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El Eje sube su apuesta

y el Reino Unido se mantiene al pairo.

QUE LA UNIÓN SOVIÉTICA pudiera suministrar armas a la República, como lo hizo a partir de principios de octubre de 1936, y que ello no tuviese efectos importantes sobre la conducta alemana e italiana, es algo en lo que Moscú no confiaba. Incluso antes de que Stalin tomara su decisión, el comisario de Asuntos Exteriores, Maxim Litvinov, había advertido el 4 de septiembre de tal posibilidad al embajador en Madrid, Marcel Rosenberg. Éste, en un telegrama del 25 del mismo mes, afirmó que los pronósticos eran difíciles. Los rebeldes contaban con fuerzas relativamente pequeñas pero tenían un hinterland seguro: Portugal se había convertido en una plataforma que les era propicia. Alemanes e italianos suministraban tanques y aviones cuyo efecto era desmesurado sobre los combatientes republicanos, faltos de disciplina y hábitos militares e incapaces de oponer resistencia. «Las unidades no fogueadas se espantan no sólo con los bombardeos de los aviones sino también ante las ametralladoras y otros tipos de armas automáticas». La desmoralización se acentuaba a causa de la desaparición de los mejores y más abnegados luchadores, caídos en los primeros días del levantamiento[1].

En estas condiciones, la variable crítica eran los suministros a Franco. Se vieron precedidos de una turbamulta de noticias contradictorias[2] que apuntaban en una sola dirección: se intensificarían. Al tiempo que llegaba a Cartagena el primer cargamento soviético a bordo del Komsomol, Yakob Suritz, embajador en Berlín, telegrafió el 12 que Hitler no parecía dispuesto a echar marcha atrás y que posiblemente iba a aumentar su apoyo material a Franco. Estaba bien informado y sus fuentes eran correctas. El espionaje soviético no era de los menos inactivos de entre los que operaban en el Tercer Reich.

Los franceses tardaron algo más en recibir confirmación fidedigna de las intenciones nazis. Cuando la recibieron no les quedó duda alguna de lo que se avecinaba. El 19 de noviembre el embajador François Poncet telegrafió al Quai d’Orsay que aquella misma mañana un compatriota, periodista de profesión, había preguntado a un alto funcionario lo que pensaban hacer de cara a España. La respuesta había sido cortante: «Nous ferons exactement tout ce que fera Moscou[3]». No era una baladronada pero ni siquiera traducía con precisión la dinámica intervencionista. Hitler había ya decidido mucho antes volar en socorro de Franco y lo había hecho con contundencia, mediante una unidad innovadora: la Legión Cóndor. La fecha de su decisión tiene implicaciones sobre las cuales pasan como sobre ascuas los numerosos historiadores que escriben desde una óptica profranquista. Es necesario corregir la falsa percepción que transmite su enfoque.

UN ARIETE DE ACERO ALEMÁN.

Tradicionalmente se ha planteado la decisión como respuesta a la llegada de material soviético. Hitler habría querido ofrecer una mejor cobertura a Franco. No se retrocede ante su presentación como un mero mecanismo de acción-reacción. A veces, la exculpación llega a extremos grotescos. Hidalgo Salazar, que escribía en las postrimerías de la dictadura (pp. 69s), retrató nada menos que a un Franco reticente y afirmó que el almirante Canaris se las vio y deseó para convencerle de que «solicitara más protección de Roma y de Berlín». Este tipo de versiones presentan una aceptación à contre coeur, como respuesta necesaria ante los suministros soviéticos[4]. Revelan una imagen que cuadra bien con la leyenda de un bando «nacional» obligado a recibir ayuda sólo para compensar la que llegaba a sus adversarios[5]: esto no es sino una manifestación más del mito fundacional franquista sobre la dinámica de la intervención extranjera. Por el momento, Manrique García y Molina Franco (p. 433) son de los últimos en interpretar la decisión de Hitler como «la consiguiente reacción» al «descarado» apoyo soviético, que sitúan el 30 de octubre[6].

Como ha hecho Heiberg para el caso italiano, la actuación hitleriana debe explicarse en clave ofensiva. Si ambos dictadores intervinieron tan pronto y tan rápidamente en apoyo de Franco no fue por razones preventivas sino para lograr una modificación a su favor del panorama estratégico europeo. Mussolini, en particular, había estado jugando semanas antes de que Stalin moviera sus piezas con el envío de una sustancial misión militar dirigida por el general Ezio Garibaldi. Su apuesta por el debilitamiento de Francia y por la conversión del Mediterráneo en un «lago italiano» podía quedarse en agua de borrajas si la República se fortalecía con la ayuda soviética. Con ligeras variantes tal argumento es, a su vez, aplicable a Hitler, para quien evitar el eventual robustecimiento de Francia era en aquellos momentos un objetivo estratégico esencial.

Por desgracia, la base documental que precedió a la decisión de crear y enviar a Franco la Legión Cóndor es muy limitada[7]. Ello no obstante, Proctor (pp. 57s) tuvo oportunidad de entrevistarse en los años setenta del pasado siglo con algunos de los oficiales que participaron en las tareas preparatorias del envío. El general Hermann Plocher le informó de que cuando se incorporó, a mitad de octubre de 1936, como mero comandante en el EM que dirigía la ayuda nazi se encontró con que la operación estaba en marcha[8]. En su excelente estudio de la Cóndor, González Álvarez (p. 93) cita una entrevista entre Warlimont y Göring, jefe supremo de la Luftwaffe, el 28 de septiembre en la que podría haberse planteado la necesidad de aumentar la ayuda a Franco. El momento de la decisión no es nada irrelevante porque entre su adopción y la puesta en práctica hubo de pasar algún tiempo. Ocurrió en el caso soviético y también en el alemán. Política e históricamente hablando, el más significativo es el segundo porque es el que permite elucidar los motivos originales nazis. Hitler se comportó de la misma forma que en julio de 1936. El Führerbefehl obró milagros. Lo que quedaba era informar a Franco. No hay que olvidar, y esto se halla perfectamente documentado, que ya a principios de octubre los alemanes tenían pensado reconocerle de facto tan pronto como tomase Madrid (ADAP, doc. 92). Mussolini se sumó a la idea (ibid., doc. 95).

El carácter autónomo de la decisión hitleriana no es sólo lo que debe ponerse en primera línea. Lo que cuenta es el componente de agresividad que traslucía, en la línea directa de la intervención. Cuando Hitler pensó en crear la Cóndor se desconocía todavía en Berlín la composición de la inicial ayuda soviética. El informe del embajador en Moscú, Friedrich Werner von der Schulenburg, del 12 de octubre (ADAP, doc. 97) se limitaba a anticipar una postura del Kremlin mucho más activa. El tema español afloró en las entrevistas que el ministro italiano de Asuntos Exteriores, conde Galeazzo Ciano, mantuvo con su colega Konstantin von Neurath pocos días más tarde, el 21. Ambos coincidieron en que las fuerzas franquistas pasaban por una fase de cierta inactividad (en lo que, sin saberlo, compartían la opinión de los analistas británicos, agrupados en el Air Intelligence Service). Pero Ciano apuntaba más alto que su colega. Tenía instrucciones precisas de Mussolini de comunicar al propio Hitler la intención «de llevar a cabo un esfuerzo militar decisivo para provocar el colapso del Gobierno de Madrid[9]». El Duce deseaba conocer si Hitler estaría dispuesto a participar. En Roma se ignoraba que en Berlín ya habían empezado a rodar los dados. De aquí que cuando Ciano remachó la idea en su entrevista con Hitler en Berchtesgaden, tras un viaje repleto de triunfos[10], se encontrara con buenas noticias. Éstas le llevaron a apuntar en su diario: «… Hoy estamos listos y decididos a hacer un gran esfuerzo con tal de derribar al Gobierno de Madrid… El Duce tiene el propósito de enviar otros 50 aviones y dos submarinos. El Führer está totalmente de acuerdo y afirmó que hará todo lo necesario para que la vía no quede libre a favor de Moscú. Me asegura que dará instrucciones al efecto a sus autoridades militares…»[11].

Hitler, o sus expertos, cabalgaban a lomos de otra ola. Lo que Mussolini pensaba era seguir haciendo más de lo que había hecho hasta entonces. Los nazis no estaban en esta línea. Abrieron una brecha conceptual y se adelantaron no sólo a sus compañeros de aventura sino también a los planteamientos soviéticos. En efecto, mientras se producían estos escarceos y contactos diplomáticos, y Canaris sondeaba las movedizas tierras españolas, la Wehrmacht ponía a punto una de las auténticas innovaciones de la guerra civil. No se trataba, en efecto, de ofrecer un tipo de ayuda como las prestadas hasta entonces. Los alemanes se decantaron a favor de una unidad cerrada, dotada de fuerte apoyo logístico propio y basada esencialmente en la aviación, es decir, en el componente fundamental para estimular el avance de sus protegidos. La Legión Cóndor era novedosa tanto por los conceptos teóricos y estratégicos a que respondía como por su composición y posibilidades de manejo. Demostraba, con claridad, que el Tercer Reich estaba decidido a aumentar su apuesta.

Fueron de origen nazi los principios operativos a que debía obedecer la utilización de este ariete de acero. Las instrucciones para su comandante, general Hugo Sperrle, las aprobó el ministro de la Guerra Werner von Blomberg y son sumamente ilustrativas. Sin embargo, no es frecuente que los autores profranquistas se detengan demasiado en sus implicaciones. En el plano técnico, se preveía un grupo de bombarderos y otro de cazas, una escuadrilla de reconocimiento a distancia, aviones para el reconocimiento de proximidad, una compañía de comunicaciones, baterías pesadas, etc. La justificación de la creación de la unidad resulta reveladora (había que anticipar un aumento de la ayuda soviética), pero hay otra razón más significativa. Resultaba preciso cortar de tajo la inadecuada conducción de las operaciones que el flamante Generalísimo había seguido hasta el momento. Parecía imprescindible evitar el peligro de que no pudiera mantener lo alcanzado, caso de que no variase su comportamiento. Innecesario es subrayar la crítica implícita que ni Jesús Salas ni tantos otros historiadores profranquistas se molestan en mencionar. Para los alemanes era obvio que la jefatura de la nueva unidad debía quedar en manos propias aunque ante el exterior apareciera como española. Sperrle asumiría ante Franco toda la responsabilidad por su utilización[12].

De estas instrucciones se desprenden algunas inferencias importantes que hay que examinar en un contexto comparativo. En primer lugar, la Cóndor se concibió como una unidad estrictamente germana. Los autores que se han desgañitado en presentar a las Brigadas Internacionales como un «ejército» de la Comintern harían bien en relacionar ambos casos. Las Brigadas se integraron progresivamente en el Ejército Popular y se españolizaron. La Cóndor mantuvo su autonomía casi hasta el final, aunque las necesidades de cooperación con el ejército franquista fueran intensificándose con el paso del tiempo. Cuando en abril de 1937 Franco quiso utilizar parcialmente algunas de sus unidades, Sperrle no dudó en darle un plante y, para dejar las cosas claras, apeló al ministro de la Guerra en el lejano Berlín[13]. La segunda inferencia es que en el Tercer Reich se dudaba de la capacidad militar de Franco. Había que ayudarle, incluso a su pesar, porque dejado de la mano corría el riesgo de no tener éxito en las operaciones. La Cóndor, innovadora y autónoma, constituía un primer elemento para darle un empujoncito.

De la tarea de informar a Franco se encargó el almirante Canaris, jefe de la Abwehr (servicio de inteligencia militar), quien por lo menos en octubre ya había visitado España y, cabe suponer, al recién nombrado Generalísimo. Fue la suya una misión rodeada de cierto misterio pues no está documentada directamente. Se identifica en una carta que el ministro alemán de Asuntos Exteriores, von Neurath, escribió el 30 de octubre al embajador en Roma, Ulrich von Hassell, y en la que afirmaba que el almirante había regresado a España[14] (ADAP, doc. 113). Canaris no debió encontrar grandes dificultades en convencer a Franco, sobre todo porque sus instrucciones afirmaban que en el supuesto de que aceptara las exigencias sin condiciones los alemanes podrían considerar un aumento de la ayuda[15].

Los envíos iniciales de la Cóndor son también muy reveladores. Comprendían, por ejemplo, un centenar de aviones y casi 4000 hombres[16], que se trasladaron a España entre el 7 y el 29 de noviembre[17]. Los puertos de salida fueron Hamburgo, Stettin, Bremerhaven y Swinemünde. Los de destino, mayoritariamente Sevilla aunque también El Ferrol y Cádiz. En varias ocasiones partieron dos o tres buques en el mismo día. No cabe duda de que los nazis tenían prisa. Hay, sin embargo, una comparación que no nos resistimos a resaltar. De un golpe, Hitler suministró el 70 por ciento de los aparatos que representaron los envíos soviéticos desde su inicio hasta febrero de 1937. Es una proporción no desdeñable pero que, curiosamente, no he visto nunca en la literatura.

La mera consideración cuantitativa, y la apreciación de la significación cualitativa, permiten pensar que Hitler y sus expertos debieron tener en mente algo más que la mera reacción ante los suministros soviéticos. Al material de la Cóndor habría que añadir los envíos realizados previamente hasta finales de octubre. Se trataba de 28 Ju 52, 20 He 46, 24 He 51 y de otros 15 aparatos de diversos tipos (Merkes, p. 380[18]). Tampoco cabe olvidar que en efectivos la Cóndor casi triplicó la presencia soviética. Pero, claro está, no era el mismo tipo de personal. El Kremlin envió cuadros, asesores, pilotos y tanquistas, en número relativamente reducido. Lo que Hitler destinó a España fue toda una formación que, como señaló un aviador e historiador norteamericano, Proctor (p. 56), era en muchos aspectos revolucionaria.

La llegada de la Cóndor preocupó en Londres, donde se temieron las posibles repercusiones sobre la actitud del Gobierno francés. Hubo quien la interpretó como una apuesta para ayudar a que ganara Franco, un tanto desfalleciente. Era un análisis no desenfocado. El subsecretario permanente del Foreign Office, sir Robert Vansittart, subrayó acertadamente que la Alemania nazi se movía mucho más deprisa y más inteligentemente que la Italia fascista. Berlín también había disfrazado mejor su intervención. Era entonces cuando se quitaba la careta. Otro análisis correcto resultó ser el de sir George Mounsey, quien no sentía simpatía alguna hacia la República: «Hay que prever que el parón sufrido por el general Franco ante Madrid pueda espolear a alemanes e italianos a una mayor actividad en su favor» (TNA: FO 371/20586). La exactitud de tales análisis no llevó a los británicos a modificar un ápice su línea de acción.

Peor acogida encontró en Londres la interpretación que Litvinov desgranó ante el octavo Congreso de los Soviets. Para el comisario de Asuntos Exteriores la agresión fascista planteaba un serio peligro. Mientras Mussolini se mantuvo replegado tras las fronteras italianas, la preocupación en Moscú no fue excesiva. La exportación del fascismo alemán era otra cosa. España constituía la viva ilustración de que algo había cambiado. La Unión Soviética había reaccionado emocionalmente, como testimoniaban las ayudas y colectas populares, pero el Gobierno seguía una perspectiva estrictamente política. España representaba la primera incursión en gran escala del fascismo fuera de sus fronteras. Aunque Litvinov silenció la ayuda efectiva que, en armamento y hombres, el Kremlin había decidido enviar, lo que preocupaba era el futuro. Rusia resultaba un objetivo tentador no porque fuese comunista, sino porque constituía el objetivo esencial de la política depredadora de los regímenes fascistas. No le faltaba razón y el pacto germano-japonés contra la Comintern apuntaba en esa línea[19]. ¿Cómo cabría actuar contra la IC sin actuar contra la Unión Soviética?

El apoyo del Führer y el Duce a Franco no se limitó al ámbito militar. Tanta o mayor importancia tuvo el que le otorgaron en los ámbitos diplomático y político. Está bien estudiado en la literatura especializada. No suelen señalarse, sin embargo, los rasgos que le diferenciaron de la contribución del Kremlin. Conviene indicar algunos. El primero es que el Eje empezó a funcionar como tal de cara a la intervención en España, a pesar de los recelos que alemanes e italianos albergaban respecto a sus intenciones respectivas. El segundo es, precisamente, que hubo de transcurrir un cierto tiempo antes de que se decantaran los papeles de unos y otros. En parte ello fue el resultado de la divergencia de intereses, de las propias posiciones de partida y, no en último término, de la distinta acogida que las acciones de Berlín y Roma tuvieron en el Cuartel General franquista. El tercero estriba en la dinámica diferenciada que en aquellos momentos iniciales de intervención descarada y masiva se generó entre alemanes e italianos[20]. Los primeros fueron más duros, más listos y más comprometidos. Sin caer en las gesticulaciones, la oratoria y la teatralidad mussolinianas ayudaron más a Franco y se cobraron mejor. Sin el Tercer Reich, simplemente, no hubiera habido en España un dictador durante casi cuarenta años.

CELOS ENTRE ROMA Y BERLÍN.

La materialización del Eje se vio acompañada del deseo conjunto de reconocer a Franco y de resistir a lo que se denominaba la «política de expansionismo bolchevique en Europa» (DDI, doc. 264). Era un mero subterfugio y lo que Litvinov había temido en septiembre. Frustrados con el lento avance franquista, ante la posibilidad de que hubiera que conceder una eventual victoria a la Unión Soviética en tierras españolas y confrontados con la alternativa de mantener la apuesta o de subirla, Mussolini y Hitler no dudaron respecto a la segunda opción. A mitad de octubre de 1936 la República se encontró en vísperas de un nuevo asalto de las potencias fascistas[21]. Ambas descubrieron intereses comunes. El primero era que «en España, alemanes e italianos ya han cavado juntos la primera trinchera contra el bolchevismo». A la par, delimitaron esferas potenciales de influencia: el Mediterráneo para Italia, el Este y el Báltico para el Tercer Reich. Esta delimitación es muy importante. Hitler dejó a su compañero de dictadura la puerta abierta en España. Ciano envió a su segundo jefe de gabinete, Filippo Anfuso, a que pasara quince días en Salamanca y otease la situación[22]. Inmediatamente telegrafió que el flamante jefe del Estado emergente tenía el propósito de seguir un modelo fascista y que se había mostrado efusivo en su agradecimiento por la cesión de submarinos, cuya actividad podría ser determinante en las costas del Mediterráneo (DDI, doc. 347). Franco no había variado un ápice en la índole de las afirmaciones que hacía ante los italianos. Antes al contrario. ¿Qué dirían los autores que militan en la línea interpretativa de Bolloten si Largo Caballero, Álvarez del Vayo o, ¡horror de los horrores!, Negrín hubieran hecho afirmaciones de tal porte?

Es, en efecto, llamativo cómo numerosos historiadores profranquistas, o simplemente anti-republicanos, tratan estas inquietantes señales de por dónde parecía configurarse la alineación futura de la autodenominada España nacional. Muestran la receptividad franquista a una voluntad fascista de penetración en la vida política española que no tiene nada que envidiar a la que suelen atribuir a Stalin. El colaborador de Ciano quedó encantado. El 6 de noviembre informó que la simpatía hacia los italianos era superior a la que se manifestaba hacia los alemanes y que las armas romanas (aviación, artillería, carros de asalto) habían estado siempre en primera línea (DDI, doc. 363). No olvidó intereses más prosaicos: la conclusión, por ejemplo, de un acuerdo comercial (que se firmó el 23 de noviembre), la buena recepción de las peticiones italianas, incluidas las que pudieran hacerse en relación con las minas de Almadén (en manos republicanas) y, no en último término, un protocolo político (DDI, doc. 376). Las reacciones que encontró fueron sumamente positivas.

Aunque los dos integrantes del Eje en formación pronto entraron en una relación de competencia, no hubo manifestación alguna de ésta en el reconocimiento diplomático, que se produjo el 18 de noviembre, sin esperar a la toma de Madrid y a pesar de las dudas de que pudiera realizarse a corto plazo (ADAP, docs. 119 y 121-124). Los italianos estaban prestos desde hacía varias semanas y sólo se contuvieron porque el Tercer Reich no veía todavía llegado el momento. Curiosamente, y como ha resaltado Coverdale, hasta aquella época la influencia alemana en la España franquista era muy superior a la italiana (lo que se le había escapado a Anfuso), quizá como consecuencia de la seriedad y eficacia con que los nazis habían contemplado desde el primer momento su zarpazo en la península. Un general retirado y de claras simpatías nacionalsocialistas, Wilhelm Faupel, asumió como encargado de negocios la representación del Tercer Reich[23]. La elección de un militar en lugar de un diplomático profesional causó cierta conmoción entre los observadores extranjeros. Los italianos nombraron a un funcionario sin relieve que venía de la zona republicana.

El doble reconocimiento no fue en modo alguno equivalente al establecimiento de embajadas entre la República y la URSS. En este último caso existían formalmente relaciones diplomáticas, a la espera de que entrase en funcionamiento el dispositivo final. En el caso italo-germano significaba no sólo la ruptura con la República sino algo mucho más serio. Si bien no fue el primer reconocimiento que se producía (El Salvador y Guatemala se adelantaron), emitía un mensaje rotundo: los dictadores fascistas demostraban pública y solemnemente su apoyo a quienes todavía muchos calificaban de insurrectos y comprometían su prestigio político e incluso personal con el triunfo de la causa de Franco. Como señaló el embajador norteamericano en Berlín, «tras reconocer a Franco como vencedor, cuando esto es algo que todavía debe demostrarse, Mussolini y Hitler tendrán que preocuparse de que gane o se verán asociados con un fracaso, algo que un dictador tiene dificultades en aceptar» (Coverdale, pp. 125s). Era premonitorio[24]. En el mundo de las finanzas no se tardó en hacer llegar al Banco de Inglaterra la idea de que, a medio plazo, Franco tendría que ganar porque los alemanes y los italianos se habían entrometido demasiado en España como para tolerar un resultado alternativo[25]. ¡A buen entendedor!…

La embajada británica en Berlín interpretó la decisión de no aguardar a la caída de Madrid en base a razones políticas y estratégicas: la conveniencia de mostrar apoyo a Franco y para adelantarse a rumores que corrían respecto al envío posible de una división de tanques soviética (sic) a España. También como paso preparatorio para intensificar sistemáticamente la interceptación de los suministros de armas rusas, apreciación en la que no iban desencaminados (TNA: FO 371/20548). Todo el mundo entendió que las actuaciones soviéticas y alemanas constituyeron un golpe mortal a una no intervención que se encaminaba hacia un fracaso absoluto, aunque siempre resultó un procedimiento adecuado para ocultar la desnuda realidad de propósitos que albergaban las democracias hacia la solitaria República española. Cuando el 20 de noviembre el embajador británico en Berlín, sir Eric Phipps, coincidió en una recepción con von Neurath y le dijo que esperaba que el reconocimiento diplomático no implicaría una retirada del CNI Comité de No Intervención, el ministro le respondió que, evidentemente, tal no sería el caso. Añadió, sonriendo, que la no intervención se había convertido en una farsa (DBFP, doc. 398).

Sí hubo algo de competencia entre Roma y Berlín en el plano político. Los italianos negociaron en tiempo récord un protocolo que se firmó el 28 de noviembre (DDI, docs. 493, 501). Se trató de algo sumamente importante en términos comparativos. No fue la denostada República, tan presuntamente dependiente de los tics soviéticos como se afirma en las versiones conservadoras y profranquistas, la que entró en acuerdos formales con potencias extranjeras sino el jefe de un Estado y de un bando que se autoproclamaban «nacionales». El protocolo dejaba campo abierto a numerosas interpretaciones. No excluía nada y tampoco cerraba nada (ADAP, doc. 137). Ambas partes se obligaron a no participar en coaliciones o arreglos que se dirigieran contra la otra y a considerar nulos cualesquiera compromisos que no fueran conformes con él. El Duce tenía presentes las sanciones que la SdN había decretado en razón de la agresión contra Abisinia. Para el supuesto de que algo similar pudiera producirse en el futuro, españoles e italianos se comprometían a observar una «neutralidad benévola» y a prestarse todo el apoyo necesario, en particular en lo que se refería a la utilización de las comunicaciones. No faltaron referencias a la cooperación económica y comercial. Desde el punto de vista español, tiene importancia destacar que ya por la primera cláusula el Gobierno fascista se obligaba a respetar la integridad e independencia de España, algo que sin duda preocupaba en Burgos (y en varias capitales europeas, habida cuenta de los manejos italianos en Mallorca).

Los alemanes no habían sido consultados y se enteraron, a petición de Franco, de los principios inspiradores del acuerdo el mismo día de su firma (algo más tarde recibieron el texto italiano final). Encontraron los argumentos de Roma un tanto espurios y alguno expresó temor a que Mussolini se les adelantase demasiado a la hora de asentarse en la España franquista (ADAP, doc. 142). No ocurrió así ya que, con independencia de la delimitación de zonas, las posibilidades italianas dependerían de los éxitos de sus armas en el campo de batalla y de los suministros militares. En ambos terrenos Franco pronto se dio cuenta de que la ayuda de Hitler era más sólida y eficaz. Hay autores como Coverdale que aducen que el acuerdo representaba un ejemplo de la habilidad de Franco para evadirse a la hora de asumir compromisos concretos. No lo creo. Más bien tiene razón Heiberg (pp140-143): «Italia brindaba su apoyo económico y militar a cambio de la lealtad política y militar de España[26]».. Otra cosa es que Mussolini aprovechase la oportunidad. No supo y tampoco pudo. Lo que está fuera de toda duda es que las reflexiones del Duce debieron verse espoleadas por el ejemplo alemán, como veremos más adelante. Por el momento más vale dirigir nuestra mirada a Londres, donde los funcionarios que servían con lealtad al Gobierno hiperconservador de Stanley Baldwin iban a entregarse a escaramuzas burocráticas e ideológicas profundamente significativas.

UN DESPEGO OLÍMPICO HACIA RIÑAS LEJANAS: BATALLAS EN LA ADMINISTRACIÓN BRITÁNICA.

Sin la ayuda soviética la República verosímilmente hubiese perdido la guerra en 1936. Con el apoyo nazi a Franco podría pensarse que no la ganaría. Hacía falta, sin embargo, un factor fundamental en la ecuación para garantizar dicho resultado. Éste no fue otro que la actuación de Londres, algo que suelen olvidar los historiadores que nunca han salido del clima de la guerra fría. El 19 de noviembre Eden hizo una notable afirmación ante los Comunes. Se trata de un episodio extremadamente revelador. Sus razones no son claras. Quizá se sintiera contrariado por el éxito republicano en la defensa de Madrid.

A la pregunta, muy pertinente, de si el reconocimiento de Franco no suponía una vulneración flagrante del acuerdo de no intervención, Eden se salió por la tangente: era perfectamente posible, respondió, seguir una política de no intervención con respecto al suministro de armas a los contendientes y, a la vez, reconocer a uno u otro de ellos. No se privó de indicar que esto era lo que había hecho la mayor parte de los signatarios de los acuerdos de no intervención. Sentada tan incorrecta afirmación, que contravenía los análisis de sus funcionarios, Eden demostró una gran capacidad para jugar con la verdad. «En relación con las vulneraciones del acuerdo, quisiera expresar categóricamente que hay otros Gobiernos a los que cabe criticar más que a los de Alemania e Italia».

Su comportamiento produjo reacciones inmediatas. En Moscú, tanto Izvestia como Pravda atacaron duramente la declaración, contraria «a los hechos conocidos» y destinada a alentar a los agresores que habían bombardeado a la indefensa población madrileña (DBFP, doc. 395). El embajador alemán en París señaló que, tras el reconocimiento de Franco, bien recibido en la derecha y criticado en la izquierda galas, todos los ojos se habían tornado hacia el Reino Unido por lo que las afirmaciones de Eden habían sido recibidas con desagrado (ADAP, doc. 126). Este episodio tiene importancia por dos razones. La primera, por las reacciones que despertó en la Administración británica. La segunda, porque fue un paso que reveló, aunque no con toda la intensidad que sentía, la inquina que Eden portaba hacia la República. Dado que se trata de temas que no se han esclarecido demasiado conviene detenerse en ellos.

Un comandante del EM británico, C. S. Napier, se personó en el Foreign Office para mostrar su extrañeza. Indicó que la declaración había causado gran sorpresa en los círculos militares porque no casaba con los hechos. Temían, en efecto, que los alemanes e italianos se sirvieran de ella para justificar, al menos ante sus opiniones públicas, su actitud ante la guerra de España. La gestión cogió por sorpresa a Walter Roberts, director del departamento de Europa occidental. No se le ocurrió otra cosa que responder que Eden no tenía duda alguna sobre las vulneraciones cometidas por alemanes e italianos pero que el Foreign Office carecía de expertos para estimar en su justo valor los informes que recibía sobre el tráfico ilícito de armas. Sería interesante que el War Office preparase un resumen de la evidencia disponible. Napier lo prometió e inmediatamente lo envió el 23 de noviembre con la advertencia de que no se remitiera en absoluto al CNI, para el cual podría maquillarse[27]. El informe, extraordinariamente secreto y que no debía reproducirse en todo o en parte sin contactar con las autoridades militares, contaba una historia que el lector del primer volumen de esta trilogía ya conoce en parte. Napier la sistematizó con envidiable claridad analítica.

Las armas suministradas a España podían dividirse, afirmó, en dos grandes categorías. En la primera caían aquéllas cuya exportación no podían controlar o no controlaban los diferentes Gobiernos. Las razones eran diversas: ineficiencia de las Administraciones correspondientes, lagunas legales o, simplemente, porque el tráfico ilícito estaba demasiado arraigado en los usos y costumbres de los países exportadores. Se trataba, en cualquier caso, de volúmenes considerables y la mayor parte se había destinado a la República, pero en general eran armas ligeras, municiones, granadas, pólvora, etc. Todo de muy escasa entidad en comparación con la segunda categoría. Ésta, la realmente importante, comprendía el armamento moderno como aviones, piezas antiaéreas, tanques, bombas, gases, etc., que se suministraba o bien por Gobiernos o bien con su autorización. Era el tipo de armamento gracias al cual se ganaba o se perdía la guerra. Era el material que la República obtenía, cuando lo obtenía, sólo a duras penas y con grandes dificultades operativas fuera de la URSS.

Napier identificó únicamente a tres Gobiernos que habían vulnerado la no intervención en esta segunda categoría: los dos fascistas y el soviético. No existía evidencia respecto a ningún otro. El más culpable era el italiano. Antes de que la no intervención entrara en vigor había enviado entre 50 y 60 aviones. Después, al menos 75 más. También había suministrado tanques, en torno a un centenar. Este material lo utilizaban bien las unidades italianas que ayudaban a Franco, pero bajo control propio, o los españoles, a quienes se había vendido mediante operaciones de trueque (cobre) o contra divisas. En cualquier caso, para el War Office las auténticas intenciones de Mussolini se desprendían de dos hechos: de su recomendación a Franco para que rechazase los planes de supervisión del CNI porque obstaculizarían los suministros y del informe del representante franquista en Roma del 16 de noviembre que «había podido deducir de manera incontrovertible que el Ministerio de Asuntos Exteriores se había decidido a ofrecer toda la ayuda necesaria».

A Italia le seguía Alemania. La información del War Office era más fragmentaria. Sabía, desde luego, que se remontaba a antes de la no intervención y que había implicado el suministro de 26 aviones amén de otro material de guerra. En septiembre y octubre los envíos habían consistido en al menos 35 aparatos más, 4000 bombas incendiarias, medio millón de proyectiles antiaéreos y probablemente tanques y artillería. Estaba en marcha una nueva operación de suministro que había dado comienzo el 1 de noviembre. Por el contrario, el War Office conocía bien el tráfico procedente de la Unión Soviética. No había evidencia alguna para culpabilizar a los rusos de haber vulnerado la no intervención antes de la segunda semana de octubre. Después, los suministros habían aumentado y eran comparables a los de Alemania e Italia. El Kremlin había enviado al menos 75 aviones y probablemente un centenar de tanques, amén de otro material de guerra.

La acción de Napier fue apoyada, una semana más tarde, por otro militar, el teniente coronel R. V. Goddard, del Ministerio del Aire. Había estado en Francia y ello explicaba su retraso en manifestarse. Con ese inimitable estilo de extremada cortesía que los británicos han elevado a un auténtico arte cuando se sienten profundamente molestos, Goddard indicó como de pasada:

Por cierto, me he sentido ligeramente sorprendido al ver las declaraciones hechas por el ministro de Asuntos Exteriores [Eden] en el sentido de que no consideraba que Italia y Alemania fuesen las partes más culpables en lo que se refiere a la no intervención en España. Me pregunto si no habremos dejado de recibir información sobre la intervención por parte de otros países o si otros ministerios habrán omitido suministrar al Foreign Office información acerca de las actividades de los dos países mencionados.

Llovía sobre un campo de batalla burocrático. En el Foreign Office chocaban distintas percepciones sobre lo que realmente ocurría en España. Abrió las «hostilidades» Laurence Collier, director general responsable de las relaciones con la Unión Soviética. Al igual que al EM, también le habían sorprendido las declaraciones de Eden, citadas por la prensa alemana e italiana como prueba de la simpatía con la que el Gobierno británico contemplaba el punto de vista fascista. Collier, utilizando un lenguaje hipercortés, expuso varias deducciones, extraídas de los documentos internos que habían circulado. En primer lugar, que no podía haber duda en absoluto de que los Gobiernos de Roma y Berlín habían empezado a suministrar armas a Franco antes de la no intervención. En segundo lugar, que habían continuado haciéndolo a pesar de su nominal adhesión a la misma. En tercer lugar, que al menos en el caso de Italia había pruebas de que la sublevación en España se había preparado con la connivencia, si no la instigación, del propio Mussolini. En cuarto lugar, que el Gobierno soviético sólo comenzó los suministros cuando era evidente que italianos y alemanes no tenían la menor intención de respetar sus obligaciones bajo la no intervención y que, por el contrario, querían ayudar a establecer en España un régimen fascista por cualquier medio posible. Todas ellas eran correctas. Ninguna de ellas suelen enfatizarlas los autores profranquistas o, simplemente, anti-republicanos como Beevor.

Tras estas premisas, Collier puso el dedo en la llaga. No le preocupaban las afirmaciones de Eden. Lo que le preocupaba era la posible influencia que pudiese tener en los medios liberales y laboristas la idea de que el Gobierno adoptaba una política consentista ante la propagación del fascismo como antídoto al comunismo. Tal política se veía impulsada por gente a la que había caracterizado en algún momento como «conservadores primero e ingleses después». El resultado podía ser que Mussolini se viera inducido a traducir sus deseos en realidad sin temor a la oposición británica y que la cohesión de la opinión pública del Reino Unido pudiera verse afectada negativamente. Tal cohesión sería de importancia fundamental, como así ocurrió en 1939, cuando se produjo una crisis realmente seria. Los datos auténticos sobre la no intervención empezaban a conocerse y tarde o temprano los británicos se preguntarían adónde les llevaba su Gobierno. Hasta entonces Collier había creído que en el Foreign Office existía un consenso en cuanto a que las ambiciones de las tres potencias revisionistas (Alemania, Italia, Japón), que habían empezado a recurrir al fantasma del comunismo para encubrir sus intenciones, constituían el mayor peligro para los intereses británicos. En aquel momento le asaltaban dudas. Tomó distancia, en lenguaje muy medido, con respecto a la política de Eden de aproximarse a Mussolini con vistas a llegar a un arreglo en el Mediterráneo pero sin que la primera condición fuera el cese de las actividades italianas en España.

Casi todas las afirmaciones de Collier, un diplomático a quien todavía no se le ha hecho la justicia que merece en relación con España[28], fueron corroboradas por la evolución ulterior pero despertaron la apasionada crítica de todos los anticomunistas y conservadores profesionales del Foreign Office. Su respuesta conjugó los prejuicios ideológicos que siguen retumbando todavía, setenta años más tarde, en la historiografía profranquista. A la cabeza se situó el director general de la Europa del Sur, Owen St. Clair O’Malley, responsable de las relaciones con Italia. Hay que suponer que sabía algo del régimen fascista por lo que sus impresiones no deben tratarse a la ligera. Pues bien, según él, Mussolini no había sido el primer actor extranjero en llevar el agua a su molino sino la Unión Soviética, a través de la Comintern, y lo que el Duce quería era contrarrestar la influencia comunista en España. Ignoramos si O’Malley era receptor de los telegramas de la IC que el servicio de inteligencia británico había interceptado sistemáticamente pero alguien puso en el expediente una nota de la propia Dirección General, del 1 de septiembre, en la que se afirmaba que existían pruebas ciertas de que en Italia se habían reclutado a pilotos para Franco antes del estallido de la guerra (sic), que el representante italiano en Tánger estaba en contacto directo con él y que aviones y barcos italianos habían ayudado a Franco a que sus tropas atravesaran el Estrecho.

O’Malley continuó su argumentación, en términos de Realpolitik, afirmando que no había que tomar demasiado en serio el CNI, que era una farsa, aunque fuese una farsa extraordinariamente útil. Acuñó, sin saberlo, una expresión que resume en pocas palabras la peor dinámica de la política exterior británica de los años treinta, la década perdida, la década deshonrante o deshonrosa, de Auden: había que estar muy atentos a la protección de los intereses británicos pero «tomar una actitud olímpica ante esas querellas extranjeras». Las cimas del appeasement estaban todavía por llegar, y no llegaron hasta la crisis de Munich en septiembre de 1938, pero el apaciguamiento de los dictadores fascistas estaba predeterminado[29].

No hay que ser, sin embargo, demasiado duro. En el Foreign Office había cabezas claras y con ideas no menos claras sobre la situación internacional del momento. La de Vansittart era una. A los pocos días pergeñó un extraordinario memorándum, supersecreto, de 30 páginas impresas bajo el título «The World Situation and British Rearmament». En él debió trabajar durante largo tiempo e integró todo tipo de fuentes de información: abiertas, diplomáticas, de los servicios de inteligencia y, no en último término, de agentes sobre el terreno. Estas dos últimas categorías eran las que predominaban, por lo que cualquier filtración eventual del documento podría ponerlas en peligro. Sir Robert exigió el máximo cuidado en su conservación[30]. El supuesto básico del que partió era que la evolución de las relaciones internacionales había sido absolutamente desfavorable para los intereses británicos en los últimos tiempos. Hubo una época en que Londres consideraba a Japón como el riesgo prioritario. Había pasado. Ese lugar lo había ocupado con absoluta claridad y rotundidad el Tercer Reich, cuya política examinó pormenorizadamente. Respecto a Mussolini existían posibilidades de despegarle de Hitler (una visión que no respondía a las realidades de la época pero que estaba firmemente asentada entre los máximos decisores del Foreign Office). Vansittart no perdió demasiado tiempo con la situación en España. Sus formulaciones causan hoy escalofríos. Representaban la auténtica Realpolitik londinense de la época. Las dos dictaduras, alemana e italiana, afirmó:

están creando una tercera y con el reconocimiento del general Franco antes de que tenga la seguridad de vencer se han comprometido inequívocamente a favor del éxito en su aventura… Esto puede hacer que los dictadores estrechen sus relaciones, al menos por un tiempo, aunque también con respecto a esto hay señales de que Italia se siente incómoda con la profundidad del esfuerzo alemán y tal vez se separe. Es verdad que el Gobierno soviético, que en los últimos tiempos parece haber perdido su norte e incluso el sentido de por dónde van los tiros, es en gran medida responsable de haber hecho de España el escenario y la causa de la forma más sangrienta de pugna ideológica que tanto nos hemos esforzado en prevenir. El hecho es que los nuevos compañeros totalitarios… han aprovechado limpiamente la oportunidad y con sus grandes cantidades de material de guerra excedentario han tornado el canibalismo ideológico en algo más concreto y contrario a nuestros intereses. Es irónico, pero cierto, que una vez desencadenada la crisis, la victoria de las derechas no sería peor para nosotros que la de la izquierda —una izquierda muy extremista—. Esta última irradiaría su contagio divisor y desintegrador hacia Francia y desde aquí hacia nuestro propio país. También alteraría el kaleidoscopio europeo de tal suerte que Alemania se encontraría en una posición hegemónica sin comerlo ni beberlo. Por otro lado, si gana Franco, el peso hoy combinado de las dos dictaduras más potentes que la suya (a no ser que la evolución natural y nuestra propia inteligencia disminuyan su unidad) será demasiado para él y se verá inducido a adherirse a su campo en mayor medida que sus pasadas proclividades y sus intereses le aconsejan. En ese caso estaremos confrontados con una conjunción, al menos temporal, de tres dictadores: el grande, el mediano y el pequeño.

En el tablero de ajedrez, extraordinariamente detallado, que trazó Vansittart apenas si hubo más espacio para España. Tampoco hacía falta. Sí hubo, por el contrario, un reiterado machaconeo de que la situación internacional apuntaba hacia un conflicto con el Tercer Reich, que podía estallar en 1938 o en 1939. Esto sería lo ideal porque permitiría que el rearme británico se consolidara. Era tarea de la política exterior ganar tiempo. Implícito en tal análisis es que España no figuraba en el meollo de las crisis que se avecinaban. De aquí podría deducirse que en el Foreign Office reinaba satisfacción porque los objetivos instrumentales de la no intervención parecían haberse cumplido. En consecuencia, Londres no sentiría apremio alguno para cambiar de rumbo. Las conclusiones que se desprendían de tal análisis eran de extrema gravedad para la República: entre una victoria de Franco o de la «extrema izquierda» la preferencia iba inequívocamente hacia el primero. Por razones de Realpolitik y por la protección de los propios intereses tal y como se interpretaban. La estrategia de Stalin ante la guerra de España en el tablero internacional estaba condenada al fracaso. También la suerte de la República. Su auténtico sepulturero no se encontraba en Moscú sino en Londres, febrilmente ayudado desde París. Estas afirmaciones se exponen aquí de forma un tanto contundente porque los documentos no me permiten llegar a otra conclusión sobre la postura del Gobierno británico de la época.

MUSSOLINI NO QUIERE QUEDARSE ATRÁS.

La evolución inmediata en la escalada fascista apuntó en la dirección indicada por Vansittart. Recordemos que el Duce había contemplado desde septiembre una intervención masiva, según ha argumentado convincentemente Heiberg. Todavía no había decidido dar un paso al frente. Sin embargo, su hombre cerca de Franco, el general Roatta, envió un diagnóstico con reflexiones el 22 de noviembre. Se trata de un documento revelador. El éxito republicano en la defensa de Madrid sólo lo explicaba por la aparición de un nuevo factor: el apoyo soviético. Posibilitaría la continuación de la resistencia, incluso aunque cayera la capital. Si se le eliminaba, los republicanos se hundirían en un marasmo más intenso y comprenderían que habían perdido la partida. Ahora bien, incluso en el supuesto de que no desapareciese las tropas franquistas no se verían en peligro y, pasada la pausa invernal, podrían reemprender las operaciones. De aquí se desprendía que era importante impedir el apoyo soviético donde era más vulnerable: en el mar y en los puertos.

Roatta exageraba la importancia de tal ayuda y minusvaloraba (no sería la primera vez ni la última que lo hiciese) la capacidad de resistencia y de recuperación republicana pero, de acuerdo con los alemanes, rápidamente remitió recomendaciones conjuntas. En primer lugar, habría que bombardear Madrid sin miramiento alguno. También habría que emplear a fondo las unidades italianas y germanas y sustituir las tripulaciones españolas de los tanques y blindados (probablemente porque no le parecían buenas). Si no era posible interrumpir los suministros soviéticos, sería preciso intervenir entonces con grandes unidades de ambas nacionalidades. Franco, naturalmente, estaba de acuerdo (DDI, doc. 520). ¡Qué iba a decir!

En Berlín, mientras tanto, siguió debatiéndose la posibilidad de reforzar la Cóndor con nuevos envíos. Göring, quien ya tenía un interés muy agudo por lo que ocurría en España y las posibilidades de estrujarla económicamente, espejeó ante el embajador italiano la posibilidad de enviar diez mil voluntarios de las SS y otros tantos «camisas negras», todos con uniforme español pero bajo mando conjunto italo-alemán o, al menos, bajo un Estado Mayor conjunto (ibid, doc. 527). Los italianos presionaron, argumentando que el paso del tiempo no favorecía a Franco (a quien también se lo dijeron crudamente: ibid, doc. 488). El 6 de diciembre tuvo lugar en Roma una importantísima reunión presidida por el propio Mussolini y a la cual acudió Canaris (ibid, doc. 546). Éste observó acertadamente que si bien el apoyo soviético era notable resultaba difícil pensar que pudiera desembocar en la creación de un aparato militar capaz de grandes ofensivas o de tomar la iniciativa en las operaciones. No había, en definitiva, que sobrevalorar la aportación del Kremlin[31], algo que suelen olvidar los historiadores profranquistas.

Mussolini declaró que los soviéticos no enviarían grandes unidades militares aunque sí reforzarían sus suministros de material bélico (en lo cual no se equivocó: contaba con informaciones fidedignas). Pero habría que prever cualesquiera contingencias. Alemania e Italia podrían preparar grandes unidades para desplazar a España llegado el caso; se enviarían sólo grupos reducidos que cabría encuadrar en la Legión o en las fuerzas que designase Franco; oficiales alemanes e italianos instruirían a sus tropas y se crearía un Estado Mayor italo-germánico. En ese momento el Duce se embaló: también habría que atacar por vía marítima, donde podría encontrarse la solución. El envío de unidades importantes exigiría varios meses durante los cuales continuarían los suministros soviéticos. De aquí que conviniera impedirlos a todo trance. Italia podía aumentar de dos a ocho el número de sus submarinos aunque Alemania estaba en libertad, naturalmente, de trasladar sus propios sumergibles. Los buques de superficie germanos podrían concentrarse en las aguas atlánticas. Italia aumentaría el número de sus cazas y Alemania haría lo propio con los bombarderos. Con ello se podrían bombardear con gran intensidad ciudades tales como Cartagena, Alicante, Valencia y Barcelona. Era prueba de que las recomendaciones de Roatta no habían caído en saco roto.

Canaris, buen conocedor de España, suscitó algunas dificultades. El envío de una división no podría permanecer oculto. La aparición de oficiales alemanes e italianos levantaría suspicacias si no se manejaba con cuidado. Los bombardeos masivos a lo mejor disgustaban a Franco. Para entonces Berlín había enviado ya 40 aviones de bombardeo (sic) amén de 4800 hombres a las órdenes de Sperrle. Uno de los mandos de la Armada italiana informó acerca de las dificultades de interceptar los suministros y de sus riesgos. Mussolini cortó por lo sano. Los submarinos debían aumentar su presión sobre las costas españolas. Ciano le apoyó. El subsecretario del Aire se hizo eco de los éxitos conseguidos en la guerra aérea. Se habían abatido 115 aviones republicanos, una cifra muy considerable si era cierta. Por si acaso, Mussolini ordenó intensificar los envíos de aparatos CR-32 y RO-37. Había dieciocho que estaban saliendo. Era preciso duplicar su número. Si bien por el momento se descartó el envío de grandes unidades, la escalada de las potencias fascistas se formalizaba y ampliaba.

El retraimiento, relativo, de Mussolini en materia de apoyo con hombres no duró largo tiempo. Poco después de que Canaris partiera de Roma, el Duce dio su paso hacia delante. No era el único en pensar en el envío efectivo de formaciones militares. Algunos alemanes también lo habían contemplado. Faupel, sin ir más lejos. La República se había reforzado, Madrid no caería y la alternativa estribaba en dejar a Franco a su suerte o apoyarle masivamente. Dos divisiones (sic), una alemana y otra italiana, podrían tal vez reequilibrar la situación antes de que fuera demasiado tarde[32]. Faupel también creía que el tiempo trabajaba a favor de los «rojos» (ADAP, docs. 144 y 148).

Las sugerencias se estudiaron exhaustivamente en Berlín. Ni el Ministerio de Negocios Extranjeros ni el de la Guerra estaban demasiado interesados, temeroso el primero de las repercusiones internacionales y preocupado el segundo por el impacto que ello tendría en los esfuerzos de rearme propios. El 21 de diciembre los trabajos de planificación contemplaban el envío de un millar de oficiales y de más de 20 000 suboficiales y tropa, de los cuales unos 6000 procederían de las temibles SS. La idea estribaba en que pudieran subsistir en España a los eventuales rigores de un embargo, para lo cual debían ser autosuficientes en la más amplia medida. Ahora bien, Hitler esta vez hizo caso a sus asesores militares y diplomáticos y no accedió a tal intervención. Probablemente no estaba interesado en procurar una victoria demasiado rápida a Franco y sí en que la atención europea siguiese concentrada en el conflicto español, lo cual ensanchaba su margen de maniobra exterior (Merkes, p. 207[33]).

En Roma, por el contrario, es verosímil que hubiese tenido un efecto importante el informe que Anfuso hizo sobre su segundo viaje a España (DDI, doc. 534) a principios de diciembre. En él volvió a comparar la intervención alemana con la italiana. La primera era más potente pero entre los españoles había detectado la impresión de que consideraban que el Tercer Reich estaba a la caza de ventajas económicas (lo cual era cierto). Franco parecía menos seguro, más preocupado. Le interesaba, en particular, el apoyo material. Anfuso le criticó por contemplar la contienda a través de anteojeras típicamente españolas, como si los italianos y los alemanes hubiesen intervenido para hacerle un favor y no para luchar contra el comunismo. Franco aceptaba, no obstante, consejos siempre que se le dieran con cierta gracia. Anfuso se expresó a favor del envío de formaciones cerradas en una gran Columna Italiana y bajo mando propio aunque a las órdenes del Cuartel General, un esquema parecido al impuesto para la Cóndor. No tardó Mussolini, con independencia de lo acordado en la reunión con Canaris, en llegar a la conclusión de que tanto su compromiso como el prestigio del «fascismo redentor» discurrían por el envío masivo de «voluntarios». El 9 de diciembre los italianos comunicaron a Franco que estaban dispuestos a ayudarle a formar brigadas mixtas pero el Duce exigió más. El 14 el ya general Faldella anunció en Salamanca que dentro de poco llegarían 3000 «camisas negras» a Cádiz, formados en compañías y bajo el mando de oficiales italianos. Sugirió a Franco que los milicianos podrían distribuirse entre las distintas fuerzas siempre que conservaran sus propios oficiales. Con todo, Franco hubiese preferido divisiones alemanas e italianas bien equipadas y entrenadas y no tanto milicianos reclutados deprisa y corriendo para ir a España.

El dictador romano subió la apuesta inmediatamente. No serían 3000 milicianos sino muchos más. Tampoco se desplegarían mezclados con unidades españolas. Lo harían de manera autónoma, cerrada, bajo la dirección de oficiales italianos, como —salvando las distancias— ocurría con la Cóndor. A Italia, al Duce y al fascismo habría de corresponderles la victoria que, sin duda, un masivo envío de tropas conseguiría fácilmente. Y así, a finales de diciembre el contingente italiano ascendió al nivel nada desdeñable de 10 000 hombres (Coverdale, p. 170). Por sí solo superaba los efectivos de las BI que por entonces ascendían, según consignó Dimitrov en su diario (Banac, p. 47), a unos 9500 hombres. Los alemanes eran conscientes de que Mussolini estaba dispuesto a llegar hasta el fin en su apoyo a Franco para destrozar a la República (ADAP, docs. 157158) y obraron en consecuencia.

En esta perspectiva de intervención limitada nazi y masiva italiana, Roma y Berlín se lanzaron a comienzos del nuevo año a coordinar mejor y más eficazmente sus respectivas ayudas. Göring se entrevistó con Mussolini el 14 y 15 de enero. Las premisas de que partieron eran cómo garantizar a toda costa el triunfo de Franco, evitar en lo posible las complicaciones internacionales, poner más nervio en el ejército franquista, que se consideraba ineficaz, y conseguir una mayor eficacia en el empleo de los medios que proporcionaban (Saz-Tusell, p. 31). Había que hacer un esfuerzo adicional «resolutivo». Mallet (pp. 108ss) ha descrito las vacilaciones de Göring que sólo se resolvieron tras una conferencia telefónica con Hitler en la noche del 14. El Tercer Reich aceptó enviar material en grandes cantidades, aunque en menor escala que los italianos. La división del trabajo que se perfilaba no parecería a Franco quizá la más idónea pero, a la postre, fue ideal para lo que deseaba: destruir lenta y pausadamente a una izquierda que no tenía cabida en los planes de forjamiento de una «nueva» España y en la que las masas obreras y campesinas no pudieran nunca más desafiar el statu quo social y económico tradicional.

Los alemanes, de cara a la reunión con Mussolini, determinaron sus posibilidades inmediatas. Abarcaban 20 000 fusiles, artillería de campaña y antiaérea, 21 millones de balas, 30 000 proyectiles, 33 aviones (con lo cual se situaban en términos numéricos casi al nivel de la URSS, aunque sin tener en cuenta los fundamentales aspectos cualitativos) y mucho más (Merkes, p. 215). Los envíos se mantuvieron a lo largo de los siguientes meses, sin apenas interrupción. Los suministros italianos no fueron mucho menores. Entre el 1 de diciembre y el 18 de febrero de 1937 Italia entregó 130 aviones, es decir, tantos como los que enviarían los rusos, casi 500 piezas de artillería y más de dos millones de proyectiles, más de cien mil fusiles y más de un millar de ametralladoras[34]. Eran cantidades realmente muy significativas. A ello cabe añadir el elemento humano. Al final del mismo período su contingente se elevaba ya a casi 50 000 hombres, organizados en tres divisiones de «camisas negras» y una del Ejército de Tierra. Mussolini partía del supuesto, y en ello no le faltó razón, de que ninguna potencia, empezando por las fascistas, pero también las democráticas y la propia Unión Soviética, tenía interés en arriesgarse a una guerra a causa de España. Existía, pues, margen para un cierto aventurerismo.

Franco hubiese deseado mucho más y rápidamente lo dio a conocer. Mussolini se declaró dispuesto a satisfacer la mayor parte de sus peticiones. Tal y como Merkes recoge, los alemanes se vieron impelidos a no perder ritmo. El dictador español se había convertido en un protegido exigente. Con el éxito alcanzado por los italianos en la toma de Málaga hubo euforia en Roma. Cuando, algo más tarde, la derrota en Guadalajara la disipó, comprendieron que el aparato militar enviado a España era insuficiente para alcanzar el fin rápido del conflicto por el que tanto habían apostado. Mussolini dejó de preocuparse por el coste[35]. Era su propio prestigio y el de la Italia fascista lo que ya estaba en juego. Dejó de querer imponer sus ideas a Franco, colaboró con él y le ayudó a ganar la guerra (Saz-Tusell, p. 63). Pero en el segundo conflicto mundial las repercusiones del desgaste material italiano se hicieron evidentes. Italia no llegó a reponerse de las pérdidas que le había ocasionado la intervención en España.

El Tercer Reich, por el contrario, fue mucho más frío y alcanzó mayores éxitos. No cesó en la ayuda a Franco pero lejos de dejarse llevar por una dinámica que no controlaba, mantuvo en primera línea los objetivos centrales a que debía obedecer el propio rearme. Y, naturalmente, no tardó demasiado en presentar la correspondiente factura, que planteó con crudeza en el plano económico: asegurar la compensación de envíos militares, promover la más amplia desviación del comercio exterior español y, en una tercera fase, promover la inversión directa en la economía con el fin de constituir una cabeza de puente desde la cual extender sus tentáculos en la mayor medida posible. Todo ello con la aquiescencia, ya que no el entusiasmo, de las autoridades franquistas. Cuando los nazis pensaron que no la obtendrían, como ocurrió al principio de la tercera fase, simplemente «pasaron». Esta paleta de dinámicas y de división del trabajo de ellas derivada es completamente opuesta a la que animó la contribución soviética al esfuerzo republicano de guerra, más limitada y cautelosa. Su etiología, motivaciones, planteamientos y ejecución fueron sustancialmente diferentes al amplio engagement que asumieron las potencias del Eje, cuyos suministros en hombres y material se vieron siempre facilitados por la proximidad geográfica, la facilidad de comunicaciones y el desparpajo y la autonomía de que hicieron gala respecto a las potencias democráticas y a los compromisos negociados en el marco del CNI[36].

En el contexto que acabamos de describir, la alta jerarquía del Foreign Office dio nueva muestra de sus bien arraigados prejuicios. Advirtiendo que no quería meterse en camisa de once varas, sir Orme Sargent, subsecretario adjunto para Europa Central, se permitió llamar la atención a mitad de enero de 1937 sobre el peligro de que el Reino Unido pudiera llegar a convertirse en un juguete de los rusos. En su entender, lo que el Kremlin buscaba era que Alemania e Italia apareciesen como acusadas ante la opinión pública mundial mientras que la URSS se presentaba bajo una luz positiva de campeona. Las tres potencias se habían reído de la no intervención y sólo gracias a la de Moscú la República se había salvado del colapso «e incluso puede terminar siendo victoriosa».

Los documentos británicos muestran que Sargent interpretaba la escalada fascista como mera respuesta a la intervención soviética y que no contrariaba los compromisos italo-germanos, ya que se centraba esencialmente en el envío de soldados (sic). La argumentación, que casi sería preciso reproducir en mayúsculas y subrayada, llama la atención por su estrechez de miras, aunque es cierto que el CNI todavía no había llegado a una decisión sobre los «voluntarios». Podría pensarse que la interferencia de Sargent respondía a pugnas ideológico-burocráticas de los escalones medio-altos en el Foreign Office pero Vansittart se situó detrás de él con la no menos peregrina afirmación de que los rusos tenían tantos o más hombres que los alemanes e italianos en España. Esto era totalmente falso. Eden agradeció al primero su intervención y pidió información sobre el número de voluntarios extranjeros en España. La que se le dio inflaba notablemente el contingente soviético. Ogilvie-Forbes había indicado que sólo en Madrid había 2000 rusos y que una «estimación soviética», no identificada, señalaba 15 000 (DBFP, en adelante referidos al vol. XVIII, doc. 34). A reserva de una investigación más detallada, podemos afirmar que el Foreign Office, o al menos una parte de su jerarquía, abultaba la presencia soviética, probablemente con fines poco confesables. Del estudio de los informes del AIS para el mes de noviembre (TNA: HW22/1) se deduce con toda claridad que los analistas de la inteligencia militar nunca consignaron un contingente tan elevado. Mencionaron la presencia de numerosos oficiales soviéticos y ofrecieron datos sobre las llegadas de material. Por el contrario las cifras que se referían a alemanes estaban mucho más cerca de la realidad (entre tres y cinco mil soldados, por ejemplo). Los informes del AIS hoy abiertos al público terminan en noviembre pero hubiese sido imposible que 15 000 rusos llegaran en diciembre a España sin que se les detectase. Ha de recordarse que, según las instrucciones cursadas a los buques de guerra británicos para el supuesto de que mercantes de esta nacionalidad fuesen examinados por los bandos contendientes, el término «material» comprendía «personal, municiones, armas y equipo para fuerzas armadas[37]».

Si bien el Foreign Office se auto-impermeabilizaría a la evidencia que le proporcionaban los propios servicios de inteligencia británicos, aspectos que no hemos visto tratados en la literatura, la conclusión es obvia. Las potencias fascistas habían abierto una guerra no declarada en los campos españoles. Desde el principio habían suministrado a Franco el armamento que necesitaba con urgencia. Antes de que el impacto de las armas soviéticas pudiera manifestarse plenamente, el Tercer Reich ya pensaba en una escalada que ejecutó con rapidez y en un volumen de tropas y material que se aproximaba a los envíos del Kremlin y que posteriormente los superó sin problemas. Poco más tarde, la Italia mussoliniana aportó su propia contribución, que dejó chica, en términos cuantitativos, a la alemana, sobre todo en cuanto a tropas. Son argumentos basados en datos objetivos.

En definitiva, las dos potencias fascistas habían creado una dinámica diplomática, política y militar en la que, para salvar su prestigio y, en el caso nazi, para camuflar sus intenciones, sólo se dibujaba una dirección: la de sostener y, llegado el caso, aumentar la apuesta en beneficio de Franco y al coste que fuese. En paralelo, la República iba a verse confrontada con otro clavo que el Foreign Office le incrustó en su ataúd. Estuvo relacionada con uno de los capítulos más controvertidos de la guerra: Paracuellos.