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Los hechos de mayo

LA CRISIS LARVADA, QUE el presidente del Gobierno no se atrevía a plantear crudamente ni Azaña a aceptar, continuó. Llevó su tiempo de maduración puesto que respondía a factores estructurales: ¿quién y cómo debía dirigir la política de guerra?, ¿cómo disciplinar la energía de las fuerzas del Frente Popular al objetivo prioritario de ganarla?, ¿cómo mejorar la capacidad ofensiva y defensiva sin continuar desgastándose en querellas internas?, ¿cómo conseguir un relajamiento en la estrangulación exterior?, ¿cómo no defraudar las expectativas de la población con espíritu combatiente? No era fácil dar respuesta a los mismos. De aquí un cierto enquistamiento, aunque algunos pensaron que la demora en hacerlo era perjudicial para el esfuerzo de guerra. De pronto se añadieron dos factores que jugaron a favor del adversario franquista, tanto en el plano militar como en el político.

En el primero, el más inquietante, entre el 31 de marzo y el 9 de abril las fuerzas de Mola iniciaron la ruptura del frente en Villarreal y Mondragón. A partir de entonces su progreso, si bien lento, fue imparable. La desviación de Franco hacia el norte fue consecuencia de la estabilización de la zona centro, tras el empate del Jarama y la victoria republicana de Guadalajara. Entre los posibles objetivos alternativos el norte estaba como cortado a la medida. Aislado del resto de la España republicana, sin profundidad geográfica que permitiera una guerra de movimientos, sin retaguardia que posibilitara un eventual escape, fragmentado y con escasa capacidad de abastecimiento desde el exterior (gracias al juego combinado de la no intervención y del bloqueo de la costa), presentaba un enorme botín potencial en recursos económicos (industrias y minas) que verter hacia el esfuerzo bélico y hacia las exportaciones, no en vano los intereses británicos y alemanes chocaban a la hora de recibir piritas españolas, esenciales de cara a un conflicto internacional. No era necesario tener muchas ideas de comercio exterior o de economía para saber que su conquista podía fortalecer las cartas de Franco. Sin mencionar el hecho de que su eliminación de la zona de influencia republicana podía asestar un golpe moral extraordinariamente importante.

Ahora bien, la evolución militar, aun siendo preocupante, no era la única que causaba quebraderos de cabeza en Valencia. En el segundo plano, el político, cuatro días después del envío de las instrucciones de Moscú con respecto a Largo Caballero, Franco resolvió el 19 de abril sus problemas internos con el decreto de unificación. Para muchos dirigentes republicanos el contraste no podía ser más evidente. Los rebeldes se reorganizaban a pasos agigantados con el fin de incrementar el esfuerzo de guerra mientras que la discordia interna continuaba en las propias filas.

En esta tesitura, los denominados «hechos de mayo» y sus consecuencias tuvieron un gran impacto acelerador sobre la larvada crisis política que arrastraba la República. Se trata de dos temas muy debatidos. Los abordaremos en éste y en el próximo capítulo, combinando historia narrativa y analítica. Confiamos que a su término el lector quede convencido de que la exploración de los archivos y de la documentación primaria permite tirar a la cuneta algunos de los mitos que todavía permeabilizan la historiografía, en especial la generada por los participantes en la guerra fría y numerosos autores profranquistas o antirepublicanos de diversa tendencia, sin olvidar tampoco a los de orientación anarquista y poumista.

EL POLVORÍN DE BARCELONA[1]

Como ha puesto de relieve Graham (1999), en la Ciudad Condal se daban cita tensiones que remontaban a los primeros días del conflicto. Era algo conocido y al que un proyecto de resolución del PSUC del 12 de mayo, reproducido en el apéndice, hizo extensa referencia. Se habían exacerbado en parte a causa de la disociación entre la dirección cenetista nacional y amplios sectores de las bases y de los cuadros intermedios, que iban por su lado[2]. En marzo de 1937 varios centenares de anarquistas abandonaron el frente con sus armas y se refugiaron en Barcelona (Guillamón), dispuestos a hacer su revolución. Fueron el germen de quienes dieron en denominarse los «amigos de Durruti». Las tensiones intra-confederales se agravaron por la expansión del PSUC que recogía, siquiera parcialmente, las aspiraciones de las clases medias, también representadas por Companys y ERC. En cuanto al PSUC se refiere, seguía una línea de orden desde los comienzos mismos de la sublevación militar.

Sobre la dialéctica ya establecida entre guerra y revolución incidieron las consecuencias del estrangulamiento que los anarcosindicalistas mantenían sobre el orden público y que dificultaban la producción y distribución[3]. Esta última se encontraba por desgracia —como escribió «Cid», un agente no identificado del GRU— en manos del conseller Comorera, secretario general del PSUC. El problema había ganado relevancia con el elevado número de refugiados en Cataluña (Graham, 2006, pp. 278-284). El punto a retener es que, fuera de los anarquistas, un sector de la Generalitat llevaba meses pugnando por reasentar la autoridad (Preston, 2006, p. 261).

Los efectos del dogal anarcosindicalista eran evidentes para los observadores extranjeros no prejuzgados por querellas ideológicas y que no estaban insertos en la dinámica de la lucha por el poder. El teniente coronel Morel subrayó las tendencias autonomistas/independentistas y la «herejía» antimarxista que se desarrollaba en las filas revolucionarias, a la cabeza de la cual se hallaban tanto la CNT/FAI como el POUM[4]. Por un lado, la organización militar era impensable sin la CNT. Por otro, nunca había cooperado realmente con el esfuerzo general de guerra. Había enviado a Madrid a los elementos más dudosos y peligrosos, pero no habían hecho buen papel. Obsérvese que esta misma afirmación podría haber sido suscrita por Stalin, de quien consta que dijo cosas similares, y los militares soviéticos. Aflora, por lo demás, en la documentación en que se basa el presente capítulo. El frente de Aragón, defendido por fuerzas anarquistas y poumistas, se extendía a lo largo de 250 km. El análisis de Morel está en directa oposición a las tesis de una vasta literatura elogiosa, o autoelogiosa, proclive a ambas corrientes ideológicas:

Se lucha poco. Cuando la necesidad de propaganda se hace sentir se ocupa un pueblito que no pertenece a nadie, un avance fácil estimable inmediatamente en unos cuantos kilómetros cuadrados. No cabe esperar ninguna resistencia seria por parte de estas fuerzas desperdigadas, cuyo personal de permiso, con autorización o sin ella, se pasea por las Ramblas de Barcelona. Es un frente que se sostiene porque nunca se le ha atacado seriamente. Los nacionales se limitan a mantener los accesos de Zaragoza y a proteger su flanco izquierdo camino de Huesca. La guerra de Aragón, a pesar de lo grotesco de las gesticulaciones catalanas («tartarinades des catalans»), es una guerra de risa[5]. Barcelona no está defendida sino por la distancia y por la interposición de los grandes macizos costeros que separan a Cataluña del cauce del Ebro[6].

La ventaja de estos informes internos es que no están afectados por necesidades de exculpación ni por las trifulcas posteriores a la guerra civil. Para Morel las unidades del frente no parecían tomarse en serio la guerra. Si esto lo pensaba un francés, al fin y al cabo más próximo a los españoles, ¿qué cabría esperar de los soviéticos, acostumbrados a otras obediencias y disciplinas? A la luz de los despachos de Morel no resultan sorprendentes muchas de las valoraciones que los dirigentes del Kremlin comentaron con Pascua.

Si la guerra no «pintaba» bien ni en el norte ni en el frente oriental, la retaguardia de éste se encontraba en estado de pura efervescencia, como había informado Gorev. Los anarquistas defendían el statu quo y, en particular, el control de su armamento, garantía de su forma particular de entender la revolución. Desde hacía tiempo habían creado mil dificultades en la reconversión industrial, interferido en el control de la gestión militar de los aeródromos y en alguna ocasión, más o menos de acuerdo con la Generalitat, habían pretendido absorber las unidades navales que operaban con base en Barcelona[7]. Según «Cid» los anarquistas y el POUM contaban con el doble de efectivos armados que el PSUC y Esquerra. El primero pretendía militarizar las milicias, fortalecer su papel en la defensa y robustecer el papel de la Generalitat en el control del orden público[8]. A tenor de informes que llegaron a los cuadros intermedios cenetistas, el PSUC recibía armamento de contrabando procedente de Francia, en parte gracias a los buenos oficios de algunos miembros del partido ultranacionalista Estat Català, pero nada en el informe de «Cid» lo corrobora. El agente del GRU manejó cuatro escenarios. El primero fue que Companys y el PSUC no hicieran concesiones a los anarquistas. Esto implicaría bien la salida del Gobierno o que se lanzaran a un putsch. El segundo que las hicieran, lo que conllevaría un cierto fortalecimiento de los anarquistas. El tercero que Companys las sugiriera sin contar con el PSUC, lo cual podría inducir a éste a abandonar el Gobierno de la Generalitat. El cuarto y último, que se mantuviera la correlación de fuerzas existente. El que los sucesos de mayo encajaran más bien en el primer escenario no significa en modo alguno que «Cid» lo anticipase como el más verosímil, aunque el proyecto de resolución del PSUC lo considerara, a tiro hecho, como lo más probable (en parte porque achacó a la CNT/FAI el haberse preparado para ello).

Lo que está claro es que la CNT intensificaba sus operaciones de obtención de armas por vías más o menos subrepticias (Sánchez Cervelló, pp. 121-129), algo que captó el GRU. La insurrección dio comienzo tras un período en el que las fricciones entre anarquistas por un lado y comunistas y republicanos moderados por otro habían ido aumentando[9] y para la cual, de creer los informes de origen confederal, ambos bandos estaban disponiéndose. El 24 de abril se produjo un atentado contra el comisario general de Orden Público Eusebio Rodríguez Salas, comunista pero pasado anteriormente por el Bloque Obrero y Campesino y la CNT. Salió ileso. Al día siguiente, cayó Roldán Cortada, dirigente del PSUC[10]. Las manifestaciones masivas a que su entierro dio lugar fueron instrumentadas por los diferentes partidos. Si bien el comité regional de la CNT, señaló Antonov-Ovseenko, condenó el asesinato, no tuvo la valentía de separarse de los «descontrolados». (Orlov, p. 303, afirma que los consellers anarquistas de la Generalitat dimitieron de sus cargos). En tales circunstancias, los Carabineros privaron a los confederales del control de la frontera y pusieron fin a una situación que duraba desde el principio de la guerra. Un radical y pintoresco dirigente, Antonio Martín, el «cojo de Málaga», pereció en una escaramuza. Negrín dejó Valencia el 30 de abril y visitó las zonas fronterizas, lo que confirma Zugazagoitia (p. 283).

En Valencia se seguía la situación al minuto y con preocupación. El 29 de abril, Indalecio Prieto conversó por teletipo con el comandante Luna, segundo jefe de la Aviación en Cataluña. Le advirtió que era preciso evitar que eventuales desbordamientos pudieran afectar la capacidad operativa militar. Temía que si se producían disturbios hubiese grupos que intentaran dar algún golpe de mano contra los aeródromos para apoderarse del material. Luna destacó que los detenidos por el asesinato de Cortada habían quedado en libertad. No se sentía sobresaltado pero aprovechó la ocasión para recordar que desde hacía tiempo había solicitado refuerzos de tropa y, sobre todo, de la Guardia de Asalto y de la Nacional así como armamento y material antiaéreo para los aeródromos. Prieto afirmó que su reacción le tranquilizaba hasta cierto punto pero que alguno de los consellers de la Generalitat había dado a conocer su gran inquietud ante las tensiones reinantes. En lo que se refería a los refuerzos había trasladado en su momento al ministro de la Guerra las peticiones, sin el menor resultado, e insistido en ellas la misma víspera. Probablemente Largo Caballero tendría razones para hacer caso omiso de las recomendaciones de Prieto. El futuro es esencialmente inescrutable, pero en esta ocasión la dejadez se reveló como un error.

Muchos de los autores que han escrito sobre los «hechos de mayo» no han mencionado la aprehensión prietista. Sin duda, estaba justificada. A finales de abril grupos cenetistas sugerían como medidas inmediatas la constitución de una junta revolucionaria, la creación de un ejército revolucionario, el control absoluto del orden público por la «clase trabajadora» y, ominosamente, «una justicia proletaria». La receta era difícil que despertase entusiasmos en el Gobierno central, en la Generalitat y en el arco de partidos en los que no había desaparecido la racionalidad política y económica.

LA CHISPA.

El origen inmediato de los «hechos de mayo» se encuentra en la decisión del conseller de seguridad interior Artemi Aiguadé (de ERC, no del PSUC, como afirma Payne) de ocupar el 3 de mayo, lunes, el edificio de la Telefónica que estaba en manos de un comité conjunto CNT-UGT. Llevaba tiempo tratando de controlar el armamento de los anarcosindicalistas. No hay que olvidar que en otras ciudades como Madrid y Valencia las patrullas obreras ya no cumplían funciones policiales (Graham, 2006, p. 289). La víspera, activistas de Estat Català habían disparado contra los libertarios. Cruells (1970, p. 43) relata este suceso pero no lo relacionó con la chispa que prendió fuego al polvorín. Hoy nuevos documentos permiten atribuirle una significación diferente: quizá una provocación teledirigida por agentes franquistas.

Cruells, del Diari de Barcelona, órgano de Estat Català, y no un testigo demasiado imparcial, divisó motivos personales en la actuación de Aiguadé (según él, un tipo de hombre aventurero, noctámbulo notorio, de carácter algo irregular, capaz de hacer cualquier cosa por complacer a unos amigos). El periodista se inclinó por una versión próxima a la que tradicionalmente propagaron los anarquistas: el intento de ocupación fue un acto ilegal. Bolloten (p. 661) afirma, sin fuentes, que la decisión se tomó en una reunión del comité ejecutivo del PSUC. Esto es sorprendente. El actuar en aquellos momentos contra la CNT implicaba una no escasa dosis de responsabilidad[11]. Es verosímil que Rodríguez Salas no les tuviese demasiada simpatía ya que pocos días antes habían atentado contra él, pero la iniciativa provino del conseller[12]. No se han aclarado totalmente las claves de su comportamiento, aunque un informe interno de la Generalitat, revelado hace poco tiempo por Sánchez Cervelló, recogió que la actuación se realizó «cumpliendo una orden del Gobierno», es decir, probablemente por incitación de ERC y del PSUC. Es difícil que no la hubiese amparado, al menos, el propio Companys. Para toda una tradición historiográfica, Rodríguez Salas fue, simplemente, el ejecutor de los designios del lejano y topoderoso Stalin. Conquest (p. 410) puso encima de ella el marchamo de su incomparable autoridad. Pero no parece que fuese cierto.

Sobre los motivos AO (II) afirmó, el 21 de mayo, que lo que había detrás era el deseo de poner fin al control político que la CNT ejercía sobre las comunicaciones. Al jefe de la base aeronaval Aiguadé le contó la misma historia y ésta fue la que se pasó a Prieto: elementos pertenecientes a la CNT se habían adueñado de las comunicaciones telefónicas, incluso de las que servían al presidente de la República. Era una situación que remontaba al mes de julio de 1936 y que reflejaba mejor que ninguna otra circunstancia (lo reconoce incluso Bolloten, p. 662) el grado de control ejercido por los anarquistas. Posiblemente se había agravado. Benavides (p. 371) relata que el 1 de mayo «alguien» desde la Telefónica había impedido a Azaña que continuase una conversación argumentando que «a un miliciano se le escape un tiro, el hecho es intrascendente. Que al Presidente de la República se le escape una indiscreción…». Este tipo de actuaciones, de ser ciertas, pasaba de castaño oscuro. Llovía, además, sobre mojado porque Companys había ido a Valencia a hablar con Largo Caballero. Según informó AO (II) éste le había exigido que tomase medidas decisivas contra los que vulneraban el orden. Companys asintió a cambio del apoyo del Gobierno central. (La versión de Benavides es, sin embargo, que Largo Caballero no hizo caso y que la entrevista terminó con una sarcástica pregunta: «¿Son ustedes, al menos, dueños de las comunicaciones?».)[13]

En la perspectiva del largo período la actuación de Aiguadé no representó, al principio, sino un episodio más de la larga pugna por disminuir el control y poderío anarquistas[14]. Las fuerzas de Rodríguez Salas (a quien Orlov, p. 304, eleva a la categoría de conseller[15]) encontraron resistencia[16]. Que hubiese descontento contra la Generalitat en las bases y en los cuadros medios confederales es evidente. Sánchez Cervelló (pp. 129ss) ha exhumado un informe de origen cenetista en el que se afirmaba que elementos de Estat Català, del PSUC, del PNV (sic) y de las fuerzas de orden público estaban preparando un golpe contra la CNT/FAI. Les ayudaba, además, el cónsul general soviético. Este informe no parece cierto pero lo importante es que algunos cuadros anarquistas lo creyeran. Que el caldo de cultivo se removió y encrespó es indudable. Guillamón menciona a dos dirigentes cenetistas, Manuel Escorza y Pedro Herrera, que habían tenido largas negociaciones con Companys durante el mes de abril. La reacción fue atizada por ambos mini-líderes, propulsados en parte por sus ensueños de insurrección, en defensa de las conquistas confederales. Fue rápida y contundente. A tenor del testimonio de Emilio García, encargado de la defensa de la manzana de casas que rodeaba el edificio donde radicaba la dirección del PSUC, los anarquistas lanzaron de inmediato tres carros blindados para abrirse camino y apoderarse de él. Cinco mineros los pusieron fuera de combate[17].

Aquella misma noche, Josep Tarradellas criticó a Aiguadé ante Azaña, «por haberse lanzado a una batalla sin prepararla», así como a Companys, «por hablar tanto de darla, con lo que había puesto en alarma a los anarquistas». (Azaña, 1978, p. 25). Esto da la impresión de que Aiguadé no esperaba una explosión como la que se produjo. AO (II) indicó que en una reunión extraordinaria del Gobierno de la Generalitat los anarquistas exigieron que la policía se retirara de la Telefónica. El conseller explicó que la acción no iba dirigida contra el control técnico del edificio sino el político. Los anarquistas, perplejos, exclamaron: «¡Pero no sabemos lo que sucederá!». Aiguadé sugirió que en la Telefónica quedase sólo un delegado gubernamental con seis agentes si los anarquistas se marchaban. Éstos no aceptaron. El conseller dio muestra de indecisión porque, al parecer, no se fiaba demasiado de la Guardia Nacional.

Las escaramuzas se generalizaron a gran velocidad[18]. El coronel Felipe Díaz Sandino, que había sido consejero de Defensa de la Generalitat en el Gobierno de septiembre y era jefe de la Aviación en Cataluña en aquellos momentos, comunicó a Prieto a las 22.30 que por las afueras de Barcelona merodeaban grupos armados que habían interceptado el camino del aeródromo del Prat. Había reforzado las guardias y la protección pero necesitaba más medios. Lo que ocurría tenía, según él, una etiología clara: «La política de tolerancia con la FAI viene dando resultados muy desagradables y todo el mundo ve probables sucesos de alguna trascendencia y que solamente podrían ser evitados con fuerzas dependientes del Gobierno central[19]».

El ministro le respondió que se sentía muy preocupado pues «nuestra guerra puede perderse no en los campos de combate sino en la retaguardia». También el jefe de la base aeronaval informó algo después de medianoche que en varios lugares grupos armados de la Confederación habían levantado barricadas aunque para entonces ya había cesado el tiroteo. Prieto había telegrafiado al jefe de la Flota en Cartagena. Le indicó que los sucesos podían generalizarse y le advirtió: «ante la eventualidad de que… sean el síntoma de perturbaciones gravísimas procede que la Flota esté dispuesta a zarpar al primer aviso para Barcelona si así lo acordara el Gobierno[20]».

Este intercambio (en el que omitimos otras comunicaciones por menos significativas) muestra que Prieto divisaba en una explosión del polvorín barcelonés la posibilidad de que la resistencia republicana se viese fracturada y que ello condujera a una situación gravísima. No en vano la defensa en el norte se presentaba mal. AO (I) subrayó que los sublevados tomaron almacenes que contenían alimentos y material bélico pero que los intentos de implicar a las fuerzas militares no tuvieron éxito. Aun así, escribiendo casi sobre la marcha, reconoció a los insurgentes una cierta experiencia en cuanto a organización militar en materia de despliegue y de manejo de artillería. También subrayó que la respuesta del Gobierno no fue inteligente y que careció de decisión. Era desconocer la complejidad de la situación política en Cataluña y cómo se percibía desde el Gobierno republicano.

Companys se negó a destituir a Aiguadé y a Rodríguez Salas, como pidieron los anarquistas. Cruells, siguiendo de nuevo la interpretación de éstos, caracteriza tal actitud de irresponsable e insinúa que Companys quizá se viera presionado por los comunistas. No aduce la menor prueba al respecto pero su actitud era lógica si la acción contra la Telefónica había resultado de un pacto entre Esquerra y el PSUC. Companys tenía identificados los parámetros del problema pues había lidiado con él desde el estallido de 1936[21]. Orlov (p. 304) ofrece la composición de los levantados en armas: 1500 de la FAI, unos 3000 cenetistas amén de un millar de miembros del POUM. Obsérvese el pequeño número de estos últimos, quizá incluso abultado por conveniencias comunistas. El GRU daría un desglose más pormenorizado, que se reproduce en el apéndice documental.

La insurrección planteó la necesidad de determinar quién acabaría controlando la situación y, con ella, el papel de la propia Generalitat y de Cataluña en la guerra civil. Companys, entreviendo que surgía la posibilidad de domeñar al movimiento libertario, telegrafió a Largo Caballero respecto a la intervención de elementos del Ministerio de Marina y Aire[22]. AO (II) se enteró de ello. También que Companys había hablado con Galarza pero que la respuesta de este último había sido que «enviar fuerzas desde Valencia era políticamente incómodo». A Azaña le contaron que Largo Caballero había dicho que los sucesos no tenían demasiada importancia pero como el presidente de la República ya había sido aislado en su residencia rogó a su secretario, Cándido Bolívar, que se personase en la Presidencia del Gobierno para decir que «Barcelona caía en pleno motín». Largo Caballero no replicó.

El día siguiente, martes 4 de mayo, fue extremadamente cargado y, en retrospectiva, la fecha crucial. Los combates callejeros empezaron a revestir caracteres sangrientos. Por el lado de las autoridades la resistencia no estaba demasiado bien dotada de armamento. Para Benavides (p. 374), comunista, el PSUC fue el eje de la resistencia y dirigió el combate. Tal vez[23]. Ciertamente, AO (I) le extendió un certificado brillante[24]. Aiguadé conferenció con Prieto hacia las 9.30 de la mañana. Confirmó que había hablado con el ministro de Gobernación y que le había dado cuenta de la situación. El conseller dijo que fuerzas incontroladas de la FAI se habían lanzado a la calle (obsérvese que no mencionó para nada al POUM[25]), que jugaban muy fuerte y que era preciso saber con qué medios cabía contar. Prieto respondió que era lamentable que hubiera que desviar fuerzas empeñadas en la acción común contra el enemigo, «el cual sacará gran partido de la situación ahí creada y de la distracción de fuerzas a que obligue».

Los líderes de los «amigos de Durruti» se reunieron por la tarde con los del POUM. Llegaron a la conclusión de que el movimiento insurreccional estaba condenado al fracaso (Guillamón) pero tal constatación no tuvo demasiadas consecuencias. Los primeros no tardaron en proclamar sus deseos más íntimos a todos los aires: fusilamiento de los «culpables», desarme de las fuerzas de seguridad, socialización de la economía, disolución de los partidos «que hayan agredido a la clase trabajadora», etc[26].

LA REACCIÓN DE VALENCIA.

Companys telegrafió de nuevo a Largo Caballero. No formuló petición para que el Gobierno central se hiciera cargo del orden público y se expresó en términos que Prieto recordó al hablar con Azaña: «Entiendo que deben reforzarse las disponibilidades del consejero de seguridad interior pero ante la responsabilidad por la agravación de los sucesos, el Gobierno puede adoptar las resoluciones que estime convenientes». Esto era una especie de cheque en blanco y muestra que Companys conocía perfectamente lo que estaba en juego[27]. Desde el primer momento Prieto se mantuvo en contacto permanente con Azaña por teletipo, único medio de comunicación no controlado por los anarcosindicalistas[28]. Le informó que dos destructores (el Lepanto y el Sánchez Barcaiztegui) zarparían para Barcelona y que sus comandantes se pondrían a sus órdenes.

La incapacidad de la Flota para enviar más unidades se debía a la necesidad de proteger la entrada de un importantísimo cargamento de guerra que se sumaría a los que ya se habían recibido en Cartagena a bordo de los vapores Escolano y Santo Tomé[29]. Los destructores tenían por misión una acción demostrativa para rebasar la cual necesitarían la autorización ya fuese del Ministerio o del jefe de la Flota, aunque llegado el caso también la que forzado por las circunstancias pudiera darles el propio presidente[30]. No deberían relacionarse con otras autoridades que no fuesen Companys y Aiguadé. Esto es importante porque muestra que Prieto reconocía plenamente las responsabilidades de los legítimos dirigentes locales. La aviación de Lérida, «y de cuya fidelidad así como de la del resto del país me dan plenas garantías», haría también una demostración en vuelo bajo sobre la Ciudad Condal (se realizó un par de días más tarde). Había previsto la movilización de un millar de soldados encuadrados e instruidos pero todavía sin armamento.

Prieto ya anticipó la posibilidad de que, dadas las circunstancias, el Gobierno central pudiera rescatar el orden público, tan gravemente alterado. En ese caso las fuerzas quedarían a las órdenes de la persona en quien delegase sus atribuciones. Recordó que ya lo había planteado a Largo Caballero como criterio personal porque en diversas ocasiones anteriores le había transmitido sus temores, «basados no meramente en presunciones sino en informes que reputaba fidedignos de que al fin ocurriría lo que ya ha comenzado ahí». Ello le había llevado a relevar a ciertos elementos dudosos.

Largo Caballero pasó la jornada encerrado con los ministros confederales[31] y ordenó que se preparara un avión para trasladar a Barcelona con fines de mediación a varios comisionados cenetistas y ugetistas (entre los primeros a García Oliver). Azaña había tratado de hablar con él pero en Telefónica se le negó la comunicación (!). Hubo de hacer uso de otro medio para ponerse en contacto con el subsecretario de Guerra Carlos Baraíbar, sin grandes resultados (el teletipo se conserva: Azaña le habló en términos dramáticos). Tampoco hizo caso Largo Caballero a las peticiones de ayuda que Aiguadé dirigió a Galarza[32]. Prieto no pensó que la gestión daría demasiados resultados pero no cabía despreciar oportunidad alguna. Advirtió que el rescate del orden público podría no tener buenos resultados si quienes llegasen no contaban con fuerzas de tierra lo bastante sólidas y seguras para imponerse desde el primer momento.

Azaña coincidió en aquella apreciación «porque a esta situación se ha llegado a fuerza de transacciones sin autoridad y de eludir las responsabilidades más claras» (algo en lo que también estaba en paralelo con la apreciación ulterior del PSUC). Señaló que «conviene mucho no perder de vista la posibilidad de que el rescate se complicara con una tensión política si a la Generalidad no le era agradable». El mismo Companys transmitió a Largo Caballero su impresión de que sería difícil llegar a un acuerdo con la CNT, que podría formular exigencias inadmisibles. Ello no obstante, García Oliver y Carlos Hernández Zancajo, de la Ejecutiva de la UGT, partieron con otros comisionados y llegaron a Barcelona a las 2.30 de la tarde. Comunicaron inmediatamente sus primeras impresiones. Dada la gravedad de la situación habían tardado más de una hora en tomar contacto con el comité regional de la CNT. Encontraron en él una buena acogida y rápidamente se reunieron con la Generalitat. Estimaban que era necesaria una intervención urgente de índole política bajo los auspicios de Companys antes de que pudiera decidirse una acción armada desde fuera de Cataluña, lo cual agravaría el clima extraordinariamente.

Los ministros continuaron reunidos en Valencia, a excepción de los confederales y Negrín. Prieto recordó que se había ido el viernes (es decir, el 30 de abril) a la frontera catalana «y le supongo en esa capital, aunque no lo sé de cierto[33]». El ministro de Marina y Aire no compartía la opinión de Azaña sobre las eventuales dificultades con la Generalitat. El rescate «sería un respiro para la gran masa ciudadana de Cataluña y me atrevo a creer que la sombra muy desvahída de autoridad que signifique (sic) el Gobierno catalán no oscurecerá el ansia que ahí se siente de ver restablecido el orden». Si la Generalitat lo apoyaba, tanto mejor. En cualquier caso, estaba «impuesto por la complejidad de los elementos incluso Marina y Aviación que van a entrar en juego para restablecer el orden y que sería a mi entender peligrosísimo poner en manos de un poder claudicante».

Prieto sabía de qué hablaba. Por la mañana Companys había solicitado a Largo Caballero que Díaz Sandino, con la Aviación, se pusiera a las órdenes de la Generalitat para actuar en el momento «que juzguen oportuno[34]». Esta petición dejaba, con todo, a la responsabilidad del Gobierno central el estimar la oportunidad de poner en movimiento fuerzas poderosas. Prieto intentó calmar a Companys («estoy conforme con lo que Vd. dice») y le confirmó su creencia de que el rescate del orden público «sería acogido con entusiasmo por la mayoría de la opinión catalana». Tales intercambios muestran que el presidente de la Generalitat, aunque hubiese adoptado al principio una línea un tanto sinuosa, entreveía que la situación evolucionaba de forma tal que por fin se planteaba la posibilidad de romper el dogal libertario. También indica que, en contra de lo que se ha afirmado reiteradamente, no eran sólo los comunistas quienes se oponían a la insurrección.

Las fuerzas movilizables sobre el propio terreno no eran demasiado numerosas. Cuando el coronel Antonio Camacho, subsecretario de Aviación, preguntó al jefe del aeródromo de Lérida con qué aparatos contaba para hacer una demostración sobre la Ciudad Condal, la respuesta fue que sólo había un Fokker y un Marcel-Bloch. Un Potez y otro Marcel-Bloch estaban cambiando motores en Sabadell. Los Breguets y los Nieuports se encontraban en Barcelona. En términos de efectivos contaba con 120 hombres más 112 de una compañía que había llegado la víspera para la defensa antiaérea así como 200 del batallón de Aviación armados y otros 300 sin armas, pero había que proteger el aeródromo y Lérida no tenía fuerza pública. En total, lo más que podía enviar eran 200 efectivos de toda confianza.

Si Largo Caballero se hizo al principio un tanto el remolón no fue por indisponerse con la Generalitat sino por evitar un choque con la CNT. A mayor abundamiento Prieto había sugerido que se declarara el estado de guerra y que la autoridad por el mantenimiento del orden pasara a los militares. El Gobierno no le siguió. Éste es un aspecto muy importante que ignora Bolloten. En el gabinete no eran sólo los comunistas los que presionaban a favor de la adopción de medidas enérgicas. La declaración hubiese cambiado radicalmente la proyección de fuerzas en Barcelona. Se pensó que Galarza podría ir, lo que no hizo[35], mientras cinco compañías de aviación se desplazaban a toda prisa desde la base de Los Alcázares y varias escuadrillas del Centro se trasladaban al aeródromo de Reus al mando del teniente coronel Hidalgo de Cisneros, jefe de las FAR.

Azaña creía que «una acción enérgica y decisiva del Gobierno será recibida por la opinión como una medida salvadora que está pidiéndose hace mucho tiempo». Coincidía con lo que señaló el análisis ex post del PSUC. El presidente aprovechó la ocasión para pedir refuerzos para la guardia de su residencia y, con un ligero toque de humor, añadió que como muestra de que no lo había perdido no solicitaba que le enviaran un tren blindado de los que fabricaba el ministro de Obras Públicas. Prieto respondió que no podía perder lo que no tenía. En este intercambio continuo los lazos entre Prieto y Azaña debieron estrecharse mientras que la tensa relación entre este último y Largo Caballero se vio sometida a una dura prueba adicional. Es un dato que conviene no olvidar porque ahondaría la desconfianza que Azaña sentía hacía el presidente del Gobierno.

Prieto, por su parte, tenía una postura contundente: había que evitar a todo trance cualquier pérdida de tiempo y de autoridad como la que supondría subordinar la acción de las fuerzas gubernamentales al resultado de cabildeos y negociaciones sin ningún valor. El problema estaba en Barcelona. «El dominio de la comarca son simples operaciones de policía. Ahora bien, creo que lo de la capital debe reducirse en término de horas sin tibiezas, dudas ni vacilaciones». En ello, «si se quiere actuar con energía, los barcos y la aviación juntamente con la fuerza pública que ahí existe, y teniendo en cuenta que el espíritu público nos es propicio, se bastan y se sobran. En veinte minutos puede acabar la aviación todos los focos de resistencia y todas las baterías».

En una de las múltiples reuniones del gabinete, Largo Caballero pensó que había que esperar al resultado de las gestiones de los comisionados. Prieto seguía sin confiar en ellas porque si se dejaba pasar el tiempo y había que rescatar el orden público cuando la ciudad estuviese dominada por los sublevados la empresa sería mucho más difícil. El Consejo de Ministros examinó los dos casos que preveía el Estatuto de Cataluña: un requerimiento de la Generalitat y un acuerdo espontáneo del Gobierno central. Se convino en que el primer supuesto sería más deseable por lo que se incitaría a la Generalitat a solicitarlo. Largo Caballero habló con Companys, si bien con grandes dificultades de comunicación, e informó a los ministros que no le había respondido de manera concreta aunque él había extraído la impresión de que la Generalitat se reconocía impotente para dominar la situación.

Desde Barcelona, los comisionados indicaron que se apuntaba una posibilidad de solución. Companys formaría un gobierno transitorio de cuatro personas. Comorera había propuesto que dos de ellas fueran los secretarios regionales de la CNT y de la UGT[36]. Largo Caballero respondió que una crisis local no era suficiente. Lo que el Gobierno republicano necesitaba saber con urgencia era si la lucha en las calles terminaba o no. Si no acababa, tomaría decisiones de gran calado, entre ellas la publicación de un decreto que le permitiera asumir la responsabilidad del mantenimiento del orden público, algo que ponía los pelos de punta a los anarquistas, y la delegación de la autoridad gubernamental para asegurarlo. Dio un ultimátum de 15 minutos. Sabía que los ministros eran de la opinión, compartida por el mismo Irujo, representante del PNV, de que era urgente hacerse cargo del orden público[37]. Así ocurrió. El subsecretario de la Presidencia, Rodolfo Llopis, pudo comunicar con la secretaría particular de Azaña al caer la tarde del 4 de mayo y le leyó el texto de cuatro decretos.

El primero rezaba así:

Estimando el Gobierno conveniente por razones de seguridad hacer uso de las atribuciones que confiere el artículo noveno párrafo segundo del Estatuto de Cataluña, de acuerdo con el Consejo de Ministros y a propuesta de su presidente, vengo en decretar: Artículo único. A partir de esta fecha pasan a depender directamente del Gobierno de la República todos los servicios de seguridad pública en Cataluña. El Gobierno dará cuenta en su día a las Cortes del presente decreto.

El segundo disponía que el general de brigada de la Guardia Nacional Republicana José Aranguren cesara en el mando de la 4.ª división orgánica, para el cual se nombraba, en un tercer decreto, al general Sebastián Pozas. El cuarto y último disponía que el Ejército del Este dependería para todos los efectos del general de la 4.ª división. La significación de todo esto se le escapó al agente del GRU cuyo informe se reproduce en el apéndice documental. Llopis preguntó si Azaña estaba de acuerdo con un último nombramiento: el coronel Antonio Escobar, del 19 Tercio de la GNR, que había salvado la situación en Barcelona en los días siguientes al 18 de julio, debía encargarse de asegurar el orden como delegado de Orden Público y jefe superior de Policía. Azaña dijo a todo que sí[38].

Díaz Sandino recibió instrucciones de ofrecer toda la ayuda que Pozas y Escobar necesitasen porque los refuerzos corrían el riesgo de retrasarse. Había sido difícil conseguir los mil mosquetones que necesitaban los soldados de Aviación. Los emotivos llamamientos de los dirigentes políticos y sindicales no tuvieron el efecto deseado. Cruells (p. 62) indica sobriamente que eran tantos los recelos acumulados que se hacía imposible refrenar a quienes querían aprovechar la ocasión para liquidar a sus adversarios. Tampoco Azaña las tenía todas consigo y llamó a Prieto la atención sobre la posibilidad de que el primer decreto pudiera no publicarse en la Gaceta. La anulación exigiría un nuevo acuerdo del Consejo y una nueva sanción del jefe del Estado. Para dejar las cosas claras, puso de manifiesto que no aceptaría su eventual derogación.

Todos los argumentos que se aduzcan para desistir de lo que ya estaba acordado así como para demorar la intervención represiva que el Gobierno está obligado a hacer no son sino consecuencia de las combinaciones locales barcelonesas que no merecen ni llamarse políticas y que son la prueba decisiva del abyecto estado en que ha estado [o] a que ha venido a parar la autoridad pública en esta región.

Prieto se ausentó para asistir al Consejo de Ministros pero dictó una nota en la que hizo constar que coincidía con Azaña en apreciar la gravedad del problema y la necesidad absoluta de intervenir. «Me percato», dijo, «de lo que ahí se ventila. Estoy convencido de que ahí se ventila todo el problema que lleva dentro de sí la guerra. Por lo tanto, el porvenir de España». Le garantizó que los anarquistas que se trasladasen del frente no llegarían a Barcelona y le aseguró que pronto recuperaría su libertad de movimientos. Los temores de Azaña se revelaron infundados. Prieto volvió al teletipo y le comunicó que el Consejo había durado escasamente media docena de minutos. Largo Caballero había afirmado que no cabían más demoras porque con ellas se contraía una gravísima responsabilidad. Propuso que el decreto de rescate del orden público apareciese en un número extraordinario de la Gaceta[39]. Prieto pensó en la posibilidad de que anarquistas valencianos pudieran dar un golpe de mano en Manises y pidió a Galarza que protegieran el aeródromo las fuerzas de seguridad.

SE ENDURECE EL TONO.

El miércoles 5 de mayo lo que preocupó a Prieto fue evitar una desconexión entre las fuerzas terrestres, navales y aéreas. La interrupción de comunicaciones, las escaramuzas callejeras y la confusión general no hacían fácil que unos mandos se relacionasen con otros, aunque in situ tal toma de contacto no debía ser tan complicada como parecía. Deploró la lentitud característica de la «gente amiga» (supongo que se trató de una forma elíptica de aludir a los rusos) que habían retrasado los movimientos de alguna escuadrilla pero el Gobierno central ya había amasado las suficientes fuerzas aéreas.

Un riesgo adicional surgió de la retirada de unidades anarquistas de la primera línea de combate. A Azaña le habían informado que la víspera algunos elementos de la CNT se habían dirigido por radio a sus compañeros diciéndoles que estuviesen prontos a volver a Barcelona en cuanto fuese requerido su auxilio[40]. Poco más tarde, se detuvo a un enlace procedente del frente. Prieto diseñó, en consecuencia, un plan para impedir una retirada y lo expuso a Largo Caballero. Éste se mostró preocupado ante la posibilidad de confusión con los efectivos de tierra que estaba a punto de enviar. El ministro consideró que la confusión sería algo difícil, dada la diferente dirección en que unas y otras se moverían, pero se inclinó. A Díaz Sandino le dijo con toda claridad que era «terrible esto que nos ocurre con la guerra. En el período crítico en que se halla tenemos que olvidarla para concentrar nuestra atención en este nuevo frente, el más peligroso de todos». No andaba desencaminado. También Galarza aprestaba fuerzas de los institutos a sus órdenes.

Algo más tarde, se supo que Escobar estaba herido. En el trayecto del cuartel de la Guardia Nacional a Gobernación le habían dado un balazo que le atravesó de hombro a hombro. Por orden de Galarza fue el teniente coronel (en otros teletipos aparece como comandante) Alberto Arrando quien le sustituyó pero o bien no se percató de la gravedad de la situación o prefirió no percatarse, dadas sus simpatías proanarquistas. Fue, como señaló Azaña en sus memorias, una mala elección. Para entonces el estado anímico de la población había mejorado. Podría haber sido consecuencia de los acuerdos de la víspera y de las órdenes telefónicas de que cesara el fuego, aunque también de un cierto hartazgo. A Largo Caballero se le comunicó, no obstante, que:

Si algunos disparos se oían eran producidos por pacos misteriosos, seguramente por agentes fascistas y provocadores empeñados en mantener y sostener la alarma… Creemos que aun cuando haya algún paqueo en la ciudad realizado por excesivo número de fascistas emboscados serán acatadas las órdenes de paz y reintegro a la normalidad.

Es decir, los comisionados cenetistas y ugetistas reconocían una realidad. En los hechos de mayo se entremezclaron muchas cartas, algunas claras, otras oscuras. ¿A quién interesaba que se mantuviera un alto grado de tensión? Este aspecto terminaría desapareciendo de la discusión posterior, cuando sobre su génesis y desarrollo se vertieran las más exóticas interpretaciones. En el ínterin la eventual intervención de las FAR y de las unidades navales había quedado ultimada, no sin grandes dificultades, que escapan a numerosos historiadores. Desde Reus, Hidalgo de Cisneros advirtió que la comunicación por carretera con Barcelona estaba cortada por Tortosa por lo que convenía mandar todo lo posible por aire y proteger adecuadamente lo que se enviara por tierra. Por desgracia, las espoletas que habían llegado no servían. Para entonces Azaña estaba terriblemente enojado. En una de sus conversaciones con Prieto señaló que el problema tenía dos caras:

Una que es la insurrección anarquista, con todas las graves consecuencias y deplorables efectos que no necesito señalarle a Vd. Otra, la falta de libertad en que se halla el jefe del Estado no sólo para moverse libremente sino para ejercer su función. Ya lo primero sería de por sí gravísimo y requeriría urgentísimas y enérgicas decisiones. Lo segundo añade gravedad y puede tener consecuencias incalculables.

Azaña constató que el Gobierno había reunido los elementos suficientes para imponerse antes de que

una retirada de elementos del frente viniendo sobre Barcelona impriman a la situación actual estacionaria caracteres de catástrofe[41]. Todas estas consideraciones me induce hacerle saber a Vd. que no puedo soportar más tiempo el retraso de la intervención decisiva del Gobierno en ninguno de los dos aspectos del problema y no pudiendo el presidente de la República sofocar la insurrección con los sesenta soldados mal armados de su guardia, tendrá que atender personalmente a resolver el otro aspecto de la cuestión. A Vd. le sobra perspicacia y sensibilidad política y personal para comprender que ni mi decoro personal ni la dignidad de mi función ni el escándalo que se está dando ante el mundo entero permiten que el jefe del Estado permanezca un día más en la situación en que se encuentra.

El presidente de la República no se quejaba a Prieto. Al contrario, le estaba muy agradecido por los esfuerzos que había desplegado para mantenerle informado. Quería saber, no obstante, si se trataba de una actuación personal, «sugerida por su celo y su buena amistad» (como fue el caso), o si respondía a directrices del Gobierno. Es evidente que no se fiaba de Largo Caballero. Prieto ordenó a Díaz Sandino que exigiera a Arrando que le señalase los objetivos que debía batir la Aviación en Barcelona y que localizase, con el mismo fin, al comandante del Lepanto. Flotaba la impresión de que Galarza no le había instruido a tal efecto, pero Hidalgo de Cisneros comprobó que no era así. También lo comprobó Prieto en conversación con Largo Caballero y Galarza. El nombramiento de Arrando había sido tan lamentable que Prieto indicó al jefe del Gobierno «que una designación hecha así a voleo, sin ser bien conocida la persona, era aventuradísima, dada la delicadeza de las funciones que debe asumir[42]». Pidió a su compañero que, según lo acordado, fuese a Barcelona. Galarza volvió a esquivar la situación.

Al caer la tarde del miércoles 5 las noticias que se comunicaron a Prieto fueron que la situación había empezado a calmarse, «si bien es indudable que hay elementos provocadores interesados en evitarlo[43]». Pozas había llegado al Prat y al día siguiente se haría cargo de la división. En Tarragona, por el contrario, la situación era lábil. Según se relató posteriormente a Companys, las Juventudes Libertarias habían empezado a agitarse. Ya en la noche Hidalgo de Cisneros dio el parte de novedades. Tenía dispuestos en Reus tres trimotores que, unidos a los grandes aviones listos en Valencia, podrían empezar en cuanto amaneciera con el transporte del material y personal que necesitaba y que detalló pormenorizadamente. Subrayó que el municionamiento de Pozas era precario. Carecía de cartuchos y pedía con urgencia bombas y ametralladoras para defender el aeródromo. Terminaba un día en el que Companys había enviado a Largo Caballero una solicitud desesperada:

Mientras llegan refuerzos ordenad inmediatamente actuación Sandino. Aviación Cataluña no se ha movido. Pozas y Escobar no presentados todavía. Apresurad posesión cargo. Todos dispuestos colaborar.

Companys confirmó así su disposición a lanzarse a tumba abierta contra la insurrección de la mano del Gobierno central. Recurrir a las FAR era declarar la guerra abierta a los anarcosindicalistas. Aquella misma noche se constituyó el previsto Gobierno de transición. De él quedó apartado Aiguadé. Su sustituto por ERC fue Carlos Martí Feced, de quien al parecer había partido la idea de nombrar a Arrando. No tuvo el menor efecto sobre la aplicabilidad del decreto aprobado la víspera.

AZAÑA SE VA DE BARCELONA.

Los anarquistas siguieron tratando por todos los medios de evitar que se enviaran refuerzos. El mismo día 5 sus representantes se entrevistaron con Largo Caballero para pedírselo. Para entonces la opinión del presidente del Gobierno estaba formada y se negó terminantemente. Respondió que debían dar a sus correligionarios la impresión de que era absurda la postura en que se habían colocado. Se arriesgaban a un aplastamiento porque era una auténtica locura pensar que fuesen a vencer al Estado. Entonces se puso de manifiesto que los comisionados habían sido objeto de las mayores desconsideraciones, de las que no habían informado por teletipo aunque sí habían indicado que tenían noticias que sólo transmitirían verbalmente. No se les había proporcionado camas. Tampoco se les dio nada de comer. La recepción había sido desdeñosa y desde el primer momento se les había dicho y redicho que no tenían nada que hacer en Barcelona, pues se trataba de un pleito entre catalanes en el cual no tenían por qué intervenir. Al parecer, García Oliver obtuvo excepcionalmente medio panecillo y un pedacito de jamón[44] pero los demás no probaron bocado mientras en una estancia inmediata individuos de una u otra filiación sindical miembros del anterior gobierno cenaban con cierta esplendidez[45]. Los comisionados regresaron a Valencia irritadísimos, algo que también confirma Zugazagoitia (p. 282). Todo ello se ocultó cuidadosamente. Estaba, no obstante, en línea con la pulsión revolucionaria que fluía por las venas de algunos mini-dirigentes locales.

Lo que los libertarios no lograban de frente trataron de conseguirlo por detrás. Arrando se lanzó a un juego dilatorio. Informó a Azaña de que contaba con una promesa formal de que los revoltosos se retirarían y que le habían dado garantías de que no dispararían sobre la residencia presidencial. Azaña tuvo sus dudas, sobre todo porque cuando el recién nombrado Antonio Sesé fue a tomar posesión de su cargo como conseller cayó asesinado. Todavía hoy no se sabe por quién. Los comunistas lo atribuyeron a «provocadores trotskistas» pero por el lado anarquista se ha argüido que la bala procedía de una barricada del PSUC[46]. Eran tiempos turbios y en ellos hacían su agosto agentes de toda laya. Le sustituyó Rafael Vidiella, quien ya era conseller por el PSUC. Azaña y Prieto coincidieron en que, entre unas cosas y otras, se había perdido todo un día[47]. Giral y Just dieron ánimos al presidente de la República, lamentando no estar a su lado en aquellas circunstancias tan difíciles.

El jueves 6 de mayo se instaló una engañosa calma. Fue cuando se preparó la evacuación de Azaña, una tarea no demasiado fácil. La recordaría en sus memorias con amargura, así como «la glacial indiferencia de Caballero y la sorda hostilidad y el manifiesto abandono de la Generalidad» (Azaña, 1978, p. 34). El comandante del Lepanto logró presentarse acompañado de un puñado de marineros pero al reanudarse los combates la situación volvió a tornarse insegura. Se hizo una información entre los oficiales al mando de las fuerzas que protegían la residencia y todos afirmaron que no disparaban sino para repeler agresiones. Arrando confirmó que tenía dadas órdenes de que no se hiciera fuego sino en caso absolutamente necesario[48].

Uno de los oficiales mostró a Azaña un plano en el que señaló los emplazamientos de varios cañones. El presidente se enteró de que había habido un encontronazo con los refuerzos llegados a Tortosa y que el teniente coronel García Reyes había contenido con fuerzas de Aviación una columna de la CNT que, abandonando el frente, acudía a Barcelona. Esto sí lo captó el GRU correctamente. Prieto le confirmó que en Tortosa la columna de auxilio había puesto en libertad a un gran número de prisioneros de los anarquistas. En Amposta otra columna había forzado el paso. Ambos discutieron extensamente los detalles del viaje a Valencia, que Azaña prefería hacer por vía aérea. Las conversaciones por teletipo se leen en ocasiones como un capítulo de una novela de aventuras pero la salida se abortó. El comandante del Lepanto volvió a su barco e informó que la marcha del presidente podría encerrar algún peligro. Azaña le convocó al día siguiente, viernes, a las cinco de la madrugada para intentarlo de nuevo.

También aquel mismo jueves Pascual Tomás, vicesecretario de la UGT, recabó información sobre lo que ocurría. A Vidiella fue difícil explicarlo. La vida se normalizaba un poco pero también había un gran nerviosismo. La calma inicial podía ser una añagaza para continuar en mejores condiciones. Ominosamente afirmó que podría tratarse de «dar el golpe definitivo». El Gobierno central debía prepararse a todo. Circulaba algún que otro tanque de la FAI por las calles. Los comités de la CNT y de la UGT hacían todo lo posible por restaurar la normalidad «pero creo hay elementos interesados en que esto no se termine». Largo Caballero debía de tener todo previsto para actuar rapidísimamente, llegado el caso. Si la lucha se reproducía podía ocurrir una catástrofe. La respuesta de Tomás fue alentadora[49]. Los rusos informaron que las fuerzas leales a la Generalitat apenas si resistían ya[50].

Companys estaba descontento porque los efectivos del PSUC no habían atacado el comité regional de la CNT/FAI, tal y como había acordado con Comorera. El secretario nacional de la CNT, Mariano R. Vázquez, y la ministra Montseny amenazaron a Companys que no habría acuerdo si llegaban las tropas de Valencia, pero el presidente de la Generalitat afirmó con fuerza que había que cesar la lucha. El Gobierno de la República tenía derecho a mandar tropas. Valencia sólo quería calmar los ánimos. Había que tener en cuenta lo que se pensaría en el extranjero (AO, II). La situación explotó en Tarragona donde se abrió fuego nutrido contra las fuerzas de orden público. Las escaramuzas duraron cerca de doce horas, con pequeños intervalos de calma, hasta que llegaron fuerzas del aeródromo de Reus[51].

Desde Barcelona Vidiella comunicó que «no faltan agentes provocadores. En todas partes se aprovecha esta psicosis general». Companys había tenido que intervenir públicamente para contrarrestar las órdenes que emanaban de la antigua Consejería de Defensa ya que el único que podía darlas era Pozas. Federica Montseny había conversado con Galarza y le había dicho que el envío de fuerzas había hecho crecer el nerviosismo en las masas cenetistas. Al caer la noche se difundió un comunicado conjunto de los comités de la CNT, de la FAI y de las Juventudes Libertarias pidiendo a sus afiliados que antes de las 9 de la mañana del viernes se retirasen de las calles, depusieran las armas y reanudaran inmediatamente el trabajo. Es más, las patrullas de control, una especie de policía revolucionaria temida por sus excesos, decidieron apoyar al Gobierno de la Generalitat, la primera vez que ocurría desde la sublevación militar. El comité de Cataluña de la UGT adoptó el acuerdo de expulsar a los dirigentes del POUM, por no haberse colocado al lado del Gobierno legítimo. Se les acusó de no haber desautorizado a los militantes que habían participado en el «movimiento subversivo».

Según han argumentado Elorza/Bizcarrondo no era una exageración aunque Moscú adoptara la línea de que «el trotskismo español se ha desenmascarado como agente del fascismo internacional» (Pravda, 9 de mayo, citado por Bolloten, p. 669). A esta interpretación se atuvo pocos días más tarde, el 12, el proyecto de resolución del PSUC. Si bien subrayó la autoría central de la CNT/FAI, tendió la mano a los confederales pero recalcó, al principio con escasa intensidad pero fuertemente en las conclusiones, la responsabilidad del «grupo trotskista contrarrevolucionario», es decir, el POUM. La quinta línea de actuación que preconizaba no dejó lugar a dudas sobre la dureza de la lucha política que auguraba hasta que se consiguiera su disolución.

Los comunistas, a tenor de tal proyecto, eran conscientes de que se vivían jornadas históricas. Su virulento rechazo, en parte promovido por Moscú pero también enraizado en las condiciones locales, hubo de acentuarse tras conocerse las conclusiones del CC del POUM del 12 y 13 de mayo. Para mejor orientación del lector ambos documentos se reproducen en el apéndice. El choque ideológico, la valoración de los hechos y las consecuencias que de ellos se desprendían no podían ser más diferentes. Mientras los primeros proclamaban la subordinación de todas las energías a la no sencilla tarea de ganar la guerra, los segundos lanzaban un canto heroico, pero escasamente operativo, a la necesidad de profundizar la revolución.

El viernes 7 terminaron los «hechos de mayo». De madrugada, Azaña abandonó su residencia sin dificultad. Hay autores que piensan que hubiera podido hacerlo antes y que sólo su cobardía innata lo impidió. Pero es evidente que hubiera sido un desastre total si algo le hubiera ocurrido. La evacuación se preparó con un cuidado extremo. Los teletipos permanecieron abiertos y Prieto la siguió al minuto anticipando todas las posibilidades. Los dos destructores atracados en el muelle debían darse a la mar acto seguido para escoltar al barco Ciudad de Barcelona y proteger el desembarco de las tropas expedicionarias que llegaron por tierra y por mar. Conquest no se priva de mencionar que se trataba de «tropas de policía especialmente preparadas» (sic). La CNT/FAI desalojó, por fin, la Telefónica, tras entregar su armamento a los sitiadores.

¿QUIÉN GANÓ?

El episodio descrito en las páginas anteriores ha sido mitificado. No constituyó, como suele afirmarse de forma casi canónica, una «guerra civil en la guerra civil» (uno de los últimos en hacerlo por ahora es Beevor, p. 389). A tenor de los medios utilizados, de las fuerzas presentes (por el lado gubernamental, esencialmente de orden público y por el lado libertario/poumista unos cuantos miles, sin que llegara a movilizarse el proletariado cenetista[52]) y de su duración (literalmente cuatro días) cabe caracterizarlo más bien como movimiento insurreccional («subversivo», según el calificativo ulterior de Negrín). Tuvo, sin embargo, importantes consecuencias ya que aceleró el movimiento hacia la resolución de la crisis que tenía bastante paralizado al Gobierno de Valencia. Pero aún sin los «hechos de mayo», la situación en éste era insostenible y no hubiera tardado demasiado en encontrar un desenlace.

Triunfó, esencialmente, el Gobierno central, que se hizo cargo del orden público y eliminó los sueños de una autonomía militar catalana, para entonces, en nuestra modesta opinión, totalmente disfuncional. También triunfaron ERC y el sector no libertario de la Generalitat, en la medida en que desataron el dogal que sobre ésta pendía. AO (IV) resaltó, por ejemplo, la victoria de ERC:

La derrota sufrida por los anarquistas en mayo suscitó una gran animación de las capas pequeñoburguesas. Ello se manifestó en el pleno de la Esquerra [en junio] que se desarrolló en un ambiente agresivo y en contra de los anarquistas (demanda de un Gobierno netamente de partidos, rechazo de toda colectivización en el campo, devolución de bienes incorrectamente colectivizados o confiscados[53]).

Triunfaron igualmente los comunistas[54] pero AO (II) recordó que el PSUC había tenido fallos importantes: carecía de aparato de defensa (como reconoció el propio partido internamente), debió confiar en las fuerzas de la policía y no había trabajado lo suficiente para oponerse a la labor desmoralizadora de los «anarcotrotskistas». Peor aún: se había comportado de manera desafiante contra la CNT/FAI sin tener la suficiente fortaleza. Este tipo de argumentación no casa con la de quienes siguen imputando al PSUC una actividad conspiratorial para desencadenar los «hechos de mayo[55]». El diplomático soviético y presumible agente de la NKVD Strajov (III) realizó un análisis más diferenciado el 22 del mismo mes. El factor decisivo, afirmó, que llevó a la derrota de la insurrección fue el comportamiento de las figuras dirigentes de la CNT/FAI. Insistieron activamente en el cese de la lucha armada, al final no rodearon dicho cese de condición alguna, aceptaron con relativa facilidad el envío de fuerzas desde Valencia, contribuyeron a que los aspectos militares en Cataluña y en Aragón quedaran bajo la responsabilidad del general Pozas y se opusieron a que el frente se viese involucrado en la lucha de la retaguardia. A tales factores se unieron las relaciones del comité nacional de la CNT/FAI con Largo Caballero y con la Ejecutiva del PSOE, la pugna con el PCE, la tendencia a conservar la base sindical para mantener la línea cenetista en la contienda y, no en último término, la dependencia de Galarza de la FAI[56].

Strajov se hizo eco de las opiniones privadas de varios destacados anarquistas en el sentido de que el putsch había debilitado al máximo la posición de los extremistas en la CNT y en la FAI. De 50 dirigentes de la primera, sólo 3 se atenían a posiciones intransigentemente «izquierdistas». Pero los comités regionales habían tapado la responsabilidad de los extremistas y trataban de endosar su punto de responsabilidad a socialistas, republicanos y «potencias extranjeras». Tratarían de conservar «su» ejército con la compra de armas y el uso clandestino de los stocks militares acumulados. Valoraban la existencia del POUM como medio de chantaje a los comunistas del PSUC y de oposición a la creciente influencia de éstos[57].

Setenta años más tarde, el enjuiciamiento de los historiadores depende en gran medida del enfoque con que contemplan la guerra civil. Los sensibles a las preocupaciones de un Gobierno central maniatado por la disipación de la autoridad, el cuestionamiento del Estado y la carencia de disciplina en la generación, administración y utilización de recursos de cara al esfuerzo bélico, suelen considerar positivo el resultado. Quienes entienden que en la Europa de los años treinta era posible una revolución proletaria que pusiera en tela de juicio el ordenamiento capitalista en un país de la periferia y ello en contra de la agresión descarada de las potencias del Eje y de la ayuda de una Unión Soviética que no deseaba sobresaltos revolucionarios tienden a calificarlo de negativo. La mística de la revolución hace el resto. No son demasiados los autores que denuncian el localismo, la falta de visión estratégica, la carencia de ideas razonables y el narcisismo que se desprenden de los análisis «teóricos» que se generaban a la carrera. Que el maestro de los «amigos de Durruti», Jaime Balius, se basara en la «solidaridad revolucionaria del proletario europeo, y sobre todo francés, con la lucha del proletariado español» para alentar a la insurrección a los grupos cenetistas reflejaba un alto grado de desconexión con la realidad.

Cabe, naturalmente, explicar el descontento de ciertos sectores libertarios. Habían sido los amos de Barcelona, incluso de Cataluña. Las conquistas revolucionarias del verano de 1936 eran para ellos un punto de partida, no una situación excepcional que no encajaba con el funcionamiento de un Estado en guerra. La dirección de la CNT comprendió, al acceder al Gobierno central en noviembre de 1936, que la cuestión no estribaba en llevar a la práctica los ensueños del «comunismo libertario» sino la más prosaica de fortalecer el frente común antifascista. Muchos cuadros intermedios anarcosindicalistas no siguieron a la cúpula (recuérdense los grotescos episodios que puntearon la lenta construcción de una base industrial para la guerra) y los «hechos de mayo» representan, en gran medida, la erupción de las contradicciones internas. Estallaron no por la cúspide, sino por la base, con soflamas heroicas, y preocupantes, como las de fusilar a «todos los culpables» y, en medio de una contienda que se escoraba contra la República, hacer los oportunos ajustes de cuentas, tras el desarme de las fuerzas de la «opresión», gracias a las vías expeditivas de la «justicia proletaria». No es de extrañar que tales apelaciones no concitaran demasiada simpatía, fuera de las filas del POUM.

Los insurrectos no tenían posibilidades, por razones internas a su propia composición, y externas, por su falta de capacidad para hacer frente al Estado republicano. En una confrontación dura hubiesen acelerado el hundimiento del régimen[58]. Tampoco debe subestimarse ramalazos de miopía localista y narcisista. Incluso Comorera no escapó a esta percepción[59]. Los ensueños tienen, sin embargo, vida duradera. Víctor Alba (uno de los más prominentes historiadores poumistas y que hizo de la defensa del POUM y de la confrontación con Negrín y los comunistas el leitmotiv de su vida) suscitó en uno de sus libros la posibilidad de que hubiese ganado la CNT. Según él,

la situación habría cambiado en el resto de la zona republicana. Se hubiera podido negociar la eliminación política de los comunistas a cambio de armas inglesas, checas y francesas (como respuesta al chantage de las armas soviéticas), o colocar a Moscú ante el dilema de abandonar la revolución española o de ayudarla a pesar de que no la controlaran los comunistas y a cambio de respetar la existencia política de éstos, debidamente controlados. Pero estas cosas a los dirigentes cenetistas les parecían dictatoriales.

Esto es puro desvarío. La referencia a las armas de procedencia alternativa era un disparate en mayo de 1937 que la República había ya constatado suficientemente. Lo del chantaje no ha sido demostrado, por lo menos hasta ahora, y no encajaba con la estrategia global de Stalin. Con todo, Alba consideraba que hubiera sido posible que

Largo Caballero, exasperado con los comunistas como estaba, hubiera aprovechado la nueva situación en Cataluña para reformar su gobierno y darle una política más dinámica que inspirara nuevo entusiasmo a las masas y determinara, así, la posibilidad de victorias militares (Alba, p. 443).

Tales aseveraciones siguen siendo un pipe-dream, en una línea directa tomada de Nin (p. 283). Largo Caballero, aunque indeciso al principio, echó toda la carne en el asador contra la revuelta. En contra de lo que se ha afirmado continuamente, deseaba seguir colaborando con los comunistas. Sabía muy bien que no tenía otra alternativa. Algo diferente es que lo ocultara en alguno de sus escritos. En su último intento de recomponer su equipo de Gobierno intentó mantenerlos a todo trance. Frente a los franquistas, reforzados sin tregua y que disponían de un ejército eficiente y bien pertrechado, el entusiasmo revolucionario de las masas no era el contrapeso. Alba, como muchos trotskistas y poumistas, tomaba sus propias ensoñaciones por realidad. Más apegada a ésta se encontraba la mayor parte de las líneas de actuación que preconizaba internamente el PSUC: fortalecimiento militar, defensa de los intereses de Cataluña, avenencia entre todos los antifascistas (incluida la CNT). Sólo la octava línea de actuación desvelaba proyectos a largo plazo: «Por la unidad hemos llegado a donde estamos. Por la unidad llegaremos a imponer nuestra política de guerra y nuestra hegemonía al día siguiente de la victoria». Habría que apostillar que primero era preciso conseguirla.

No estoy de acuerdo en la valoración de Beevor (p. 396) de que los hechos de mayo terminaron «para siempre con el ideal de la unidad republicana contra el fascismo». La CNT, de entrada, siguió combatiendo. Aunque se auto-apartase del Gobierno central, como veremos más adelante, intentó volver a él. No lo consiguió, y sólo testimonialmente, hasta 1938. En la necesidad de restaurar la autoridad de una República con grandes dosis de discordia en su frente interior coincidieron Azaña, Largo Caballero y Prieto. Cómo hacerlo, sin enconar demasiado la situación, fue el desafío que se planteó a todos ellos. Los dos primeros no descartaron desde el comienzo de los sucesos el uso de la fuerza para restablecer la autoridad legítima. Largo Caballero no tardó en decantarse en el mismo sentido. El propio Companys le impulsó.

Los comunistas, que tronaron contra quienes «traicionaban» a la República y rápidamente denunciaron los «manejos» del «trotskismo», nunca se vieron solos. ¿Acaso socialistas, republicanos, comunistas y la plana mayor confederal debían tolerar una asonada que hubiese hundido el frente y condenado el régimen a la derrota? ¿Cuáles eran las masas que hubieran debido llevar adelante la revolución de los amigos de Durruti, un sector de las Juventudes Libertarias y el POUM? Por último, llama la atención que en las conversaciones internas de los dirigentes militares y republicanos, que hemos seguido en parte, los «hechos de mayo» se plantearon como consecuencia de un triple fenómeno: la política previa de componendas y transacciones de Companys, el control ejercido por los anarquistas desde el estallido de la sublevación del 36 y su recurso a las armas. Ninguno de ellos aludió al papel del POUM, que varios informes del GRU y de la NKVD pusieron en primera línea por razones políticas soviéticas.

Negrín hizo su propio diagnóstico, muy a posteriori. Lo describió en unos apuntes sobre el «caso Nin», que redactó en varias versiones poco antes de su fallecimiento. Los «hechos de mayo» fueron, para él, una manifestación más del caos dominante, «debido a la impotencia de las autoridades regionales y a la carencia del poder público». Se trataba de un malestar, «con intermitentes períodos de agudización», endémico en Cataluña desde que empezó la guerra y que no se corrigió hasta que el Gobierno fijó su sede en Barcelona, «se responsabilizó de la seguridad pública y encauzó por vías constitucionales la administración de justicia». Como señaló,

lo último, paulatinamente para evitar conflictos irrevocables con las autoridades estatutarias, los partidos regionales, sumamente quisquillosos a este respecto, sin herir en grado que debilitara el común esfuerzo y las susceptibilidades autonómicas del pueblo catalán que tendía a considerar como adquisiciones revolucionarias, legítimas y permanentes situaciones de hecho contrarias a la Constitución de la República, brotadas tras el desquiciamiento del Estado, originado por la rebelión militar.

La valoración efectuada por el posterior presidente fue la siguiente:

Un Gobierno cuya razón fundamental era ganar la guerra tampoco podía, por restablecer bruscamente con violencia y sin tacto un principio, ser causa de que se malograra el objetivo final. Ahora bien, el propio resultado de la guerra se comprometía si, con la premura posible, no se encauzaban las corrientes desmandadas. El problema no estribaba en regatear a la Generalidad facultades que pudieran o no competirle constitucionalmente. La realidad era que, aunque nominalmente así pareciera, dichas facultades no eran ejercitadas por el Gobierno regional sino que, a mano armada, las habían usurpado unos a otros, disputándolas con un ardor combativo que hacía falta en el frente y sobraba en la retaguardia. En el desorden reinante, del que eran a la vez causa y consecuencia las frecuentes crisis del Gobierno regional, era imposible concentrar y organizar el considerable potencial bélico de Cataluña y de la colindante región aragonesa (AJNP[60]).

Dicho esto, hay quienes no tienen dudas sobre los auténticos promotores y vencedores de los «hechos de mayo». Para Bolloten el resultado habría sido «la victoria más prodigiosa de los comunistas desde el comienzo de la revolución». Ésta es una interpretación extrema (seguida lealmente por Payne, p. 280) que ha nutrido todo un conjunto heteróclito de autores en el que coinciden extraños compañeros de cama: conservadores, fascistas, franquistas, libertarios, caballeristas, trotskistas y poumistas. Se trata de una coincidencia fácilmente explicable por aplicación de la máxima de que, con independencia de cualesquiera circunstancias concretas, nunca se era suficientemente anticomunista. Tiene su origen en las fantasías, aderezadas con más de un dislate, de Krivitsky (en particular, pp. 104-111). Beevor (p. 396) es, por ahora, uno de los últimos autores de esta cuerda al afirmar que la CNT no había conseguido ni una victoria pírrica «mientras los comunistas se han hecho con las armas que necesitan contra Largo Caballero[61]». Veremos en el capítulo siguiente lo que da de sí esta interpretación del distinguido historiador británico.

UN TRIUNFO DE MUSSOLINI Y FRANCO.

Entre quienes se beneficiaron de manera inmediata de los «hechos de mayo» estuvieron, en primera línea, Franco y Mussolini. Para defender esta tesis es preciso recordar que en una buena parte de la historiografia, sobre todo no española, se mantiene desde hace tiempo la especie de que los acontecimientos de la Ciudad Condal fueron manipulados y que respondieron, en parte, a intromisiones foráneas. Si bien este argumento es un tanto alambicado, la discusión se dirime entre quienes ven en ellos las intrigas de provocadores «fascistas» o el resultado de una «conspiración» alentada por los soviéticos. ¿Es posible avanzar en este terreno resbaladizo? En mi opinión, la idea de que en la explosión del polvorín barcelonés trabajaron de manera activa agentes fascistas y profranquistas no puede descartarse[62]. Es algo que siempre subrayaron la propaganda comunista y los autores de tal persuasión. Ya figuraba en el proyecto de resolución del PSUC del 12 mayo. Nada de ello la invalida necesariamente.

El movimiento libertario se había visto infiltrado por agentes y espías, más fácil de conseguir que en otras organizaciones con un mejor sentido de la disciplina. Algo similar, aunque quizá en mayor medida, había ocurrido con el POUM, internacionalista y muy abierto al reclutamiento de voluntarios extranjeros. La policía política mussoliniana, la temida POLPOL, estaba profundamente interesada en ahondar las divisiones en el campo republicano y, por esta vía, menguar la eficacia militar de la República. Ya lo percibieron Prieto y Azaña, entre otros.

En la actualidad cabe documentar que tal interés superaba con mucho la POLPOL y que llegaba a las más altas esferas del régimen fascista. De la fértil imaginación del propio Mussolini surgió nada menos que la idea de encrespar e hipertrofiar los «hechos de mayo» presentándolos como muestra de un capítulo sangriento en la lucha entre comunistas y libertarios (obsérvese que tampoco hizo mención del POUM o de los «trotskistas») en busca de la hegemonía, una interpretación dicotómica y en blanco y negro que todavía colea. Un agente de la POLPOL, Bernardo Cremonini, alias «Bero», publicó el único número de una revista, La Società Nuova, financiado por los anarquistas y de contenido ferozmente anticomunista. Iba a ser la primera manifestación de un plan mucho más ambicioso y complejo en el que un periódico anarquista, controlado por el fascismo italiano, atacaría a éste pero mucho más intensamente a la ideología comunista. La iniciativa no prosperó porque no encontró consenso en el movimiento libertario (Canali, pp. 170s).

La reflexión de Mussolini y de la POLPOL hubo de calar, obviamente, en el régimen italiano. Nada más acaecidos los «hechos de mayo», Ciano se apresuró a convocar a Pedro García Conde, embajador franquista en Roma, el día 8. Éste trasladó rápidamente lo que el ministro le había dicho: la importancia de acelerar e intensificar «nuestra ofensiva, aprovechando la revuelta situación de Cataluña en cuyo desorden se atribuye participación mediante espías italianos a su servicio». Ciano podía exagerar pero llovía sobre mojado. No sólo los italianos estaban interesados. Heiberg y Ros Agudo, quienes descubrieron el anterior telegrama (p. 136), también encontraron otro, fechado el 19 de abril, de Nicolás Franco al comandante Julián Troncoso, responsable de la Comandancia Militar del Bidasoa y muy metido en faenas de inteligencia allende la frontera. Le ordenó (p. 138) que transmitiese al jefe del SIFNE la necesidad de impulsar a los partidarios de Estat Català a que actuasen urgentemente en «fronteras y Barcelona». Es inevitable pensar que de lo que se trataba era de «aprovechar» la tensa situación en la Ciudad Condal pero también en la frontera con Francia. La lógica era la misma, aunque más acentuada. Un conflicto interno en la retaguardia republicana tenía que suscitar en Salamanca un interés más elevado al que se registrara en Roma.

Ambos telegramas horquillan los «hechos de mayo». En uno se espoleaba la agitación. En el otro se recogieron los resultados, aunque los italianos quizá barrieran para adentro. De todo ello se desprende que no parece nada inverosímil que elementos profascistas y profranquistas contribuyeran a incitar la revuelta. Obviamente, no fue su acción la que la desencadenó pero, en una situación inestable, tensa, cualquier chispa podía tener consecuencias imprevisibles y no hay que olvidar que el 2 de mayo desde las filas de Estat Català se abrió fuego contra los anarquistas.

Todo ello refuerza la versión que Franco dio a Faupel el día 11[63], que en la historiografia suele acortarse. Faupel la incorporó al informe sobre una entrevista que tuvieron cuatro días antes, es decir, cuando el movimiento insurreccional se había agotado prácticamente. No conozco, por desgracia, ningún análisis de las noticias que a lo largo de los días precedentes hubieran llegado al Cuartel General en Salamanca. Franco y su hermano Nicolás (el autor del telegrama pero que inexplicablemente desaparece en la literatura) dijeron a Faupel que se había iniciado gracias a la actividad de su red de espionaje en Barcelona, donde disponían de unos trece agentes. El flamante jefe del Estado naciente comentó que al principio no se había fiado de las noticias que le habían transmitido, probablemente sobre la posibilidad de azuzar la situación, pero que más tarde las habían corroborado sus servicios. Había considerado la posibilidad de utilizar las crispaciones barcelonesas cuando se decidiera a emprender operaciones militares contra Cataluña, sin duda para debilitar la retaguardia pero lo había ido dejando de un momento para otro. Cuando los «rojos» emprendieron actuaciones en el frente de Teruel para aliviar la presión en el norte, había pensado que convendría prender la yesca. Sus espías lo lograron, pocos días después de recibir las correspondientes instrucciones (ADAP, doc. 254).

Tal vez el éxito fuera superior al esperado por Franco o quizá pensó que la revuelta duraría más tiempo. O la rápida reacción republicana le cogió un tanto desprevenido. Lo cierto es que no aprovechó militarmente el debilitamiento temporal de la retaguardia, algo que temieron los republicanos desde el primer momento. Las declaraciones a Faupel, aunque podrían contener un elemento de autosatisfacción o de propaganda, no deben menospreciarse como si fuesen naderías. Hay evidencia circunstancial, escasa desde luego, que las apoya.

Concluiremos pues, afirmando que, en un sentido profundo, los «hechos de mayo» contuvieron indudables elementos de éxito para Mussolini y para Franco. También provocaron un acontecimiento con el que no contaban. La resolución de la crisis subsiguiente llevó al poder a un hombre más capaz que Largo Caballero. Por otra parte, el hundimiento de los ensueños revolucionarios dejó el campo expedito para que la República hiciera, por fin, la guerra.

DELIMITACIÓN DEL VECTOR SOVIÉTICO: LOS CASOS DEL NKID Y DEL GRU.

Conscientes, claro está, de que los «hechos de mayo» ponen a la izquierda revolucionaria (anarquista, poumista, trotskista) en un brete, los autores de estas persuasiones han adoptado siempre una actitud ofensiva. Su tesis, coetánea de los sucesos y nutrida en el marco ideológico de la guerra fría, sigue coloreando la literatura. Los acontecimientos de Barcelona, afirman en síntesis, fueron provocados por Stalin en búsqueda de una confrontación que permitiera destrozar tanto a la izquierda comunista no estalinista como al anarquismo[64]. En general se han refugiado tras referencias obligadas a Krivitsky (aunque está por dilucidar si las afirmaciones de éste fueron de su propia pluma o de su «negro»). Este gran defector, más genuino que Orlov, denunció, como en una novela de espionaje, oscuras maniobras soviéticas para azuzar la explosión y en los que los españoles aparecen como meras marionetas manejadas por el amo del Kremlin[65]. Algo filtrados, aunque no demasiado, por análisis más depurados, sus argumentos se han convertido, para algunos, en Biblia.

Hasta el momento, sin embargo, nadie ha puesto sobre la mesa pruebas concluyentes. Las presuntas maniobras no pasaron por la IC, ni por el NKID, ni por el GRU. A pesar de los esfuerzos dialécticos de Radosh y colaboradores, el informe de «Stepanov» que reprodujeron no apoya aquella tesis en absoluto. Tampoco lo hace, antes al contrario, otro de un agente del GRU. Los de Antonov-Ovseenko[66] y Strajov permiten añadir dudas muy fundadas. Abordaremos éstos en primer lugar, desconocidos en la historiografía. Luego seguiremos por el GRU, la IC y, en último término, la NKVD[67]. Es un proceder algo más complejo que el que sigue Conquest, quien pone al cónsul general y a Gerö en el origen de la conspiración que llevó a los «hechos de mayo».

AO (I) inició su primer informe indicando que había empezado a oír algo en concreto sobre la preparación del putsch a finales de diciembre de 1936, cuando se expulsó al POUM de la Generalitat. Esto era una exageración. El cónsul general quizá se hiciera eco de rumores pero más bien da la impresión que pergeñó una racionalización, aunque no cabe descartar que creyese en lo que escribía. También indicó que la dirección del POUM tenía preparada una nueva algarada para enero pero que se vio obligada a aplazarla[68]. Más tarde, con alguna distancia, confirmó (en II) que la insurrección se había propuesto en una reunión de la FAI, antes del comienzo de la ofensiva italiana en tierras de Guadalajara.

Después de, tal vez, cubrirse las espaldas, los datos que ofreció fueron más precisos. El comité regional de la CNT habría dado el visto bueno después de los incidentes generados por el asesinato de Cortada y los intentos de la policía por detener a los presuntos culpables. La minoría extremista de la CNT, «vinculada con la dirección trotskista del POUM», aprovechó el primer pretexto: el intento policial de ocupar la Telefónica y de suprimir el control político de la CNT/FAI. Si en la minoría extremista se cuentan a los «amigos de Durruti» la afirmación no resulta descabellada. Y los contactos con el POUM se produjeron. En el informe se destaca que la orden la dio Aiguadé sin avisar previamente al Gobierno de la Generalitat y a las organizaciones políticas. También corroboró la reunión, el 3 de mayo, de Companys con Largo Caballero y en la que este último le había pedido que tomase medidas contra los infractores del orden. Companys se lo prometió a cambio de un apoyo firme del Gobierno central.

No hay nada, en los informes consultados del consulado general, que haga pensar que los diplomáticos soviéticos no se vieran sorprendidos por la erupción. Quien esto escribe no puede afirmar que no existan otros informes desconocidos que demuestren lo contrario. Pero no vale conjeturar. Hay que demostrarlo. Nuestra argumentación tendría menos fuerza si hubiésemos encontrado algún tipo de evidencia por otro lado. Pero no ha sido así. Para fundamentar nuestra tesis debemos acudir a varios informes, en parte desconocidos en la literatura, y que proceden del GRU.

No sabemos cuántos agentes el GRU tenía en Barcelona. Es probable que hubiese varios pero, aparte de «Cid», sólo de uno se conocen informes sobre los «hechos de mayo». Trabajaba bajo el nombre de «Goratsi» y dos de ellos figuran en el diario de operaciones del general Berzin[69]. Ambos enmarcan los acontecimientos de Barcelona. El primero se refiere a la evolución en el frente de Aragón y a la situación en la retaguardia republicana. Sin entrar en aquélla, cabe reseñar que se había logrado reclutar, con grandes esfuerzos, a personal de cinco quintas diferentes, en torno a los 14 000 efectivos. Su mayoría estaba bajo la influencia del PSUC y su composición política era del tenor siguiente: 50 por ciento, UGT; 25 por ciento, CNT y el resto partidos campesinos y otros. «Goratsi» señaló que la activación del frente se realizaba con grandes dificultades. En sus informes a Largo Caballero sobre la necesidad de designar reservas, sobre operaciones y preparación de especialistas siempre se tropezaba sobre la misma dificultad: la falta de armamento, que los anarquistas trataban de monopolizar para sí. «Goratsi» detectaba por lo demás un gran descontento entre éstos hacia Largo Caballero, que no confiaba en ellos ni parecía prestar a Cataluña una ayuda suficiente.

El agente, cuyo nombre auténtico no está identificado, se hizo eco de la aguda lucha ideológica entre los distintos partidos, que llegaba a refriegas armadas organizadas, de las pugnas en las propias filas anarquistas entre extremistas y moderados y de la resistencia de algunos a organizarse. «Goratsi» entreveía síntomas de que se preparaba un putsch. Esto es importante en la cota en que se situaba el informe, 6 de abril de 1937, porque nada hace pensar, como veremos, que el GRU indujera con eficacia medidas precautorias. El agente pensaba que, a pesar de las difíciles condiciones de trabajo, sería posible alcanzar los resultados deseados si se llegaba a convencer a Largo Caballero de que era necesario proporcionar a Cataluña ayuda en materia de armamento.

Después de los «hechos de mayo», «Goratsi» rindió dos informes. Uno de ellos es desconocido hasta la fecha y, nos atrevemos a pensar que es el más rotundo. El otro lo han publicado Radosh et al. (Doc. 44[70]) y lleva fecha del 19 de mayo. Quizá el no conocido fue redactado más en caliente porque contiene menos datos que el segundo. Pero, por otro lado, atribuye la responsabilidad por la algarada prioritariamente a los «trotskistas», es decir, al POUM. Esto puede hacer pensar que se redactó con un propósito político, para cubrir decisiones ya adoptadas o que el agente entreveía. En cualquier caso, contienen una curiosa mezcla de información veraz y de ignorancia supina, lo que hace pensar que «Goratsi» ni estaba en el corazón de los hechos de mayo ni tampoco cerca de los decisores del momento. Reproducimos en el apéndice documental el que hasta ahora no se conoce.

En ambos destaca la afirmación que la preparación de la algarada por los sublevados se había iniciado con bastante anterioridad, aunque una nota manuscrita, sin firma, le corrigió tajantemente en el informe que se conserva en Madrid: «no antes del 3 de mayo». En ambos se menciona como evidencia la prensa anarquista y trotskista y se subraya que las dos organizaciones habían seguido armándose, mediante compras en Francia y fabricación propia en Barcelona. Entre los síntomas premonitorios «Goratsi» aludió a los choques fronterizos entre anarquistas «y trotskistas» con carabineros. Puesta la responsabilidad sobre los primeros analizó las fuerzas presentes: entre 7000-7500 personas por un lado y 4500-5000 por otro. Acusó a la Generalitat de haber estado inactiva, hizo un breve resumen de los acontecimientos y concluyó que para ella el levantamiento había sido una sorpresa. Subrayó que no se había cortado a tiempo la actividad conspiratoria. Las conclusiones del informe que reproducimos en el apéndice son tajantes.

Este tipo de argumentación nos lleva a pensar que la colaboración entre el GRU y los comunistas catalanes no fue demasiado estrecha en términos operativos. Que existían relaciones es algo de lo que no cabe duda, pues a ellas aludió el agente. En su informe publicado se refirió, además, a contactos con el representante de la IC en Cataluña, Erno Gerö, quien poco antes de los «hechos de mayo» le había dicho que Barcelona estaba en una situación normal. Esto da pie a la hipótesis de que a Gerö también debió sorprenderle el estallido, como al PSUC y como al GRU. «Goratsi» lo indicó sin circunloquios: «es obvio que el levantamiento no se lo esperaba nuestra gente».

Nada en él hace pensar que el GRU hubiera tenido la menor idea de que agentes soviéticos, como pretende la leyenda, azuzaran la situación. Radosh y sus colaboradores no llegan a esta conclusión. Prefieren perderse en divagaciones sobre cómo los bolcheviques reescribían la historia en el mismo momento en que acaecía. Tan eminentes analistas parten de la base de que el asalto a la Telefónica fue un complot comunista, aunque tampoco aportan la menor prueba al efecto. No les pareció raro que, según «Goratsi», la sección militar del PSUC hubiese confirmado la participación de la quinta columna «así como la existencia de órdenes de Queipo de Llano para preparar los suministros necesarios de armas y alimentos». Esto era, evidentemente, una fantasía delirante (a no ser que el agente la reflejase erróneamente) pero tendría alguna tenue relación con la realidad si el SIFNE había logrado dar un empujoncito a la lábil situación barcelonesa[71].

Por último, y lejos de las contorsiones de Radosh, se encuentra el turbador informe de Shtern, que ya hemos mencionado en varias ocasiones. Sorprende que no hayan hecho uso de él porque se encuentra pocas páginas antes en el mismo legajo que el informe que han reproducido de «Goratsi». En él Shtern indicó:

Es característico que incluso en momentos como la sangrienta algarada de Barcelona nuestra gente pudiera pasar con toda tranquilidad entre las barricadas de ambos lados y que los anarquistas rebeldes les hicieran el saludo revolucionario.

De aquí cabe deducir, como hace Schauff (p. 271), que al menos un sector de los implicados en los «hechos de mayo» eran conscientes de quiénes eran los soviéticos y de qué hacían pero que no por ello les consideraban enemigos. Ésta es una conclusión ciertamente difícil de aceptar en la visión teleológica de índole conservadora y/o anarco-poumista. Que en Barcelona había más soviéticos, aparte de los del consulado, el GRU, la IC y la NKVD, aparece en las memorias de Starinov (pp. 131s[72]), quien se encontraba de paso con algún compañero. Incidentalmente, su explicación de lo que le tocó presenciar tiene notables elementos de coincidencia con las curiosas argumentaciones de «Goratsi».

Concluyamos esta sección afirmando que no hemos indicado nada que abone la tesis de una participación soviética en el chispazo del polvorín de Barcelona, según los documentos del NKID y del GRU. ¿Cabría, por ventura, decir lo mismo de la IC, es decir, de la cuña de penetración política en la España republicana?

EL FACTOR COMINTERN.

La respuesta va en el mismo sentido. Además de la referencia de «Goratsi» a Gerö, contamos con dos informes de «Stepanov» el primero de los cuales, por lo que sé, todavía no se ha explotado en la historiografia occidental. Tampoco lo ha hecho uno de los autores más recientes que, en lo que se me alcanza, es Abse. Conviene resaltar que es un informe que no menciona Radosh y colaboradores quienes, al comentar el segundo, pasan por alto (¿inocentemente?), lo que indica en su línea inicial: «cuatro días antes había enviado una larga carta[73]». Ésta se redactó en Valencia entre el 4 y el 7 de mayo. Fue la primera comunicación que «Stepanov» remitió tras un largo período de silencio debido a una enfermedad. Es decir, en el momento crítico, durante los «hechos de mayo», la Comintern no recibió mensajes de su principal agente[74].

El primer informe está dividido en tres grandes bloques temáticos. En el inicial pasó revista a la situación militar y su tono general era boyante. El Ejército Popular había vencido en el Jarama, derrotado a los italianos en Guadalajara, evitado el cerco de Madrid y contenido al adversario que había perdido sus mejores tropas. Existía fe en la victoria, tanto en la masa del pueblo como entre los ministros. En algunos casos se había oído incluso que el éxito final se produciría en tres o cuatro semanas (sic). Sin embargo, el peligro subsistía[75]. Italia había desembarcado grandes cantidades de tropas (15 000 soldados en Málaga). Tras un período de avances, los republicanos habían vuelto a la defensiva.

«Stepanov» era duro, y no especialmente innovador, al exponer las razones: carencia de mando único, lenta preparación de los planes operativos, continuas modificaciones, dudas, una política poco clara en cuanto a reservas y a la industria de guerra, remoción de los mejores comisarios políticos y oficiales, etc. ¿Resultado? La posibilidad de que al Ejército Popular pudiera asestársele una puñalada por la espalda, apoyada por grupos y organizaciones fascistas y contrarrevolucionarias[76]. Una novedad significativa fue el calificativo que le merecía la política de Largo Caballero: «criminal». Éstas eran palabras mayores. Las impresiones que transmitía eran, si cabe, más hoscas:

Largo Caballero recubre una política militar que lleva a la catástrofe. Quiere desempeñar el papel de mariscal. Se considera como el mejor estratega del mundo, como un genio militar[77].

Es difícil contrastar tal información. En aquella época, quien asesoraba a Largo Caballero era el sucesor del general Martínez Cabrera, coronel Aurelio Álvarez Coque, jefe accidental del EM, que no despertaba, como hemos visto, el entusiasmo de Gorev y de otros mandos republicanos. De él provino la idea de una famosa operación sobre Extremadura, muy discutida, para la cual se allegaron importantísimos medios humanos y materiales. Hubo que retirar parte de los efectivos en Madrid lo que hizo que Miaja pusiera el grito en el cielo. El 7 de mayo Largo Caballero se quejó de este comportamiento ante Azaña, en la primera ocasión en que se vieron tras su salida de Barcelona, y le previno de que el Gobierno quizá tomaría medidas en su contra. Azaña no se opuso a su relevo, pero recomendó prudencia (Azaña, 1978, p. 41). Al parecer, Miaja intentó sabotear la ofensiva, en parte porque prefería concentrar las operaciones en el sector de Brunete, pero tal vez porque desde hacía tiempo no sentía ninguna simpatía por Largo Caballero. Su actitud se encrespó cuando este último disolvió en abril la Junta Delegada del Gobierno para la Defensa de Madrid eliminando el último poder cantonal en España y que, como señala Ramón Salas (p. 897), actuaba con excesiva autonomía.

Las dilaciones de Miaja (según comentó a Vidarte, diputado por Badajoz, la operación no era realizable y Prieto no podía facilitar cobertura aérea) no fueron las únicas. Salas (p. 1080) aduce que con pretextos inconsistentes los soviéticos negaron el concurso de la aviación. Si fue así, es difícil que pudieran hacerlo sin que lo supiera Prieto. A tenor de los recuerdos del propio Largo Caballero (2007, p. 4220), impedir tal ofensiva fue el objetivo principal del PCE en su remoción. Esto es exagerado si bien tras ella la operación se canceló y Álvarez Coque fue sustituido. En su lugar se hizo cargo de la jefatura del EMC a partir del 25 de mayo el mejor cerebro militar de la guerra, el coronel Vicente Rojo, que había influido en Miaja para que apoyara una intervención sobre Brunete[78].

Es más que probable que «Stepanov», al caracterizar a Largo Caballero, volviera a hacerse intérprete de lo que oía en los círculos del PCE. La situación que describió era, en todo caso, un tanto patética. Los planes que se diseñaban en el Ministerio de la Guerra salían a la calle. A veces los publicaban los periódicos (Fragua Social, por ejemplo, a finales de abril), mientras el odio de Largo Caballero hacia los comunistas no conocía límites y su envidia con respecto a los mejores soldados (Miaja, Burillo, Líster, Modesto, Galán, Cordón, etc.) era inmensa. Pero al sustituirlos no encontraba buenos elementos y ciertamente no entre los socialistas, «momificados». «Stepanov» rellenó en esta vena varias páginas. Actuaba esencialmente como portavoz de los comunistas locales.

El segundo bloque temático se concentró en la «campaña contra el PCE», orquestada por la prensa anarcosindicalista, caballerista y poumista. Se le tenía envidia y miedo a la vez. Se denunciaba su deseo de alcanzar la hegemonía entre la clase obrera y de liquidar a otras tendencias políticas. Se le atacaba por abanderar el eslogan de una república parlamentaria de nuevo tipo y porque afirmaba que protegía a la burguesía y al sistema burgués. En definitiva, porque era «contrarrevolucionario». A ello se añadían ataques contra la URSS a la que se acusaba de seguir una política egoísta. Se exaltaba, en cambio, la ayuda mexicana. Y, ¡horror de los horrores!, Adelante de tendencia caballerista, había publicado el 29 de abril un artículo en el que Eden y Blum figuraban en la misma línea que el camarada Stalin. Da la impresión que a «Stepanov» le preocupaba dejar bien cubiertas sus espaldas. Nunca se sabía cómo caerían en Moscú las referencias al dictador soviético. Afortunadamente, afirmó, el PCE no estaba solo. Muchos socialistas condenaban la campaña. Entre ellos Álvarez del Vayo y Wenceslao Carrillo, del ala izquierda, y Negrín y Bugeda[79], del centro. También había representantes de los partidos republicanos como Martínez Barrio. Largo Caballero contraatacaba, tratando de aislar al PCE, y buscaba un acercamiento con los anarquistas y los trotskistas. Esto era cierto. El presidente del Gobierno luchaba por su supervivencia en un entorno que se le había vuelto hostil. Sus agarraderos más importantes eran la CNT y la UGT.

El tercer bloque del informe se dedicó a los acontecimientos de Cataluña. Se trata del primer análisis que conocemos que se envió a la Comintern. Según «Stepanov» —al igual que dijeron otros soviéticos—, el putsch llevaba tiempo preparándose[80]. En él participaban anarquistas, fascistas, contrarrevolucionarios latentes, espías, provocadores y poumistas-trotskistas. Pero sólo los primeros detentaban arsenales «clandestinos», lo cual era cierto. El conjunto se había lanzado a la calle para «hacer la revolución social[81]». La respuesta del Gobierno central había sido vacilante hasta que, finalmente, Largo Caballero se vio obligado a tomar medidas bajo la presión popular. Su puesta en práctica fue lenta. La coalición cenetista-poumista continuó publicando sus periódicos[82]. La situación, cuyo final era incierto, encerraba peligros. Podría haber un desembarco de tropas alemanas e italianas (invitadas por la coalición: como suena). Preocupaban mucho los libertarios, entre los cuales había un gran número de agentes fascistas. De aproximadamente medio millar de anarquistas italianos no menos de doscientos trabajaban para los servicios de inteligencia. Había que añadir otros agentes que lo hacían para Martínez Anido (?), Franco, March (?), y la Gestapo. Sin embargo, ministros socialistas como Prieto y Negrín comprendieron el peligro y reclamaron la adopción de medidas drásticas y urgentes.

Tal tipo de análisis estaría, en parte, destinado a dar apoyo a las teorías conspiratorias tan de moda en el Kremlin. Al hipertrofiar la alianza táctica entre la CNT y el POUM más allá de lo que hacían los diplomáticos y el GRU, y subrayando la influencia, existente pero en términos hoy difíciles de determinar, de agentes provocadores, «Stepanov» presentó la imagen de una República en peligro mortal. En alguna medida, y a pesar de la crudeza de sus expresiones, no le faltaba razón pues lo que los «hechos de mayo» pusieron de relieve era la necesidad de resolver el rumbo que debía seguirse en el futuro: si fortalecer el proceso de recuperación de la autoridad estatal o despeñarse en la «revolución permanente». «Stepanov» no deliraba del todo o con respecto a esto. Otro observador, que no tenía la menor simpatía hacia los comunistas, el tan mencionado teniente coronel Morel, informó a París que el Gobierno de Valencia había decidido desarmar la retaguardia y dado un plazo de 72 horas para que se entregaran todas las armas largas y los carros blindados. Las armas cortas sólo se permitirían con la oportuna autorización, que se sometería a una revisión periódica[83]. Morel añadía significativamente:

Los sindicatos de la CNT y de la FAI han almacenado un armamento importante del cual no quieren desprenderse. Es poco probable que las autoridades centrales tengan éxito en desarmar en bloque a todos los elementos de la retaguardia… Se ha iniciado, pues, la lucha entre el orden y la anarquía. Si el Gobierno central, cuyas fuerzas de policía parecen sólidas, tiene éxito en su empresa, la tarea de organización se verá simplificada notablemente por el desarme de sus aliados circunstanciales, los anarcosindicalistas. Si fracasa, si no se atreve a aprovecharse a fondo de la situación, por el deseo de salvaguardar la unidad de los partidos antifascistas, el orden seguirá siendo frágil y amenazado[84].

Tras los bloques temáticos mencionados «Stepanov» pasó a consideraciones generales. La «campaña contra el PCE» no reflejaba el auténtico sentir de las masas sino el de una minoría de dirigentes socialistas, sindicalistas, cenetistas; representaba la línea de la capitulación; trataba de cambiar las relaciones de fuerza en el Frente Popular y, sobre todo, de imponer en éste una cierta dirección: en España se había dado un fenómeno, poco conocido y estudiado, de diferenciación política y de clases a lo largo de los primeros nueve meses de guerra. Los trotskistas extraían las consecuencias abiertamente: una victoria del ejército republicano constituía una amenaza para la revolución española más poderosa que la fascista.

¿Cuáles eran los caracteres de la guerra de España? «Stepanov» no innovó y repitió lo que la propaganda del PCE machacaba continuamente. No le faltaba del todo la razón, pero no tenía toda la razón. Se enfrentaban, por un lado, la gran masa del pueblo (obreros, campesinos, funcionarios, parte de los intelectuales y de la pequeña burguesía urbana) y, por el otro, los terratenientes, el capital financiero, el fascismo y la intervención extranjera. El agente de la IC no captó la fuerza movilizadora del fascismo, la pervivencia de los elementos básicos de una sociedad que seguía mirando al pasado y el temor que en ella despertaba el fantasma comunista. De aquí que argumentara que se trataba de una guerra revolucionaria en pos de la independencia nacional y de la integridad territorial. Una guerra del pueblo, basada en un ejército del pueblo, la mejor base del nuevo sistema político, el factor más poderoso para la organización del Estado y de la economía después de la guerra. Sin embargo, ésta duraba mucho. En parte era consecuencia del aventurerismo y de los experimentos colectivistas. Varios grupos sociales estaban cansados, dispuestos a aceptar cualquier tipo de paz, incluso una paz que les condenase a la esclavitud. Otros se lucraban con ella y se asustaban ante la posibilidad de una victoria que diese el poder a los comunistas y al ejército porque determinarían el futuro régimen político y económico del país[85]. Finalmente, estaban los políticos pequeñoburgueses de miras estrechas a los que la evolución había llevado a posiciones de mando y que se asustaban de las nuevas perspectivas que se abrían. Entre ellos figuraba Largo Caballero.

Tras aludir a los intentos de promover la unificación del PSOE y del PCE, «Stepanov» emitió su opinión sobre varios personajes del momento. Prieto era escéptico, quería irse al norte (sic) y renunciar a su puesto de ministro porque no podía trabajar con Largo Caballero. Entre los prietistas, detectaba mayor apoyo a favor de la unificación en los casos de Negrín y Bugeda. En contra se manifestaban Ramón Lamoneda y Manuel Cordero[86]. Sin entrar en otros detalles, es preciso subrayar, aparte de que transmitía informaciones totalmente erróneas, que nada de lo que antecede permite identificar que el agente de la IC otorgase una preferencia especial al ministro de Hacienda. Llama, en particular, la atención que no hiciese nunca la menor alusión a las presuntas órdenes de Togliatti de finales de febrero o de principios de marzo. En dos meses el nombre de Negrín no aparece sino un par de veces y casi siempre identificado por su cargo.

¿Dónde, pues, están las pruebas documentales, la hard-core evidence, que demuestran el impulso cominterniano en la manipulación del proceso que condujo a los «hechos de mayo» y, en consecuencia, en la escalada hacia el poder que, a leer a tantos autores conservadores, poumistas, proanarquistas, caballeristas o, simplemente, anti-republicanos, se habría preparado a favor de Juan Negrín[87]? Es posible que existan, pero hasta ahora ningún autor las ha identificado. Es un ámbito en el que convendría avanzar (quien esto escribe, por ejemplo, no ha localizado los informes que enviara Gerö, el representante de la IC en Cataluña) pues los «hechos de mayo» fueron preludio de importantes cambios políticos, cuya dinámica se analiza en el capítulo siguiente. No hay que olvidar la dura caracterización que de los mismos hizo el dirigente socialista Pietro Nenni (p. 177, nota a pie de página), que hoy no suele subrayarse: «la más criminal de las insurrecciones». Este marchamo es el que muchos autores militantes quieren eliminar para sus «patrocinados».

EL FACTOR NKVD.

Con todo, el historiador debe constatar la subsistencia de un último margen de especulación. Si hubo, en mayor o menor medida, una incitación soviética, lo más verosímil es que se encuentren pruebas de ella en los archivos de la KGB[88]. Es un tema por desgracia inexplorado. Se cuentan con los dedos de una mano los autores occidentales que en ellos han penetrado. Es, no obstante, posible hacer algunas afirmaciones provisionales que sí están documentadas. Se conoce, al efecto, un informe que Orlov envió a Moscú el 7 de mayo[89]. En la parte del mismo que reprodujeron Tsarev/Costello (p. 281), el agente de la NKVD constató que la revuelta había empezado con un incidente fronterizo[90] que sirvió de chispa del conflicto armado «entre elementos FAP por un lado y las tropas de la Generalitat y unidades del PSUC por otro». FAP era la abreviatura estándar de «fascistas, anarquistas y poumistas». La importancia de este telegrama, nada inocente pues poco de la NKVD lo era, es que en él Orlov reveló cómo la situación podía utilizarse para eliminar a los últimos. Nin, afirmó, habría urgido una «insurrección armada apelando a los trabajadores pobres de Cataluña y a los marxistas» para «unirse a las tropas de Franco en el frente de Aragón[91]». Hay interpretaciones más burdas, pero no demasiadas.

Según Payne (p. 265), Orlov había montado un sistema parecido al de las capitulaciones (suponemos que como las que existieron en Levante y en el Imperio turco), aunque no reconocido. Esto es una exageración. La NKVD cometió exacciones (entre los agentes que fueron a la Ciudad Condal figuraba uno que ya surgió en el capítulo dos como miembro de la Brigada Especial, «José Ocampo», alias «José Escoy», alias «Yusik», alias «Miguel»). Después de los «hechos de mayo» recibió la luz verde para proceder contra el POUM (Andrew y Mitrokhin, p. 73[92]). Ahora bien, el único auténtico sistema de capitulaciones en sentido estricto (hurtado a toda publicidad) que registra la historia contemporánea de España fue el que permitió el general Francisco Franco, jefe del Estado, para favorecer la implantación norteamericana, los nuevos amigos y protectores que habían asumido el papel que otrora desempeñaron los dictadores fascistas.

No es objeto de este trabajo, y cae en cualquier caso fuera de las competencias del autor, documentar las exacciones de la NKVD en España, sobre lo cual está escribiendo Volodarsky. En gran medida se dirigieron contra extranjeros, ya fuera en las BI o en las filas de los voluntarios de otros países que luchaban en formaciones proclives a acogerlos con los brazos abiertos (CNT/FAI, POUM). Que existía un problema de seguridad nos parece obvio, a la vista de las informaciones de que ya nos hemos hecho eco sobre infiltración de agentes fascistas. No se recordará lo suficiente que una guerra es una guerra y que los golpes sucios y las operaciones especiales están en ella a la orden del día. En todos los bandos. Salvo excepciones, las víctimas de la NKVD no fueron, en general, prominentes[93]. Una de tales excepciones fue el caso del corresponsal en Barcelona de un periódico socialdemócrata sueco, Marc Rein. Se ha volatilizado en la historia. Es una pena porque en él figuraron nombres que después aparecieron en el caso de Andreu Nin.

El padre de Rein, Rafael Abramovich, era una de las figuras señeras de la socialdemocracia rusa. Considerado enemigo por el régimen estalinista, gozaba de gran predicamento en los círculos de la Segunda Internacional. Su hijo desapareció de su hotel en Barcelona en la noche del 9 al 10 de abril (otros autores dan otras fechas que coinciden con los hechos de mayo) y no se le volvió a ver. Abramovich, adversario temible, se lanzó a una campaña para poner al descubierto a los responsables de lo que todo hacía pensar había sido un asesinato político. Puso en juego todas sus influencias en los círculos socialistas, en España y en el exterior. Dio la lata a Negrín, cuando éste llegó a la presidencia del Gobierno y, en general, no dejó piedra sin mover. Al llegar la derrota republicana había reunido una gran cantidad de información sobre los presuntos responsables del asesinato de su hijo y se apresuró a ponerla en conocimiento de las autoridades francesas. Muchos de ellos se encontraban en los campos de refugiados y pensaba que, interrogándolos, podría aclararse el asunto. El asesinato no se aclaró y la policía francesa tampoco pudo hacer mucho por cuanto se trataba de un eventual delito cometido en un país extranjero por extranjeros y respecto a otro extranjero. Algunos de los interrogados, alemanes fundamentalmente, invocaron ejecuciones de ciudadanos franceses, miembros de las BI, a instigación del diputado comunista André Marty. Con la masa de deposiciones la policía francesa trazó los contornos de una operación controlada por Orlov, como jefe supremo, y en la que participaban agentes soviéticos junto con comunistas extranjeros y españoles. Entre los detalles que obtuvo algunos eran correctos como, por ejemplo, la existencia de un cementerio clandestino[94].

La NKVD intervino en los acontecimientos de Barcelona, pero no da la impresión que para provocarlos sino con otros fines muy precisos. Nikandrov afirma que el 3 de mayo se desplazó a Barcelona un «grupo especial» para asegurar la protección del cónsul general y «detener» a los cabecillas de la insurrección. Paporov (p. 33) coincide con esto último. Se trata, sin embargo, una racionalización a posteriori. El informe de Antonov-Ovseenko, coetáneo de los hechos, permite un mayor grado de precisión. El grupo, probablemente de la Brigada Especial, llegó no el 3 sino el 5 de mayo[95], es decir, cuando la insurrección había pasado su ecuador. La protección es una tarea verosímil pero, evidentemente, no la única.

La NKVD también quería «pescar» en río revuelto. «Grig» (Nikandrov, pp. 63s) entró en contacto con el jefe del servicio de contraespionaje en la Ciudad Condal, un tal «Vittorio Sada» que actuaba bajo el seudónimo de «J[96]». Se trata de un hombre potencialmente clave en esta oscura historia. Sala, como veremos a continuación, personaje bastante desconocido y a quien ignora incluso Bolloten, aunque no Pike, no era un don nadie. En uno de los telegramas de la colección «Venona» (documentos del tráfico de la KGB interceptados por los norteamericanos) la estación en Ciudad de México comunicó a la central en Moscú algunos detalles sumamente interesantes. Los agentes soviéticos en el país azteca deseaban que Sala siguiese la pista a los trotskistas que operaban en él. Recordaron, a tal efecto, que en Barcelona «J» había desempeñado con gran éxito dos tareas fundamentales. La primera se refería a la dirección de un servicio de vigilancia (probablemente el mencionado por Nikandrov). La segunda era infinitamente más importante: había introducido una red de informadores en las filas del POUM. Se trataba de una operación tan secreta que su único contacto sobre este tema era el propio Orlov y no uno de sus lugartenientes. El telegrama interceptado, fechado el 29 de junio de 1944, especificó en particular que del caso del POUM no se ocupaba «Tom[97]». Sabemos que éste era nada menos que Leonid Eitingon, posterior responsable de uno de los atentados contra Trotski.

Esto significa que Sala, es decir Orlov, es decir la NKVD, debía de estar enterado de lo que se cocía o ocurría dentro del POUM, cosa por otro lado nada sorprendente[98]. Pensar que todos los poumistas, por el hecho de serlo, fuesen trigo limpio es meramente utópico. Pues bien, cuando recibió a los «colegas» que llegaron a Barcelona, a Sala le sorprendió que Orlov no hubiese ido en persona. Aunque puede haber mil razones que lo explicasen, si la misión del grupo era políticamente muy sensible resulta algo extraño. Sala brindó inmediatamente su ayuda. Disponía de gente que seguía día y noche los movimientos de los cabecillas de la algarada. Afirmó que para acceder a ellos los agentes habrían de hacerse pasar por anarquistas. Esto es muy importante porque muestra que el servicio de Sala estaba encima de la situación y, por lo tanto, la NKVD.

¿Cuál fue, pues, la verdadera misión del grupo de «Grig»? Él y sus compañeros centraron su atención tanto en algunos anarquistas españoles como en los extranjeros y es imposible no pensar que fueron responsables de un número indeterminado de «desapariciones[99]». Ahora bien, caso de que el grupito —o Victorio Sala— hubieran hecho algo políticamente significativo en el hervidero de los «hechos de mayo», tal y como estimular, por ejemplo, las presuntas «instrucciones de Stalin» para provocarlos, es verosímil que, a posteriori, Orlov se hubiera atribuido cierto mérito, por no decir que hubiera inflado su papel, ante la Central moscovita. Se bandeaba bien en aguas traicioneras. Llama, pues, la atención que no hiciera nada de tal tenor y que desaprovechase una ocasión no de oro sino de diamante para autocolgarse una medalla[100]. Esta omisión, teniendo en cuenta las condiciones ambientales de la época con la sangrienta represión que Stalin había desencadenado en la URSS, es particularmente sospechosa. Nos situamos, claro está, en la perspectiva analítica, quizá errónea, de que sería difícil que sin Orlov la NKVD hubiese «empujado» en Barcelona y más aún que éste no se hubiera enterado.

Orlov sabía de qué y, sobre todo, a quién escribía. Su versión acusando a Nin de incitar a los soldados y milicianos de pasarse al lado franquista apuntaba hacia una evolución futura. En este sentido, importa destacar el paralelismo que se advierte con el informe de «Goratsi» reproducido en el apéndice. Es inevitable concluir que unos y otros se atuvieron a las preconcepciones que reinaban en Moscú. Orlov, sin embargo, fue más adelante que el GRU porque su trabajo tenía un aspecto operacional. Entre sus tareas figuraba entrever la posibilidad de asestar un golpe mortal a los poumistas, objeto de sus nada cálidas atenciones desde hacía tiempo[101]. Sus informes de la primavera de 1937, tal y como han sido revelados por Tsarev y Costello, abordan muchos otros temas (contraespionaje, en especial en las BI; preparación de guerrilleros y saboteadores; desinformación, etc,). Pero, en el momento crucial, no olvidó atacar a quienes, en la paranoia de los dirigentes del Kremlin, aparecían como enemigos mortales de la Unión Soviética, es decir los trotskistas[102]. En la foulée, sus hombres liquidarían a muchos de los que la NKVD suponía enemigos. En este sucio trabajo la NKVD contó con la ayuda de los órganos de seguridad locales, en los cuales había numerosos comunistas que se veían como la vanguardia protectora de la República.

El telegrama de Orlov a Moscú del 7 de mayo tiene importancia por algo en que no han reparado los escasos historiadores que han solido comentarlo. No es su coetaneidad con los «hechos de mayo» mismos. Una primera reflexión lo atribuiría quizá a un rápido aprovechamiento de la situación si, como suponemos, la NKVD no tuvo mucho que ver con la dinámica que prendió la chispa del polvorín de Barcelona. Tampoco es suficiente afirmar que se trataba de una continuación de la actividad de caza y captura de «trotskistas infiltrados». Lo que es absolutamente fundamental es que dicho telegrama apuntaba inequívocamente hacia una relevante figura política española, líder de un partido al que todos los informes mencionados hasta el momento, ya procedieran del NKID, del GRU, de la IC o de la NKVD, presentaban como trotskista. Al igual que en Paracuellos, Orlov abordó una dimensión innovadora, pero también sobre ella tendió espesas redes de distorsión. Levantarlas no es fácil.