Fresco como una rosa, sonriente, con chaqueta y corbata, envuelto en una nube de perfume de colonia, Montalbano se presentó a las siete de la mañana en casa del señor Francesco Lacommare, gerente del supermercado de Ingrassia, quien lo recibió no sólo con estupor comprensible sino también en calzoncillos y con un vaso de leche en la mano.
—¿Qué ocurre? —preguntó, y palideció de inmediato al reconocerlo.
—Dos preguntitas muy fáciles y lo dejo tranquilo. Pero tengo que hacerle una advertencia muy seria: este encuentro tiene que quedar entre usted y yo. Si lo comenta con alguien, por ejemplo, con el dueño, yo, con la excusa que sea, lo mando a la cárcel, puede poner las manos sobre el fuego.
Mientras Lacommare trataba de recuperar la respiración, que se le había cortado, desde el interior del departamento estalló una voz femenina, chillona y desagradable.
—Ciccino…, pero ¿quién es a esta hora?
—Nada, nada, Carmilina, duerme —la tranquilizó Lacommare, entornando la puerta a sus espaldas.
»¿Le molesta, señor comisario, que hablemos aquí, en el rellano? En el último piso, que es el de arriba, no hay nadie. No hay peligro de que alguien nos moleste.
—Bien… En Catania, ¿dónde se abastecen?
—En la Pan y en la Brancato.
—¿Hay períodos prefijados para el abastecimiento de productos?
—En la Pan es semanal y, en la Brancato, mensual. Lo hemos acordado con otros supermercados que se abastecen en estos mismos mayoristas.
—Muy bien. Y eso significa, si no entendí mal, que la Brancato carga un camión de productos y lo envía a efectuar el recorrido de los supermercados. En este recorrido, ¿ustedes qué lugar ocupan? Me explicaré mejor…
—Lo he comprendido, señor comisario. El camión sale de Catania, recorre la provincia de Caltanissetta, después la de Trapani y finalmente la de Montelusa. Nosotros, los de Vigàta, somos los últimos en ser abastecidos, y el camión, desde aquí, regresa vacío a Catania.
—Una última pregunta… Las mercancías que robaron los ladrones y después se las ingeniaron para que fueran encontradas…
—Es usted muy inteligente, señor comisario.
—También lo es usted, puesto que me da las respuestas antes de que yo formule las preguntas.
—El caso es que precisamente por este motivo yo no consigo pegar un ojo por la noche. Bueno pues, la Brancato nos entregó la mercancía antes de lo previsto. La esperábamos a primera hora de la mañana del día siguiente, pero llegó la víspera, cuando ya estábamos a punto de cerrar. El chofer dijo que había encontrado cerrado por defunción un supermercado de Trapani y que por eso había llegado antes. Entonces el señor Ingrassia, para dejar libre el camión, mandó efectuar la descarga, verificó la lista y contó las cajas. Pero no ordenó abrirlas, dijo que ya era tarde, no quería pagar horas extras y decidió hacerla al día siguiente. A las pocas horas, se produjo el robo. Y yo me pregunto: ¿quién avisó a los ladrones que la mercancía había llegado con antelación?
Lacommare se estaba entusiasmando con sus reflexiones. Montalbano decidió ponerle obstáculos en el camino: no convenía que el gerente se acercara demasiado a la verdad, so pena de que surgieran problemas. Además, era evidente que estaba totalmente al margen de los chanchullos de Ingrassia.
—No es seguro que ambas cosas guarden relación entre sí. Es posible que los ladrones pretendieran robar lo que ya había en el supermercado y se encontraran, por el contrario, con la mercancía recién entregada.
—Sí, pero ¿por qué dejaron que más tarde la encontraran?
Ahí estaba el quid. Montalbano se resistía a dar una respuesta capaz de satisfacer la curiosidad de Lacommare.
—Pero ¿se puede saber quién diablos es? —preguntó, esta vez decididamente enfadada, la voz femenina.
La señora Lacommare debía de ser una mujer de oído muy agudo. Montalbano aprovechó para irse; ya había averiguado lo que quería.
—Mis respetos a su gentil esposa —dijo, empezando a bajar la escalera.
En cuanto llegó a la puerta, retrocedió como una pelota atada a una cuerda y volvió a tocar el timbre.
—¿Otra vez usted?
Lacommare había bebido la leche, pero estaba todavía en calzoncillos.
—Había olvidado una cosa, perdone. ¿Está seguro de que el camión se fue completamente vacío después de haber descargado?
—Bueno, yo no dije eso. Quedaban todavía unas quince cajas grandes, pertenecientes, según me dijo el chofer, al supermercado de Trapani, que estaba cerrado.
—Pero ¿qué es todo este alboroto de mierda esta mañana? —chilló desde adentro la señora Carmilina, por lo que Montalbano se retiró sin despedirse.
—Creo haber comprendido, con bastante aproximación, el camino que seguían las armas para llegar a la cueva. Sígame, señor. Bueno pues, de una manera que todavía no hemos averiguado, las armas llegan desde algún lugar del mundo a la empresa Brancato, de Catania, que las almacena y coloca en cajas grandes marcadas con su nombre, como si contuvieran electrodomésticos normales destinados a los supermercados. Cuando se recibe la orden de la entrega, los de la Brancato cargan las cajas de armas junto con las otras. Como medida de precaución, en algún lugar del camino entre Catania y Caltanissetta sustituyen el camión de la empresa por otro previamente robado, así, en caso de que alguien descubra las armas, la empresa Brancato puede decir que ellos no tienen nada que ver con aquellos manejos, que el camión no es suyo y, más aún, que ellos han sido víctimas de un robo. El camión robado inicia su recorrido, deja las cajas… ¿cómo diríamos…? limpias en los distintos supermercados que tiene que abastecer y se dirige a Vigàta.
»Pero antes de llegar, cuando ya se ha hecho completamente de noche, se detiene en el crasticeddru y descarga las armas en la cueva. Por la mañana a primera hora —eso me ha dicho el señor Lacommare— entregan las últimas cajas en el supermercado de Ingrassia y se van. Por el camino de regreso a Catania, el camión robado es vuelto a sustituir por el auténtico de la empresa, el cual regresa a su sede como si hubiera efectuado el viaje. Cada vez se encargan de alterar el cuentakilómetros. Y esta bromita se repite nada menos que desde hace tres años, pues Jacomuzzi nos ha dicho que la habilitación de la cueva se remonta precisamente a unos tres años.
—Lo que me está explicando sobre el procedimiento habitualmente utilizado encaja de maravilla —dijo el jefe—. Pero sigo sin comprender el montaje del robo falso.
—Actuaron movidos por la necesidad. ¿Recuerda el tiroteo que hubo entre una patrulla de carabineros y tres malhechores en la campiña de Santa Lucia? Un carabinero resultó herido.
—Sí, lo recuerdo… Pero ¿eso qué tiene que ver?
—Las emisoras locales de radio dieron la noticia hacia las nueve de la noche, justo cuando el camión se estaba dirigiendo al crasticeddru. Santa Lucia se encuentra a no más de dos o tres kilómetros del objetivo de los contrabandistas, quienes debieron de enterarse de lo ocurrido a través de la radio. No era prudente que los sorprendiera una patrulla —acudieron muchas al escenario de los hechos— en un lugar desierto. Hubieran tropezado sin duda con un control, pero eso era un mal menor y hubieran tenido muchas probabilidades de salir airosos de la situación. Y así fue. Por consiguiente, llegan con mucho adelanto e inventan el cuento del supermercado cerrado de Trapani.
»Ingrassia, informado del contratiempo, manda descargar y el camión simula regresar a Catania. Lleva todavía las armas, las cajas que, tal como le explican a Lacommare, el gerente, estaban destinadas al supermercado de Trapani. El camión se oculta en las inmediaciones de Vigara, en la propiedad de Ingrassia o en la de algún cómplice suyo.
—Vuelvo a preguntarle: ¿por qué simular un robo? Desde el lugar en el que lo habían escondido, el camión podía dirigirse perfectamente al crasticeddru sin necesidad de volver a pasar por Vigàta.
—Era necesario. Si los hubieran interceptado los carabineros, la Policía Judicial o cualquier otro grupo de las fuerzas del orden con las cajas y sin el resguardo correspondiente del envío, hubieran despertado sospechas. Y si los hubieran obligado a abrir una caja, se habría producido una catástrofe. Era absolutamente necesario que se llevaran las cajas descargadas en el supermercado de Ingrassia, que éste, con razón, había prohibido que se abrieran.
—Empiezo a comprender.
—A una determinada hora de la noche, el camión regresa al supermercado. El vigilante no está en condiciones de reconocer ni a los hombres ni el camión, pues la víspera aún no había entrado a trabajar. Cargan las cajas todavía sin abrir, se dirigen al crasticeddru, descargan las cajas de las armas, retroceden, abandonan el camión en la gasolinera y listo.
—Perdone, pero ¿por qué no se han deshecho de la mercancía robada para proseguir después viaje a Catania?
—Éste es el toque genial: al permitir que lo encuentren en apariencia con toda la mercancía robada, obstaculizan las investigaciones. Automáticamente nos vemos obligados a contar con la hipótesis de un incumplimiento de alguna obligación de carácter delictivo, una amenaza, una advertencia por una cuota no pagada. En resumen, nos obligan a indagar a un nivel más bajo, ese que, por desgracia, tiene un carácter casi cotidiano en nuestra tierra. E Ingrassia interpreta muy bien su papel, contándonos la absurda historia de la broma, como dice él.
—Verdaderamente genial.
—Sí, pero, bien mirado, un error o una falla siempre se descubre. En este caso, no se dieron cuenta de que un trozo de cartón había resbalado entre las tablas de madera del piso de la cueva.
—Sí, sí… —dijo el jefe con expresión meditabunda. Después, casi hablando solo, añadió—: Quién sabe adónde habrán ido a parar las cajas vacías.
De vez en cuando, el jefe se fijaba en detalles sin importancia.
—Quizá las cargaron en algún vehículo y fueron a quemarlas al campo. Porque en el crasticeddru hubo por lo menos dos vehículos cómplices, tal vez para poder llevarse al chofer tras haber abandonado el camión en la gasolinera.
—O sea que, sin aquel trozo de cartón, no hubiéramos podido averiguar nada —dijo el jefe.
—Bueno, no exactamente. Yo estaba siguiendo otro camino que seguro me hubiera llevado a las mismas conclusiones. Verá, es que se vieron obligados a matar a un pobre anciano.
El jefe pegó un brinco y lo miró con expresión perpleja.
—¿Un asesinato? ¿Y cómo es posible que yo no me enterara?
—Porque lo hicieron pasar por accidente. Sólo la otra noche tuve la certeza de que habían manipulado los frenos del automóvil.
—¿Se lo dijo Jacomuzzi?
—¡Por el amor de Dios! Jacomuzzi es un encanto y muy competente, pero meterlo en este asunto hubiera sido algo así como divulgar un comunicado de prensa.
—Cualquier día de éstos tendré que darle a Jacomuzzi un buen reto para que entienda bien —dijo el jefe, lanzando un suspiro—. Cuéntemelo todo, pero en orden y despacio.
Montalbano le contó la historia de Misuraca y de la carta que éste le había enviado.
—Lo mataron sin necesidad —agregó—. Sus asesinos ignoraban que ya me lo había comunicado todo por escrito.
—Pero… explíqueme qué motivo tenía Ingrassia para encontrarse en los alrededores del supermercado mientras simulaban el robo, según Misuraca.
—Porque, en caso de que se hubiera producido algún otro contratiempo, una visita inoportuna, por ejemplo, él hubiera salido para explicar que todo estaba en regla, que devolvía la mercancía porque los de la Brancato se habían equivocado con los pedidos.
—¿Y el vigilante nocturno en el refrigerador?
—Eso ya no era un problema. Lo hubieran hecho desaparecer.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó el jefe tras una pausa.
—El regalo que nos ha hecho Tano el Griego, a pesar de no habernos facilitado ningún nombre, ha sido muy importante, y conviene que no lo desperdiciemos. Si actuamos con prudencia, podríamos descubrir actividades cuyo alcance ignoramos. Pero tenemos que ser cautos. Si detenemos ahora mismo a Ingrassia o a alguien de la empresa Brancato, no conseguiríamos nada. Hay que llegar a los peces más gordos.
—Estoy de acuerdo. Les diré a los de Catania que sometan a una estrecha vig…
Interrumpió la frase e hizo una mueca. Acababa de recordar con profundo dolor la existencia del infiltrado que había hablado en Palermo y que fue la causa de la muerte de Tano. Quizás hubiera otro en Catania.
—Vamos a actuar con un plan más modesto —sugirió—. Vigilemos sólo a Ingrassia.
—En ese caso, convendría obtener la autorización del juez —dijo el comisario.
Cuando ya estaba a punto de salir, el jefe lo llamó.
—Por cierto, mi mujer ya está mucho mejor. ¿Le vendría bien el sábado por la noche? Tenemos muchas cosas de qué hablar.
El comisario encontró al juez Lo Bianco de un buen humor insólito y con los ojos resplandecientes.
—Le veo muy buen aspecto —no pudo evitar decirle.
—Pues sí, la verdad es que estoy francamente bien.
El juez miró a su alrededor con cara de conspirador, se inclinó hacia Montalbano y le dijo en un susurro:
—¿Sabe que Rinaldo tenía seis dedos en la mano derecha?
Por un instante, Montalbano se desconcertó. Después recordó que el juez se dedicaba desde hacía muchos años a la redacción de su voluminosa obra Vida y obra de Rinaldo y Antonio Lo Bianco, maestros jurados de la Universidad de Girgenti en tiempos del rey Martín el Joven (1402-1409) porque se le había metido en la cabeza que ambos personajes eran parientes suyos.
—¿De veras? —replicó Montalbano con asombro divertido. Era mejor seguirle la corriente.
—Sí, señor. Seis dedos en la mano derecha.
«Se debía de hacer unas pajas fabulosas», fue el comentario sacrílego que estuvo a punto de hacer Montalbano, pero se contuvo a tiempo.
Después le comentó al juez toda la cuestión del tráfico de armas y del asesinato de Misuraca. Le explicó también la estrategia que pensaba seguir y le pidió autorización para intervenir los teléfonos de Ingrassia.
—Se la voy a dar ahora mismo —dijo Lo Bianco.
En otro momento, el juez hubiera manifestado sus dudas, puesto impedimentos y previsto problemas, pero esta vez, entusiasmado por el descubrimiento de los seis dedos de la mano derecha de Rinaldo, hubiera estado dispuesto a concederle a Montalbano autorización para torturar, empalar y quemar en la hoguera a quien quisiera.
El comisario fue a su casa, se puso un short, pasó un buen rato en el agua, regresó, se secó y no volvió a vestirse; en el refrigerador no había nada, pero en el horno vio una tartera con cuatro enormes porciones de pasta 'ncasciata, un plato digno del Olimpo; se comió dos raciones, volvió a dejar la tartera en el horno, puso el despertador, durmió como un tronco por espacio de una hora, se levantó, se duchó, se puso la camisa y los vaqueros sucios y se dirigió a su despacho.
Fazio, Germanà y Galluzzo lo esperaban vestidos con ropa de trabajo. En cuanto lo vieron, tomaron las palas, los picos y las azadas y entonaron el antiguo coro de los braceros, levantando en alto las herramientas.
—«¡Llegó la hora! ¡Llegó la hora! ¡La tierra para el que la trabaja!»
—¡Si serán bribones! —fue el único comentario de Montalbano.
Junto a la entrada de la cueva del crasticeddru ya se encontraban Prestia, el cuñado periodista de Galluzzo, y un camarógrafo que llevaba dos grandes lámparas de pilas.
Montalbano miró de reojo a Galluzzo.
—Verá… —dijo éste ruborizándose—, como usted el otro día le dio permiso…
—Bueno, bueno… —asintió el comisario.
Entraron en la cueva y, obedeciendo a una orden de Montalbano, Fazio, Germanà y Galluzzo pusieron manos a la obra para retirar las piedras que estaban como soldadas entre sí. Trabajaron tres horas largas y hasta el comisario, Prestia y el camarógrafo dieron una mano turnándose con ellos hasta que, al final, consiguieron derribar la pared. Tal como había dicho Balassone, vieron con toda claridad el pequeño corredor, pero lo demás se perdía en la oscuridad.
—Entra —le dijo Montalbano a Fazio.
Éste tomó una linterna, se arrastró sobre el vientre y desapareció. A los pocos segundos, oyeron su voz sorprendida:
—¡Oh, Dios mío, señor comisario, venga a ver!
—Ustedes entren cuando yo los llame —les dijo Montalbano a los demás, pero especialmente al periodista que, al oír a Fazio, había estado a punto de arrojarse al suelo para entrar en el corredor también arrastrándose.
La longitud del pequeño corredor equivalía prácticamente a la de su cuerpo. En un momento pasó al otro lado y encendió la linterna. La segunda cueva era más pequeña que la otra y daba de inmediato la impresión de estar absolutamente seca. En el centro había una alfombra todavía en buen estado. A la izquierda de la alfombra, un cuenco y, a la misma altura a la derecha, una vasija. Formando el vértice del triángulo invertido, en el lado inferior de la alfombra, un perro pastor de terracota de tamaño natural. Sobre la alfombra, dos cuerpos abrazados, apergaminados como en una película de terror.
Montalbano sintió que le faltaba la respiración y no consiguió decir nada. Por una extraña razón recordó a los dos jóvenes a los que había sorprendido en la otra cueva haciendo el amor. Los que habían quedado del otro lado se aprovecharon de su silencio; sin poder resistir la curiosidad, entraron uno detrás de otro. El camarógrafo encendió las lámparas y empezó a grabar frenéticamente. Nadie decía nada. El primero en recuperarse fue Montalbano.
—Avisa a los de la Brigada Científica, al juez y al doctor Pasquano —dijo.
Ni siquiera se volvió hacia Fazio para darle la orden. Estaba contemplando la escena como hipnotizado, temiendo que el más mínimo gesto lo pudiera despertar de aquel sueño que estaba viviendo.