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Secuelas de mayo: contra la CNT

y contra el POUM.

QUE EL PCE CELEBRÓ el cambio de Gobierno como un triunfo está fuera de toda duda. Se encontró además, de golpe, no sólo con una de las proverbiales cerises sur le gâteau (la salida de Largo Caballero de la presidencia) sino con dos: el que la CNT también tirase la toalla. Ambas colmaron sus deseos más radicales. Togliatti lo constató el 30 de agosto: a algunos camaradas el éxito se les había subido a la cabeza creyendo que había sido el resultado de los esfuerzos del propio partido pero olvidaban el papel de los centristas, y en particular de Prieto, en la preparación y resolución de la crisis (Spriano, p. 267[1]). Tenía razón al insinuar que el PCE se autoatribuyó una capacidad de influencia muy superior a la que tenía. Curiosamente, tal auto-interpretación ha tenido un efecto perverso sobre la historiografía y suministrado munición a los numerosos autores que han escrito, y escriben, desde perspectivas filoprietistas, filocaballeristas, proanarquistas, poumistas y conservadoras. Añádase la orientación profranquista, nada desdeñable, y el inventario se completa. En densas capas magmáticas se ha consolidado toda una tradición que ha magnificado y «objetivado» la versión del PCE[2]. Abundan incluso quienes la elevan a la categoría de explicación causal o, en las versiones extremas, monocausal. En general se acusa al PCE de servir de mera cuña de penetración a los aviesos designios soviéticos contra la España eterna (como si los nazis y los fascistas, cruzados en defensa de la civilización cristiana, hubiesen ayudado a Franco por su cara bonita).

CANTOS DE VICTORIA SÍ, PERO…

La crisis de mayo no se produjo sólo por la actuación, patriótica para unos, despatriotizada para otros, de los comunistas españoles. En un régimen multipartidista, apegado a un pluralismo democrático (aunque limitado a los sectores frentepopulistas), la actuación del PCE en solitario no hubiese conducido a dicho desenlace. En la implosión republicana de 1939 se puso de manifiesto que contar con la aplastante mayoría de mandos militares comunistas no garantizaba el control del ejército. En parte ello se debió a que, como hemos subrayado repetidamente, el PCE se había convertido en un partido de aluvión. En él habían ingresado muchos de los interesados en sostener y ganar la guerra, para lo cual parecía el conducto más adecuado.

En lo que se refiere a Negrín, lo menos que puede afirmarse es que llegó sin complejos ni deudas, ciertamente no hacia los comunistas. Con ellos colaboró porque los objetivos estratégicos de defender la República democrática coincidían. Es algo diferente. El nuevo presidente se sentía más seguro de sí mismo, había aprendido a maniobrar en las traicioneras aguas de la política interna y de la internacional, conocía bien la soledad en que se encontraba la República, había experimentado en sus carnes la retracción de las democracias, sabía perfectamente que la Unión Soviética ayudaba en la medida en que convenía a sus intereses y que la asistencia no era altruista aunque también contenía innegables elementos de solidaridad. Era consciente de que, mientras no variase la actitud de las potencias democráticas, la única carta con que contaba la República era el apoyo soviético. Conocía perfectamente lo que estaba en juego. En el plano interior, y como consignó en unos apuntes inacabados sobre el caso Nin, desde que formó gobierno (lo hizo el 18 de mayo) uno de los principios que le guiaron fue «el de no colocar ciertos cargos en manos de determinados partidos». Entre ellos figuró, en lugar destacado,

el de no dejar que Gobernación y la policía gubernativa llegaran a ser controlados por el PCE, propósito que, con franqueza, y sin admitir discusión ni reparo, hice saber a la dirección [del mismo] cuando al constituirse el Gobierno que presidí recabaron se les confiara la cartera de Gobernación.

Esto significa que el PCE no tardó en lanzar un órdago, que no le salió bien y sobre el cual se ha guardado silencio. Prieto solicitó que Zugazagoitia ocupase esta cartera, absolutamente esencial tras los «hechos de mayo». Negrín sugirió a Vidarte (p. 670) que fuese el subsecretario[3] (Gaceta del 4 de junio[4]). Ambos nombramientos suponían una mejora sobre un Galarza endeudado a los anarcosindicalistas. Gabriel Morón Díaz, gobernador civil de Almería y también socialista, fue nombrado en la misma fecha subdirector e inspector general de Seguridad. De la crucial cartera de Defensa Nacional, en la que se refundieron los Ministerios de Guerra y de Marina y Aire y donde se creó una subsecretaría de Armamento en sustitución de la CAM, se hizo cargo Prieto. Si, como afirmaban los soviéticos, tenía ya dudas sobre la victoria, estaban mejor enterados que Negrín mismo. Giral ocupó la cartera de Estado[5]. Era un trío de políticos respetables, moderados, alejados de todo radicalismo. Desde puestos tan sensibles, en los que confluía la dinámica interna y externa que condicionaba el conflicto, emitían un mensaje tranquilizador. Los comunistas no variaron de adscripción. Hernández y Uribe siguieron en Instrucción Pública (con Sanidad) y Agricultura. Bernardo de los Ríos se quedó con responsabilidades expandidas en Obras Públicas y Manuel de Irujo, que no había tenido cartera, asumió la de Justicia. Entró Jaime Aiguadé (Trabajo y Bienestar social), hermano del famoso conseller. Negrín mantuvo Hacienda a la que añadió Economía. Había pensado en incorporar también las organizaciones sindicales al gabinete (Zugazagoitia, p. 305), aunque representadas por un solo ministro. La CNT, profundamente indignada, se negó a ello. Más tarde recapacitó (Azaña, 1978, p. 96), sin obtener el menor resultado[6]. El nuevo Gobierno era más compacto y homogéneo, como había recomendado vanamente el presidente de la República a Largo Caballero. Es obvio que, al ser más pequeño, aumentó el peso relativo de los dos mismos ministros comunistas pero Negrín tuvo gran cuidado en rodearse de colaboradores inmediatos que no lo eran. En general representaban las diversas corrientes del PSOE o eran gente por quienes tenía aprecio personal. Sólo Benigno Rodríguez, que había sido director del diario del Quinto Regimiento, era miembro del PCE y formó parte de la dirección política de la Subsecretaría de la Presidencia a las órdenes de José Prat. Moradiellos (2006, pp. 255s) ha refutado convincentemente las insidiosas alegaciones de Bolloten respecto a la influencia comunista en el círculo próximo a Negrín. Al nuevo Gobierno se le planteaban graves problemas, tanto en el exterior como en el interior. Sobre estos últimos podía actuar. Sobre los primeros, no. Requieren un tratamiento pormenorizado que hemos de dejar para el tercer tomo de esta trilogía en el que examinaremos el proceso de asfixia de la República.

TENSIONES QUE NO CESAN.

En el frente interior Negrín, Prieto, Giral y Uribe constituyeron un nuevo Consejo Superior de Guerra cuyo papel consistiría en sancionar las operaciones proyectadas por el EMC, al frente del cual se nombró al mejor cerebro militar republicano, el coronel Vicente Rojo. Se abolieron las comandancias de milicias y se impulsó la transformación de estas últimas en un auténtico ejército regular. Ello no obstante, el nuevo Gobierno se encontró con un ambiente de discordia respecto a temas esenciales. Veamos como ejemplo un sector sensible, poco iluminado en la historiografia: el de la industria bélica. A los quince días de tomar posesión, Rojo presidió una reunión del EMC en la que se decidió recomendar que pasara a la Subsecretaría de Armamento y Municiones todo lo referente a la fabricación de material de guerra, que se controlara este tipo de actividades en Cataluña, que se incautaran y militarizaran las industrias de automóviles y que se centralizaran las industrias bélicas catalanas (Moradiellos, 2006, p. 285).

Eran orientaciones razonables y tropezaron con dificultades. Por ejemplo, el subsecretario de Armamento escribió a Prieto el 21 de julio señalando que en Cataluña la Comisión de Industrias, en donde la presencia de la CNT no era desdeñable, seguía obstaculizando las adquisiciones por el Gobierno central. El inefable Vallejo solicitó información en torno a los contratos celebrados por las empresas con personas «que dicen tener representación oficial». Lo suficiente para que varias comunicasen a Valencia que no podían cumplir con sus compromisos. Incluso Tarradellas había aconsejado, de palabra, a las fábricas que se abstuvieran de enviar relaciones de personal movilizable. Cuando el Gobierno remesó carbón de coque a una fábrica, se declararon en huelga de brazos caídos todas las fundiciones. El subsecretario subrayó la frecuencia de pequeños actos de sabotaje: de pronto se disparaba el material inútil y se sucedían los incidentes en fábricas y talleres. (AFIP: Correspondencia. Negrín). No era, pues, la mejor atmósfera. Prieto se sintió obligado a transmitir la carta al presidente del Gobierno. La hostilidad de una parte de la CNT barcelonesa era explicable, pero ¿la de la Generalitat[7]? La guerra había disgregado la noción de Estado y la labor de recuperación de la autoridad se presentaba harto difícil[8].

Sobre las relaciones entre Negrín y Prieto en aquellos momentos, respecto a las cuales se ha especulado bastante, da cuenta una carta escrita a mano, sin fecha, del primero, en el que acompañaba una horrenda traducción al castellano de un artículo de un periódico alemán sobre las operaciones en torno a Madrid. Había, incluso, intentado mejorarla. Aprovechó la ocasión para reflejar su pensamiento en torno a ciertas cuestiones militares:

Sin ánimo de influenciarle en lo que a la marcha y desarrollo de las operaciones se refiere, estimo que debe acelerarse su ritmo, poniendo el máximum de reservas de otros frentes en el empeño y procurando que en ningún punto se convierta la lucha en un desgaste recíproco de fuerzas y sobre todo material. Creo que la audacia, la movilidad y el dar extensión al frente juegan papel decisivo. A mi juicio tampoco deben descuidarse las operaciones de diversión en que se pensó, ni el hacer que en todos los sectores se procure, por golpes de mano, mantener en tensión al enemigo, sin dejarnos por nuestra parte distraer por los movimientos de enemigo, en cuanto no representen un riesgo fundamental[9].

Acerca de las primeras semanas del Gobierno Negrín el ya mencionado informe de «Stepanov» del 18 de junio (Komintern, doc. 50) es muy revelador. El representante de la IC dio un notable al nuevo equipo. Con sus defectos y debilidades (como Gobierno heterogéneo desde el punto de vista político y de clase, afirmó), era sin embargo superior en todos los aspectos al anterior. «Stepanov» ajustó cuentas con la política de Largo Caballero: de capitulación, de compromiso con el enemigo, abierto a una «mediación» con el Reino Unido, hostil hacia el PCE, de apoyo a los «oficiales traidores y saboteadores en la apolitización del Ejército[10]», de pasividad con los elementos descontrolados, de tolerancia con los anarquistas extremistas, de capitulación ante la práctica de la sindicalización en las empresas industriales, en la búsqueda de un nuevo sistema económico, etc. El nuevo Gobierno, por el contrario, realizaba una política popular, consecuente, revolucionaria (se supone que en contraposición a los desmanes anteriores) y enérgica, reconocida por «todos». En ello figuraba, en primer lugar, la decisión de tomar todas las medidas posibles para reforzar la capacidad militar de la República con el fin de asestar cuanto antes un golpe decisivo al enemigo.

«Stepanov» informó que Negrín deseaba seguir una política encaminada a no permitir que el imperialismo francés e inglés afectara a la independencia española. Correlato de ello era la política de lucha contra el fascismo endógeno y en contra de los intervencionistas del Eje. También estimulaba una política de estrecha colaboración y solidaridad orgánica con la URSS, una política de colaboración activa con los partidos comunistas, una política de politización revolucionaria del EP y una política de limpieza de los elementos incontrolados, dedicados a los saqueos y asesinatos bajo la bandera de la revolución libertaria. También afloró una referencia amplia a la política económica.

El nuevo Gobierno empieza a tomar una serie de medidas para cambiar la situación económica en el país y acabar cuanto antes con las experiencias destructivas de la «sindicalización[11]». Lo mismo en la esfera de la agricultura. También aquí el Gobierno ha adoptado varias medidas enérgicas. El decreto del 9 de junio legaliza los colectivos agrícolas ya formados a la vez que se procede a la defensa del campesinado medio y pequeño, el cual dirigirá sus propiedades individualmente. El nuevo Gobierno aproximó todavía más y de manera más enérgica a los trabajadores de la tierra a la causa popular-revolucionaria y desarmó de forma notable, política y moralmente, a los anarquistas, dedicados sin parar a una fraseología seudorrevolucionaria. En la actualidad da comienzo la introducción en la práctica de una serie de medidas concretas de cara a la organización y racionalización de la dirección de la industria militar, el saneamiento de las finanzas del país y la reorganización del comercio exterior. Se aborda la reestructuración de las centrales telefónicas, telegráficas y de radio (en su mayoría hasta el último momento en manos de los anarquistas). El Gobierno continúa esforzándose en restablecer y consolidar un estricto orden social, en desarmar los grupos y organizaciones existentes en Cataluña…

Ello mostraba que el Gobierno Negrín no se parecía al anterior, que trabajaba y que daba la posibilidad de hacerlo a todos quienes quisieran participar activamente en la lucha y en la victoria. No era de extrañar que sus adversarios directos (la CNT, la FAI, los caballeristas) quisieran participar en él y desplegasen una variada gama de esfuerzos, ruegos, amenazas y regateos para lograrlo y para salvar las divisiones que su separación del poder generaba en su seno. «Stepanov» recogió formulaciones oídas en los medios anarquistas:

Hemos hecho una tontería al habernos negado a formar parte del Gobierno.

Los politicastros caballeristas nos engañaron como a niños.

No tenemos una teoría revolucionaria.

No vemos perspectivas concretas.

No tenemos un programa revolucionario[12].

Dentro de la CNT y de la FAI, señaló, tenía lugar una discusión sobre la necesidad de reorganizar esta última en una federación política abierta, lo que ocurrió poco más tarde (Lorenzo, p. 282). Resultaba evidente que era peligroso aislarse de las masas organizadas en la CNT y a la vez retener a sus miembros y su influencia. «Cada vez es mayor y más real el peligro que sus mejores elementos, los más honestos, se aproximen a los comunistas e incluso pasen a las filas del PCE». «Stepanov» desgranó las maniobras de acercamiento de la CNT al Gobierno a la vez que subrayó la campaña que lanzaba contra la Unión Soviética, haciéndose eco de los diarios próximos a las posturas caballeristas. Anunciaba que «disponíamos» (¿él?, ¿el PCE?), de documentos oficiales en los que la CNT y la FAI en Cataluña y Aragón, «conjuntamente con los del POUM», preparaban un nuevo putsch, apoyándose en las unidades militares que les eran adictas. Ello no obstante, se conocían tales planes y no habría sorpresas[13].

El nuevo Gobierno había tomado carrerilla y, en la marejada provocada por los «hechos de mayo», aprobado una multitud de disposiciones destinadas a fortalecer el orden público y reprimir duramente cualesquiera intentos sediciosos. Esta actuación ha dado origen a grandes controversias. Fueron los miembros de base de la CNT los más duramente golpeados, no la organización en sí que, dados su heterogeneidad y carácter poliédrico, continuó participando en numerosas instancias de poder. La oleada represiva no sólo reflejaba las consecuencias de los «hechos de mayo» sino también enfrentamientos muy antiguos y ha de situarse en la perspectiva de la recuperación del poder por la Administración de Justicia y, por ende, del Estado. De aquí que se examinaran los casos de múltiples «desaparecidos» y de los «cementerios clandestinos» que proliferaron tras el golpe militar de 1936 (Godicheau, p. 196) y que arrojan una mancha de indeleble deshonor sobre la violencia anarcosindicalista. A partir del mes de junio, con la creación del Tribunal especial de espionaje y alta traición (TEAT) se inició una nueva etapa.

LA DISOLUCIÓN DEL CONSEJO DE ARAGÓN.

El intento de desmochar el poder autónomo de la CNT y la instauración de una justicia republicana, reglada, en sustitución de la espontánea y revolucionaria formaron parte de un mismo proyecto: Franco y sus tropas amenazaban la existencia misma de la República, la constreñían y la ponían de rodillas. En el Gobierno de Valencia la experiencia de la caída de Bilbao debió de ser determinante. Contra el ariete de la Cóndor, no cabía oponer mucho. Ante la unificación de mando militar, político e ideológico de la zona franquista, no cabía mantener un elevado nivel de discordia interna. Sólo un régimen fuerte podría, tal vez, invertir la tendencia. Ello implicaba continuar el proceso de paulatino reforzamiento del Ejército Popular[14] y liquidar los restos de anomia institucional que subsistían. Desde los primeros momentos, en el contexto preocupante de la progresión del rodillo franquista en el norte, el nuevo Gobierno se planteó abordar el caso del feudo anarcosindicalista en Aragón, algo que importaba mucho a Azaña. Fue, sin duda, una de las más significativas acciones en el frente interno. El Consejo era una reliquia de la época de efervescencia libertaria de los primeros meses de la guerra civil.

Las condiciones eran propicias. El orden se había restablecido en Cataluña y la retaguardia aragonesa había quedado pacificada. A la CNT, al POUM y a sus milicias el Gobierno les aplicó el torniquete sin mayor dilación. En junio, para distraer la ofensiva franquista en el norte, hubo movimientos en el frente de Huesca. En ellos pereció el día 12 Mate Zalka, alias general Lukacs, exjefe de la 12 BI. La carta en la que Vorochilov informó a Stalin arroja luz sobre algunas de las dimensiones que rodeaban la actuación de las BI, no un ejército de la Comintern pero sí una fuerza cuya evolución seguía atentamente la dirección soviética. Zalka, húngaro de origen, era miembro del PCUS desde 1920. Previamente había combatido en las filas del RKKA entre 1918 y 1923 en donde llegó a mandar una brigada de caballería. De 1929 a 1931 terminó dos cursos nocturnos en la famosa Academia Frunze. Su valentía personal y su fidelidad a la causa le habían valido una gran reputación en España. En consecuencia Vorochilov solicitó autorización para que la familia recibiera una pensión mensual de mil rublos y que se le otorgara una indemnización de 25 000, nivel establecido por el Politburó a favor de las familias de los caídos en España que fuesen militares del RKKA. Se trataba de una suma auténticamente colosal[15].

Pues bien, en aquel mismo mes, y desde el EMC, su nuevo jefe, el coronel Vicente Rojo, planteó el tipo de medidas que habría que tomar ante la disolución por la fuerza del Consejo de Aragón. Convenía prevenir la eventual resistencia a la misma por parte de los efectivos de filiación anarquista y la oposición de las autoridades. No sólo en la circunscripción a que extendía su autoridad el Consejo sino también por parte de los efectivos de tal ideología integrados en el Ejército del Este. En consecuencia, Rojo propuso medidas para garantizar la seguridad en la retaguardia del frente, el eventual desarme y la detención de quienes quisieran abandonarlo (sin duda, la experiencia de Cataluña del mes anterior estaba todavía muy fresca en la memoria), la ocupación inmediata de las posiciones abandonadas y la reacción contra el enemigo, caso de que éste quisiera aprovechar la situación de confusión que se crease (doc. reproducido en SECC, p. 228). Las medidas eran omnicomprensivas, indicio de que el mando no las tenía todas consigo. Simultáneamente, Prieto empezó a retirar de Aragón algunas de las columnas confederales (Azaña, 1978, p. 96).

Tal y como informó a Moscú Antonov-Ovseenko en su despacho del 8 de julio el desarme se emprendió con indecisión. El general Pozas lo puso en marcha, luego canceló la orden y más tarde la reconfirmó. El resultado es que abundantes armas se habían escondido. Según el cónsul soviético la situación era lábil. En la dirección de la FAI y de la CNT predominaban los elementos realmente preocupados por la marcha de la guerra y capaces de participar en un frente unido antifascista. Pero no se atrevían a oponerse a sus masas ni tampoco al comportamiento de los grupos descontrolados. La operación se demoró. No en vano era la época de la batalla de Brunete. Aún así, el 12 de julio Azaña firmó el decreto de disolución del Consejo de Aragón aunque pidió que por el momento no se publicara. Bolloten (p. 799) ataca su timidez. En realidad, el presidente no quería generar un nuevo conflicto en unos momentos de gravedad, no sólo bélica sino también política. En cuanto terminó Brunete, la vía quedó expedita. Prieto envió a la XI división al mando de Enrique Líster, que procedió a la disolución. Cuando ésta apareció en la Gaceta (11 de agosto) ya no existía el Consejo. Tenía razón Adelante que al día siguiente editorializó: «Quizá esta mutación… no tenga excesivas repercusiones en el extranjero… Merecía tenerlas porque es por este acto por el que el Gobierno ofrece el más firme testimonio de su autoridad» (mencionado en Bolloten, pp. 405s).

CONTRA EL POUM.

En este contexto, y como ha recordado Godicheau (pp. 206s), el caso del POUM fue uno de muchos otros, si bien es el que ha dado el gran salto a la fama. Tiene, en efecto, características especiales. Como ya reconoció Zugazagoitia (p. 286), el PCE no descansó en conseguir que contra el POUM se echara todo el peso de la ley. Éste era, en parte, uno de los objetivos de la política estalinista, tal y como se había comunicado a los agentes de la Comintern en fecha tan lejana como diciembre de 1936, y un reflejo de la rationale que animaba las purgas en la URSS. Era también, según hemos argumentado en el primer volumen de esta trilogía, un rasgo esencial que debió de estar presente desde el primer momento de la ayuda soviética. Que el PCE se hizo fiel intérprete de estos deseos del Kremlin se encuentra fuera de toda posible duda. Incluso la más somera lectura de la prensa comunista de aquellas fechas y la más superficial exploración de las declaraciones de sus dirigentes revelan un amontonamiento de epítetos, todos hipernegativos, contra el POUM como agente del fascismo[16]. Los propios poumistas dieron alas a tal enfoque, tras aplicar la técnica leninista que consistía, según Zugazagoitia, en «intentar apoderarse de la dirección de los sucesos y, en cualquier caso, afirmar literariamente el hecho de esa dirección[17]». Las consecuencias de Barcelona pasaban factura y el Gobierno aplicó una lógica inequívoca: la contención de un sector que, contra el Frente Popular, obstaculizaba el esfuerzo de guerra.

Sin embargo, no faltaban razones. Para el Gobierno, tal y como reconoció Negrín en una parte de sus apuntes que reproducimos en el apéndice, la coautoría, o incluso autoría, reclamada por el POUM en los «hechos de mayo» era inaceptable. Sus análisis también lo eran. Traeremos aquí a colación el redactado por Nin. Aspiraba a extraer las «enseñanzas necesarias» de los acontecimientos y su tenor lo daba la premisa siguiente:

Pretender, como lo pretenden el llamado PCE y el PSUC, en Cataluña, que los obreros que combaten en el frente lo hagan por la república democrática, es traicionar al proletariado, preparar el terreno para un nuevo y victorioso ataque de la reacción fascista. Y que nadie se deje impresionar por el argumento de que la lucha por la revolución socialista en la retaguardia favorece los planes del enemigo en el frente. Al contrario, sólo una política revolucionaria audaz, inequívocamente socialista, en la retaguardia, es capaz de dar a los combatientes el valor y la fuerza moral que les hará invencibles y de organizar la economía y las industrias de guerra con la eficiencia necesaria para obtener una rápida y aplastante victoria militar.

Se trata, en mi modesta opinión, de un análisis con tanto narcisismo, si no más, que el contenido en los efectuados por los «amigos de Durruti» o Munis. El mundo exterior no tenía importancia. Ni la no intervención. Ni Franco, Hitler o Mussolini. La ayuda soviética no existía. Sólo el proletariado revolucionario en armas, en la retaguardia y en el frente, aparecía como la única realidad objetiva relevante. Era su élan, sin fisuras, lo que aseguraría la victoria. Las conclusiones de 11 y 12 de mayo no permitían muchas alternativas a la hora de buscar otras explicaciones. Lo que se derivaba de tal premisa podría caracterizarse, desde el Gobierno, como algo sumamente peligroso. Véanse algunas de las lecciones que extrajo más tarde el POUM:

La campaña realizada con las consignas: «primero ganar la guerra, después hacer la revolución», «todo por y para la guerra», encubría el propósito real de ahogar la revolución, premisas indispensables para tener las manos libres y negociar una paz «blanca»… No hay más que una salida progresiva para el proletariado y la victoria militar, de la situación presente: la conquista del poder… Preparar las condiciones necesarias para arrebatar el poder político a la burguesía constituye la misión inmediata y fundamental del proletariado. Para ello se precisa: constituir el «Frente Obrero Revolucionario» (Nin, pp. 283 y 288s).

Aunque los ejemplos concretos de qué debía hacerse fueron más bien modestos (constitución de comités de defensa de la revolución en todos los lugares de trabajo, barriadas y localidades y su coordinación por medio de un comité central de defensa) y verosímilmente no demasiado efectivos de cara a contener el punch franquista, el mensaje no reforzaba el marco legal republicano y, de aplicarse sistemáticamente, conduciría a una atomización del poder político en consonancia con la tesis de la «revolución permanente». Si la CNT, Horacio Prieto dixit, no sabía hacer política, el POUM tenía incluso menos idea, lo cual no impide que Rogovin (p. 353) le presente como «capaz de convertirse en un serio contrapeso al estalinismo en la escena internacional». En consonancia con aquellas premisas, en el proyecto de tesis políticas para el congreso del 18 de junio, el tema central redundó en que la clase obrera debía tomar el poder, formar un Gobierno obrero y campesino e ir a la implantación de un régimen socialista, con un programa de realizaciones «que determinaría un cambio fundamental en la correlación de fuerzas e imprimiría un poderoso empuje a la revolución». Ésta, «triunfante en España», «tendría una repercusión inmediata en los demás países, y muy particularmente en Alemania e Italia, a cuyos regímenes fascistas asestaría un golpe mortal» (Alba, pp. 489s).

Esto no sólo era utopía, era un auténtico desvarío y una lectura profundamente errónea del panorama nacional e internacional. No iba sólo contra la política soviética. Iba, más directamente, en contra del Frente Popular. Es decir, los propios poumistas suministraron argumentos a la represión legal que rápidamente se abatió sobre ellos y a quienes, desde el Gobierno, es decir los comunistas, se clamaba porque se pusiera fin a sus actividades[18]. Sin la experiencia de los «hechos de mayo» tales apelaciones tal vez hubieran caído en saco roto[19]. Tras ellos, y con un presidente del Gobierno mucho más enérgico que Largo Caballero y decidido a hacer la guerra, la situación había cambiado totalmente. Cuando el frente norte se hundía y la República estaba en casi peligro existencial el que algunos consideraban como gran pensador marxista afirmaba, con toda seriedad: «si el factor decisivo fuera la superioridad técnico-militar, la derrota del proletariado podría darse como descontada. Pero hay un factor real infinitamente más eficaz: la fuerza expansiva de la revolución». Franco se hubiera reído a carcajadas. Por si acaso, siempre procuró que nunca le faltara la ayuda de las potencias fascistas, que permitía logros más fáciles e inmediatos.

Las acciones contra el POUM pueden resumirse con toda brevedad en tres puntos. El Gobierno tomó medidas contundentes en el marco de una represión legal y al descubierto. Están bien estudiadas en la literatura y aquí no nos detendremos en ellas[20]. Bajo cuerda, la NKVD asesinó a Nin a sangre fría. El Gobierno se vio obligado a encubrir mucho de lo que sabía, aunque es muy verosímil que no supiera exactamente lo que había ocurrido. Se trata de uno de los capítulos que cierta historiografía suele presentar, con cierta exageración, como uno de los más sombríos del derrotero republicano.

Se impone, ante todo, una constatación: en el plano de la represión legal no era preciso influir maquiavélicamente sobre Negrín, Zugazagoitia, Irujo, Prieto o sus inmediatos subordinados para convencerles que, después de los «hechos de mayo», la discordia que a ellos había llevado era un lujo que la República no podía permitirse. Tampoco en lo que se refería a la conveniencia de proceder contra el POUM. A diferencia de la CNT/FAI, continuaba vanagloriándose de haber participado, cuando no impulsado, la insurrección. Negrín dejó constancia en algunos apuntes de cómo veía la situación. Recordó que, de haber triunfado la izquierda revolucionaria, la suerte de sus adversarios no hubiera sido muy envidiable. Todo ello hacía imprescindible reforzar la defensa de la República. Los riesgos no eran grandes en la medida en que el POUM era bastante marginal. Incluso la CNT se guardó mucho de dar una batalla (Graham, 2006, p. 308).

La necesidad de hacer algo la percibían incluso los más bisoños. El agente confidencial que informaba a Negrín le escribió desde París el 19 de junio una carta desoladora. Su impresión era que los servicios de contraespionaje se encontraban totalmente abandonados. No ocurría lo mismo en el bando contrario, que pululaban en el Midi francés. «Apenas se da un paso, en efecto, para la España gubernamental del que no tengan conocimiento los facciosos. Que casi siempre tienen éxito». En Barcelona había comprobado que tales servicios estaban descuidados. El DEDIDE (Departamento Especial de Información del Estado), sobre el cual se ha teñido la leyenda, apenas si contaba con medios económicos desde el comienzo de sus actividades. El personal que a él se había incorporado, por ejemplo, llevaba dos meses sin cobrar. Ello generaba corruptelas. «Las épocas de guerra avivan la inmoralidad y sólo quedan indemnes a las tentaciones los que tienen un ideal muy arraigado, que por desgracia no son muchos». Al agente le habían dicho que en Valencia sucedía lo mismo: poco dinero y pagas irregulares. Su conclusión era durísima:

No me extraña, pues, que las personas que hay frente al Departamento estén en trance de fracasar (fracaso que estoy seguro desean otros organismos del Estado). Sentiría que así sucediera porque sé de algunas de ellas que son capaces de hacer grandes cosas: unas por su voluntad, otras por su inteligencia. Ya sabe Vd. que yo soy parco en el elogio: no me recato, sin embargo, de elogiar a esas personas (Vd. sabe perfectamente a qué personas me refiero) y no porque me unan a ellas antiguos lazos de amistad, que olvidaría si las considerara incapaces de rendir un trabajo eficaz en el lugar en que se las ha puesto, sino porque las juzgo aptas para dar óptimos resultados en el servicio que se les ha encomendado. No lo darán, sin embargo, si todo sigue como he visto que está en Barcelona, reflejo, según se me informa, de cómo está en Valencia. Así no se hará nada de provecho, cuando tanto hay que hacer, porque el espionaje está introducido en todos los organismos del Estado y cada vez es más extenso, más fuerte y más audaz[21].

Godicheau (pp. 214s) reprocha al DEDIDE la brutalidad en sus métodos pero también su relativa ineficacia en la lucha contra el espionaje franquista o fascista. Sobre lo primero no hay discusión. El nuevo conseller de Justicia Pere Bosch Gimpera llamó la atención del ministro Irujo sobre los policías que creían que la defensa del interés del Estado la aseguraban mejor un partido (el comunista) y sus servicios que los aparatos estatales mismos. Los detenidos se hacinaban en cárceles durante meses y los procedimientos no se observaban. Según Bosch, en el DEDIDE campaban a sus anchas los partidarios de métodos expeditivos y se prestaba una atención particular a los voluntarios de las BI y a los comunistas disidentes. La intención estribaba en establecer paralelismos entre sus críticas a la URSS y el «fascismo», a tenor de la lógica que imperaba en Moscú. Sobre la eficacia cabe recurrir al testimonio del propio presidente de la República: eran pocos los que ignoraban que la España republicana continuaba siendo un paraíso para recoger información, legítima e ilegítima. Azaña (1978, p. 97) reconoció que se sabía todo o se contaba todo. En la ofensiva contra Segovia, realizada para descargar el ataque franquista contra Bilbao, el enemigo estaba al corriente de los planes y el día anterior a la prevista retirada se llevó de nuevo a Vizcaya la aviación.

Tal vez a Bolloten dichas circunstancias no le preocupasen al escribir su acerbo alegato antirrepublicano. Otra cosa sería sentir sus efectos, como los sentían los dirigentes y responsables gubernamentales. Retengamos de lo que antecede que había lugar para la preocupación y, en las condiciones posteriores a los «hechos de mayo», para una cierta psicosis. Negrín creía firmemente, y lo dejó escrito en varias ocasiones, que entre los alemanes asentados en España abundaban los agentes hitlerianos. En este clima la represión legal contra anarcosindicalistas, extranjeros y el POUM no aparecería como algo disparatado.

Lo que sigue generando la ira de una gran parte de los historiadores antirrepublicanos, anti-comunistas y conservadores por un lado y los proclives a los ensueños románticos de la revolución libertaria y poumista por otro fue la represión de índole ilegal y, en particular, el asesinato de Andreu Nin, epítome individualizado y por excelencia del terror estalinista. Hay algo de hipócrita en ello. No por parte de los antiguos miembros del POUM (aferrados comprensiblemente a sus ensueños juveniles) o de los autores trotskistas sino por parte de aquellos conservadores que han escrito y escriben como si lo realmente defendible hubiera debido ser una derrota temprana del Frente Popular y el triunfo de una revolución proletaria, radical y anticapitalista.

Para avanzar, siquiera mínimamente, las fronteras del conocimiento historiográfico y resolver algunos de los enigmas que ha identificado Graham (2006, pp. 312ss) acudiremos a una base documental desconocida hasta el momento. Al hacerlo nos apartaremos de la línea y de la metodología de Bolloten, cuyos resultados y parti pris puede comprobar cualquier lector (pp. 774-785).

NEGRÍN SE ENTERA DE LA DESAPARICIÓN DE NIN.

El nuevo presidente del Gobierno se encontraba en un almuerzo de despedida al general Smushkevich cuando sigilosamente se le acercó un funcionario[22]. Le dijo que, durante su traslado a Madrid, Nin se había esfumado. Ignoraba que éste hubiera sido detenido en Barcelona y que se le hubiese reclamado por orden judicial. No le conocía personalmente pero sabía quién era. La noticia, afirmó, contrariaba su propósito de «sanar la llaga que en el frente común de resistencia se había abierto con la infortunada revuelta de Barcelona. Comprendía que el pretender cada partido alcanzar vara alta, por golpes violentos de audacia, era tan funesto para nuestra causa como el ejercer represalias sobre los promotores, una vez fracasada la sublevación[23]».

El caso Nin se complicó desde el primer momento. Zugazagoitia no tenía mucha información y el nuevo director general de Seguridad, teniente coronel Antonio Ortega Gutiérrez, nombrado el 27 de mayo (Gaceta del 28), ofreció sólo detalles vagos y confusos. De su exposición, escribió Negrín, «parecía traslucirse que, dada la irregularidad que aún prevalecía en la organización policíaca, Seguridad no había sido capaz de ejercer el control obligado». En consecuencia ordenó a Ortega que se esclareciese lo sucedido, se diera con el paradero del desaparecido y se le mantuviera bajo vigilancia. Convenía ir deprisa y evitar que el asunto tomara estado público antes de aclararse[24]. No ocurrió nada.

En breves y escasas entrevistas posteriores con el teniente coronel, Negrín quedó convencido de que no estaba a la altura de las circunstancias. No le sorprendió. Ortega no poseía formación policial. Según escribió, los profesionales verdaderamente competentes habían desaparecido. Unos habían huido. Otros se habían pasado al enemigo. Las víctimas de las purgas, asesinatos o detenciones habían sido numerosas. Los pocos profesionales que quedaban habían sido relegados a puestos subalternos[25]. Una de sus preocupaciones, escribió, había estribado en «reorganizar los servicios de policía, dándoles un carácter técnico, asegurándose, sí, de su fidelidad republicana, pero liberándolos de las coacciones del partidismo político[26]». Que lo lograra es otra cosa. Si los «hechos de mayo» habían demostrado algo era que el PSUC no había ocupado grandes posiciones de fuerza en los aparatos represivos del Estado. Es posible que esto sorprenda al lector pero Antonov-Ovseenko lo destacó explícitamente. Los carabineros eran, mayoritariamente, de obediencia socialista. En la Guardia Nacional Republicana (ex Guardia Civil) la profesionalidad se mantenía. Quedaba la policía, un polo magnético que atraería mucho más a los comunistas que a los partidos restantes.

En sus escritos Negrín rememoró lo ocurrido. En una de las primeras reuniones del nuevo Gobierno se había propuesto el nombre de Ortega para la DGS. Se había distinguido en el frente y se le alababa por su sensatez, seriedad y juicio. Negrín sabía de su espíritu emprendedor y veteranía republicana. No se pusieron reparos a la propuesta. Nadie le señaló que Ortega había derivado hacia la órbita comunista[27]. Más tarde se demostró que no era un apoyo firme para hacer frente a la gran campaña de protestas, fuera y dentro de España, que se desató a consecuencia de la desaparición de Nin. Todo el mundo acusaba a la Unión Soviética y a los comunistas españoles de ser los autores de, según el caso, su liquidación física o su rapto. La prensa próxima al PCE aireaba mientras tanto los presuntos contactos del POUM con Franco[28].

LOS «CUENTOS» DE ORLOV.

En esta tesitura un día llamaron a Negrín de parte de un consejero de la embajada soviética que rogaba ser recibido a causa de un asunto importante y urgente. Negrín se extrañó porque sólo tenía relación con el embajador y con el agregado comercial y no veía a ningún otro miembro de la misión. Lo insólito del caso le hizo pensar que se trataba de algo excepcional. Acudió un tal Sr. Orlof (sic), cuyo nombre le era desconocido. Cuando entró fue grande su sorpresa pues se trataba de una persona a quien el antiguo embajador Rosenberg le había presentado ocho meses antes con motivo del traslado del oro. Orlov expuso que la embajada conocía su interés por Nin y que, en atención a ello, no habían escatimado esfuerzos para aclarar lo sucedido. Hizo una exposición minuciosa y muy documentada. Los guardias de Asalto que custodiaban a Nin en el viaje hacia Madrid habían hecho alto, como última etapa, en las proximidades de Alcalá y pernoctaron en una casa que no tenía condiciones de seguridad.

Le encerraron en la casa y se fueron a una taberna. Falangistas que sin duda estaban en connivencia con amigos de Nin irrumpieron en la prisión simulando ser voluntarios internacionales. Hubo al principio una refriega porque Nin temió ser víctima de un atentado pero tras breves explicaciones se dio cuenta de lo tramado por sus compinches y se avino, para escapar a la justicia republicana, a atravesar el frente por un sitio predeterminado por donde con frecuencia había evasiones y que sus servicios [de Orlov] habían logrado describir. Acompañaban al expediente una serie de documentos comprobatorios: tarjetas de Falange, escapularios, medallas, objetos que se suponía habían pertenecido a Nin, mapas y piezas escritas, esparcidas en la habitación durante la lucha, que demostraban de manera irrefutable la exactitud de la tesis.

El presidente del Gobierno le escuchó imperturbable, no le interrumpió y no le hizo la menor pregunta. Cuando al final reaccionó dijo que no era a él sino a las autoridades competentes a quienes correspondía pronunciarse. Orlov inquirió si necesitaba alguna ampliación. Negrín respondió que de vez en cuando leía novelas policíacas, las suficientes para intuir que las «pruebas» eran demasiado contundentes para ser verosímiles[29]. Orlov, como movido por un resorte, se levantó y exclamó: «¡Está Vd. ofendiendo a la Unión Soviética!». Con gran frialdad Negrín le replicó: «Olvida Vd. dónde está y que habla con el jefe del Gobierno de la República española». Se dirigió hacia la puerta y con un gesto le invitó a retirarse.

A las pocas horas se presentó Marchenko, el encargado de negocios, con un pretexto anodino. Al cabo de un rato de charla, con su habitual suavidad y cortesía, dijo:

He tenido conocimiento, Señor Presidente, del incidente desagradable que ha tenido esta mañana. Quiero aprovechar la oportunidad de esta visita para expresarle cuánto lo lamento y presentarle mis sinceras excusas. Estoy seguro de que mi Gobierno, en cuanto se lo notifique, procederá a sancionar al consejero en forma que dé a Vd. plena satisfacción.

Negrín respondió que la cosa no tenía importancia. Lo más probable es que Orlov no había sabido comportarse adecuadamente porque estaba nervioso. Marchenko contestó que tal actitud era muy amable pero a quienes le profesaban gran respeto y amistad no podía serles indiferente y añadió: «A reserva de otras medidas que mi Gobierno tome, deseo que sepa que desde hoy el Sr. Orlov deja de pertenecer al personal de esta embajada». Negrín pensó que un regreso a Moscú implicaba un futuro negro e insistió en que no planteaba ninguna reclamación. Lejos estaba de poder imaginar que aquel señor, de quien escribió que era de aspecto caballeroso, había preparado cuidadosamente el asesinato de Nin. Este episodio muestra dos cosas: en primer lugar, el cuidado de la embajada en no irritar al presidente del Gobierno; en segundo término, el que Marchenko no se sintiera intimidado por el agente de la NKVD, quizá porque ignoraba lo que había llevado a cabo[30].

Según escribió, Negrín pasó a Zugazagoitia los documentos dejados por Orlov, sin citar la fuente, para que se comprobaran en todo lo que fuese posible. «Quedamos en que se harían las indagaciones precisas, ya que en el expediente podrían encontrarse datos verídicos, aún desconocidos, que pudieran ponernos sobre la pista de los autores directos.»[31] Documentación similar la recibieron también los servicios de Gobernación. Ortega había suministrado informaciones del mismo tenor al subsecretario Vidarte, cuya reacción fue muy similar a la de Negrín, sólo que expresada de forma más rotunda: «Oiga, coronel, ¿o usted es idiota o cree que yo lo soy?»[32].

AGITACIÓN INTRACOMUNISTA.

Cuando Negrín se enteró, por Zugazagoitia, de la filiación política de Ortega llevó a Consejo de Ministros el proyecto de decreto por el cual se le cesaba. En la reunión

hubo una expresión de contrariedad por parte de los comunistas y reclamaron saber el motivo por el cual se le destituía. Brevemente alegué que tanto el ministro de la Gobernación, de quien era subordinado, como yo, estimábamos que Ortega no era apto para el cargo.

Muchos años más tarde escribió que no fue una reunión tormentosa, como afirmaría ulteriormente Zugazagoitia (p. 310[33]). El cese, disfrazado de aceptación de una solicitud de dimisión, fue publicado en la Gaceta del 18 de julio. Las ambigüedades que rodean el cese de Ortega, escritas a posteriori o por personas que no estuvieron en el Consejo de Ministros, no tienen en cuenta el testimonio de Negrín, en la época, cuando llevó a la firma de Azaña (1978, p. 152) el decreto de destitución el 17 de julio. Azaña preguntó si los comunistas no habían protestado. La respuesta fue que no. Se había presentado el caso como si los servicios de Ortega fueran más necesarios en el ejército. Lo más curioso es que no había candidato para el cargo. De aquí que el sucesor resultó ser el subdirector, Gabriel Morón, socialista.

Es posible, no obstante, que los ministros comunistas filtraran otras informaciones hacia el exterior. El agente del GRU que escribía bajo el seudónimo de «Cid», y que había informado los escenarios de evolución posible de la situación en Barcelona, informó a Moscú (Radosh et al., doc. 45) que en el Consejo de Ministros había movimiento contra Ortega. En la reunión del día 15 Zugazagoitia había propuesto que el director general de Seguridad quedase bajo su control directo y que se le retirara la flota de vehículos de que disponía. Al parecer llevaba dos proyectos de decreto a tal efecto[34]. Los ministros comunistas se opusieron con el peregrino argumento de que el PCE no podía condonar la política de sabotaje de la lucha contrarrevolucionaria que el Ministerio de la Gobernación intentaba llevar a cabo. [Esta alegación era un auténtico disparate]. Irujo fue más allá y sugirió que se apartara a Ortega del cargo. Prieto apoyó a Zugazagoitia. Sin entrar en el fondo del asunto afirmó que todo ministro tenía que tener la posibilidad de supervisar la gestión de sus subordinados y de dirigirla.

«Cid» señaló que Negrín no tomó partido (esto, sin embargo, hubiera sido sorprendente) y que una mayoría de ministros se pronunció a favor de la destitución de Ortega, con el voto en contra de los comunistas. Zugazagoitia, a tenor del agente, echó velas atrás y afirmó que no iba en contra del PCE y que, como prueba de ello, podía ofrecer la DGS al teniente coronel Burillo[35], también comunista. Naturalmente, se ofrecen estos datos con las debidas reservas[36]. ¡Quién sabe lo que se contaría a «Cid»! Según éste, el mismo día el CC del PCE decidió no forzar una crisis de Gobierno, teniendo en cuenta la situación militar, pero sí exigir menos permisividad ante la publicación de comentarios y noticias de índole anticomunista y antisoviética y aceptar el cese de Ortega, con tal de que el Gobierno reconociese públicamente su contribución. Esto último no figuró en el decreto por el que formalmente se aceptó su «dimisión». Cabe pensar que tal vez a «Cid» se le había vendido gato por liebre.

Al agente del GRU le habían llegado también otros rumores. El día 16, afirmó, los ministros comunistas adoptaron un tono duro, muy en línea con la autosuficiencia que por aquel entonces embargaba los niveles de la alta jerarquía. Si sus compañeros de Gobierno no les hacían caso, estaban dispuestos a exponer la cuestión a las masas. Tenían fuerza para provocar una crisis, «como ya hemos demostrado en la sustitución del Gobierno de Largo Caballero». La reunión volvió a encresparse. Zugazagoitia no quiso aducir las pruebas que tuviese contra Ortega. Negrín se pronunció a favor de Burillo. Prieto, por el contrario, estuvo muy combativo. «Un comunista no es un hombre, es un partido, una línea…». En este momento Zugazagoitia pasó al ataque: Ortega se había excedido en sus atribuciones y ordenado la detención de los dirigentes del POUM con pruebas insuficientes.

Jesús Hernández, en aquella época hiperestalinista de pro, planteó el tema de las relaciones con la URSS: lo que ocurría es que se toleraban ataques contra los camaradas soviéticos que, a petición republicana, luchaban en España y daban sus vidas por ella. Según «Cid», Negrín intervino en este momento declarando: «mientras sea presidente del Consejo no toleraré que se difame a los rusos. No tienen la culpa de nada. Son nuestros servicios policíacos los que se equivocan». No es inverosímil que Negrín dijese algo así: se encontraba entre la espada y la pared y probablemente suponía que detrás de la policía republicana actuaban otros agentes que no convenía mencionar. En cualquier caso, el agente del GRU no parecía estar en el ajo de lo que se había tramado ya que se sintió en la obligación de aclarar a Moscú que «como es sabido, Nin había sido liberado por un grupo de asaltantes armados» y que «hay aquí un rumor a tenor del cual los rusos han raptado a Nin». También se hizo eco de un choque de opiniones entre Negrín y Hernández posterior a la reunión del Consejo pero extrajo la conclusión de que el episodio había terminado mal para el PCE: Ortega había caído, su puesto lo ocuparía un prietista y la lucha contra los «trotskistas» y elementos contrarrevolucionarios iría más lentamente que en el pasado.

Entre la detención de Nin y los escarceos que acabamos de mencionar habían ocurrido muchas cosas. La primera es que no se entiende nada del ambiente reinante si no se le enfoca, en parte, como una guerra cismática. La prensa comunista y los papeles internos del PCE que se redactaron sobre el POUM rebosan de improperios, muy parecidos a los que los trotskistas y similares, españoles o no, dedicaban a los comunistas ortodoxos. En aquel ambiente, Zugazagoitia informó a Negrín haber recibido el 29 de junio una carta del diputado Faustino Ballvé, de IR, interesándose por la suerte de José Escuder Pobes, redactor jefe de La Batalla. El 1 de julio le llegó una nota de Ortega diciéndole que Escuder había permanecido en la cárcel de Valencia hasta el 23 pero que desde este día se ignoraba su paradero. Esto era mentira. La fría respuesta terminó señalando que Escuder había sido puesto en libertad. Zugazagoitia comunicó a Negrín:

Ya tenemos, pues, otro asunto terrible que viene a ennegrecer aún más todo cuanto se relaciona con las detenciones de los dirigentes del POUM. No le negaré que no podemos seguir así y que yo me niego a aceptar que sobre un detenido se me facilite este informe seco y frío diciéndome simplemente que ha desaparecido. No sé si Vd. participará de mi alarma pero la campaña exterior que se nos viene encima va a ser terrible[37]. Esto sin contar con la campaña de nuestra propia sensibilidad que tiene que sublevarse ante este régimen de cosas.

A punto de cesar Ortega dijo por fin a Zugazagoitia que Escuder estaba vivo y preso en Madrid. Para entonces la maquinaria policial había identificado a personas que habrían de ponerse a disposición de la autoridad judicial. Debió tratarse de algo serio porque Zugazagoitia añadió que «procede fusilar a varios encartados» pero ¿y Nin? Solicitó instrucciones[38]. Los apuntes de Negrín aclaran que

en otras reuniones había habido y siguió habiendo manifestaciones de irritación e indignación ante un suceso que no lográbamos esclarecer y del que la opinión pública nos hacía responsables. No recuerdo que los ministros comunistas se resintieran de nuestras protestas. Ello hubiera significado admitir un crimen, solidarizarse con él y reconocerse los culpables[39].

La maquinaria estatal indagaba pero, como veremos más adelante, en una dirección alejada de lo que había ocurrido en realidad. Negrín era consciente de la necesidad de aclarar lo que «amenazaba en convertirse en escándalo que derrumbara la autoridad moral de un Gobierno que al constituirse proclamó como fundamental deber el acabar con el régimen de inseguridad personal desencadenado al comenzar la guerra[40]». Zugazagoitia e Irujo le preguntaron en más de una ocasión si en el curso de las investigaciones «no habrían de tenerse en cuenta posibles derivaciones políticas. La “acción directa impune” había llegado a tomar casi carta de naturaleza en la lucha partidista». Negrín sabía lo que estaba en juego, como reconoció en sus apuntes:

Si por desgracia alguna de las hipotéticas imputaciones —que nosotros no teníamos derecho a considerar más que como conjeturas, hasta que la información judicial no estuviera ultimada— se confirmaba y con ello pudiera ponerse en peligro el éxito de la guerra, yo prefería asumir la responsabilidad de mantener secreto el resultado hasta el final de la contienda, sin perjuicio de sancionar debidamente a los que fueran responsables y exigir el castigo de los que no estuvieran bajo nuestra jurisdicción, si los había, y protestar contra cualquier injerencia extraña que hubiera podido producirse.

El presidente del Gobierno intuía que había gato encerrado. En sus apuntes recogió que las acusaciones no eran coincidentes. Unos clamaban contra una detención ilegal, otros protestaban contra un rapto, los más pensaban en un delito de sangre.

Acusados eran indistintamente los guardias a quienes decía habérseles encomendado el traslado, grupos incontrolados, miembros de las BI o del partido comunista, sobre el cual, en último término, convergían todas las acusaciones. No faltaban quienes imputaran lo acaecido a agentes encubiertos, oficiosos u oficiales, de un país con quien estábamos, y nos era necesario conservar, unas buenas relaciones[41].

Ésta es la frase que revela, leyendo entre líneas, que Negrín no ignoraba que se trataba de la URSS. No podía ignorarlo porque, como veremos más adelante, los servicios de policía habían informado de ello. Hasta qué punto sabía lo que realmente había ocurrido es más difícil de determinar. Nada de lo que antecede implica que Negrín se fiase del PCE más allá de lo que debía. Ya hemos dicho que le llegaban, por conductos confidenciales, informaciones no excesivamente favorables para los comunistas. Una de ellas fue coetánea de la detención de Nin. No se refería a asesinatos pero sí a posibilidades, cuando menos, turbias. Su agente confidencial le escribió desde París el 21 de junio para contarle que en Barcelona el tantas veces citado Victorio Sala guardaba una colección de pinturas de valor extraordinario, que el DEDIDE había interceptado poco antes de que cruzaran la frontera. Existía el peligro de que, para procurarse fondos autónomamente, Sala o alguien del PCE vendieran los cuadros en el extranjero. Era muy sospechoso que no se hubieran entregado a las autoridades correspondientes. El agente concluyó afirmando

ni el Partido Comunista ni nadie puede disponer a su antojo de bienes que deben estar únicamente en manos del Estado, de la Hacienda española, que es la que está haciendo frente, en el terreno económico, a la guerra en que se ventila nuestro porvenir, que tantas y tantas cosas como la que puede suceder con esos cuadros están poniendo en más peligro que la guerra misma.

No se trataba sólo de miembros del PSUC o del PCE. También entre los anarcosindicalistas se cocían habas. Un caso del que se hizo eco Azaña (1978, p. 138) fue el de Eduardo Barriobero. Se había dedicado con fruición a la justicia «de clase» y se había hecho con una fortunita vendiendo sentencias y libertades[42].

Los contornos de lo ocurrido con Nin se conocen desde hace tiempo gracias a una conjunción de factores: en primer lugar, al esfuerzo denodado de Maria Dolors Genovès, a quien se le permitió consultar, y filmar, algunos documentos del archivo de la KGB; en segundo lugar al ejercicio de «desinformación» que poco después se lanzó sobre Orlov en su «biografía» escrita por Costello/Tsarev; finalmente, a la existencia de algunos documentos esenciales del sumario instruido en su momento por las autoridades republicanas y que se encuentran en los expedientes de la Causa General. Pero no todo había quedado aclarado hasta ahora. En el siguiente capítulo procederemos a ampliar la base informativa.