La sombra letal de Paracuellos
ABORDAMOS EN ESTE capítulo uno de los más turbios episodios, si no el que más, de la República en guerra en su relación con el contexto internacional. El lector de buena fe comprenderá el cuidado con que se redacta. Lejos de mí la truculencia y la denuncia fácil. Éste es un libro de historia, no de buenos y malos. Tampoco de venganza. Es preciso acercarse al tema con respeto y con la esperanza de revelar claves de lo que hasta ahora ha permanecido envuelto en un cierto misterio.
Como señaló en repetidas ocasiones el encargado de negocios británico, George Ogilvie-Forbes, a quien ya tuvimos ocasión de encontrar en el primer volumen de esta trilogía, los prolegómenos de la batalla de Madrid se vieron acompañados de numerosas ejecuciones. Las autoridades afirmaron sentirse impotentes. El 5 de octubre habló con Álvarez del Vayo, a su regreso de Ginebra. Debió de ser una entrevista tensa pues el diplomático no ocultó sus opiniones. Se atuvo al esquema de una carta que había preparado, por si no le veía, y que envió a Londres. Con la imprescindible cortesía necesaria indicó al ministro que no había querido creer en el número de asesinatos de que se hablaba sin tener pruebas convincentes. Sin embargo, dos días antes había ido a la Ciudad Universitaria y visto los cadáveres de al menos quince personas, hombres y mujeres de cierta edad. Los contemplaban varios grupos entre los que había niños. Un furgón del Ayuntamiento se los llevaba. En él se apilaban dos capas. Era difícil pensar, afirmó, que se tratase de ejecuciones ordenadas por las autoridades. Habría que añadir los detenidos en checas o en cárceles de partido. Aludió a un editorial del periódico comunista Mundo Obrero, del día 3, que sólo podía considerarse, afirmó, como una incitación al asesinato[1]. Del Vayo aseguró que el Gobierno haría todo lo posible por poner fin a tales circunstancias (una declaración que en el Foreign Office se consideró «desvergonzada» —impudent[2]).
Las matanzas de Paracuellos y aledaños que se iniciaron poco después generaron un impacto demoledor para la imagen de la República y contribuyeron a deshonrarla ante el Gobierno británico y muchos de sus funcionarios con peso en las decisiones. Pero aún sin tal impacto, la postura de Londres es difícil que hubiese cambiado.
DINÁMICA DE LAS EJECUCIONES.
El 6 de octubre Ogilvie-Forbes fue a visitar al ministro de la Gobernación, el socialista de izquierdas Ángel Galarza. Éste admitió los continuos asesinatos y la escasa seguridad que reinaba en las cárceles. En parte era el resultado, indicó, de la disminución de los efectivos de la Guardia de Asalto, que habían tenido que ir a combatir al frente (algo que se afirmaba de manera rutinaria). Señaló que existían numerosos provocadores tanto en la CNT como en otros sectores que aprovechaban las circunstancias para ajustar cuentas. Confesó que si Madrid era bombardeado y perecían niños y otros inocentes la furia contra los presos podría llegar a ser tremenda[3]. De aquí que el Gobierno estuviera pensando en establecer fuera de la capital un campo de concentración en el que alojarlos. Allí podrían trabajar, bajo vigilancia, por un salario aceptable[4]. No ocultó el temor a que cuando los franquistas se acercaran a Madrid pudiera ocurrir un brote de violencia o una evasión[5]. Se enuncian así los tres factores que no dejaron de ejercer una gran influencia sobre la marcha de los acontecimientos.
Aquel día por la tarde el Consejo de Ministros aprobó nuevas disposiciones para canalizar las actividades represivas que, como Ogilvie-Forbes indicó posteriormente, tuvieron efectos inmediatos. Entre ellas figuraba la creación de tribunales especiales de urgencia; la ampliación de las competencias del tribunal que entendía de los delitos de traición y espionaje; la creación de otro para que juzgase las responsabilidades civiles derivadas de la rebelión, etc. Galarza firmó una orden que prohibía la circulación entre las once de la noche y las seis de la mañana a toda persona que no formara parte de los servicios de vigilancia y seguridad. Estas medidas permiten pensar que el Gobierno era sensible a ciertas presiones, en particular si procedían de diplomáticos británicos. Según Ogilvie-Forbes ya se detectaba una tendencia a que las ejecuciones ilegales se desplazaran a los pueblos colindantes para evitar su reflejo en las estadísticas de mortalidad madrileñas[6].
De la actitud de Galarza testimonia una entrevista que tuvo, probablemente el 24 de octubre, con el embajador soviético. Confirmó a éste que, dados los bombardeos a que se veía sometida la capital, sería difícil defender las cárceles del empuje de las masas. De los diez mil presos más o menos, entre tres y cuatro mil eran militares, oficiales o de la reserva. La mayoría había formado parte de un grupo dirigido por elementos fascistas. Rosenberg respondió que quizá fuese útil establecer una comisión que examinara los expedientes y seleccionar a quienes quisieran servir en el ejército, aunque sólo fuese una fracción. Galarza comentó que la moral era baja, apreciación en la que coincidía con el agregado militar francés, Henri Morel. Se debía a la total ausencia de aviación[7]. Que las circunstancias eran muy fluidas se muestra en que Largo Caballero había indicado a Rosenberg que estaba considerando la posibilidad de sustituir al jefe del EM, Manuel Estrada, por el general Alberto Castro Girona, entonces en la cárcel.
La relación fundamental entre el temor a la derrota y la acentuación del terror se conocía en el extranjero. Se conserva, por ejemplo, una carta de Francesc Cambó escrita el 10 de octubre de 1936 al vizconde Swinton, ministro de Aviación, en la que, tras deplorar las barbaridades cometidas, presagiaba lo que pudiera ocurrir a medida que fueran avanzando los «blancos»: los «rojos» procederían a ejecuciones en masa tras cada fracaso[8]. De aquí que sugiriera que el Gobierno británico adoptase una iniciativa consistente en apelar a los contendientes para que dejaran salir del territorio español a todos los hombres, mujeres, niños y ancianos que desearan abandonar el país. (Al tiempo señalaba que Ventosa se había pasado al lado de Franco. Swinton aprovechó para indicar a Eden que Ventosa era el mejor ministro español que jamás había conocido) (TNA: FO 371/20544). Quizá esto realzara las credenciales del financiero español con las autoridades británicas.
Ogilvie-Forbes habló de nuevo con Álvarez del Vayo el 27 de octubre y abordó otra vez el tema de los asesinatos, enfatizando la interferencia de la CNT y de los anarquistas, algo que no suele aflorar en muchos de los recuerdos de los autores de esta cuerda. Poco después, aviones franquistas lanzaron octavillas. En ellas se amenazaba, entre otras represalias, con fusilar a cinco republicanos por cada preso asesinado[9]. No se trató de una medida inteligente y contribuyó a exasperar ánimos ya de por sí muy encrespados. En Londres se suscitó la cuestión de si la Cruz Roja no debería publicitar los éxitos que hubiese logrado en convencer a Franco para que respetase las vidas de los prisioneros. El Foreign Office no tenía demasiada información y reconocía que, vista la situación desde Madrid, muchos de los esfuerzos desplegados por la Cruz Roja o por embajadas extranjeras recaían sobre miembros de la aristocracia y de la alta burguesía, lo cual no agradaba demasiado al Gobierno[10].
Al día siguiente el encargado de negocios británico tuvo algunas experiencias que no pudieron serle demasiado agradables. En una reunión con el cuerpo diplomático en que se discutieron los problemas de asilo, y en la que hizo por primera vez acto de presencia el embajador soviético, éste rechazó de plano el derecho al mismo[11]. Fue una afirmación inadecuada. Hasta entonces la República lo había aceptado (y continuaría aceptándolo durante el resto de la guerra, a diferencia de lo que hacían o harían los franquistas). Rosenberg se ponía, simplemente, al nivel de estos últimos. Es verosímil que muchos de los participantes telegrafiaran a sus capitales la actitud soviética[12]. Con todo, no hay que olvidar que, según el representante chileno Aurelio Núñez Morgado (España, p. 223), el norteamericano tenía instrucciones precisas de no ejercer tal derecho. En ello seguía una postura tradicional estadounidense.
En tal período Rosenberg había ya dado muestras de poco tacto. Se había abstenido, por ejemplo, de presentarse al decano del cuerpo diplomático acreditado en Madrid, que era precisamente el embajador de Chile. El comisario adjunto de Asuntos Exteriores, Nikolai Krestinsky, se había visto obligado a reconvenirle el 21 de octubre. Era, por lo menos, la segunda queja de que haya encontrado constancia que Rosenberg recibía en un mes y medio. El que la Unión Soviética no mantuviese relaciones diplomáticas con Chile no era motivo suficiente, según Krestinsky, para no hacer una visita de cortesía a Núñez Morgado. Era absolutamente imperativo que Rosenberg cambiase de actitud. Quizá ello explicase su aparición en la reunión mencionada[13].
Ogilvie-Forbes se entrevistó después con Agapito García Atadell, responsable de una significada banda especializada en detenciones, asesinatos y latrocinios. Le dijo con toda suerte de pormenores la malísima impresión que tales noticias causaban en los medios anglosajones y remachó que constituía la peor propaganda posible para el Gobierno republicano. El killer asintió sin problemas. Mendazmente, echó la culpa a los anarquistas[14], como si él y sus compinches no tuvieran que ver nada con ello. La situación, sin embargo, no tardó en tomar un cariz poco halagüeño. El 10 de noviembre el presidente del Tribunal Supremo, Mariano Gómez, se personó en la embajada británica y expresó su temor por la suerte de los detenidos en las cárceles madrileñas, dado el bombardeo constante al que estaba sometida la capital. El encargado de negocios informó a Londres que la población lo soportaba con paciencia y estoicismo. No dejó de mostrar preocupación ante la posibilidad de que también pudiera provocar un ramalazo de furia contra los presos, las embajadas y la gente rica.
LLEGAN TERRIBLES NOTICIAS AL FOREIGN OFICE.
Unos días más tarde, el 15, Ogilvie-Forbes envió un telegrama que es indispensable extraer de la oscuridad de los archivos. Decía así:
Lamento comunicar que dispongo de pruebas fidedignas del asesinato de un número de presos considerable el 7 u 8 de noviembre. Los hechos son los siguientes. El representante de la Cruz Roja Internacional visitó recientemente la cárcel de Alcalá en donde le dijeron que muchos presos que habían debido llegar habían desaparecido en circunstancias sospechosas. En compañía de mi colega argentino a quien se encontró casualmente se dirigió a Torrejón, a medio camino entre Alcalá y Madrid, en donde se comentaba que cerca de 560 presos habían sido asesinados. Tanto el secretario del Ayuntamiento de Torrejón como una anciana aterrorizada lo corroboraron y les dijeron que fuesen a Castillo de Tovar donde un miliciano les condujo a una zanja cerca del río Henares. Se había rellenado con tierra una sección de la misma a lo largo de doscientos metros y de ella emanaba, según me dijo el doctor Henny, un olor de podredumbre. El miliciano afirmó que el número de asesinados allí en las fechas indicadas fue de alrededor 450. También se dice en Torrejón que otros quinientos presos fueron asesinados cerca de Paracuellos (sic)… Mi colega argentino, al corroborar el primer caso, del cual informa a su Gobierno, me dijo que la única forma de obtener pruebas irrebatibles consistiría en desplazarse al lugar y exhumar los cadáveres, algo que ningún español o ninguna persona privada podría hacer. Aduje inmediatamente que el efecto político y las repercusiones sobre el cuerpo diplomático serían tan graves que no cabía ni pensarlo… Éste es un tema tan serio y causará tal impacto cuando sea conocido que confío no se mencione al Gobierno español hasta que se hayan obtenido pruebas de otras fuentes. De lo contrario me veré seriamente comprometido. He esperado adrede varios días hasta cerciorarme de la fiabilidad de la evidencia disponible… Es de justicia para con el ministro de Estado reconocer que estos acontecimientos parecen haber sucedido después de que el Gobierno se marchara a Valencia[15].
La primera reacción en Londres fue que se había producido lo que ya se temía (ibid., 20547 y 20545, respectivamente). Desde Hendaya, donde residía, el embajador británico explicó el 14 que posiblemente uno de los objetivos del ataque franquista en dirección a la Modelo estribaba en liberar a los rehenes (sic) que el Gobierno tenía detenidos en ella. Pero, por desgracia, se les había evacuado unos días antes y durante su traslado a Valencia se había asesinado a alrededor de novecientos. Esto significa que Chilton había recibido noticias precisas en menos de una semana. No deja de tener interés una información adicional: según Chilton, los atacantes habían preparado un contingente de cinco mil guardias civiles que se ocuparían de las tareas de orden público en Madrid y que se vería reforzado con los que se encontraban en la ciudad[16]. Sin embargo, era muy remota la esperanza de que esto pudiera ocurrir porque ya se les había ejecutado, junto con los quintacolumnistas en quienes confiaba Franco[17].
La confirmación detallada de lo acaecido en las cercanías de Madrid se produjo cuando Ogilvie-Forbes transmitió la traducción de un informe fechado el 17 de noviembre que su colega argentino, Edgardo Pérez Quesada, había enviado a Buenos Aires. En él se recogían más detalles macabros. La víspera, el general Miaja había reunido a tres representantes diplomáticos para mostrarles el cadáver, atrozmente mutilado, de un aviador republicano asesinado por los franquistas y arrojado desde un avión[18]. Pérez Quesada añadió que ciertos elementos asociados con el Frente Popular, al menos los anarquistas (nótese bien la identificación), continuaban asesinando. En los días precedentes se había decidido evacuar a los presos porque podrían servir de rehenes en el futuro. Entre los días 7 y 8 habían partido unos 1600. Se eligió, sobre todo, a personajes conocidos y a militares. Otro representante extranjero, Felix Schlayer[19], le había dicho que tenía en su poder la lista de los presos que salieron de las distintas cárceles. A tenor de tales datos, había 970 de la Modelo, 175 de San Antón y 150 de Ventas. La mayor parte (1300) había sido ejecutada. El diplomático argentino afirmó que se trataba de un tema extraordinariamente grave y que por lo horrible de sus características «no tenía precedentes».
Según el informe de Pérez Quesada[20], la orden para entregar los presos a lo que se caracterizaba como las «organizaciones políticas», sin más, estaba firmada por el subdirector general de seguridad, Vicente Girauta. Schlayer le había dicho que la había visto con sus propios ojos. La orden para que se firmase la habría dado el superior de Girauta, que era el director general de Seguridad, Manuel Muñoz, en la noche del 6 al 7 de noviembre, cuando se trasladó a Valencia con el Gobierno[21]. Tanto el director de la Modelo como Girauta hicieron todo lo posible para retrasar la entrega pero los encargados de la sucia tarea se remitieron a las órdenes de Muñoz. Se trataba, decía el informe, de elementos de la brigada de investigación dirigidos por García Atadell, contra el cual se habían publicado violentos ataques en la prensa madrileña en razón de su huida[22].
Schlayer, quien dos años más tarde publicó en el Tercer Reich un libro con sus experiencias en el «Madrid rojo[23]», había dicho al diplomático argentino que la policía había reclutado a voluntarios de entre los milicianos que hacían guardia en la Cárcel Modelo, porque «no había mucho tiempo para liquidar a tanta gente con tan pocos efectivos[24]». Pérez Quesada subrayó, por último, que había juntado las informaciones sobre el aviador republicano y los asesinatos como muestra de la objetividad con que trataba de informar. La traducción del informe cayó como una bomba en el Foreign Office. Robusteció prejuicios muy arraigados y no es exagerado afirmar que afectó de manera determinante a la forma en la que se veían los acontecimientos de la España republicana. ¿Qué había en el trasfondo de aquellos luctuosos sucesos?
FUERZAS POLÍTICAS TRAS PARACUELLOS[25]
La autoría comunista y anarquista está desde hace tiempo fuera de toda posible discusión. En el postmortem sobre las causas de la derrota republicana, realizado por uno de los asesores del buró político del PCE y agente de la Comintern, el búlgaro Stoyan Minev (alias «Stepanov») y a quien aludiremos con frecuencia, se recoge la participación comunista. «Stepanov» indicó que el PCE
sacó sus conclusiones y llevó a cabo en un par de días (sic) todas las operaciones necesarias para limpiar Madrid de quintacolumnistas. Esta operación de «limpieza» contribuyó a la salvación de Madrid no en menor medida que los combates a las puertas de la ciudad.
Esto es una exageración. «Stepanov» cargó toda la responsabilidad sobre las anchas espaldas del PCE. No está documentado hasta qué punto sabía lo que había ocurrido. No estaba en España todavía cuando las matanzas. Tampoco ignoro que existen referencias a la peligrosidad de los quintacolumnistas[26] y es obvio que la atmósfera en Madrid era febril en aquellos días de temor. Pero sobre la tan cacareada «quinta columna» se proyectaban abundantes fantasías. El periodista y novelista Chaves Nogales (pp. 28s) destacó una evidencia: la «columna» a que había aludido Mola en una de sus alocuciones fue enormemente costosa en vidas. En el trabajo más serio efectuado hasta ahora sobre la acción de los agentes secretos de Franco durante la guerra civil, Heiberg y Ros han llegado a la conclusión de que antes de los asesinatos de Paracuellos no había en Madrid nada que se asemejara a una «quinta columna» estructurada. Surgió como una de sus consecuencias. A nadie con temperamento analítico se le escapará que era difícil que a los tres meses y medio de la sublevación militar, sus partidarios pudieran haberse organizado en medio de las oleadas de violencia que los habían triturado. Estaban ocultos o, más bien, refugiados en las embajadas. Sí podría tratarse, en cambio, del tipo de apoyos potenciales que llegó a oídos del embajador Chilton.
Martínez Reverte ha mejorado notablemente el conocimiento del proceso decisorio que llevó a las primeras sacas de la Modelo. Se produjeron en un contexto en el que, como señala Gibson (p. 244), se estaba preparando la evacuación y los funcionarios de la DGS «trabajaban febrilmente desde el 5 de noviembre en el examen de fichas y confección de listas de militares». Esta evacuación se vio alterada de manera fundamental. El origen inmediato de las decisiones de ejecución lo ilumina el borrador del acta de una reunión de representantes del comité nacional, comités regionales y otras organizaciones de la CNT que se celebró el 8 de noviembre por la mañana. En él se describieron los acuerdos a los que la federación anarquista local había llegado con «los socialistas que tienen la Consejería de Orden Público[27]» en relación con «lo que debe hacerse con los presos» (Martínez Reverte, pp. 577-581). Se les dividió en tres grupos. En el primero figuraban «los fascistas y elementos peligrosos», a los que habría que ejecutar inmediatamente, «cubriendo la responsabilidad». En el segundo, se encontraban los «detenidos sin peligrosidad» a los que se evacuaría al penal de Chinchilla, «con todas las seguridades». En el tercer grupo se integrarían los «detenidos sin responsabilidad» que debían quedar en libertad, «con toda clase de garantías, sirviéndonos de ello como instrumento para demostrar a las embajadas nuestro humanitarismo». No se trataba, pues, de una acción impremeditada y no hay que olvidar que las sacas de las cárceles no se limitaron a los días 7 y 8 de noviembre sino que continuaron[28].
Qué hacer con los presos flotaba en el ambiente. Si lo que Galarza dijo al encargado de negocios británico era cierto, el Gobierno había pensado evacuarlos. No asesinarlos. Otra cosa es que el director general de Seguridad, Manuel Muñoz, fuese más sensible a la atmósfera de caos, odio al fascismo y entusiasmo revolucionario que se había apoderado de un sector de la población madrileña en aquellas semanas[29]. ¿Contaba con cobertura? Parece difícil negarlo porque sin ella una acción de tal porte no hubiese sido posible. Por las razones que fuesen (el cargo, el temor a mostrarse débil, convencimientos ideológicos, etc.) no cabe exonerar de responsabilidad a Muñoz, aunque la negara tras la guerra civil (Gibson, pp. 65s) y la hayan exagerado algunos apologistas franquistas. Por otro lado, en los recuerdos de Schlayer surgió una nueva figura: la diputada socialista Margarita Nelken, de quien dijo que había ocupado poco menos que la Dirección General de Seguridad (p. 111[30]), afirmación totalmente gratuita.
El testimonio de Galíndez (pp. 64ss) sigue siendo fundamental. La Modelo había sido un lugar de seguridad para mucha gente, que había preferido que la encarcelaran antes que correr los riesgos de un «paseo». Él y algún compañero habían logrado liberar a varios detenidos vascos. Hacia el 9 de noviembre, cuando se presentó a buscar a varios presos con las oportunas órdenes que había firmado un Muñoz ya con el pie en el estribo, se encontró con que la guardia «era de milicianos de la más alarmante catadura, de los de pañolón y calaveras» (lo que induce a pensar que se trataba de anarquistas). Galíndez logró su empeño, pero al irse con los presos paró ante la cárcel una camioneta de la que descendieron varios milicianos. Los centinelas les saludaron diciéndoles: «hoy no os quejaréis, que habéis tenido carne en abundancia». Más tarde se enteró de que poco antes se habían revisado rápidamente las fichas de unos 600 detenidos destinados a la ejecución y que dos días después fueron seleccionados otros 400. La urgencia con que se actuó explica que muchos infelices fueran a la muerte en tanto que un alto jefe de Falange, Raimundo Fernández Cuesta, salvó la vida. ¿Terror de clase?
En la reunión que alumbró Martínez Reverte, la alusión a los presos no incluyó solamente su liquidación selectiva. También se indicó que el cuerpo diplomático había expresado el deseo de permanecer en Madrid si se garantizaba su seguridad con una guardia permanente compuesta siempre de las mismas personas (trasunto de la inseguridad ambiente). Según uno de los participantes, «los verdaderos motivos que tienen las embajadas para no marcharse es su interés por los presos y la gran cantidad de fascistas que tienen refugiados en sus locales». Cuando se reunieron el 8 de noviembre los anarquistas sabían lo que había estado en juego, aun cuando no lo consignaran en el borrador del acta. No es de extrañar puesto que hacía ya mucho tiempo que llevaban cometiendo barbaridades. En un telegrama enviado a París la víspera, el teniente coronel Morel informó que «la CNT practica detenciones masivas y penetra en los hogares. Es la dueña de Madrid[31]». Coincidía con la apreciación del propio Largo Caballero.
Tiene interés señalar que a la reunión asistió un cenetista que no tardaría en hacerse famoso, Melchor Rodríguez (Martínez Reverte, p. 581). Había sido designado por la «junta revolucionaria» del Colegio de Abogados para el cargo de director de prisiones. Sus correligionarios acordaron que no convendría mermar la autoridad del subsecretario de Justicia (lo cual concuerda con la afirmación de Álvarez del Vayo ante Ogilvie-Forbes de que las cárceles dependían de dicho ministerio). Si el subsecretario le nombraba, la CNT-FAI lo aceptaría. Si lo hacía otro organismo la organización resolvería. El nuevo ministro de Justicia García Oliver (pp. 397s) afirma, no obstante, que no le hizo director general de prisiones porque no llevaba el aval ni de su comité regional ni del comité nacional de la CNT. En su lugar eligió a un tal Antonio Carnero[32]. A Melchor Rodríguez se le nombró, en cambio, inspector de prisiones[33].
Aunque García Oliver no escribió nada sobre las sacas y eludió (¡sorpresa, sorpresa!), toda responsabilidad anarquista o personal en las matanzas, de algo hubo de enterarse en las dos jornadas que pasó en Madrid antes de ir a Valencia. El 5 de noviembre (él dice el 6 pero tuvo que ser al día siguiente de la reunión del Consejo de Ministros), celebró una entrevista con Margarita Nelken en el Ministerio de la Guerra. Sabía por Eduardo Val, del comité de defensa de la CNT, que había estado mezclada, «al frente de un comité de las JSU», en «funciones ejecutivas de la Justicia» desde una pequeña oficina de dicho ministerio. Solía ir rodeada de guardias de Asalto, vestidos de paisano. Debió de ser una conversación interesante. El nuevo ministro entendía dirigir la Justicia en Madrid, había dicho a Val, y expuso ante Nelken que una auténtica revolución, no la que preconizaba el PCE, haría «abstracción de la persona física del burgués, porque la revolución debe hacerse sobre los sistemas y no eliminando a las personas» (ibid., p. 310[34]). Esto es puro cinismo. También recuerda (p. 311) que la carrera de Nelken se equivocó «al tomar el [camino] de la acción terrorista irresponsable, que empezó, según me contara ella misma, en la matanza de los derechistas detenidos en la cárcel Modelo de Madrid y prosiguió en aquellas noches de espanto, luchando a su manera contra el bandolerismo sangriento de la quinta columna». Se trata de una fórmula cómoda de echar balones fuera[35] pero, caso de reflejar la realidad, mostraría que Nelken no era trigo limpio[36]. Tampoco lo era, ciertamente, García Oliver.
No está clara en el relato del ministro de Justicia la fecha en que se entrevistó con Rodríguez (que fue a verle acompañado por el presidente del Tribunal Supremo) pero pudo ser inmediatamente después de celebrada la primera reunión del nuevo Gobierno (4 de noviembre) o al día siguiente. Schlayer (pp. 138s) afirmó, certeramente, que Rodríguez fue nombrado «delegado del Gobierno» (Regierungsdelegierter) para las prisiones. Esto puede significar que tal vez fuese el nuevo subsecretario, Mariano Sánchez Roca, quien lo hiciera. También sabemos que, aunque ya habían dado comienzo las sacas, Rodríguez se opuso de forma rotunda a las mismas. El mismo día de su toma de posesión de un cargo que necesariamente tenía contornos y responsabilidades imprecisos explicó a Schlayer, en presencia del delegado del Comité Internacional de la Cruz Roja, lo que tenía intención de hacer. Schlayer se lo confirmó por escrito, tanto en nombre propio como en el del mencionado comité. Evidentemente, el «diplomático» alemán estaría sobre ascuas. Su carta decía así:
Por la presente le confirmamos nuestra conversación de esta mañana y nos alegramos de poder tomar conocimiento de las seguridades que usted nos ha ofrecido, a saber: que considerará a los detenidos como prisioneros de guerra y que está decidido a impedir que se les dé muerte, excepto en los casos de condena judicial; que piensa usted dividir a los presos en tres categorías, la primera, en la que figuren los que cabe considerar como peligrosos y que usted piensa trasladar a otras prisiones como las de Alcalá, Chinchilla y Valencia; una segunda categoría, de dudosos, cuyos casos serán examinados por los tribunales; y una tercera, los restantes, que serán puestos en libertad inmediatamente. Nos ha asegurado que el traslado de los presos se hará en el futuro bajo la necesaria vigilancia con el fin de garantizar su vida durante dicho traslado y que usted mismo o su secretario técnico para el transporte les acompañarán hasta el lugar de destino, estando dispuestos, llegado el caso, a arrostrar cualquier riesgo para defenderles. También nos ha asegurado que las mujeres presas permanecerán en Madrid bajo vigilancia para evitar cualquier atentado contra su vida y que dentro de poco quedarán en libertad todas aquéllas que no tienen responsabilidad en la sublevación. Igualmente nos ha asegurado que a partir de ahora toma bajo su responsabilidad la vida de todos los presos y que desde hoy mismo pondrá fin a todos los comités de investigación, la policía irregular y las detenciones arbitrarias. Nos alegramos de estas afirmaciones y constatamos con especial satisfacción que en el futuro nos suministrará usted las listas de todas las personas trasladadas y nos informará de sus lugares de destino. Tenemos la intención de examinar con usted en los próximos días las medidas de seguridad necesarias para garantizar la vida y la libertad de los hombres y mujeres que, según nos ha dicho, habrán de ser puestos en libertad próximamente.
Este escrito es sumamente importante. En primer lugar, encaja con lo que Rodríguez sabía del arreglo entre anarquistas y comunistas. En segundo lugar, la triple división acordada entonces la remodeló a su manera nada más tomar posesión de su cargo. En tercer lugar, porque —de no ser una invención— muestra los propósitos que le animaban. Rodríguez, sin embargo, renunció inmediatamente a sus responsabilidades. Según Schlayer, se encontró con que los comunistas habían sacado a una docena (sic) de presos de la cárcel y los habían fusilado. García Oliver no le apoyó y entonces dimitió[37]. El ministro asistió a la reunión de la JDM que tuvo lugar el 13 (Aróstegui/Martínez, p. 298) e incluso afirma (p. 325) que hubo una nueva reunión del Consejo de Ministros la víspera[38].
En aquellos mismos momentos Morel envió a París un revelador informe:
Bajo la cobertura de las medidas de defensa, la ciudad está en manos de asesinos. El espectáculo que he visto esta mañana en los descampados de la Ciudad Universitaria desafía la imaginación. Tan pronto como se sale del perímetro urbano se cuentan por decenas los cadáveres de hombres y mujeres de toda edad y condición (telegrama del 11 de noviembre[39]).
Si los anteriores datos no son inexactos parece evidente que la responsabilidad por las sacas de las cárceles ha de repartirse entre un sector comunista y otro anarquista, este último probablemente el representado en la JDM y en la que un desconocido, de suerte no documentada, Amor Nuño, ocupó el puesto de consejero para las industrias de guerra. Era conveniente que los anarquistas participasen en el acuerdo del 7 de noviembre por diversas razones. Una, de índole logística aunque no desdeñable, porque los asesinatos se cometerían fuera Madrid, donde el poder de las organizaciones confederales era considerable. Otra, porque siempre es mejor compartir responsabilidades en asunto tan vidrioso. También en la zona de Franco hubo una especie de «pacto de sangre» implícito entre los que se dedicaban a la sucia labor de asesinar gente.
Nada de lo que antecede es incompatible con el hecho de que, inmediatamente, la Consejería de Orden Público, dirigida por un Santiago Carrillo de poco más de veinte años de edad, se lanzara a una dura campaña para disciplinar las actividades represivas. La JDM aprobó varias disposiciones a tal respecto y lo hizo con encomiable rapidez. El 9 de noviembre, por ejemplo, se ordenó a quienes tuvieran armas ilegalmente que las entregasen en las comisarías en un plazo de 24 horas. Los que no lo hicieran se exponían a ser juzgados con arreglo al fuero de guerra. La vigilancia del interior de la capital y de sus accesos quedó reservada a las fuerzas que determinase la Consejería. Todas las demás lo tenían prohibido y se les aplicaría el mismo fuero (ABC, 10 de noviembre). Carrillo cerró una de las más importantes checas, la de Fomento, y continuó con medidas que disciplinaron la violencia contra los adversarios de la República. Sin embargo, el consejo interno creado en la DGS siguió funcionando.
Esto último es muy significativo. Según ha demostrado Gibson (p. 64), dicho consejo se había puesto en marcha el 7 de noviembre y sus componentes recibieron los correspondientes nombramientos expedidos por Carrillo. Era de preponderancia comunista y al principio lo presidió Girauta. Más tarde, lo hizo Segundo Serrano Poncela, a la sazón amigo de Carrillo, de quien era delegado en la DGS. La actuación de este consejo a la hora de determinar el destino de los afectados (ejecución, liberación, traslado) permite pensar que sus componentes se sentían cubiertos por las organizaciones políticas correspondientes[40]. En general, no se decide matar durante tres o cuatro semanas, al margen de la legalidad, sin tener algún tipo de espaldarazo. Es inverosímil que lo diera el Gobierno republicano desde Valencia. Gibson ha resaltado (pp. 139-144) que Galarza mintió a sus compañeros de gabinete Giral e Irujo. También sabemos que Negrín se mostró espantado y que trató por todos los medios de salvar a todos los que pudo. Azaña (1990, p. 167) lo reflejó al escribir: «Negrín. Su disgusto por las atrocidades. Honte d’être…?». Quizá no quiso añadir «español».
Que había posibilidad de cortar los excesos se demostró a partir del 4 de diciembre, cuando Rodríguez fue nombrado al frente de una novedosa Delegación Especial de Prisiones de la Dirección General de Prisiones, con mayor autoridad que anteriormente (Cervera, p. 106). No puede descartarse que García Oliver, reacio a apoyarle en la primera ocasión, se diera cuenta, tras un mes en el Gobierno, de que los asesinatos empañaban la imagen de la República. Que la DGS continuase tolerando las sacas se debió probablemente a varias razones. La que siempre se ha argüido en primer lugar fue el combate contra la «quinta columna», idea que estaba en aquellos momentos en la cresta de la ola. Teóricamente no tenía por qué aplicarse a los presos. El 12 de noviembre Carrillo pronunció un discurso en el que, entre otras cosas, afirmó:
La resistencia que pudiera producirse desde el interior está garantizado que no se producirá, ¡que no se producirá! Porque todas las medidas, absolutamente todas, están tomadas para que no pueda suceder en Madrid ningún conflicto ni ninguna alteración que pueda favorecer los planes que el enemigo tiene con respecto a nuestra ciudad. La «quinta columna» está camino de ser aplastada, y los restos que de ella quedan en los entresijos de la vida madrileña están siendo perseguidos y acorralados con arreglo a la ley, con arreglo a todas las disposiciones de justicia precisas; pero sobre todo con la energía necesaria para que en ningún momento esa «quinta columna» pueda alterar los planes del Gobierno legítimo y de la Junta de Defensa (ABC, 13 de noviembre).
En esta alocución se revela una parte de la historia. Otra hay que buscarla con lupa, pero no es imposible encontrarla. La víspera, en efecto, la JDM se había ocupado de la evacuación de los detenidos. Gracias a Aróstegui y Martínez (pp. 295s) sabemos que en la reunión del 11 se preguntó a Carrillo si ya se había evacuado la Modelo. La respuesta fue, al parecer, muy detallada. El acta no la recoge. El joven consejero contestó que «tiene todas las medidas tomadas, aunque no ha sido aún hecha la evacuación en consideración a determinadas razones que expone». ¿Cuáles fueron? Otro comunista propuso que la evacuación continuase, «por ser un problema grave el número de presos que existe». Hay que leer entre líneas, desde luego, pero es altamente verosímil que los reunidos conocieran la realidad de lo que sucedía. No en vano un cenetista sugirió que se trasladase a los detenidos «con más seguridad exterior». Hay dos posibilidades: que utilizara un lenguaje codificado o que creyera que algo podría pasarles y que convenía evitarlo. En todo caso, lo realmente importante de este episodio es que la JDM otorgó un voto de confianza a Carrillo para que resolviera la cuestión[41]. A partir de este momento resulta difícil de negar toda imbricación ya que las «sacas» continuaron y afectaron a numerosos infelices que no podían ser miembros de la mítica «quinta columna», como por ejemplo los religiosos que perecieron.
En el discurso anteriormente mencionado Carrillo sólo pudo referirse en puridad a los emboscados que andaban sueltos. Era difícil que hubiese muchos ya que la mayoría estaba refugiada en las embajadas. La pregunta inevitable es: ¿qué había pasado entre el 7 y el 12 de noviembre que permitiese afirmar que los servicios de seguridad habían aplastado a los quintacolumnistas? Si hubo detenciones masivas, como podría deducirse de tales afirmaciones, no parece que, salvo error u omisión de quien esto escribe, hayan dejado demasiado rastro. Sabemos, no obstante, que la «limpia» a la que se refirió «Stepanov» se había lanzado ya.
En sus memorias (1993, pp. 206ss, y 2006, pp. 216ss) Carrillo alude a los militares presos (no a las demás categorías), al peligro que representaban caso de que penetraran en Madrid los franquistas (en lo que coincide con las informaciones llegadas a Chilton), y afirma que se tomó la decisión de proceder a la evacuación, aunque se dispusiera de pocas fuerzas para su protección. Su descripción ulterior parece difícil que refleje los hechos: «Tardamos varios días en saber que habían sido interceptados y ejecutados, pero nunca llegamos a saber por quién y en aquel momento no supimos dónde[42]». Esto es inverosímil y no lo mejora el que, hasta la actualidad, Carrillo insistiera en que los presos «fueron asaltados y ejecutados». La culpa habría sido de «refugiados… llenos de odio» o, también, «incontrolados» (entrevista en El País, 18 de julio de 2006). Más tarde abundó (ibid., 17 de diciembre de 2006): «Los milicianos que los custodiaban no se sintieron con valor para jugarse la vida» y salvarlos. Tales afirmaciones no son consistentes con lo que se sabe, por fuentes independientes, de la primera «saca», que es a la única a la que tal vez pudieran aplicarse. ¿Qué decir de las siguientes? Tampoco es aceptable el balón fuera que implica el echar la culpa, tanto en sus memorias como en sus entrevistas, al Gobierno de Largo Caballero, acusándole explícitamente de «grave negligencia[43]». Paracuellos no puede explicarse si no se introduce un aspecto que Carrillo no ha rozado en las dos versiones de sus memorias.
EL VECTOR SOVIÉTICO.
De entrada llama la atención la diferencia de comportamiento del PCE en el episodio de la Cárcel Modelo en agosto, que documentamos en el primer volumen de esta trilogía, y en el de los asesinatos de noviembre. Tal divergencia es algo que ya constató Galíndez. En lo que se refiere al verano de 1936, y por las comunicaciones que los servicios de seguridad británicos interceptaron a los agentes de la Comintern, establecimos la hipótesis de que, probablemente, los comunistas no tuvieron mucho que ver con ellos, salvo que lo ocultasen a sus mentores moscovitas. La participación del PCE en los segundos es incuestionable. ¿Qué había pasado? El cerco de Madrid y la amenaza que pendía sobre la capital fueron condiciones necesarias. El problema en términos historiográficos es si fueron suficientes.
Hay un factor novedoso que contribuye a explicar el distinto comportamiento. En noviembre estaban ya presentes en Madrid los agentes de la NKVD, que habían empezado a llegar en septiembre. Entre ellos figuraba Alexander Orlov, cuyo papel y cuyas mentiras ya nos son conocidos del primer volumen de esta trilogía. A tenor de las memorias de García Oliver (y muy anteriormente por las de Fischer) así como por el trabajo de Costello/Tsarev se sabe que en Madrid se habían quedado Orlov y otros miembros de su grupo[44]. No era nada de extrañar. Su misión esencial recaía en las áreas del contraespionaje, la seguridad interna y la protección contra el adversario trotskista. No es fácil, sin embargo, involucrarlos en la decisión que condujo a Paracuellos, aunque la más acrisolada interpretación franquista siempre puso de relieve la responsabilidad soviética. Pero como Franco y sus adláteres echaron tanta basura sobre sus adversarios y se rodearon de tanto empalagoso incienso no es de extrañar que mucha gente de buena fe, y no pocos historiadores, hayan tenido dificultades en creerla. Por desgracia para las interpretaciones ideologizadas, de uno u otro signo, la historia es implacable o no es historia. Nuestra argumentación se atiene rígidamente a esta máxima.
Los intentos más serios para poner de relieve la existencia de un vector soviético tras las matanzas de noviembre han hecho hincapié en algunas de las implicaciones del diario de Koltsov, el corresponsal de Pravda[45]. Éste describió una reunión que se considera habitualmente como la «demostración» de la implicación soviética. En ella uno de los protagonistas aparece bajo el seudónimo de «Miguel Martínez». Koltsov le identificó a su manera (p. 9): comunista mexicano (sic) con experiencia en la guerra civil de este país y que había llegado a Barcelona más o menos al mismo tiempo que él, a principios de agosto. Aunque fuese «mexicano», «Martínez» hablaba ruso. No podía ser una combinación muy frecuente. El 3 de noviembre lo pasó con una sección de tanques (p. 172), cuyas dotaciones eran soviéticas en aquel entonces, aunque Koltsov se abstuvo de mencionar tal característica. En una ocasión, en el Comisariado de Guerra, cuando propuso el lanzamiento de octavillas anunciando la presencia de la nueva aviación republicana (todos los aparatos y sus tripulaciones eran, sin embargo, soviéticos) para elevar la moral de la población, «Martínez» preguntó acerca de los presos y afirmó que Galarza no había hecho nada con ellos, lo cual era rigurosamente cierto[46]. Tres días más tarde, Koltsov anotó correctamente que no se había evacuado a ninguno.
El párrafo «incriminatorio» del diario de Koltsov alude a que el 7 de noviembre por la mañana «Martínez» se trasladó al Comité Central del PCE y planteó de nuevo la cuestión de los presos. Pedro Checa, secretario de organización, reiteró que no había variación y que ya era demasiado tarde para hacer algo. La evacuación exigía transportes, escoltas, organización. En tal tesitura «Martínez» afirmó que entre los detenidos había mucha gente inofensiva. Sólo era necesario elegir a los elementos más peligrosos y «mandarlos a la retaguardia», por grupos pequeños. Checa respondió que se escaparían. Fue en este momento cuando «Martínez» ofreció una argumentación antológica:
No se escaparán. Que se encargue de la escolta a los campesinos; serán, sin duda alguna, mucho más seguros que la guardia de la cárcel, tan sobornable. Y si una parte se escapa, al diablo con ella, luego se les puede echar el guante otra vez. Lo importante es no hacer entrega de estos cuadros a Franco. Por pocos que se logre mandar —dos mil, mil, quinientos— ya será algo. Que se lleven por etapas hasta Valencia.
Checa reflexionó y asintió[47]. Ésta es la reunión en la que debió decidirse el destino que se le daría a una parte de los presos, una referencia trascendental. Lo que ocurre es que, probablemente, fue inventada, lo cual no significa que Koltsov no hablara en alguna ocasión, incluso aquel mismo día, con Checa o con algunos de los miembros del CC. Tradicionalmente, y hasta cuando se escriben estas líneas, se ha sostenido y se mantiene que «Miguel Martínez» fue un seudónimo literario, una especie de alter ego, del propio periodista[48]. Tal es la tesis que avala Gibson (pp. 73-77). La subraya uno de los últimos autores en ocuparse del tema, como Cervera, con apoyos indirectos en los «cuentos» de Krivitsky y en un historiador de tercera mano como Wyden (p. 206). También para Martínez Reverte el origen de la orden se encuentra en el corresponsal de Pravda[49]. De tener razón todos ellos, Koltsov no debería inspirar la simpatía con que suele tratársele en la literatura, una más de las incontables víctimas de Stalin. Sin llegar a aplicarle el recio dicho castellano de «quien a hierro mata, a hierro muere», cualquier muestra de empatía hacia él parecería un tanto desplazada. Lo cierto, sin embargo, es que hasta ahora no se ha aportado una prueba concluyente de la identidad «Martínez» = Koltsov. La tesis se basa en el análisis de textos, en impresiones, en declaraciones de gente que conocieron al periodista, en antiguos lectores subyugados por el romanticismo y la pasión que subyacían a sus crónicas y que subsisten en su diario. También en la superposición de actuaciones de «Martínez» con las de Koltsov (cuyo nombre en ruso era «Miguel»).
En este capítulo vamos a hacer algo más compleja una situación que para muchos aparece suficientemente despejada. Hubo un «Miguel Martínez». Un personaje fuera de toda sospecha como el ulterior general Rojo (1966, p. 214), cerebro militar republicano de la defensa de Madrid, entrecomilló su nombre y le incluyó entre quienes hicieron una labor notable en la organización de las unidades del 5.º Regimiento. Podría haber sido Koltsov, pero Rojo no lo identificó como tal, lo que no hubiera debido ser demasiado difícil. Al fin y al cabo tuvo palabras muy amables para uno de sus asesores, el agregado militar soviético Vladimir Gorev. El que utilizara comillas al referirse a «Martínez» induce a pensar que Rojo sabía que se trataba de un seudónimo. El problema es saber de quién. Coincido con Gibson y Martínez Reverte en que muchos rasgos, quizá la mayoría, de «Miguel Martínez» están tomados de Koltsov. De esto último no cabe duda.
Tampoco hay que recurrir a intensos análisis de texto porque en el diario se ofrecen pistas. Por ejemplo, el interés de «Martínez» por la prensa (p. 59) o cuando el diarista dejó caer implícitamente que, en realidad, no era un comunista mexicano[50]. Sin embargo, en esa figura incorporó algo más. En ella se integraron rasgos de otra u otras personas, en una mezcla que le permitió absorber otras gentes, experiencias y situaciones. Esto no es una crítica. Koltsov no escribía historia. Hacía reportajes y, como muchos literatos y periodistas, reestructuró creativamente la realidad que contemplaba. Pues bien, en su «Martínez» el corresponsal de Pravda introdujo rasgos de un agente soviético específico que trabajaba para la NKVD. Se trató de un lituano, comunista desde su más tierna juventud y que, hablando un español excelente, pasaba por argentino (no mexicano[51]). Su verdadero nombre era Iuozas Griguliavichus, variante lituana original del ruso Iosif Grigulevich (abreviadamente, «Grig»), y que actuó bajo numerosísimos seudónimos, entre ellos «Miguel», como se le conoció en Argentina y, al principio, por el que se le conoció en España.
«Grig» llegó a ser una de las figuras legendarias de la NKVD. En los últimos tres años se le han dedicado nada menos que otras tantas biografías[52]. Tan reciente proliferación no es de extrañar dado que entre sus innumerables destinos figuró, al comienzo de los años cincuenta, el de embajador de Costa Rica en Roma. Sus tres biógrafos coinciden (Paporov, p. 30; Ross, p. 18; Nikandrov, p. 49) en que llegó a España a principios de octubre de 1936[53]. Se afirma que llegó recomendado por el CC del partido comunista argentino. Nikandrov indica que ya en Argentina conoció a Codovilla, que trabajó en labores de ayuda a los republicanos españoles y que en repetidas ocasiones solicitó que le enviaran a España. En Valencia se presentó a José Díaz y se llevó la gran sorpresa de encontrarse con Codovilla. Según tal autor, fue este último quien le envió con Vidali, con el fin de utilizar sus conocimientos lingüísticos como ayudante para asuntos internacionales bajo el seudónimo de «José Ocampo». Ambos, Nikandrov y Paporov, señalan que «Ocampo» trabajó con Rojo. ¿Fue entonces cuando el militar conoció a «Martínez»? Ahora bien, si así fue ¿por qué no utilizó su seudónimo españolizado? «Ocampo» no se quedó mucho con Rojo porque Rosenberg se lo llevó a la embajada donde se fijó en él la NKVD (Nikandrov, pp. 50-53).
Todo ello estaría muy bien si no fuese por el hecho de que «Grig», a pesar de su juventud, ya había trabado contacto con la NKVD en años anteriores. También hay que destacar contradicciones significativas entre los diferentes autores. Para Paporov, «Grig» se había presentado en primer lugar a Carrillo quien a su vez le llevó a Orlov[54]. De ser cierto, esto indicaría que por tales fechas Carrillo conocía al agente de la NKVD. En esta versión Orlov le fichó de inmediato y le envió como ayudante de Vittorio Vidali (alias Carlos Contreras, comandante del 5.º Regimiento), quien tenía un pasado mexicano algo ensangrentado. Vidali sospechó que Orlov se lo colocaba para que le espiase y pronto renunció a su ayuda. Para Nikandrov quien le puso en contacto con Orlov fue el ayudante de éste, Naum M. Belkin[55]. Probablemente, indica, fue también quien le dio un breve curso de «luchador en el frente invisible» (de puertas adentro utilizó el nuevo seudónimo de «Iuzik»). «Grig» rápidamente derivó hacia la DGS. En ella encabezó un «grupo especial», dedicado a tareas sucias[56], aunque, lógicamente, no suelen presentarse como tales en los documentos republicanos.
En un afán de precisión no cabe, pues, descartar a «Grig» en el proceso que condujo a la imbricación del vector soviético en el origen de la decisión sobre las matanzas de Paracuellos. Las biografías de Nikandrov y Paporov le ubican, desde luego, poco menos que en un puesto de «agente local», como si hubiera sido reclutado deprisa y corriendo. Que tuviese autoridad para hacer «sugerencias» a Checa es algo que no está documentado. Conviene, en todo caso, traer a colación una hipótesis. Los miembros del CC del PCE eran fácilmente influenciables por los soviéticos. Ésta no es una hipótesis mía. A pesar de los ríos de tinta y de propaganda que se han derramado sobre los entonces dirigentes comunistas españoles, la imagen que proyectaban no era precisamente óptima. En el despacho del 25 de septiembre, ya mencionado en el anterior capítulo, Rosenberg sólo rindió tributo a Pasionaria. El resto no parecía tener demasiada enjundia, sin excluir al secretario general, José Díaz. Quizá ello explicase, escribió, por qué el PCE, que atraía a muchos elementos destacados de la clase trabajadora, no había podido desarrollar una labor política a la altura de las circunstancias[57]. «Grig», a pesar de su juventud, tenía experiencia en tareas «delicadas» y quizá supiera imponerse a pesar de su posición relativamente subordinada.
En cualquier caso, ¿quién se encontraba detrás de «Grig»?: Orlov. Éste sí tenía autoridad, conocía la situación y se relacionaba constantemente con la central en Moscú, aunque no fuese todavía el rezident de la NKVD, puesto que ocupaba un tal Kulov. Este personaje desconocido figuró desde el principio en la lista diplomática republicana a diferencia de Orlov, a la sazón adjunto al consejero militar jefe. En los meses de octubre y noviembre quienes representaban el lado oscuro del poder soviético en Madrid no eran periodistas o propagandistas como Koltsov o Karmen. Eran otros servicios y otros hombres. Koltsov, evidentemente, lo sabía. Tenía, sin embargo, que evitar tres cosas. La primera, que entre los rasgos de «Miguel Martínez» pudieran reconocerse los de un agente soviético (de aquí que le encasquetara un sombrero mexicano[58]). La segunda, el destino final de los presos (que en su diario aparecen como evacuados). La tercera, y quizá más importante, la presencia y la intervención soviéticas. Que su tan cacareada obra hay que leerla con una tonelada de sal se muestra en que no hizo la menor alusión a la llegada de Rosenberg ni a la presencia en Madrid de militares rusos. Los aviones con que de pronto empezó a contar la República aparecieron como si surgieran de la nada, sin origen. Koltsov sí señaló, en cambio, la ayuda soviética en alimentos (pp. 104-107). Es inevitable llegar a la conclusión de que, en temas importantes, fue muy disciplinado y discreto.
Es posible avanzar en este laberinto gracias a ciertas pruebas documentales ya disponibles. Existe un informe sobre las actividades del grupo de asesores soviéticos en Madrid durante el período comprendido entre noviembre de 1936 y marzo de 1937. Lo redactó el agregado militar Vladimir Gorev[59]. Se trata de una pieza absolutamente fundamental en nuestra argumentación. Está fechado el 5 de abril de 1937. Gorev se esparció en elogios sobre el consejero de la embajada Lev Gaikis (quien para entonces ya era el embajador). Le atribuyó un papel fundamental en la resistencia de Madrid, algo que hasta ahora se ignora y sobre lo que convendría disponer de más información[60]. En el plano operativo, entre quienes también contribuyeron en gran medida figuraban los «vecinos», con el camarada Orlov a la cabeza, «ya que éstos hicieron mucho para impedir una sublevación interna». Esta sucinta referencia permite acercarse algo más a la realidad de los hechos.
Se trata de un párrafo que es necesario descifrar mínimamente. Los «vecinos» eran, para el GRU o los militares, los agentes de la NKVD. No había otros. La «sublevación» es el núcleo del argumento estándar: la posible evasión de los presos o su liberación, que hubiesen debilitado o hecho imposible una resistencia que pendía de un hilo. Las actuaciones de Orlov y sus secuaces han de referirse a las «limpias». Gorev continuó:
Por parte de Orlov siempre encontré el mejor trato, un apoyo de camarada y una ejecución leal de todas las exigencias relacionadas con la defensa de la ciudad.
El lector debe tener en cuenta que Orlov y sus hombres no eran combatientes y que su número no podía ser demasiado elevado. El grupo de expertos militares con que contaba Gorev ascendía a 9 o 10, según ha determinado Rybalkin. En septiembre de 1937, cuando la guerra llevaba más de un año de duración y la presencia soviética estaba consolidada, un grupo especial para actividades subversivas constaba sólo de siete hombres como veremos en el capítulo seis. Es improbable que, en octubre o noviembre del año anterior, la presencia de la NKVD fuese muy superior. ¿Cuáles eran, pues, las exigencias a las que Orlov y su equipo se dedicaron con tanto afán? Para disipar las dudas que pueda albergar el lector, preso quizá del mito de Koltsov, conviene subrayar que Gorev también se refirió al periodista en los siguientes términos:
En los momentos más difíciles de los primeros días de la defensa de la ciudad estuvieron con nosotros los camaradas Koltsov y Karmen, los cuales cumplieron de forma absolutamente leal todos mis encargos relacionados con ella.
Es decir, Koltsov se limitó a ejecutar las órdenes que se le dieron[61]. Igual hizo el conocido cineasta Roman Karmen[62]. Gorev no ofreció de Koltsov la imagen de periodista «lanzado» o de que actuase con excesiva autoridad. Es lógico. No la tenía. Gorev, Berzin y Orlov, sí.
No es nada verosímil que Orlov se dedicara a otras ocupaciones que las de represión. Ciertamente, no parece probable que se dedicara a organizar los servicios de inteligencia republicanos. Para eso Moscú envió nada menos que a un agente especial provisto de plenos poderes. Gorev lo mencionó. Fue un «Piru[63]» que llegó a Madrid para «ayudar en la organización de la información y en el servicio de inteligencia». Por desgracia no hemos podido identificar de quién se trataba. Aunque, sin duda, era un militar del GRU a quien Gorev, «a la vez que se dedicaba a ello», envió «a las brigadas como consejero cuando entraron en combate (…). En los ámbitos de trabajo que se le encomendaron demostró ser un buen jefe».
Es obvio que en su contribución a la defensa de Madrid la dirección soviética utilizó todos los medios de que disponía el Sovnarkom: es decir, los político-diplomáticos, los militares y los servicios especiales (GRU y NKVD[64]). Los agentes de la IC tenían otros cometidos. Koltsov llegó en la primera avanzadilla de visitantes, en agosto de 1936, sin duda como corresponsal de Pravda. Que recogiera informaciones es verosímil pero uno de sus destinatarios sería el GRU que, como hemos visto en el primer volumen de esta trilogía, era el que se encargaba de preparar los informes confidenciales sobre la situación española destinados a la cúspide soviética. Tras la aparición de los agentes del GRU, de la NKVD y de los militares la importancia de Koltsov quedó detrás de la de los profesionales[65]. Nadie ha aportado, hasta el momento, la menor prueba documental de que trabajase para la NKVD. Para los asuntos sucios, era a los agentes de ésta a quienes correspondía dar el paso al frente.
Es preciso priorizar el informe de Gorev y no las descripciones destinadas a la publicación, como las que después de los hechos escribieron el propio Koltsov y otros. El papel que el periodista colgó a «Miguel Martínez» no coincide con el certificado de entusiasmo en la ejecución de las órdenes que le otorgó el agregado militar. No fueron las «operativas». De éstas se ocupó Orlov. Por consiguiente, lo más verosímil es que quien hablase con Checa fuese el propio Orlov o, en su defecto, «Grig». Ambos resultan por el momento los candidatos más probables en haber «sugerido» la atrocidad de Paracuellos, pero si fue el segundo no lo pudo hacer sino y con la autoridad del primero. Sería difícil atribuir la responsabilidad a los asesores militares stricto sensu. Uno de los biógrafos de Berzin (Gorchakov, p. 90) señala que el 7 de noviembre se preocupó de convencer al Gobierno de que evacuase a los presos. No ofrece fuente alguna pero no es descabellado que el GRU pensara en tales términos, a diferencia de la NKVD, que estaba especializada en labores de liquidación.
Se trataba de una época en la que el único informe hasta ahora publicado de Orlov (Costello/Tsarev, pp. 255s) era muy pesimista. El Gobierno, telegrafió el 15 de octubre, no disponía de un servicio de seguridad unificado e incluso ni lo consideraba ético[66]. Cada partido había creado su propio dispositivo y en ellos abundaban muchos antiguos policías de credenciales más que sospechosas. Significativamente añadió que los republicanos reconocían cortésmente la tarea de los asesores de la NKVD pero no hacían mucho más y que un trabajo vital para la seguridad del país se veía saboteado. Es un indicio de que se sentía frustrado. Obsérvese que Orlov no se refirió a servicios de información sino de seguridad, algo muy diferente. No es difícil intuir que, a medida que la situación se deterioraba, trataría de contenerla, con las medidas a que aludió vagamente Gorev. Es inverosímil que Orlov no enviara más telegramas. En ellos debe encontrarse el reflejo concreto de sus actuaciones. Tenía experiencia de liquidaciones físicas que, al parecer, había llevado a cabo por sí mismo y sin la menor compunción en las filas chequistas durante la guerra civil rusa[67]. Curiosamente no menciona nada al respecto en sus memorias, pero sí lo hace Volodarsky en la biografía que está preparando. En cualquier caso, es imposible no establecer una cadena de eslabones que se engarcen unos en otros. La veracidad de cada uno es contrastable. Frente a tal cadena lo único que hay hasta ahora, en relación con Koltsov, es especulación.
¿Cómo se vería la sugerencia del otro lado? El empujoncito de «Martínez» debió de ser contundente, tanto desde el punto de vista de los miembros del buró político del CC como del de los «unificados» que en aquellos momentos se pasaban en masa al PCE. Estos nuevos miembros, por mucho que hubiesen hablado anteriormente con los dirigentes comunistas, no eran los contrapesos que discutieran las orientaciones que ponía sobre la mesa un camarada que hablaba con la autoridad de un país, gracias a cuya ayuda la República estaba en condiciones de oponer a las tropas sitiadoras algo más que mera chatarra y pechos al descubierto. En el lado republicano la responsabilidad primaria recae en Checa, mientras no se demuestre otra cosa. Fue el hombre clave, caso de prestar credibilidad en este punto a Koltsov. Naturalmente, podría haber sido otro de sus compañeros del buró político. ¿Por qué no ocultaría tal dato el prudente periodista?
Fue en la DGS donde se abordaron las tareas sucias. La evidencia documental disponible permite apreciar que la decisión de la primera «evacuación» hacia los killing fields no pasó, formalmente, por la JDM[68]. No hacía falta. La consecuencia se encubrió en la mala prosa administrativa de las actas. Después de la reunión —crucial por tantos aspectos— del 11 de noviembre hubo alusiones en otras posteriores (el día 15 y el 15 de abril de 1937) referidas a los traslados y a las «irregularidades» en el trato de los presos, que subsistieron hasta principios de diciembre. Todo esto es más que sospechoso y permite intuir que el conocimiento de lo que estaba ocurriendo llegaba a la JDM. ¿Por qué no iba a llegar?
Ulteriormente «Stepanov» encubrió a los camaradas soviéticos y traspasó la responsabilidad al PCE. Al igual que lo hizo Koltsov, sólo que éste ocultó incluso lo que ocurrió con los presos. La pregunta es: ¿se autocolgó el periodista, hombre hábil donde los hubiera, la responsabilidad por haber «sugerido» una matanza? ¿O se sirvió, en este punto, del comunista «mexicano» como mera figura «inventada» para disfrazar la actuación de la NKVD? No se trata, en ningún caso, de un tema en el que sea fácil trazar responsabilidades. Los autores profranquistas, sin embargo, no tienen dudas. Que yo sepa ninguno de ellos se ha molestado en ir a Moscú a indagar en los archivos. Su objetivo siempre ha sido otro: poner a Santiago Carrillo, figurativamente hablando, ante el paredón.
TERGIVERSACIONES CALUMNIOSAS[69]
De creer a tales autores la República fue un régimen de sangre (no así, claro está, la España autodenominada nacional) y Paracuellos un episodio que, casi por fuerza telúrica, tenía que producirse. Es una corriente que cuenta con nombres ilustres de la historiografía franquista y entre los que destaca por derecho propio el general Casas de la Vega. Se olvida que no hubo nada parecido, ni antes ni después. Se trató de un capítulo excepcional, aunque teledirigido desde puestos de responsabilidad a lo largo de varias semanas. Ahora bien, el deseo de probar a toda costa la autoría de Carrillo[70] lleva a extraños ejercicios, muy propios de quienes adaptan sus visiones del pasado a los combates políticos o ideológicos del presente.
Gibson (pp. 14ss) ha puesto de relieve que en una de las versiones más recientes de tal corriente un autor llamado César Vidal (2005, p. 164) no ha retrocedido ante la distorsión y la manipulación. En este caso, alterando un artículo del periódico La Voz, del 3 de noviembre de 1936, que según afirma habría publicado un llamamiento a que se fusilaran a «más de cien mil fascistas». Sin embargo, La Voz no lo hizo. La reproducción del artículo que hace el propio Gibson así lo demuestra. Tampoco se encuentra nada similar en las ediciones de los días siguientes[71]. Lo que a Vidal le interesa es «probar» ciertas responsabilidades: en primer lugar las de Santiago Carrillo como consejero de Orden Público de la JDM y, por ampliación, las de la cúpula gubernamental. Su caso merece una atención especial.
Como buen ideólogo y propagandista, Vidal se ha basado en la tergiversación y distorsión de documentos a sabiendas que muy pocos de sus lectores estarán en condiciones de comprobar sus afirmaciones[72]. Si falsifica datos que cualquiera puede encontrar fácilmente en hemerotecas, ¿qué no hará cuando alega basarse en archivos menos asequibles? Ello le permite ser contundente de cara a un público desinformado: la responsabilidad radica en Santiago Carrillo (2003, p. 152). Para «demostrarlo» acude a un informe soviético del 30 de julio de 1937 cuya autoría atribuye nada más y nada menos que a Dimitrov.
Ésta es una aseveración muy seria. Dimitrov fue un personaje sustancial, secretario general de la Comintern. No se ha comprobado fehacientemente, que yo sepa, que hubiese estado alguna vez en España pero Vidal lo afirma sin la menor sombra de duda. ¿Cuál es su fuente? Un documento conocido. Está reproducido en Radosh et al., (doc. 46). Vidal afirma (2003, p. 250), con toda seriedad, que la versión en castellano se ha publicado mutilada (yo, modestamente, me limito a seguir la inglesa) y que en vez de guiarse por esta última decidió consultar el original, conservado en Moscú, y del cual ofrece su propia traducción. Es, para quien esto escribe, como quizá lo sea para muchos otros historiadores españoles, un motivo de sana envidia intuir que Vidal habla o lee ruso. Para muchos lectores de buena fe, el énfasis que pone en su consulta de documentos en los «inaccesibles» archivos exsoviéticos quizá le dote de autoridad. Tal vez, pues, crean que Vidal ha conseguido demostrar documentalmente la responsabilidad de Carrillo en las matanzas de Paracuellos. Sin embargo, tal versión, que conforta el tradicional enfoque profranquista, encierra una tergiversación calumniosa. Esta dura afirmación cabe demostrarla documentalmente.
En primer lugar, si Vidal hubiese echado una ojeada medio seria al documento en que dice basarse y que indica haber traducido personalmente del ruso, hubiera debido darse cuenta de que su autor NO pudo ser Dimitrov[73]. Ya en su primer párrafo el autor consignó, con claridad meridiana, lo que sigue: «Hernández vino a verme y me dijo “escribe al camarada Dimitrov, escribe al camarada Manuilsky. Que vengan aquí y echen un vistazo a la belleza del Frente Popular…”». Esta alusión a Dimitrov como tercera persona excluye la pretendida autoría de éste[74]. Vidal hubiera también debido sorprenderse del enorme detalle sobre la política interna republicana y del conocimiento de los personajes españoles que se reflejan en tal informe, salvo que hubiera pensado que Dimitrov habría estado en España largo tiempo.
En segundo lugar, Vidal tergiversa el informe, como ya hizo previamente con el artículo de La Voz. Allí donde el autor escribió que Carrillo «gave the order to shoot several arrested officers of the fascists» su versión se transforma milagrosamente y reza como sigue: «dio la orden de fusilar a los funcionarios fascistas detenidos». No es lo mismo. En el primer caso la referencia es a «unos cuantos» o a «varios». En el segundo la implicación es muy diferente. Un mero vocablo, al igual que una simple coma, permite cambiar el sentido de toda una frase y montar una acusación implacable. Es un truco tan elemental como vergonzoso[75].
En tercer lugar, la atribución de la autoría del informe a Dimitrov[76] proviene NO de exploraciones en los archivos otrora soviéticos. Vidal la toma, mucho más prosaicamente, de Radosh y sus colaboradores, que fueron los primeros en hacerla. Es decir, les copia servilmente pero sin reconocerlo. Por último, resulta un tanto inverosímil que haya podido consultar el documento original por el simple motivo de que está cosido en un legajo clasificado[77].
La autoría que presumen Radosh y Vidal se debe, posiblemente, a que en el membrete de la carta de «Dimitrov» a Vorochilov figura el nombre del secretario general de la IC. Esto no significa, sin embargo, que Dimitrov hubiera sido el autor. Si Radosh, sus colaboradores y Vidal se hubieran, por ejemplo, tomado la molestia de analizar sus propias referencias podrían haber comprobado que Dimitrov aparece en otros casos de transmisión de documentos o informes a Vorochilov. En la recopilación del primero figura un documento (el 42), no muy alejado del que constituye el texto bíblico de Vidal. En él también aparece Dimitrov en el membrete, pero queda claro que se limitó a enviar a Vorochilov un informe anterior procedente de España. Éste databa del 28 de marzo de 1937 y tenía por autor no a Dimitrov sino a «Stepanov», su agente. En definitiva, Vidal no sólo ha copiado un error o una manipulación efectuada por Radosh sino que ha añadido la suya propia. Todo para descargar su inquina ideológica sobre Santiago Carrillo y cubrirse de una gloria —falsa— que en modo alguno merece[78].
No es el único caso. Después de Vidal, y en fecha muy reciente, han hollado una senda parecida otros que no han dudado en manipular a su conveniencia las memorias de Schlayer. Subrayemos esto. Quienes hayan deseado, con su publicación, recuperar la memoria de los asesinados en Paracuellos no han vacilado en servirse torticeramente de los recuerdos de alguien hace tiempo fallecido. Hay que denunciar esta manipulación grosera à la Vidal, quien sin duda ha hecho escuela. Cuando se leen las memorias de Schlayer en la versión original se observa que en ellas dice (pp. 114ss) que conoció a Carrillo, a quien atribuyó entre 25 y 30 años. Le describió como algo robusto y con rostro un tanto brutal (aspecto fisionómico que sin duda haría las delicias de la propaganda goebbelsiana, con su énfasis en los caracteres faciales para determinar razas y tendencias criminales). El recién nombrado consejero de Orden Público le atendió con extremada cortesía y al atardecer del 7 de noviembre hablaron largo y tendido. Schlayer recibió todo tipo de seguridades pero, según escribió, Carrillo le dejó una impresión de «falta de sinceridad y fiabilidad». Esta impresión puramente subjetiva se transmuta, ¡oh, milagro!, en la versión española (p. 124) en una «total inseguridad y falta de sinceridad». La distorsión, el tiro de gracia por así decir, viene después. Allí donde Schlayer escribió: «le dije lo que había visto en la Moncloa y le pedí explicaciones, pero respondió que no sabía nada de ello, algo que considero probable» los responsables de la edición española[79] traducen: «Carrillo pretendía no saber nada de todo aquello, lo cual me parece totalmente inverosímil». La manipulación es evidente. En la pluma de Schlayer se pone algo que éste nunca escribió. ¿Qué conclusiones cabe derivar de todo lo que antecede? Pues, simplemente, que a pesar de todas las tergiversaciones Paracuellos tuvo un origen último: el «consejo» o «sugerencia» (sin duda, orden para Checa) de «Miguel Martínez», que no fue mexicano sino soviético y que lo más probable es que encubriera a Orlov si no a «Grig».
Para remachar el tema de las responsabilidades conviene aportar un dato adicional. Durante el período en el que se adoptaron las cruciales decisiones que iniciaron las matanzas, los agentes de la Comintern en Madrid se vieron incomunicados y sin contacto con el exterior. Un telegrama del 11 de noviembre así lo confirma.
Estamos inquietos por no tener noticias diarias desde el 6. Todos los días os llamamos como de costumbre. Enviadnos con toda urgencia un correo con explicaciones y propuestas. Haced todo lo posible por restablecer el enlace (TNA: HW17/27).
Los asesores políticos del PCE no tuvieron, pues, contacto con París o con Moscú en aquellos días cruciales. Por consiguiente, los consejos que recibieron no pudieron proceder de la IC. La única duda para quien esto escribe es si «Miguel Martínez» tomó contacto con la central o actuó movido por su propia iniciativa.
Dos comentarios finales. El primero es que nada de lo que antecede significa que el autor de estas líneas desee hacer recaer la responsabilidad en un solo nombre. «Miguel Martínez» puso en marcha un engranaje en el cual quedaron engarzados de una u otra manera varias personas. Ante todo Pedro Checa, si lo que afirma Koltsov respecto a él fue cierto, y Segundo Serrano Poncela. Entre uno y otro, de forma que hasta ahora no se ha determinado documentalmente más allá de toda sospecha, Santiago Carrillo, comunista neófito con poco más de veinte años de edad. Es posible que al principio no estuviera al corriente de la operación. Ahora bien, el acta de la reunión de la JDM del 11 de noviembre constituye un factor, en mi modesta opinión, infranqueable, con todos los sobreentendidos que deja en el aire[80].
La tesis de una conexión de la Consejería de Orden Público con la NKVD puede reforzarse gracias a un informe de la policía republicana sobre el caso Nin, al que nos referiremos en el capítulo 16, y que está fechado el 28 de octubre de 1937. Tras comentar las dificultades de organización de las actividades de contraespionaje en Madrid en los primeros meses de actuación de la JDM, el autor o autores apuntaron que en febrero de aquel año se hizo un «primer servicio» que desembocó en el descubrimiento de una importante organización de espionaje. El informe indica seguidamente:
Ya con anterioridad a este servicio visitaban muy frecuentemente al consejero de Orden Público en su despacho técnicos de determinada Nación amiga especializados en esta clase de servicios y que —al igual que se efectuaba en las demás actividades de la guerra— ofrecieron a la autoridad máxima del Orden Público en Madrid su colaboración sincera y entusiasta. Como era lógico, esta colaboración, aceptada sin reservas, fue orientada por el consejero hacia las dependencias que se encontraban en posesión de confidencias o datos que hicieran presumir un posible servicio de la índole mencionada. De ese modo fueron presentados dichos técnicos al jefe y funcionarios de la Brigada Especial, dependencia que efectuaba la mayoría de los referidos servicios, para que, aprovechando su experiencia y siguiendo sus orientaciones se lograra la máxima perfección en una clase de actividad policial que se iniciaba en España por razón implacable de las circunstancias[81]. Tanto en el servicio ya mencionado… como en los realizados después por la policía de Madrid y, concretamente, por la Brigada Especial, la colaboración de los repetidos técnicos fue cada vez más intensa, hasta llegarse a una compenetración de los servicios tan absoluta como lo era la comunidad de aspiraciones y deseos en lo relativo a la marcha y desenlace de la contienda[82].
Naturalmente, este informe se refería sólo a las actividades de contraespionaje, pero muestra que los expertos de la NKVD hicieron todo lo posible por ayudar a las incipientes instancias republicanas a incrementar su efectividad en la lucha contra el común adversario. No alude para nada al caso de los presos pero indica que la Consejería de Orden Público que dirigía Carrillo tenía contacto estrecho con los especialistas soviéticos y, al menos en parte, orientaba sus actividades.
Lo que distingue a Carrillo de los demás protagonistas de esta sórdida historia es que se hizo famoso tras representar en carne y hueso la tenaz resistencia comunista al régimen de Franco y realizar una contribución muy significativa al proceso de la transición democrática (motivo por el cual la Universidad Autónoma de Madrid le concedió un doctorado honoris causa). Los restantes personajes se volatilizaron en la historia, incluidos unos anarquistas que ya habían encharcado de sangre la España republicana y contribuido desde el primer momento al deshonor de una República en la que en su mayoría no se reconocían. ¿Quién se acuerda hoy de Amor Nuño? Su nombre hubiera desaparecido en las tinieblas del pasado[83] de no haberlo rescatado Martínez Reverte. Carrillo, joven ambicioso y recién pasado al PCE, no era la persona que hubiese podido contrarrestar las sugerencias de «Martínez» y de Checa. Bastante hizo con parar algunas atrocidades y cerrar las cárceles de partido, aunque también podría argumentarse que su objetivo estribaba, quizá, en disciplinar la represión. Sobre la eliminación de una parte de los presos (en torno a los dos mil, según las estimaciones de Cervera) corrió el velo del silencio.
El segundo comentario es si una acción moralmente tan repugnante como las matanzas de Paracuellos es justificable, siquiera sea por razones de autodefensa. Mi propia respuesta es negativa. Escribo esto, ciertamente, a más de setenta años de distancia y bien consciente de que, como afirma Carrillo (diciembre de 2006), Gibson y Martínez Reverte no tienen idea «de lo que era Madrid esos días… En la práctica no mandaba nadie, el Gobierno no existía y enfrente había un ejército que avanzaba victorioso». Aparte de que hay algo de exageración en ello, lo cierto es que testigos presenciales de los hechos como Chaves Nogales y Galíndez no ocultaron sus sentimientos de repugnancia y aversión. Ambos señalaron que la República tenía que vivir con tal mancha. Lo más verosímil es que los protagonistas entrevieran demasiados peligros en una «quinta columna», en la cual los presos no participaban, y temieron que pudieran engrosar las filas de Franco si sus tropas entraban en la capital. Es el tipo de miedo del que se hizo eco el embajador británico. Existió un elemento cautelar.
Dicho lo que antecede, no pueden abordarse las masacres de Paracuellos y lugares similares sin abordar también su origen. El «Miguel Martínez» de la reunión con Checa actuó como lo que era, un asesino profesional. Un point c’est tout. La vida de dos mil y pico facciosos, fascistas o simplemente conservadores que pudieran fortalecer a los sublevados no importaba mucho (y menos aún los religiosos que figuraron entre las víctimas). Como demostrará Volodarsky, Orlov había pasado en la guerra civil rusa por la experiencia del poder omnímodo que a ciertos sujetos proporciona ejecutar a sus prisioneros. No es necesario pensar que llegara a consultar con la central. De haberlo hecho es harto difícil que hubiese encontrado reticencias[84]. En pleno despliegue de las oleadas de terror que estimulaba personalmente Stalin, y que ponía en práctica Yezhov, los muertos españoles no podían pesar en la balanza. No, cuando las purgas en casa recaían sobre los propios ciudadanos soviéticos y una amplia gama de comunistas, autóctonos o extranjeros, con independencia de que fuesen «trotskistas» o no. Según se afirmaba representaban, «objetivamente», un riesgo de seguridad para la Unión Soviética. Que la acción era moralmente reprobable se trasluce por último en el silencio con que la rodeó el PCE, en los subterfugios a los que acudió Koltsov y en la actitud callada de Orlov mientras vivió.
Sobre el terreno, «Miguel Martínez» no hubiera podido ver cumplida su acción punitiva, cautelar o terrorista, sin contar con ejecutores fieles, bien siguiendo sus órdenes, bien las de su transmisor, bien las de alguien cuya responsabilidad operativa está plenamente demostrada como fue Serrano Poncela[85]. Lo que sí resulta claro de la reconstrucción efectuada es que, con independencia de las calumnias de autores profranquistas, el Gobierno republicano como tal NO pudo haber estado en el origen de la matanza. Ello no obstante, alguno de sus componentes (García Oliver) hubo de conocerla prontamente. Hemos traído a colación el testimonio de Azaña sobre la vergüenza que sintió Negrín y debemos subrayar el tono con el que Orlov criticó al Gobierno en uno de sus telegramas desclasificados. Es bastante inverosímil, por lo demás, que cuando poco a poco algunos ministros fueron enterándose de lo ocurrido hubieran podido identificar con precisión el origen preciso de la decisión. Ni la coyuntura ni la evolución de los acontecimientos invitaban a una investigación desapasionada. La suerte de la República pendía de un hilo y, ante todo, del éxito en la defensa de Madrid.
La «sugerencia» sobre cómo lidiar con los presos fue la primera y, por sus dimensiones, la única gran «hazaña» de la NKVD en tierras españolas. Las huellas se encubrieron cuidadosamente. En ella hicieron sus armas Orlov y Grigulevich, cuya biografía resalta su participación activa en otras labores de represión en Madrid en aquellas fechas. Los inductores no se acongojaron demasiado. Desde su punto de vista era preciso inyectar acero en la resistencia republicana y forjar un servicio de contraespionaje y contrasubversión. Como en la zona franquista.
SE ACENTÚAN HASTA EL INFINITO LOS PREJUICIOS BRITÁNICOS.
Si nuestra interpretación es correcta el episodio a que aludimos constituyó la primera gran manifestación del lado oscuro de la presencia soviética. En puridad fue una consecuencia, imprevista e imprevisible para el Gobierno, del viraje hacia Moscú tras el abandono de la República por parte de las potencias democráticas. Ahora es preciso abordar otra consecuencia que no suele analizarse en las numerosas obras que se le han dedicado: su tremendo impacto sobre las autoridades británicas. Este impacto alimentó todo tipo de prejuicios antirrepublicanos y se añadió a los que ya se habían manifestado en Londres. Paracuellos consolidó, a los ojos del Gobierno de Baldwin, el deshonor de la República. No determinó en modo alguno su retracción, que ya contaba con un pedigrí notable, pero tampoco contribuyó un adarme a la posibilidad de que se revisara. Paracuellos, en una palabra, no fue un éxito como con cinismo inigualable lo presentó «Stepanov» sino un error mayúsculo desde el punto de vista internacional. No se trata de una valoración personal. Se desprende de algunas de las reacciones al informe de Pérez Quesada. El influyente Vansittart estampó sus comentarios:
Ésta es una historia horrible («ghastly») de gángsters no menos horribles («ghastly») en cuyas manos el llamado «Gobierno» que representa el Señor Azcárate es algo grotesco («bad joke»). Supongo que el otro bando hará a su vez cosas igualmente terribles aunque no he visto nada similar con tanto detalle. Pero no hay que olvidar que también hay historias de parecida ferocidad en Huelva[86].
En cinco líneas el subsecretario permanente del Foreign Office trituró las posibilidades de acción del representante republicano, que ya lidiaba con un entorno hostil. Es verdad que llamó la atención sobre lo que hacía el otro bando y que se conocía menos en Londres. Pero en los campos andaluces, extremeños y castellanos, que rápidamente habían conquistado los sublevados, no penetraban las antenas de los diplomáticos de Su Majestad. Otro funcionario se preguntó si no cabría utilizar el episodio, sin citar fuentes, en los medios periodísticos más responsables. Que en el Reino Unido se conociera el asunto y causase una gran impresión quizá contribuyera a contener a los verdugos[87]. Esta idea se discutió entre los diplomáticos que lidiaban profesionalmente con la prensa en la que ya habían aflorado algunas noticias. Hubo funcionarios que arguyeron que si el Foreign Office lo sacaba a la luz, aunque fuese de la mano de periodistas respetables, podría interpretarse como una actitud deliberada para cargar las tintas contra el Gobierno republicano. En este contexto se recordó —lo cual es significativo— que ya se habían filtrado hacia los medios muchísimas noticias de tal tenor, si bien en menor número en detrimento de los sublevados. Nótense las sutilezas implícitas en tan alambicados análisis. Las filtraciones habían servido para presentar una imagen deleznable de la República ante la opinión pública británica[88]. El funcionario que consignó tales observaciones se apresuró a afirmar que no se había hecho por motivos partidistas sino simplemente porque el Foreign Office tenía mucha menos información sobre las atrocidades cometidas por los rebeldes en el territorio bajo su control.
Paracuellos cayó como lluvia generosa (aunque de sangre) sobre un terreno muy bien abonado. No hacía mucho tiempo que el cónsul general en Barcelona, Norman King, había enviado un largo despacho en el que ligaba las atrocidades de la guerra con ciertos rasgos raciales de los españoles. Hoy un intento similar haría sonreír, caso de que se airease públicamente (otra cosa es lo que figure en los informes foráneos internos, que no se verán hasta dentro de muchos años, sobre algunos aspectos dramáticos de la más reciente historia española). En la época de creencia en un Volksgeist, en un carácter específico de los pueblos, tales elucubraciones gozaban de credibilidad. King se preocupó de extraer dichos rasgos de una obra inglesa de historia de España. Su intención estribaba en poner en perspectiva la guerra civil y a ello se dedicó durante muchas noches de trabajo en la Ciudad Condal, en la atmósfera «desagradablemente siniestra» que le rodeaba.
El tono de sus elucubraciones lo resumió así:
Excepto por lo que se refiere al uso de armas modernas más letales y al virus mucho más mortífero que es el bolchevismo, no hay nada nuevo en lo que está ocurriendo hoy en España. Se afirma que la lucha es entre «fascismo» y «comunismo» pero no es paradójico señalar que tales partidos apenas si existen en España. La lucha se plantea entre el anarquismo y algún tipo de despotismo. Probablemente este último es la única forma de gobierno que puede tener éxito en llevar a los españoles hacia un régimen de orden y en dar al pueblo la tranquilidad que tanto necesita. Ahora bien, si ello se tradujera en una mera vuelta al dominio de las clases privilegiadas y de los clericales reaccionarios, carentes de preocupación alguna por las necesidades de las clases menesterosas de la sociedad, sólo durará hasta que la izquierda recupere sus fuerzas para lanzar otra revolución[89].
El resumen de las afirmaciones de King sobre el carácter español suscitó varios comentarios. Un funcionario caracterizó de «historia más que horrible» («horrifying tale») la evolución española desde 1800. Llamaban la atención ciertos temas, entre ellos la preocupación del Gobierno británico en 1834, durante la primera guerra carlista, por conseguir que los contendientes mitigasen sus crueldades y el recuerdo de que dos años más tarde ya había soldados británicos empeñados en tareas humanitarias y de rescate en Bilbao. Otro diplomático se refirió a la «costumbre» española a lo largo del XIX de quemar iglesias. El rasgo más destacable era, sin embargo, el vinculado a la experiencia de la primera República cuando sus partidarios de todas clases llegaron a comprender que eran sus propios excesos los que la habían destrozado más allá de toda posibilidad de redención. El paralelismo con la segunda parecía evidente. En un comentario adicional, otro diplomático con cierta inclinación al humor negro sugirió que se enviara una copia del memorándum al Sr. Largo Caballero. Un último funcionario, más serio, afirmó solemnemente que cabría escribir un largo ensayo sobre aspectos recurrentes del carácter español. Sugería al efecto reflexionar sobre el placer que proporcionaba [a los indígenas, apostillaremos nosotros] matarse entre sí o la vena de crueldad que se manifestaba en las corridas de toros, al igual que ya se había reflejado en la Inquisición[90]. La leyenda negra, imborrable, explicaba todo. ¿Para qué ayudar a aquellos salvajes? Ya lo había percibido en Madrid el secretario general del Ministerio de Estado: España aparecía ante los diplomáticos británicos como la Abisinia europea.
Ese tipo de elucubraciones[91], con su mezcla inextricable de prejuicios raciales, estereotipos nacionales y comparaciones seudohistóricas a que se entregaba la élite de Oxbridge (gran parte del cuerpo diplomático procedía de las viejas universidades de Oxford y Cambridge), abonaba un terreno fértil en el que prendían con facilidad las preocupaciones del presente. Un informe sobre la situación económica, la ocupación de empresas, la incautación de propiedades extranjeras, la proliferación de los más variados tipos de comités, las confiscaciones, la introducción de principios colectivistas en la economía y las alegrías revolucionarias en la producción y la distribución debió alarmar mucho más a los mandarines de Whitehall. La conclusión fue dramática: el resultado de cuatro meses de revolución era casi siempre negativo y no había dado origen a otra cosa que no fuese el derramamiento de sangre, con escasos puntos positivos en su haber[92]. Este informe se distribuyó ampliamente. Al fin y al cabo afectaba a dimensiones cuantificables y palpables. No he encontrado, sin embargo, reflexiones sobre la naturaleza del temor que, sin duda, espoleaba los esfuerzos de resistencia republicanos. El periódico La Voz anunció certeramente el 5 de noviembre lo que podría ocurrir si Madrid caía:
Si los generales sublevados y sus cómplices extranjeros triunfaran, la vida en España sería espantosa. Caería sobre ella la espesa tiniebla de una noche lúgubre. Luego de una orgía final de sangre, consumada la bárbara venganza de los enemigos de la libertad, asesinados en cada ciudad, pueblo o aldea los miembros más representativos de la izquierda burguesa y de la izquierda proletaria, veintidós millones de españoles sufrirían la más atroz y denigrante de las esclavitudes. La triple alianza del sable, la cogulla y el cheque haría de ellos una muchedumbre sumisa y servil de sociales parias. La clase obrera perdería todas sus conquistas y trabajaría de sol a sol por ruines jornales de hambre. La pequeña burguesía, espuma del proletariado, se confundiría con éste. La Compañía de Jesús haría de la nación un inmenso cementerio de almas. La horca y el presidio serían la sola perspectiva de los no conformistas. Las islas Lípari de Mussolini y los campos de concentración de Hitler se imitarían en gran escala…
Eran temores más que justificados. Salvando la retórica del momento, el editorial, por lo demás, anticipaba con bastante exactitud lo que iba a ocurrir en la España de los años cuarenta. Nada de esto penetró en Whitehall. Lo que allí penetró fue otra cosa. La acumulación de informaciones sobre desmanes confirmó el temor a que la evolución en la España republicana se adentrase por un derrotero sangriento. Si bien ello no era nuevo en la historia española, según los inefables comentarios mencionados, parecía que las circunstancias reinantes se aproximaban a la situación que había predominado en Rusia tras 1917. Era una visión errónea pero los prejuicios anticomunistas se exacerbaron.
Por lo demás, era casi inevitable extraer esta conclusión. La prensa madrileña de la época abundaba en tal tipo de comparaciones. Lo hacían los propios comunistas[93]. Ahí estaban, por ejemplo, las nuevas insignias del naciente Ejército Popular con la estrella roja de cinco puntas, las imágenes de la capital dominadas por la exaltación prosoviética, un inmenso mar de banderas rojas y unas Brigadas Internacionales, aureoladas y mitificadas desde el momento mismo, que contribuían a hacer de Madrid un símbolo universal en la lucha contra el fascismo[94]. Posiblemente sin ese entusiasmo revolucionario y prosoviético el élan necesario para hacer frente a las acometidas franquistas no hubiera podido sostenerse. Pero era preocupante de cara a la imagen que Stalin quería proyectar al ayudar a la República en la lucha contra el enemigo que compartía con las democracias occidentales[95]. No extrañará, por consiguiente, que terminada la batalla de Madrid, el PCE se aplicase, olvidando temporales veleidades, a consolidar el esfuerzo de guerra. Esto estaba más en consonancia con la gran estrategia soviética —aunque no necesariamente con las visiones que tendrían sobre el terreno los agentes de la NKVD— que tendía a posicionar a la República en el tablero de ajedrez del reforzamiento de la seguridad colectiva y de la necesidad de mostrar al fascismo que no se adentraba por terrenos fácilmente conquistables.
Hubo, por fin, un último impacto en el que los republicanos quizá no reparasen todo lo que debían. En Londres no se dio el paso hacia delante de reconocer a Franco o de otorgarle los derechos de beligerancia pero inmediatamente se establecieron contactos informales con el naciente «nuevo Estado». Se empezó por lo más obvio: el plano comercial, en el que los intereses mutuos eran bastante coincidentes[96]. El terreno venía preparándose desde hacía tiempo, según ha estudiado Moradiellos. Madrid se había salvado y con ello obstaculizado un rápido reconocimiento del Gobierno franquista pero lo que la República no podría impedir es que, en el futuro, la red de contactos entre Burgos y las autoridades británicas fuera estrechándose paulatinamente. ¡Como para haber enviado a Londres las reservas metálicas…!
La trituradora británica amalgamó elementos muy poderosos: persistencia de prejuicios casi seculares contra los españoles, temor al peso que la Unión Soviética podía alcanzar en la vida española siguiendo la «invasión» ideológica anterior al golpe, impacto multiplicador de la violencia republicana (equiparada en general al terror comunista) y preocupación ante el futuro de las inversiones e intereses británicos en una República de incierto signo. Frente a todo ello se alzaban las seguridades de una dictadura de orden y la creencia en que Franco habría de recurrir a la City tras su victoria… ¿Cómo hubiese podido escapar la República a esta concatenación de prejuicios, miedos y aspavientos lubrificados por la política de apaciguamiento hacia los agresores fascistas? En un sentido profundo, todo lo que pueda distraer la atención del historiador (por ejemplo, el estudio de los medios de comunicación, de la opinión pública, del Labour Party, de la aportación británica a las BI, etc.) respecto a tal concatenación ha de subordinarse a la reflexión sobre lo que pasaba por Realpolitik en los corredores del poder en Whitehall.
Por otro lado, y a pesar de su fracaso ante la capital, los franquistas se sentían fuertes y empezaron a pujar alto: querían ayuda británica para recuperar en lo posible el oro exportado «ilegalmente» desde el 18 de julio. Esta calificación ya la puso en duda el embajador Chilton pero abría perspectivas para el Gobierno conservador. La retracción de las democracias continuó. Franco, más que nunca, entró en una dinámica irreversible de dependencia con respecto a sus protectores en Roma y en Berlín. La guerra se había internacionalizado irremediablemente. Los débiles argumentos en contra de ello que se habían esgrimido en París y Londres quedaron contrarrestados por la fuerza normativa de los hechos. En tales condiciones, ¿cómo pudo la República continuar el combate? No fue tarea fácil. A finales de octubre y principios de noviembre, Litvinov y su equipo examinaron con lupa las posibilidades que se perfilaban. La ayuda soviética, que entraba en acción por aquella fecha, había limitado la credibilidad de Moscú y fragilizado la posición internacional de la URSS. Con armas soviéticas ya en España, Litvinov reconoció que amenazaba el peligro de «desagradables desenmascaramientos». Era un riesgo que había que correr. El comisario hizo sonar el timbre de alarma.
Supongo que con la llegada a España en los próximos diez o doce días de nuestros barcos, seguramente deberá cortarse nuestra posterior ayuda. En primer lugar, porque se alcanzará nuestro límite y en segundo lugar debido al aumento del peligro que corran nuestros envíos.
Esta afirmación muestra, mejor que ninguna otra posible, que Litvinov no fijaba la estrategia. Sólo podía predicarse, como señaló Maisky desde Londres, desde la perspectiva de que la eventual terminación de la ayuda favorecería el progreso hacia una coalición anglo-franco-soviética (Pons, p. 57). Ahora bien, cabría argumentar que si la URSS cesaba la ayuda, que hasta entonces no había sido exagerada, el triunfo de Franco sería inevitable y el entorno internacional se teñiría de tonos contrarios a los intereses de Moscú. Maisky razonó así y añadió lo obvio: si los sublevados eran vencidos gracias, en parte, a la ayuda del Kremlin, la URSS podría verse rodeada de un grupo de Estados amantes de la paz.
El panorama lo describió Litvinov en colores no demasiado ligeros:
No hay lugar a duda de que tanto en el caso de la ocupación de Madrid y reconocimiento de Franco como en el caso de retirada obligada de la capital, los alemanes e italianos adoptarán medidas más decisivas en la lucha contra los suministros al Gobierno de Madrid.
En definitiva, riesgo de aumento del órdago fascista, incremento del peligro implícito en los suministros soviéticos y, sobre todo, la constatación de que:
el asunto español ha empeorado indudablemente nuestra situación internacional. Ha estropeado nuestras relaciones con Inglaterra y Francia y sembrado dudas en Bucarest e incluso en Praga[97].
Sobre esta constelación los acontecimientos internacionales impactaron negativamente: la constitución del Eje y la formación entre el Tercer Reich y el Japón militarista (siempre una amenaza para la seguridad soviética) del «pacto Anti-Comintern» se llevaron la palma. Todo ello gravitó sobre sus preocupaciones, aunque menos sobre Stalin. Se abrió un cierto período de fluidez en cómo abordar el nuevo dato de la ayuda activa a la República. Ignorante de tales cuidados, el Gobierno de Valencia tenía otros mucho más apremiantes: cómo crear el fuerte escudo que necesitaba para hacer frente a las acometidas combinadas de Franco y de las potencias del Eje. Con grandes dificultades, intentó construirlo y ponerlo en funcionamiento. Es el momento de abordar algunos de los caminos que exploró y que fueron alternativos a la Unión Soviética.