Se tensa el nervio de la guerra
ESTAMOS TAN ACOSTUMBRADOS a pensar en términos de la derrota final republicana que a veces desaparece de nuestra perspectiva el juego de factores que, en el entender de los decisores de la época, debía posibilitar o bien el triunfo o una resistencia prolongada en condiciones difíciles. Las reservas trasladadas a Moscú fueron el elemento esencial con el que se forjó el escudo de la República. Para los republicanos, las potencias fascistas les habían, en la práctica, declarado la guerra. La no intervención continuaba haciendo de las suyas. El Ejército Popular tardaba en arrancar. La cacofonía política e ideológica no amainaba. Demostraba, sí, que la República no era una dictadura, pero debilitaba los esfuerzos. No había nada comparable en la zona franquista en donde reinaba la euforia por los sucesivos triunfos. También el inquieto parpadeo de los mosquetones, tras las farsas judiciales de los consejos de guerra.
Sobre el Gobierno Largo Caballero recayó una misión difícil. ¿Qué palancas podía utilizar para mantener el forcejeo? Las posibilidades no eran ilimitadas. Las más urgentes estribaban en continuar el robustecimiento del Ejército Popular y fortalecer la dinámica de resistencia. Se trataba de tareas colectivas. Otras eran sectoriales. Desde la cartera de Hacienda cabía actuar sobre los recursos financieros. Si la guerra se perdía, que no lo fuera porque la República hubiese carecido de medios con que alimentar el combate. En la cartera de Estado, por su parte, había que combatir la no intervención y buscar apoyos en la opinión internacional y en la solidaridad de la izquierda. Poco de ello sería posible si no se recuperaba la autoridad, proceso que ha analizado con gran brillantez Graham. En tal contexto, y en comparación con Largo Caballero, Prieto o Álvarez del Vayo, el ministro más imaginativo fue, sin duda, Negrín.
EL ACTA DEFINITIVA DE DEPÓSITO DEL ORO.
Cabe fechar con precisión el momento en que el viraje republicano hacia la Unión Soviética tuvo su traducción formal en el plano financiero. Data del establecimiento del acta definitiva de recepción del oro. Algo que en la literatura anglosajona suele denominarse, con escasa precisión, el «recibo», aquél que Orlov tenía instrucciones de no dar, según relató en las varias versiones de sus inefables memorias. Es un documento sobradamente conocido[1] pero no por ello deja de tener interés exponer sus características. Recogía someramente los pasos efectuados hasta entonces: la recepción preliminar de las 7800 cajas en el Gokhran, la carencia de numeración y de facturas que hubiesen indicado la cantidad, peso y contraste del oro; la cantidad (216) de cajas ligeramente dañadas; la apertura; el peso del oro contenido en cada caja determinado por los funcionarios del Gokhran, siempre en presencia y con la participación de uno de los españoles; la redacción de un acta por cada caja abierta, firmada por los funcionarios soviéticos y uno español, etc. Junto con tales pasos, enumerados en la primera parte del acta, ésta detalló la composición del envío: 15 571 talegas con monedas de designación y cuño diferentes, 64 lingotes y 4 paquetes de recortes de oro. De nuevo se hizo constar que las monedas estaban ensacadas de suerte tal que, por regla general, cada talega contenía monedas de una misma especie. Sin embargo, en algunas había monedas de distinta designación, pero de igual paridad. En tales casos el Gokhran prefirió expresar en una sola el total de la talega. Se consignó con precisión la composición por monedas de las 7800 cajas, sumas nominales y pesos de aleación. La mayor parte de la segunda parte la ocupaba tal descripción, que se resume en el cuadro VII-1, añadiéndose a continuación que «las monedas de oro, los lingotes de oro y los recortes de oro pertenecientes a la República española[2]… con un peso total de aleación de 510 079 529,3 gramos, embalados de nuevo en 7800 cajas e inscritos en un libro-registro especial, atado y sellado con los sellos del Comisariado del Pueblo para las Finanzas y la embajada de la República española en la Unión Soviética se reciben en depósito, según la presente acta, por el Comisariado del Pueblo para las Finanzas[3]».
Composición del depósito de oro en la URSS
La parte tercera del acta señaló los nombres de los altos funcionarios que habían efectuado la remisión y recepción del depósito. La primera había corrido a cargo de Pascua. La segunda, a cargo de Kagan y Margoulis, del Narkomfin, en presencia de Weinberg como representante del NKID[5]. La parte cuarta y última introdujo ciertas novedades respecto a los documentos previos. Se indicó que era «el principal y único documento de la remisión por el Gobierno de la República española del oro descrito en la segunda parte y de su recepción en depósito por el Comisariado del Pueblo para las Finanzas». En consecuencia, se añadió, «con la firma de la presente acta todos los documentos previamente redactados y firmados en Moscú relativos a la recepción en depósito del oro indicado en esta acta, a saber, los protocolos del 5, 7 y 10 de noviembre y el acta de la recepción preliminar del 20 de noviembre de 1936, cesan de estar en vigor». Finalmente, consignó un apartado de la máxima importancia. Fue el referido a la reducción de responsabilidades de las autoridades soviéticas por actos de disposición contra el depósito. Literalmente se indicó:
En el caso de que el Gobierno de la República española ordenase la exportación fuera de la URSS del oro recibido en depósito por esta acta, o bien en caso de que dispusiera de él de otra manera, la responsabilidad asumida por la presente acta por el Comisariado del Pueblo para las Finanzas será reducida automáticamente, en todo o en parte, en proporción a las disposiciones del Gobierno de la República española.
Tal párrafo dejaba plena libertad de acción al Gobierno republicano. Las autoridades españolas se reservaban la posibilidad de extraer de nuevo, en todo o en parte, el oro de la Unión Soviética o, por el contrario, de disponer del metal en cualquier otra forma. Fue por esta última alternativa por la que rápidamente se decidieron, en consonancia con las intenciones que desde el principio habían albergado Largo Caballero y Negrín[6]. En el corto lapso de cuatro meses (desde principios de octubre hasta principios de febrero) el Gobierno republicano consiguió, pues, los tres objetivos que se propuso con el envío. El oro estaba a buen recaudo, al menos respecto a la amenaza que se había cernido sobre la República a mitad y finales de septiembre. Se había creado el mecanismo que permitía la adquisición, mediante compra, de material de guerra soviético y de otros productos que necesitaba la economía española. Por último se había cubierto con un tupido velo el origen del haz de transferencias financieras que sostendrían el esfuerzo bélico.
Durante mucho tiempo se ha debatido acerca del valor del depósito. Es un problema de fácil solución si se convierte el peso físico del oro en monedas (oro aleado) en un peso teórico de oro fino. La contabilidad del metal, en efecto, se llevaba a cabo en estos términos, según disponía la LOB. Para ello es preciso utilizar las leyes de los distintos componentes y, en particular, las de las distintas monedas que eran o habían sido de curso legal. Para los lingotes y recortes la pureza máxima es 1000 milésimas, si bien en la práctica es rara por lo que su contenido en fino sería menor. Para las libras esterlinas, los escudos portugueses y los pesos chilenos la ley era 916 2/3. Para las monedas restantes, la ley descendía a 900 milésimas. El resultado se ofrece en el cuadro VII-2. Se trata de una estimación máxima y cuya fiabilidad depende, en parte, de la ley que tuvieran las monedas portuguesas antiguas, que por desgracia nos es totalmente desconocida. A efectos prácticos entendemos que sería inferior a la de los escudos por lo que aplicaremos la ley general de 900 milésimas. No es un grave problema, por cuanto que el destino de unas y otras iba a ser el mismo: la fundición y refinado con el fin de obtener lingotes de oro comercializables sin indicación alguna respecto a su origen. La expresión del peso máximo en onzas troy[7] (casi 15 millones, equivalentes a 464 toneladas y media de fino) permite estimar el valor máximo tanto en los dólares de la época (a razón de 35 dólares por onza troy) como en moneda actual, considerando que se trata de oro monetario y al que cabe aplicar la misma valoración que hoy se hace con las reservas del Banco de España.
Estimación del peso de oro fino
En dólares de la época, el valor máximo ascendió, pues, a 522,8 millones, equivalentes a casi el 73 por ciento del oro movilizable en Madrid en el momento de la sublevación. En términos referidos a septiembre de 2005, su valor supondría algo más de 7000 millones de dólares, equivalentes a casi 5875 millones de euros. El depósito generó una serie de gastos que corrieron a cargo del Gobierno republicano. Algunos fueron de carácter único, como los de recepción, clasificación y reempaquetamiento, que se cifrarían en 70 580 dólares de la época. Otros —y muy importantes— de índole periódica: entre ellos figuraban los de custodia, incluyendo el mantenimiento de la guardia militar, y que se elevaron a 14 500 dólares mensuales. El cómputo se inició probablemente a partir de diciembre de 1936. La disposición del metal implicó nuevos gastos: los de refinado (incluyendo los de transporte) se cifraron en 1200 dólares por tonelada; los relacionados con las operaciones de venta, seguro, corretaje bancario, etc. (para los que se tomaron como base los originados por la venta de los primeros lotes en marzo de 1937), se establecieron a razón de 12,5 peniques de libra esterlina por onza de oro y, finalmente, las pérdidas que se produjeron tanto en la fundición como en el refinado del metal aleado. El 16 de abril de 1937 Stajevsky comunicó a Negrín que se situaban en torno al 0,06 y el 0,13 por ciento, respectivamente, y que los márgenes de gastos eran mínimos, si bien podrían experimentar ciertas modificaciones que se detallarían al hacer las cuentas concretas.
En enero de 1938, el nuevo comisario del pueblo para las Finanzas, A. Zverev, informó a Negrín que los derechos de custodia y depósito para la segunda mitad de 1937 se habían mantenido al mismo nivel que hasta entonces (ésta es una información que Bolín reprodujo). Figuran, por último, los gastos de transporte marítimo de Cartagena a Odesa, adelantados por los soviéticos pero asumidos posteriormente por el Ministerio de Hacienda. Ascendieron a 88 259,80 dólares, según se dijo a Negrín el 4 de marzo de 1937. Obsérvese que, como en una transacción comercial, los gastos ocasionados se cargaron al depositante. La ayuda se cobró y los republicanos la pagaron religiosamente. Negrín no hubiese concebido otra cosa. Tampoco Largo Caballero.
OPERACIÓN ECONÓMICA Y SALVAVIDAS.
Si bien suele ser poco provechoso escribir historia en términos contrafactuales, no cabe ignorar que con el depósito se habían evitado peligros muy verosímiles. Si el oro se hubiese quedado en Cartagena, no resulta improbable que los esfuerzos de las potencias fascistas por obtener su neutralización, de una u otra manera, en el marco del CNI hubieran sido mucho más insistentes y que, quizá, hubiesen logrado algún éxito. Lo obtuvieron con el control de voluntarios y la vigilancia de fronteras. También con la retracción inicial de los países democráticos ante los actos de piratería de que eran objeto sus propias flotas mercantes (hubo marinos que perecieron y barcos que fueron hundidos, sacrificados a la razón de Estado o a una peculiar concepción de la política de apaciguamiento). ¿Por qué no habría ocurrido en el caso del oro? De no haber contado con Moscú y con el BCEN, la República no hubiese tenido otros interlocutores en el plano financiero que el Reino Unido (y no hay que hacer demasiado hincapié a estas alturas en la escasa simpatía de Eden, del Foreign Office y del primer ministro ni tampoco en las posibilidades que abría la «acción voluntaria») y Francia, de Gobierno tambaleante y sometido a presiones crecientes. Para París, una cosa había sido absorber una cuarta parte de las reservas españolas en los primeros meses del conflicto. Otra muy diferente adquirir el resto cuando todo hacía pensar que la República iba camino de perder la guerra y que la estrella de Blum comenzaba su descenso.
En tal coyuntura apareció la Unión Soviética. Que en el otoño e invierno críticos de 1936-1937 ayudó a la República con intensidad es un hecho. Hubiese, quizá, podido hacer más. Las razones por las que no lo hizo representan una interesante línea de investigación que otros autores sin duda emprenderán. Cabe preguntarse, no obstante, si hubiese continuado su apoyo en el caso de que no hubiera tenido la garantía de poder resarcirse de los costes económicos, no desdeñables, que el apoyo a la República le deparaba. Hitler y Mussolini suministraron armas, material y soldados en búsqueda de ventajas estratégicas (y económicas en el primer caso), concretas y tangibles. Stalin se situó en una segunda línea. Los tres persiguieron objetivos propios. Los tres se cobraron la ayuda. Una diferencia fundamental en cuanto a su repercusión sobre los españoles es que Franco, tras la victoria, pudo negociar y obtener reducciones y quitas, muy considerables en el caso italiano, apenas en el alemán. También quedó endeudado políticamente a las potencias del Eje: un hecho incontrovertible que tuvo consecuencias de toda índole, también económicas. Existió la tentación de entrar en guerra a su lado en 1940. La desviación de exportaciones españolas hacia el Tercer Reich y el hambre que sufrieron grandes sectores de la población son fenómenos constatables. Que los alemanes intentaron dominar la economía española, en el marco de sus grandiosos planes de autarquía continental, también lo es.
La Unión Soviética contaba con el depósito y cobró hasta el último céntimo. No tuvo un enfoque como Italia, no estaba tan desarrollada como Alemania, construía un sistema económico alternativo y sus estrangulamientos exteriores no eran desdeñables. Que se cobrara no sorprendió a muchos dirigentes republicanos y, ciertamente, no a Negrín. Le quedaron agradecidos porque sin ella no hubiesen podido echar un pulso ni a Franco ni a sus valedores. Por necesidades de propaganda y de moral la presentaron —al igual que hicieron los comunistas y los propios soviéticos— como una muestra de desinteresada solidaridad. La mitologización de la ayuda fue un fenómeno de larga duración. En su fundamental discurso del 14 de abril de 1942 Negrín se refirió al tema con palabras muy medidas:
De una manera desinteresada, sin reclamar, ni insinuar siquiera, compensaciones que comprometieran nuestra orientación nacional, y mucho menos sin pretender injerirse en nuestros asuntos de orden interior, sin formalizar convenios o tratados políticos, procuró la URSS dar satisfacción a las demandas de suministro de material y recursos, de asesoramiento técnico y de apoyo diplomático hechas por los sucesivos Gobiernos, atendiendo a nuestro abastecimiento, dentro de las dificultadas creadas por el bloqueo efectivo de la España constitucional, mantenido por los países firmantes del pacto de no intervención y no regateando su ayuda en el frente internacional, conforme con nuestros deseos y las conveniencias circunstanciales de nuestra causa en cada momento (Álvarez, p. 156).
Obsérvese la formulación tan pensada. El adjetivo «desinteresada» podría hacer pensar que la ayuda fue gratis pero inmediatamente Negrín desvió el tema de la contraprestación al ámbito político. La Unión Soviética no reclamó ninguna convencionalización de las relaciones, antes al contrario. ¿Convirtió la exportación del oro a la España republicana en un vasallo o satélite avant la lettre, según han denunciado tantos autores conservadores, profranquistas o simplemente guerreros de la guerra fría? La respuesta es no. Lo que esencialmente fortaleció la influencia soviética fue la conjugación de dos dinámicas, que capitalizó el PCE: los suministros bélicos en primer lugar y la voluntad de resistencia de un sector de la población y de la clase política. Esta dinámica pilotaba sobre el apoyo de la URSS, que fue materializándose a lo largo del Gobierno de Largo Caballero. Más tarde entró en funcionamiento un nuevo elemento: la desesperación ante la creciente volatilización no ya de las posibilidades de victoria sino incluso de llegar a un acuerdo negociado con el bando franquista. Como la retracción de las democracias no disminuyó, el vacío político creado sólo podía llenarlo la Unión Soviética. Negrín, a quien le tocó lidiar con el toro en esta segunda fase, fue muy claro ante franceses y británicos: estaba dispuesto a reducir la influencia comunista pero necesitaba un contrapeso. Nunca lo encontró. Es estrictamente contrafactual especular sobre si una España republicana victoriosa o reconciliada en virtud de algún mecanismo de mediación que Franco siempre desechó podría haber basculado hacia la inexistente órbita soviética. Fue el victorioso Caudillo quien, incontestablemente, se inclinó hacia el Eje.
En la zona republicana fueron abriéndose paso, de forma más o menos rápida, algunas realidades elementales: sin un ejército de nuevo cuño no había posibilidad de resistir los embates del adversario; sin militarización de las milicias no podía hacerse nada; sin mando único los esfuerzos estaban condenados al fracaso. Todo eso implicaba restaurar la autoridad del Estado y, por lo menos, contener la alegría y la efervescencia revolucionarias. La receta se conocía. El problema estribaba en cómo cocinarla. Los comunistas, impulsados por la Comintern y sometidos a una férrea disciplina, se dieron cuenta de ello rápidamente. También lo entendieron muchos republicanos y socialistas, entre ellos Negrín. Pero la República, régimen al fin y al cabo democrático, no estuvo en condiciones de tensar todos sus recursos, todas sus energías y todas sus capacidades en pos del objetivo primario y fundamental de sostener el esfuerzo de guerra mientras, como esperaba, el escenario internacional se aclaraba y las democracias asumían, quizá, la necesidad de luchar contra el fascismo, el principal peligro y el agresor. Por el momento, a partir de febrero/marzo de 1937 Largo Caballero, Prieto y Negrín divisaron en la movilización de las reservas depositadas en Moscú el nervio esencial, a decir verdad, el único nervio para sostener el esfuerzo de guerra.
LA MECÁNICA DE VENTA DEL ORO.
No nos cansaremos de subrayar que, en contra de lo que ha venido afirmando cierta historiografía durante muchos años, e incluso en la actualidad, el oro se envió a Moscú para movilizarlo. La necesidad de enajenar el metal, en porcentaje imprevisible, estuvo inscrita desde el primer momento en la lógica de la operación. Aun si se hubiese quedado en Madrid o trasladado a Valencia, Cartagena, París, Londres o Nueva York la necesidad hubiese sido la misma. Que se hiciera desde Moscú facilitó los tres grandes objetivos centrales: obtener divisas, comprar armamento y verificar transferencias y pagos en condiciones de gran reserva. Esto lo sabían perfectamente los dirigentes republicanos, incluidos Largo Caballero y Prieto. Gran parte de lo que después escribieron, dijeron o presentaron no corresponde a los hechos.
La mecánica de movilización del oro es conocida desde hace muchos años y se ha descrito en obras anteriores del autor[9]. Conviene, pues, recordarla sucintamente. Se iniciaba con órdenes de venta dirigidas al Narkomfin por el ministro de Hacienda, y contrafirmadas por el presidente del Gobierno. Mientras Largo Caballero ocupó tal puesto, Negrín le presentó todas y cada una. Fueron las seis primeras y cubrieron el período entre el 16 de febrero y el 23 de abril de 1937. A partir de su toma de posesión (17 de mayo) fue Negrín, en su doble calidad de presidente y ministro de Hacienda y Economía, quien firmó las órdenes siguientes. Cuando dejó esta última cartera para asumir, el 5 de abril de 1938, la de Defensa Nacional, y Méndez Aspe se hizo cargo de aquélla, le correspondió la firma, en tanto que Negrín contrafirmó. En consecuencia, todas las órdenes fueron dadas por el presidente del Gobierno y el ministro responsable por razón de materia[10]. En el período entre el 16 de febrero de 1937 y el 28 de abril de 1938 (cuando se adoptó el decreto reservado que legitimaba a posteriori la movilización) se emitieron diecinueve órdenes de venta. Implicaron la fundición y refinado de metal en cantidades varias. Otra orden, del 15 de septiembre de 1937, pudo atenderse con los stocks acumulados como consecuencia de la ejecución de otras anteriores.
Las órdenes tenían, en general, un texto estándar que, en el caso de las seis primeras, contrafirmadas por Largo Caballero, era del tenor siguiente:
En nombre del Consejo de Ministros de la República les ruego hagan vender una cantidad de oro por importe de tantos dólares papel, suma que será descontada del depósito de oro que hemos efectuado con ustedes. Tengan la amabilidad de realizar esta operación sobre la base del precio del oro y al tipo de cambio del dólar, en ambos casos, en el mercado de Londres el día de la venta. Les rogamos transferir el importe de tal suma a la cuenta del Tesoro del Estado español abierta por el Ministerio de Hacienda en la Banque Commerciale pour l’Europe du Nord en París con la denominación de «cuenta especial n.º 1» y de la cual dispone el ministro de Hacienda bien sea directamente, bien a través de sus delegados.
Largo Caballero conservó prueba documental de las seis órdenes de pago en que intervino y, en particular, con la que liquidó los iniciales suministros a crédito soviéticos que, como sabemos, ascendían a algo más de 51 millones de dólares (2007, pp. 3498-3503). Señala que su aportación era puramente formal y que se limitó a firmar lo que Negrín le presentaba. Esto es inverosímil. Quizá no entrase en los detalles técnicos, pero exige un gran esfuerzo de imaginación pensar que no le preocupasen en absoluto los volúmenes de suministros de material bélico. Es más, en su calidad de ministro de la Guerra, tenía una responsabilidad eminente en tal ámbito y si se produjeron, como es muy probable, disensiones entre su burocracia y la de Prieto sobre el reparto del armamento soviético, no cabe duda de que él o sus subordinados más inmediatos debieron de ser quienes las solventasen.
No todas las divisas generadas se transfirieron a París. Algunas órdenes señalaron que determinados importes de dólares se remansaran en Moscú: fueron pagos directos por suministros bélicos realizados previamente. En tales casos, expresaban el deseo de vender oro por las cantidades en cuestión y se rogaba que se abonara «el equivalente de este oro al delegado del Comisariado del Pueblo para el Comercio Exterior, agente comercial de la URSS en España, por un importe de tantos dólares papel, en pago de las mercancías entregadas por aquél al Gobierno de la República Española[11]». Las cartas se enviaban a Moscú a través de la embajada soviética. No está claro si el embajador recibió siempre una copia o no. Es casi seguro que Stajevsky contara con la suya. Más adelante algunas se remitieron a través de Pascua, por ejemplo aprovechando sus periódicas visitas a España. Es el caso de la número 10, de 20 de agosto. En este ejemplo, pocos días más tarde Negrín informó de ello al encargado de negocios Marchenko[12]. En al menos otro caso, la número 15, de 28 de octubre de 1937, Negrín conservó copia de la carta que escribió a Marchenko con el escrito dirigido al comisario para las Finanzas.
Recibidas las órdenes, el Gokhran las ejecutaba y confirmaba la operación mediante cartas dirigidas al presidente del Gobierno y al ministro de Hacienda, de texto uniforme que era del siguiente tenor:
Acusando recibo de su carta de tantos, pasamos a informarle por la presente que, para ejecutar su encargo, el Comisariado del Pueblo para las Finanzas de la Unión Soviética ha vendido al Banco de Estado de la URSS tantas toneladas de oro fino que forman parte y se detraen del oro de la República Española que se encuentra en depósito en éste y que fue recibido conforme al acta del 5 de febrero de 1937 firmada por su parte por Don Marcelino Pascua, embajador de la República Española en la Unión Soviética. El oro lo hemos vendido al Banco al precio del oro fino en Londres en la fecha tal, descontando los gastos de transporte, flete, seguro y corretaje del Banco. De la suma que les corresponde a consecuencia de esta venta, se han transferido tantas divisas papel por parte del Banco de Estado de la URSS el día tal, siguiendo el encargo hecho en su carta del día tal, a la cuenta del Ministerio de Hacienda de la República Española en la Banque Commerciale pour l’Europe du Nord en París, Francia, denominada «cuenta especial n.º 1». Dado que su depósito con nosotros consiste principalmente en monedas de oro, las pérdidas que se produzcan en el refinado, según las normas aplicadas en la Refinería del Estado en Moscú, así como los gastos de la operación, les serán cargadas en cuenta. Las cuentas detalladas de esta operación se las comunicamos separadamente.
Caso de que el producto de la venta no se transfiriera a París y se abonase a la cuenta del agente comercial soviético, las confirmaciones indicaban que «de la suma que les corresponde a consecuencia de esta venta, el Banco de Estado de la URSS ha abonado, siguiendo las órdenes contenidas en su misma carta de tal fecha, tantos dólares, en la cuenta del delegado del Comisariado del Pueblo para el Comercio Exterior, agente comercial de la URSS en España, cuenta que se encuentra abierta en el mismo Banco en Moscú, en concepto de pago de las mercancías suministradas por él a su Gobierno».
Las órdenes cambiaban en ocasiones de encabezamiento y se iniciaban con la siguiente fórmula: «Por disposición de la presidencia del Consejo de Ministros, obrando en nombre del Gobierno de la República Española, les ruego hagan vender…». Esta fórmula alterna con la anteriormente indicada y se encuentra tanto en las cartas firmadas conjuntamente por Largo Caballero y Negrín (por ejemplo, en las del 22 de febrero y 5 y 7 de marzo de 1937) como en las firmadas sólo por el último. En ciertos casos, y para la misma orden (por ejemplo, la del 7 de marzo de 1937) coexisten ambas fórmulas. Merece la pena destacar tales extremos porque la venta no parece que estuviese amparada en decisiones ad hoc del Consejo de Ministros.
La conformidad con la ejecución de las órdenes se manifestaría por parte republicana en cartas dirigidas al comisario para las Finanzas y redactadas en los siguientes términos:
Acusamos recibo de su carta del día tal informándonos de la ejecución por parte suya y del Banco de Estado de la Unión Soviética de las órdenes contenidas en nuestra carta de tal fecha, referentes a la venta de oro fino de nuestro depósito en ese Comisariado y a la transferencia, con cargo a esta venta, a la Banque Commerciale pour l’Europe du Nord, París, a la cuenta del Ministerio de Hacienda de la República española, designada como «cuenta especial n.º 1». En posesión, igualmente, en estos momentos de la confirmación de la Banque Commerciale pour l’Europe du Nord del abono de los antedichos dólares a nuestra «cuenta especial n.º 1», el Ministerio de Hacienda de la República Española considera que su orden del día tal ha sido ejecutada correctamente por ustedes y por el Banco de Estado de la URSS.
En el caso de que el destino del producto de la venta no fuera la transferencia a París, la conformidad republicana indicaba en el párrafo correspondiente que:
En posesión igualmente de la confirmación por parte del delegado del Comisariado del Pueblo para el Comercio Exterior, representante comercial de la URSS en la República española, del abono de las antedichas sumas a la cuenta mencionada anteriormente, consideramos que nuestras órdenes han sido ejecutadas correctamente por ustedes y por el Banco de Estado de la URSS.
Esta correspondencia se mantuvo en el tenor indicado, con ligeras variantes que tuvieron en cuenta el desarrollo de los detalles concretos de cada operación, en francés y/o en inglés. Los dos idiomas coexisten desde el 15 de septiembre de 1937, cuando los soviéticos pasaron a usar el segundo, hasta la confirmación de Negrín del 16 de marzo de 1938. Entonces los españoles decidieron expresarse, en general, también en este último idioma, si bien surgió de vez en cuando alguna excepción. La mecánica descrita implicaba dos causas de adeudamiento en las cuentas republicanas. Una como pago directo de productos en la URSS y otra en concepto de transferencia de divisas al BCEN. En el libro de Bolín la reproducción de dos confirmaciones del 23 de enero y del 1 de agosto de 1938 ilustró la primera causa. No dio ningún ejemplo de la segunda.
La adquisición del oro corría, en ambos supuestos, a cargo del Gosbank, al cual se lo traspasaba el Narkomfin en una transacción interna soviética, también ilustrada por Bolín[13]. La fundición y refinado seguían, como es lógico, los procedimientos locales y en ello se producían ciertas pérdidas a cargo del Gobierno republicano. Como era difícil estimar con exactitud la cantidad de oro amonedado que correspondiese a los dólares por los cuales se emitían las órdenes de venta se separaban del depósito cantidades aproximadas en exceso. Una vez convertidas en oro fino y valoradas, los sobrantes se llevaban a una cuenta abierta al Gobierno republicano, en la cual iban acumulándose. Evidentemente, las órdenes hacían descender el depósito y la responsabilidad del Narkomfin por las cantidades enajenadas, pero hacían nacer otra con respecto a la transferencia de las divisas generadas.
La mecánica descrita tendía una cortina de secreto sobre la operación. Fueron muy pocas las personas que en la España republicana pudieron conocer la totalidad de la misma. Negrín, Largo Caballero, Prieto, Méndez Aspe y algunos funcionarios del Ministerio de Hacienda estaban al corriente, sin duda alguna. No diría necesariamente lo mismo de los altos cargos del Banco de España, salvo de quien llegó a ser subgobernador tercero, Gonzalo Zabala. En la operación dominó claramente el Tesoro, tanto por el lado español como por el soviético. Los múltiples agentes que intervenían en aspectos parciales sólo podían tener una visión limitada, referida a sus campos concretos de actuación. Quien supo mucho más fue Pedro Prá pero, salvo mejor información, se llevó sus recuerdos a la tumba. Pascua conocía la terminal moscovita y tuvo oportunidad de seguir el funcionamiento de la parisiense. Por desgracia, no dejó mucho en sus documentos que permita ir más allá de lo que escribí hace treinta años. De Méndez Aspe, que yo sepa, no han quedado memorias. Tampoco se ha desprendido nada de Eusebio Rodrigo o de Pilar Brea, puntales parisinos. Ha habido que esperar a los documentos llegados al AFCJN para avanzar, siquiera mínimamente, en este asunto, porque los recuerdos de Largo Caballero, Álvarez del Vayo y Prieto son, por desgracia, ampliamente inservibles. Su parti pris, en un sentido u otro, hace que el historiador deba someter a una criba despiadada todas sus afirmaciones.
EL CUENTO DE LA LECHERA DEL ORO NUMISMÁTICO.
La disposición del oro encierra todavía misterios que sólo el acceso a los archivos ministeriales rusos podría tal vez aclarar. Quede apuntada aquí esta posible línea de investigación. Aún así, es factible despejar alguno de ellos. Uno de los más persistentes es el de la fundición y refino de las monedas de oro, en particular las antiguas. Una corriente ilustre en la literatura viene insistiendo en lo absurdo de destruir monedas de alto valor numismático, muy superior al de su contenido en fino. Bolloten, Howson y recientemente Kowalsky y Bennassar militan en tal corriente. Ello ha generado una dinámica suficiente para que otros autores no duden en aplicar tal caracterización a la totalidad de la operación, con intenciones, a veces declaradas, otras no, de «demostrar» que incluso por esta vía la Unión Soviética estafó a la República. Los argumentos aducidos no tienen en cuenta, en mi modesta opinión, algunas consideraciones elementales. La Unión Soviética, gran productora de oro, experimentaba con frecuencia considerables dificultades de balanza de pagos dado su perenne estrangulamiento de divisas. Se conocen documentos de principios de los años treinta en los que Stalin justificó en parte las terribles exacciones impuestas a los kulaks durante la colectivización de la agricultura por la necesidad de obtener grano para exportar a fin de adquirir divisas. Éstas eran necesarias para hacer frente a las importaciones de bienes de capital absolutamente imprescindibles para forzar la industrialización de la economía soviética e incrementar el nivel de su preparación bélica.
Unos cuantos años más tarde la situación de divisas no había mejorado. Incluso la acción exterior soviética se resentía. Bajo la autoridad del Sovnarkom, el comisario de Finanzas revisaba sistemáticamente a la baja las peticiones del Narkomindel. Temas tan anodinos como si los uniformes de gala de los diplomáticos debían seguirse adquiriendo en Londres o fabricarse en la URSS dieron origen a grandes discusiones. La cuestión era ahorrar divisas y las instancias del PCUS eran, con frecuencia, mucho más estrictas que las gubernamentales (Dullin, 2001, pp. 94ss). Volveremos al hambre de divisas soviético ulteriormente.
Ahora bien, lo que la República necesitaba, al vender parte del depósito de oro, era precisamente divisas. Al adquirir el oro español a cambio de éstas, la posición exterior soviética en moneda extranjera empeoraba de forma automática. De aquí que Moscú tuviera interés en reponerla. Se trata, claro está, de un enfoque económico, muy acorde con el pensamiento soviético dominante en la época. No eran años en que se apreciaran demasiado las viejas reliquias de tiempos pretéritos. El hombre soviético, por definición un hombre nuevo, estaba abierto al futuro, lo construía a pasos agigantados y se cerraba en cambio a un pasado oscuro y retardatario que imponía una pesada rémora a tales esfuerzos. Requiere una imaginación completamente ahistórica pensar que a la alta dirección soviética hubiera debido preocuparle el valor numismático de una parte de las monedas españolas.
Pero aún en el caso de que alguien sintiera tal preocupación, los historiadores de la línea apuntada parecen no tener en cuenta el segundo elemento de la ecuación: el mercado. ¿Cuál era la salida, por ejemplo, de los 318,6 kilogramos en monedas portuguesas antiguas, lo cual no quiere decir necesariamente «únicas» (como afirma Kowalsky, p. 233)? ¿O de los 257 kilos en francos austríacos? La Unión Soviética había acudido antes de la guerra civil al mercado berlinés. También se sabe que acudía al norteamericano para vender oro de extracción propia, no monedas extranjeras, cuyo origen no hubiese sido excesivamente difícil de identificar en la época. Es decir, por encima de todas las consideraciones anteriores había una que ejercía un predominio absoluto: la necesidad de evitar cualquier evidencia que conectase a la URSS o sus ventas de oro en los mercados occidentales, sobre todo el británico en el que todavía no había intervenido masivamente, con lo que habían sido reservas del Banco de España. No en vano se habían derramado chorros de tinta sobre las mismas que, a mayor abundamiento, suscitaban múltiples rumores en los medios de comunicación, en las cancillerías, en los círculos bancarios y financieros internacionales y en el mundillo reservado de los bancos centrales.
El país que, en la expresión acertada de Kowalsky, era el «más demonizado del mundo» y que se había lanzado a un esfuerzo sostenido en apoyo de un mecanismo de seguridad colectiva, en contra de la eventual agresión nazi, que le llevaba a colaborar con Francia y a desear hacerlo con el Reino Unido, no podía exponerse a aparecer como el cooperante con lo que los franquistas se desgañitaban en presentar como un expolio puro y duro. Esto implica, a mi entender, que nadie en Moscú, en su sano juicio, habría estado dispuesto a romper una lanza por el «oro numismático» que tampoco preocupaba demasiado a los dirigentes republicanos, sin duda por las mismas razones de seguridad. Cabría argumentar que la anterior construcción está basada en un razonamiento teórico (aunque, en mi opinión, son Bolloten y seguidores quienes más han caído en tal enfoque). Por fortuna cabe documentar el peso de dicho motivo, tal y como se lo percibió años más tarde en el extranjero y en especial en Londres.
En enero de 1955 el Gobierno español se dirigió a varias embajadas en Madrid llamándoles la atención sobre ciertas exportaciones de oro hechas por la URSS con el fin de hacer pagos de naturaleza financiera, comercial y otras en varios países de la Europa occidental. Entre ellos figuraba el Reino Unido. En Madrid se pensaba que era altamente probable que tales exportaciones fueran parte de las reservas expropiadas por las autoridades republicanas. El Gobierno del general Franco se reservaba, pues, la posibilidad de reclamar el oro exportado si llegaba a demostrarse (¿cómo?), que era de origen español. A las embajadas se les anunciaba que en tal caso se tomarían las medidas oportunas (¿cuáles?). Por lo pronto requería una información completa y detallada sobre las exportaciones auríferas soviéticas a los países destinatarios. Simultáneamente, la bien orquestada prensa del régimen se lanzó a una campaña de apoyo. Arriba, el periódico falangista por excelencia, publicó la versión canónica franquista de lo que presentó como expolio del oro. Se reproduce en el apéndice documental. ABC acudió a Prieto. Todos los elementos de la leyenda negra del oro, de la República, de Negrín, de Largo Caballero, etc., están presentes en tal versión, en la que la verdad brillaba por su ausencia, salvo en algún caso esporádico.
La solicitud del Gobierno español cogió desprevenidos a norteamericanos, daneses, finlandeses, alemanes y otros. También a los británicos, que sabían del tema algo más que los restantes. Sin embargo, ya la propia embajada en Madrid, en un primer análisis del 20 de enero de 1955, se sintió obligada a señalar que «es bastante improbable que las autoridades soviéticas pongan oro en el mercado, dieciocho años más tarde, en forma en que pudiera reconocérsele». Algo después, el 13 de mayo, el asesor jurídico del Foreign Office se hizo eco de la posición del Tesoro en la que se había indicado que «el oro recibido de Rusia lleva normalmente marcas soviéticas y sus orígenes son, naturalmente, imposible de descubrir». Esta circunstancia determinó, entre otras consideraciones jurídicas que no son del caso reproducir, una respuesta negativa a la solicitud de información[14]. La cuestión que se plantea es que si en transacciones más o menos normales en los años cincuenta la Unión Soviética exportaba oro con sus marcas propias, verosímilmente en lingotes, ¿cómo hubiera podido en los años treinta, bastante más convulsos en el ámbito político, poner en el mercado «oro numismático»? Esto la hubiese conectado con las reservas españolas. Hay que preguntarse qué hubiera ganado con ello. Ninguno de los argumentos, más o menos especiosos, expuestos por Bolloten tiene en cuenta estos aspectos elementales. Así pues, entre diciembre de 1936 y abril de 1937 se produjo un proceso de reordenación de las piezas en el tablero de ajedrez de la batalla externa que libraba la República. Era algo urgente porque otro de los paladines de la no intervención, aquel santo laico, como se considera hoy poco menos a Léon Blum, no la contemplaba con especial aprecio.