Entre la frialdad francesa
y la gelidez británica.
LA ESTRATEGIA DISEÑADA POR Stalin y comunicada a los dirigentes republicanos en diciembre de 1936 no tuvo éxito. Estaba basada en una premisa que, poco a poco, fue revelándose falsa: la noción de que Francia llegaría a comprender que sus intereses de defensa ante el peligro nazi coincidían con el robustecimiento de la política de seguridad colectiva. En la medida en que esto no se produjo, una de las razones esenciales de la ayuda de la URSS a la República fue diluyéndose paulatinamente. Para Moscú la consideración fundamental radicaba en un estrechamiento de las relaciones franco-soviéticas de tal manera que el acuerdo bilateral se viese enriquecido con una vertiente defensiva. El Kremlin subestimó hasta qué punto la determinación franco-británica para hacer frente al peligro fascista se veía debilitada por el miedo al bolchevismo, por el temor a una revolución socialista y por un ramalazo de admiración hacia un Hitler que había reprimido duramente las veleidades de la izquierda (Carley, 1993, p. 303). Los intereses geoestratégicos y geopolíticos franceses deberían haber llevado a París a evitar que las potencias del Eje pudieran contar con el eventual apoyo de un nuevo Estado fascistizado como el que surgiría de una derrota de la República. Francia no lo percibió así. El año en el que la estrategia del Kremlin debía desplegar sus potencialidades, que coincidían en puntos esenciales con lo que transmitían De Azcárate en Londres y Araquistáin en París, fue uno de los más pálidos e inmovilistas en la historia de la política exterior francesa. No soy yo quien hace esta caracterización. Se debe a Duroselle (pp. 514s). Delbos y por ende su Gobierno, se las apañaron no sólo para no hacer nada efectivo ante la guerra civil sino incluso para contrarrestar los esfuerzos soviéticos. Naturalmente, tampoco hicieron nada que pudiera antagonizar a las potencias del Eje. Fue una línea de conducta que contó con el apoyo de la mayoría de la opinión pública, satisfecha con la sedicente «no intervención» y profundamente pacifista, aunque muy dividida entre profranquistas y prorrepublicanos. Y, para colmo de males, el Gobierno británico no cesó en su hostilidad encubierta. Al contrario, la intensificó. Es necesario calar por debajo de la política del Frente Popular francés y poner al descubierto la inquina última de los conservadores británicos, liderados por aquel autoenaltecido paragón del frente contra los dictadores, como Eden tituló sus memorias.
LA ESCASA PROCLIVIDAD FRANCESA HACIA LA URSS.
Los franceses conocían bastante bien las dimensiones del esfuerzo soviético hacia la República y lo que ocurría entre los receptores. Los servicios de inteligencia, en especial el Deuxième Bureau (DB), prestaron particular atención al chorro de armamento y material procedente de la URSS y recopilaron informaciones cuidadosamente. El DB tuvo en Madrid, Valencia y Barcelona a un excelente observador, el teniente coronel Morel, cuyos despachos solían ser claros y contundentes. No fueron la falta de información ni el análisis lo que falló sino la voluntad política, también resultado de la estrategia de la cúpula militar parisina.
La delegación que acudió a presenciar las famosas maniobras militares soviéticas de septiembre de 1936 estuvo presidida por el general Victor-Henri Schweisguth, número dos del EM del Ejército de Tierra. La sección política de su informe es conocida desde hace muchos años[1]. Vorochilov le dijo —acertadamente— que el auténtico proyecto alemán estribaba en atacar a Francia por lo que ésta debía preparar sus fuerzas armadas para hacer frente a tal posibilidad. No había hecho lo suficiente y no quedaba mucho tiempo. En dos años, el Tercer Reich podría estar en condiciones de empezar su pulso. Así ocurrió, efectivamente. Schweisguth, sin embargo, no creyó a su interlocutor. Tampoco cuando se le dijo en el NKID que una demostración de fuerza en España hubiese hecho retroceder al Tercer Reich. Contra éste sólo podía tener éxito la firmeza, es decir, el fortalecimiento de la seguridad colectiva y el evitar que apareciese una cuña entre Oriente y Occidente. El general extrajo conclusiones muy diferentes. El RKKA le pareció fuerte, pero no en condiciones de hacer frente a una potencia europea. Esta circunstancia explicaba el interés de Moscú por tener a su lado a Francia en el supuesto de que el Tercer Reich atacase a la URSS. El Kremlin prefería que dicho ataque se dirigiese contra Francia y, por lo que el general sospechaba, maniobraba ya en tal sentido. Tenemos aquí una nueva demostración de hasta qué punto una eminente figura militar francesa era incapaz de apreciar en su justo término el peligro que surgía en las inmediatas fronteras de Francia. Schweisguth pensaba que Stalin estaba interesado en una lucha a muerte entre Francia y Alemania que le dejara como árbitro de la situación en Europa. Lo más verosímil era que Moscú tentase a Berlín y presentara a Francia como una presa fácil, minada por el pacifismo, la discordia interna y la indisciplina (lo cual podría explicar la «acción disolvente» de la Comintern) a la vez que seducía a París para que llevase a cabo acciones poco consideradas, entre las que figuraba el conflicto español[2]. En resumidas cuentas, un argumento alambicado y maquiavélico pero que coincidía con los que más tarde utilizarían fascistas franceses como Paul Marion, que declamaban a voz en grito que la URSS trataba de arrastrar a Francia a una guerra contra Alemania (Soucy, p. 254).
En la parte del informe no reproducida en los documentos diplomáticos Schweisguth destacó la enorme capacidad industrial soviética, superior a la francesa, y subrayó que lo que convendría era un acuerdo industrial. No el militar que querían los rusos. También se refugiaba en lo que le habían dicho en la embajada francesa en Berlín: un acuerdo militar se interpretaría, por parte del Tercer Reich, como un intento de cerco (Dutailly, pp54-56[3]).. Tales reticencias no escapaban a los soviéticos. El 12 de noviembre, el embajador en París informó al NKID de sus impresiones. Era peligroso mecerse en ilusiones sobre la simpatía con que ciertos miembros influyentes del Gobierno del Frente Popular y algunos sectores del alto mando contemplaban un estrechamiento de las relaciones franco-soviéticas (Narinski, p. 78). Moscú, sin embargo, no le hizo caso. En aquella época no había alternativas. Los soviéticos continuaron lanzando globos sonda pero, como han señalado Doise y Vaïsse (p. 369), cualquier estrechamiento de los lazos defensivos mutuos chocó siempre con la reticencia del EM. Los prestigiosos soldados de Francia supieron vender esta actitud al vicepresidente del Gobierno y ministro de Defensa Nacional, Édouard Daladier, no demasiado difícil de convencer.
Que el EM se dejó llevar esencialmente por preconcepciones ideológicas lo muestra el hecho de que en el extremo opuesto se situó alguien a quien no cabía reprocharle ninguna veleidad procomunista, el entonces coronel Charles de Gaulle. Pensador militar reconocido, se daba cuenta de que por mucha repugnancia que inspirase el sistema soviético, Francia no debía renunciar a utilizar su capacidad. Lo que había detrás de las reticencias del EM no era una deficiente valoración de la amenaza nazi sino prevenciones anticomunistas. Forcade ha indicado (p. 56) que la percepción del alto mando de las actividades de la Comintern y del PCF constituyó un freno psicológico de gran importancia[4]. No lo hubo con respecto a Polonia, una medio dictadura militar de derechas, pero el resultado, lo ha dicho el teniente coronel Dutailly, es que Francia terminó 1936 sin haber puesto en pie una estrategia coherente contra una eventual agresión germana, que tanto temía y que inevitablemente se le vino encima.
En el ínterin llegaron informes al DB acerca de la reacción que en Berlín habían despertado las propuestas de Faupel sobre envíos masivos para apoyar a Franco, considerado incapaz de ganar la guerra por sí solo. La fuente acertó plenamente en que las sugerencias habían despertado un gran revuelo. También dio en la diana en lo que se refería a las reticencias de los círculos militares, en los que se reconocía que dichos envíos «podrían llevar a Alemania a la guerra y, en consecuencia, a una catástrofe», ya que el Tercer Reich no estaba en condiciones de hacer frente a un conflicto prolongado. Según se habría señalado en los círculos de la Wehrmacht, «una eventualidad de tal tipo no podría contemplarse sino una vez concluido el rearme». Era una información correcta. La fuente debió de tener acceso a los más altos niveles de decisión nazis. Añadía que, como ocurrió en realidad, la voz discordante había sido la de Göring para quien resultaba «imposible que Alemania reconociera el fracaso de su política hacia España y que, comprometida como estaba, le era preciso continuar hasta el final[5]». Aunque esta línea planteaba dificultades, la justificación del paladín de Hitler hubiese debido dar que pensar en París:
Las experiencias efectuadas en los años precedentes han mostrado la incapacidad de ciertas potencias europeas por reaccionar ante las manifestaciones de fuerza de Alemania. Convendría, pues, no dejarse llevar por temores exagerados y continuar la política ya emprendida, pues si Alemania no está lista para emprender operaciones militares prolongadas generalizadas, la situación de sus eventuales adversarios no es apenas más brillante[6].
En estas dos frases se resumía el núcleo de la estrategia de agresión hitleriana, basada en parte en un bluff y jugando en parte con el temor que sus acometidas, que todavía se mantenían dentro de ciertos límites (salvo por lo que se refería a España), despertaban entre las potencias democráticas occidentales. Simultáneamente Maurice Gamelin, jefe del EM general, declaró al agregado militar soviético que la intensificación del riesgo de un conflicto recomendaba una cooperación más estrecha entre los dos países[7]. Su jefe de gabinete identificó el punto central de riesgo: un ataque alemán por sorpresa contra Checoslovaquia. Sobre esta base tuvieron lugar nuevas conversaciones en enero de 1937. Los franceses se empeñaron en querer discutir tan sólo dicho factor. Los soviéticos trataron de averiguar cuál sería la reacción de París ante la necesidad de que el Ejército Rojo atravesara Lituania y Polonia (a las que se añadió más tarde Rumanía). Este enfoque, con la inclusión de las cuestiones que afectasen a todas las armas y no sólo a la infantería, fue el que preconizó Vorochilov en una nota a Stalin poco después, pero para responder al cual los franceses no estaban preparados. Como ha escrito Narinski (p. 79), la desconfianza recíproca bloqueó cualquier posibilidad de progreso. Daladier dio la señal: «ganar tiempo sin desalentar a los soviéticos».
Lo que para Stalin era una forma de hacer ver su compromiso con la seguridad colectiva, no se interpretó como tal en París. El crecimiento del PC en Francia y en España y la proximidad de la guerra civil española espantaron a la grande bourgeoisie (Carley, 1993, p. 307), parte de la cual estaba empecinada en empujar un acercamiento al Tercer Reich, bastión anticomunista. Daladier echó balones fuera atribuyendo al Reino Unido los obstáculos que impedían a Francia acudir en ayuda de la República. Ello se comprendía en Moscú pero, posiblemente, no se esperaba que París llegase hasta donde llegó. Varios análisis de procedencia británica sobre la valoración del seguidismo francés mostraron que no todos los políticos de la isla entendían la extremosidad francesa. El viejo Lloyd George afirmó ante Maisky:
No comprendo cómo el Gobierno francés observa con absoluta tranquilidad que el fascismo italo-germánico vaya conquistando progresivamente la península ibérica. Si Franco gana, Francia se verá cercada por dictadores fascistas en sus tres fronteras terrestres. ¡Estará perdida! (Narinski, p. 81[8]).
Éste era también el temor de un sector minoritario de la clase política y de los militares franceses pero nunca llegó a cuajar en el alto mando ni impregnó al conjunto del Gobierno. Delbos no encontró grandes cortapisas para llevar la no intervención a sus últimas consecuencias. Lo hizo con frialdad y cinismo, tan considerables como los que exhibió el propio Blum. La relativa ecuanimidad con la que militares y políticos contemplaron el riesgo quizá tuviera algo que ver con la naturaleza de la información que el DB extraía de España[9]. Abarcaba una amplia gama de actividades relacionadas con la guerra civil, tanto en el extranjero como en la península[10]. Los flujos de armas, materias primas, combustibles, alimentos y otros suministros procedentes de la URSS se sometieron a una estrecha vigilancia que generó multitud de datos, con frecuencia contradictorios. Permitieron hacerse una idea de la magnitud del esfuerzo de apoyo realizado por Moscú. Es verosímil que agentes enviaran informes referidos a la España franquista. Si se tiene en cuenta, además, que los servicios franceses abarcaban las tres armas, y que sólo he utilizado los del Ejército de Tierra, cabe especular sobre los filones todavía por explotar[11]. Queda, por último, la aportación, nada despreciable, de los servicios de seguridad interna y contraespionaje (Direction Générale de la Sûreté), que también contribuyó con su granito de arena a la labor de desentrañar las actividades de todos quienes se relacionaban con España.
La persona que figuró en el centro del espionaje francés fue el teniente coronel Morel aunque él mismo, en atención a su estatuto diplomático, se abstuviera de actuaciones directas. En sus informes se cuidó de recalcar que proceder de otra manera podría comprometer su papel de enlace con las autoridades políticas y militares de la República. En la zona franquista, dada la ausencia de relaciones oficiales, las actividades equivalentes debieron ser subterráneas. Para el mando militar en París la combinación de todas las fuentes, abiertas o no, generó una imagen bastante precisa sobre los riesgos que se abrían en España. Precisar el contorno de los mismos es tarea, por supuesto, que sólo puede acometerse en una investigación especializada, de la que el trabajo de Martínez Parrilla fue un buen comienzo.
Hay que empezar por abordar la naturaleza del riesgo. La planteó Morel en fecha temprana, el 26 de septiembre de 1936. Defendió una tesis que iba en contra de la lógica de la no intervención y de la que inspiraba la política de su propio Gobierno. Era evidente que la división entre las potencias europeas se afirmaba en el plano de la guerra civil y que las simpatías de índole ideológica encubrían la pugna de intereses nacionales. No cabía ser más claro, al menos en lo que se refería a los Estados fascistas, que también buscaban la derrota del Gobierno republicano porque ello representaría un éxito para su amor propio y su prestigio que no tardarían, como así ocurrió, en explotar. ¿Cuáles eran los riesgos militares? En caso de victoria de los sublevados, una cosa estaba clara: albergarían un rencor profundo contra Francia y sentimientos iniciales de agradecimiento con respecto a las potencias fascistas. Este agradecimiento, para Morel, no sería duradero. Lo que pasaba por «fascismo español» era muy diferente del alemán o del italiano. El espíritu de los españoles se rebelaba contra la deificación del Estado y la hipertrofia de lo colectivo. ¿Acaso los anarcosindicalistas, individualistas a tope, no veían en el marxismo uno de sus más denodados enemigos? Lo que los militares sublevados admiraban en el fascismo era el orden y la disciplina. La ideología fascista, pura y dura, les convencía menos. A ello había que añadir los resultados del comportamiento italiano y alemán. Italia sería la que contase con menos simpatías. Los españoles sentían un desprecio histórico por los italianos, no en vano eran guerreros viejos que siglos atrás se habían paseado a su antojo por Italia. No era intensa su admiración por una nación joven y mediocre en el plano militar[12], aunque ebria de vanidad bajo el régimen mussoliniano. Una alianza con Italia podría ser un sueño que acariciasen las élites políticas, pero era difícil que de ello pudieran estar convencidos los militares y el pueblo. Además, los italianos carecían de tacto y en Baleares ya se comportaban como dueños y señores.
No era, pues, probable que en España surgiese un peligro contra Francia a través de la conexión con Italia. Otra cosa era Alemania. Morel percibía que el Tercer Reich tenía, como así fue, mayores posibilidades de éxito por dos razones. Porque solicitaría compensaciones menos visibles (dio en la diana) y porque éstas versarían sobre aspectos a los cuales los españoles atribuían menor importancia (no andaba desencaminado). Por otro lado, el nazismo estaba mucho más alejado de los españoles que el fascismo italiano. Imponía respeto, sí, por su poder militar y porque era un amigo en la retaguardia de Francia, el adversario histórico. Con todo, el acercamiento hispano-alemán comportaba riesgos que no tenía el italiano. El general se vería, con todo, reducido porque los sublevados tenderían a concentrarse en sus propios problemas, entre ellos el de la reconstrucción económica. También porque el mando rebelde no parecía tener grandes cualidades tácticas o estratégicas. Morel subrayó: «Una de las lecciones de esta guerra civil, cualquiera que sea su resultado, es que Francia no tiene nada que temer en su frontera pirenaica, cualquiera que sea su actitud ante España». El riesgo auténtico aparecía en el plano económico-militar, en el papel que España podría ocupar en el esquema de suministros exteriores del Tercer Reich. En resumen, si bien la victoria de los sublevados crearía riesgos para Francia, a largo plazo no serían perdurables. Habría que dejar que las pasiones se calmasen, que los vencedores se emborrachasen con su triunfo y que agradeciesen todo lo que tuvieran que agradecer a quienes les habían ayudado. Más tarde, la situación se normalizaría. El orgullo y el sentido de la independencia de los españoles harían el resto.
Las anteriores consideraciones, bastante cartesianas, se prestan, setenta años más tarde, a fácil burla[13]. Algunas fueron rápidamente refutadas por los hechos. El PCE se expandió entre los españoles. La Falange también. Hubo una tentación comunista pero también otra fascista, que resultó mucho más peligrosa para las democracias. Los italianos, tras un período de arrogancia, se comportaron generosamente al liquidar las deudas de Franco. Los alemanes dejaron clara su dureza y exigieron su libra de sangre. Franco estuvo a punto de entrar en guerra junto con el Eje y, como ha argumentado entre otros Ros Agudo, albergó designios poco tranquilizadores para Francia, bien en los territorios coloniales norteafricanos o en la propia metrópolis. Aún así, el establishment militar vencedor estuvo dividido entre anglófilos y germanófilos y los representantes del primer sector fueron sensibles al tintineo de los soberanos de oro con que Londres compró su neutralidad de patriotas. Pero también es verdad que la guerra civil duró mucho más de lo que en 1936 cabía prever y que Franco asentó una dictadura en la que no era precisamente primus inter pares. Por otro lado, la francofobia de una parte de la derecha española fue duradera (cabe afirmar que subsiste hoy en día). No había, sin embargo, componentes despectivos en el retrato que Morel trazó de los españoles de la época. Los británicos, empezando por su inefable cónsul general en Barcelona, hubieran podido darle lecciones al respecto.
El alto mando militar francés no se tomó demasiado en serio los riesgos de un eventual frente sur. Dos botones de muestra. El 20 de noviembre de 1936 una nota general del EM general de la Marina reconoció que las actividades italianas en Mallorca, la penetración alemana en el Marruecos español y la utilización de ciertos puertos por las potencias fascistas planteaban una amenaza grave sobre las comunicaciones entre el Hexágono y el norte de África. Ahora bien, también incidían sobre las británicas y sin el apoyo de Londres, pilar último de la disuasión francesa, la situación podría ser francamente difícil. Pero existían posibilidades: la llegada rápida a la metrópolis de las tropas africanas, la rápida conquista del Marruecos español y el apoyo masivo a los republicanos, incluyendo la eventual ocupación de Menorca (DDF, IV, doc. 10). Cuando, a finales de 1937, en los planes estratégicos de defensa se incorporó la amenaza procedente del sur, ello no tuvo demasiadas consecuencias prácticas y los franceses empezaron a tender contactos hacia Franco. Las medidas de precaución en la frontera pirenaica fueron más espectaculares que sólidas (Dutailly, pp. 71s y 364s).
FRANCIA DESEA ESTRANGULAR EL CORDÓN UMBILICAL REPUBLICANO.
Es en este marco en el que hay que situar la información con que contaba París sobre los cruciales suministros soviéticos. Los informes no siempre acertaban, lo cual no es anormal. Los comienzos de los envíos bélicos los hizo coincidir el DB con las travesías de los mercantes Neva y Kuban. Igual que los británicos. No se le escaparon las travesías de los petroleros Remedios y Zorroza, a finales de agosto y principios de septiembre, respectivamente. Al principio se desglosaron las cargas estimadas según fueran cereales, carburantes, carbón, material de guerra general, camiones, tanques, cañones, aviones y víveres. Más tarde se consignaron sin tanto detalle. Siempre se indicaron los barcos y su pabellón así como los puertos de procedencia y de destino. Con cierta periodicidad se establecieron estadillos recapitulativos. Cuando fue posible se introdujeron observaciones especiales. Así, por ejemplo, el DB se enteró de que el 4 de noviembre de 1936 una delegación de 21 milicianos españoles viajó a Moscú a bordo del navío Georgi Dimitrov (regresaron en el Guecho el 30) o que el 10 del mismo mes se repatriaron desde Cartagena 750 toneladas de material militar deteriorado, probablemente para repararlo (hubo muchos otros envíos de esta índole), o que el 23 de enero de 1937 un total de 202 alumnos españoles viajaron a la Unión Soviética para entrenarse. El 6 de febrero de 1938 se registró el viaje de 132 alumnos.
A veces los detalles eran exactos. Por ejemplo, en lo que se refiere a la eliminación de los signos de nacionalidad en los aviones. Otras, no. Por ejemplo, en la identificación de los primeros tipos (Fokker o Breguet). En ocasiones solía indicarse el destino que mencionaban los documentos de a bordo, cuando no era algún puerto español (por ejemplo, Gibraltar o un puerto latinoamericano). Se prestaba atención a la cadencia de los suministros y rápidamente se captó que los soviéticos la habían reducido a partir de comienzos de diciembre de 1936, como consecuencia de la vigilancia intensiva que empezó a ejercer la Armada franquista sobre las rutas de aprovisionamiento. Se señalaban los transportes de heridos y enfermos y, por supuesto, los de soldados, españoles o soviéticos. Se indicó cuándo los pasajeros que aparecían como «refugiados» eran en realidad republicanos que iban a seguir cursillos de especialización en la URSS. Los franceses sabían que muchos soldados rusos iban disfrazados en los cargueros como si formaran parte de la tripulación pero hubo casos en que los informadores detectaron con toda claridad la presencia de oficiales y técnicos.
Naturalmente, se explotaban las noticias de prensa que pudieran hacerse eco de incidentes. Un ejemplo lo constituye un barco («Anduts Mendi», sic) que, al atravesar los estrechos, chocó con un paquebote turco. Las autoridades reclamaron el pago del daño y como el capitán no pudo hacerlo efectivo registraron el navío con el fin de embargar mercancías por valor equivalente. Se encontraron con varios motores de avión averiados y, por debajo de las cajas que los contenían, otras cuidadosamente embaladas y precintadas. A pesar de las protestas del capitán las abrieron. Llevaban oro en monedas y lingotes. Sólo tras la intervención personal del embajador soviético pudo el barco continuar su travesía hacia Odesa[14]. En ocasiones se revelaron datos sorprendentes. Por ejemplo, el caso de un navío que pertenecía a un armador turco y cuya tripulación estaba compuesta de rusos blancos. Hacía años que estaban, por así decir, presos en el barco (con bandera panameña) ya que carecían de pasaportes o de tarjetas de identidad y no podían bajar a puerto. El armador les pagaba salarios de miseria. También se hacían estimaciones sobre los envíos de productos españoles con destino a la Unión Soviética, muchos de los cuales eran de naturaleza comercial. El paso de los barcos por los estrechos solía comunicarse por telegrama. Cuando era posible, se identificaban los cambios de nombre e incluso de pabellón. En uno de los informes se recogieron las quejas de un capitán de que no tenía autoridad sobre la tripulación. Lamentaba amargamente el aprovisionamiento de armas a la República, porque ello alargaría la guerra. Era lo que los rusos querían, afirmó, remachando que de no haberse entrometido extranjeros en el conflicto los españoles se habrían entendido entre sí. Había, claro está, informes exactos. El mismo capitán señaló que en torno a las Baleares patrullaban unidades italianas, especialmente submarinos, o que los barcos que avituallaban a la República eran escoltados por navíos de guerra para proteger su aproximación a la costa.
Aún así, el DB estaba muy lejos de poder penetrar en el corazón de las operaciones de suministro. Para entender la atmósfera en que se desarrollaban éstas hay que acudir a la documentación soviética. Un informe del 7 de septiembre de 1937 a Vorochilov del comandante general de la flota del Mar Negro, almirante Smirnov, destacó que el hundimiento de dos barcos, el Ciudad de Cádiz y el Armuro, se debió a la inoportuna parada que ambos hicieron en Estambul para llenar las carboneras. La causa fue que los españoles se negaban a hacerlo en Odesa donde también rechazaban los alimentos ya que todo era más barato en la ciudad turca. En repetidas ocasiones la inteligencia naval había llamado la atención de la jerarquía soviética sobre tal estado de cosas. Más de una vez se había planteado la reducción de los precios de los productos alimenticios y el envío de carbón de mejor calidad. La actitud de las autoridades portuarias y aduaneras en Odesa se calificó de «vergonzosa». No se había dado dinero soviético a las tripulaciones por lo que éstas, obligadas a permanecer en puerto más de dos meses, se dedicaban a vender sus pertenencias en el mercado negro y a hacer largas colas para obtener keroseno y patatas. Era imprescindible enviar a alguien con autoridad con el fin de supervisar todas las operaciones con los barcos españoles, elaborar las necesarias medidas de seguridad, reavivar el trabajo cultural y político con las tripulaciones, exigir responsabilidades y «cortar la actividad hostil del cónsul español en Odesa», de quien se sospechaba que tenía simpatías por Franco[15].
Con el transcurso del tiempo los ojos vigilantes del DB abarcaron el restante tráfico de la España republicana, por ejemplo con África del Norte o el Reino Unido. En realidad, los servicios de inteligencia franceses tendieron una malla invisible sobre el aprovisionamiento exterior de la República y no es inverosímil que hicieran lo mismo con la España franquista, aunque quien esto escribe no ha encontrado documentación al respecto. Teniendo en cuenta tal trasfondo, que hasta ahora no se ha mencionado en la literatura, ciertas propuestas que Delbos formuló a finales de febrero de 1937 adquieren una tonalidad ominosa. Su política hacia la guerra de España había pasado para entonces por tres fases. La primera, iniciada hacia noviembre de 1936, había sido la de mediación, juntamente con el Reino Unido. No había tenido el menor éxito cuando Berlín y Roma acentuaban sus grandes envíos de hombres y material a Franco. Ya preocupaba a París la posibilidad de que la frontera francoespañola estuviera controlada por los comunistas o los anarquistas. ¿Hasta qué punto el Gobierno de Valencia podía garantizar la permanencia del régimen republicano[16]? Hay algo de la pescadilla que se muerde la cola en este planteamiento. Para que la República pudiera sostener el pulso con Franco y las potencias del Eje necesitaba ayuda: política, diplomática y, si no militar, al menos de suministros. Es decir que las democracias le reconocieran abiertamente su pequeño lugar en el sol, algo que le negaban.
A finales de 1936 dio comienzo una segunda fase en el despliegue diplomático francés: se trataba de controlar una eventual retirada de voluntarios. El Journal Officiel (22 de enero de 1937) publicó una ley que autorizaba al Gobierno, previo acuerdo del Consejo de Ministros, a tomar las medidas necesarias para obstaculizar el reclutamiento, tránsito y salida para España de personas destinadas a combatir en ella. Al presidente de la República la evolución le causó mala impresión, lo contrario que a Largo Caballero (Azaña, 1990, p. 213). En comparación con los efectivos italianos, alemanes y marroquíes que ya servían con las tropas franquistas las BI representaban un número poco significativo (en torno a los 9500 hombres) por lo que no es de extrañar que la República diera su visto bueno a la idea. Se multiplicaron las escaramuzas entre las grandes potencias porque, por razones contrapuestas pero coincidentes, el Tercer Reich, Italia y la Unión Soviética prefirieron poner a punto las modalidades de control antes que pasar a discutir la retirada de voluntarios. Lo primero, en efecto, permitía ganar un tiempo esencial para acelerar los envíos. Una vez aceptada, en principio, la idea del control, comenzó la discusión sobre las modalidades de aplicación, tercera etapa y que no condujo a gran cosa (Duroselle, pp. 318s[17]).
Fue en este contexto, entre la segunda y la tercera, cuando el 25 de febrero de 1937 Delbos comunicó al embajador francés en Londres la idea que hubiera supuesto, irremediablemente, el fin de la República[18]. Tras largos estudios emprendidos por el Quai d’Orsay y el Ministerio de Marina los diplomáticos habían llegado a la conclusión de que sería conveniente sugerir medidas para vigilar las actividades de los barcos que transportaban suministros. Delbos pensaba que los navíos españoles que tomasen carga en los puertos de los países participantes en la no intervención deberían ser controlados por los cónsules, previamente designados, de dos o tres de entre ellos. Dichos cónsules tendrían la posibilidad de informarse sobre la lista de los pasajeros y de asegurarse del carácter lícito de la carga. Podrían hacer uso de los servicios aduaneros del país en el que tal operación se efectuase. Las aduanas podrían, llegado el caso, registrar una muestra de las mercancías. Delbos reconocía que tal método había sido rechazado por el CNI porque hubiese exigido demasiado personal (sic) pero si se aplicaba solamente a los navíos españoles las necesidades serían menores (DDF, V, doc. 26[19]). Esta idea iba orientada esencialmente contra el Gobierno republicano[20], porque para entonces los barcos soviéticos se habían retirado en buena medida del transporte de material de guerra. Delbos recomendó que se estudiara la posibilidad de ejercer presión sobre los dos bandos con el fin de que aceptaran tales reglas. Es posible que el DB no determinara con exactitud el pabellón de los navíos que transportaban material de guerra alemán a los puertos controlados por Franco pero no ignoraba cuál era la situación vista desde el lado republicano. Conviene realizar aquí algunos análisis del tipo que es difícil que en aquella época no se hicieran en París.
Un somero vistazo a las informaciones obtenidas por el DB permite descomponerlas en tres períodos. El primero es el más significativo y abarca desde el 29 de septiembre hasta finales de diciembre de 1936: es el relativo al envío del grueso de la ayuda soviética. El segundo comprende el mes de enero de 1937: se trata de la transición al uso de barcos principalmente españoles. El tercero cubre la primera mitad de febrero. No vamos más adelante porque lo que deseamos es apreciar el impacto potencial de la sugerencia de Delbos. Pues bien, en el primer período intervinieron 31 barcos soviéticos y 17 españoles. Varios de entre ellos (11 en el primer caso y 3 en el segundo) efectuaron al menos más de una travesía. Llevaron a cabo dos travesías 9 barcos soviéticos y 2 españoles. Correspondió hacer tres travesías a dos de los primeros (Neva y Kuban) y sólo a uno (el Campeche) de los españoles. En el segundo período la actividad de los barcos republicanos fue masiva ya que intervinieron 16 y ningún navío soviético. Sólo 2 (el Gran Caribe y el Campoamor) efectuaron dos travesías. Finalmente, en la primera quincena de febrero realizaron transportes 8 barcos españoles, tres griegos y ningún soviético. De ello se deduce que la propuesta de Delbos no era inocente. Estaba dirigida contra la República porque para entonces la flota soviética hacía semanas que no transportaba el material bélico que tan urgentemente se necesitaba. Digamos, por último, que a lo largo de todo este tiempo las estadísticas recopiladas por el DB únicamente señalaron la llegada a puertos republicanos de cinco barcos con pabellón extranjero (dos británicos, dos griegos y un mexicano).
Las informaciones que anteceden deben tomarse, no obstante, con un grano de sal. En primer lugar, no son completas. Conocemos, por ejemplo, documentalmente que hubo más barcos con pabellón de un tercer país que alimentaron el tráfico republicano. Existen pequeñas lagunas respecto a fechas, por lo cual es fácil que se haya «perdido» alguna travesía. Pero eran las informaciones que tenían las autoridades francesas y es de ellas, deficientes o no, de las que se servirían los servicios de Delbos para preparar su propuesta. Con tales amigos, a la República le sobraban sus adversarios.
Para rematar este aspecto es interesante mencionar, siquiera brevemente, el orden de magnitud que, según los datos recopilados por el DB, representaban los suministros bélicos y no bélicos al Gobierno de Madrid/Valencia. Se trata de un tema en el que buscar precisión es ilusorio. El DB se basaba en informaciones de diversas fuentes. Algunas daban en la diana. Otras, no. Por lo demás, conocemos las estadísticas fidedignas, es decir, las conservadas por Largo Caballero y las soviéticas. Las estimaciones que se hicieran en París apuntalarían, simplemente, el significado del apoyo de Moscú. Si pudieran compararse con los datos que el DB tuviese de los envíos efectuados por alemanes e italianos cabría matizar las conclusiones poco favorables para la pretendida amistad hacia la República por parte del Gobierno del Frente Popular francés, a las que se llega en esta obra[21].
En las estadísticas del DB se identificó el envío de al menos 253 tanques, 76 aviones y 302 cañones, pero en muchas expediciones lo único que se indicó fue la carga de armamento expresada en tonelaje. Esto hace pensar que las informaciones procederían de las Aduanas o de los servicios portuarios turcos. Como sabemos por el cuadro IV-1, que es el que mejor se presta para la comparación dado que el período que abarca es bastante similar, el número de tanques fue de 166 y el de cañones de 174. Ambas cifras están lejos de las estimadas por el DB. En donde la información quedó, sin embargo, alejadísima de la realidad fue en el caso de los aviones, sin duda el material que los soviéticos más se esforzaron por disfrazar u ocultar.
FRANCIA APRIETA LOS TORNILLOS DE LA NO INTERVENCIÓN.
No se trataba sólo de Delbos y de sus pequeñas maniobras de cara al CNI. La Administración francesa era seria y trabajaba sobre la base de la legalidad vigente. Dado que ésta prohibía la exportación de armamento a España, los servicios competentes la prohibían pura y simplemente. Hasta ahora, que yo sepa, no se ha analizado con el necesario detalle este capítulo de la no intervención[22]. Por algunos expedientes cabe afirmar que, en contra de la imagen sobrevalorada con respecto a las maniobras de «contrabando oficial o tolerado», la realidad fue muy diferente. Para el período comprendido entre diciembre de 1936 y junio de 1938 se dispone de estadísticas, conservadas por el DB, en las cuales se detalla la situación de los pedidos de material. Éstos los canalizaba la Dirección General de Fabricación de Armamento del Ministerio de la Guerra. En tal período se identificaron dos pedidos del Gobierno republicano. El primero incluía 20 ametralladoras Hotchkiss de 25 mm y 52 500 cartuchos. De él se habían entregado (las listas no dicen cuándo pero debió de ser antes de abril de 1937) 8 ametralladoras y 27 500 cartuchos. No sé qué pasó con el resto. El segundo consistía en recambios para material de artillería de montaña y ocho placas de bergalita. Tampoco sé si se autorizó la exportación pero el pedido figuró en las estadísticas durante meses. Finalmente habría que mencionar otro, hecho por la Marina mexicana (y con toda probabilidad destinado a la República), de 40 ametralladoras Hotchkiss, del que se habían servido 36, con casi 20 000 cartuchos de dos calibres diferentes. De éstos se había suministrado, antes de abril de 1937, la mayor parte. Fueron pedidos absolutamente desdeñables.
Diversas entidades presentaron solicitudes para enviar materiales. Todas ellas las pasó bajo la lupa la puntillosa Administración militar francesa, en primer lugar para ver si satisfacían los requisitos sobre exportación de material de guerra en el sentido establecido por el decreto regulador de 3 de septiembre de 1935. En segundo lugar, para comprobar si cumplían o no los establecidos en el marco de la no intervención a tenor de lo previsto por la decisión del Consejo de Ministros de 8 de agosto de 1936. Así, por ejemplo, podía ocurrir, y ocurrió, que una solicitud para enviar 40 telémetros se considerara posible según el mencionado decreto pero que el EM del Ejército pusiera objeciones a la exportación[23]. Son condiciones cuya constatación documental está al alcance de cualquier investigador y que quizá historiadores como Bennassar podrían haber estudiado antes de levantar críticas infundadas contra el Gobierno republicano por haberse agarrado a su única tabla de salvación, que no era Francia.
Detrás de las medidas francesas no había sólo un cálculo frío de las posibilidades para mantener localizado el conflicto español. Una parte de la Administración, civil y militar, se había escindido. Los franquistas tratarían de ahondar tal escisión. Existen pruebas documentales de que incluso en aquel santo de los santos que era el EM se levantaron voces a favor de un acercamiento a Franco. Esto reforzó la tibieza, cuando no hostilidad, que el Quai d’Orsay ya había ampliamente demostrado hacia la República. Se encuentran atisbos de aquella actitud en un documento, sin fecha, pero de 1937, bajo el título un tanto inocuo de «Nota sobre la evolución de la política de los “nacionales” españoles con respecto a Francia y Alemania». Procedía de la sección de ejércitos extranjeros del DB. Quien lo redactó anunció de entrada que se abstenía de hacer pronósticos sobre el resultado de la guerra civil. Se «limitaba» a algunas observaciones. La primera era que los republicanos, a pesar de todos los esfuerzos de reorganización, no parecían estar en condiciones de salir victoriosos. Detrás de esta valoración se encontraban tres factores: el agotamiento del entusiasmo popular, las deficiencias de los abastecimientos y el apoyo exterior, en vías de disminución. Con independencia de que se aplicasen o no al momento en el que se escribió la nota, es obvio que se trataba de tres factores sumamente importantes y que tarde o temprano contribuirían al desenlace de la contienda, tal y como ocurrió.
Por otro lado, los «nacionales», si bien disponían de medios materiales superiores (en nuestra opinión, algo constatable) y de una moral más elevada (que, añadamos, era subproducto de sus éxitos militares), no habían demostrado hasta el momento que estaban en condiciones de extraer pleno rendimiento de sus activos. Ésta había sido, como sabemos, una crítica constante de los mandos alemanes e italianos pero que pasaba por alto el manejo político con que Franco dirigía las hostilidades. Para el autor de la nota, las salidas posibles eran tres: éxito militar «nacional» rotundo; conversaciones entre los dos bandos, bien directas o por mediación, o capitulación (republicana) por agotamiento. En todos estos supuestos cabía pensar en una preponderancia futura de los «nacionales» y Francia tendría que contar, de una manera u otra, con ellos. En cualquiera de los escenarios era verosímil que la xenofobia fuera un rasgo dominante de la futura España (como así ocurrió). ¿Cuáles serían las consecuencias para Francia? En términos más precisos, ¿podría Francia fiarse de la benevolencia española a la hora de trasladar tropas africanas hacia la metrópolis y de adquirir materias primas de uso militar (piritas, plomo)? ¿O habría de resignarse a que los alemanes instalaran bases aéreas y navales en la península? Era deber de todo planificador intentar darles respuesta.
Los elementos que era necesario conjugar eran tres. En primer lugar, la composición de los «nacionales». Su heterogeneidad era evidente, a pesar de la unificación. Lo mismo cabía decir de las diferencias regionales. En el sur, por ejemplo, Queipo de Llano, republicano francófobo, actuaba un poco como le venía en gana. En segundo lugar, el papel de Franco. Se le atribuían tendencias monárquicas y, al menos por interés propio, parecía francófilo. Dejaba los temas políticos, afirmó el autor de la nota, en manos de sus colaboradores para concentrarse en la dirección militar de la contienda. Entre ellos figuraban su hermano, profundamente criticado por fascistas y monárquicos; Joaquín Bau, francófobo notorio; Juan Ventosa, en buenas relaciones con la Compagnie de St. Gobain, y José Antonio Sangróniz. Estos dos últimos eran más bien francófilos[24]. El aparato funcionarial, bastante reducido, era por lo general incompetente y francófobo. En este panorama un tanto desolador la nota constataba que sólo unas cuantas personas habían comprendido que, tarde o temprano, habría que contar con Francia. Menor aún era el grupo de aquéllos que pensaban que sólo Francia e Inglaterra podían contribuir a que una España «liberada» pudiera desprenderse de los elementos extranjeros interesados. El segundo factor a considerar era el enfeudamiento al Tercer Reich. Los franquistas habían dicho siempre, alto y claro, que no harían ninguna concesión económica o territorial. El hecho, no obstante, es que los alemanes habían puesto en funcionamiento un mecanismo de explotación económica y comercial que les permitía desviar abundantes materias primas españolas hacia el rearme. Con todo, los españoles se resistían (en parte era cierto) y nada se había decidido. De aquí se desprendía que no había que dar la partida por perdida. Al contrario, había que prepararse para hacer jugar la influencia francesa en el momento oportuno.
El último factor era que desde el comienzo de la sublevación entre los insurgentes había existido el deseo de conseguir el apoyo de Francia. Estaban decepcionados por no haberlo obtenido. Todos los intentos efectuados para establecer contactos habían chocado con la reticencia del Gobierno francés. Esto había creado una situación peligrosa porque la actitud hacia Francia podía encresparse en el futuro. Ya habían aparecido algunos signos preocupantes. Es más, si hasta hacía unos meses las medidas a adoptar contra Francia se anunciaban para después de la guerra, se había observado una tendencia a adelantarlas. Aun cuando ello no ocurriera, lo cierto es que la percepción respecto a Francia estaba agriándose y que la posición francesa se debilitaba. Era preciso salir del círculo vicioso. ¿Cómo? Existían tres vías.
Ante todo, clarificar las percepciones mutuas. En Francia se recelaba de la posibilidad de que los alemanes se asentaran sólidamente en la península. Los «nacionales» no habían comprendido que la no intervención era más peligrosa para la República que para ellos. Subrayemos esta valoración. No procede de una autoridad republicana sino de un militar del país que más había hecho para ponerla en marcha. También parecía necesario evitar en lo posible que se repitieran medidas poco meditadas como las que se habían adoptado en los distintos sectores de la Administración francesa. Finalmente convenía apoyar a los elementos francófilos para prevenir una toma de influencia alemana demasiado exagerada. En resumen, era preciso tragarse el amor propio y ser más imaginativos. No había que olvidar que los «nacionales» comprendían perfectamente la difícil situación política y electoral en que se encontraba el Gobierno francés. Lo que querían es que Francia no les ignorase. La conclusión operativa final se consideraría totalmente impecable por quienes asesoraban a Delbos: «La non-intervention fait notre force mais elle doit être réelle». No extrañará la tibieza francesa ante la República ni tampoco que la diplomacia del Quai intentase estrangular el cordón de los aprovisionamientos soviéticos.
El autor de la nota terminaba su análisis indicando que los españoles eran orgullosos y susceptibles. No les gustaba deber nada, pero menos aún que no se les tuviera en consideración. El Reino Unido jugaba sus cartas con frialdad y, a lo que parecía, con gran éxito. Las cartas que tenía Francia eran buenas pero había que saber utilizarlas haciendo abstracción de todo tipo de pasiones y de sentimientos. El autor creería desarrollar un ejercicio de Realpolitik. Poco podría suponer que tres años más tarde las Panzerdivisionen someterían sus elucubraciones a una dura contrastación con los hechos.
EL DEUXIÈME BUREAU Y LA INFLUENCIA SOVIÉTICA EN ESPAÑA.
La división de opiniones entre las fuerzas armadas francesas fue intensificándose. Numerosos generales, jefes y oficiales, jubilados o en la reserva, tomaron parte en una campaña de apoyo a los franquistas. Uno de los denominadores comunes fue la repetición, en variantes infinitas, de las afirmaciones del general de Castelnau sobre el asalto comunista a los fundamentos de la civilización cristiana, que ya vimos en el primer volumen de esta trilogía. La guerra civil siempre resonó con fuerza en Francia donde, en 1936, un porcentaje significativo de oficiales había abandonado la tradicional neutralidad política de la casta militar y había dado la espalda a la denostada Tercera República (P. Jackson, 2001, p. 67). Un oscuro personaje, el comandante Georges Loustaunau-Lacau, próximo a Pétain y abanderado de las facciones profranquistas, había creado una organización (Les Corvignolles) para combatir contra las actividades «comunistas» en el ejército y prepararse contra un eventual golpe marxista. Tenía contactos con La Cagoule, una banda de salvajes de la extrema derecha que conspiraba contra el Frente Popular y no andaba falta de armas, no en vano contaba con oficiales en sus filas (Soucy, pp. 48s).
Que la intoxicación no se limitaba a los periódicos y a las campañas para movilizar la opinión lo demostró el esperpéntico episodio de la distribución, en el seno del ejército, por orden del segundo jefe del EM y encargado del DB, general P. H. Gérodias, de los famosos documentos «probatorios» del golpe de mano en España presuntamente preparado por Moscú. Son falsificaciones que rindieron tan buenos servicios a los sublevados que todavía Bolín los defendía en los años sesenta. También llegaron al Foreign Office pero aquí pronto se les caracterizó de burda patraña. No así en Francia donde Gérodias los hizo circular para mostrar el origen de lo que estaba pasando en España y que podría ocurrir en Francia, en cuanto aplicación de los métodos subversivos del comunismo internacional. Gérodias fue destituido inmediatamente pero el incidente dejó ciertas secuelas en las relaciones entre el nivel de dirección política y el EM[25].
En tales condiciones no sorprenderá que el DB dedicase atención a la influencia soviética en España. A finales de 1936, de fuente «segura», se hizo eco de que, desde su llegada a Madrid, Rosenberg (sic) se había dado cuenta de la insuficiencia absoluta de los servicios de inteligencia republicanos y había encargado a un funcionario de la embajada (un tal capitán Sojolov: había un agregado con nombre parecido) que ayudara a su reorganización. Digamos, de antemano, que esto no es sólo verosímil sino casi seguro. Otra cosa es que la idea emanase de Rosenberg. Con los agentes del GRU en la embajada, es más probable que surgiera del círculo de Berzin y Gorev. En cualquier caso no parece que Sojolov tuviese mucha suerte. El Gobierno republicano le dio 2000 pesetas y, según el informante del DB, se desentendió. El capitán en cuestión se trasladó después a Valencia y Barcelona, entró en contacto con el cónsul soviético y algunos servicios de policía catalanes y terminó por organizar un servicio autónomo. También Sojolov intervino, al parecer, en operaciones de compra de armamento y estuvo relacionado con los envíos de armas soviéticos a España[26]. Caído enfermo, fue sustituido por un tal «coronel Evans», agregado militar del consulado, cuyo papel habría consistido en asegurar los enlaces con los mandos catalanes, entre ellos el teniente coronel Guarner.
Hay que llegar al 13 de enero, coincidiendo poco más o menos con el affaire Gérodias, cuando desde Argel un agente principiante, pero bien situado, envió un informe explosivo. La influencia soviética era creciente en toda la España republicana y, en particular, en Cataluña. Varios «comités», controlados por los soviéticos, vigilaban a las autoridades administrativas y militares. Se estimaba en 23 000 rusos los dedicados a tales actividades en materia de guerra, justicia, policía, cultura y economía. La policía española había desaparecido prácticamente y había sido sustituida por agentes de la NKVD. Los pasaportes tenía que visarlos una policía especial, en realidad un tal Kykovski, dotado de plenos poderes. Los rusos controlaban la economía dictatorialmente, incluidas las actividades bancarias y agrícolas. Sus agentes iban a las granjas y requisaban los productos que consideraban inútiles para la supervivencia de los campesinos. En materia de justicia, los códigos de antes de la guerra ya no se seguían. Los presidentes de los tribunales eran siempre españoles, pero estaban encuadrados por dos asesores rusos. Todas las decisiones militares importantes estaban en manos soviéticas si bien eran españoles quienes transmitían las órdenes a fin de salvar las apariencias.
Tan exagerada imagen (aunque no mucho más que la que difundía cierta prensa) debió de causar remolinos en el DB. Si no, no se explica que poco después se encargara a una fuente «segura» que informase sobre la situación en Cataluña. Esta segunda fuente transmitió observaciones muy diferentes. Había influencia soviética, sí, y se ejercía con perseverancia, pero a diferencia de los ruidos que corrían se limitaba casi exclusivamente a la esfera política. Antonov-Ovseenko dirigía personalmente la propaganda tras haber constatado la imposibilidad de influir ya fuese sobre los anarquistas o los poumistas. El esfuerzo estribaba en educar políticamente al PSUC así como a la izquierda catalana, muy socializante pero no comunista (esta referencia a tal esfuerzo es correcta porque se encuentra en los despachos del propio Antonov-Ovseenko). Los rusos estaban presentes en las asambleas y discusiones políticas y, de hecho, inspiraban sus conclusiones y decisiones pero no intervenían de modo alguno en los comités locales que funcionaban en el ámbito militar, policial, industrial, etc. Su número era bastante escaso, como máximo medio millar. Por otra parte, la actitud soviética respecto a Cataluña había cambiado. El cónsul habría aconsejado a los dirigentes moscovitas no ayudarla directamente en tanto en cuanto los partidos políticos no se sometieran a una disciplina que, en las circunstancias reinantes, debía imponer el mando militar. (Es verosímil que así fuera, pero no porque el cónsul lo deseara, sino porque la decisión había sido tomada en Moscú). El coronel Evans se habría convencido de que los milicianos de la FAI no obedecían las órdenes del EM y era muy escéptico respecto a la eficacia real de la ayuda que pudiera darse a Cataluña. En consecuencia, y hasta nueva orden, los soviéticos se centrarían en suministrar al Gobierno de Valencia y hacía ya varias semanas que no se había visto en Cataluña material de tal procedencia.
El DB volvió a insistir, ante noticias tan contradictorias que hoy sabemos no carecían de elementos correctos. Un informador «seguro» se desplazó a Cataluña con la tarea de dar respuesta, punto por punto, a los interrogantes suscitados. El nuevo informe bajó la temperatura. Externamente nada revelaba la influencia soviética, a pesar de los grandes carteles con las imágenes de Stalin o de Lenin. Era posible que ciertos servicios estuviesen controlados pero no se trataba de un fenómeno general. A lo más se refería al ámbito militar y al policial, pero en este último caso sólo en lo que atañía a las cuestiones fronterizas, posiblemente para controlar los movimientos de extranjeros. No había influencia soviética en el ámbito económico ni en el de los aprovisionamientos. En Barcelona, el informador no había visto a ningún ruso. Tampoco en las dependencias en donde se visaban los pasaportes. No podía afirmar nada sobre el tal Kykovski. La idea de que los rusos actuaran entre los campesinos parecía imposible. Las expropiaciones se habían hecho sin interferencia extranjera. En la industria y en las empresas las disposiciones emanaban de la gente de Fábregas. La CNT no aceptaba ni los procedimientos soviéticos ni las teorías bolcheviques. En la banca no había influencia moscovita. Y así sucesivamente. Lo que sí era cierto es que los rusos disponían de un servicio secreto que funcionaba con medios propios y de forma autónoma con respecto a sus equivalentes españoles. En general, se guardaban mucho, fuera de ciertos casos particulares, de inmiscuirse en los asuntos internos catalanes, a causa sobre todo de la animosidad que inspiraban a los cenetistas. En definitiva, una bajada de tensión. Que había influencia soviética era evidente, pero en niveles y parcelas muy concretos.
Otro informador del DB detectó, a finales de marzo de 1937, una reducción en el ritmo de los envíos soviéticos, como en realidad se produjo. Lo atribuyó a dificultades de transporte. La propaganda prosoviética tenía tendencia a acentuarse. Los representantes rusos se habían puesto de acuerdo con el Gobierno para continuar con una acción política enérgica, apoyándose sobre los socialistas y comunistas de la UGT y la izquierda catalana. Se trataba de un informador «bien situado» que comunicó al DB que los servicios especiales soviéticos habían sugerido al Gobierno hacer desaparecer al general Asensio por sus propios medios. Le consideraban sospechoso de favorecer a los franquistas. El Gobierno, sin embargo, no había dado su visto bueno.
Todo esto, naturalmente, hay que tomarlo no con un grano de sal sino con mucha. Como también que el mismo informador afirmara que los soviéticos estaban tratando de provocar algún incidente que permitiera europeizar la guerra[27], precisamente lo contrario del objetivo de Stalin. En definitiva, las noticias eran contradictorias. En el DB existía, ha señalado Peter Jackson (2001, p. 68), un sesgo sistemático a favor del bando franquista y en contra de la causa republicana. En el ejemplo catalán el DB tuvo la oportunidad de contrastarlas y los informes ulteriores mostraron hasta qué punto alguno de sus informadores había exagerado[28]. Si las intoxicaciones no respetaban ni al propio servicio de inteligencia sino que se cebaban en él es porque el terreno estaba bien abonado. La valoración ideológica estaba inscrita en el corazón mismo de la reflexión militar francesa sobre la guerra civil[29]. Se trata de un caso temprano de politización de las actividades de inteligencia aunque, evidentemente, resulte un juego de niños en comparación con lo que harían en nuestros días los Gobiernos norteamericano y británico de cara al segundo conflicto de Irak.
MILITARES SOVIÉTICOS EN LA REPÚBLICA: LA OPINIÓN DE UN TERCERO.
El DB, como cualquier servicio de inteligencia, también hubo de preocuparse de temas más concretos derivados de la aparición soviética en España. ¿Quiénes eran los asesores? ¿Cómo se comportaban? ¿Cómo funcionaba el material ruso? Sería arduo y prolijo glosar las informaciones que a lo largo del tiempo fueron llegándole. Preferimos acudir a una visión de conjunto sobre el personal soviético, obtenida al final de la guerra. La proporcionó un exteniente de artillería del ejército checoslovaco. Era un informante ocasional, que había estado bien situado y que parecía sincero y competente. La imagen que transmitió puede redondear, creemos, las valoraciones que hasta ahora pululan por la literatura y que proceden, esencialmente, de tres fuentes: franquistas (escasamente fiables), republicanas (en forma de testimonios o de ajustes de cuentas y que con frecuencia hay que tomar con un grano de sal) y de una selección de los participantes soviéticos, aureolada por obvias razones de propaganda. Ya en tiempos recientes los documentos rusos contribuyen con su propia luz. Falta la valoración de quienes no fueron ni españoles ni soviéticos. Es en esta perspectiva en la que debemos encajar, con todas las cautelas, el testimonio del innominado teniente checoslovaco[30].
Éste distinguió entre los militares en activo en el Ejército Rojo y los comunistas extranjeros que se habían refugiado en la URSS. Los primeros, afirmó, dependían únicamente de la embajada soviética, en la que estaban inscritos como funcionarios bajo seudónimos. Esto no era exacto pero sí reflejaba su dependencia con respecto al consejero militar jefe. Ejercían su oficio en uniformes de cuero (sic) y con la ayuda de intérpretes de las BI (sic). Se alojaban en los edificios de la embajada y de los consulados soviéticos, en hoteles o en casas alquiladas expresamente para ellos. Vivían aparte. Fuera de servicio se mostraban siempre muy reservados. Eran 2000 (número sorprendentemente exacto) y se les pagaba a través de la embajada. La duración de su estancia era de seis meses. Luego, se establecía una rotación. Desempeñaban la función de consejeros técnicos e instructores. Los primeros se habían incorporado a cada brigada y cada cuerpo del ejército. Se entendían mal con los españoles y sólo tuvieron éxito en las brigadas comunistas. Los segundos se centraban sobre todo en la artillería. Varios rasgos característicos eran comunes a todos:
Sobre los soldados soviéticos se recogía con mayor exactitud que tropas específicamente rusas sólo combatieron en España en el período comprendido entre diciembre de 1936 (sic) y febrero (sic) de 1937 en los frentes de Madrid y Bilbao. Se trataba de pilotos (ochenta) y tanquistas (un centenar aproximadamente[34]). Su tarea consistía en instruir a los españoles y dejaron en la España republicana la impresión de ser soldados bien preparados y valerosos. Por último, habría que mencionar a los especialistas de la industria de guerra, que actuaron sobre todo en Alicante, Elche, Cartagena y Sagunto (obsérvese la falta de referencia a Cataluña).
El teniente checoslovaco afirmó que no se comunicaron al Ministerio de la Guerra los nombres de todos los soldados soviéticos. Tuvieron con él relaciones superficiales. Sin embargo, por documentos insertos en los escritos de Largo Caballero (2007, pp. 34893 492) conocemos una de las listas de nombres enviadas al Ministerio. Había casi un centenar de nombres. Se trataba de las personas que había que inscribir en las tropas españolas. En cuanto a los contactos con el EM, fueron estrechos, como se revela en alguno de los escritos del general Rojo. Por el contrario, el informante dio en el clavo al destacar que escapaban al control de las comisiones militares internacionales, lo que también podía aplicarse a los efectivos alemanes e italianos.
En qué medida había en tales afirmaciones un choque cultural, resentimiento o estrechez de miras es, por supuesto, difícil de estimar. Un teniente (capitán o comandante quizá en las BI) no tenía por qué disfrutar de una visión amplia. Se trataba de generalizaciones que hay que tamizar. Sin ir más lejos, el autor de estas líneas escuchó con frecuencia valoraciones similares sobre los soldados norteamericanos que llegaron a España a partir de los años cincuenta y que vivían en enclaves aparte[35]. Bajo la apariencia de gran cordialidad y una relación oficial excelente hubo siempre un sustrato de inquinas, roces, envidia e incomprensión mutua. Piénsese, por ejemplo, en la estupefacción que despertaron en el ejército franquista oficiales norteamericanos protestantes y ¡MASONES! Sus colegas españoles, para los cuales un catolicismo de cruzada y los sentimientos antimasónicos eran casi dogmas de fe, debieron de considerar a muchos de ellos casi como a marcianos. Es difícil que en las condiciones de la guerra civil no hubiesen salido a relucir reflejos parecidos.
El informador del DB dio más importancia a lo que denominó la «masa de tropas rusas» pero que no procedían del RKKA. Eran de las más diversas nacionalidades: búlgaros, yugoslavos, polacos, austríacos. Muchos vivían en la URSS desde hacía años y con frecuencia se hacían pasar por rusos. Eran hombres subordinados al PC y que sirvieron en el Ejército Popular[36] o, sobre todo, en la policía política, donde cometieron muchas acciones reprobables (méfaits). Antes de llegar a España habían recibido una formación militar sumaria de seis u ocho semanas. El oficial checoslovaco indicó que se trataba de auténticos fanáticos, su número se situaba en torno al millar y en aquellos momentos debían de encontrarse en los campos de concentración franceses donde se amontonaban los excombatientes republicanos. Hubo, sin duda, casos como los que se derivan de las afirmaciones anteriores, pero tales «internacionales» gravitaron hacia las BI. Según datos recopilados por Rybalkin, destacaron por su disciplina y ejemplaridad. Quizá a medida que las Brigadas fueron españolizándose, aquellos comunistas de impecable ortodoxia se introdujeron en los órganos de seguridad del Estado republicano, en los cuales la influencia soviética fue incrementándose con el paso del tiempo, la debelación del revolucionarismo de los primeros meses y la militarización de la sociedad.
La limitada experiencia del oficial checoslovaco se refleja en sus responsabilidades. Había mandado tres grupos de artillería equipados con material no soviético, trasladado desde la URSS, y que se había entregado a las BI. Se trataba de 8 obuses Krupp del 10,5 (con tubos largo y corto), otros tantos Vickers de 12 cm, 6 cañones Krupp de 8 cm y 12 «mailing» (norteamericanos) de 37 cm, antitanques. Era material de la primera guerra mundial capturado a los alemanes o de la guerra civil rusa, tomado a los blancos. Esto permite establecer la hipótesis de si no iría a parar a las BI. El informador, no obstante, señaló que otro, más antiguo, se había revisado en las fábricas soviéticas y vendido a los republicanos, «como si fuera nuevo». Tal afirmación se consigna aquí con toda reserva. El teniente checoslovaco había oído hablar de la existencia de cañones antiaéreos, pero no los había visto en acción. Su escarnio lo reservó para los camiones, «que daban una idea bastante pobre de la industria rusa». La organización del envío del material artillero no había impresionado a los españoles. Los diferentes componentes se transportaban en barcos distintos, por lo que había que esperar la llegada de todos para ensamblarlas. Otro ejemplo: los instrumentos ópticos a veces no se correspondían con las piezas. Es posible que la ayuda soviética se deteriorara con el tiempo. Al menos, en lo que se refiere a ciertos aspectos colaterales, existe evidencia republicana que lo apoya. En enero de 1938, por ejemplo, un hombre de confianza comentó a Azaña (1990, p. 263) sus impresiones al respecto: aparte de que continuaba la labor de infiltración y captación comunista y de que había bastante desbarajuste en la organización, los rusos le parecían ignorantes y torpes. Iban a España a aprender. Eran lentos. La rapidez de comprensión les desconcertaba.
El checoslovaco extrajo sus propias conclusiones. En primer lugar, que el soldado ruso era estimable. En segundo lugar, que los oficiales, el material y la organización eran inferiores a los niveles medios y que si los rusos creían otra cosa era gracias al martilleo incesante de la propaganda a la que estaban sometidos en la Unión Soviética. En tercer lugar, la más importante: en su opinión, la capacidad ofensiva del Ejército Rojo era muy limitada. Esta conclusión caería como agua de mayo en el EM y quizá fortaleciera las convicciones reinantes en el mismo. No en vano el general Schweisguth le había puesto un interrogante tres años atrás.
De todo lo que antecede, y con las cautelas debidas, se desprenden algunas conclusiones. La primera, y más significativa, es que el DB y por extensión el EM francés siguieron de cerca la imbricación soviética en la guerra civil. En segundo lugar, que a principios de 1937 el material informativo acumulado fue utilizado por la diplomacia francesa para desalentar los envíos de armamentos soviéticos. En tercer lugar, que los militares franceses se preocuparon de discernir la extensión y manifestaciones de la influencia soviética en la política y en la conducción de las campañas republicanas. Por último, que la imagen presentó tonos diversos, tanto favorables como desfavorables, pero que estos normalmente no hubieran debido sorprenderles. Tuvieron la posibilidad de hacerse una idea bastante precisa de la significación para la República del apoyo soviético. No parece, sin embargo, que penetraran demasiado en lo que se cocía en Moscú.
EDEN HACE EL CALDO GORDO A LA POLÍTICA NAZI-FASCISTA.
Hubo otro intento, similar al francés, para yugular a los republicanos. Por razones diferentes lo lideraron aquellos adalides antibolcheviques, como se autoconsideraban los nazis. Rápidamente contaron con la entusiasta —si bien encubierta— colaboración de sir Anthony Eden. Afectó a la base misma del escudo de la República: la movilización de las reservas auríferas. Los nazis por un lado y el titular del Foreign Office por otro no encontraron nada mejor que aquél estupendo instrumento de torpedeo en que Francia y el Reino Unido habían permitido que se convirtiera el CNI. En la batalla que nazis y británicos emprendieron no hubo muertos pero sus consecuencias hubieran podido ser tan letales para la República como en el combate por las armas. Afortunadamente, Largo Caballero y Negrín habían puesto a buen recaudo la fuente principal de los recursos financieros. Los franquistas lo sabían. Los fascistas también. Los británicos lo sospecharon. Aún así, se intentó.
La traca se inició desde el bando franquista. El 6 de noviembre de 1936, cuando el oro empezaba a descargarse en Moscú, el exministro Ventosa, mandatado por el Banco de España en Burgos, se dirigió al Banco de Pagos Internacionales (BPI) de Basilea. Recordó que su mandante había protestado siempre contra las exportaciones del metal amarillo y que los republicanos habían infringido las leyes vigentes, tanto en la forma como en el fondo, al disponer del mismo. Repitió uno de los principios axiomáticos de su propaganda: la desposesión lesionaba a todos quienes tenían intereses económicos en España. El acudir al BPI era medida obligada porque sus miembros eran Bancos Centrales y ninguno podría permanecer indiferente a la expoliación de uno de ellos.
Ésta era una argumentación inteligente que demuestra que los franquistas sabían utilizar en su provecho las ideas que sobre la República y sus experimentos «para-soviéticos» predominaban en los círculos dirigentes de Londres y Washington y en el mundo financiero internacional. Ventosa no recurría, como se había hecho anteriormente, a los meros desmanes de una República «roja», presa de la anarquía y del desorden. Sí al hecho de que aceptar tal expolio equivaldría a consentir el desmoronamiento de los principios sobre los cuales se basaba el orden económico capitalista[37]. Naturalmente, el BPI poco podía hacer, pero las advertencias de Ventosa fueron conocidas por los Bancos Centrales. Ello tendría algún efecto sobre el proceso de movilización del oro del tipo que hasta hoy la mayor parte de la literatura se obstina en ignorar. La preocupación sobre el manejo por ambos bandos de sus respectivos «nervios de la guerra» había dejado de formar parte del dominio reservado de los Ministerios de Asuntos Exteriores y de Economía. El 5 de enero de 1937, el comandante C. S. Napier, del War Office, remitió su segundo informe sobre los envíos de armamento a España y al que nos referimos en el primer capítulo. Era el que podía, más o menos, elevarse al CNI. La intervención extranjera había atravesado tres fases que podían caracterizarse como sigue:
1.ª El suministro por Alemania e Italia en agosto y septiembre de las suficientes armas modernas para dar a Franco, como pensaban, la victoria.
2.ª La intervención de Rusia durante octubre y comienzos de noviembre con cantidades de material y el suficiente personal técnico para detener a Franco ante las puertas de Madrid.
3.ª La intensificación de los esfuerzos realizados por Alemania e Italia durante finales de noviembre y diciembre para restaurar la superioridad de Franco, bien fuese mediante el suministro de más material y grandes cantidades de voluntarios, bien mediante el robustecimiento de la potencia naval franquista[38].
Tal análisis, a pesar de los retoques experimentados en comparación con los planteamientos del informe precedente, era más ajustado a la realidad que las fantasías de sir Orme Sargent a que hicimos referencia en su momento. Desde el War Office se constataba que las apetencias económicas (aun cuando también tenían otras) de Alemania e Italia se habían manifestado claramente: «Alemania se lleva de España cobre, mineral de hierro y aceite de oliva. Italia cobre, trigo y algún oro». Esto también era correcto, aunque la gama de productos podría haberse ampliado en ambos casos. Al aludir al otro bando, Napier se preguntó: «¿Qué pagos recibe Rusia?». Su respuesta era que la URSS cobraba en oro y, quizá, en forma de tesoros artísticos. No estaba en lo cierto: lo primero todavía no se había producido y de lo segundo, que sepamos nunca se habló. Esta parte debió de verse estimulada por el afloramiento del tema del oro en el subcomité del CNI en la sesión del 22 de diciembre a instancia de las potencias fascistas. Con objeto de tener en cuenta la actitud de las mismas se acordó que una comisión técnica especializada examinase la posibilidad de estudiar en qué medida el acuerdo de no intervención podría ampliarse a cubrir aquellas ayudas financieras que prolongasen la guerra civil o la hicieran más dura y más amarga. Para alimentarla, la siempre cooperadora maquinaria británica que servía de secretariado al CNI preparó un informe muy detallado y un tanto explosivo bajo el título «The possibility of extending the Non-Intervention Agreement to cover the supply of financial aid to either of the parties in Spain», que se dio a conocer el 7 de enero. En la opinión de los redactores que, según afirmó el secretario del CNI y presidente de la comisión técnica, Francis Hemming, no habían recibido instrucciones de los respectivos Gobiernos, tales posibilidades existían[39]. No está documentado si los franquistas, o los fascistas, habían establecido contacto con él para que hiciese dicha afirmación.
Hubo numerosas discusiones internas en la Administración británica. Se planteaban dificultades técnicas para aprobar la legislación necesaria, que hubiera debido ser compleja y extremadamente pormenorizada y no atentar demasiado contra el principio de libertad de los movimientos económicos y comerciales. El Tesoro, protagonista de excepción, prefería utilizar lo que eufemísticamente se denominaba «acción voluntaria», a tenor de la cual las instituciones, conscientes del desagrado que determinadas actuaciones podían provocar en el Gobierno, preferían abstenerse de hacer ciertas cosas aunque no hubiese legislación en contra que las prohibiese[40].
El propio Eden, en su papel de debelador de la República, tomó cartas en el asunto. El Foreign Office, en una comunicación al Tesoro el 14 de enero de 1937, dejó claro que el ministro atribuía una gran importancia al tema y que deseaba que los expertos británicos indicaran cuanto antes en qué medida el Gobierno podría aplicar las recomendaciones del informe. Lord Plymouth, presidente del CNI, haciendo una vez más gala de su «imparcialidad», respondió que sería conveniente ablandar la posición absolutamente recalcitrante de Litvinov (DBFP, doc. 91). Esto da una idea de hasta qué punto el Gobierno británico se hubiera comportado con ecuanimidad en el caso de que la República hubiese confiado en Londres[41]. En este aspecto, le pognon c’est le pognon, o en castellano castizo, «la pela es la pela», los franceses fueron mucho más reticentes. El control de las exportaciones de oro no era suficiente, comentó a Hemming el agregado financiero en Londres. También habría que pensar en las de otros productos que generasen divisas con que financiar la contienda.
El salto a la palestra diplomática multilateral se produjo cuando, el 12 de enero de 1937, los embajadores alemán e italiano, von Ribbentrop y Grandi, plantearon el tema brutalmente y reclamaron que se examinaran las cuestiones relacionadas con la exportación del oro. El primero, buen perro de presa, amenazó pocos días más tarde: si se daba una negativa terminante a las sugerencias alemanas sobre un extremo que su Gobierno consideraba esencial en el ámbito de la intervención indirecta, Berlín podría verse obligado a echarse atrás en muchos de los temas que ocupaban la atención del CNI, entre ellos los relacionados con el reclutamiento de voluntarios y el control de fronteras[42]. Era otro más de los órdagos a los que comenzaba a acostumbrarse peligrosamente el Tercer Reich y, naturalmente, surtió efecto. El «apaciguamiento» no había llegado a sus cotas más altas pero ya estaba bien implantado entre los decisores londinenses.
Los alemanes se habían preocupado de obtener los servicios de dos destacados profesores de Derecho Internacional para que analizasen la legalidad y constitucionalidad de las exportaciones de oro. Sugirieron que los italianos procediesen análogamente. Esta ofensiva de las potencias fascistas alarmó a los dirigentes republicanos. Pablo de Azcárate protestó enérgicamente afirmando que el CNI se extralimitaba en sus competencias (el alma caritativa de uno de los funcionarios que se ocupaban de los asuntos de España, un tal Shuckburgh, apuntó que el Gobierno republicano no tenía nada que decir al respecto ya que no era miembro del comité) (DBFP, doc. 71). No es de extrañar que, cuando la prensa internacional se hizo eco de lo que ocurría en el seno del CNI, el Gobierno de Valencia se viese obligado a emitir una nota que también se dio a conocer en el extranjero donde, por ejemplo, el destacado periódico suizo Neue Zürcher Zeitung (muy leído en los medios financieros) la recogió (20 de enero de 1937). Negaba con rotundidad que existieran en el extranjero depósitos de oro (lo cual no era cierto) y recordaba que las salidas del metal sólo se habían destinado a la realización de pagos inmediatos (lo cual tampoco respondía a la verdad). Con todo, a la República no le faltaban aliados. En marzo de 1937 la Comisión de Derecho Internacional Público de la Asociación Jurídica Internacional publicó un informe sobre la legalidad del derecho a disponer del oro. Los juristas alemanes contraatacaron e hicieron llegar a la Wilhelmstrasse su opinión negativa respecto al informe y sus presuntas deficiencias. El 3 de abril de 1937 un grupo de expertos, con asistencia de uno de los consejeros del Reichsbank, abordó el tema en Berlín. El consenso fue que no habría que profundizar en los aspectos jurídicos porque el CNI no llegaría a una posición clara y única. Los expertos afirmaron:
El enjuiciamiento de la legalidad de la exportación del oro debe considerarse, en primer lugar, como un problema interno español. Para nosotros es más importante el futuro que el pasado. De lo que se trata es de conseguir que, en lo sucesivo, el oro español quede neutralizado en el sentido de que la guerra no pueda alargarse gracias a su utilización. Esto debe alcanzarse a través de disposiciones legales de las potencias interesadas, de forma similar a lo que ha ocurrido con el embargo sobre armamentos y con la vigilancia de fronteras. El objetivo principal… estriba, pues, en encontrar una base legal común para impedir apoyos financieros[43].
Es imposible encontrar una exposición más lúcida de los objetivos que los diplomáticos alemanes, italianos y portugueses persiguieron con denuedo en el seno del CNI. Como las medidas para obstaculizar la salida del oro de la España republicana no darían previsiblemente muchos resultados, la meta estribaba en conseguir que los países a los que se enviase no lo adquirieran. De lo que se trataba era de neutralizar el nervio de la guerra y evitar que pudiera alimentar el esfuerzo bélico republicano. Es una posibilidad que habían enunciado en el CNI y que el informe del 7 de enero recogía (parte 2, II sección) aunque no identificaba a los preconizadores (tampoco a quienes ya se habían opuesto, esencialmente los soviéticos). Los profesores Bruns y Schmitz del Kaiser-Wilhelm-Institut für ausländisches öffentliches Recht und Völkerrecht (Instituto de Derecho Internacional Público) exigieron, sin embargo, más información fáctica por parte española. Se celebraron reuniones de trabajo en Londres con expertos italianos y portugueses y se pidieron más datos a Ventosa[44], quien se echó para atrás, creyendo que la vía por la que se adentraban no conducía a ninguna parte. Tenía razón porque el asunto embarrancó. La actitud francesa fue muy combativa y se situó en un plano estrictamente jurídico. Los refuerzos de Berlín no lograron hacer cambiar la situación. Finalmente los expertos alemanes, italianos y portugueses entregaron un informe conjunto en tanto que los franceses y soviéticos presentaron otro. Cuando se intentó encontrar terreno común entre ambos, los juristas constataron un fracaso y devolvieron la pelota a los diplomáticos y a los Gobiernos. El agregado financiero francés informó a Auriol que en realidad los aspectos jurídicos del tema palidecían ante los aspectos políticos y técnicos[45]. El ejercicio permite confirmar, sin embargo, que la República seguía sin tener buenos amigos ni en Eden ni en el Foreign Office.
Berlín no se dio por vencido y solicitó en repetidas ocasiones nuevo material a las autoridades de Burgos. La Junta Técnica del Estado suministró, el 26 de abril de 1937, el texto de algunas de las órdenes republicanas, sobre todo las que recaían sobre transferencias de gran cuantía, para situar fondos en París y Washington, en parte gracias a la cortesía del Midland Bank. La argumentación franquista no varió. El profesor Schmitz la resumiría afirmando que equiparaba la cuestión de la propiedad del oro del Banco con la de si podía adquirírselo legalmente o no. Schmitz argumentó que una exportación ilegal no excluía la posibilidad de que la adquisición en el extranjero fuese lícita.
Todos éstos y otros escarceos jurídicos, que Martín Aceña ha abordado sin referencia al trasfondo nazi y español, no condujeron a nada. No nos detendremos en el análisis de su evolución posterior. Ni Francia ni la Unión Soviética podían estar interesadas en que hubiese una discusión que condujese a resultados operativos. El Tesoro británico, por otra parte, siempre albergó serias dudas acerca de la viabilidad técnica de muchas de las eventuales prohibiciones y restricciones[46]. El último intento de Franco para neutralizar la contribución del oro al esfuerzo de guerra republicano terminó sin pena ni gloria algunas semanas después.
Ni las campañas de prensa, ni los gestos en el ámbito diplomático internacional, ni las presiones de los círculos profranquistas ni siquiera el recurso a los tribunales en Francia sirvieron para nada. El Gobierno de París continuó aceptando el oro hasta que los republicanos interrumpieron las ventas. La URSS se cerró denodadamente a toda concesión[47]. Los franceses la apoyaron y los británicos llegaron a la conclusión de que lo que las potencias fascistas querían equivalía a imponer sanciones financieras sobre el único bando (el republicano) que disponía de metal amarillo. En un resumen de la cuestión, el Tesoro atacó la base de la argumentación nazi-franquista:
La idea de que la exportación de las reservas de oro es ilegal según el Derecho español es, a nuestro modo de ver, irrelevante porque el Gobierno español siempre podría modificar la situación jurídica aprobando nueva legislación. Ahora bien, los alemanes e italianos, que consideran al Gobierno de Franco como el único de España y al de Valencia como salteadores marxistas, ven las cosas de diferente manera.
El análisis era correcto. Con bastante retraso, las disposiciones reservadas republicanas crearon una nueva situación legal y, a partir del mes de abril de 1938, de forma radical. Pero mientras ello ocurría, lo único que podía funcionar a finales de 1936 y principios de 1937 en el plano internacional, y no funcionó, era la política. Que éste era el terreno adecuado para plantear este tipo de asuntos no tardó en comprobarse. Cuando Blum se vio obligado a dejar el Gobierno en junio de 1937, su sucesor Camille Chautemps, quien ya un año antes había mostrado escasa simpatía por acudir en apoyo de la República, empezó a apretar las tuercas. El resultado fue que en no demasiado tiempo un depósito que la República había hecho en 1931 en el Banco de Francia quedó completamente inutilizado de cara a la posibilidad de contribuir al esfuerzo bélico. En el caso de que se hubiera trasladado todo el oro a Francia, ¿hubiese seguido éste el mismo destino? Todo apunta a que sí. No es de extrañar que autores franceses como Bennassar se hayan abstenido de plantear este tipo de preguntas[48].
La pequeña batalla en el CNI tiene importancia no sólo porque muestra la colusión nazi-fascista por un lado y británica por otro, sino porque muchos de los argumentos jurídicos que las autoridades franquistas suministraron a sus aliados nazis apenas si experimentaron transformaciones sustanciales. La historia enseña innumerables continuidades. Una se da en este caso, ilustrativo de la aplicación de la «sabiduría» acumulada, a manera de capas estratigráficas sucesivas, por burocracias cerradas y temerosas de que pudieran registrarse públicamente sus fracasos. Y, a decir verdad, no se ha solido identificar a quienes contribuyeron a los mismos.
Por su parte, los dictadores fascistas no estaban dispuestos a dar tregua alguna a la República. A partir de entonces, y con mayor intensidad que hasta aquel momento, el destino republicano se jugaría no sólo en los campos de batalla españoles sino también en el ámbito de las grandes cancillerías europeas. Son notables las diferencias de comportamiento entre los tres dictadores. Hitler y Mussolini, que habían puesto sus peones en tierras españolas desde casi el comienzo mismo del conflicto, nunca dudaron en subir sus apuestas para la consecución de la victoria. Apostaban sobre su capacidad de amedrentar a las potencias democráticas, conocedores de sus ansias de paz y de su reticencia a dejarse engullir por el maelstrom español. Ninguno de los dos albergaba dudas existenciales. Deseaban la ruptura del statu quo y se prometían algunas bazas estratégicas no desdeñables con las que jugar después contra Francia y, eventualmente, el Reino Unido.
Stalin, por el contrario, buscaba reforzar sus vínculos con las potencias democráticas, en especial con Francia, en el marco de una política de seguridad colectiva que poco a poco iría difuminándose. No se comprometió durante un par de meses cruciales y cuando se decidió lo hizo con una apuesta relativamente pequeña, aunque sostenida. A pesar de los rumores sobre una intervención masiva soviética, Stalin era muy consciente de que la URSS no era el aliado más deseable de la República. El apoyo primario de ésta debía recaer en Francia, en el Reino Unido, en los países burgueses. Precisamente lo que no ocurrió. La llegada de los suministros soviéticos evitó el colapso inmediato de la República pero no la puso a resguardo del peligro. Es más, desde una perspectiva histórica cabría decir que éste se acentuó. La escalada del Eje y los planteamientos estratégicos británicos así lo demostraron. El flamante jefe del Estado naciente se meció en el mejor de dos mundos: una potencia fascista (Italia) enviaría masivamente hombres y material mientras que la otra remitiría material de gran calidad y alimentaría el ariete de acero de la Cóndor. La República se encontraba en un atolladero. ¿Cómo moverse en él?