El cuñado de Galluzzo abrió su telediario con la noticia de un grave atentado de corte claramente mafioso en las afueras de Catania. Un conocido y apreciado empresario de la ciudad, un tal Corrado Brancato, propietario de un gran almacén proveedor de supermercados, había decidido tomarse una tarde de descanso en su pequeño chalé de las afueras de la ciudad. En el momento de introducir la llave en la cerradura, abrió la puerta prácticamente a la nada; una explosión espantosa provocada por un dispositivo ingenioso que unía la apertura de la puerta con una carga explosiva, había pulverizado literalmente el pequeño chalé, al empresario y a su esposa, Giuseppa Tagliafico. Las investigaciones, añadía el periodista, iban a ser muy complicadas, puesto que Brancato carecía de antecedentes penales y no estaba relacionado en absoluto con hechos mafiosos.
Montalbano apagó el televisor y se puso a silbar la Sinfonía Nº 8, Inconclusa, de Schubert. Le salió muy bien y no falló ningún pasaje.
Marcó el número de Mimì Augello; estaba seguro de que su subcomisario debía de saber algo más acerca de lo ocurrido. No contestó nadie.
Cuando terminó de cenar, hizo desaparecer hasta el último vestigio de comida e incluso lavó con mucho esmero el vaso en el que había tomado un poco de vino. Se desnudó para irse a dormir cuando oyó detenerse un automóvil, voces, el ruido de una puerta que se cerraba y el coche que se alejaba. Se deslizó rápido entre las sábanas, apagó la luz y fingió estar durmiendo profundamente. Oyó que se abría y cerraba la puerta principal y pasos que cesaban de repente. Comprendió que Livia se había detenido en el umbral del dormitorio y lo estaba mirando.
—No te hagas el payaso.
Montalbano se rindió y volvió a encender la luz.
—¿Cómo supiste que fingía?
—Por la respiración. ¿Tú sabes cómo respiras cuando duermes? No. Yo, en cambio, sí.
—¿Dónde has estado?
—En Eraclea, Minoa y Selinunte.
—¿Sola?
—¡Señor comisario, se lo diré todo, se lo confesaré todo, pero le ruego que suspenda este interrogatorio de tercer grado! Me acompañó Mimì Augello.
Montalbano se puso muy serio y apuntó con un dedo amenazador.
—Te lo advierto, Livia: Augello ya ha ocupado mi despacho, no quisiera que ocupara otras cosas mías.
Livia se puso en tensión.
—Fingiré no haberte entendido, será mejor para los dos. En cualquier caso, yo no soy un objeto de tu propiedad, tirano siciliano.
—Muy bien, perdona.
Siguieron discutiendo, incluso después de que Livia se hubiera desnudado y acostado. Pero Montalbano estaba firmemente decidido a no dejarle pasar aquella jugada a Mimì. Se levantó.
—¿Y ahora adónde vas?
—Voy a llamar a Mimì.
—Déjalo en paz. No se le ha pasado siquiera por la cabeza hacer nada que pudiera ofenderte.
—¿Mimì? Montalbano… Ah, ¿acabas de llegar a casa? Bien. No, no te preocupes. Livia está muy bien. Te da las gracias por el día tan agradable que le has hecho pasar. Yo también te doy las gracias.
»Ah, por cierto, Mimì, ¿sabías que en Catania han hecho volar por los aires a Corrado Brancato? No, no bromeo, lo han dicho por televisión. ¿No sabes nada de eso? ¿Cómo que no sabes nada? Ah, claro, te has pasado todo el día fuera. Y a lo mejor, nuestros compañeros de Catania te estaban buscando como locos por mar y tierra. El jefe también se habrá preguntado dónde demonios te habías metido. Qué le vamos a hacer. Procura arreglarlo como puedas. Que descanses, Mimì.
—Decir que eres un sinvergüenza es quedarse corto —dijo Livia.
—De acuerdo —dijo Montalbano pasadas las tres de la madrugada—. Reconozco que toda la culpa es mía. Que, si me quedo aquí, me comporto como si tú no existieras y me dejo arrastrar por mis pensamientos. Estoy demasiado acostumbrado a vivir solo. Vámonos de aquí.
—¿Y la cabeza dónde la dejas? —preguntó Livia.
—¿Qué quieres decir?
—Que tú, a cualquier lugar que vayas, te llevarás la cabeza con todo lo que hay adentro. Y por consiguiente, seguirás pensando inevitablemente en tus asuntos aunque estemos a miles de kilómetros de distancia.
—Juro que me vacío la cabeza antes de salir.
—¿Adónde vamos?
Puesto que a Livia le había dado por el turismo arqueológico, decidió seguirle la corriente.
—Tú no has visto jamás la isla de Mozia, ¿verdad? Hagamos una cosa… Esta misma mañana, a eso de las once nos vamos a Mazara del Vallo. Tengo allí a un amigo al que hace mucho tiempo que no veo, el subjefe Valente. Después seguimos viaje a Marsala y visitamos Mozia. Cuando regresemos a Vigàta, organizaremos otra vuelta.
Hicieron las paces.
Giulia, la mujer del subjefe Valente, no sólo tenía la misma edad de Livia sino que, además, había nacido en Sestri. Ambas mujeres simpatizaron de inmediato. A Montalbano la señora no le resultó tan simpática debido a la pasta indignamente pasada, al estofado de carne concebido por una mente sin duda enferma, y a un café que ni siquiera a bordo de los aviones se atreverían a servir. Al término del almuerzo horrible, Giuliana le propuso a Livia quedarse en casa con ella; las dos habían decidido salir juntas más tarde. En cambio, Montalbano acompañó a su amigo a su despacho. Un cuarentón de patillas largas y cara de siciliano requemada por el sol estaba esperando al subjefe.
—¡Cada día una nueva historia! Perdóneme, señor jefe, pero tengo que hablar con usted. Es importante.
—Te presento al profesor Farid Rahman, un amigo de Túnez —dijo Valente. Después preguntó, dirigiéndose al profesor:
—¿Es muy largo?
—Un cuarto de hora como máximo.
—Yo me iría a visitar el barrio árabe —dijo Montalbano.
—Si me espera —terció Farid Rahman—, tendría sumo gusto en servirle de guía.
—Mira, ya sé que mi mujer no sabe hacer el café —dijo Valente—. A trescientos metros de aquí está la Piazza Mokarta, te sientas en el bar y te tomas un buen café. El profesor se reunirá contigo allí.
No pidió enseguida el café. Antes se entregó a un delicioso y perfumado plato de pasta al horno que lo sacó del abismo oscuro en el que lo había hundido el arte culinario de la señora Giulia. Cuando llegó Rahman, Montalbano ya había hecho desaparecer los restos de la pasta y sólo tenía delante una inocente tacita de café vacía. Se encaminaron hacia el barrio árabe.
—¿Cuántos son ustedes aquí, en Mazara?
—Ya superamos el tercio de la población local.
—¿Son frecuentes los incidentes entre ustedes y los mazareses?
—No, poca cosa, prácticamente nada en comparación con otras ciudades. Mire, yo creo que nosotros somos para los mazareses una memoria histórica, un hecho casi genérico. Somos de la casa. Al-Imam-al-Mazari, el fundador de la escuela jurídica magrebí, nació en Mazara, lo mismo que el filólogo Ibn-al-Birr, que fue expulsado de la ciudad en el año 1068 porque le gustaba demasiado el vino.
»Pero el hecho esencial es que los mazareses son gente de mar. Y el hombre de mar tiene mucho sentido común, sabe lo que significa tener los pies en el suelo. Y hablando del mar, ¿sabe que las embarcaciones de pesca de aquí tienen una tripulación mixta de sicilianos y tunecinos?
—¿Usted ocupa algún cargo oficial?
—No, Dios nos libre de las cosas oficiales. Aquí las cosas van muy bien porque todo se desarrolla con carácter extraoficial. Yo soy profesor de primaria, pero hago de intermediario entre mi gente y las autoridades locales. He aquí otro ejemplo de sentido común: el director de una escuela nos ha cedido varias aulas y nosotros, los profesores, llegamos de Túnez y creamos nuestra escuela. Pero, oficialmente, la delegación de enseñanza ignora esta situación.
El barrio era un pedazo de Túnez, tomado y transportado poco a poco a Sicilia. Las tiendas estaban cerradas porque era viernes, el día de descanso, pero la vida en las callejuelas angostas seguía siendo tan animada y estaba tan llena de color como siempre. En primer lugar, Rahman lo acompañó en una visita a los grandes baños públicos, desde siempre lugar de encuentros sociales entre los árabes, y después a un fumadero, un café donde se fumaba con narguile. Pasaron por delante de una especie de almacén vacío, donde vieron a un anciano muy serio sentado en el suelo con las piernas cruzadas, leyendo y comentando un libro. Delante de él, unos veinte muchachos sentados de la misma manera lo escuchaban con atención.
—Es uno de nuestros religiosos, que está explicando el Corán —dijo Rahman, haciendo ademán de seguir adelante.
Montalbano lo sujetó por el brazo para obligarlo a detenerse. Le había llamado la atención aquel interés tan auténticamente religioso en unos chiquillos que, en cuanto salieran del almacén, empezarían a gritar y a pelearse.
—¿Qué les está leyendo?
—El sura dieciocho, el de la cueva.
Montalbano, sin saber por qué razón, experimentó un estremecimiento leve.
—¿De la cueva?
—Sí, al-kahf, la cueva. El sura dice que Dios, atendiendo al deseo de unos muchachos que no querían corromperse y alejarse de la religión verdadera, los sumió en un sueño profundo en el interior de una cueva. Y, para que en la cueva reinara por siempre la oscuridad más absoluta, Dios invirtió el curso del Sol. Durmieron aproximadamente unos trescientos nueve años. Con ellos, había también un perro en posición de guardia delante de la entrada, con las patas anteriores extendidas…
El profesor interrumpió sus palabras al percatarse de que Montalbano se había puesto intensamente pálido y abría y cerraba la boca como si le faltara el aire.
—¿Qué le ocurre, señor? ¿Se encuentra mal? ¿Quiere que avise a un médico? ¡Señor!
Montalbano se asustó de su propia reacción; se sentía muy débil, la cabeza le daba vueltas y se notaba las piernas tan flojas como si fueran de manteca, prueba evidente de que todavía se resentía de la herida y la operación reciente. Entre tanto, un grupo de árabes se había congregado alrededor de Rahman y el comisario. El profesor dio varias órdenes, un árabe pegó un salto y regresó con un vaso de agua mientras otro se acercaba con una silla de paja, en la cual obligó a sentarse a Montalbano, que en aquel momento se sentía ridículo. El agua lo reanimó.
—¿Cómo se dice en su lengua «Dios es grande y misericordioso»?
Rahman se lo dijo. Montalbano trató de imitar el sonido de sus palabras y el grupo se rió de su pronunciación, pero las repitió a coro.
* * *
Rahman compartía un departamento con un compañero de más edad; se llamaba El Madani y en ese momento estaba en casa. Rahman preparó té a la menta mientras Montalbano le explicaba la razón de su mareo. Rahman no sabía nada acerca del hallazgo de los dos jóvenes asesinados en el crasticeddru. El Madani, en cambio, sí había oído decir algo.
—A mí me gustaría saber, si fueran ustedes tan amables —dijo el comisario—, hasta qué punto los objetos que colocaron en la cueva guardan relación con lo que dice el sura. Sobre el perro, no hay la menor duda.
—El nombre del perro es Kytmyr —dijo El Madani—, pero también lo llaman Quotmour, ¿sabe? Entre los persas, aquel perro de la cueva se convirtió en el guardián de la correspondencia.
—¿Había en el sura un cuenco lleno de dinero?
—No, no había ningún cuenco por la sencilla razón de que los durmientes llevan el dinero en el bolsillo. Cuando se despiertan, le dan el dinero a uno de ellos para que compre la mejor comida que consigan. Están hambrientos. Sin embargo, el enviado es traicionado por las monedas que ya no son de curso legal, pero que ahora valen una fortuna. La gente lo persigue hasta el interior de la cueva, en busca precisamente del tesoro. Así es como descubren a los durmientes.
—El cuenco, en el caso del que me ocupo, tiene una explicación —dijo Montalbano— porque los jóvenes habían sido abandonados desnudos en la cueva y en algún sitio se tenía que poner el dinero.
—De acuerdo —dijo El Madani—, pero en el Corán no está escrito que tuvieran sed. Y por consiguiente, la vasija del agua, en relación con lo que dice el sura, es un objeto totalmente extraño.
—Yo conozco muchas leyendas sobre los durmientes —dijo Rahman—, pero en ninguna se habla de agua.
—¿Cuántos eran los que dormían en la cueva?
—El sura no lo especifica muy bien, puede que el número no tenga importancia: tres, cuatro, cinco, seis, sin contar el perro. Pero se ha llegado al convencimiento general de que los durmientes eran siete y, con el perro, ocho.
—Si le puede ser útil, le diré que el sura reproduce una leyenda cristiana, la de los durmientes de Éfeso —añadió El Madani.
—Hay una obra dramática egipcia moderna, Ahl al-kahf, es decir, «La gente de la cueva», del escritor Taufik al-Hakim. En ella, los jóvenes cristianos perseguidos por el emperador Decio caen en un sueño profundo y despiertan en tiempos de Teodosio II. Son tres y los acompaña el perro.
—De modo —concluyó Montalbano— que el que depositó los cuerpos en la cueva conocía sin duda el Corán y quizá también la pieza teatral de este egipcio.
—¿Señor director? Habla Montalbano… Lo llamo desde Mazara del Vallo y me estoy dirigiendo a Marsala. Perdóneme la prisa, pero tengo que preguntarle algo muy importante. ¿Lillo Rizzitano conocía el árabe?
—¿Lillo? ¡Pero qué dice!
—¿No pudo haberlo estudiado en la universidad?
—Lo descarto.
—¿Qué carrera estudió?
—Literatura italiana, con el profesor Aurelio Cotroneo. Es posible que me haya dicho cuál fue el tema de su tesis, pero lo he olvidado.
—¿Tenía algún amigo árabe?
—Que yo sepa, no.
—¿Había árabes en Vigàta entre los años 42 y 43?
—Señor comisario, los árabes estuvieron aquí en la época de su dominación y han vuelto en nuestros días, pobrecitos, pero ya no como dominadores. Por aquel entonces no había ninguno.
»Pero ¿qué le han hecho a usted los árabes?
Se pusieron en camino hacia Marsala cuando ya había oscurecido. Livia estaba contenta y animada, pues el encuentro con la mujer de Valente le había resultado grato. Al llegar al primer cruce, en lugar de girar a la izquierda, Montalbano giró a la derecha; Livia se dio cuenta enseguida y el comisario se vio obligado a efectuar un difícil cambio de marcha. Al llegar al segundo cruce, quizá por simetría con el error anterior, Montalbano hizo todo lo contrario y, en lugar de girar a la derecha, giró a la izquierda sin que Livia, absorta en lo que él le estaba contando, se diera cuenta. Sorprendidos, se encontraron de nuevo en Mazara. Livia estalló.
—¡Cuánta paciencia hay que tener contigo!
—¡Tú también te hubieras podido addunaritìnni!
—¡No me hables en siciliano! Eres desleal, me prometiste que, antes de salir de Vigàta, te vaciarías la cabeza de pensamientos, pero te sigues perdiendo en tus historias.
—Perdóname, perdóname…
Prestó mucha atención durante la primera hora de camino, pero después, a traición, el pensamiento volvió: el perro encajaba, el cuenco con las monedas también, pero la vasija de barro, no. ¿Por qué?
Ni siquiera consiguió empezar a formular una hipótesis, pues las luces de un camión lo deslumbraron; comprendió que se había apartado demasiado de su carril y que el posible choque hubiera sido espantoso. Dio un giro brusco al volante, alertado por el grito de Livia y la bocina furiosa del camión. Bailaron sobre la tierra de un campo recién arado y después el vehículo se detuvo y se quedó hundido en el terreno. No hablaron, no tenían nada que decir, Livia respiraba afanosamente. Montalbano tembló al pensar en lo que estaba a punto de ocurrir, en cuanto ella se recuperara un poco. Adelantó cobardemente las manos, pidiendo compasión.
—Mira, no te lo quise decir antes para que no te asustaras, pero después de comer, me sentí mal…
Después la situación se convirtió en algo intermedio entre una tragedia y una película de Stan Laurel y Oliver Hardy. El coche no se movía ni un milímetro, Livia se encerró en un mutismo despectivo y, en determinado momento, Montalbano desistió de sus intentos de salir del pozo, pues temía fundir el motor. Tomó el equipaje y Livia lo siguió a unos pasos de distancia. Un automovilista se compadeció de aquellos dos seres que caminaban por el borde de la carretera y los llevó a Marsala. Tras dejar a Livia en el hotel, Montalbano fue a la comisaría, se identificó y, con la ayuda de un agente, despertó a uno de los operarios encargados de la grúa. Entre una y otra historia, se acostó al lado de Livia, que daba vueltas en la cama presa de un sueño agitado, cuando ya eran las cuatro de la madrugada.