Montalbano estaba al borde del agotamiento; bajo la lluvia de preguntas del cura se notaba la cabeza confusa y, por si fuera poco, cada vez que no sabía qué contestar, Alcide Maraventano soltaba una especie de quejido y daba, a modo de protesta, una chupada más ruidosa que las demás. Ya iba por el segundo biberón.
¿En qué dirección estaban orientadas las cabezas de los cadáveres?
¿La vasija era de barro común o de otro material?
¿Cuántas monedas había en el interior del cuenco?
¿Cuál era la distancia entre la vasija, el cuenco y el perro de terracota en relación con los cuerpos?
Por fin, el interrogatorio de tercer grado terminó.
—No tiene sentido.
La conclusión del interrogatorio confirmó con toda exactitud lo que el cura ya había dicho al principio. El comisario, con mal disimulado alivio, creyó poder levantarse, saludar y retirarse.
—Espere, ¿a qué viene tanta prisa?
Montalbano volvió a sentarse, resignado.
—No es un rito funerario, pero puede que sea otra cosa.
De repente, el comisario se libró del cansancio y el abatimiento y recuperó toda su lucidez mental: Maraventano era una cabeza que pensaba.
—Dígame, le agradeceré mucho su opinión.
—¿Usted ha leído a Umberto Eco?
Montalbano empezó a sudar.
«Dios mío, ahora me va a hacer un examen de literatura», pensó, pero consiguió contestar:
—He leído su primera novela y los dos diarios mínimos, que me parecen…
—No, yo las novelas no las conozco. Me refería al Tratado de semiótica general, algunas de cuyas citas nos podrían ser útiles.
—Lo siento, pero no lo he leído.
—¿Tampoco ha leído Sèmeiòtikè, de Kristeva?
—No, y tampoco tengo ganas de leerlo —contestó Montalbano, que ya estaba empezando a hartarse y sospechaba que el viejo le estaba tomando el pelo.
—Qué le vamos a hacer —dijo Alcide Maraventano en tono resignado—. En ese caso, le voy a poner un ejemplo muy sencillito.
«Lo cual quiere decir a mi nivel», dijo Montalbano hablando consigo mismo.
—Bueno, si usted, que es comisario, encuentra un muerto por arma de fuego con una piedra en la boca, ¿qué piensa?
—Mire —dijo Montalbano, dispuesto a tomarse la revancha—, esto ya es muy antiguo, ahora matan sin dar explicaciones.
—Ah… Por eso, para usted la piedra en la boca constituye una explicación.
—Claro.
—¿Y qué quiere decir?
—Quiere decir que el muerto había hablado demasiado, que dijo cosas que no tenía que decir y había actuado de espía.
—Exacto. Por consiguiente, usted ha comprendido la explicación porque estaba en posesión del código del lenguaje, en aquel caso, metafórico. Pero, si usted hubiera ignorado el código, ¿qué hubiera pensado? Nada. Para usted hubiera sido un pobre hombre asesinado al que «inexplicablemente» habían introducido una piedra en la boca.
—Empiezo a comprender.
—Y ahora, volviendo a nuestro tema: alguien mata a dos jóvenes por razones que ignoramos. Puede hacer desaparecer los cadáveres de varias maneras… en el mar, bajo tierra, bajo la arena. Pero no, los traslada al interior de una cueva y, además, coloca a su lado un cuenco, una vasija de barro y un perro de terracota. ¿Qué ha hecho?
—Ha enviado una comunicación, un mensaje —dijo Montalbano a media voz.
—Es un mensaje, en efecto, que, sin embargo, usted no puede entender porque no conoce el código —dijo el cura.
—Déjeme pensar… Pero el mensaje tenía que estar dirigido a alguien, no a nosotros, cincuenta años después de los hechos.
—¿Y por qué no?
Montalbano lo pensó un poco y se levantó.
—Me voy, no quiero robarle tanto tiempo. Lo que me ha dicho me ha sido muy valioso.
—Quisiera serle todavía más útil.
—¿Cómo?
—Usted me ha dicho hace poco que ahora matan sin dar explicaciones. Pero explicaciones siempre las hay y siempre se nos dan, de lo contrario, usted no haría el trabajo que hace. Sólo que los códigos son muchos y muy variados.
—Gracias —dijo Montalbano.
Habían comido los boquerones a la vinagreta que la señora Elisa, la mujer del jefe, había sabido cocinar con arte y pericia y cuyo resultado estribaba en la milimétrica cantidad de tiempo que la tartera tenía que permanecer en el horno. Después de la cena, la señora se había ido a ver televisión en el salón, no sin antes haber dejado encima del escritorio del estudio de su marido una botella de Chivas, una de licor amargo y dos vasos.
Durante la comida, Montalbano había hablado con entusiasmo de Alcide Maraventano, de su singular estilo de vida y de su cultura e inteligencia, pero el jefe sólo había puesto de manifiesto una curiosidad leve, dictada más por la cortesía hacia su invitado que por un verdadero interés.
—Dígame, Montalbano —dijo el jefe en cuanto ambos estuvieron solos—, yo comprendo muy bien el entusiasmo que en usted ha podido despertar el descubrimiento de los cadáveres de dos personas asesinadas en el interior de la cueva. Pero perdóneme que se lo diga: lo conozco desde hace demasiado tiempo como para no prever que usted se sentirá fascinado por este caso por los enigmas inexplicables que plantea y también porque, en el fondo, si usted diera con la solución, ésta resultaría absolutamente inútil. Una inutilidad que para usted sería en extremo agradable y, perdóneme la franqueza, casi connatural.
—¿Inútil en qué sentido?
—Inútil en todos los sentidos, no nos engañemos. El asesino, o los asesinos, si somos generosos puesto que han transcurrido más de cincuenta años, o bien han muerto o bien, en la mejor de las hipótesis, son unos ancianitos de más de setenta años. ¿Está de acuerdo?
—De acuerdo —reconoció a regañadientes Montalbano.
—Pues entonces, y perdóneme porque lo que estoy a punto de decir no es propio de mi manera de hablar, usted no está haciendo una investigación sino que se está haciendo una paja mental.
Montalbano recibió el impacto pero no tuvo ni fuerza ni argumentos para replicar.
—Yo podría permitirle este ejercicio si no temiera que usted acabara dedicándole lo mejor de su cerebro y descuidando otras investigaciones de mucha más importancia y envergadura.
—¡Ni hablar! ¡Eso no es cierto! —se enojó el comisario.
—Sí, lo es. Piense que lo que estoy diciendo no es un toque de atención, estamos hablando en mi casa, entre amigos. ¿Por qué ha encomendado el caso tan delicado del tráfico de armas a su subcomisario, que es un funcionario muy digno, pero que no está en modo alguno a su altura?
—¡Yo no se lo he encomendado! Es él quien…
—No sea niño, Montalbano. Él está cargando sobre sus hombros una parte muy considerable de la investigación. Porque usted sabe muy bien que no puede dedicarse por entero a ella, pues tiene tres cuartas partes de su cerebro ocupadas con el otro caso. Dígame con toda sinceridad si me equivoco.
—No se equivoca —contestó con franqueza Montalbano tras una pausa.
—Ya podemos dar por terminado el asunto. Pasemos a otra cosa. ¿Por qué demonios no quiere que lo proponga para un ascenso?
—Lo que usted quiere es seguir crucificándome.
Salió contento de la casa de su superior, tanto por los boquerones a la vinagreta como por haber conseguido un aplazamiento de la propuesta de ascenso. Las razones que había aducido eran absurdas, pero el jefe había tenido la amabilidad de simular creérselas. ¿Podía acaso decirle que la sola idea de un traslado, de un cambio de costumbres, le hacía subir la fiebre?
Era todavía muy temprano, faltaban dos horas para su cita con Gegè. Pasó por Retelibera, pues quería averiguar algo más acerca de Alcide Maraventano.
—Es extraordinario, ¿verdad? —dijo Nicolò Zito—. ¿Se ha exhibido chupando la leche del biberón?
—Por supuesto.
—Piensa que nada de todo eso es verdad, es puro teatro.
—Pero ¿qué dices? ¡Si no tiene dientes!
—¿Acaso no sabes que hace tiempo se inventaron las dentaduras postizas? Él tiene una y le funciona de maravilla. Dicen que a veces se zampa un buen trozo de ternera o un cabrito al horno, cuando nadie lo mira.
—Pero ¿por qué lo hace?
—Porque es un actor nato de tragedias. O un comediante, si lo prefieres.
—¿Estás seguro de que es un cura?
—Se secularizó.
—Las cosas que dice, ¿las inventa o no?
—Puedes estar tranquilo. Su sabiduría es ilimitada y, cuando dice una cosa, es indiscutible. ¿Sabes que hace unos diez años le pegó un tiro a un hombre?
—Vamos…
—Es cierto. Un ladrón entró de noche en la planta baja de la casa. Tropezó con un montón de libros, éstos cayeron e hicieron un estrépito tremendo. Maraventano, que dormía arriba, se despertó, bajó y le pegó un tiro con un fusil de avancarga, una especie de cañón casero. El disparo hizo saltar de la cama a medio pueblo. Conclusión: el ladrón resultó herido en la pierna, se estropearon diez libros y él sufrió una fractura de hombro, pues el retroceso fue impresionante. Sin embargo, el ladrón afirmó que no había entrado en el chalé para robar sino porque lo había invitado el cura, quien, en determinado momento y sin ninguna razón, le pegó un tiro. Y yo le creo.
—¿A quién?
—Al presunto ladrón.
—Pero ¿por qué le pegó un tiro?
—¿Tú sabes lo que le pasa por la cabeza a Alcide Maraventano? A lo mejor, quería probar si el fusil todavía funcionaba. O quiso montar un número, cosa más que probable.
—Por cierto, ahora que lo pienso, ¿tú tienes el Tratado de semiótica, de Umberto Eco?
—¿Yo? Pero ¿te has vuelto loco?
Para ir a buscar el coche que había dejado en el estacionamiento de Retelibera se empapó. De repente, había empezado a caer una lluvia fina pero densa. Llegó a casa demasiado temprano para la cita. Se cambió de ropa, se sentó en el sillón para mirar un poco de televisión, pero volvió a levantarse enseguida para ir al escritorio y tomar una postal que había recibido por la mañana.
Era de Livia, que, tal como le había anunciado por teléfono, se había ido a pasar unos diez días a casa de una prima suya de Milán. En la cara brillante, con la consabida vista de la Catedral, había una viscosa estría luminescente que atravesaba la imagen por el centro. Montalbano la rozó con la yema del dedo índice: era reciente y ligeramente pegajosa. Examinó con más detenimiento el escritorio: un enorme caracol de color marrón oscuro estaba empezando a pasearse por la cubierta del libro de Consola. Montalbano no lo dudó; el asco que experimentaba después del sueño que había tenido y que no conseguía quitarse de encima era demasiado fuerte; tomó la novela ya leída de Montalbán y la descargó violentamente sobre la de Consola. En medio de los dos libros, el caracol quedó aplastado con un sonido que a Montalbano le pareció repugnante. Después fue a arrojar las dos novelas al cubo de la basura; al día siguiente se las volvería a comprar.
Gegè no estaba, pero el comisario sabía que no tendría que esperar mucho; su amigo nunca se retrasaba demasiado. El cielo se había despejado y ya no llovía, pero la marejada debía de haber sido muy fuerte, pues en la playa se veían grandes charcos y la arena despedía un fuerte olor a madera mojada. De repente, bajo la pálida luz de la luna que súbitamente acababa de aparecer, vio la silueta oscura de un automóvil que se estaba acercando muy despacio con las luces apagadas en dirección contraria a aquella por la que él había llegado al lugar, la misma por la que tendría que llegar Gegè. Se alarmó, abrió la guantera, tomó la pistola, soltó el seguro y entornó la puerta, preparado para saltar de golpe. Cuando el otro vehículo se puso a tiro, encendió las luces largas. Era el automóvil de Gegè, de eso no cabía la menor duda, pero existía la posibilidad de que éste no estuviera sentado al volante.
—¡Apaga las luces! —oyó que le gritaban desde el otro coche.
Era sin duda la voz de Gegè. El comisario hizo lo que le decían. Se hablaron el uno al lado del otro, cada uno desde el interior de su automóvil con las ventanillas bajadas.
—Pero ¿qué carajo haces? Estuve a punto de pegarte un tiro —dijo Montalbano, enfurecido.
—Quería ver si te seguían.
—¿Y quién tiene que seguirme?
—Ahora te lo digo. Llegué hace media hora y me escondí detrás del espolón de Punta Rossa.
—Ven aquí —dijo el comisario.
Gegè bajó, subió al automóvil de Montalbano y casi se acurrucó contra él.
—¿Tienes frío?
—No, pero tiemblo a pesar de todo.
Apestaba a miedo. Porque, y eso Montalbano lo sabía por experiencia, el miedo tenía un olor especial: ácido y de color verde amarillento.
—¿Sabes quién es ese que han matado?
—Gegè, matan a mucha gente. ¿De quién me hablas?
—De Petru Gullo te hablo, el que llevaron muerto al aprisco.
—¿Era cliente tuyo?
—¿Cliente mío? En todo caso, yo era cliente suyo. Era el hombre de Tano el Griego, su recaudador. El mismo que me dijo que Tano quería verte.
—¿Y de qué te extrañas, Gegè? Es la historia de siempre: el que gana se queda con todo, es un sistema que ahora también utilizan en política. Los asuntos de Tano cambian de mano y por eso liquidan a todos sus colaboradores. Tú no eras socio ni subordinado de Tano. ¿De qué tienes miedo?
—No —dijo Gegè con tono tajante—, la situación no es ésa, me lo dijeron en Trapani.
—¿Y cuál es?
—Dicen que hubo un acuerdo.
—¿Un acuerdo?
—Sí, señor. Un acuerdo entre tú y Tano. Dicen que el tiroteo fue una tomadura de pelo, un teatro. Y están convencidos de que en el montaje de este teatro también estábamos yo, Petru Gullo y otra persona que seguro la matan cualquier día de éstos.
Montalbano recordó la llamada telefónica que había recibido al término de la rueda de prensa, cuando una voz anónima lo había llamado «maldito comediante».
—Están ofendidos —añadió Gegè—. No soportan que tú y Tano les hayan escupido en la cara y hecho hacer el ridículo. Les molesta más eso que el hallazgo de las armas.
»¿Y ahora me dices qué tengo que hacer?
—¿Estás seguro de que te la tienen jurada?
—Pongo las manos sobre el fuego. ¿Por qué vinieron a traerme a Gullo precisamente al aprisco, que es cosa mía? ¡Más claro que eso…!
El comisario pensó en Alcide Maraventano y en su conferencia sobre los códigos.
Debió de ser una alteración de la densidad de la oscuridad o un resplandor de una centésima de segundo percibido por el rabillo del ojo, pero el caso fue que, un momento antes de que estallara la ráfaga, el cuerpo de Montalbano obedeció a toda una serie de impulsos frenéticamente transmitidos por el cerebro: se dobló por la cintura, abrió con la mano izquierda la puerta y se arrojó fuera mientras a su alrededor tronaban los golpes, se rompían cristales, se desgarraban planchas metálicas y unos relámpagos brevísimos iluminaban la oscuridad. Montalbano permaneció inmóvil entre su coche y el de Gegè y sólo entonces se dio cuenta de que empuñaba una pistola. Cuando Gegè había subido a su automóvil, la había dejado en la guantera; debía de haberla tomado en forma instintiva. Después del estallido, se produjo un silencio de plomo, nada se movió, sólo el rumor del mar picado. Luego se oyó una voz desde unos veinte metros de distancia, desde la parte donde terminaba la playa y empezaba la colina de marga.
—¿Todo bien?
—Todo bien —contestó otra voz, ésta muy cercana.
—Mira a ver si están muertos los dos y así nos podremos ir.
Montalbano trató de imaginarse los movimientos que el tipo tendría que hacer para cerciorarse de su muerte: chaf, chaf, sonaba con toda claridad la arena mojada. Ahora el hombre ya debía de haber llegado a la parte posterior del vehículo y, en cuestión de un instante, se inclinaría para mirar hacia adentro.
Se levantó de un salto y disparó. Una sola vez. Percibió nítidamente el rumor de un cuerpo desplomándose sobre la arena, una respiración afanosa, un gorgoteo y después, nada.
—Giugiu, ¿todo en orden? —preguntó la voz lejana. Sin volver a subir al coche, Montalbano, a través de la puerta abierta, apoyó la mano en la palanca de encendido de las luces largas y esperó. No se oía nada. Decidió arriesgarse y se puso a contar mentalmente. Al llegar a cincuenta, encendió las luces y se levantó. Esculpido por la luz a unos diez metros de distancia, se materializó un hombre con una ametralladora en la mano que, sorprendido, se detuvo en seco. Montalbano abrió fuego y el hombre reaccionó de inmediato, disparando una ráfaga a ciegas. El comisario percibió una especie de puñetazo violento en el costado izquierdo, se tambaleó, apoyó la mano izquierda en el coche y efectuó tres disparos seguidos. El hombre, deslumbrado por los faros, pegó una especie de brinco y echó a correr mientras Montalbano veía que la luz de los faros pasaba del blanco al amarillo al tiempo que se le nublaban los ojos y la cabeza le empezaba a dar vueltas. Se sentó sobre la arena porque comprendió que las piernas ya no podían sostenerlo, y apoyó la espalda en el coche.
Esperaba el dolor, pero, cuando éste se produjo, fue tan intenso, que no pudo evitar gemir y llorar como un chiquillo.