Después de cenar con los Burgio, Montalbano regresó a casa antes de las diez, demasiado temprano para irse a dormir. En la televisión estaban dando un debate sobre la mafia, otro sobre política exterior italiana, un tercero acerca de la situación económica, una discusión sobre la libertad de información, un reportaje sobre la delincuencia juvenil en Moscú, otro sobre las focas, otro sobre el cultivo del tabaco, una película de gánsteres ambientada en el Chicago de los años 30 y un programa diario, en el que un ex crítico de arte, actual diputado y comentarista político, despotricaba contra los magistrados, políticos de izquierda y adversarios, creyéndose un pequeño Saint Just, pese a pertenecer por derecho propio a la tropa de vendedores de alfombras, pedicuros, magos y bailarinas de striptease que cada vez con mayor frecuencia aparecían en la pantalla. Apagó el televisor y, luego de haber encendido la lámpara del exterior, fue a sentarse en el banco de la galería con una revista a la que estaba abonado. Consultó el índice y, al no ver nada interesante, se puso a mirar las fotografías que a menudo mostraban escenas de sucesos, con el propósito a veces cumplido de convertirse en emblemáticas.
El sonido del timbre de la puerta lo sorprendió. No esperaba a nadie, pero de inmediato recordó que Anna lo había llamado aquella tarde. Al proponerle ella ir a su casa no se había atrevido a decirle que no, pues se sentía en deuda por haberla utilizado indignamente, lo reconocía, en la historia que había inventado para librar a Ingrid de la persecución de su suegro.
Anna lo besó en la mejilla y le ofreció un paquete.
—Te traigo una petrafernula.
Era un pastel muy difícil de encontrar, que a Montalbano le gustaba mucho, pero no sabía por qué razón los pasteleros ya no lo hacían. Su pasta era dura y estaba hecho con cidra finamente triturada, cocida con miel y aderezada con especias.
—Fui por asuntos de trabajo a Mìttica, la vi en una vidriera y te la compré. Cuidado con los dientes.
El pastel, cuanto más duro era, más sabroso resultaba.
—¿Qué estabas haciendo?
—Nada, leyendo una revista. Sal tú también.
Se sentaron en el banco. Montalbano volvió a mirar las fotografías de la revista mientras Anna apoyaba la cabeza en las manos y contemplaba el mar.
—¡Qué bonito es todo esto!
—Ya.
—Sólo se oye el rumor de las olas.
—Ya.
—¿Te molesta que hable?
—No.
Anna se calló. Al poco rato, habló de nuevo.
—Voy a entrar a ver un poco la televisión. Tengo algo de frío.
—Mmm…
El comisario no quería alentarla, pues Anna estaba deseando entregarse a un placer imaginario: el de simular ser su compañera y estar viviendo con él una velada como las demás. Justo en la última página de la revista vio una fotografía que mostraba el interior de una cueva, la «cueva de Fragapane», que en realidad era una necrópolis, un conjunto de sepulcros cristianos excavados en el interior de unas cisternas antiguas. La fotografía ilustraba en cierto modo la reseña de un libro recién publicado de un tal Alcide Maraventano, titulado Ritos funerarios en el territorio de Montelusa. La publicación de aquel ensayo documentadísimo de Maraventano, afirmaba el crítico, colmaba una laguna y poseía un elevado valor científico gracias a la precisión de las investigaciones acerca de un tema que abarcaba desde la prehistoria hasta el período cristiano-bizantino.
Montalbano se pasó un buen rato reflexionando acerca de lo que acababa de leer. La idea de que la vasija de barro, el cuenco con las monedas y el perro formaran parte de un rito funerario ni siquiera se le había pasado por la antesala del cerebro. Y era posible que hubiera sido un error y que las investigaciones tuvieran que empezar a partir de allí. Se sintió invadido por una prisa incontenible. Entró en la casa, desenchufó el teléfono y tomó el aparato.
—¿Qué haces? —le preguntó Anna, que estaba mirando la película de gángsters.
—Voy al dormitorio a hacer unas llamadas, aquí te molestaría.
Marcó el número de Retelibera y pidió hablar con su amigo Nicolò Zito.
—Vamos, Montalba, dentro de unos segundos salgo al aire.
—¿Conoces a un tal Maraventano que ha escrito un libro…?
—¿Alcide? Sí, lo conozco. ¿Qué quieres de él?
—Hablar con él. ¿Tienes su número de teléfono?
—No tiene teléfono. ¿Estás en casa? Busco algo y te llamo.
—Tengo que hablar con él mañana mismo.
—Dentro de una hora como máximo te vuelvo a llamar y te digo lo que tienes que hacer.
Apagó la lámpara de la mesita de noche, pues a oscuras le resultaba más fácil reflexionar acerca de la idea que se le había ocurrido. Recordó la cueva del crasticeddru tal como estaba la primera vez que había entrado en ella. Quitando de la escena los cadáveres, quedaban una alfombra, un cuenco, una vasija de barro y un perro de terracota. Trazando una línea entre los objetos, se obtenía un triángulo perfecto, pero invertido con respecto a la entrada. En el centro del triángulo había dos muertos. ¿Tenía algún sentido? ¿Había que estudiar quizá la orientación del triángulo?
Reflexionando, divagando, perdiéndose en fantasías, acabó quedándose dormido. Al cabo de un rato que no supo calcular, lo despertó el sonido del teléfono. Contestó con voz pastosa.
—¿Te habías dormido?
—Sí, me quedé dormido.
—Yo, en cambio, me estoy rompiendo el lomo por ti. Bueno pues, Alcide te espera mañana a las cinco y media de la tarde. Vive en Gallotta.
Gallotta era un pueblo situado a pocos kilómetros de Montelusa, cuatro casas de campesinos, antiguamente famoso por su inaccesibilidad en invierno, cuando abundaban las lluvias fuertes.
—Dame la dirección.
—¡Pero qué dices, la dirección…! Saliendo de Montelusa, la primera casa a la izquierda. Un enorme chalé medio en ruinas que haría las delicias de un director de películas de terror. No tiene desperdicio.
Volvió a quedarse dormido apenas cortó. Se despertó sobresaltado al percibir un movimiento sobre su pecho. Era Anna, de quien se había olvidado por completo y que, tendida a su lado en la cama, le estaba desabrochando la camisa. Sobre cada trozo de piel que dejaba al descubierto, apoyaba un buen rato los labios. Cuando llegó al ombligo, la muchacha levantó la cabeza e introdujo una mano en la camisa para acariciarle el pecho, posando sus labios sobre los de Montalbano. Al ver que él no reaccionaba a su beso apasionado, Anna deslizó la mano hacia abajo. Y también lo acarició allí.
Montalbano decidió hablar.
—¿Lo ves, Anna? No se puede. No ocurre nada.
Anna se levantó de un salto y se encerró en el cuarto de baño. Montalbano no se movió ni siquiera cuando la oyó sollozar con un llanto infantil de niña a la que se niega un dulce o un juguete. La vio completamente vestida en el contraluz de la puerta del cuarto de baño abierta.
—Una fiera salvaje tiene más corazón que tú —dijo Anna antes de irse.
A Montalbano se le pasó el sueño y a las cuatro de la madrugada aún estaba tratando de hacer un solitario, que no le salía ni por casualidad.
Llegó a su despacho turbado y malhumorado, porque le dolía su historia con Anna y se arrepentía de haberla tratado de esa manera. Por si fuera poco, al amanecer, lo había asaltado una duda: si, en lugar de Anna, hubiera sido Ingrid, ¿estaba seguro de que se hubiera comportado de la misma manera?
—Tengo que hablar urgentemente contigo.
Mimì Augello estaba en la puerta y parecía muy alterado.
—¿Qué quieres?
—Informarte acerca de la marcha de las investigaciones.
—¿Qué investigaciones?
—Muy bien, ya entiendo, pasaré más tarde.
—No, ahora te quedas aquí y me dices de qué carajo de investigaciones estás hablando.
—Pero ¿cómo? ¡Pues de las del tráfico de armas!
—Y yo, según tú, ¿te dije que te encargaras de ellas?
—¿Según yo? Me hablaste de ello, ¿no lo recuerdas? El encargo me pareció implícito.
—Mimì, sólo hay una cosa implícita, y es que eres un hijo de la gran puta, respetando a tu madre, se entiende.
—Hagamos una cosa, yo te digo lo que he hecho y después tú decides si tengo que seguir o no.
—Adelante, dime lo que has hecho.
—Ante todo, pensé que a Ingrassia no se le tenía que dejar andar suelto por ahí como si tal cosa y le encargué a dos de los nuestros que lo vigilen día y noche. No podrá ni siquiera ir a mear sin que yo me entere.
—¿De los nuestros? ¿Le has puesto cerca a hombres de los nuestros? Pero ¿es que no sabes que ése a los nuestros les conoce hasta los pelos del culo?
—No soy tonto. No son de los nuestros, de Vigàta, quiero decir. Son agentes de Ragona que ha destacado el jefe, a quien me he dirigido.
Montalbano lo estudió con admiración.
—Conque te has dirigido al jefe, ¿eh? ¡Bravo, Mimì, qué bien sabes ampliar tus propias actividades!
Augello no contestó y prefirió seguir adelante con su explicación.
—También hubo un pinchazo telefónico que podría significar algo. Tengo en mi despacho la transcripción, voy a buscarla.
—¿No la recuerdas de memoria?
—Sí, pero tú al oírla eres capaz de descubrir…
—Mimì, a estas horas tú ya has descubierto todo lo que se podía descubrir. No me hagas perder el tiempo. Dímelo.
—Bueno pues, desde el supermercado Ingrassia llama a Catania, a la empresa Brancato. Pide hablar directamente con Brancato y éste se pone al aparato. Ingrassia lamenta los errores cometidos durante el último envío, dice que no se puede enviar un camión con mucho adelanto, que el asunto le ha causado muchos problemas. Pide una cita para estudiar otro sistema de envío más seguro. La respuesta que le da Brancato es desconcertante. El tipo levanta la voz, se enoja y le pregunta a Ingrassia cómo tiene la cara de llamarlo. Tartamudeando, Ingrassia pide explicaciones. Y Brancato se las da, dice que Ingrassia es insolvente, que los Bancos le han aconsejado no mantener más relaciones con él.
—¿Y cómo reacciona Ingrassia?
—Nada. No dice ni mu. Cuelga sin despedirse.
—¿Tú has comprendido el significado de la llamada?
—Claro… Que Ingrassia pedía ayuda y que los otros se lo han quitado de encima.
—Vigila a Ingrassia.
—Ya te he dicho que es lo que hice. —Una pausa—. ¿Qué hago? ¿Me sigo encargando de la investigación?
Montalbano no contestó.
—¡Si serás maricón! —comentó Augello.
—¿Salvo? ¿Estás solo en el despacho? ¿Puedo hablar con entera libertad?
—Sí. ¿Desde dónde llamas?
—Desde mi casa, tengo unas cuantas décimas de fiebre.
—Lo siento.
—Pues no, no tendrías que sentirlo. Es una fiebre de crecimiento.
—No entiendo, ¿qué quieres decir?
—Es una fiebre que sufren los niñitos, los pequeñines. Les dura dos o tres días, llegan a treinta y nueve y hasta a cuarenta, pero no hay que asustarse, es natural, es la fiebre del crecimiento. Cuando se les pasa, los niñitos han crecido unos cuantos centímetros. Estoy segura de que yo, cuando me baje la fiebre, también habré crecido. Mentalmente, no físicamente. Te quiero decir que nadie, como mujer, me ha ofendido tanto como tú.
—Anna…
—Déjame terminar. Ofendido de verdad. Tú eres malo, Salvo. Y yo no me lo merecía.
—Anna, procura razonar. Lo que ocurrió anoche fue por tu bien…
Anna colgó. Tal vez Montalbano se lo hubiera hecho comprender de mil maneras inapropiadas; sabiendo que en aquellos momentos la chica estaba sufriendo horriblemente, él se sintió peor que un cerdo, pues por lo menos la carne de cerdo se puede comer.
Encontró enseguida el chalé a la entrada de Gallotta, pero le pareció imposible que alguien pudiera vivir en aquellas ruinas. Se veía con toda claridad que medio techo estaba hundido; en el tercer piso forzosamente tenía que entrar el agua cuando llovía. El ligero viento que soplaba en aquellos momentos bastaba para sacudir una persiana que no se comprendía cómo era posible que todavía aguantara sin caer. La parte superior del muro de la fachada tenía unas grietas tan anchas como un puño. El segundo piso, el primero y la planta baja parecían encontrarse en mejores condiciones. El estucado hacía años que había desaparecido, las persianas estaban todas rotas y despintadas, pero, por lo menos, cerraban aunque estuvieran torcidas. La verja de hierro forjado estaba entreabierta e inclinada hacia afuera, inmovilizada desde tiempos inmemoriales en la misma posición en medio de las malas hierbas y la tierra. El jardín era una masa informe de árboles retorcidos y matorrales espesos que formaban un revoltijo compacto. Montalbano avanzó por el caminito de piedras sueltas y se detuvo delante de la puerta despintada. Ya estaba oscureciendo, pues el paso de la hora legal a la solar servía, en realidad, para acortar los días. Vio un timbre y tocó. O, mejor dicho, lo apretó pues no oyó ningún sonido, ni siquiera lejano. Lo intentó de nuevo antes de comprender que el timbre no funcionaba ya en tiempos del descubrimiento de la electricidad. Llamó utilizando la aldaba en forma de cabeza de caballo y finalmente, a la tercera llamada, oyó unos pies que se arrastraban. La puerta se abrió sin el menor sonido de cerrojo o pestillo, sólo con un gemido prolongado de alma del purgatorio.
—Estaba abierta, era suficiente con empujar, entrar y llamarme.
El que hablaba era un esqueleto. Jamás en su vida había visto Montalbano una persona tan flaca. O, mejor dicho, las había visto en su lecho de muerte, resecas y consumidas por la enfermedad. Aquélla, en cambio, estaba de pie, aunque doblada por la mitad, y parecía viva. Vestía una sotana que, en lugar de ser negra tal como debía de ser al principio, ahora tiraba a verde, y el alzacuello, que antes era blanco, ahora era de color gris. Calzaba unos zapatones claveteados de campesino, de esos que ya no se vendían. El hombre estaba completamente calvo y su cabeza era una calavera, a la que parecía que alguien hubiera puesto en plan de broma unas gafas de montura dorada y lentes muy gruesas, en las cuales naufragaba su mirada. Montalbano pensó que los dos muertos de la cueva estaban recubiertos de más carne que aquel cura. Huelga decir que era viejísimo.
Con gestos ceremoniosos, el anciano lo invitó a entrar y lo acompañó a un salón inmenso, literalmente repleto de libros, no sólo en las estanterías sino también por el suelo, donde formaban unas pilas altas que casi alcanzaban el techo y se sostenían en un equilibrio imposible. A través de las ventanas no penetraba la luz, pues los libros amontonados en las repisas ocultaban por completo los cristales. Los muebles eran un escritorio, una silla y un sillón. A Montalbano le pareció que la lámpara del escritorio era un quinqué de verdad. El anciano cura retiró los libros que cubrían el sillón e hizo sentar a Montalbano.
—Aunque no sé de qué manera lo puedo ayudar, dígame.
—Tal como ya le habrán dicho, soy comisario de policía y…
—No, no me lo dijeron ni yo lo pregunté. Anoche ya muy tarde vino uno del pueblo a decirme que alguien de Vigàta quería verme y yo le contesté que viniera a las cinco y media. Si usted es comisario, ha caído en mal sitio, está perdiendo el tiempo.
—¿Por qué dice que estoy perdiendo el tiempo?
—Porque yo no saco los pies de esta casa desde hace treinta años por lo menos. Las caras antiguas han desaparecido y las nuevas no me convencen. Las provisiones me las traen cada día; de todos modos, yo sólo tomo leche y un caldo de gallina una vez a la semana.
—Se habrá enterado a través de la televisión…
En cuanto inició la frase, Montalbano se detuvo; la palabra «televisión» le había sonado equivocada.
—En esta casa no hay corriente eléctrica.
—Bien pues, habrá leído en los periódicos…
—No compro periódicos.
¿Por qué empezaba constantemente con mal pie? Tomó una especie de carrera con la respiración y se lo contó todo de golpe, desde el tráfico de armas hasta el descubrimiento de los muertos en el crasticeddru.
—Espere a que encienda la luz y así hablaremos mejor.
El cura rebuscó entre los papeles de la mesa, tomó una caja de fósforos y encendió uno con mano trémula. Montalbano se quedó petrificado.
«Como se le caiga», pensó, «nos asamos en tres segundos».
Sin embargo, la operación llegó a feliz término, pero todo fue mucho peor, pues la luz iluminaba débilmente media mesa y dejaba en la oscuridad más absoluta el lado en el que se encontraba el anciano. Montalbano observó con estupor cómo el cura extendía una mano y tomaba una botellita con un tapón muy raro. Encima de la mesa había otras tres, dos vacías y una llena de un líquido de color blanco. No eran botellas sino biberones, cada uno provisto de su propia tetina. Se puso estúpidamente nervioso al ver que el anciano empezaba a chupar.
—Perdone, pero no tengo dientes.
—Pero ¿por qué no se toma la leche en un jarrito, una taza, qué se yo, un vaso?
—Porque así me da más gusto. Es como fumar en pipa.
Montalbano decidió largarse de allí cuanto antes. Se levantó, sacó del bolsillo dos fotografías que le había dado Jacomuzzi y se las mostró al sacerdote.
—¿Podría ser un ritual funerario?
El anciano contempló las fotografías, se animó y soltó una especie de gemido.
—¿Qué había en el interior del cuenco?
—Varias monedas de la década de los 40.
—¿Y en la vasija de barro?
—Nada… no se veía ningún resto… debía de contener sólo agua.
El viejo se pasó un buen rato chupando con expresión pensativa. Montalbano volvió a sentarse.
—No tiene sentido —dijo el cura, y dejó las fotografías sobre la mesa.