La cuestión del apoyo comunista
en el ascenso de Juan Negrín.
SI DEJAMOS DE LADO al efímero gabinete Giral, que gestionó la primera respuesta a la sublevación militar y no duró más de seis semanas, las sucesivas coaliciones estuvieron dirigidas primero por Largo Caballero durante casi nueve meses (de septiembre de 1936 a mayo de 1937) y después por Juan Negrín, desde esta fecha hasta prácticamente el final de la guerra, es decir, algo menos de dos años. El segundo cambio de presidente ha dado origen a grandes controversias. Para algunos historiadores (Bolloten, Radosh, Payne, Bennassar, Beevor y Kowalsky, por orden cronológico y entre los más recientes) fue un éxito comunista. Para otros (Graham, Juliá, Miralles, Moradiellos), el resultado de una larga crisis política, agudizada por las derrotas militares y la falta de capacidad del líder ugetista y en la que el PCE no jugó necesariamente el papel más importante. A mi entender, esta última interpretación es la correcta.
La diversidad de opiniones está, en parte, ligada a la figura del tercer presidente del Gobierno, una de las personalidades más controvertidas de la guerra civil. No es extraño que Negrín concitara los dicterios de los vencedores, los ajustes de cuentas entre los vencidos y la animadversión de quienes, por una u otra razón, no quisieron, no pudieron o no supieron exhibir su palmarés de resistencia. Llama la atención que fueran sus antiguos compañeros (y en particular Largo Caballero, Prieto y Araquistáin) quienes más se cebaran contra él. Los casos del primero y del último son fácilmente comprensibles ya que representaban uno de los dos campos en los que el PSOE estaba escindido desde antes del conflicto. El de Prieto es mucho más complicado y se vio teñido de un cariz político (anticomunista) profundamente engañoso. No podemos abordarlo en este volumen. Añádase que Negrín, por su parte, fue generoso con sus adversarios (algo que en la cainita política española siempre se paga) y que dejó el campo abierto a todo tipo de especulaciones pues no publicó nada sobre sus experiencias. Cuando cambió de opinión fue ya demasiado tarde.
De entre las numerosas críticas hechas a Negrín hay dos muy interrelacionadas. La primera se refiere a su papel (maléfico, para la mayor parte de sus detractores) en el tan mitificado envío del oro del Banco de España a Moscú. Ya lo hemos esclarecido en el anterior volumen aunque subsistan lagunas que sólo la documentación operativa soviética podría colmar. La segunda crítica es más rotunda: Negrín no habría tenido el menor reparo en hacer el juego a una política soviética destinada a establecer en España una «República Popular» avant la lettre[1] en tanto que el PCE se las ingenió para eliminar de la escena al presidente que les estorbaba para sus turbios planes. Es necesario, en consecuencia, estudiar la imbricación del elemento soviético en la crisis del Gobierno republicano como paso previo para explicar la sustitución de Largo Caballero por el ministro de Hacienda.
UNA REUNIÓN COMUNISTA.
La tesis aludida fue casi coetánea de los acontecimientos. Recibió un importante espaldarazo con ciertas «revelaciones» de Krivitsky. Se vio fortalecida por el propio Largo Caballero, que tituló un capítulo de la primera, y recortada, edición de sus memorias «Ofensiva comunista contra el Gobierno». Años más tarde, Jesús Hernández describió su aparente origen con todo lujo de detalles. Prieto (pp. 89-94) lo confirmó, avalándola por toda la autoridad de que gozaba. El espaldarazo final lo recibió de la gran autoridad mundial en materia de represión estalinista, Robert Conquest (p. 410), pero cuya fuente es el propio Hernández. Dado que la especie sigue teniendo hoy predicamento entre los autores más conservadores y entre los antirrepublicanos de toda laya e incluso en Kowalsky, que no lo es, resulta imprescindible someterla a un análisis cuidadoso. En ello seguiré el enfoque que hizo temido a Southworth, quien cruzó espadas en alguna ocasión con Bolloten al respecto.
Krivitsky «se pasó». En uno de sus innumerables «cuentos chinos» indicó, por ejemplo, que Negrín era el candidato de Stajevsky desde noviembre de 1936, cuando fue a visitar a este último en Barcelona[2]. Bolloten, meticuloso, indicó (1989) que tal afirmación podría objetarse pues cabría aducir que estaba «contaminada» por razón de su origen. Pero seguidamente explicó que si Stajevsky se hubiese opuesto a Negrín, «éste no hubiera recibido el apoyo de Moscú ni el de los comunistas españoles». Tal tipo de especulaciones es consistente con la clásica hipertrofia del papel del mitificado agregado comercial y agente del INO. Bolloten no aportó, por supuesto, la menor prueba documental.
Hernández «se pasó» mucho más. Escribió en plena confrontación entre el régimen de Tito y la ortodoxia estalinista y la aprovechó para lanzar fuertes andanadas contra el régimen moscovita. El clima de guerra fría entonces reinante se abría, además, a todo tipo de versiones truculentas y conspirativas[3]. Como ha señalado Hernández Sánchez[4], sus memorias[5] surgieron de unas conferencias dadas en la Escuela Superior de Cuadros del PCY y tras haber trabajado como asesor de la embajada yugoslava en México. Desde el primer momento, constituyeron un arma política en los ajustes de cuentas con sus antiguos camaradas. Este rasgo no se le escapó a Prieto, quien las utilizó como maza dialéctica con la cual asentar sus propios golpes en las querellas del exilio.
Al rememorar la situación del PCE poco antes de la batalla de Guadalajara, Hernández afirmó que describió ante José Díaz, secretario general, una conversación con Victorio Codovilla y «Stepanov». Éstos le habrían preguntado «si no creía llegada la hora de pensar en sustituir a Largo Caballero por otro presidente más enérgico y dinámico». Díaz se soliviantó. ¡La Comintern se atrevía a dictar lo que el PCE debía hacer! Esta presunta reacción podría entenderse como proto-titista. Las afirmaciones de Hernández servían, en efecto, a su proyecto de crear un partido comunista nacional antitético al de obediencia soviética, para lo cual el apoyo de Tito era absolutamente vital.
Que hubiera habido no una sino decenas de conversaciones entre Hernández y los agentes de la Comintern es verosímil. Lo raro hubiese sido lo contrario. Hernández pertenecía al aparato secreto de la misma. No se ha demostrado documentalmente cuándo ingresó en él pero no es inverosímil que fuese antes del estallido de la sublevación militar. No obstante, el contenido de la conversación indicada debe cuestionarse. Que en ella Codovilla y «Stepanov» hubiesen afirmado lo que se les imputa no está demostrado. Como ya señalamos en el primer volumen de esta trilogía, para el caso del oro a Hernández no le importaba jugar con la verdad. Su afirmación no se compadece con las ideas de Stalin que, eso sí, son documentables. En Moscú no se pensaba en apartar a Largo Caballero de la presidencia del Gobierno. Stalin deseaba que dejase el Ministerio de la Guerra y ello por razones absolutamente convincentes.
Lo más importante en la versión de Hernández es la reconstrucción, con todo lujo de detalles, de una discusión en el seno del Buró Político del PCE, previa al plenario del Comité Central. Éste tuvo lugar en Valencia del 5 al 8 de marzo de 1937 por lo cual es verosímil que se celebrara días antes[6]. Asistieron «Stepanov», Codovilla, Gerö, Togliatti, Marty, Orlov y Gaikis, es decir, la plana mayor del aparato soviético en España. Esto es lo que sirvió de base a Conquest. La atención de los historiadores críticos se ha centrado en determinar si la identificación de tales participantes podría ser un «cuento chino». No es un tema baladí y todavía hoy aflora en la historiografía, como muestra, el por tantos conceptos excelente análisis de Preston (2006, p. 266) o el caso de Kowalsky (2006, p. 129). Tradicionalmente, se han levantado objeciones a dos de ellos: Orlov[7] y Togliatti. Respecto al primero el propio interesado subrayó, probablemente con gozo, que la descripción física que de él dio Hernández no correspondía a su persona porque, en realidad, no se habían visto nunca[8]. Esto no impidió que Bolloten hiciera varias contorsiones dialécticas para defender la hipótesis de que este error podría no ser importante ya que Hernández quizá se refiriese a algún colaborador de Orlov.
Los escépticos se han centrado en la presencia de Togliatti quien habría dominando la reunión y dado órdenes directas para empezar a «ablandar» la posición de Largo Caballero. Invitó además a los asistentes a «elegir» al sucesor de entre tres posibles «candidatos» cuyos nombres puso sobre la mesa: ¿Prieto?, ¿Álvarez del Vayo? ¿Negrín? Este último, afirmó, era el más indicado[9]. Quienes discrepan de Hernández han solido argumentar que Togliatti no había llegado a España cuando se celebró la reunión. Resulta difícil aceptar que el memorialista hubiera podido confundirse con otro personaje en una escena que presenta como el origen lejano de sus futuras desavenencias con la dirección moscovita y que le servirían para autoproyectarse como comunista nacional y proto-titista cuando todavía no existía el titismo. Tal objeción no arredró a Bolloten: quizá Togliatti estaba de paso por Valencia. Tampoco aportó la menor prueba documental. Los autores que rechazan la presencia suelen basarse en Spriano. Este historiador, respetado y respetable, pero que fundamentó su carrera en su acceso a los archivos del PCI, afirmó (pp. XCIs) que la estancia de Togliatti en Moscú está documentada mes a mes y casi semana por semana y situó la fecha de su viaje a España a finales de julio de 1937. Insistió en ello en otras publicaciones.
Recientemente, un historiador que se precia de su vehemente antiestalinismo como es Abse ha razonado que la palabra de Spriano no es evidencia suficiente. Hay autores, por ejemplo, que aducen que Togliatti había estado en España en una o varias ocasiones antes de aquella fecha. Parece ser que no asistió a las reuniones del secretariado de la Comintern a finales de agosto de 1936, cuando podría haber viajado a la península[10]. Tal vez regresó más tarde, aunque tampoco se ha aportado evidencia sustantiva. Hernández Sánchez ha recopilado las informaciones al respecto y llegado a la conclusión de que lo más verosímil es que no hubiera estado en la reunión de Valencia[11] pero sí en España en alguna ocasión antes del verano de 1937.
Abse atribuye gran importancia al informe de un agente de la Comintern del 11 de mayo de 1937 (al que nos referiremos más tarde). Subraya que en la reproducción del mismo hecha por Radosh (doc. 43) se afirma que provenía de un miembro del «CC CPI[12]» y que, por consiguiente, podría ser italiano (¿Vidali?, ¿Togliatti?). Es una especulación razonable pero que no da en el clavo porque, según se sabe por la colección de documentos de la Comintern en la que figura dicho escrito, el autor, que firmaba con el seudónimo de «Moreno», no fue otro que «Stepanov». Salvo error en contrario, y sujeto siempre a todo tipo de cauciones, no es irrazonable excluir a Togliatti. La reunión descrita tan minuciosamente por Hernández plantea dudas.
Éstas se multiplican. Existe un argumento adicional hasta ahora no considerado entre los historiadores que incrementa la posibilidad de que la reunión no fuese sino un cuento. Tiene que ver con otro de los presuntos participantes: Lev Gaikis. Hernández afirmó que se trataba del consejero de la embajada soviética. Esta vez se trata de un error y de un error mayúsculo. Gaikis no era un mero consejero. Era, ni más ni menos, el embajador, nombrado por el Politburó el 9 de febrero[13]. El 17 Kalinin firmó la comunicación a Azaña confirmando el regreso de Rosenberg y la designación de su sucesor[14]. Rosenberg dejó España poco después. Sabemos por el testimonio de Hubbard, algo en lo que hasta ahora nadie ha caído en cuenta, que atravesó la frontera polaca el 9 de marzo. La nueva cualidad de Gaikis no podía ignorarla ningún dirigente comunista[15], aunque la presentación de credenciales se demoró algunas semanas hasta el 16 de este último mes. Azaña pronunció entonces, entre otras, las siguientes palabras:
Realmente, llegáis a España en momentos solemnes y decisivos para su historia, en que se ventilan nada menos que la continuidad histórica de nuestro país, su soberanía nacional y el derecho inalienable de los españoles a disponer libremente de sus destinos. El trance actual es quizá el más duro en que hubo de verse nunca… En esta lucha… España sabe que desde el primer instante contó con el más fervoroso sentimiento de solidaridad y simpatía de la URSS… Y seguramente que la convicción de esta íntima confraternidad de los pueblos de las Repúblicas soviéticas es uno de los estímulos que más hondamente sostienen y alientan al pueblo español en la terrible prueba que le ha sido impuesta.
Tememos, pues, que verosímilmente Hernández se equivocó en cuanto a la participación en la presunta reunión de tres de sus principales componentes: Orlov (NKVD), Togliatti (Comintern) y Rosenberg (NKID). Es demasiado como para otorgarle credibilidad. Pero, además, Hernández desdibujó completamente el contexto político del momento.
DISCORDIA EN EL SENO DEL GOBIERNO.
El 19 de febrero Largo Caballero se entrevistó con Azaña en el Palacio de Benicarló en Valencia. Abordó la política internacional y la interna. En el primer plano anunció la inminente salida de Rosenberg y de Antonov-Ovseenko (que se retrasó). Esto último lo había sabido por Pascua. Azaña anotó que Stalin había comunicado al embajador que «no dé mucha importancia a este incidente [¿de?] guerra diplomática, y que su ayuda persistirá[16]», transcripción fiel de lo que efectivamente había dicho a Pascua quince días antes[17]. Azaña se preguntó sobre las razones últimas. Si el Gobierno soviético no aprobaba la conducta de Rosenberg, ¿acaso la ignoraba anteriormente? Largo Caballero le narró ejemplos de las intromisiones del embajador en cuestiones sindicales, partidos, nombramientos. Rodolfo Llopis, subsecretario de la Presidencia del Gobierno, informó a Araquistáin de la salida de Rosenberg («el amigo gallego») y de su colega de Barcelona. Sin embargo, añadió significativamente:
Puestos a buscar explicaciones parece ser que su país quiere dar la sensación a todo el mundo de que no pretende bolchevizar o colonizar España. Eso lo sabemos nosotros muy bien. Tampoco le agrada que se exhiban demasiado o que se entrometan en nuestra política. Negrín habló al presidente de dar una gran comida de despedida, pero nuestro amigo le aconsejó que hicieran las cosas sin estruendo[18].
Tiene interés recalcar esta explicación de Llopis. El Gobierno, o una parte, sabía que el Kremlin no intentaba «bolchevizar» a la República y que exigía un comportamiento mesurado de sus representantes. Esto lo demostramos para el caso de Rosenberg y de Gorev en el primer volumen de esta trilogía. Las afirmaciones de Llopis pasarían a mejor vida después, en el calor de la controversia del exilio y de la guerra fría. Entre las quejas contra los rusos que Largo Caballero expuso a Azaña figuró el entrometimiento de Rosenberg en el proyectado relevo de Asensio. Nótese el adjetivo que hemos subrayado. ¿Significa que Largo Caballero lo estaba ya meditando[19]? Probablemente indica que empezaba a darse cuenta de que no podría sostener durante mucho tiempo a su controvertido subsecretario, si bien le defendió ante Azaña. Había pedido pruebas que demostrasen lo que hubiese de verdad en los ataques contra Asensio, pero nadie se las había llevado. Los atribuía a «manejos de militares intrigantes, amparados por sus grupos políticos». En román paladino, los comunistas, apoyados por el PCE. Todo ello le escandalizaba[20]. También añadió que Manuel Estrada, jefe del EM, se encontraba deprimido. Quizá no dijera que había pensado en cambiarlo en el mes de octubre precedente. Con todo, afirmó, él llegaba a su despacho a las ocho de la mañana y nada se hacía en el ministerio sin su autorización. Esto es algo que conviene subrayar. Largo Caballero no eludía sus responsabilidades. Otra cosa fueron los balones que echó fuera en sus escritos.
Es obvio que a Largo Caballero le costaba trabajo tomar cierto tipo de decisiones y que no era del todo ciego a los fallos de algunos de sus subordinados. En el caso, por ejemplo, de Estrada la sustitución le creaba un conflicto. ¿Qué hago?, preguntó. ¿Meterle en la cárcel? Lo matarían. Azaña se quedó sorprendido: «¡Hombre! Si no encuentra usted motivos para sustituirlo, ¡cómo los habrá para meterlo en la cárcel!». Tampoco es ésta la imagen que Largo Caballero transmite de sí mismo ni que reflejan los historiadores en la línea de Bolloten.
Largo Caballero se quejó ante Azaña de la insistencia de Rosenberg en que el Gobierno republicano aceptara la idea del control de la retirada de voluntarios entonces en discusión en el CNI sin poner condiciones. No conozco las razones que habrían inducido al embajador soviético a dar tal consejo pero Largo Caballero estuvo incandescente. Los soviéticos, afirmó, habían ganado a su causa a Álvarez del Vayo, hombre intrigante y vanidoso, a quien también Prieto había criticado hasta el punto de que esa misma mañana había presentado su dimisión[21]. En una carta a Araquistáin del día siguiente, 20 de febrero, Rodolfo Llopis contó lo que había detrás.
Ante todo, la campaña, que ya no cesó, contra Asensio. Álvarez del Vayo arremetió contra él en Consejo de Ministros. Se le sumaron los comunistas y los centristas. La oposición contra el subsecretario de Guerra tenía meses de antigüedad. Se le acusaba de múltiples errores y fallos y los soviéticos albergaban sospechas, infundadas, de que su lealtad era cuestionable. Largo Caballero se había enfadado pero había terminado por ceder y apartó a Asensio del cargo[22]. Esto podría considerarse una victoria para el PCE, si bien en puridad fue una victoria de todos los opuestos al estilo caballerista de conducir la guerra. El lector podría pensar, por ejemplo, que era el Gobierno republicano quien definía la política militar. Estaría en un error. Largo Caballero la había relegado al Consejo Superior de Guerra, pero como no lo reunía, en la práctica ello significaba que era él, en tanto que ministro competente y presidente del CSG, quien hacía y deshacía, según su leal saber y entender. Como no tenía mucha idea de temas bélicos o militares, se apoyaba en los oficiales de su entorno. Asensio era, para él, la tabla del náufrago, no en vano desconfiaba tanto de las alternativas militares como de la diplomacia regular. Eligió para sucesor a un periodista muy adicto, sin la menor formación castrense y próximo también a Araquistáin: Carlos Baraíbar. En aquellos momentos se encontraba en Casablanca y, lógicamente, no sabía nada. Llopis hubo de informarle por telegrama cifrado[23].
Los críticos de Largo Caballero debieron pensar que con ello quería reforzar su control personal sobre la política de guerra. La elección fue un error porque, salvo lealtad personal, Baraíbar no podía aportar nada en una situación en la que los temas militares ganaban preponderancia. Hay que subrayar este hueco de profesionalidad en el corazón mismo del esfuerzo de guerra de la República y compararlo con la forma estrictamente castrense, aunque poco imaginativa, con que Franco abordaba los temas militares. No extrañará que Largo Caballero concitara la inquina no ya de los comunistas sino de todos aquellos socialistas y republicanos preocupados por el devenir de la República. Incluso el encargado de negocios soviético, Marchenko, constató un acercamiento entre anarquistas (ministros y liderazgo de la CNT) y comunistas (Radosh et al., doc. 34).
En cuanto al tema del control internacional, por razones que no están claras Prieto lanzó una sarta de dardos envenenados contra el ministro de Estado, a quien acusó de servir los designios soviéticos. Marchenko se refirió a Prieto en términos duros: no tenía fe en la victoria, «saboteaba» la construcción de una industria de guerra y el fortalecimiento de la Armada, había acusado a la URSS de querer abandonar España, etc. Por lo demás, Prieto mostró en la evolución subsiguiente que, como ministro de Defensa, supo acomodarse a los constreñimientos exteriores de la contienda, incluidas las vitales relaciones con Moscú. No dudó en seguir incorporando comunistas al cuerpo de comisarios políticos. Es más, a tenor del testimonio de Vidarte (p. 620), en una reunión de la Comisión Ejecutiva del PSOE había indicado que convendría pensar en la fusión con el PCE. Éste aumentaba sus efectivos e influencia a causa del apoyo soviético mientras que las democracias habían dejado abandonada a la República en su lucha contra el fascismo internacional[24]. Según GRE (II, p. 267) los efectivos habían pasado de 100 000 antes de la guerra civil a casi 250 000 en marzo de 1937.
El ataque de Prieto dolió a Álvarez del Vayo. Debió, no obstante, de recapacitar porque por la noche, según Llopis, «la retiró [la dimisión] o más bien dejó el asunto en manos del presidente que se dio por enterado[25]». Largo Caballero no le cambió, lo cual no se compadece con los amargos reproches que, según afirmó, le hizo por nombrar demasiados comunistas, salvo si ello ocurrió posteriormente[26]. Lo curioso es que no parece tampoco que considerara la posibilidad de apartarlo de su puesto de comisario general de Guerra y dejarlo en el Ministerio de Estado. Quizá pensara que una decisión de tal porte podría volverse contra él. O tal vez sus recriminaciones a Álvarez del Vayo fueran una fabricación ulterior[27].
El escándalo de Málaga, al que haremos referencia más adelante, permitió a tirios y a troyanos lanzar sus dardos contra Largo Caballero. En el despacho con Azaña del 19 de febrero el presidente de la República no quiso oír hablar de crisis: Largo Caballero era el único que podía presidir, «porque aunque tenga enemigos deseosos de derribarle, es el de más autoridad sobre los proletarios», valoración en la que, sin saberlo, coincidía con Stalin. Una crisis sería un «salto en lo desconocido». Azaña le insufló ánimos: «no hay más remedio que pecho adelante. La opinión reclama energía, autoridad, etc.». Era difícil ser más claro y el sondeo quedó desbaratado. Largo Caballero elogió a Prieto y a Negrín. Hay que subrayar tal circunstancia porque muestra que hasta ese momento emitía hacia fuera una buena opinión del ministro de Hacienda, aunque ya jugaba con la idea de su remoción.
Álvarez del Vayo pidió el 27 de febrero a Araquistáin que diera ánimos a Largo Caballero y que le escribiese para que continuara en su puesto. Si no, «a la primer hilacha suelta se nos va todo el paño y en cuestión de días» (AHN: Fondo Araquistáin, legajo 23/A, 115a). Esta petición es importante porque no traduce un comportamiento desleal, antes al contrario. Según Llopis, en nueva carta del 4 de marzo a Araquistáin (ibid., legajo 33/Ll 5a), Largo Caballero había expuesto a Azaña con toda claridad la situación y los días difíciles que se acercaban. Aunque Llopis afirmó que el presidente de la República estuvo muy bien, éste extrajo la impresión de que el Ejecutivo «no carburaba», que las disensiones se multiplicaban, que carecía de la cohesión necesaria. Pero no era el momento de abrir una crisis total. No cabía prescindir, por ejemplo, de los ministros anarquistas. Ni mucho menos ir, como se aireaba abiertamente, hacia un gobierno sindical[28]. Habían llegado municiones de Marsella y 30 cazas soviéticos. Se esperaban cañones y bombarderos. Ninguno de ambos mandatarios desesperaba de poder ganar la guerra. Azaña afirmó: «Mientras quede una probabilidad, hay que seguir[29]». Esta invitación a la resistencia a ultranza es, por cierto, algo que después se reprocharía a Negrín[30].
Enterado, más o menos, de por dónde soplaba el viento Marchenko subrayó en su informe a Moscú que Largo Caballero se había resistido hasta el final al cambio de subsecretario y había dicho que se trataba del primer «compromiso de su vida». Aprovechó para indicar que aun en el supuesto de que Asensio no fuera un traidor, era el tipo de jefe militar con el que resultaba imposible llegar a la victoria. También destacó la creciente distancia entre la dirección de la CNT y las bases anarquistas, algo a lo que volveremos más adelante. El contexto en el que hubiera tenido lugar la reunión descrita por Hernández era, pues, todo menos calmo. Las peleas estaban incrustadas en el seno del propio Gobierno. Chocaban tendencias encontradas. Lo que había estado en cuestión no era el mantenimiento del general Asensio. Era, ni más ni menos, que el control de la política de guerra.
UN HIPERESTALINISTA SABOTEA LOS CUENTOS DE JESÚS HERNÁNDEZ.
Para destruir el mito sobre el vector soviético en el ascenso de Negrín cabe aducir un último argumento. En los informes de «Stepanov», publicados recientemente[31], no existe la menor referencia a la reunión[32]. Salvo que hubiese habido otros informes, todavía ocultos, los dados a conocer permiten analizar el contexto y especular sobre si las afirmaciones del exdirigente comunista encajan o no. La respuesta es negativa. En su despacho del 22 de febrero Marchenko no mencionó a Negrín. Sí se hizo eco de los rumores que apuntaban a Prieto como eventual ministro de la Guerra y de que los anarcosindicalistas pretendían crear un Ministerio de Defensa con García Oliver al frente. Sin embargo, al primero no se le concedían muchas posibilidades. El nombramiento de Baraíbar había sido un duro golpe para Prieto ya que entre ambos existía una relación extremadamente tensa. El PCE, por su parte, había adoptado la actitud de mantener una leal colaboración con el nuevo subsecretario.
Poco más tarde, el 7 de marzo, en un informe oral ante el secretariado de la Comintern, Marty encontró en Moscú buenas palabras para Largo Caballero: «tiene una cualidad positiva y es que siempre, y en todos los términos, declara con rotundidad que no cabe dudar de la victoria[33]». Dicho esto, es cierto que se produjo una acentuación de la estimación negativa de Largo Caballero pero no fue en Moscú sino en la información que «Stepanov» iba enviando a la Comintern. Ésta discurrió en paralelo con la acentuación de la campaña pública del PCE exigiendo, entre otras, una auténtica política militar y la depuración de «traidores» y «emboscados» en los órganos centrales de mando[34]. Procedía del terreno, no de las alturas moscovitas. Así, por ejemplo, en una carta del 12 marzo, «Stepanov» afirmó que el Gobierno, y en particular su presidente, habían dado muestras de debilidad, impotencia, incapacidad y pasividad. No había actuado contra algunas algaradas anarquistas. Largo Caballero se resistía a poner en práctica el servicio militar obligatorio, el entrenamiento y refuerzo de las reservas y la depuración del EM. También atacaba al PCE[35].
Innecesario es señalar que «Stepanov», que al fin y al cabo llegaba de Moscú, debía de tener muy presentes los dos juicios ya celebrados y la horripilante atmósfera que reinaba en la capital soviética. La paranoia, la denuncia de traidores, el descubrimiento de actos de sabotaje, incluso por parte de los aparentemente más leales, la connivencia con el enemigo trotskista, la actuación omnipotente de la NKVD y las desapariciones eran fenómenos que no podrían dejar de afectar la información de un agente político en el exterior (circunstancia de por sí agravante) cuya vida pendía, literalmente, de un hilo. «Stepanov» debía de ser un hombre fiable cuando la Comintern le destinó a España en tales circunstancias pero si hay algún período en la guerra civil en el cual es preciso pasar por una criba los informes que se enviaban a Moscú es el que coincide con la exacerbación del terror estalinista[36].
A principios de marzo «Stepanov» informó (Radosh et al. doc. 39) que Largo Caballero protegía a los traidores, alababa a los incapaces y sustituía a los buenos oficiales. Se mostraba testarudo y se resistía a acceder a las peticiones de que se examinaran las responsabilidades por la pérdida de Málaga. La movilización de la industria de guerra iba muy lentamente. En las reuniones del Consejo de Ministros provocaba a los comunistas para incitarles a la dimisión. Es más, «Stepanov» introdujo un factor de política internacional que posiblemente llamaría la atención en Moscú. El Reino Unido había empezado a desempeñar un papel activo en España[37]. Largo Caballero mantenía extraños contactos. En plena paranoia (real o fingida), «Stepanov» afirmaba que la «campaña» (sic) contra el PCE probablemente estaba inspirada por los ingleses y por intereses económicos británicos[38].
Hay que llegar al 28 de tal mes para encontrar un entrelazamiento de todos los temas: el Ejército Popular había probado su valor y su eficacia, superiores (sic) a las de un adversario mejor armado; estaban reunidas las condiciones para conseguir más progresos, supuesto que hubiese un ministro de la Guerra que hiciera todo lo necesario. Por desgracia, el Gobierno era débil y carecía de perspectiva para luchar contra las crisis que se avecinaban. Era necesario unificar al PSOE y al PCE, pero Largo Caballero ponía obstáculos y se había lanzado a críticas contra la competencia militar de los «rusos». Había que tener cuidado con quién fuera su sucesor como ministro de la Guerra. Incondicionales suyos como Baraíbar o Araquistáin no serían una gran mejora.
Es en este informe (Radosh et al., doc. 42) cuando «Stepanov» lanzó un globo sonda que nos interesa subrayar particularmente: según le habían contado en el PCE, todo el mundo estaba de acuerdo en que las directrices y el consejo de la Comintern eran absolutamente correctos. Esto indica, por si fuera necesario, que el PCE actuaba, en buena medida, como portavoz de la IC. Pero no cabe olvidar que también tenía intereses propios. Ya lo señaló el propio Azaña. «Stepanov» indicó que existía un aspecto que había quedado desbordado por los acontecimientos: la posibilidad de encontrar un lenguaje común con el presidente del Gobierno.
Todo el mundo es de la opinión en cuanto a este tema que llegar a un acuerdo con Largo Caballero es imposible, que se han agotado todas las posibilidades y que hay que tomar la iniciativa para forzarle a abandonar el puesto de ministro de la Guerra y, si llegase a ser necesario, el de presidente del Consejo[39].
Ésta es la primera vez, que sepamos, que «Stepanov» aludió a tal posibilidad. Lo afirmó rotundamente. Según los comunistas españoles no había que esperar pasivamente a que algún acontecimiento provocara la larvada crisis gubernamental. Había, por el contrario, que acelerarla y, si fuese necesario, provocarla. «Stepanov» también se refirió a una entrevista entre Azaña con Díaz y Dolores Ibárruri. Quizá estos dirigentes se habrían sentido estimulados por los resultados de la misma. Azaña les había dicho que era necesario separar la presidencia del Gobierno y el Ministerio de la Guerra. El ministro en cuestión debía dejar de ocuparse de otros temas y los demás entrar algo más en contacto con los problemas militares. Esta afirmación estaba totalmente justificada porque, como hemos ya indicado, la realidad había ido evolucionando en el absurdo sentido opuesto.
Con todo, la situación no podía explicarse en términos de características personales o de comportamiento. «Stepanov» lo veía como tantos otros soviéticos:
Largo Caballero no quiere la derrota pero tiene miedo a la victoria[40]. Tiene miedo a ésta porque no es posible sin la participación activa de los comunistas. La victoria final significa para él, y para el mundo exterior, la hegemonía política del PCE. Es una cosa natural e indiscutible. Y esta perspectiva indiscutible llena de horror a Caballero. ¿Sólo a él? No. Es una perspectiva que también inspira temor entre los anarcosindicalistas.
De aquí «Stepanov» pasaba al ancho mundo: una victoria que garantizase una posición prominente para el PCE
también inspira temor a la burguesía reaccionaria francesa y particularmente en Inglaterra. Al parecer los ingleses se explican la situación como sigue: sería una desgracia tener a una España fascista en las garras de Alemania e Italia. Es algo que no debe tolerarse. Pero una España republicana, que se haya levantado de las ruinas del fascismo y sea dirigida por los comunistas, una España libre, con un nuevo tipo de República, organizada con la ayuda de gente competente, será una gran potencia económica y militar que seguirá una política de solidaridad en conexión estrecha con la Unión Soviética. Esto no es lo que desea Inglaterra por lo cual trata de sacar adelante su política, es decir, maniobrar de forma tal que la guerra termine en un compromiso, lo cual no significa la completa derrota militar de los fascistas. Inglaterra está dispuesta a ayudar al Gobierno de Largo Caballero, sobre todo con promesas, pero siempre y cuando haga todo lo posible para impedir el crecimiento del PC, para reducir el papel y la influencia del PC en España.
Se trataba de un argumento levantado sobre premisas falsas. El Reino Unido no jugaba el papel que le atribuía «Stepanov». A decir verdad, hacía ya tiempo que, en la práctica, había dejado caer a la República. Sí temía una España comunista. Precisamente por ello, desde el primer momento Litvinov y Maisky se habían aplicado a disipar, en la medida de lo posible, tales temores, aunque de forma no exenta de contradicciones. Algunas de las afirmaciones del segundo, por ejemplo, habían inquietado al Gobierno británico porque rezumaban demasiada jactancia, dando la impresión de que la política soviética no estaba animada de un tono exclusivamente defensivo (DDF, V, doc. 229).
Dimitrov envió el informe de «Stepanov» a Stalin el 14 de abril (Dimitrov-Pons, p. 76) y al día siguiente a Vorochilov. Pues bien, el 11 mayo de 1937, en plena crisis política republicana, Litvinov se entrevistó con Eden. Éste dejó constancia de sus impresiones en una nota que transmitió a lord Chilston en Moscú. Litvinov solía complacerse en profecías tenebrosas pero en tal ocasión no lo hizo. Antes al contrario subrayó que la escena internacional se había aclarado un tanto pero que sus posibilidades mejorarían si las grandes potencias como el Reino Unido, Francia, la Unión Soviética y, a ser posible, los Estados Unidos actuaban en concierto. Le preocupaba, en particular, la debilidad francesa que había contribuido a que menguase su influencia en Europa Central. El comisario se refirió a España, en respuesta a una pregunta de Eden. La Unión Soviética no tenía interés por ella, afirmó. No le preocupaba la forma de Gobierno que prevaleciera con tal de que no fuese un Gobierno enfeudado a Roma o a Berlín. Lo que los rusos querían es que en España hubiese alguna forma de Gobierno democrático y, ciertamente, lo que no deseaban era que se estableciese un régimen comunista.
Hay una discordancia evidente entre estos análisis de alto nivel y las visiones a ras de suelo de «Stepanov». Por lo demás Litvinov advirtió que en los últimos tiempos Moscú se había expuesto un tanto en la promoción de la política de seguridad colectiva. Convendría que otros tomaran el relevo, afirmó, si bien la Unión Soviética continuaría desempeñando su papel (TNA: FO 371/21102). Ésta era una línea constante en la política del NKID. Dos meses antes, por ejemplo, Maisky se había expresado en parecidos términos en Londres y el embajador francés se había apresurado a comunicárselo a Delbos (DDF, V, doc. 83). Naturalmente, Eden creería o no a Litvinov pero no se ve muy bien qué cosa más podría hacer Moscú salvo, naturalmente, terminar la aventura española.
STALIN Y LA REMOCIÓN DE LARGO CABALLERO
«Stepanov», en definitiva, se hizo eco de la estrategia preconizada por el PCE, cuyo círculo dirigente compartía la misma suspicacia en torno a la política británica. A ello añadían la continuación de conversaciones con todos los sectores del PSOE, incluyendo los partidarios de Largo Caballero, para promover la unidad de los dos partidos; publicitar este deseo; proseguir la campaña a favor de la depuración del alto mando militar y de una política de guerra más enérgica; cuidar los contactos con los republicanos y el presidente de la República; prepararse, no obstante, para una eventual remodelación del Gobierno y abrir un frente contra los pequeños caciques que rodeaban al presidente. La consigna era dar la batalla contra él y contra quienes le rodeaban.
A la vista de tales informaciones Radosh et al. (pp. 174s) exultaron: ahí están las pruebas, afirman, tanto tiempo buscadas, de que el PCE (es decir, en su opinión, directamente Moscú) se sentía dispuesto a provocar una crisis, lanzarse al ataque y defenestrar como fuese a Largo Caballero. ¿Acaso no lo había registrado nada menos que Marty u otro agente de la IC[41]? De ello se desprende que en último término los críticos (anarquistas, poumistas, caballeristas, conservadores, etc.), que siempre colgaron a los comunistas la responsabilidad por los «hechos de mayo», tenían razón. Sin embargo, los hercúleos esfuerzos de tales analistas no demuestran tal línea de causación.
Por desgracia, se conocen mejor los informes enviados a Moscú desde España que las reacciones de la Comintern o del Sovnarkom. Sólo hay, que sepamos, una única excepción. Por consiguiente, es muy verosímil que en las instrucciones cursadas a sus representantes en España se encuentren claves que permitan explicar con mayor exactitud el papel del vector soviético. Ante todo, no hay que hipertrofiar las valoraciones del PCE. También las sustentaba una amplia gama de fuerzas representativas de lo más granado del Frente Popular. Por el momento, podemos establecer como hipótesis que los informes procedentes de Valencia reforzarían el sentimiento en Moscú de que Largo Caballero no era el hombre adecuado para conducir la guerra. ¿Deseaba Stalin algo más? Para responder a esta cuestión cabe manejar tres indicios. Stalin no se contentó con exponer a los dirigentes republicanos (y en primer lugar al propio Largo Caballero) sus opiniones generales por mediación de Pascua. También abundó en sus interpretaciones ante destacados comunistas españoles. Conviene subrayar esto porque es verosímil que, entre camaradas, el dictador soviético hubiera podido verse inducido a utilizar otro lenguaje o a manifestar otros argumentos. No lo hizo.
El 20 de marzo de 1937 se entrevistó, por ejemplo, con Rafael Alberti y María Teresa León. Según narró el intérprete a Dimitrov, para Stalin el pueblo español no estaba en condiciones de provocar una revolución proletaria porque ni las circunstancias internas ni, sobre todo, las internacionales la favorecían. La situación había sido muy diferente en Rusia. En España la proclamación de los soviets uniría a todos los Estados capitalistas. No se daba la constelación que había prevalecido en Rusia en 1917 con sus extensos territorios y las condiciones de guerra ni las diferencias de opinión entre los Estados capitalistas y dentro de la propia burguesía. La proclamación de soviets en España levantaría contra éstos a todos los países capitalistas y el fascismo triunfaría. Era una valoración exacta. De hecho ya se estaba confirmando entre las potencias democráticas occidentales.
Se trataba de una visión realista y sin complacencia del encuadramiento internacional de la guerra civil, algo que pasan por alto si no Bolloten, porque en la época en que él escribió todavía no se conocían los diarios de Dimitrov, sí suelen hacer sus epígonos. Stalin no podía ser más claro toda vez cuanto que, según añadió, España estaba en la vanguardia internacional y una vanguardia siempre corría el peligro de adelantarse demasiado. Ello encerraba un grave peligro. Ahora bien, una victoria en España socavaría las posiciones del fascismo en Italia y Alemania. Largo Caballero había demostrado su voluntad de luchar contra el fascismo. Debía continuar como presidente del Gobierno[42]. Es importante destacar esto porque sólo unos días antes el propio Stalin había fulminado contra la pérdida de Málaga y ordenado que se solicitara la apertura de una investigación. Era mejor que el mando militar pasara a otras manos. En una línea más tradicional, reafirmó que los comunistas y socialistas debían juntar sus fuerzas. No está claro si esto implicaba una fusión de partidos (en la versión del diario de Dimitrov debida a Pons sí está, no obstante, explicitado de tal suerte) pero el objetivo a defender era el mismo: una República democrática. La unión fortalecería el Frente Popular y tendría un gran impacto sobre los anarquistas.
El EM republicano, continuó Stalin, no era de fiar. Había traidores. Siempre se había producido alguna traición en vísperas de cada ofensiva republicana. ¡El Ejército Popular había ganado cuando el EM no las había conocido de antemano! Es lo que se había producido en Guadalajara. Málaga se había perdido pero la capital española no podía rendirse. Si se derrumbaba, Francia e Inglaterra reconocerían a Franco (no dijo nada de la actitud soviética). Ello provocaría una gran desmoralización y conduciría a la derrota. Stalin tenía, no obstante, esperanza en la victoria de la República. Tras la intervención abierta de alemanes e italianos, el pueblo español lucharía más duramente, como ya había hecho en el pasado defendiéndose de los conquistadores extranjeros. En Francia no cabía descartar un golpe fascista pero la situación era muy diferente. La burguesía francesa estaba mucho mejor preparada para combatir el fascismo[43]. A María Teresa León lo que se le quedó en el recuerdo (p. 86) fue que la ayuda militar soviética se veía dificultada por la distancia y la piratería del Mediterráneo[44]. Era Francia quien debía ayudar a la democracia española.
Obsérvese, pues, que Stalin no había cambiado sus opiniones sobre el eje central respecto de las que había expuesto a Pascua. Naturalmente, podría objetarse que en esta última ocasión se dirigía a camaradas españoles y que no iba a desvelar ante ellos sus propias intenciones. Esta afirmación adquiere menos valor cuando se analizan las que había expresado, como ya indicamos, en un pequeño círculo unos días antes, el 14 de marzo. Fue una velada en el Kremlin en la que participaron Vorochilov, Molotov, Kaganovich, Marty, Togliatti y, por supuesto, Dimitrov. Se plantearon el perenne tema de la fusión del PCE y del PSOE; la inadecuación del famoso eslogan del «¡No pasarán!», (cuando lo que se necesitaba era la ofensiva) y el caso de Largo Caballero. Quedó claro que no era necesario provocar su caída y que no había ninguna otra figura política que pudiese actuar como presidente del Gobierno[45]. De lo que se trataba era de convencerle de que dejase el puesto de ministro de la Guerra y nombrar a otro comandante en jefe. En el caso de que hubiera una remodelación, los comunistas podían solicitar una mayor participación[46]. Ésta es, sin embargo, una línea que no prosperó. Incidentalmente, conviene señalar que en la misma ocasión, y como en el CNI se discutía el tema de la retirada de voluntarios, Stalin se declaró dispuesto a desbandar las BI[47].
OTRO ANÁLISIS DE JAN BERZIN.
En esta coyuntura cobra especial relieve un informe de Berzin sobre la situación político-militar general del 6 de abril de 1937. Mezclaba tonos sombríos y toques de esperanza. Los primeros no sorprenderán llegado este momento de nuestro relato. El EM republicano no funcionaba adecuadamente. Había experimentado mutaciones intensas de personal y muchos de quienes en él estaban no destacaban por su competencia. Largo Caballero había prescindido de numerosos comunistas llegados a los puestos de mando, a veces al socaire de razones espurias. Citaba un caso, el de Galán, al frente de la Brigada 22, apartado por abuso de poder aunque esto era la traducción de su oposición a la colectivización forzosa en tierras turolenses. El presidente del Gobierno proseguía una campaña intensa contra los comunistas. Había tratado de introducir una cuña en las Juventudes Socialistas Unificadas y apartar al PCE de los cuadros ugetistas. «Procuraba por todos los medios aprovechar en beneficio suyo el éxito de Guadalajara y sus periódicos publican artículos diariamente en los que se le alaba y considera como la única persona a la que se debe agradecer la victoria». Algunos allegados suyos (Baraíbar, Araquistáin) pretendían descargarle del peso del Ministerio de la Guerra para mantenerlo como presidente del Gobierno. La pugna interna obstaculizaba el trabajo contra Franco y las potencias fascistas.
Los aspectos principales de los que dependía el esfuerzo bélico eran las nuevas reservas, el armamento y los pertrechos. Tras ellos aleteaban también otros problemas como el aprovisionamiento del Ejército Popular, la formación de cuadros y el trabajo político. Pero ni siquiera en los primeros se lograban avances decisivos. El Gobierno disponía en el frente de unos 350 000 soldados, una masa cuantitativamente importante. Pero débil, sobre todo en el norte y en Cataluña. El equipamiento técnico dejaba mucho que desear. No había suficiente aviación ni tanques. Una gran parte de las armas cortas y de la artillería eran trastos. En consecuencia, la debilidad cualitativa debía compensarse con cantidad. Para ello se necesitaban nuevas reservas y nuevas unidades. Largo Caballero no comprendía la situación. Retenía las nuevas formaciones y las reservas siempre llegaban tarde. No se creaba un puño de acero lo bastante fuerte como para asestar golpes demoledores.
La baja calidad, la débil preparación y unos cuadros de mando anticuados llevaban a que en el combate se perdiera mucho armamento. En situaciones de pánico los batallones se retiraban y se desprendían de sus armas. Al restablecerse el orden, los soldados carecían de ellas. Ello exigía reservas considerables de material, sobre todo fusiles y ametralladoras. Después de rearmar nueve brigadas de reserva apenas si quedaban fusiles para las siguientes formaciones. No se tomaban medidas serias y pensadas para obtener armamento. Prieto se interesaba poco y Largo Caballero se escudaba tras él. La ayuda soviética era absolutamente imprescindible.
Había, en particular, poca artillería y mucha de la que existía era inutilizable por falta de proyectiles. Berzin identificó en Guadalajara y en el Jarama una reserva de tan sólo 8000, si bien en Madrid era algo más abundante. En una situación tal, el Gobierno hubiera debido adoptar medidas heroicas para desarrollar la producción, pero apenas si hacía nada. La CAM era ineficaz y la CNT y UGT disputaban entre sí pero no hacían mucho. «Al día de hoy la fabricación de proyectiles alcanzó los 2000 diarios pero esto no satisface las necesidades, que se cifran como mínimo en 10 000». Se podía lograr pero no era fácil. Había que enfrentarse a «la perspectiva en un futuro no muy lejano de tener una situación grave en los frentes, incluso una derrota, por no disponer de proyectiles». En cualquier caso, tras Jarama y Guadalajara, se avecinaban nuevos combates en los que el Ejército Popular no tendría sólo que atacar sino también defenderse. Era premonitorio.
La aviación y los tanques soviéticos habían prestado un apoyo decisivo pero estaban agotándose. El personal no podía dar más de sí. La experiencia mostraba que aquellas brigadas que contaban con asesoramiento se batían bien. Se necesitaban más consejeros. El futuro apuntaba hacia batallas más duras. El pueblo quería pelear. No estaba cansado. Aspiraba a la victoria, a pesar de las pérdidas. Y si dispusiera del armamento y municiones necesarios, si tuviera tanques, artillería y aviación en volumen suficiente podría ganar la batalla. En las circunstancias del momento, una eventual salida soviética conduciría al reforzamiento de la lucha interna entre los partidos, al desmoronamiento del Ejército Popular y, en definitiva, a la derrota[48].
Con independencia de que los historiadores militares puedan discrepar de la valoración técnica de Berzin, la conclusión política que se desprende de este informe es evidente: si la URSS dejaba en la estacada a la República, ésta se hundiría. Largo Caballero no era el líder militar adecuado. La calidad del alto mando republicano no era elevada. Berzin continuaba en la línea que Gorev había ya marcado pocos días antes y que hemos visto en el capítulo anterior[49]. ¿Qué efecto tuvo en Moscú? Un efecto doble: Stalin continuó la ayuda e incluso la intensificó. No deseó la eliminación de Largo Caballero. Esto se corrobora gracias a la respuesta inequívoca a lo que quizá pudiera interpretarse como globo sonda del PCE a través de «Stepanov». Elorza y Bizcarrondo (p. 341) han encontrado un telegrama, fechado el 14 de abril, es decir, tras recibir los informes de Gorev y de Berzin, en el que se ordenaba hacer lo necesario para que Largo Caballero quedase «solamente como presidente del Gobierno[50]». El ucase era claro y terminante. No a las pretensiones de desalojar a Largo Caballero de tal puesto. Al contrario, había que actuar para que dejase el de ministro de la Guerra únicamente.
Para que no se nos acuse de parti pris habría que hacer referencia a la historia que narra Orlov en sus memorias (pp. 301s). Según él, a principios de abril recibió un telegrama de Yezhov, su sanguinario jefe, porque en Moscú estaban preocupados por el papel negativo de Largo Caballero en la conducción de la guerra y le ordenaron que discutiera el tema con Negrín. Yezhov había leído un informe de Orlov en el que señalaba que Negrín era en España el único hombre de Estado sensato que no albergaba temores neuróticos a un coup d’État comunista. Orlov cumplió las instrucciones y Negrín le dijo que el único sucesor lógico a Largo Caballero como ministro de la Guerra era Prieto. Prometió sondear a éste y a los pocos días dio a Orlov la respuesta afirmativa de su amigo y mentor. Tal anécdota, si fuera cierta, arrojaría alguna duda sobre nuestra argumentación. Pero no parece que sea cierta. Hay documentos de Negrín no publicados, y a los que haremos referencia más adelante, en los cuales éste registró que sólo vio a Orlov después del embarque del oro una sola vez cuando ya era presidente del Gobierno y en relación con la desaparición de Andreu Nin[51]. Por lo demás, no hay que insistir en que, según demostraremos una vez más, Orlov fue un embustero compulsivo que quiso pasar a la historia con una cierta imagen, muy positiva para él pero que hoy cabe demoler gracias a fuentes republicanas y soviéticas.
La publicación el 30 de abril en el diario Adelante, órgano de la Federación Socialista de Levante y controlado por la izquierda del PSOE, de ataques a la URSS y a sus dirigentes, provocó una reacción tremenda[52]. Vorochilov ordenó el 14 de mayo al consejero militar jefe que fuera a ver a Largo Caballero. Tenía que decirle que, dada tal actitud «desleal» cuando precisamente se solicitaban más pilotos y más ayuda no sólo no los enviarían sino que retirarían a la gente que estaba en España a menos que se llamase al orden a los autores del artículo y se presentaran disculpas oficialmente[53]. La gestión debió de llevarse a cabo. Este incidente, del que se enteraron Negrín y Prieto de inmediato, no pudo tener efecto sobre la línea preconizada por Moscú de cara a Largo Caballero, que ya estaba a punto de echar su órdago final[54]. Dicho episodio permite ilustrar, con todo, cuatro aspectos fundamentales: I) la dependencia republicana con respecto a los envíos soviéticos (producto de la no intervención) imponía, obviamente, límites, como los imponía a Franco su dependencia de las potencias del Eje. Hubiera sido impensable en la zona franquista que un medio de prensa lanzara ataques similares contra el Tercer Reich o la Italia fascista, contra Hitler o contra Mussolini; II) que la pluralidad de opiniones, dentro del común denominador del antifascismo, subsistía en la España republicana; III) que era preciso bandearse sobre el filo de la navaja para cohonestar dos objetivos: el mantenimiento de la dignidad nacional y la conveniencia de no hacer el idiota. Para ello se necesitaba una cintura política de la que Largo Caballero carecía; IV) finalmente, no da la impresión de que Moscú estuviera, precisamente, lanzado al control de la España republicana si se declaraba dispuesto a retirarse por lo que parecía una ofensa a la dignidad soviética.
Como ha señalado Graham, la permanencia de Largo Caballero en el Ministerio de la Guerra se había convertido en un anacronismo que la República no podía permitirse, aunque esta simple noción no penetre entre los historiadores conservadores, obsesionados por el vector comunista. Olvidan que no era sólo el PCE quien quería un cambio en el Ministerio de la Guerra o que el propio Largo Caballero había pensado en dejarlo en los momentos críticos del acoso a Madrid. Por último, subrayemos que la noción de que los rusos estuviesen trabajando a favor de Juan Negrín no está corroborada[55]. En ninguno de los textos indicados aparece la menor referencia que permita apoyar las elucubraciones de Bolloten y sus seguidores.
En definitiva, un cambio en la jefatura del Gobierno republicano no era una cosa que se decidiera en Moscú o que pudiese imponer el PCE. Debía pasar por un fino cendal de equilibrios políticos locales en una situación extremadamente compleja. Stalin tuvo dificultades en lidiar con la situación española como también las tuvieron Hitler y Mussolini. Pensar que el comportamiento de los dirigentes, republicanos o franquistas, pudiera controlarse desde fuera como si se tratara poco menos que de marionetas es una exageración o la proyección inconsciente de ínfulas imperiales.
En cualquier caso, la argumentación desarrollada hasta el momento no ha abordado el fusible infranqueable: toda remodelación gubernamental debía contar con la aprobación del presidente de la República.
LARGO CABALLERO VERSUS AZAÑA.
Es ampliamente reconocido, incluso por historiadores poco proclives a la República, que la labor del Gobierno de Largo Caballero había sido titánica en el ámbito militar (Ramón Salas, pp. 895ss). El teniente coronel Morel transmitió esta misma idea a París. No cabe duda de que gracias a los esfuerzos de unos y otros el Ejército Popular fue acercándose a la mayoría de edad. La defensa de Madrid, el empate en el Jarama y la victoria en Guadalajara fueron momentos culminantes de esta renovación de la resistencia militar. Sin embargo, sus fundamentos eran frágiles. Esto se puso de relieve con la pérdida de Málaga. Fue, en efecto, la primera derrota desde los meses iniciales. También fue el primer desastre que podía atribuirse sin paliativo de ningún tipo a la dirección político-militar. La caída de Toledo había sido espectacular, pero nadie hubiera podido pedir entonces, ni las pidió, responsabilidades a un Gobierno que acababa de asumir sus funciones. Málaga fue otra cosa. Cortó, en seco, la creencia de que la República se reponía en el plano esencial, que era el de la capacidad de asegurar su supervivencia en combate.
Salas (pp. 803-823) ha descrito con pormenores los comportamientos que llevaron a una catástrofe que se veía venir teniendo en cuenta el asombroso grado de desorganización del frente, en el que «comités, diputados, partidos y partidas mantenían una actitud de total anarquía». No a todos los políticos se les escapaba, o se les escapó después, el desbarajuste. A Azaña, por ejemplo, le llegó la noticia de que un eximio soldado, que resultó ser el comandante militar, había respondido a la pregunta de si no convendría preparar defensas: «¿Trincheras? No. Lo que hago es sembrar revolución. Cuando vengan los rebeldes, la revolución los absorberá y los asimilará».
No es preciso que esta información reflejase la realidad (que fue peor). Bastaría con recibirla como para que a cualquiera con dos dedos de frente se le pusieran los pelos de punta. Fue el caso de Azaña. El Ministerio de la Guerra se movió pero no con demasiada fortuna. Es irrelevante, a nuestros efectos, dilucidar quién deba cargar con la responsabilidad. Salas apunta hacia los políticos y subraya el irresponsable comportamiento de Cayetano Bolívar. Los comunistas se centraron en la dirección militar. Azaña se enteró de que algunos jefes se habían negado a obedecer órdenes. El general enviado para organizar la defensa, Fernando Martínez Monje, poco menos que se escapó y buscó refugio en las acomodantes filas de la CNT (Azaña, 1990, pp. 173 y 179). Por las cartas de Álvarez del Vayo a Araquistáin en la época, que no están distorsionadas por la propaganda y utilización política posteriores, podemos darnos una idea de los factores que se barajaron. El primero, y más importante, una crítica feroz al establishment militar tradicional. Merece la pena sacarla a la superficie. Los dos corresponsales eran entonces amigos (amén de cuñados) y el primero sabía perfectamente la devoción que el segundo tenía para con el presidente del Gobierno. No asestaba ninguna puñalada por la espalda. El 11 de febrero señaló que el episodio malagueño representaba
la confirmación más absoluta de una carencia de capacidad en los mandos. Se siguen empeñando en utilizar únicamente generales. El del Estado Mayor, Martínez Cabrera, es un verdadero atún. Pero maneja los papeles y funciona burocráticamente. No existe el Estado Mayor ni como entidad orgánica ni como suma de capacidades. Madrid y Málaga a la vez no les cabe en la cabeza. Jamás, jamás, han concebido un plan general de operaciones. Y con Pozas, en Alcalá, pasa lo mismo. Es trágico, estos flecos del generalato español enredándose y estrangulando la victoria. Cierto: no nadamos en abundancia de material de guerra, ¿pero qué tiene esto que ver con que Villalba dejara Málaga el domingo a las cinco de la tarde, cuando el lunes a las 7 de la mañana, unos camiones enviados por Negrín para recoger la plata que se suponía allí entraban en Málaga y operaban a su antojo sin ver enemigo por ninguna parte? Yo me pronuncié el otro día ante Caballero contra Martínez Cabrera. Pero Prieto, que estaba delante, lo calificó del n.º 1 de la Escuela Superior de Guerra. Claro, no les importa que el viejo fracase. Y el viejo dijo enseguida que era un jefe de Estado Mayor «que sabía perfectamente lo que se traía entre manos». Muchas carpetas clasificadoras[56].
Las relaciones, evidentemente, no eran buenas en el seno del PSOE porque Álvarez del Vayo continuó diciendo:
A los Llopis y a los Pascual Tomás —ninguno de los dos sabe que conozco al detalle la intriga urdida para separarme del viejo, a base de la existencia de una supuesta maniobra comunista para llevarme a Guerra (!), lo único que les interesa es congraciarse; no llevarle nunca la contraria; asegurarse su favor.
El comisario general de Guerra y ministro de Estado indicó que
con lo de Málaga se ha recrudecido ferozmente la campaña contra Asensio. Extendida ahora a Martínez Cabrera, Pozas y los demás generales, con la excepción, tocada de natural simpatía y benevolencia, de Miaja. La gente sabe que el frente de Madrid[57] y esta gesta estupenda de tres meses han sacado a la superficie nuevos valores militares: Rojo, Gallo, Cartón, Prada, Galán, Modesto, etc. Ninguno de ellos generales; pero a alguno de los cuales, para satisfacer la concepción de que si no son generales nadie les hace caso, no costaría sino una firma elevarles de rango. Que a un hombre como Rojo se le haga general y se le dé la Jefatura del Estado Mayor no implica ninguna conmoción de las jerarquías. Ante la reacción popular, de la que no quieren darse cuenta, yo trato desde el Comisariado de pararle al viejo los golpes. Y esta vez ya son duros. El caso es que con otra dirección mejor de la guerra, nuestra situación militar no es mala… Sería un momento oportuno para que, en medio del apoyo general, Caballero tomara todas las riendas en la mano. Pero, librándose de los generales! Si no, perdemos la guerra… Siguiendo así en el terreno militar, la guerra se pierde. Y es idiota perderla. No hay más que poner el aparato militar, sobre todo el Estado Mayor, en manos de gentes que quieran y sean capaces de ganarla… (AHN: Fondo Araquistáin, legajo 23/A-113A[58]).
Era una coyuntura en la que el PCE arreció en su campaña contra Largo Caballero en una operación no exenta de mendacidad. Los comunistas ocultaron el fundamental papel que algunos de los suyos desempeñaron en la debacle malagueña. En primer lugar, el diputado Bolívar, a la sazón comisario delegado de guerra en el sector, pero a quien también secundó, junto a otros, Rodrigo Lara, secretario del comité provincial del PCE (Ramos Hitos, p. 492[59]). Álvarez del Vayo, por si acaso, tomó una medida que no encaja bien con la imagen procomunista que después se le creó: dejar temporalmente sin empleo y sueldo a Bolívar (Ramón Salas, pp. 824 y 853). Con todo, los comunistas no deseaban que Largo Caballero abandonara la presidencia del Gobierno sino el Ministerio de la Guerra. Pero con frecuencia se propasaron y el propio Hernández hizo una crítica bastante dura. ¿Cuál fue la reacción de Largo Caballero?
Estuvo a la altura de las circunstancias. El 9 de marzo escribió a Hernández. Consideraba injusto y desleal su comportamiento y le anunció que pedía autorización al presidente de la República para publicar el decreto de su dimisión. El mismo día comunicó al CC que le propusiera un sustituto (Largo Caballero, 2007, pp. 4216s[60]). Llamó por teléfono a Azaña y recibió su visto bueno. Sin embargo, Hernández no fue destituido. Los dirigentes del PCE dieron todo tipo de garantías de que no ocurriría más ningún hecho parecido. Ofrecieron publicar una nota desautorizando a su camarada pero, según el presidente del Gobierno, era casi peor que el discurso. Se echó atrás. En sus recuerdos lo lamentó profundamente pero es obvio que, después de haber visto cómo Azaña desinflaba su globo sonda, no estaba en condiciones de provocar una crisis.
La situación no era cómoda para Largo Caballero. El 13 de marzo Prieto puso el cargo a su disposición. Estaba harto de las campañas que contra él habían lanzado, a su vez, los diarios anarquistas a consecuencia de un artículo aparecido en El Socialista el 1 de febrero, en las que reiteró sus viejos argumentos: la crítica al comportamiento de las democracias occidentales y la necesidad de reducir las acciones revolucionarias para no aumentar el número de desafectos en la propia zona. Un parón, pues, a las exacciones, colectivizaciones y confiscaciones del producto del trabajo de los campesinos, de los pequeños comerciantes y de los industriales. Esto estaba en línea con los planteamientos de Negrín e incluso con los del propio Stalin. El presidente del Gobierno se negó a aceptar la idea de la dimisión (Gibaja, pp. 140s).
En consecuencia, y según recoge Graham (2005, p. 101), en las reuniones del Consejo de Ministros los republicanos, los comunistas y los socialistas centristas empezaron a obrar de común acuerdo[61]. Después de la salida de Asensio, Largo Caballero había tomado medidas para disminuir la influencia comunista en el Ministerio de la Guerra y la pugna, poco a poco, fue envenenándose. A Azaña (1990, p. 193) le comentó que los comunistas se entremetían en todo: llevaban al Consejo notas con propuestas de origen ruso. Entre otras, que se retiraran de Almería, Córdoba y Teruel las brigadas extranjeras.
Quizá fuera así. Afortunadamente el propio Largo Caballero (2007, pp. 3680-3702) transcribió las sugerencias soviéticas y las respuestas del EM, añadiendo sus propios comentarios. En éstos se queja, por ejemplo, del tono imperativo de las primeras y de que los rusos no entendían las dificultades con que topaba el Ministerio de la Guerra. No aparece la noción de que las divergencias podrían, quizá, resolverse por el diálogo y/o el intercambio de información. Antes al contrario, se despachó contra «la irresponsabilidad de estas gentes: el responsable era el Gobierno y particularmente el ministro de la Guerra». Uno se pregunta: y ¿quién, si no, podía serlo? Fue Largo Caballero quien quiso asumir la cartera y quien quiso mantener tan inmensa responsabilidad contra viento y marea.
Volvamos a los apuntes de Azaña (1990, p. 195). El 13 de marzo en un nuevo despacho, también en Benicarló, manifestó a Largo Caballero: «Veo que ha nombrado usted a Rojo para el EMC». La respuesta debió de dejarle helado: «¡Yo no!». Quizá con una ligera nota de asombro Azaña respondió: «Pues no es usted el ministro de la gue…». La reacción fue más sorprendente todavía: «Yo no soy presidente, ni ministro, ni nada». La explicación fue surrealista. Largo Caballero había llevado al CSG el cese de Martínez Cabrera (apareció en la Gaceta del 13 de marzo). Nadie tenía candidatos. Tampoco él. Es un caso curioso. Se había desembarazado de altos mandos comunistas enviándolos a distintos destinos pero no se había preocupado de pensar quién podría sustituir al jefe del EM. Álvarez del Vayo («nótelo usted», dijo a Azaña[62]) sugirió el nombre del todavía teniente coronel Vicente Rojo.
Azaña debió de llevarse las manos a la cabeza: en un nombramiento importante, el ministro de la Guerra y presidente del Gobierno se abstuvo de opinar y de votar. Julio Just y Prieto también lo hicieron y por tres votos, en contra de Largo Caballero, Rojo fue nombrado jefe del EM en plena batalla del Jarama. Azaña extrajo, para sí, una conclusión devastadora: «Y luego viene a quejárseme de que no le hacen caso ni tiene autoridad[63]». El embajador soviético felicitó efusivamente a Rojo (AHN: Fondo General Rojo, caja 4/7).
Aunque las relaciones entre Azaña y Largo Caballero nunca habían sido demasiado buenas, las actuaciones ulteriores de este último debieron encrespar al presidente de la República[64]. Largo Caballero envió una carta circular a todos los ministros para que se abstuviesen de dar noticias a Azaña, una bofetada gratuita. La segunda consistió en insinuar su propia dimisión. Azaña trató una vez más de calmarle diciéndole que era insustituible. La réplica no debió ser muy clara (que hiciera gestiones con algunos señores) y Azaña ganó la impresión de que lo que Largo Caballero deseaba era que tramitase una crisis no planteada[65].
Se traen a colación aquí estos episodios porque muestran, en mi opinión, dos cosas: ante todo, que Largo Caballero no proyectaba hacia el interior la imagen de hombre fuerte, acosado, pero fuerte, que se autoforjó en sus memorias y que tan utilizadas han sido para interpretar la campaña comunista; y, en segundo lugar, porque es verosímil que Azaña no olvidase lo ocurrido cuando, dos meses más tarde, se abrió realmente la crisis gubernamental. Era difícil que lo olvidara. Al día siguiente de las conmemoraciones del 14 de abril, los dos presidentes se reunieron de nuevo en despacho. Largo Caballero comentó acerca de las operaciones militares. Azaña consignó que la impresión más acentuada era la «falta de ideas propias y de elementos para discurrir». También en esto, sin saberlo, coincidía en lo fundamental con Stalin[66]. El martes 20 llamó al presidente del Gobierno. Quería saber cuál era su postura. Largo Caballero le dijo que había dimitido pero Azaña se negó a aceptar su dimisión. Si tenía dificultades en el seno del gabinete, afirmó, debía plantear en él la cuestión directamente. Contaba con la confianza del jefe del Estado. Si el Gobierno no se le sometía, o si algunos rechinaban los dientes, sería el momento de ver cómo proceder. Había alternativas. Una, por ejemplo, la sustitución de varios ministros. Azaña le sugirió que reuniese al Consejo el día siguiente y que aclarase los problemas. Largo Caballero ni lo reunió ni dimitió. Es verosímil que la opinión de Azaña sobre él no mejorase.
El presidente de la República sostuvo otros contactos. Como hemos anticipado vía el informe de «Stepanov», el secretario general del PCE y Dolores Ibárruri le confirmaron que los comunistas estaban en contra de la política de Largo Caballero en el Ministerio de la Guerra. Le apoyarían, eso sí, como presidente del Gobierno. Según Azaña (pp. 221-223) también le dijeron que se enojaba por mezquindades (¿nimiedades?). Se oponían, por lo demás, a la idea de un Gobierno basado en los sindicatos. Esto respondía al acercamiento que Largo Caballero, sintiéndose aislado, había iniciado hacia la CNT, además de apoyarse en los sectores de la UGT que le eran adictos. Con todo, y como ha señalado Graham (2005, p. 116), era una idea difícil de llevar a cabo dadas las diferencias esenciales entre ambas centrales sindicales.
Por su parte Prieto informó a Azaña que, a su entender, Largo Caballero debía continuar. Es cierto que existía un ambiente general contra él por su falta de energía, pero no tenía sustituto. El presidente de la República anotó entre paréntesis lo que posiblemente le confirmó en sus reticencias: «Ahora todos dicen que no debió presidir». Es en este período cuando Pascua, de regreso a España, le hizo partícipe de las reflexiones de Stalin. No hay constancia de la valoración que de ellas se formara Azaña pero es muy verosímil que las integrase en la ecuación que iba formándose sobre la situación política y la del propio Largo Caballero[67].
De lo dicho hasta ahora no se desprende que en este juego de alto nivel el vector soviético jugase ningún papel dominante. En la medida en que el PCE actuase de correa de transmisión de Moscú[68], sus objetivos proclamados eran limitados: inducir a Largo Caballero a dejar la cartera de Guerra. ¿Su mensaje?: Largo Caballero no era el hombre que pudiese ganar la guerra. Un testigo lúcido, Zugazagoitia (pp. 251s), señalaría: «la tragedia de Málaga, que pudo haber sido evitada, queda inscrita en la cuenta del presidente del Consejo». Sólo los caballeristas parecían estar empeñados en disminuir su impacto. La campaña del PCE fue, en el peor de los casos, una condición necesaria, no suficiente. Los comunistas hubieran tenido dificultades en inducir el relevo de Largo Caballero como ministro de la Guerra si los republicanos, los socialistas centristas y el propio presidente de la República hubiesen seguido confiando en él. El problema que se planteaba a Largo Caballero era que esta última condición, la más importante de todas, no se daba. Por último, digamos, aunque quizá ya sea innecesario, que en el proceso descrito anteriormente Negrín no desempeñó papel alguno. Hasta ahora, en ningún momento ha aparecido documentado su nombre como posible sucesor, mal que les pese a los adalides de tan vieja corriente interpretativa.
Quizá no lo supiera Largo Caballero, pero en el Ministerio de Estado las noticias que se recibían por aquellas fechas no eran menos alarmantes. A finales de abril Jiménez de Asúa telegrafió desde Praga. Contaba con poderosas antenas y sus despachos se devoraban con avidez. Italia dejaba libre al Tercer Reich la Europa Central. En Polonia se hablaba incluso de que tarde o temprano desaparecería Checoslovaquia. Francia no tenía energía y estaba entregada al Reino Unido. El servicio de inteligencia detectaba que Italia estaba decidida a continuar la campaña en España y que pedía a Alemania que contribuyera con aviación y productos químicos. Estos informes eran, sustancialmente, correctos salvo en lo que se refiere a los gases. Otros no lo eran. Los italianos pensaban desembarcar en las costas catalanas y atacar con gases las ciudades. Los alemanes parecían escépticos pero probablemente ayudarían siempre y cuando Italia se responsabilizara de su empleo[69]. No es de extrañar que Álvarez del Vayo estuviera sobre ascuas. Con Mola avanzando en el norte y los italianos buscando revancha, ni el entorno interno ni el externo parecían muy prometedores. Ambos se degradarían de manera radical, como veremos en los capítulos siguientes.