Quitó el polvo, barrió, fregó el suelo a la velocidad de ciertas actrices del cine mudo. Después fue al cuarto de baño y se aseó como sólo había hecho en otra ocasión en su vida: cuando a los dieciséis años acudió a su primera cita amorosa. Se duchó largo rato, se perfumó las axilas y la piel de los brazos y acabó echándose colonia por todas partes. Sabía que su comportamiento era ridículo, pero eligió su mejor traje y la corbata más seria, se cepilló los zapatos hasta dejarlos tan relucientes como si llevaran una lámpara incorporada. Después se le ocurrió la idea de poner la mesa pero con un solo cubierto; ahora sí le había entrado un hambre canina, pero estaba seguro de que no hubiera podido ingerir ni un solo bocado.
Esperó, esperó un tiempo interminable. Pasada la una y media, se sintió mareado y experimentó una especie de desfallecimiento. Se sirvió tres dedos de whisky puro y se lo bebió de un trago. Después, la liberación: el rumor de un automóvil por el caminito de la entrada. Corrió a abrir la puerta. Vio un taxi con matrícula de Palermo. De él descendió un anciano muy bien vestido con un bastón en una mano y una maleta pequeña de fin de semana en la otra. Pagó el viaje y, mientras el taxi maniobraba para alejarse, el anciano miró a su alrededor. Mantenía los hombros echados hacia atrás y la cabeza erguida e inspiraba un cierto respeto. Montalbano tuvo de inmediato la impresión de haberlo visto en algún lugar. Le salió al encuentro.
—¿Aquí son todas casas? —preguntó el anciano.
—Sí.
—Antes no había nada, sólo matorrales, arena y mar.
No se habían saludado ni presentado. Se conocían.
—Estoy casi ciego, tengo muchas dificultades para ver —dijo el anciano, sentado en el banco de la galería—, pero eso me parece muy hermoso, produce sensación de tranquilidad.
Sólo en aquel momento el comisario comprendió dónde había visto al anciano; no era él exactamente sino un sosia perfecto, captado en una fotografía de la solapa de un libro: Jorge Luis Borges.
—¿Le apetece tomar algo?
—Es usted muy amable —contestó el anciano tras dudar un poco—. Pero mire, sólo una ensaladita, un trocito de queso descremado y un vaso de vino.
—Acompáñeme, he puesto la mesa.
—¿Usted comerá conmigo?
Montalbano se notaba la boca del estómago cerrada y, por si fuera poco, se sentía extrañamente conmovido. Mintió.
—Ya he almorzado.
—Pues entonces, si no le molesta, ¿puede conzar la mesa aquí?
Conzare, poner la mesa. Rizzitano utilizó aquel verbo siciliano como un extranjero que se esforzara en hablar la lengua del lugar.
—Me he dado cuenta de que usted lo había entendido casi todo —dijo Rizzitano mientras comía muy despacio—, a través de un artículo del Corriere. Es que ya no puedo mirar televisión, sólo veo unas sombras que me hacen daño en los ojos.
—También me lo hacen a mí, que veo muy bien —dijo Montalbano.
—Pero ya sabía que usted había encontrado a Lisetta y Mario. Tengo dos hijos varones, uno es ingeniero y el otro es profesor como yo, ambos casados. Bueno pues, una de mis nueras es una partidaria furibunda de la Liga de los Independentistas del Norte, una imbécil insufrible, me quiere mucho, pero me considera una excepción, pues cree que todos los del sur son delincuentes o, en el mejor de los casos, holgazanes. Por eso no deja nunca de decirme: «¿Sabe, papá?, en su tierra»… «mi tierra» para ella se extiende desde Sicilia hasta Roma, incluyendo esta ciudad… «han matado a éste, han secuestrado al otro, han puesto una bomba, han encontrado en una cueva, precisamente de su pueblo, a dos chicos asesinados hace cincuenta años…»
—Pero ¿cómo? ¿Sus parientes saben que es usted de Vigàta?
—Por supuesto que lo saben, pero yo jamás le he dicho a nadie, ni siquiera a mi difunta esposa, que todavía me quedaban unas propiedades en Vigàta. Dije que mis padres y buena parte de mis parientes habían sido exterminados por las bombas. No me podían relacionar de ninguna manera con los muertos del crasticeddru, ignoraban que éste era un pedazo de tierra de mi propiedad. Pero yo, al enterarme de la noticia, me enfermé y me subió mucho la fiebre. Todo volvió violentamente al presente.
»Le hablaba del artículo del Corriere… En él se decía que un comisario de Vigàta, el mismo que había encontrado los cadáveres, no sólo había conseguido identificar a los dos jóvenes asesinados sino que, además, había descubierto que el perro de terracota se llamaba Kytmyr. Entonces tuve la seguridad de que usted conocía la existencia de mi tesis de licenciatura. Lo cual significaba que me estaba enviando un mensaje. Me ha costado mucho convencer a mis hijos de que me dejaran venir solo. Les he dicho que, antes de morir, quería volver a ver los lugares donde había nacido y vivido en mis años mozos.
Montalbano no acababa de entenderlo e insistió.
—¿Así que todos, en su casa, sabían que era usted de Vigàta?
—¿Por qué hubiera tenido que ocultarlo? Jamás me cambié de nombre ni tuve documentación falsa.
—¿Quiere decir que usted consiguió desaparecer sin quererlo?
—Exactamente. A uno se lo encuentra cuando los demás necesitan o tienen intención de encontrarlo… De todos modos, me tiene que creer si le digo que siempre he vivido con mi nombre y apellido, he hecho oposiciones, las he ganado, he enseñado, me he casado, he tenido hijos y tengo nietos que llevan mi apellido. Estoy retirado y mi recibo de jubilación está a nombre de «Calogero Rizzitano, nacido en Vigàta».
—¡Pero alguna vez habrá tenido que escribir al Ayuntamiento, a la universidad para obtener los documentos necesarios!
—Pues claro, he escrito y me los han enviado. Señor comisario, no cometa un error de perspectiva histórica. Entonces nadie me buscaba.
—Usted ni siquiera ha cobrado el dinero que el Ayuntamiento le debe por la expropiación de sus tierras.
—Ahí está. Llevo más de treinta años sin mantener contacto con Vigàta. Porque, a medida que uno envejece, los documentos de su lugar de nacimiento cada vez son menos necesarios. Sin embargo, los que eran necesarios para cobrar el dinero de la expropiación eran más peligrosos. Era posible que alguien se hubiera acordado de mí. Y yo, en cambio, hacía mucho tiempo que había cortado mi relación con Sicilia. No quería, y no quiero, tener nada más que ver con ella. Si con un aparato especial me quitaran la sangre que me circula por dentro, sería feliz.
—¿Le gustaría pasear un poco por la orilla del mar? —preguntó Montalbano cuando Rizzitano terminó de comer.
Cuando llevaban cinco minutos paseando, Rizzitano, con una mano apoyada en un bastón y la otra en el brazo de Montalbano, preguntó:
—¿Me quiere decir cómo consiguió identificar a Lisetta y a Mario? ¿Y cómo hizo para averiguar que yo estaba metido en el asunto?
»Perdone, pero me cuesta caminar y hablar al mismo tiempo.
Mientras Montalbano le contaba todo lo sucedido, el anciano hacía de vez en cuando una mueca, como queriendo decir que las cosas no habían ocurrido de aquella manera.
El comisario notó de repente que el peso del brazo de Rizzitano sobre el suyo era más fuerte; se había dejado llevar por la historia sin darse cuenta de que el anciano ya estaba cansado del paseo.
—¿Quiere que volvamos a casa?
Se sentaron de nuevo en el banco de la galería.
—Bueno, ¿quiere decirme cómo ocurrieron las cosas exactamente? —preguntó Montalbano.
—Pues claro, para eso he venido. Pero me cuesta mucho esfuerzo.
—Yo trataré de ahorrárselo. Lo vamos a hacer así: yo le diré lo que he imaginado y usted me corregirá si me equivoco.
—De acuerdo.
—Bien, un día, a principios de julio del 43, Lisetta y Mario vienen a verlo al chalé que usted tiene al pie del Crasto, donde vive momentáneamente solo. Lisetta se ha fugado de Serradifalco para reunirse con su novio Mario Cunich, un marino del buque nodriza Pacinotti, que en cuestión de unos días tiene que zarpar…
El viejo levantó una mano y el comisario se detuvo.
—Perdone, las cosas no ocurrieron así. Yo lo recuerdo todo hasta en sus más mínimos detalles. La memoria de los viejos, cuanto más tiempo pasa, más nítida es. Y más despiadada. La noche del 6 de julio hacia las nueve, oí que llamaban desesperadamente a la puerta. Fui a abrir y me encontré delante a Lisetta, que había huido. La habían violado.
—¿Durante el viaje desde Serradifalco a Vigàta?
—No. Su padre, la víspera.
Montalbano no se atrevió a decir nada.
—Y eso es sólo el principio, lo peor aún no había ocurrido. Lisetta me había revelado que su padre, el tío Stefano tal como yo lo llamaba, pues éramos parientes, de vez en cuando se tomaba ciertas libertades con ella. Un día Stefano Moscato, que había salido de la cárcel y se había refugiado con los suyos en Serradifalco, descubrió las cartas que Mario le escribía a su hija. Le dijo que le quería decir una cosa muy importante, se la llevó al campo, le arrojó las cartas a la cara, le pegó y la violó. Lisetta era… jamás había estado con un hombre. No armó un escándalo, tenía unos nervios de acero. Al día siguiente huyó sin más y me vino a ver a mí, que era para ella más que un hermano. A la mañana siguiente fui al pueblo para comunicarle a Mario la llegada de Lisetta. Mario se presentó a primera hora de la tarde, los dejé solos y me fui a dar un paseo por el campo. Regresé sobre las siete, Lisetta estaba sola, Mario había regresado al Pacinotti. Cenamos y después nos asomamos a la ventana para contemplar los fuegos artificiales, o eso parecían, de una incursión sobre Vigàta. Lisetta se fue a dormir a mi dormitorio del piso de arriba. Yo me quedé abajo, leyendo un libro a la luz de un quinqué. Fue entonces cuando…
Rizzitano se detuvo, cansado, y lanzó un profundo suspiro.
—¿Quiere un vaso de agua?
El anciano pareció no haberlo oído.
—… fue entonces cuando oí a alguien que gritaba algo desde lejos. O, mejor dicho, al principio me pareció que era un animal que se quejaba, un perro que aullaba. Pero era el tío Stefano, llamando a su hija. Era una voz que me heló la sangre en las venas, la voz desgarrada y desgarradora de un amante cruelmente abandonado que sufría y gritaba su dolor como un animal, no la voz de un padre que busca a su hija. Me estremecí. Abrí la puerta, reinaba una oscuridad absoluta. Le grité que estaba solo y le pregunté por qué buscaba a su hija en mi casa. Me lo encontré de repente delante, como una catapulta; estaba enloquecido, temblaba y nos insultaba a mí y a Lisetta. Traté de calmarlo, me acerqué. Me pegó un puñetazo en la cara y caí hacia atrás, aturdido. Ahora vi que sostenía en la mano un revólver, decía que me iba a matar. Cometí un error, le eché en cara que quisiera a su hija para volver a violarla. Me pegó un tiro, pero falló pues estaba demasiado trastornado. Apuntó mejor, pero, en aquel momento, se oyó otro disparo. Yo tenía en mi dormitorio, junto a la cama, un fusil de caza cargado. Lisetta lo había tomado y, desde lo alto de la escalera, había disparado contra su padre. Tío Stefano resultó alcanzado en un hombro; se tambaleó y el arma se le cayó de la mano. Fríamente, Lisetta le exigió que se fuera si no quería que ella acabara con él allí mismo. No me cupo la menor duda de que no vacilaría en hacerlo. Tío Stefano miró largo rato a su hija a los ojos, después empezó a gemir con la boca cerrada… creo que no sólo por la herida… dio media vuelta y salió. Atranqué todas las puertas y ventanas. Estaba aterrorizado y fue Lisetta quien me dio ánimos y fuerza.
»Permanecimos encerrados también a la mañana siguiente. Hacia las tres llegó Mario, le contamos todo lo ocurrido con el tío Stefano y entonces él decidió pasar la noche con nosotros, no quería dejarnos solos, pues estaba seguro de que el padre de Lisetta lo volvería a intentar. Hacia la medianoche se desencadenó sobre Vigàta un terrible bombardeo, pero Lisetta estaba tranquila porque su Mario se encontraba con ella. La mañana del 9 de julio fui a Vigàta para ver si la casa que teníamos en el pueblo estaba todavía en pie. Le encarecí a Mario que no abriera la puerta a nadie y que tuviera el fusil al alcance de la mano. —Hizo una pausa—. Tengo la garganta seca.
Montalbano corrió a la cocina y regresó con un vaso y una jarra de agua fresca. El anciano tomó el vaso con ambas manos, sacudido por un fuerte temblor. El comisario se compadeció profundamente de él.
—Si quiere, descanse un ratito y después seguimos.
El viejo denegó con la cabeza.
—Si descanso, ya no sigo. Me quedé en Vigàta. La casa no había sido destruida, pero reinaba un gran desorden por doquier… marcos de puertas y ventanas arrancados coma consecuencia de los violentos desplazamientos de aire, muebles volcados, cristales rotos. Procuré ordenarlo todo lo mejor que pude y trabajé casi hasta la noche. En la entrada no encontré la bicicleta, me la habían robado. Regresé a pie al Crasto, una hora de camino. Tenía que caminar hasta por el borde de la carretera provincial porque se registraba un gran movimiento de vehículos militares italianos y alemanes en ambas direcciones. Justo cuando estaba a punto de llegar a la altura del sendero que conducía al chalé, aparecieron seis cazabombarderos americanos que empezaron a ametrallarlo y destrozarlo todo. Los aparatos volaban muy bajo y emitían un rugido de trueno. Me arrojé al interior de una zanja e inmediatamente fui alcanzado con gran fuerza en la espalda por un objeto que, al principio, creí que era una piedra de gran tamaño arrojada por la explosión de una bomba. Pero no era eso sino una bota militar en cuyo interior había un pie cercenado un poco por encima del tobillo. Me levanté de un salto, enfilé el sendero, pero tuve que detenerme para vomitar. Las piernas no me sostenían, caí dos o tres veces mientras a mis espaldas disminuía el rugido de los aviones y se oían con más claridad los gritos, los quejidos, las plegarias y las órdenes entre los camiones en llamas. En el momento en que pisaba el vestíbulo de mi casa, se oyeron en el piso de arriba dos disparos con un intervalo muy breve entre uno y otro. «El tío Stefano», pensé, «ha conseguido entrar en la casa y ha cumplido su venganza». Cerca de la puerta había una gran barra de hierro que utilizábamos para atrancarla. La tomé y subí sin hacer ruido. La puerta de mi dormitorio estaba abierta; un hombre, situado un poco más allá del umbral, se encontraba de espaldas a mí con un revólver en la mano. —El anciano no había levantado ni una sola vez la vista hacia el comisario. Ahora, en cambio, lo miró directamente a los ojos—. Según usted, ¿tengo cara de asesino?
—No —contestó Montalbano—. Y si se refiere al que estaba en la habitación con un arma en la mano, tranquilícese, usted actuó en estado de necesidad y en legítima defensa.
—El que mata a un hombre, mata a un hombre, todo eso que usted me dice son fórmulas legales para después. Lo que cuenta es la voluntad del momento. Y yo quise matar a ese hombre independientemente de lo que les hubiera hecho a Lisetta y a Mario. Levanté la barra y le descargué con todas mis fuerzas un golpe en la nuca, en la esperanza de romperle la cabeza. Al desplomarse, el hombre me permitió ver la cama. Encima de ella estaban Mario y Lisetta, desnudos y abrazados en un mar de sangre. Los debía de haber sorprendido el bombardeo que había tenido lugar muy cerca de la casa mientras hacían el amor y se habían abrazado, impulsados por el miedo. Por ellos ya no se podía hacer nada. Quizá se podía hacer algo por el hombre que yacía agonizante en el suelo, detrás de mí. De un puntapié lo volví boca arriba: era un sicario del tío Stefano, un delincuente. Con la barra le convertí sistemáticamente la cabeza en papilla. Después enloquecí. Empecé a pasear de habitación en habitación, cantando.
»¿Usted ha matado alguna vez a alguien?
—Sí, por desgracia.
—Dice «por desgracia», lo cual significa que no le produjo ninguna satisfacción. Yo, en cambio, más que satisfacción, experimenté una sensación de júbilo. Estaba contento, le he dicho que cantaba. Después me hundí en una silla, dominado por el horror, el horror de mí mismo. Me odiaba. Habían conseguido convertirme en un asesino y yo no había sido capaz de resistir; es más, me alegraba enormemente de ello. La sangre que circulaba por mis venas estaba infecta, por más que yo hubiera intentado purificarla con la razón, la educación, la cultura y todo lo que usted quiera. Era la sangre de los Rizzitano, de mi abuelo, de mi padre, hombres de quienes las personas honradas del pueblo preferían no hablar. Como ellos y peor que ellos… Después, en mi delirio, di con una posible solución. Si Mario y Lisetta hubieran seguido durmiendo, todo aquel horror jamás hubiera ocurrido. Una pesadilla, un mal sueño. Entonces…
El anciano ya no podía más y Montalbano temió que le diera un ataque.
—Sigo yo. Tomó los cadáveres de los dos jóvenes, los llevó a la cueva y los limpió.
—Sí, pero decirlo es muy fácil. Tuve que llevarlos al interior de la cueva primero a uno y después al otro. Estaba agotado y literalmente empapado de sangre.
—¿La segunda cueva, en la que usted depositó los cuerpos, se había utilizado quizá para almacenar productos destinados al mercado negro?
—No. Mi padre había cerrado la entrada con unas piedras, en seco. Yo las quité y después las volví a colocar en su sitio. Para ver, utilicé linternas, en el campo teníamos muchas. Ahora tenía que encontrar los símbolos del sueño, los de las leyendas. Lo de la vasija de arcilla y el cuenco con las monedas fue muy fácil, pero ¿y el perro? En Vigàta, en la última Navidad…
—Sí, lo sé —lo interrumpió Montalbano—. Cuando se celebró la subasta, alguien de su familia lo compró.
—Mi padre. Pero, como a mi madre no le gustaba, lo guardaron en un trastero de la bodega. Me acordé de él. Cuando terminé, cerré la cueva grande con la roca que hacía las veces de puerta; ya era noche cerrada y me sentía casi en paz. Ahora Lisetta y Mario dormían de verdad, no había sucedido nada. Por eso, el cadáver que yacía en el piso de arriba ya no me impresionó, no existía, era fruto de mi imaginación, trastornada por la guerra.
»De pronto, se desencadenó el fin del mundo. La casa vibraba por efecto de los impactos que se estaban produciendo a pocos metros de allí, pero no se oía el rugido de los aviones. Eran los barcos, disparando desde el mar. Salí corriendo. Temí quedar sepultado bajo los escombros en caso de que el chalé resultara alcanzado. Por el horizonte parecía que estuviera despuntando el día. ¿Qué era toda aquella luz? El chalé estalló casi a mis espaldas, un fragmento me alcanzó la cabeza y me desmayé. Cuando abrí de nuevo los ojos, la luz del horizonte era más intensa y se oía un retumbo lejano y constante. Conseguí arrastrarme hasta la carretera, hacía gestos, pero ningún vehículo se detenía. Todos estaban huyendo. Corrí peligro de ser arrollado por un camión. Este camión frenó y un soldado italiano me subió. Por lo que decían, comprendí que los americanos estaban desembarcando. Les supliqué que me llevaran con ellos, dondequiera que fueran. Lo hicieron. Lo que me ocurrió después no creo que le interese… Estoy agotado.
—¿Quiere recostarse un rato?
Montalbano tuvo casi que llevarlo en brazos y lo ayudó a quitarse la ropa.
—Le pido perdón —le dijo— por haber despertado a los durmientes y haberlo devuelto a usted a la realidad.
—Tenía que ocurrir.
—Su amigo Burgio, que tanto me ha ayudado, se alegraría mucho de verlo.
—Yo, no. Y si no hay nada en contra, usted tendría que fingir que yo jamás he venido.
—Por supuesto que no hay nada en contra.
—¿Necesita algo más de mí?
—Nada. decirle tan sólo que le estoy profundamente agradecido por haber contestado a mi llamada.
No tenían nada más que decirse. El anciano consultó su reloj casi como si se lo quisiera introducir en los ojos.
—Vamos a hacer una cosa… Yo duermo una horita, usted me despierta, llama un taxi y me voy a punta Ràisi.
Montalbano cerró los postigos de la ventana y se encaminó hacia la puerta.
—Disculpe un momento, comisario. —El anciano había sacado una fotografía de la cartera que había dejado en la mesita de noche; se la mostró al comisario—. Ésta es mi última nieta, tiene diecisiete años y se llama Lisetta.
Montalbano se acercó a un resquicio que dejaba pasar algo de luz. De no haber sido por los vaqueros que llevaba y la motocicleta en la que estaba apoyada, aquella Lisetta era el vivo retrato de la otra Lisetta. El comisario le devolvió la fotografía a Rizzitano.
—Le pido nuevamente disculpas, ¿podría traerme otro vaso de agua?
Sentado en la galería, Montalbano contestó a las preguntas que su cabeza de lince estaba formulando. El cuerpo del sicario, a pesar de haber sido encontrado bajo los escombros, no se habría podido identificar. Los padres de Lillo o bien creyeron que los restos eran los de su hijo o aceptaron la versión del campesino, según la cual unos militares lo habían recogido moribundo. Pero, al no haber dado más señales de vida, debieron de suponer que había muerto en algún sitio. Para Stefano Moscato, los restos pertenecían al sicario que, tras haber cumplido su misión, es decir, matar a Lisetta, Mario y Lillo y haber hecho desaparecer sus cuerpos, había regresado al chalé para robar algo, pero había sido alcanzado por el bombardeo.
En la certeza de que Lisetta había muerto, el padre sacó de la manga la historia del soldado americano. Pero su pariente de Serradifalco, al regresar a Vigàta, no se la había creído y había cortado las relaciones con él. El montaje fotográfico le hizo recordar a Montalbano la foto que el anciano le había mostrado. Sonrió. Las afinidades electivas eran un juego tan tosco como las circunlocuciones insondables de la sangre, capaz de otorgar peso, cuerpo y aliento a la memoria. Consultó el reloj y experimentó un sobresalto. Ya había transcurrido más de una hora. Entró en el dormitorio. El viejo estaba disfrutando de un sueño apacible, su respiración era ligera y su semblante aparecía sereno y tranquilo. Estaba viajando por el país de los sueños sin la molestia de un equipaje. Podía dormir todo el rato que quisiera, pues en la mesita de noche tenía la cartera con el dinero y un vaso de agua. Recordó el perro de peluche que le había comprado a Livia en Pantelleria. Lo encontró encima de la cómoda, escondido detrás de una caja. Lo tomó y lo depositó en el suelo, a los pies de la cama. Después cerró despacito la puerta, a sus espaldas.