Consejos a los españoles
CON LA INTERVENCIÓN ACTIVA de tres grandes potencias, y la continuada retracción de los países democráticos, la guerra civil cambió de carácter y se convirtió en cierta medida en un conflicto internacional por interposición. Los italianos intentaron exportar su modelo. Los alemanes empezaron a introducirse en la economía española. En el caso soviético las consideraciones estratégicas e ideológicas se imbricaron más estrechamente. En un país un tanto aislado como era la España de los años treinta la súbita aparición de soldados, periodistas, agentes y activistas extranjeros no podía por menos que despertar recelos. Morel vio en la invasión de caracteres foráneos (teorizantes, comerciantes, traficantes, vendedores de ideología y de todas clases de material) un esfuerzo, quizá, para salvar al Gobierno, aunque también había los que evitaban mostrarse en la línea de fuego. Pero entre los militares leales cundía el malestar ante la arrogancia de muchos oficiales extranjeros (DDF, IV, doc. 141, del 12 de diciembre), gente que pisaba alto y daba lecciones. La combinación de apego a las raíces autóctonas, unido a la escasa interacción con el mundo exterior de una gran parte de la élite política y militar, favoreció un abroquelamiento de posturas. No era difícil que consejos bienintencionados se interpretasen torcidamente. Al leer, por ejemplo, muchos de los escritos de Largo Caballero, poco viajado y en absoluto expuesto a realidades foráneas hace falta tener en cuenta esta cuestión.
Los países que apoyaban a los bandos en liza tenían, en términos generales, una mala impresión sobre la organización y la capacidad españolas. Existe una cierta tendencia en la historiografía a subestimar las consecuencias. Los autores profranquistas rechazan airadamente muchas de las valoraciones nazis y fascistas que teñían de dudas la sagacidad de los mandos y el valor de los soldados de la VICTORIA. El hecho, sin embargo, es que en Berlín, Roma y Moscú, tras asumir los riesgos políticos y de prestigio de las respectivas intervenciones, políticos, diplomáticos y soldados de mente fría no estuvieron dispuestos a contemplar que la inversión de sus países pudiera verse malograda por las carencias españolas. Ya había apuntado Hans-Hermann Völckers, el encargado de negocios alemán en octubre de 1936 (ADAP, doc. 100), que era imposible actuar en apoyo de uno u otro bando y no rozar sensibilidades. Al nivel más elevado posible quien dio el primer paso al frente fue la URSS, aunque Italia le había precedido en una cota inferior.
STALIN, MOLOTOV Y VOROCHILOV ESCRIBEN A LARGO CABALLERO.
Los líderes soviéticos escribieron a Largo Caballero el 21 de diciembre de 1936 (cumpleaños de Stalin y día en el que el jolgorio se alargó hasta bien entrada la madrugada del siguiente[1]). Se trata de una carta muy jaleada aunque, en mi opinión, no siempre interpretada correctamente. Araquistáin la dio a conocer en 1939[2]. Indicó (p. 231) que la llevó a Valencia el embajador Rosenberg, de regreso de un viaje a Moscú, en unos momentos en que existía, según afirma, una gran tirantez a causa «de la injerencia, cada día mayor y más descubierta, que los agentes civiles y militares rusos realizaban cerca del Gobierno español, especialmente cerca de su jefe, Largo Caballero, sobre las operaciones de la guerra y, más señaladamente aún, sobre los mandos del ejército[3]». Volveremos a este tema más adelante.
El poderoso trío se sirvió de la misiva para sentar sus apreciaciones sobre la evolución española. La premisa de que partieron era que no existía un gran paralelismo entre las condiciones que habían llevado a la revolución soviética y las que reinaban en España. De aquí se deducía que en esta última la vía parlamentaria podría constituir un procedimiento de desarrollo revolucionario mucho más eficaz que lo que había sido en su momento en Rusia. Este análisis era correcto. Recordando, no obstante, su propia guerra civil —aspecto que compartían con sus soldados y agentes en España—, los líderes moscovitas se preguntaban si de ella no podrían extraerse algunas experiencias útiles. Ya Molotov había señalado varias a Pascua en su primera entrevista en octubre de 1936. El embajador las había trasladado a Madrid así que no podían caer por sorpresa. El trío sometió a la consideración del presidente del Gobierno cuatro consejos.
El primero se refirió a la necesidad de favorecer a las masas campesinas, atendiendo en la medida de lo posible a sus intereses a través de disposiciones agrarias y fiscales, e inducir así un mayor sentimiento de solidaridad con la República que pudiera llevarlas a robustecer el Ejército Popular y a desempeñar actividades guerrilleras. Seguían una constante en el pensamiento soviético sobre la evolución política y social española. Tal consistencia es digna de atención porque pocos años antes Stalin había sometido la agricultura a un proceso draconiano de colectivización a sangre y fuego, con el fin de extraer todos los excedentes posibles que destinar a la industrialización y romper el poder de los campesinos más acomodados. El segundo consejo estribaba en favorecer a la burguesía y a la clase media urbana, para inducirlas hacia una posición de apoyo al Gobierno o al menos hacia una postura en la que se comportaran de forma neutral. Había que protegerlas del riesgo de colectivizaciones y evitar que se sintiera atraída por el fascismo. Este análisis también era correcto. Las colectivizaciones habían generado pavor entre los inversores extranjeros y los Gobiernos capitalistas y habían causado más daño que bien al reforzamiento de la economía republicana. Respondía a experiencias desarrolladas sobre el terreno. En Cataluña, por ejemplo, el PSUC había sido el único en plantear desde los primeros momentos la defensa de los intereses de los pequeños industriales y propietarios, lo cual le había reportado enormes ganancias en prestigio y afiliados (Godicheau, pp. 149s).
El tercer consejo consistía en impulsar la aproximación hacia los pequeños partidos estrictamente republicanos. En la medida en que éstos, representantes políticos de las clases medias, estuvieran asociados con la labor gubernamental disminuiría el riesgo de que en el exterior pudiera considerarse que la República se encontraba en manos comunistas. Era algo que los republicanos habían dicho por activa y por pasiva al Gobierno británico desde agosto de 1936. Finalmente, el cuarto consejo fue que sería conveniente emitir mensajes tranquilizadores hacia fuera de España: el Gobierno no debería tolerar atentados ni contra la propiedad ni contra los legítimos intereses de los extranjeros en el caso de que fueran ciudadanos de Estados que no apoyasen a los franquistas[4].
Tales recomendaciones tendían a impulsar la evolución política por cauces moderados. Eran la destilación de toda una serie de informes sobre la situación española que habían ido afluyendo a la dirección soviética en Moscú. Como han mostrado Elorza y Bizcarrondo, algunos de sus elementos antecedían incluso al golpe militar. Varias de las ideas que se filtraron hacia los tres primeros consejos se encuentran también en un interesante escrito de André Marty al secretariado de la Comintern del 10 de octubre (Radosh et al., doc. 15[5]). Figuraban de forma prominente la importancia de la cuestión agraria, el rechazo de las colectivizaciones, un tratamiento diferenciado del movimiento anarquista, algún que otro elogio a personajes estrictamente republicanos (Azaña, Just) y la necesidad de atraerse a los católicos y a la burguesía, al igual que la de definir con mayor operatividad el sentido de la lucha antifascista incrementando el atractivo social del régimen[6]. Las recomendaciones significaban de puertas adentro que las vacilaciones y dudas que Pons detecta en las líneas de política exterior trazadas por Litvinov habían sido superadas de cara a lo que se refería a España, al menos por el momento[7]. Maisky, desde Londres, había sugerido una postura firme: la URSS podía contribuir a detener los avances franquistas y ello podría incidir favorablemente sobre la postura británica. El comisario reconoció, por su parte, la importancia de la ayuda a la República para el prestigio soviético (Pons, p. 62).
Los consejos del Kremlin estaban basados en una estrategia montada sobre dos pilares. El primero tendía a hacer aceptable la República a los ojos de las potencias democráticas occidentales al tiempo que demostraba que la Unión Soviética rehuía las aventuras y tentaciones gauchistes que se le imputaban. Con ello Moscú se presentaba como un futuro socio leal y cooperador en el que cabría confiar para hacer frente al enemigo común: el expansionismo de las potencias fascistas. Las manos de Dimitrov y de Togliatti se habían movido detrás. El segundo pilar era, como ha señalado Rieber (p. 144), interno a la Unión Soviética. Para entonces Stalin había estado dando vueltas a una de las ideas abordadas por Lenin en fecha tan lejana como 1905 y luego abandonada: la posibilidad de que pudiera darse una etapa transicional entre la «democracia burguesa» y la «dictadura del proletariado». La estrategia adoptada culminaba en la creación de coaliciones lo más amplias posibles de entre todas las fuerzas antifascistas, tanto en el ámbito diplomático internacional como allí donde se combatía al fascismo, aunque fuese lejos de las fronteras soviéticas[8].
Esencialmente por prejuicios ideológicos, el Gobierno británico, que constituía la pieza maestra y fundamental del conglomerado de fuerzas al que se dirigía aquella estrategia, nunca lo entendió plenamente, a pesar de las argumentaciones de algunos de sus más eminentes sovietólogos, como Laurence Collier, y de sus propios representantes en Moscú[9]. No nos cansaremos de repetir que un vector esencial de la política británica se atuvo más bien a intereses de clase. ¿Cuál fue el destino que en el futuro inmediato reservó Londres a las consecuencias de aquellos consejos?
EL DESPRECIO BRITÁNICO.
Ésta es una pregunta pertinente porque, en contra de lo que pudiera creerse, los dirigentes republicanos no se hicieron los sordos, a pesar de que años más tarde (por exigencias de la lucha política en torno al control del exilio, por echar balones fuera y, no en último término, por querer pasar a la historia con cierto aura y no con otro) algunos las denunciaran como intolerables intromisiones soviéticas en la soberanía española. A finales de enero de 1937, Álvarez del Vayo coincidió en Ginebra con Eden en una de las reuniones de la SdN. Aprovechó la ocasión para enfatizar la necesidad de una colaboración política y económica intensa entre la República, el Reino Unido y Francia. Franco podría ganar la guerra pero para ello debía contar con mucho más apoyo alemán (necesitaría un mínimo de 60 000 hombres, afirmó exageradamente). El Gobierno de Valencia no deseaba otra cosa sino que se marcharan todos los elementos extranjeros, de uno y otro lado. En tales condiciones la victoria sería de la República.
De esta conversación destacan tres elementos. El primero es que el Gobierno republicano seguía tratando de aproximarse a las democracias europeas. No es precisamente lo que haría caso de verse atenazado por la garra bolchevique, como suele postularse, aunque no documentarse, en la historiografía à la Bolloten. En segundo lugar, estaba dispuesto a renunciar al apoyo soviético con tal de que Franco, a su vez, renunciase al que le prestaban las potencias del Eje. En tercer lugar, Álvarez del Vayo no ocultó sus conclusiones a Eden. Esto podría ser ingenuidad o estupidez porque el ministro británico no tenía la menor simpatía por la República y jugaba con dos barajas, en los más rancios cánones de una Realpolitik defendible en lo táctico, errada en lo estratégico y poco inspirada por una reflexión fría sobre la realidad a que se dirigía.
El ministro de Estado había sondeado en París en el mismo sentido a Delbos y, al parecer, había encontrado en él cierto interés. Junto con el subsecretario del Quai d’Orsay, y Pablo de Azcárate (pp. 264268), quien se había trasladado a Ginebra, puso orden en las ideas que debían inspirar tal colaboración política. Podía ser tan estrecha como los ansiados partenaires desearan. La República estaba dispuesta a consentir sacrificios territoriales en las colonias (por cierto, bajo control franquista) y, sobre todo, a renunciar a su tradicional política de neutralidad. Obsérvese que esta ruptura se hacía no hacia la Unión Soviética sino hacia las potencias democráticas occidentales, algo muy diferente de lo que fue el comportamiento de Franco hasta la inminencia de la derrota del fascismo en la segunda guerra mundial. El 13 de febrero de 1937, Araquistáin transmitió a Blum y a Delbos un memorándum en el que precisaba su oferta. En él se afirmaba:
El Gobierno español contempla el futuro de la política internacional de España, en lo que se refiere a Europa occidental, bajo la forma de una colaboración activa con Francia y el Reino Unido. A tal efecto, España estaría dispuesta a tener en cuenta los intereses de estas dos potencias, en la medida que sean compatibles con sus propios intereses, en la reconstitución de su economía así como en sus relaciones militares, navales y aéreas (DDF, IV, anexo al doc. 441).
Esto NO es lo que cabría esperar de un Gobierno «vendido» a Stalin. No deja de ser significativo que uno de los más recientes historiadores de la guerra civil como es Beevor ni se moleste en mencionar el episodio[10]. Los republicanos jugaban limpiamente y transmitieron dicho memorándum a los soviéticos. Se trata de un aspecto muy importante porque muestra, al menos, la combinación de dos rasgos de su política exterior: buscar, tanto como fuese posible, la alineación con las democracias y hacer ver a Stalin que sus consejos al respecto no caían en saco roto[11]. Bolloten, uno de los pocos autores que ha abordado esta cuestión, la desfigura por completo (pp. 316ss). Es claro que para la República lo importante era parar los pies a la agresión del Tercer Reich. Estaba dispuesta a ofrecer concesiones territoriales con el fin de inducir una cooperación intensa con Francia y el Reino Unido, que se presumían valladares a la temida expansión nazi[12].
No se trataba de figuras retóricas hacia el exterior, fuese hacia París, Londres o Moscú. El 9 de abril, en carta a Araquistáin, su cuñado, Álvarez del Vayo, hizo un repaso de los elementos esenciales de la política republicana. No se creía en la posibilidad de que las democracias pudieran separar a las dos potencias del Eje, aspiración un tanto absurda del Foreign Office pero de la que también participaba Blum. El ministro era tajante: «La solidaridad de los Estados totalitarios frente al problema español no se ha roto y es difícil que se rompa, aunque haya cambios en el reparto de actitudes y papeles». En segundo lugar, se consideraba que la política francesa estaba profundamente errada y que seguía a rastras de la británica. «Todo lo que quepa sacar de la política internacional para nuestra causa hay que obtenerlo en París y en Londres, y en Londres más que en ningún sitio. De decidir alguien, Londres decide». Esto era la evidencia misma y muestra que en modo alguno ni Largo Caballero ni su ministro de Estado, posteriormente tan zaherido, entendían intensificar más allá de lo necesario el viraje hacia la Unión Soviética.
De aquí Álvarez del Vayo extraía la correspondiente conclusión operativa:
Hay que ganar a Londres a toda costa. Ya sabemos que el Gobierno británico es el más lento para una reacción cualquiera; que es desesperante en su tontería y en su inercia, aparte de que seguramente su mayoría, la mayoría del gabinete, nos es, en el fondo, hostil. Pero hay que ganarlo.
De tal premisa se desprendía, para la República,
una política exterior que tiene como base la inteligencia estrecha entre Francia, Inglaterra y España, ampliada hacia el norte —Checoslovaquia, URSS—, introduciendo en esa constelación de mañana toda la vitalidad… de un pueblo que ha luchado con las armas contra el fascismo y que sabe por propia experiencia cómo se reduce a los Estados totalitarios (AHN: Fondo Araquistáin, legajo 23/A, 122A).
¿Dónde está en todo ello el alineamiento prosoviético? La importancia de estas afirmaciones no sólo radica en el enfoque, más ajustado a las condiciones de la segunda mitad de los años treinta que las que se cocían en Whitehall. Es significativo que Álvarez del Vayo comunicase tales planteamientos al colaborador por excelencia de Largo Caballero, al embajador en París, verdugo —en sus escritos ulteriores— de sus antiguos compañeros de partido que, simplemente, no pudieron hacer otra cosa que continuar la colaboración con la URSS.
Tal enfoque se acogió en el Foreign Office con un desprecio profundo. En lo que se refiere al ofrecimiento de colaboración política los mandarines de la diplomacia británica no perdieron el tiempo. Francia y el Reino Unido apoyaban la no intervención así que ello eximía de todo comentario. No en vano el propio Eden había declarado en los Comunes que los intereses británicos de cara a la guerra civil eran dos: que no se desbordase fuera de las fronteras españolas, es decir, que permaneciera localizada, y que se mantuviera la independencia política y la integridad territorial de España. En todo lo demás, el Gobierno británico no se pronunciaba. Es decir, como afirma Buchanan (1997, p. 44), Londres se sentiría feliz con cualquier resultado siempre y cuando su posición estratégica no se viera amenazada. En aquel tiempo, en las orillas del Támesis se creía que el triunfo franquista no conllevaría ningún riesgo para el Imperio británico.
Ahora bien, de puertas adentro, el menosprecio y la frialdad surgieron con toda fuerza en los comentarios referidos a la cooperación económica y que no nos resistimos a reproducir in extenso:
Cuando la guerra termine habrá muchas posibilidades para las empresas británicas en conexión con la reconstrucción española. Tan pronto como el Gobierno de S. M. disponga de indicios convincentes sobre quién vaya a ganar, sin duda nos esforzaremos en establecer relaciones económicas satisfactorias con el bando de que se trate. Por el momento la situación es de empate y no sería razonable en modo alguno que el Gobierno [republicano] esperase que el británico le diera mayores facilidades en tanto en cuanto no se obtenga satisfacción con respecto a las confiscaciones de propiedades en gran escala en las que hay invertido dinero británico. Este problema no se plantea con igual intensidad con respecto a nuestras relaciones económicas con el Gobierno de Burgos[13]…
Un funcionario añadió con un agudo sentido tanto de la broma como de lo que pasaba por Realpolitik: «En cualquier caso todavía tenemos que elegir a la dama» («Anyhow, we have first to “pick the lady”»). Así pues, ¿qué opciones quedaban a la República? El intento de aproximarse a las democracias se rechazaba con desprecio. En el campo económico los británicos exigían compensaciones, sin parar mientes en que los recursos financieros republicanos debían, lógicamente, orientarse de forma prioritaria a asegurar la cobertura de sus necesidades bélicas. En el militar, nada variaba. El dogal de la no intervención continuó y se apretaría poco a poco. Tal y como afirmó Zugazagoitia, Moscú había sido, y seguía siendo, la única tabla del náufrago. Son consideraciones, claro está, que no encajan en el universo ideológico de Bennassar, uno de los últimos autores por el momento en defender la línea argumental de Bolloten[14].
Deberíamos subrayar, una vez más, que a la Unión Soviética habría que añadir México. La república azteca expuso con fuerza, en la arena ginebrina, las razones por las cuales rechazaba la no intervención. Eran políticas y de justicia. Se engarzaban con el espíritu mismo del pacto de la SdN. Las declaraciones de su delegado, Isidro Fabela, constituyeron una apasionada defensa del art. 10, por el que todos los miembros se comprometían a respetar y mantener contra toda agresión exterior la integridad territorial y la independencia de los demás. Con sorna, indicó que se permitía manifestar
con la muy alta consideración que siempre me han merecido los cultos Gobiernos europeos, que algunos de sus actos no parecen armonizar con las obligaciones que impone el pacto… La no intervención seguida por algunos Estados en el caso actual no es, en último análisis, sino una ayuda indirecta y no por eso menos efectiva a favor de los rebeldes… (CREM, p. 29).
Tales argumentos no produjeron el menor efecto sobre los Gobiernos de Londres o París. La República permaneció en la más profunda soledad. Nunca tuvo otra compañía efectiva que la de la Unión Soviética. Las orgullosas democracias occidentales no se la ofrecieron. Al contrario, los episodios anteriores hay que proyectarlos sobre un nuevo intento británico destinado a controlar, bajo vigilancia internacional, los suministros de material de guerra. Londres se deslizaba a toda velocidad por la pendiente del «apaciguamiento» que inició con Mussolini. Un acuerdo entre caballeros italo-británico estaba destinado a dar sustancia a la idea de separar al dictador fascista del nazi. Para lograrlo, los políticos y diplomáticos británicos renunciaron a plantear cualesquiera quejas contra la masiva presencia italiana en España[15]. Ocurrió, sin embargo, lo que siempre dijeron republicanos y soviéticos: el Duce se creció y, en lugar de retroceder, intensificó su apoyo a Franco.
Que, en estas condiciones, el (mal) intencionado proyecto de control tuviera posibilidades es dudoso. A mitad de enero de 1937, la República aceptó un primer plan, probablemente por desesperación. Franco lo rechazó airado. Se preveía que alemanes e italianos vigilaran las rutas del Mediterráneo, que la URSS hubiera querido vigilar, pero las potencias del Eje se opusieron violentamente. Entró en vigor aunque modificado y, con retraso en el mes de abril pero no sirvió de mucho[16]. Obstaculizó los suministros soviéticos por la costa mediterránea, al cuidado escasamente desinteresado de la Italia fascista. Obligó a largos y costosos desvíos que no hicieron nada fácil el aprovisionamiento. Obsérvese que en todo ello fue el Gobierno de Londres, seguido por París, el que se dedicó con singular empeño a yugular a la República. No dio un ejemplo de ese sentido del fair play que tanto juega en la mitología británica y al que con ingenuidad los diplomáticos republicanos habían apelado. Franco no se vio incomodado. Lo único que preocupaba en Salamanca era la posibilidad de que el contexto internacional pudiera enturbiarse. En ese caso se vería sometido a las exigencias de las únicas dos potencias que le reconocían y apoyaban. Si entraban en guerra con las potencias democráticas, ¿qué pasaría a la España autodenominada nacional? (DDF, V, doc. 324). A Franco le interesaba que en Europa reinara la paz. Era la única forma de no internacionalizar, en contra suya, el conflicto.
CONSEJOS PARA FASCISTIZAR ESPAÑA.
Por lo demás, Franco vivía en el mejor de los mundos. Las potencias del Eje le prestaban atención y no cesaban de ayudarle con cariños que no suelen subrayar los autores profranquistas. El abrazo más simbiótico fue el que los italianos le ofrecieron, siguiendo la tendencia establecida desde el primer momento. Sus recomendaciones incidieron no sólo sobre los aspectos militares sino también sobre los políticos e institucionales. Con sus intromisiones en la política española, el embajador Roberto Cantalupo, periodista de bien granadas credenciales fascistas, no se granjeó grandes simpatías. Los alemanes se limitaron más bien al ámbito militar, que les reportó réditos nada desdeñables, y a la esfera económica, relativamente segura. Aún así, tuvieron dificultades. Faupel, ya embajador, salió trasquilado cuando dejó que sus proclividades le impulsaran a apoyar a un sector de la Falange en las rencillas de Salamanca. Franco se hartó de sus intromisiones, de sus consejos militares y de su apoyo a la maquinaria de succión económica que el Tercer Reich había ido creando en España. Su desmontaje duró varios meses y no se materializó hasta agosto de 1937 (Merkes, p. 262s). También terminó desembarazándose de Sperrle, aunque después de numerosas maniobras indirectas. El jefe de la Cóndor partió en noviembre. Con el prestigio que le daban sus victorias, y seguro del apoyo de Mussolini, Franco abordó por último la salida de Cantalupo. En todos los casos, consciente de que se adentraba en un campo minado, anduvo con algo más que pies de plomo. La literatura profranquista, conservadora o anticomunista, ha disminuido el asesoramiento nazifascista e hipertrofiado el soviético.
Los italianos no tuvieron inhibición alguna en dar todo tipo de consejos para fascistizar España. Según las fuentes exhumadas por Saz-Tusell (pp. 37 y 88), incluso estuvieron en el origen de la idea de conjuntar las dos grandes organizaciones de masas que operaban en la zona franquista, falangistas y requetés. La unificación respondía, cierto es, a una necesidad y es posible que sin el «achuchón» fascista también se hubiera realizado pero los italianos no se privaron de hacer sugerencias que encajaban con las condiciones «objetivas». Heiberg y Ros han estudiado con detalle la presión política ejercida hacia tal fin en la que destacó un personaje al parecer insignificante, Guglielmo Danzi, modesto agregado de prensa pero que actuaba como enlace entre Mussolini/Ciano y el propio Franco. Un interesante choque fue el que tuvo lugar con Faldella el 13 de febrero, después de la victoria de Málaga. En contra de las esperanzas italianas, Franco se mostró frío y desagradecido. No manifestó ni una sola palabra de reconocimiento hacia sus protectores, ni siquiera por el rescate de una preciosa reliquia, el brazo incorrupto de santa Teresa, de la que desde entonces nunca se separó. Los italianos habían sugerido dos ejes posibles de operaciones. Uno hacia Valencia, que permitiría cortar las comunicaciones entre Cataluña y el resto de España, ocupar la capital republicana, concentrar fuerzas y medios contra la resistencia catalana y adelantar el fin de la guerra. Era su opción preferida. El segundo apuntaba hacia Guadalajara para caer sobre la retaguardia de Madrid. Franco se lanzó a una auténtica filípica, subrayó que se le habían enviado tropas que no había solicitado (sic[17]), encuadradas de forma crecientemente autónoma[18], a lo que había debido plegarse, y criticó a los italianos por desconocer las características especiales de su guerra civil. Su argumentación a este respecto la reprodujo Faldella textualmente como sigue:
In una guerra civile vale più una sistematica occupazione accompagnata dalla necesaria «limpieza» che non una rapida rotta degli esserciti che lascia il paese ancora infestato da avversari.
Es decir, no se trataba tanto de derrotar al ejército enemigo con rapidez sino de ocupar el territorio con el fin de llevar a cabo acciones destinadas a eliminar de forma radical a los oponentes. Los fusilamientos en masa, las detenciones y el amplio abanico de medidas terroristas que el Ejército de África había ensayado tras la sublevación seguían teniendo plena vigencia. Antonio Barroso, antiguo agregado militar en París y jefe de la sección de operaciones del Cuartel General, presente en la entrevista, señaló que había que tener en cuenta que el prestigio del Generalísimo constituía el aspecto esencial de la guerra y que no cabía admitir que fuerzas extranjeras ocupasen Valencia. La actuación sobre ésta sólo sería posible una vez liberada Madrid y cuando las tropas que estaban empeñadas en conquistar la capital pudieran utilizarse a tal efecto.
Faldella defendió las ideas italianas pero hubo de reconocer que el prestigio del Generalísimo les importaba mucho y que la operación contra Valencia se había planteado como ejemplo de una actuación contra un objetivo decisivo en términos estrictamente militares. Franco no dejó lugar a dudas de que, en el futuro, la guerra se haría según su estrategia, paso a paso[19]. Ahora bien, esto no significa, como afirma Mallet (p. 116), que Mussolini se pusiera furioso y que amenazase con retirar a sus tropas de España si Franco no modificaba sus planes[20]. En el plano estrictamente político, el jerarca fascista de primera línea y personaje bastante odioso que era Riccardo Farinacci se desplazó a principios de marzo de 1937 para asesorar a Franco. Su proximidad a la fuente primigenia del fascismo no le hizo tener demasiada mano izquierda. Farinacci abundó en la necesidad de preparar un programa social de gobierno (como ya había sugerido De Rossi en septiembre de 1936). Habló de crear un «partido nacional», de proceder a una reforma agraria, de establecer sindicatos nacionales y organismos de previsión social y de conceder algún grado de autonomía regional para evitar problemas separatistas en el futuro (lo que hubiese sido, quizá, interesante). Farinacci era abyecto pero no estúpido[21]. Franco no le produjo gran impresión ya que su proyecto político no era otro que limpiar a España de rojos y simpatizantes[22] (Saz, pp. 133-137). Por otro lado, es innecesario subrayar que las recomendaciones de Farinacci iban mucho más lejos que las que la dirección soviética había planteado a Largo Caballero. Aunque Franco no las aceptó todas, muchas penetraron en la orientación político-ideológica que escogió.
Incidentalmente, cabría señalar que Franco siempre rechazó tomar nota del asombro de sus visitantes ante la continua represión que aplicaba a sus adversarios. Por muy fascistas que fueran temían que el anuncio del escaso cuartel que la legión, los carlistas, los moros y el propio ejército daban a los republicanos exasperara la resistencia de éstos. El incipiente Caudillo nunca se vio afectado por tal asombro. ¿Acaso no se había sublevado para purificar a España de rojos, masones y demás basura?
CONSEJOS MILITARES.
Los consejos recibidos por ambos bandos también versaron sobre la gestión de los temas militares. Han dado lugar a múltiples interpretaciones. Fueron menos intrusivos en el caso franquista porque los soldados italo-germanos se relacionaban con profesionales. Ello no obstante, en sus informes internos no escatimaron críticas al comportamiento en combate de los oficiales y tropas franquistas. Sus grandes unidades tenían sus propias cadenas con responsabilidades directas hacia Roma y Berlín. Inicialmente Franco se mostró de acuerdo, por ejemplo, en que los instructores italianos asumieran el mando sólo hasta el nivel de compañía o batería, lo que según Roatta era inaceptable. Es obvio que los meros capitanes no planifican ni deciden las batallas. Así que pronto se entró en un chalaneo en el que Franco consintió que las proyectadas brigadas mixtas hispano-italianas fuesen encuadradas y mandadas por oficiales italianos. Igualmente aceptó que con los «camisas negras» se formaran «banderas de legión complementarias italianas», en el camino hacia el establecimiento de un mando único. Esto eran ya palabras mayores que, curiosamente, no se destacan demasiado en la literatura admiradora de su genio militar. También aceptó otros consejos que recortaban considerablemente sus márgenes. Incluso se tragó el «sapo» de un Estado Mayor germanoitaliano (aunque luego los alemanes abandonaron la idea) (Saz-Tusell, pp. 29s y 35s[23]). Mussolini deseó durante algún tiempo liquidar rápidamente la aventura española. El fascismo, redentor o no, tenía muchas otras aspiraciones diferentes a la de empantanarse en tierra española y el diálogo adquirió en ocasiones tonos de acritud.
En el caso germano la utilización de la más eficiente de todas las unidades extranjeras, la Cóndor, obedeció a una cadena de mando que limitaba el margen de Franco, por muy comandante en jefe que fuese. Sperrle tuvo con él una agria discusión el 14 de abril de 1937. Al comienzo de la campaña del norte, Franco deseó utilizar en el frente central los aviones de los que el general alemán pudiera prescindir. Éste se negó rotundamente a ello y le recordó que tenía órdenes estrictas de utilizar la Cóndor sólo en bloque, de acuerdo con las instrucciones que emanaran de Franco, pero no en partes aisladas. La tensión debió de ser alta porque el mismo día terció directamente desde el lejano Berlín el propio ministro de la Guerra, von Blomberg, quien recordó que la Cóndor actuaría siempre en bloque «bajo las órdenes de su general en jefe y cuando éste no decida de por sí y bajo su responsabilidad hacer una excepción» (Viñas, 1984, pp. 106s). No hay muchos ejemplos de este tipo de intervención, directa e inmediata y al más alto nivel, desde la capital del Tercer Reich. Ello demuestra que no se trataba de ninguna fruslería.
Italianos y alemanes estuvieron, por último, detrás de la idea de crear un servicio de inteligencia militar moderno, algo en el que el pretencioso Estado naciente no descollaba. Los soviéticos actuaron según líneas similares y la subsiguiente levée de boucliers en la literatura profranquista se ha perpetuado hasta nuestros días. ¡Como si el servicio secreto franquista fuera a ser un mecanismo meramente profesional! Franco no tuvo los problemas derivados de la cacofonía política, ideológica y partidista que caracterizaron la evolución de la zona republicana. Pero tan pronto como la represión militar pura y dura se amplió a la policial, no dudó en acudir a la Gestapo en demanda de asesores, instrucción y consejos.
La situación era muy diferente vista desde el lado republicano. Las milicias, militarizadas o no, estaban poco entrenadas y al principio no sabían ni maniobrar. La creación de un ejército de nuevo cuño hubo de hacerse bajo el fuego, en la desconfianza hacia los profesionales y bajo la pesada losa de la falta de competencia militar del ministro de la Guerra. Siempre existió una línea tenue entre los consejos bienintencionados (o no, que de todo hubo) y la percepción con que muchos de ellos se acogieron. Esto no quiere decir en modo alguno que Moscú no se sobrepasara. Rybalkin, por ejemplo, cita el caso de un telegrama de Vorochilov a Berzin de finales de enero de 1937 en el que recomendaba una ofensiva enérgica en el frente de Madrid. De no hacer caso ordenó al consejero militar jefe que plantease la cuestión de la partida de los asesores, oficiales y combatientes[24]. Esto debió herir a Largo Caballero si Berzin llevó a cabo la gestión, potencialmente mucho más significativa que los rumores que siempre han conectado a Rosenberg con reconvenciones al presidente del Gobierno. Como señaló Rojo (1967, p. 216), Largo Caballero era un «hombre extraordinariamente celoso de que nadie le usurpara sus atribuciones. Si de algo pecaba era de minucioso y absorbente y era él quien asumía resueltamente la responsabilidad de las operaciones». Radosh et al. han publicado un informe (doc. 17) en el que el agregado militar Gorev se hizo eco, el 16 de octubre de 1936, de las dificultades con que topaban los soviéticos para «vender» sus consejos[25]. En primer lugar, constataba las enormes diferencias existentes entre el teniente coronel Estrada, jefe del Estado Mayor, hombre de visión limitada, y el general Asensio Torrado, en su época de jefe del Ejército de Operaciones del Centro, quien hacía más o menos lo que le venía en gana y desoía al primero, aprovechándose en ocasiones de sus contactos personales con Largo Caballero[26]. Gorev[27] no desconocía los méritos de Asensio: sólida formación militar y capacidad de dar órdenes que, sobre el papel, parecían impecables. Pero, al lado de ello, una incapacidad para darse cuenta de las limitaciones de sus tropas, carentes de preparación, o para traducir sus órdenes generales en objetivos operativos concretos y vigilar su realización en la práctica. Ya entonces Gorev indicó que abundaban rumores sobre su lealtad, aunque él no pudiera afirmar nada en términos categóricos[28].
Largo Caballero (2007, p. 3656) recogió en sus escritos que el Gobierno republicano no había solicitado asesores soviéticos. Tal vez se trate de una afirmación correcta sólo en lo que se refiere al principio mismo, es decir, al mes de septiembre[29]. Sí había solicitado armas desde el primer momento y más tarde pediría con urgencia, y a veces una brizna de desesperación, el envío de expertos y técnicos del más variado pelaje[30]. En lo que tuvo razón es que en los consejos iniciales se percibe fácilmente que los rusos no conocían bien las caóticas circunstancias del sistema militar republicano. A finales de septiembre de 1936 (la fecha no figura), sugirieron a Largo Caballero la organización de brigadas para constituir un ejército de maniobra, preparar a la tropa para acciones conjuntas con tanques y aviones de bombardeo y organizar escuelas. A la que más importancia atribuían era a la de tanquistas, en sus diversos escalones: comandantes, tiradores, conductores, etc. Había que preparar dotaciones para los cincuenta tanques que iban a llegar y había que guardarlos y mantenerlos con sumo cuidado, lo que implicaba montar los sistemas adecuados de reparación. Lo mismo podría decirse de los aviones. Se necesitaban pilotos, observadores, tiradores, radiotelegrafistas, mecánicos, maestros y técnicos armeros. Los consejos apuntaban al establecimiento de aeródromos de campaña, defensas antiaéreas, alojamientos, depósitos de combustibles, instalaciones para vuelos nocturnos. Eran sugerencias que no parecen raras pero se adelantaban a la época cuando todavía no había llegado el material soviético.
El presidente del Gobierno se quejó de ello amargamente (2007, pp. 3656-3660). ¿Cómo iban a tomarse en serio tales ideas? Ahora bien, cuando llegaron los tanques T-26, unos y otros, españoles y extranjeros, se dieron cuenta de lo que se les venía encima: entre las milicias y los desorganizados batallones no había soldados que supieran utilizarlos. Los tanquistas soviéticos debieron ir al frente a toda velocidad. Respecto a los aviones, los pilotos tenían que ser soviéticos o los aparatos no volarían. Pero no se trataba sólo de manejar tanques o aviones. Eran armas que exigían una doctrina consensuada y una cierta organización tanto por parte de quienes las empleaban directamente como por parte de las fuerzas dentro de las cuales se ubicarían. En octubre/noviembre de 1936 la doctrina y la organización no podían desconectarse de la ayuda soviética.
Leyendo entre líneas se observa que la crítica de Largo Caballero se hizo a posteriori y, tal vez, con la intención de evacuar responsabilidades. Uno de los escritos soviéticos que reproduce empieza con la frase: «Hago uso del permiso por usted concedido de formular por escrito las consideraciones que son el resultado de mis observaciones» (p. 3660). Es evidente que, a no ser que estas líneas fueran inexactas, el autor seguía la orientación que le habría dado el presidente del Gobierno y ministro de la Guerra. Se referían, por lo demás, a la defensa de Madrid, de cuya postración Largo Caballero se había quejado ante el periodista Louis Fischer y cuyas disfuncionalidades y carencias tanto había resaltado Morel[31].
El resumen de Gorev del 5 de abril de 1937 sobre el trabajo de los asesores, al que ya aludimos en el capítulo dos, contiene datos que no suelen aflorar en la literatura. Así, por ejemplo, la noción de que el EM del general Miaja al comienzo de la defensa de Madrid fue totalmente improvisado y que el Gobierno republicano había desoído las sugerencias para preparar la ciudad para la defensa. Como en otros documentos de procedencia soviética, la actuación de los anarquistas se sometió a dura crítica. En este caso, teñida de sarcasmo: la columna de Durruti «se escapó heroicamente de unas decenas de moros y permitió la entrada de los “blancos” en la Ciudad Universitaria». Pero ello no le impidió reconocer las mejoras en la capacidad militar republicana. Las unidades del Ejército Popular sostuvieron enormes pérdidas a lo largo de la batalla de Madrid (entre 30 000 y 35 000 heridos, 5000-6000 muertos y 22 000-26000 enfermos) y se convirtieron en las más aguerridas en el combate, con capacidad de mantener exitosamente la defensa, de pasar al ataque, incluso nocturno, y con cuadros de mando jóvenes y buenos. Alguna de las operaciones de la brigada mandada por Líster podía considerarse como ejemplo de organización del ataque. Gorev se desató en elogios, difíciles de documentar, afirmó, sobre el trabajo impecable en la reconfiguración y reestructuración de las unidades de milicias para convertirlas en un ejército regular, utilizando los restos de las destrozadas columnas iniciales, que fue capaz de hacer frente a las acometidas franquistas.
En este proceso los especialistas soviéticos desempeñaron, según Gorev, un papel difícilmente sustituible. En la línea de combate aviadores y tanquistas hicieron prodigios de tenacidad y resistencia, atacando continuamente, contraviniendo las normas técnicas y los reglamentos. Tres oficiales soviéticos fueron elogiados en particular. Actuaban bajo seudónimo, dos de los cuales eran «Juan» y «Faber». El tercero fue el «Piru» ya mencionado en el capítulo dos. Sobre ellos recayó lo más duro de la organización de la defensa y lo hicieron con gran tacto. El primero realizaba todo el trabajo de Estado Mayor, aseguraba la comunicación de la aviación con los tanques, asumió la responsabilidad de un sector y se desplazaba como consejero de los comandantes de brigada durante ciertos combates. Supo ganarse el respeto español y, en particular, el del teniente coronel Rojo. «Faber» se dedicó a la organización del combate urbano. En el transcurso de pocos días cubrió la ciudad con una red de barricadas, preparó el dinamitado de puentes y calles enteras e hizo penetrar en la mente de los defensores que aunque los franquistas desbordaran las primeras defensas encontrarían resistencia en cada casa y en cada esquina. Incluso después de abandonar España, Miaja y Rojo preguntaban frecuentemente por él y se interesaban por saber en dónde estaba y qué hacía (RGVA: fondo 35082, inventario 1, asunto 33, pp14-17[32])..
Al valorar en términos generales los consejos de procedencia soviética los autores se dividen. A un lado del espectro se sitúan Radosh y colaboradores y Beevor. En la línea de Bolloten, y de muchas de las recriminaciones republicanas tras la pérdida de la guerra, divisan en ellos el deseo de conducir la contienda por su cuenta, saltándose los constreñimientos caros a sus anfitriones. En este sentido postulan que los soviéticos aspiraron a controlar en la medida de lo posible el proceso de toma de decisiones republicano[33]. Al lado opuesto se ubican historiadores como Kowalsky, Rybalkin y Schauff, los únicos que han abordado en serio esta cuestión con acceso a la documentación de la época. Éstos suelen ver, por el contrario, una paleta de reacciones más o menos normales por parte de extranjeros que debían navegar en un entorno desconocido y que no se prestaba demasiado a la recepción o aceptación de sugerencias externas. El general Rojo (1967, p. 216) señaló que los altos asesores soviéticos «actuaron al lado del jefe supremo (ministro) y en relación con el EMC sin que absorbieran sus funciones[34]». Rybalkin lo confirma.
ASESORES SOVIÉTICOS EN EL FILO DE LA NAVAJA.
Nunca hubo demasiados asesores. Al contrario, su número fue relativamente reducido. En una publicación del Ministerio de Defensa de la Federación de Rusia de 1998, citada por Schauff (p. 229), se menciona que casi dos mil personas pasaron por España (772 aviadores, 351 tanquistas, 222 generalistas e instructores, 77 marinos, 150 especialistas militares, 130 trabajadores e ingenieros, 156 radios y 204 traductores[35]). Todos estuvieron sometidos a un sistema de rápida rotación. Lo más frecuente fue que los que se encontraban simultáneamente en España oscilaran entre 600 y 800, aunque a medida que evolucionaba el conflicto su número descendió. Antes de finales de octubre de 1936 habían llegado 236, 147 estaban en camino y 815 se preparaban para su nuevo destino. Las detalladas listas examinadas por Kowalsky (pp. 255ss) muestran que, el 5 de noviembre, 434 se disponían para el viaje, 5 estaban viajando y 835 se encontraban en acción. El total debió situarse, afirma este autor, entre 2100 y 2150 individuos, de los que unos 600 aproximadamente eran asesores que no combatieron. Aunque todavía existe un margen de error (Rybalkin calcula que posiblemente la cifra alcanzara los 4000), es evidente que tales cifras han enviado al garete la fabulosa estimación de 20 000 (Ramón Salas, pp. 2150-2153[36]) o la más modesta de Alcofar Nasaes (p. 140) que superaba la de 10 000[37].
Se dispone de un estadillo (reproducido por Rybalkin) que resume la composición del contingente soviético en septiembre de 1937. Ascendía a 557 efectivos distribuidos como sigue: consejeros (capitanes, comandantes, coroneles, un comandante de brigada, cuatro de división y dos comisarios de división) 23; instructores (sargentos, tenientes y capitanes), 49; artilleros, 22; zapadores, 4; químicos, 2; expertos en comunicación, 3; grupo especial para actividades subversivas, 7; descodificadores, 5; marinos, 29; personal antiaéreo, 7; aviadores (cuerpo de mando, pilotos, navegadores, bombarderos, técnicos), 136; tanquistas, 107; ingenieros, 26; radios, 37; codificadores, 18; médicos, 4; traductores e intérpretes, 57 y reparación de aviones, 5. Entre los restantes figuraban funcionarios del Estado y del equipo del consejero jefe, consejeros en Madrid y Cataluña, trabajadores políticos, agentes del GRU[38], administrativos, etc.
Este estadillo es extremadamente revelador. Destaca, ante todo, el peso relativo de los aviadores y tanquistas (casi el 45 por ciento del total), seguido del personal relacionado con asesoramiento e instrucción (13 por ciento) y de los efectivos de armas y servicios (11 por ciento). Obsérvese la importancia de los traductores e intérpretes (10 por ciento), aunque su número era totalmente insuficiente. Los relacionados con servicios especiales no parece que fueran numerosos. Sólo había siete expertos en actividades subversivas y el aparato del GRU no podía ser importante. En qué medida figuraban en el estadillo anterior los agentes de la NKVD es algo que no hemos podido establecer.
La diferencia entre consejeros, asesores e instructores era un tanto artificial. No estaba bien visto otorgar a los sargentos y tenientes (sargentos mayores) el rango de consejeros agregados a brigadas y divisiones porque los militares españoles se resentían. De aquí que se les presentaran como instructores tácticos y de fusilería, aunque muchos de ellos en la práctica actuaban de consejeros de sus unidades. El número de unos y otros (72) era muy bajo. En su informe, absolutamente esencial, a Stalin y Vorochilov del 4 de octubre de 1937 (reproducido por Rybalkin) el general Shtern, consejero militar jefe, reconoció que, dada tal disparidad, era imposible suministrar la ayuda requerida al mando español. Hubo que concentrar al personal soviético en los puntos de mayor interés sin dejar a nadie en lugares del frente relativamente pasivos. Casi todo fue a parar al Ejército del Centro durante la batalla de Brunete. Cuando las operaciones se desplazaron hacia Aragón, Shtern hubo de hacer uso de gran parte del personal radicado en Madrid. Entre los soviéticos confirmó que había de todo tipo, buenos y malos, incluso cobardes. Se dieron casos de auténtica estupidez, pero en general la aportación fue positiva. Los soviéticos constituían un contrapeso al localismo español, tenían una visión integrada, insistían machaconamente en la organización de reservas y en el adiestramiento del mando en términos de gestión operativa, en la identificación y formación de comandantes con talento, etc. La creación de la Aviación republicana, de las unidades de blindados y de la artillería antiaérea tenía una impronta soviética.
El trabajo de los consejeros, ha recordado Schauff (pp. 234s), se movía entre el asesoramiento puro y simple y la necesidad de ejercer influencia, siquiera para conseguir objetivos. De los informes que este autor ha examinado se desprende que muchos eran reacios a influir demasiado en las decisiones españolas pero que, en ocasiones, tuvieron que aplicar presión. Kowalsky (pp. 263s) reconoce que se siguió una gran parte de los consejos y que los asesores a veces se auto-atribuyeron gran parte de los cambios básicos en la organización militar republicana, como por ejemplo en octubre de 1936, pero que eso no constituye prueba convincente de un control exhaustivo. Este último aspecto resalta, en particular, en el ya mencionado informe de Gorev del 16 de octubre de 1936. Así como Radosh y colaboradores ven en él la prueba de la infiltración soviética en el naciente Ejército Popular, una lectura menos prejuzgada lleva a otro tipo de apreciaciones. Los asesores habían tenido que atravesar un largo período para alcanzar un nivel de cierta autoridad antes de poder empezar a explotar los resultados. Hasta la víspera Gorev no había podido mantener entrevistas sin interrupción desde medianoche hasta las 3.30 de la madrugada. Un éxito porque ya no se discutía de generalidades sino de temas concretos, «con papel y lápiz». Gorev se lamentaba de que su posición oficial no le permitía hacer muchas cosas. Señalaba que desde el primer ministro hasta los comandantes de las nuevas brigadas mixtas, todos se las prometían muy felices con la ayuda de los asesores extranjeros, pero que las dificultades eran inmensas[39]. Sin saber el idioma, por ejemplo, era imposible trabajar. Rybalkin, en su estudio sobre la ayuda militar soviética, ha enfatizado los aspectos positivos sin desconocer los negativos. De su trabajo se desprende que la organización y entrenamiento del Ejército Popular son inseparables de la actividad de los asesores.
Shtern reconoció que el trabajo con los españoles era delicado. Entre ellos había enemigos camuflados. Los rusos podían ser roñosos, exigentes, no tener un trato delicado. Recordó no obstante las instrucciones de Vorochilov antes de su partida para España: «No dar órdenes bajo ninguna circunstancia…, pero que se haga todo lo necesario para obtener la victoria». En consecuencia, se lanzaban propuestas continuamente. Algunos mandos, como Rojo, Líster y Modesto, se sentían molestos si recibían consejos en presencia de otros, quizá porque pensaran que éstos podrían tener la impresión de que actuaban bajo la tutela de los rusos. Hacia el mes de septiembre de 1937 la situación era la siguiente:
1.º Muchos comandantes españoles, tras 15 meses de combate, habían progresado considerablemente. Ya habían comenzado a dirigir por cuenta propia no solamente la infantería sino también las unidades de tanques y la aviación (algo que hasta no hacía mucho habían realizado los rusos). Pero por ello crecía también su nivel de exigencia con respecto a los asesores, que debían redoblar tacto y delicadeza. Con todo, seguía siendo necesario disponer de por lo menos un consejero en cada cuerpo, división y brigada.
2.º En el trabajo militar conjunto, sobre todo en las batallas de Brunete y en los campos aragoneses, las relaciones de los consejeros eran estables y amistosas en la mayor parte de las unidades, aunque subsistían muchos fallos por ambos lados.
3.º En los últimos meses había aparecido entre algunos comandantes españoles una cierta hostilidad hacia los soviéticos a causa de la creciente supremacía del adversario. Se producían comentarios del tenor de que «no sólo necesitamos a los comandantes rusos sino también más ayuda rusa en armamento».
Berzin y su sucesor Shtern habían hecho hincapié en que en situaciones en donde había enemistad entre los comandantes españoles, por razón de sus diferentes orientaciones políticas, los consejeros no perdieran su objetividad y no pusieran sobre la mesa su pertenencia al partido comunista (de todas maneras, ya se sabía que todos los soviéticos en España lo eran). Lo más importante era la labor concreta a favor del Ejército Popular. Con frecuencia los rusos hubieron de hacer un papel de mediadores. La ayuda tuvo un papel importante en el fortalecimiento de la influencia comunista en el ejército, en la formación de comandantes comunistas y en el hecho de que las unidades de aviación, tanques y blindados fuesen en la práctica totalmente comunistas. Shtern se preguntaba si ello estaba en la línea correcta porque muchos de los comisarios políticos consideraban que era errónea.
Para ser equitativos, conviene traer a colación algunas de las observaciones hechas por el responsable de la sección de tanques de la Cóndor, teniente coronel Wilhelm von Thoma, después de la batalla de Madrid. Se trata de un informe del 22 de diciembre de 1936. ¿Qué decía de los profesionales franquistas? Pues simplemente que tenían un sistema de coordinación y de mando lento y poco claro. Era malo porque desde posiciones de autoridad apenas se controlaba si las órdenes se cumplían o no. Sorprendía, por ejemplo, que las marchas y ataques apenas si dieran comienzo en el momento ordenado. Había retrasos de entre una y seis horas y en cuanto se hacía oscuro las tropas regresaban a sus lugares de partida, a veces desocupando el terreno conquistado. El nivel de entrenamiento en combate era bajo y casi nadie se preocupaba por cuidar del material. Von Thoma no se sintió intimidado por el nivel de conocimientos del alto mando. Todos los generales y comandantes de columnas eran soldados con experiencia colonial. Personalmente valientes, carecían de técnicas modernas. No sabían ir más allá de lo que habían aprendido en Marruecos: avanzar en carretera y lanzarse a ataques frontales. En cuanto topaban con una resistencia firme y duradera, el éxito se les escapaba. Por ello cada mando quería disponer del mayor número de fuerzas y reservas posibles, lo cual no quería decir que las utilizasen en el momento decisivo[40].
El asesoramiento militar a ambos bandos, e incluso sólo al republicano, para lo cual la obra de Rybalkin es imprescindible, requiere una investigación más profunda[41]. Tal y como Schauff señala (p. 236), los telegramas intercambiados entre los consejeros jefes y el mando central en Moscú no son accesibles en su totalidad y, sin duda, en ellos habrá más de una sorpresa. Tal autor reproduce el proyecto de uno, fechado el 2 de diciembre de 1936, de Stalin a Berzin[42]. No se sabe si se llegó a enviar pero en él se encuentra la reveladora frase de que:
Caballero no tiene por qué ser una mala persona, pero si usted cree que es un hombre sensato se equivoca totalmente. Las jactancias, fanfarronadas e inactividad de esos idiotas van a tener pronto un final trágico para ellos. Su obligación es decírselo a Caballero, de forma directa y sin contemplaciones.
Esto significa, ni más ni menos, que Stalin ordenaba, o pensaba ordenar, que las opiniones soviéticas se trasladaran al presidente del Gobierno sin dulcificación alguna[43]. Ello podría explicar que también el embajador Rosenberg se sintiese inducido, siguiera o no órdenes, a utilizar ocasionalmente un lenguaje poco diplomático. Es difícil saber si Berzin y/o Rosenberg se extralimitaron al hacerlo, si lo envolvieron en la debida cortesía o si Largo Caballero se sintió herido por orgullo, suspicacia o recelo. En cualquier caso, conviene recordar que ambos habían recibido una nota contundente de Litvinov, firmada el 9 de diciembre de 1936. El comisario de Asuntos Exteriores dejó en claro que
están obligados a explicar a nuestros trabajadores militares que en ningún caso deberán sustituir a los mandos españoles. Deben llevar a cabo su tarea de forma que la plana mayor del Ejército español y su cuerpo de oficiales no sientan nunca que los asuntos se deciden por las órdenes dadas [por los asesores soviéticos]… A los camaradas Rosenberg y Berzin [hemos sustituido el seudónimo] se les encomienda que esta orden se vea cumplida en todo momento. En el supuesto de que a algún camarada le sea imposible renunciar a los métodos habituales de mando, se le deberá advertir que el problema se resolverá con la retirada del camarada de las actividades en España (Kowalsky, p. 260[44]).
Se encontraban, pues, en esta línea los líderes soviéticos cuando en su carta de doce días más tarde recordaron a Largo Caballero que la función de los asesores era la de aconsejar y cuando solicitaron información sobre si los españoles estaban contentos con ellos. Sólo si se juzgaba que su trabajo era positivo continuarían su labor. Estas formulaciones hacen pensar que a Moscú quizá hubieran llegado rumores en sentido contrario. También pudo ocurrir que los dirigentes soviéticos se anticipasen. El trío recabó información sobre la opinión respecto a Rosenberg. Añadamos que este proceder fue mucho más correcto que el seguido por Hitler y, sobre todo, más rápido.
La interpretación tradicional es que Rosenberg se propasó en alguna ocasión. Quizá hubiese recibido las mismas instrucciones que Berzin en el telegrama que todavía no sabemos si se envió. Era un jefe de misión primerizo. No debería extrañar que, como a tantos de tales características, el cargo se le hubiera subido a la cabeza. En el primer volumen de esta trilogía ya hemos indicado que en septiembre y en octubre de 1936 tanto Litvinov como Krestinsky se vieron obligados a reconvenirle. Schauff (pp. 319s) ha señalado que sus relaciones con Gaikis eran pésimas, que se quejaba con amargura del escaso personal de que disponía, que había adelgazado considerablemente, que estaba muy nervioso y que su situación era conocida en Moscú. Stalin, Molotov y Vorochilov eran conscientes de tales circunstancias y por ello no debe sorprender la pregunta a Largo Caballero. No se han estudiado, que yo sepa, las referencias que puedan existir en los archivos rusos sobre las desavenencias entre este último y Rosenberg. En su correspondencia privada (Largo Caballero, 1996, p. 64) Araquistáin aludió al mencionado incidente. Probablemente Rosenberg se extralimitó en un tema de importancia ideológica: el caso del POUM. Cualesquiera que fuesen las razones, si Largo Caballero tuvo quejas de Rosenberg, hay que tomarlo como un dato político, estuviese justificado o no. Al entregar la respuesta de Largo Caballero al trío soviético, Pascua recibió la noticia de que el Politburó iba a ordenar a Rosenberg su regreso a Moscú. A Valencia se destinaría a alguien que no fuese tan enfant terrible. Probablemente Franco se hubiera ahorrado muchos disgustos si Mussolini y Hitler se hubiesen comportado con tanta rapidez con sus respectivos embajadores.
El papel de los consejeros y asesores soviéticos llamó siempre la atención de los observadores extranjeros. En junio de 1937, por ejemplo, el teniente coronel Morel envió a París las impresiones que le había transmitido un informador español. Morel les daba crédito pero no le identificó. Se referían tanto a la calidad del material (tanques, fusiles ametralladores, ametralladoras pesadas) como a su empleo táctico y, por último, a observaciones generales. En lo que atañía a los tanques lo menos que cabía afirmar era que no despertaban gran entusiasmo. En ocho kilómetros de operación tenían que reabastecerse de combustible en tres ocasiones. En terreno rocoso, el «vientre» se pegaba al suelo y las cadenas dejaban de adherirse al mismo. No podían subir bien por lomas. Eran incómodos. A medida que aumentaba la velocidad el artillero lo pasaba muy mal. Eran máquinas buenas para la estepa, no para terrenos accidentados. Por el contrario, los fusiles ametralladores eran excelentes, aunque no las ametralladoras, de carga difícil y que al refrigerarse desprendían demasiado vapor[45]. Los comisarios políticos eran todos españoles y en su gran mayoría (en torno al 80 u 85 por ciento) comunistas. La influencia soviética se ejercía en las alturas. En cada gran unidad (división, cuerpo de ejército, ejército) había un coronel o teniente coronel soviético. Los consejeros técnicos no entraban en política pero sí intervenían, a veces de forma imperativa, en la conducción de las operaciones. En general eran arrogantes, un tanto primarios e imbuidos de su propia superioridad (rasgos que garantizarían, diremos nosotros, una mala acogida por parte española). El informante señaló que las relaciones no eran fáciles con el mando, algo que los consejeros jefe reconocieron en sus informes a Moscú[46].
UN ANÁLISIS DE JAN BERZIN.
Una pieza fundamental para abordar las poliédricas dimensiones dentro de las cuales se desarrolló la labor de los asesores soviéticos la constituye un informe importante (y que Radosh et al. han reproducido sólo en parte, doc. 31). Se debe a la pluma del consejero militar jefe. Caso de haber recibido las tajantes instrucciones de Stalin, es obvio que Berzin[47] no habría estado demasiado interesado en aludir al presidente del Gobierno de manera positiva. Sin embargo, su crítica a Largo Caballero fue muy mesurada. No es esto, con todo, lo que nos interesa, sino las razones aducidas y, sobre todo, la parte del informe no publicado, al parecer porque al ejemplar consultado por Radosh y sus colaboradores le faltaba una página[48]. Tras describir una serie de operaciones fallidas, Berzin indicó que las órdenes del Ministerio de la Guerra no se obedecían, que Largo Caballero no se decidía a castigar a los culpables y, sobre todo, que desconfiaba de los oficiales con simpatías comunistas o anarquistas. Las razones de ello las encontraba en la larga historia de desavenencias con el PCE por la que Largo Caballero había atravesado, en que el PCE atraía a demasiados socialistas (como ya había ocurrido con las Juventudes) y en que crecía demasiado deprisa. Son argumentos verosímiles. En cualquier caso a Berzin no se le ocultaba la consecuencia. Largo Caballero temía «la gran influencia que el partido tiene en una parte significativa del Ejército y trata de limitarla».
En la parte no publicada por Radosh y colaboradores, políticamente más significativa, Berzin informó que a Largo Caballero tampoco le gustaban los anarquistas, contra quienes también había luchado decenas de años[49]. Les temía por considerar que podrían apartarlo del poder pero no los consideraba tan peligrosos como el PCE porque
los anarquistas no pueden movilizar las masas tan grandes que moviliza el partido comunista, no son un partido, no son un cuerpo homogéneo, ellos solos se descomponen y dividen en grupos por lo que es mucho más fácil dominarlos. Es lo que permite jugar con ellos por un tiempo, utilizarlos como una fuerza en contra de los comunistas[50]. De aquí las maniobras del «viejo» para crear comités de contacto entre la UGT y la CNT, de aquí su teoría respecto a que el poder deben formarlo representantes de las organizaciones sindicales y que los partidos políticos no reflejan las opiniones de las masas. De aquí la declaración de que a él le gustan «algunos de los proyectos audaces» de los anarquistas en el ámbito de la futura edificación administrativa de España[51].
¿Cuál era la conclusión obvia?:
Al temer a los comunistas, Caballero nos teme y desconfía de nosotros. Aparentemente no puede imaginarse que nuestra ayuda se presta sin segundas intenciones, que nosotros, siendo comunistas, no vayamos a tratar de poner a los comunistas de aquí en un primer plano. Con nuestro comportamiento no le hemos dado motivo para tales sospechas. Evitamos todo contacto con los miembros del Comité Central. Yo, personalmente, me encuentro con ellos sólo en presencia del representante plenipotenciario [embajador]. Ninguno de nosotros va al Comité Central. El «viejo» todavía no nos ha reprochado nada en la cara ni a nuestras espaldas pero de todas maneras sus sospechas son perceptibles a través de pequeños detalles[52].
Ésta no es la imagen que cabría desprender del más alto representante militar soviético y probablemente con órdenes directas de Stalin de cantar a Largo Caballero las cuatro verdades. Berzin pintaba, por el contrario, un cuadro un tanto sombrío en el que por un lado destacaban la desorganización española, una crítica —continua en los informes— al general Asensio Torrado y el cuidado con el cual los asesores, y él mismo, procedían:
Por eso, al no confiar en los comunistas ni en los anarquistas, sin tener cuadros propios suficientes en el partido socialista, Caballero forma todo el aparato de mando con los oficiales del ejército anterior. Todos los grandes puestos están ocupados por antiguos generales y coroneles, comenzando por el de subsecretario, que dirige prácticamente el ministerio, y terminando con los comandantes de los puntos más importantes del frente. A algunos de ellos el mismo Caballero los califica de estúpidos y de no merecedores de confianza, pero los mantiene. Si consideramos el hecho de que Caballero comprende el oficio militar de manera muy superficial y que siempre está sobrecargado con diversas ocupaciones, resulta evidente que quien manda en el ejército y en la organización de la defensa son prácticamente Asensio y el jefe del Estado Mayor[53]. Los dos son pedazos de la misma madera. Es en las manos de estos individuos en las que se encuentra todo el aparato del Estado y los puntos de comunicación más importantes y es con ellos con quienes tenemos que batallar para llevar a cabo cualquier actividad. Esta gente, claro está, no nos quiere porque no les dejamos en paz, les hartamos con nuestras opiniones, siempre verificamos el cumplimiento de las órdenes firmadas por los ministros, en momentos de suma tensión les despertamos por la noche y les aconsejamos que realicen tal o cual acción. Aparentemente hay una buena relación con todos los consejeros pero existe un descontento oculto. Tenemos esto en cuenta y evitamos por todos los medios cualquier tensión en nuestras relaciones y sólo en situaciones extremas, cuando es obvio que no se podrá prescindir de la intervención o de la orden directa de Caballero, me dirijo a él con la petición en cuestión.
Este difícil equilibrio no parece que fuese la traducción de una situación en la que el control de los asesores soviéticos permeabilizaba las alturas con la intensidad que se encuentra en la historiografia conservadora y antirrepublicana, por no hablar de la más extrema proclive a la causa franquista.
Berzin continuó:
El sistema de mando del ejército existente (o más bien la falta de un sistema de mando sólido) crea unas condiciones en las cuales la organización de la lucha armada contra el enemigo, la movilización, la preparación y el armamento de las reservas, la movilización de la retaguardia, todo ello sucede un poco al azar. Ni Caballero ni el Estado Mayor poseen un programa sólido, un plan de acción específico para la creación de fuerzas necesarias para vencer las del enemigo, su aprovisionamiento y sus armamentos. Caballero aceptó nuestra propuesta de crear, aparte de las fuerzas armadas ya existentes en el frente, quince nuevas brigadas mixtas, una brigada de artillería y cuatro batallones de ametralladoras. Disponemos de recursos humanos suficientes. Éstos ya han sido agrupados en brigadas y han tenido un cierto adiestramiento pero no disponemos de armas.
Se trata de informaciones que no son en modo alguno desdeñables. Apuntan a que, en la opinión del consejero militar jefe, la República no se encontraba anegada de armas. Ciertamente, no sólo soviéticas sino tampoco de otras procedencias, en particular las que llegaban por los canales ocultos y el turbio mundo de los traficantes en el que actuaban los agentes republicanos y del PCF. Que entre ambos mundos no había demasiada conexión, lo muestran las consideraciones con las que Berzin terminó su informe.
En referencia a las autoridades militares republicanas, por ejemplo, señalaba:
Casi no se preocupan y al parecer ni piensan en la adquisición de nuevo armamento. Como muestra de la falta de seriedad con que se trata este asunto cabe indicar el ejemplo de Prieto[54] a quien, después de realizar el pedido a un distribuidor francés, se le «olvidó» enviarle el dinero. A causa de esto los fusiles, ametralladoras, municiones, pertrechos y aviones que pudimos haber recibido a finales de diciembre o a principios de enero aún no se han entregado. Esta actitud hacia la causa puede parecer ridícula pero es un hecho. Son datos como éstos, por muy escasa que sea su envergadura, los que por desgracia configuran el ambiente en el que hemos de trabajar.
Naturalmente, el pretendido «olvido» de Prieto no tenía por qué ser cierto. Toda la operación de París descansaba sobre dudosos fundamentos y sus resultados no eran demasiado brillantes. La observación, sin embargo, vierte alguna luz sobre el ambiente reinante, visto con ojos foráneos, y muestra que quienes suelen aparecer en cierta literatura poco menos que como los todopoderosos manipuladores soviéticos tenían, en realidad, conocimientos e influencia muy inferiores a los que se les supone. No sería la primera vez que españoles y extranjeros contemplaran una misma realidad con anteojeras diferentes. La ventaja del informe de Berzin es que fue coetáneo de los hechos. Los recuerdos de Largo Caballero, por el contrario, se escribieron más tarde y no están exentos de un cierto parti pris. Una de las sugerencias que rechazó tenía que ver con la defensa antiaérea. El contraargumento que consignó fue que no correspondía a Guerra. ¡Como si él no hubiese sido, además de ministro del ramo, presidente del Gobierno! En los papeles de Pascua y Negrín se conservan, por lo demás, notas firmadas por Largo Caballero en las que daba su asentimiento a los envíos de armas soviéticos que, según ha confirmado Rybalkin, se hacían después de haber hablado previamente con los futuros receptores. Largo Caballero, al simultanear su doble cargo, estaba metido de lleno en el corazón mismo de la operación de ayuda soviética[55].
Que la influencia comunista en la España republicana fue aumentando en el transcurso de la contienda es indudable. En casos notorios no fue necesario ni hacer proselitismo[56]. Con todo, el PCE practicó una política de reclutamiento bastante agresiva. Numerosos republicanos, combatientes antifascistas, fueron sensibles a la misma y pasaron a engrosar las filas comunistas. Pero esto convirtió al PCE en un auténtico partido de aluvión y la presencia comunista en el Ejército Popular no estuvo garantizada por militantes de larga data. Fernando Hernández Sánchez está haciendo un estudio empírico sobre los orígenes políticos de los integrantes de las unidades militares adictas al mismo[57]. Examinando sus declaraciones al respecto se observa que los nuevos afiliados no habían pertenecido tan sólo a organizaciones que cabría encasquetar bajo la denominación común de «galaxia Comintern» tales como el Socorro Rojo, Mujeres Antifascistas, Amigos de la Unión Soviética, etc., ni a organizaciones hegemoneizadas por el PCE, sino a partidos republicanos clásicos, a la CNT y hasta la Derecha Regional Valenciana. Un documento del 24 de octubre de 1937 (cortesía del Dr. Rybalkin) sobre la actividad de la escuela militar n.º 3 en Paterna arroja luz sobre el origen político de los mandos que siguieron el sexto curso. Entre los 440 había 106 ugetistas (sin diferenciar entre socialistas y comunistas), 76 cenetistas, 63 comunistas, 37 republicanos de izquierdas, 4 sindicalistas y otros tantos anarquistas, 3 del PSUC, 80 suboficiales desmovilizados antes de 1936 y 61 miembros del Komsomol. Aunque la predominancia comunista es obvia, casi la mitad de los cursillistas no lo eran[58].
No obstante, que algunos de los asesores soviéticos, militares y políticos, pensaron que la influencia comunista en el Ejército Popular y en la República debía ir a más es incontestable. El coronel Krivoshein, por ejemplo, terminó un informe sobre la situación en España a finales de febrero de 1937 afirmando que se necesitaba un Gobierno fuerte, capaz de organizar y garantizar la victoria de la revolución. Sólo el PCE podía acometerlo y era este partido el que, si fuera necesario, debería hacerse con el poder por la fuerza (Radosh et al., doc. 36). «Stepanov» fue más lejos: la prioridad política interna la definió el 28 de marzo como la creación de una España republicana bajo dirección comunista y su política exterior como solidaridad y de estrecha conexión con la Unión Soviética (Pojarskaia, p. 141). Este tipo de planteamientos chocaba con las ideas que Stalin exponía a sus interlocutores republicanos, ya fuese de forma epistolar o en persona. También chocaba con sus concepciones estratégicas. En la iglesia comunista, al igual que en la católica, siempre hubo más papistas que el papa.
Existen informes que, a diferencia del ya mencionado de Berzin, sobrevaloran la influencia de los asesores. Uno de ellos ha sido reproducido parcialmente (Beevor, p. 232), aunque por desgracia con pocas indicaciones sobre su autoría y circunstancias. En él se afirmaba, por ejemplo, que «puede decirse sin exageración que, en su condición oficial de asesor, Smushkevich es el verdadero jefe de toda la fuerza aérea». El papel del general «Douglas», como se le llamaba en España, es conocido y ha sido resaltado, entre otros, por García Lacalle hace ya muchos años. Estuvo al frente de las batallas aéreas de Madrid, Jarama y Guadalajara y fue el creador —o al menos tradujo en términos operativos— de un proyecto de formación de pilotos españoles en la URSS y de fabricación en España de los aviones I-15. La carencia de cuadros españoles le situó, obviamente, en las alturas pero fue algo momentáneo, circunstancia que parece ignorar Beevor[59]. Smushkevich corrió la misma suerte que otros muchos asesores soviéticos: a los pocos meses de actividad se le llamó a Moscú[60]. Es decir, el Kremlin no tuvo reparo alguno en separar de España a uno de sus activos más preciados. Beevor se basa en afirmaciones, un tanto sospechosas, de Prieto y Araquistáin para asestar su puñaladita, en consonancia con su acendrado anticomunismo. Volveremos al tema al discutir el caso Lopatin.
Largo Caballero (2007, p. 3743) explicó en parte la avalancha de consejos, recomendaciones, sugerencias, instrucciones, etc., por el absoluto desconocimiento soviético de las características de la guerra civil y de la psicología del pueblo español. También por sus características de origen: «Están acostumbrados a dirigir masas que obran mecánicamente sin reflexión alguna, sin espíritu analítico ni crítico». Daba la sensación de que habían llegado a España «como el que va a una academia, a aprender, a entrenarse». Más duro fue su comentario final:
En nuestra guerra el Gobierno español, y en particular el ministro responsable de la marcha de las operaciones, como también los Estados Mayores, especialmente el Central, no han podido proceder con absoluta independencia, pues han tenido que estar sometidos, contra su voluntad, a una ingerencia extraña, irresponsable, sin medios de emanciparse de ella, so pena de poner en peligro la ayuda que de Rusia recibíamos vendiéndonos material de guerra. Algunas veces, so pretexto de que no se cumplían las órdenes con la puntualidad que deseaban, la embajada y los titulados generales rusos se permitían manifestar su disgusto, diciendo que si no considerábamos necesaria y conveniente su cooperación lo dijésemos claramente para ellos comunicarlo a su Gobierno y marcharse. Con estas amenazas, ¿qué hacer[61]?
Dos precisiones. La primera, que Largo Caballero suele echar balones afuera en sus comentarios. La segunda, que también cabe interpretar lo que dijeran los rusos en otro sentido: políticamente hablando la intervención en España no carecía de costes para Moscú. Si los republicanos no aceptaban sugerencias destinadas a reforzar la capacidad de resistencia, ¿para qué seguir? Franco demostró ser más inteligente en el plano político-militar. Cedió cuando se vio obligado a hacerlo ante alemanes e italianos. Cuando fue ganando los laureles de la victoria acosó, hasta cierto punto, a sus atormentadores-protectores directos y logró su retirada. Negrín extrajo mucho antes las consecuencias: podía pelearse con vascos y catalanes pero no con la Unión Soviética. Antes prefería dimitir. El problema de Largo Caballero es que, a pesar de su testarudez, también en el plano militar, no se planteó hacerlo.
Finalmente, convendría señalar que, como era de esperar, con frecuencia se produjeron roces que, en ocasiones, llegaron al nivel de categoría. Un caso notable, pero que Beevor ignora completamente, fue el de un comandante de división llamado Vsievolov Lopatin y que actuó en España como consejero jefe en Aviación bajo el seudónimo de «general Montenegro». Fue el sucesor del general «Douglas». Llegó a mitad de 1937 y muy pronto destacó por su brusquedad y altanería en el trato con los aviadores republicanos. Sus malas relaciones se agudizaron tan pronto como las unidades que dirigía intervinieron en combate en el frente aragonés en el mes de junio. El jefe de la Aviación en Cataluña declaró con rabia que «se había originado una situación en la que mientras en el territorio de Franco mandan los alemanes y los italianos, en el de la República mandan los rusos». Otro jefe español se quejó de que recibía órdenes contradictorias de «Montenegro» y del propio mando y que no sabía cuáles debía cumplir. La culpa, informó el GRU, era de «Montenegro», que no se había puesto de acuerdo con los españoles. Para entonces empezaban a llegar los aviadores republicanos formados en la URSS y el mando español trataba cada vez con mayor frecuencia de hacer uso de los mismos. Era una progresión lógica. En tal contexto, «Montenegro» no hizo gala de mucha pericia en la conducción de operaciones aéreas, lo que provocó numerosas bajas. Sus propios aviadores empezaron a rezongar de él. Cuando acusó a varios subordinados suyos de poco menos que cobardía, uno de los comandantes de escuadrilla, Anton Moiseiko, declaró a las tripulaciones que «después de esto, él irá y conducirá a todos al combate, aunque el enemigo sea cinco veces superior». Al día siguiente, 14 de junio, fue derribado (Saiz Cidoncha, p. 481). Inevitablemente, se levantaron rumores sobre si Lopatin no sería trotskista y el GRU no tardó en recomendar su relevo[62], que se produjo a principios de septiembre. Este episodio permite verter algunas dudas sobre las afirmaciones de Beevor acerca de la subordinación automática del mando republicano al consejero jefe de Aviación. La realidad fue siempre algo más complicada que el esquematismo anticomunista del distinguido historiador británico.
ROTACIONES Y PURGAS.
La eficacia del asesoramiento soviético al Ejército Popular tuvo que sortear dos grandes obstáculos que afectaron en particular a los consejeros que se encontraban a más alto nivel: la rotación frecuente[63] y las purgas. La primera dificultaba la posibilidad de prestar una asistencia efectiva continuada. En general los asesores no hablaban español, tardaban en establecer los contactos personales necesarios y en hacerse respetar por un ejército cuyos mandos iban mejorando con la adquisición de experiencia sobre el terreno, algo que también necesitaban los soviéticos. Se conserva una nota que identifica los problemas tácticos cuya resolución era de interés para el RKKA. En el ámbito artillero los más importantes eran tres: 1. Cómo organizar y romper una línea de frente reforzada utilizando tanques y artillería. En tal sentido, había que comprobar la ejecución de la preparación artillera acompañada por un fuego de barrera móvil realizado por los tanques. 2. Cómo llevar a cabo un ataque contra la artillería adversaria, incluyendo la antiaérea. 3. Cómo comprobar la efectividad del fuego de ésta, con y sin corrección. En el uso de la fuerza acorazada las preocupaciones eran seis: 1. Comprobar en condiciones de combate real la interacción de los tanques con la artillería y la organización de los suministros. 2. Determinar el volumen de fuego deseable para acompañar los tanques. 3. Averiguar las posibilidades y escalonamiento de uso de humo en apoyo de un ataque continuo y cubrir los tanques averiados. 4. Estudiar la posibilidad de acompañarlos con transportes orugas cargados de pertrechos. 5. Confirmar las posibilidades prácticas y los medios de comunicación entre los tanques y la artillería tanto de día como de noche. 6. Definir las maniobras y los métodos de ataque en horas nocturnas.
En el caso de la aviación convenía probar intensamente los aparatos durante las acciones ofensivas, determinando el uso más adecuado y el período más racional para detonar las bombas aéreas con un gran retraso. También interesaba comprobar la utilización de las estaciones de radio para comunicar los aviones entre sí y con tierra. Determinar la tensión máxima que podrían soportar los materiales y estudiar los métodos de camuflaje de la aviación con recursos auxiliares. Otras comprobaciones se referían a los ingenieros, al servicio sanitario, a los suministros por tren y a la Marina de Guerra. En este apartado el interés se concentraba en estudiar las cualidades tácticas y los métodos en la utilización de lanchas torpederas y torpedos, la revisión del funcionamiento de las minas y equipos explosivos, las acciones de las minas de profundidad sobre los submarinos, el funcionamiento de las estaciones de radio y, de manera especial, el problema de la conexión operativa entre submarinos[64]. Las purgas sembraron el terror. Hay sobre ellas una abundante literatura, hoy enriquecida con los datos que proporcionan los archivos rusos. No queda duda alguna de que Stalin fue su principal impulsor. Para esta nueva y sangrienta vuelta de tuerca ya en septiembre de 1936 había nombrado comisario del pueblo de Interior a un auténtico psicópata: Nikolai Yezhov. En enero de 1937 tuvo lugar el segundo gran juicio (el denominado «centro trotskista antisoviético»), que se saldó con nuevas ejecuciones (entre ellas las de dos comisarios del pueblo adjuntos, Pyatakov y Serebryakov, amén de otros once acusados). Otro comisario adjunto y Radek fueron condenados a diez años de prisión. Este juicio inició una dinámica mortal. En mayo de 1937 se detuvo al mariscal Tujachevsky. El 11 de junio se anunció que la investigación en sus actividades «delictivas», de traición y espionaje a favor de una potencia extranjera (Alemania), y las de media docena de altos mandos había terminado y que el Tribunal Supremo estaba listo para dictar sentencia. Pravda, afirmó la embajada británica, publicó un comentario absolutamente histérico. Las ejecuciones tuvieron lugar al día siguiente (DBFP, docs. 599 y 602). Fue a partir de este momento cuando empezó en serio la «depuración» del RKKA, que se llevó por delante a millares de jefes y oficiales. La aviación y las fuerzas mecanizadas fueron las que más sufrieron. Los comisarios políticos fueron purgados con saña. Generales y oficiales que habían sido nombrados un día para un puesto, desaparecían poco más tarde. Una atmósfera de terror se extendió por todo el inmenso país a medida que se intensificaban las purgas[65]. Muchas de las ejecuciones reflejaron un alto grado de sadismo. Los órganos de seguridad internos y los servicios de espionaje no se escaparon. En el bienio 1937-1938, señala Khlevniuk, entre la NKVD y la milicia detuvieron a no menos de 1 600 000 personas de las cuales más de 680 000 fueron ejecutadas. Son cifras escalofriantes, pero tan sólo la punta del proverbial iceberg[66]. La mayor parte de tales atrocidades coincidió en el tiempo con la etapa central de la guerra civil española, entre agosto de 1937 y noviembre de 1938, y con un recalentamiento de las tensiones internacionales y de la amenaza de guerra. Stalin impulsó la famosa orden 00447 que el Politburó aprobó el 31 de julio. En estrecho contacto con él, Yezhov estableció un primer contingente de víctimas: 268 950 de las cuales exactamente 75 950 estaban destinadas a la ejecución (Service, pp. 350s). Su propio antecesor, Yagoda, corrió el mismo destino.
Uno de los motores de la actuación en España estuvo orientado en contra de lo que en el Kremlin se percibía como «desviacionismo», ya fuese a la derecha o a la izquierda, y en particular a todo lo que oliera, aunque de lejos, a trotskismo. Stalin, en la época del «gran terror», exportó a España su lucha a muerte contra aquél. Y también contra los anarquistas, adalides de una revolución en una época en que la Europa democrática e incluso la URSS no abogaban por revoluciones. España, en definitiva, fue receptora del terror estaliniano y a la vez cofactor en el mismo. En lo que se refiere a la primera dimensión en territorio de la República estaban presentes, en efecto, las tres categorías profesionales que conciliaron muchas de las iras de Stalin: el cuerpo diplomático, el RKKA y la NKVD[67].
Las purgas en España fueron reflejo de un fenómeno mucho más general. En éste se vieron expuestos a condiciones de alto riesgo los funcionarios y políticos en quienes se daban cita varias características. Desde hace tiempo se sabe que entre los complejos motivos figuraba el deseo paranoico del dictador soviético de reforzar sus defensas ante los riesgos exterior e interior. Ya lo señaló Ulam (p. 488): de lo que se trataba era de «destruir todo peligro concebible, cualquier adversario interior por lejano que fuese ante un caso de guerra». Una de las consecuencias fue que todos aquéllos que estuviesen o hubieran estado en contacto con extranjeros que observasen o hubieran observado realidades extrañas a la URSS, que pudieran entrar o hubiesen entrado en relaciones con el enemigo trotskista o que pudieran o hubiesen podido eventualmente utilizar las palancas del poder soviético en contra de los dirigentes eran, por definición, sospechosos y en gran medida culpables.
En el caso de los diplomáticos más conspicuos, la ejecución o la deportación no tuvieron lugar de forma inmediata. Se les trasladaba antes a otros puestos, lo cual se convirtió en un mal presagio. Es lo que ocurrió con Rosenberg y Antonov-Ovseenko. El sucesor del primero, Gaikis, fue nombrado polpred el 9 de febrero[68]. Rosenberg no tardó en regresar a Moscú. Cruzó con su mujer la frontera polaco-soviética el 9 de marzo. Sólo lo hicieron con ellos tres viajeros más y unos observadores británicos entre los cuales figuraba el gran sovietólogo del Banco de Inglaterra, L. E. Hubbard, cuyo diario e impresiones se conservan en los archivos de la entidad (OV 111/5). Rosenberg se encontró con Louis Fischer (p. 413) en Moscú en agosto y le dijo que le habían nombrado representante del Narkomindel en Tiflis pero, al parecer, no llegó a ocupar tal puesto. El 16 de septiembre de 1937 se anunció que Antonov-Ovseenko había sido nombrado comisario de Justicia de dicha república (TNA: FO 371/21105). Quien transmitió la noticia a Londres fue uno de los secretarios de embajada, que por casualidad tenía el mismo apellido que MacLean, uno de los cinco «espías de Cambridge» y que por aquella época había pasado del Foreign Office a la embajada en París, un puesto de información privilegiado.
Simultáneamente se hizo público que el comisario Rosengoltz había pasado a ocuparse de la dirección de reservas estatales. Los diplomáticos británicos no sabían exactamente a qué correspondía pero sí que dependía directamente del Sovnarkom, por lo que podía pensarse que era un comisariado casi independiente. Grinko ya hacía tiempo que había sido sustituido al frente del Comisariado de Finanzas. El 28 de marzo Krestinsky pasó como adjunto al Comisariado de Justicia de la República Socialista Federativa Soviética Rusa y en junio fue detenido. Nada de esto significa, como en ocasiones ha aducido algún que otro historiador, que Stalin tuviera un interés particular en desembarazarse de quienes mejor conocían las relaciones hispano-soviéticas.
Según Khlevniuk, Stalin extrajo una lección esencial de la sublevación de Franco y de una parte del ejército español contra la República. Era indispensable poner todos los medios para que algo similar no ocurriera en la Unión Soviética. La eliminación física o la deportación al gulag de quienes pudieran entrar a formar parte de una eventual conspiración que llevara a una puñalada por la espalda constituía un acto de profilaxis y de auténtica defensa del sistema soviético. Esto es lo que explica, en buena parte, la dureza particular de la represión dirigida contra aquellos colectivos que otros consideraban como esenciales para la protección de la URSS, en particular su cuerpo de oficiales y generales y los servicios de seguridad. La combinación entre la eliminación de una posible «quinta columna» y la «amenaza» que representaba el trotskismo fue absolutamente letal. De creer en este punto las memorias de Sudoplatov (que aunque plagadas de errores en lo que se refiere a España no dejan de tener un hálito de verosimilitud), Stalin la ilustró como sigue en marzo de 1939:
Hay que eliminar a Trotski en menos de un año, antes de que la guerra estalle, como estallará. Como muestra la experiencia de España, si no eliminamos a Trotski no podremos confiar en nuestros aliados del movimiento comunista internacional cuando los imperialistas ataquen a la Unión Soviética. Todos ellos tendrán grandes dificultades en cumplir su deber internacionalista de desestabilizar la retaguardia de nuestros enemigos vía operaciones de sabotaje y actuaciones guerrilleras si se ven obligados a lidiar con la infiltración traicionera de los trotskistas en sus filas (p. 67[69]).
Las purgas sirvieron para asentar el poder omnímodo de Stalin. Las ejecuciones y deportaciones masivas entre la nomenklatura le permitieron destruir el sistema oligárquico que hasta entonces había funcionado en la Unión Soviética. Tras esta «explosión controlada», aunque amplia, el Politburó dejó de funcionar como órgano colectivo y se vio sustituido por reuniones ad hoc entre Stalin y algunos de sus colaboradores más inmediatos, bajo la forma de comisiones del Politburó y otros artilugios (Khlevniuk, 2005, p. 113ss). A partir de este momento, las decisiones clave, por ejemplo en materia de política exterior y de seguridad, las adoptó personalmente el propio Stalin, dejando de lado la práctica anterior que consistía en hacer aflorar discusiones muy cerradas y controladas entre los miembros de un pequeño grupo de marcado carácter oligárquico. Así pues, podemos concluir recordando que el cogollo de la guerra civil española coincidió en el tiempo con la transmutación del sistema de poder en la más alta cúpula de la Unión Soviética.
En el caso español Stalin explicaba en gran medida las derrotas que los republicanos experimentaban por la proliferación de los manejos de traidores, espías y saboteadores (que, ciertamente, abundaban). Así, por ejemplo, el 9 de febrero de 1937, tras una serie de dificultades en el frente que culminaron en la pérdida de Málaga, dirigió a sus representantes un telegrama redactado en términos rotundos:
Utilicen tales hechos, discútanlos con el debido cuidado con los mejores jefes militares republicanos… para que soliciten inmediatamente de Caballero una investigación sobre la rendición de Málaga y una purga de los agentes y saboteadores franquistas en el Cuartel General… Si estas peticiones de los comandantes del frente no producen inmediatamente los resultados apetecidos, digan a Caballero que para nuestros asesores resultará imposible continuar trabajando en tales condiciones.
Y, poco más tarde, insistió:
Les informo de lo que es nuestra firme opinión: que el Estado Mayor Central y otros órganos de mando deben purgarse completamente de su dotación de viejos especialistas, incapaces de comprender las condiciones de una guerra civil y que, a mayor abundamiento, son poco fiables políticamente… Todos los jefes que han mostrado su incapacidad en la conducción de operaciones deben ser apartados de sus puestos… hay que chequear a todos los radiotelegrafistas y a quienes se ocupan de la cifra y de las comunicaciones; los órganos de mando deben reforzarse con gente nueva, endurecida y llena de espíritu y vigor combativos… Sin este tipo de medidas radicales no cabe duda de que los republicanos perderán la guerra. Tal es nuestra convicción (Khlevniuk, 2004, pp. 165s).
La conexión entre derrota y sabotaje, entre dificultades y traición, entre retrocesos y oscuras maniobras «fascistas» u «objetivamente contrarrevolucionarias» no se les ocultaba a los soldados que servían en España. Se conserva, por ejemplo, un informe de Grigori Ivanovich Kulik (quien actuaba bajo el seudónimo de «Donald») en el que con toda claridad salen a relucir tales conexiones[70]. Es un documento interesante porque pasa por dos fases: una primera, de carácter analítico y razonable, y una segunda, profundamente ideológica, que ilustra las mencionadas conexiones. La parte inicial indicaba que:
En el primer período de la guerra en España el enemigo superaba considerablemente la calidad de las tropas republicanas. La comparación puede expresarse mediante una relación de 1:4. A medida que transcurrió la guerra el ejército republicano se fortaleció y creció cuantitativa y cualitativamente. Este crecimiento se logró al coste de mucha sangre y de fracasos militares. A la par, el ejército de los insurrectos, al perder en combate sus mejores cuadros y tropas (legionarios y marroquíes), descendió considerablemente en cuanto a capacidad, en especial después del afrontamiento del Jarama en donde fueron destruidas sus mejores reservas. Las nuevas formaciones, alistadas apresuradamente y mal adiestradas, se diferenciaron drásticamente de las tropas del antiguo ejército regular español. Como resultado de este complicado proceso, en el cual perdieron la vida muchos seres humanos a la vez que recursos materiales, territorio y tiempo, las tropas republicanas alcanzaron un nivel de combatividad que puede expresarse por una relación de 1:2 y, en la actualidad, de 1:1,5. Para realizarla no se han tomado en cuenta las unidades internacionales, que son un tipo de ejército especial, voluntario, con un alto sentido político de sus objetivos…
Kulik era optimista:
Para que comience la descomposición de nuestro posible enemigo en la futura guerra contra nosotros, es necesario dar un primer golpe mortal. El ejemplo de la destrucción del cuerpo expedicionario en España explica este planteamiento de forma contundente.
Por este último párrafo se advierte que para el mando soviético en España no había muchas dudas respecto al enemigo con el que habrían de batirse en el futuro: las tropas del Eje. Ello dio pie a Kulik a realizar algunas apreciaciones sobre la naturaleza del mando y sus experiencias en España.
Las cualidades básicas de un jefe tienen que ser dureza de carácter, fuerza de voluntad, iniciativa y un gran valor personal. Me ha tocado observar más de una vez cómo a los comandantes les ha faltado por lo menos una de las cualidades mencionadas. Hay cobardes que pierden el control en la batalla y por lo general conducen a la pérdida de sus unidades. Hay otros que no pueden razonar normalmente y cualquier bobada les parece un peligro mortal. Comandantes así no pueden dirigir y guiar a sus tropas. De la gran cantidad de ejemplos, los más relevantes son los siguientes. El comandante de la 23 brigada enloqueció durante el Jarama. Era un cobarde y, además, alguien que no dominaba bien el oficio militar. Esparció su brigada de tres mil hombres por todo el campo y la unidad fue destruida por el enemigo. La derrota dependió exclusivamente de las cualidades personales de su comandante porque, en las batallas subsiguientes, con otro, esa misma brigada supo pelear. Otro ejemplo. El consejero de la 17 brigada, un mayor del Ejército Rojo, profesor de táctica en la Academia de motorización y mecanización, una persona muy culta y con mucho conocimiento del oficio militar, pero cobarde por naturaleza, fue destituido de su cargo por orden mía… Es un caso singular entre nuestros consejeros… Por suerte hemos tenido pocos comandantes como éstos…
Kulik criticaba a los republicanos:
La guerra española demuestra como nunca la necesidad de una unidad de opinión y acción entre todos los eslabones del organismo militar, desde el comandante en jefe hasta el soldado, y en particular entre los elementos del cuadro de mando del ejército y del Estado Mayor.
De aquí pasó a la ideología. La situación se explicaba por «la lucha entre clases sociales y la influencia de los elementos fascistas en los Estados Mayores». Ahora bien, no se trataba de problemas tan sólo españoles:
En nuestro propio ejército pueden producirse manifestaciones análogas en su forma, a pesar de las diferencias sociales entre España y la URSS, ya que los vestigios de la pequeña burguesía y su ideología aún no se han exterminado totalmente de la conciencia de una parte de nuestro cuerpo de mando. Tampoco podemos garantizar la inexistencia de enemigos directos del pueblo en nuestro cuerpo de comandantes y de mando, representantes de trotskistas y derechistas.
La conexión con las purgas era evidente:
Eso lo demuestra el arresto de cinco importantes comandantes de cuerpo, entre los cuales cuatro son miembros del Consejo Militar… Respecto a mí, como comandante bolchevique, que al encontrarse lejos de su patria tuvo la oportunidad de observar la cruel lucha de clases, la traición y el sabotaje de los generales españoles y de sus Estados Mayores, como persona que se expone diariamente a situaciones de riesgo mortal, el último proceso de la banda trotskista y sobre todo los arrestos en nuestro cuerpo de mando, han tenido un gran impacto sobre mi persona…
La dinámica quedó apuntada como sigue:
Sin querer se pregunta uno cómo ha sido posible que los enemigos del pueblo, traidores de mi patria, por los intereses de la cual he combatido en el frente español, hayan podido alcanzar los puestos de mando. Ésta no es una pregunta ociosa ni se hace por curiosidad. Significa que existen camaradas que han sostenido a esa escoria durante su escalada en la carrera hacia los puestos de mando y quienes sostenían que esos desgraciados eran gente «en las que cabía confiar como personas». Hay que preguntarse acerca de la responsabilidad ante el país que han contraído los protectores de esas heces de la sociedad… Consideraría necesaria una revisión minuciosa desde este punto de vista de todos nuestros cuadros de mando[71]…
El clima resultante era conocido por los dirigentes republicanos, tanto en términos generales como concretos. Un escrito de Prieto del 12 de marzo de 1938 alumbra éstos. La víspera había ido a verle Marchenko, el encargado de negocios (y, en realidad, prácticamente embajador). Subrayó que iba como amigo, no como representante de su país. Quería informarle de que se menospreciaba a los asesores y que se ignoraban sus consejos (lo cual no sería compatible con los designios que les atribuyen Radosh y colaboradores). Dio algún ejemplo. Estaba sorprendido porque todos ellos tenían misiones que realizar en la URSS a pesar de lo cual se encontraban en España ayudando a los republicanos. Prieto le tranquilizó pero el diplomático le dijo algo que le llamó la atención: el consejero militar jefe se sentía «preocupadísimo por la idea que pudieran formarse en Moscú con respecto a su gestión». Prieto se deshizo en alabanzas pero las observaciones de Marchenko le parecieron tan significativas que se apresuró a comunicarlas al ministro de Estado, en aquel momento jefe interino del Gobierno[72]. No hay que ser un lince para pensar que a dicho personaje no le apetecía nada que a Moscú pudieran llegar noticias del descontento republicano. Ésta no es la imagen que suele rondar en la literatura.
Aparte de purgas, sobre el personal conectado con España se derramaron abundantes «chapitas». A finales de junio de 1937, Vorochilov propuso a Stalin que se condecorase a 451 personas. Diecisiete con la más alta distinción (héroe de la Unión Soviética), 15 con la orden de Lenin, 290 con la orden de la Bandera Roja, 114 con la orden de la Estrella Roja y 15 con un signo de distinción. El contingente más agraciado (148) correspondía a las fuerzas aéreas, les seguían los tanquistas (144), instructores (55), cifradores, radios y traductores (33), dirigentes y participantes en los envíos de suministros (31), artilleros (18) y civiles que trabajaron en las operaciones de carga y descarga (12). En esta relación el cuerpo de comandantes y jefes del Comisariado para la Defensa y de la NKVD sólo fue propuesto para diez. Del conjunto total, 198 ya habían sido condecorados, 253 lo fueron por primera vez y 9 habían perecido en combate, de los cuales a cinco se les proponía para la máxima[73]. En estas condiciones, la República continuó forjando su escudo con los materiales de que disponía. El más importante siguió siendo el metal amarillo.