha explorado los archivos soviéticos, ha aducido que, detrás de ello,

latía el temor hacia un movimiento revolucionario, espontáneo y autónomo, que evolucionase fuera de su control y que pudiera adquirir un estatus similar al de la Unión Soviética gracias al triunfo de su propio Octubre.

Es fácil argumentar en términos opuestos: si los comunistas ortodoxos podían hacerse con el poder político y militar en España, ¿acaso no merecería la pena intentarlo? El problema es que este objetivo, siempre postulado desde posturas profranquistas, antirrepublicanas o meramente conservadoras era de realización difícil, por no decir imposible, en las condiciones políticas e internacionales de la época. Stalin era un buen estudioso y practicante de la dialéctica marxista. Sin grandes dotes de creador teórico, dominaba la praxis. Probablemente pensaba que si los republicanos seguían los consejos que les daba y si Francia y el Reino Unido se despertaban al auténtico peligro que se cernía sobre Europa, el que representaba el Tercer Reich, el atractivo de la Unión Soviética como aliado se vería realzado. Queda aquí apuntada esta línea de reflexión que otros investigadores podrán contrastar y, quizá, rebatir.

Como ha señalado Gueullette (p. 219), también es verosímil que Stalin se guiara por las experiencias que había ido cosechando en China. Aquí la línea inicial de la Comintern había consistido en fortalecer a los nacionalistas del Kuomintang y en ordenar al PCCh que se subordinara a éstos, que tratase de infiltrarse, guardando su identidad, y que prestara suma atención al campesinado (Jung Chang y Halliday, pp. 32-34, 39 y 51). Stalin jugó la carta de Chiang Kai chek hasta el límite. Los asesores soviéticos no dudaron de su lealtad incluso cuando ya había motivos para ello y le hicieron caso cuando sugirió una reducción sustancial de la influencia comunista. Como ha recordado Rieber (pp. 144s), el futuro Generalísimo resistió a las pretensiones de tales consejeros para utilizar sus blindados, que eran rusos, en una gran ofensiva contra los japoneses y rechazó también la pretensión de los comunistas chinos de llevar a cabo una guerra revolucionaria contra los invasores. La necesidad, tal y como se la veía en Moscú, de preservar un frente unido con los nacionalistas llevó a Stalin a sacrificar los intereses específicos del PCCh (Fenby, pp. 82, 89, 95 y 98). En ambos casos, Stalin debió percibir que las condiciones de una «revolución proletaria» en China no estaban maduras. Para Moscú, la revolución china tenía un doble carácter, nacional y social, y no es de extrañar que tal esquema lo trasladase también a España donde deseaba evitar una victoria de las potencias del Eje.

El debate sobre los objetivos de la política exterior soviética en los años treinta dista mucho de haber concluido. Los diplomáticos norteamericanos destinados en Moscú, hombres que después contribuyeron a establecer los fundamentos de la política de contención durante la guerra fría, tenían por lo general una visión sumamente negativa de la URSS[46]. Sus interpretaciones generaron una dinámica que demasiados autores proyectan incluso sobre los años treinta.

Desde nuestro punto de vista es más importante destacar el tipo de reflexiones que fueron aflorando en el país que, sin duda alguna, más contribuyó a la retracción de las potencias democráticas occidentales con respecto a la República: el Reino Unido. Como hemos ya subrayado hasta la saciedad, para una gran parte de la élite conservadora y de la alta burocracia británica el temor al comunismo estaba profundamente arraigado[47]. Fue uno de los resortes que, al menos en el plano ideológico, apartaron al Reino Unido de la República desde el primer momento. El Foreign Office, con Eden a la cabeza, se dedicó con afán a profundizar tal separación. En 1938, a los dos años del inicio de la guerra civil, se realizó en él un ejercicio de reflexión sobre los objetivos de Stalin, Hitler y Mussolini que se adelantaba a su tiempo y anticipaba el de las células de previsión incrustadas en los Ministerios de Asuntos Exteriores.

El gran sovietólogo que era Collier fue el primero en dar el paso al frente[48]. Que su nombre sea conocido únicamente por los especialistas no significa que sus opiniones estuvieran peor fundadas, antes al contrario, que las que se lanzaban en público los intelectuales británicos del momento a favor y en contra de la URSS y que, eso sí, han sido objeto de numerosos estudios. En un largo memorándum Collier contrapuso la política exterior de los grandes contrincantes de la época: fascismo y comunismo. Lo hizo a partir de sus presupuestos filosóficos y morales (antitéticos) y de su praxis (muy similar). Los primeros ponían al individuo al servicio del Estado y divisaban el objetivo de éste en prevalecer en una lucha sin cuartel con otros competidores, una visión completamente opuesta a la de las democracias, con su énfasis en los valores individuales. En la segunda vertiente detectó una flexibilidad algo mayor en los sistemas fascistas. En ellos, por ejemplo, existían poderes compensatorios con peso (las Iglesias), había márgenes de libertad individual y hasta se podía leer cierta prensa extranjera. No eran sistemas absolutamente cerrados al exterior. Sus súbditos (hablar de ciudadanos hubiera sido una exageración) salían de vez en cuando al extranjero y, de una u otra manera, también se relacionaban con gente de fuera.

El sistema comunista compartía, en teoría, con el democrático la búsqueda de la felicidad individual. Su praxis la negaba absolutamente. El divorcio entre teoría y realidad era total e infranqueable. La realidad aproximaba a la Unión Soviética al fascismo (pero ello no hacía de Collier un protoabanderado de las teorías del totalitarismo que se desarrollaron en los años cincuenta). Sin embargo, la ferocidad del comunismo era superior a la de este último, su impermeabilidad mayor y su capacidad para autorreproducir lo que después se denominaría «nomenclatura» mucho más considerable. Las desigualdades sociales en el acceso al poder y en el disfrute de sus ventajas se acrecentaban. La Rusia de Stalin era menos liberal e igualitaria que la de Lenin. Hasta en los planteamientos raciales, tan típicos del Tercer Reich y que ya iban invadiendo Italia, la Unión Soviética empezaba a ganar terreno. El nacionalismo gran-ruso oprimía crecientemente a las minorías. Nadie en su sano juicio hubiera podido afirmar que Collier fuese un «compañero de viaje» más o menos disfrazado, como tantos otros.

Las causas de aquella evolución eran inmanentes al sistema pero también el resultado lógico de la necesidad de tener que abandonar los sueños de una revolución global y de enfrentarse al grave riesgo de agresión de las potencias fascistas. Para Collier, como para Pascua y lord Chilston, la Unión Soviética estaba a la defensiva y lo que preocupaba a sus líderes era la necesidad de proteger sus intereses estatales. Naturalmente, la idea de la revolución mundial no se había abandonado. Stalin y sus adalides seguían predicándola de boquilla. Tal vez creyeran en ella a largo plazo (recuérdense las declaraciones de Maisky ante Eden), de igual manera que, como indicó Collier, el Vaticano podía creer en el triunfo último de la fe católica y en la extirpación de toda herejía. Pero en Moscú, como en Roma, la doctrina se subordinaba a consideraciones pragmáticas. Las organizaciones que propagaban la doctrina comunista, como la Comintern, seguían funcionando pero sus actividades estaban aherrojadas por los intereses inmediatos del Estado soviético. Los comunistas extranjeros servían a éstos, de igual manera que los rexistas en Bélgica, los fascistas en el Reino Unido o Francia, la «guardia de hierro» en Rumanía, los nazis húngaros y escandinavos (o los falangistas en España) funcionaban objetivamente al servicio de los intereses del Tercer Reich (o de Italia). Unos creían en la revolución. Otros pensaban que actuaban patrióticamente.

Las políticas exteriores de las tres potencias convergían hacia un centro común: el de la defensa de los intereses que reputaban nacionales. Ninguna dudaba en expandirse, si ello los propiciaba. La URSS se había introducido en Mongolia Exterior. Italia quería adentrarse en España. La ideología se ponía al servicio de los intereses de los respectivos Estados. Pero éstos no eran iguales ni la capacidad de cambiar el statu quo era la misma. En el caso soviético las informaciones apuntaban hacia un deterioro creciente de la maquinaria estatal. Era difícil pensar que en el corto o medio plazo la eficacia del sistema pudiera aumentar de tal suerte que resultase peligroso para los demás. Su capacidad de amenazar a sus vecinos disminuía. Las potencias fascistas, por el contrario, estaban mejor organizadas. Su capacidad de alterar el statu quo era más significativa. Incluso en el ámbito de la propaganda, otrora uno de los grandes triunfos de la Unión Soviética, realizaban progresos mucho más considerables. En consecuencia, no era tanto a la Unión Soviética de Stalin a la que había que temer sino a los regímenes alemán, italiano y japonés. En ellos radicaba el riesgo. Eran los que constituían el auténtico peligro. También para el Imperio británico[49]. De entre los mandarines del Foreign Office, Collier era uno de los pocos que veían claro. Mientras los demás apaciguaban, Collier traducía lo que poco antes había escrito un joven poeta inglés de veinte años, John Cornford, comunista: «understand before too late, freedom was never held without a fight» («Comprended antes de que sea demasiado tarde que la libertad nunca se mantuvo sin luchar por ella»).

Las opiniones de Collier se han visto revalidadas por la investigación. «En el peligroso mundo de los años treinta, el internacionalismo revolucionario era un lujo que el Estado soviético no podía permitirse», afirma Nation (p. 87). Los esfuerzos de Stalin se dirigieron a salvaguardar la revolución en el interior a través de su colaboración con Occidente, destaca Gorodetsky (p. 3). Otra cosa es determinar cuándo el interés soviético por lo que ocurriese en España empezó a deteriorarse. Nation (p. 95) afirmó que ya se adentró en esta línea a lo largo de 1937. Es una aseveración que nos resulta demasiado general. Como veremos, no ocurrió hasta el otoño. Sin embargo, el desinterés no fue rotundo ya que las opciones estratégicas de Stalin siguieron ligadas al refuerzo de la política de seguridad colectiva.

UNA MISIÓN DISTORSIONADA.

Stalin deseó que sus planteamientos los trasladase el embajador personalmente a los líderes republicanos. Afirmó con rotundidad que no convenía telegrafiar porque el cifrado era malo (a pesar de las declaraciones de Pascua de que cambiaba la clave todos los días[50]). No le faltaba razón, como muestra la interceptación británica de algunos de los telegramas de este último. Pascua llevó consigo a Valencia una respuesta escrita y firmada por el trío soviético. Decía así:

El camarada Pascua nos ha entregado su carta. Hemos tenido con él una larga conversación acerca de las cuestiones que no estaban para nosotros completamente claras. Nada escribimos acerca del carácter y de los resultados de esta conversación porque el camarada Pascua se ha ofrecido a ir a Valencia y referírselo a usted personalmente. A usted y al pueblo español les deseamos la más completa victoria sobre los enemigos exteriores e interiores de la República española. Estimamos como un deber nuestro continuar ayudándole en el porvenir en la medida de lo posible.

A algunos de quienes vieron a Pascua, las opiniones de Stalin debieron de parecerles razonables. Entre ellos figurarían Prieto y Negrín. La recepción de Largo Caballero, a juzgar por lo que dejó en sus escritos, fue muy distinta.

Hoy hay que ser un lince para comprender que Rusia trataba de conducir nuestra política con el programa del Frente Popular, que era la política que a ella la (sic) convenía a fin de conservar sus relaciones diplomáticas con Inglaterra y Francia, especialmente con la última por el tratado franco-ruso. No es que las diferencias sociales, históricas y geográficas entre Rusia y España, como ellos dicen, obliguen a seguir la política que señalan, sino que es al Gobierno ruso al que le interesa porque ha abandonado la política de lucha de clases y entró de lleno en la política burguesa, como cualquier otro país capitalista (2007, pp. 3746s).

Si estas expresiones reflejan el auténtico sentir de Largo Caballero, tras su experiencia como presidente del Gobierno, su salida del mismo y la derrota republicana, cabría pensar que jamás entendió el marco político internacional en el que la República hubo de conducir la guerra. También muestran que la «revolucionitis», meramente teórica, no había abandonado totalmente al viejo luchador cuya praxis había ido por otros derroteros[51]. Hay una razón posible por la cual Largo Caballero tal vez acentuara el episodio y su crítica a Pascua, convicto del horrible acto de haberse ausentado de Moscú sin autorización previa. Estaba preparando un nuevo Gobierno que debía sellar la preponderancia de la izquierda socialista, en contradicción con las realidades internas e internacionales y con las recomendaciones que Stalin reiteraba. Llama la atención que no fuera generoso hacia Pascua. Todo embajador medianamente razonable hubiese cogido inmediatamente el avión y se hubiera plantado en Valencia. Es lo que hizo Pascua. Llevaba noticias que eran dinamita pura, políticamente hablando. Pero el presidente del Gobierno escribió en sus recuerdos:

Un día, sin haber sido llamado, ni por el presidente del Consejo ni por el ministro de Estado, se presentó en Valencia el embajador de España en Rusia[52]. Entre los problemas que Pascua planteó estaba lo del oro y la pregunta si Largo Caballero creía llegado el momento para la unificación de los partidos socialista y comunista. Le contestó que lo veía difícil por la labor proselitista del último, lo cual molestó mucho al primero (Largo Caballero, 2007, p. 3747[53]).

Es innecesario subrayar en este punto que los recuerdos de Largo Caballero no siempre son fiables. Al escribirlos olvidó el apremio del pedido de armamento que había cursado a Pascua poco antes, repitiendo el transmitido a Rosenberg. También cuesta trabajo pensar que sólo recordara la respuesta de Stalin, que NO era la carta más o menos de circunstancias que le llegó a Valencia sino algo bastante más elaborado[54]. La entrevista debió constituir para Pascua un momento de gloria profesional. En primer lugar, el énfasis puesto por Stalin en ciertos temas (temor a complicaciones internacionales, postura cuidadosa frente a las potencias fascistas) encajaba con las líneas que había percibido en la orientación de la política exterior soviética y sus relaciones con España. En segundo lugar, estaba el sempiterno tema del oro. El embajador entregó un ejemplar del acta definitiva y, quizá, algunos papeles más. Sin embargo, también en esto Largo Caballero (2007, p. 3495) ofreció una visión distorsionada y absurda.

En los últimos días del mes de abril y primeros de mayo (sic) de 1937, se presentó en Valencia, en el despacho del presidente del Consejo de Ministros, el embajador de España en Rusia, D. Marcelino Pascua, enviado por Stalin (sic) con cartas suyas para Largo Caballero…, al mismo tiempo para hablar del asunto del oro depositado en Rusia, con una nota explicativa, al parecer (sic), de las existencias de oro y un documento con su fórmula de clave exponiendo la forma de garantizar los valores pertenecientes a España. Según el texto del documento se trataba de extender dos actas en francés y en ruso que habían de depositarse en un banco francés, en una caja fuerte, a nombre de dos o tres personas, distribuyendo las llaves entre ellas. A Largo Caballero le pareció bien; encargó a D. Marcelino Pascua hablase del asunto con el Sr. Negrín y que volviese para terminar los detalles de lo que había de hacerse. El embajador no volvió más a ver al presidente del Gobierno; el ministro de Hacienda guardó silencio sobre el particular y como se produjo la crisis en 14 de mayo no se ha vuelto hablar más de ello. Cabe preguntar: si sólo estaban enterados y podían intervenir en el asunto tres personas, ¿por qué se tuvo interés en provocar la crisis de mayo con lo que se eliminaba una de ellas sin la firma de la cual no se podía operar? ¿Es que el Gobierno ruso consideró se podía entender con el Sr. Negrín para entregar el oro sin ningún otro control del Gobierno español? Éste es un asunto de tal gravedad que exige ser aclarado en su día.

Hemos transcrito in extenso tal referencia porque es un ejemplo que muestra hasta dónde podía llegar Largo Caballero. Nada de lo que escribió responde a lo documentado. Inventó una historia que situó, convenientemente, cerca de la crisis de mayo. Aparentó como si ésta hubiese sido una maniobra para que Negrín pudiera obrar a su antojo con el oro o, peor aún, como si los rusos le hubiesen descabalgado a él de su puesto de presidente para conseguirlo. Antes de su viaje a Valencia, Pascua había remitido una nota escrita en clave que, colmo de los colmos, copia el mismo Largo Caballero y que no contiene nada de lo que éste asegura. Tal nota ha sido objeto en la literatura de comentarios varios y, sólo para facilidad del lector, se reproduce en el apéndice documental, en la versión que llegó a Araquistáin. No he podido determinar cuándo la escribió Pascua. Si el acta a la que se refiere es la definitiva, la llevaría consigo. Si es alguna de las provisionales, la enviaría antes. Dado que Pascua estaba bastante preocupado por la seguridad se cuidó mucho de poner por escrito que no creía que debiera darse a conocer al Consejo de Ministros aunque, obviamente, sí a Largo Caballero. Sugirió que el ejemplar en francés lo conservase, como así fue, el ministro de Hacienda aunque es verosímil que el propio presidente tuviese una copia mecanografiada, según se desprende de sus memorias. De este episodio, escrito desde una perspectiva de ajuste de cuentas, Largo Caballero no puede salir bien parado.

Mientras tanto, Franco seguía recibiendo refuerzos de material, en ocasiones muy moderno. Contaba ya con una apreciable masa de maniobra compuesta por extranjeros: marroquíes (a cuyo reclutamiento se prestaba una atención renovada: De Madariaga, p. 270), italianos y alemanes, principalmente. Sus fuerzas armadas también se habían transformado. Los esfuerzos de los instructores militares alemanes e italianos habían conseguido formar a toda velocidad a un gran número de entusiastas como alféreces provisionales. La movilización se había acelerado. Si Largo Caballero estaba tan descontento del viraje que la República (su Gobierno) había dado hacia Moscú, ¿contaba con alternativas? La fértil imaginación de Araquistáin dio con una. Ambos se cuidaron de no mentarla en sus escritos posteriores. Con toda razón.

¿POR QUÉ NO COMPRAMOS A HITLER Y A MUSSOLINI?

La chispa que llevó a Araquistáin a una disparatada idea, a principios de enero de 1937, fue la visita a París de Hjalmar Schacht, gobernador del Reichsbank, el «mago» de las finanzas alemanas. Inmediatamente, aún reconociendo que podía parecer «estrambótica», la pasó a Largo Caballero. Era, afirmó, «el huevo de Colón». Sin duda pensó que con ella había dado con la clave para conseguir la retirada del Tercer Reich de tierras españolas[55]. Aunque Hitler era un «bruto» (es Araquistáin quien lo dijo), conocía la psicología claudicante de las democracias. Quería extraer algo de su aventura española. A pesar de su «obtusa inteligencia» (idem), tras el fracaso de «sus» tropas ante Madrid se desvanecía la esperanza de crear en España un régimen vasallo a no ser que comprometiera muchos más efectivos. En consecuencia, Araquistáin, que pasaba por conocer Alemania donde había estado de embajador menos de un año, estimaba que el dictador nazi «está ya, psicológicamente, preparando una retirada estratégica». La posibilidad de obtener colonias en Marruecos chocaría con Francia y el Reino Unido, lo que le «acobardaba». Quedaba una «alternativa»: dinero. El análisis era totalmente absurdo y no se basaba en el menor átomo de evidencia pero Araquistáin no se arredró:

Hitler es el fanfarrón que aspira a cobrarse algún barato, por las malas o por las medianas. Yo creo que, en este momento, se le puede comprar sin dificultad. Creo, además, que es la solución única: hay que comprar su no intervención en España.

Y de aquí postulaba que Schacht se contentaría «a falta de victorias militares, con un puñado de oro». La República debía dar un paso al frente. Su argumentación era singular y absurda:

Nosotros tenemos oro y, si la guerra continúa, habrá que gastarlo hasta el último gramo. Además, habrá que sacrificar todavía millones de hombres. ¿No sería mejor que España aporte lo que pueda, de lo que necesariamente ha de gastar, a comprar [a] Hitler?

Cabría señalar que cuando Araquistáin escribió estas líneas ya sabía que el oro no estaba ni en Madrid ni en Cartagena por lo que su eventual movilización para «comprar» a Hitler hubiese chocado con alguna que otra dificultad. Pero como «gran» analista de la realidad internacional de su tiempo no se arredró ante tamañas fruslerías. Se puso en contacto con Azaña por persona interpuesta, viajó a Valencia y convenció a Largo Caballero respecto a la posibilidad de que la República participara en la negociación de un préstamo internacional a favor del Tercer Reich. Esto eran palabras mayores. Lo que la República no había conseguido para sí, el embajador en París pensaba que iba a contribuir que se otorgase al Tercer Reich. Esto era desmesura (no «audacia», como apostilla el malogrado Tusell). Pero es evidente que Largo Caballero quedó cautivado, lo cual puede explicar la frialdad con que acogió las sugerencias soviéticas que por la misma época le transmitió Pascua. En consecuencia, cubierto por Azaña y Largo Caballero, Araquistáin habló con Blum y se llevó un primer pescozón. Según narró, la acogida fue reservada. La idea, se le dijo, debía encuadrarse en un plan político general. En este momento Araquistáin soltó su bomba de puertas adentro: en vez de arredrarse, había que pasar a una «política directa» para «comprar» la retirada nazi-fascista. Y se olvidó de la idea del empréstito. Al situarse en vanguardia, la República tendría que manejar la idea con la máxima discreción. Por razones que no están muy claras, en ese momento Araquistáin volvió a cambiar de tercio. Era mejor empezar por Italia. Partía del supuesto, no desencaminado, que la intervención mussoliniana se guiaba por móviles que no eran ideológicos. Si el episodio subsiguiente no fue de un amateurismo bochornoso, posiblemente se debió a los servicios de un «financiero» de perfil borroso, de origen judío y nacionalizado español (un tal José Chapiro[56]), con amplia experiencia internacional. Éste se presentó como si fuera motu proprio al embajador italiano en París quien, por razón de materia, le rogó fuese a ver a Grandi en Londres. Desde aquí se pidieron instrucciones a Roma. Aceptado el principio de iniciar conversaciones, Chapiro se entrevistó el 7 de marzo en Montecarlo, no en Ventimiglia como afirma Tusell, con un emisario fascista quien de entrada le espetó que Mussolini estaba comprometido a fondo con la victoria de Franco. Lo que él quería era sondear si Italia podía lograr tal propósito más rápidamente y con menos gasto. Chapiro respondió que como el triunfo sería republicano estaba dispuesto a entregar «una cierta suma equivalente a los gastos de la guerra en el caso de que ésta continuase hasta el fin».

El emisario recordó que Italia no se batía por simpatías. Lo hacía porque Mussolini se había dado cuenta desde el principio del alcance internacional del conflicto español. Una República victoriosa sería un firme aliado de Francia y del Reino Unido y en el Mediterráneo Italia quedaría estrangulada. La ayuda a Franco era un acto de previsión, una actuación estrictamente política. Observemos que en esta interesante conversación la cobertura ideológica anticomunista brilló totalmente por su ausencia. Aunque la entrevista sólo podía tener un carácter exploratorio, el emisario italiano no dudó en sugerir algunos intereses que quizá pudieran pesar en Roma: admisión de emigrantes italianos en Baleares y la península, cesión de una o dos bases aéreas en las islas, comercio libre para ciertas categorías de productos y pago de las obligaciones externas de Italia por un monto de 100 millones de dólares.

A Araquistáin las condiciones le parecieron exageradas pero las interpretó como un tanteo que le confirmó en su apreciación de que Italia no se retiraría de España sino por la fuerza o por el interés. «El botarate Franco le tiene sin cuidado», escribió. De aquí la conveniencia de continuar explorando las posibilidades de que una República victoriosa no fuese percibida como amenaza por el régimen fascista. En pleno trance de ensoñación pensó que Mussolini estaría más interesado en concluir un tratado de neutralidad con la República que con un Franco que tendría que hacer frente, en caso de victoria, a una población insumisa y en situación precaria. Los contactos continuaron. Chapiro (que en la correspondencia de Araquistáin recibió el sobrenombre de «Schulmeister») se entrevistó una tercera vez con Grandi en Londres el 7 de abril. No fue un encuentro productivo ya que sobre él gravitó la propaganda republicana en relación con la batalla de Guadalajara. Chapiro señaló que no había motivo para la prudencia ya que el Gobierno de Valencia ignoraba su labor con representantes italianos. Antes de dársela a conocer, necesitaba constatar algún tipo de movida favorable. Araquistáin dedujo de ello, soñando de nuevo, la no remota posibilidad de que los italianos pudieran retirarse. Al tiempo achacó a Francia y al Reino Unido turbios designios sobre una eventual mediación con el fin de salvar sus intereses económicos en España. En este momento, y por razones que tampoco se explican satisfactoriamente, el vector nazi hizo de nuevo acto de aparición.

Chapiro se entrevistó con Schacht en Bruselas y le propuso un arreglo económico-financiero a cambio de la retirada. El gobernador del Reichsbank, que siempre luchaba contra la penuria nazi en materia de divisas, sugirió la participación de un gran banco norteamericano. Chapiro habló con un financiero de esta nacionalidad, también judío, quien a pesar de su repugnancia en tratar con los nazis se declaró dispuesto a explorar las posibilidades. Contactó igualmente con un hombre de confianza de Roosevelt[57], quien le dijo que era probable que el Gobierno de Washington no se pusiera en contra. En estas condiciones Schacht parece que se mostró algo más abierto si bien dejó claro que tenía que plantear el problema en Berlín. Araquistáin, exultante, vio el cielo abierto:

Sin hacerse excesivas ilusiones, todo induce a creer que la acción de estos países [Alemania e Italia] contra nosotros ha entrado en la curva descendente y que a la vista de las proposiciones de S[chulmeiser] piensan tal vez que, por lo menos, del lobo, con pelo.

Era difícil andar más descarriado. Chapiro, empujado, continuó los contactos con Schacht, directa e indirectamente. El 20 de abril se entrevistó en Estrasburgo con otro emisario, un tal Gruber, interesado en saber si obraba de acuerdo con Valencia o por cuenta propia. Schacht, le comunicó, no podía avanzar sin contar con una propuesta más o menos formal. Esto planteó un problema insoluble. Araquistáin no se atrevió a recomendarlo en su carta del día 30 porque para entonces la ofensiva mediática inducida por el bombardeo de Gernika era abrumadora. El ataque en el norte con tan descollante participación alemana lo interpretaba como un triunfo de la política agresiva de Göring sobre la más conciliadora de Schacht. En qué se basaba Araquistáin es puramente especulativo. Schacht no jugaba ni en la estrategia de política exterior ni en la militar y, si se me apura, ni en la de la economía bélica, subordinada a Göring. El amateurismo del antiguo radicalizador del PSOE se revela en todo este episodio clamorosamente. Chapiro, por su parte, negó ante los italianos que estuviese en contacto con los nazis y viceversa. En una nueva entrevista en Londres, el 22, Grandi le planteó objeciones «morales». ¿Cómo justificar un eventual abandono de Franco, hasta entonces aliado? ¿Cómo entregar a los «nacionales» a la furia de los «rojos[58]»?

Todos estos contactos no llevaron a nada. Araquistáin se había lanzado a una aventura absurda sobre suposiciones incorrectas y harto débiles. Lo hizo contando con la luz verde de Largo Caballero y fuera de todo control. En sus largas cartas jamás aportó «evidencia» que no fuese una lectura sesgada de la prensa francesa. No sabía nada de lo que pasaba en Alemania (aunque creyera entender el fenómeno nazi y se desatara en improperios contra sus líderes) y no se preocupó de obtener información fidedigna de Italia. Sus análisis fueron meramente personalistas y carentes de toda profundidad. Sin embargo, en comparación con la basura que se ha lanzado sobre Álvarez del Vayo, Araquistáin ha quedado en general indemne en la literatura sobre la guerra civil. Su iniciativa quedó oculta en cartas privadas. Que sepamos, no causó perjuicios a la República pero probablemente fortaleció la convicción de Largo Caballero de que también podría manejarse en un terreno, el internacional, que jamás había pisado y que podría hacerlo con la misma «soltura» que ya venía mostrando en el ámbito de la política militar. Si tal fue el caso, el error fue homérico. Este episodio, tan someramente descrito, fue una de las «bazas» que agitó Largo Caballero cuando se le cuestionó, con toda razón, al frente de la presidencia del Consejo.

Por el contrario, los principios de la estrategia estaliniana, debidamente adaptados a las condiciones locales, recibieron la consagración explícita del PCE en el pleno del CC que tuvo lugar en Valencia al mes siguiente. José Díaz definió los objetivos del mismo: la lucha «por la República democrática, por una república democrática y parlamentaria de nuevo tipo y de un profundo contenido social» (GRE, II, pp. 268s). Lo que esto último significaba lo precisó seguidamente: la destrucción de las bases materiales de la reacción (la eliminación de los grandes terratenientes y el reparto de sus propiedades; la destrucción del poderío económico y político de la Iglesia, lo que no equivalía a combatir la religión; la liquidación del militarismo; la desarticulación de las grandes oligarquías financieras, que incluía la nacionalización del Banco de España y de las industrias básicas[59]).

En cuanto a lo primero, la nueva República implicaba el establecimiento del sufragio universal y «la participación directa de todo el pueblo en las elecciones y en los puestos de dirección política y económica del país». No utilizó vocablos intranquilizadores como «socialista» o «soviético». Era una política de moderación muy opuesta a la que preconizaban anarquistas y poumistas. Traducía la interpretación estalinista. Como afirmó hace ya tiempo un autor de no precisamente simpatías moscovitas, «dado que la revolución perjudicaría a los esfuerzos de Moscú por fortalecer la alianza antifascista, los comunistas españoles tenían que aparecer no sólo como no bolcheviques sino ni siquiera como socialistas» (Goodman, p. 84). Pero ésta es una constatación banal. Todas las potencias que intervinieron, o no intervinieron, en la guerra civil perseguían objetivos propios, ligados a intereses nacionales o que pasaban por tales.

La pregunta clave es: ¿se trató de una orientación errónea, que no respondiera a las variables cruciales que determinaban el entorno externo e interno que debía definir el esfuerzo republicano? Esto nos lleva a postular que, en vez de centrarse en el vector soviético como suele hacerse en la literatura, tanto a favor como en contra, hay que penetrar en las dimensiones internas. Cuando se examina tal orientación desde esa perspectiva, lo que debe subrayarse, como hace Graham (2002, pp. 213s), es el creciente atractivo de un enfoque en el que se enarbolaba lo que podía entenderse como la bandera del «republicanismo progresista» fundacional. Lo supo identificar el PCE, aureolado por el prestigio de las armas soviéticas, por el prestigio de que gozaba la URSS en los medios de izquierda y por el hecho evidente de que sin ella la República se habría ido al garete. También lo identificó el PSUC, su contrapartida catalana como se advierte en el proyecto de resolución del 12 de mayo de 1937 que reproducimos en el apéndice. Ya había dicho Pablo de Azcárate a los diplomáticos del Foreign Office en el lejano mes de agosto de 1936 que el abandono de las democracias abriría las compuertas a los comunistas. La política británica era, en puridad, un tanto irracional y contradictoria con sus premisas antisoviéticas.

El enfoque que propagó el PCE integraba la llamada a la cooperación de todas las clases sociales en la defensa del régimen republicano y la necesidad de contener los desmanes de una efervescencia revolucionaria perjudicial para el esfuerzo de guerra. Prometía, además, una reforma potente de las viejas y anquilosadas estructuras económicas y sociales que la República no había podido o sabido acometer en los años de paz. No es de extrañar que bajo la hoz y el martillo buscaran cobijo militantes de los partidos republicanos stricto sensu, del socialista e incluso de entre las filas anarquistas. El PCE tenía un enfoque más moderno que los eslóganes de la CNT/FAI o que los mensajes un tanto discordantes que emitía el PSOE. Se convirtió en un «partido de aluvión» en el que militaban de preferencia los que estaban dispuestos a subordinar todo, empezando por la revolución proletaria, en aras de ganar la guerra. No es de extrañar que, en el futuro, Juan Negrín, sumo sacerdote de la resistencia, encontrase en el PCE uno de sus puntales más firmes. Pero tampoco es de extrañar que Franco y sus turiferarios vieran en ese binomio Negrín/PCE el enemigo esencial a batir, con consecuencias que siguen coloreando todavía la literatura.

La expansión de los efectivos del PCE tuvo su paralelismo, en la zona franquista, en el vertiginoso crecimiento de Falange. Como ha indicado Rodríguez Jiménez (pp. 231s), tanto los militares como lo que hasta entonces había sido un movimiento marginal se beneficiaron de ello. Los primeros porque así podían encuadrar a las masas, el segundo porque incorporó tanto a derechistas sin partido, atraídos por las novedosas ideas fascistas, como a prorepublicanos en busca de protección. La dirección falangista no vaciló en utilizar medios coactivos. Fue una exageración lo que declaró Manuel Hedilla en abril 1937 de que la Falange contaba entonces con dos millones de afiliados y cien mil soldados en el frente (Southworth, p. 133), pero es verosímil que su expansión dejase en mantillas a la del PCE. Thomàs (p. 94) ha indicado que en octubre de 1936 había más de 36 000 falangistas en los frentes[60], lo que no es nada desdeñable para un «partido» de importancia casi testimonial en la anteguerra. Sin embargo, los autores que denuncian el avance del PCE como producto de turbios manejos no suelen detenerse en el falangista[61], a la postre más espectacular y duradero aunque, eso sí, domesticado por el duro puño de Franco.