La roca era una enorme laja de piedra de forma casi rectangular que parecía formar un solo cuerpo con el peñasco que la rodeaba, y descansaba sobre una especie de peldaño también de roca. Montalbano calculó a ojo que debía de medir dos metros de alto por uno y medio de ancho. A media altura, del lado derecho, a unos diez centímetros del borde, había un agujero de apariencia completamente natural.
—Si hubiera sido una auténtica puerta de madera —dijo el comisario—, ese agujero hubiera estado justo a la altura del tirador.
Sacó del bolsillo de su chaqueta un bolígrafo y lo introdujo en el agujero. El bolígrafo entró hasta el fondo, pero cuando Montalbano estaba a punto de volver a guardarlo, advirtió que le había ensuciado la mano. Se miró la palma y la olfateó.
—Esto es grasa —le dijo a Fazio, el único que había permanecido a su lado.
Los demás agentes estaban sentados a la sombra: Gallo había encontrado un matojo de acedera y la estaba ofreciendo a sus compañeros:
—Chúpenle el tallo, es una maravilla y quita la sed.
Montalbano pensó que sólo cabía una solución.
—¿Tenemos un cable de acero?
—Claro, el del jeep.
—Pues acércalo todo lo que puedas.
Mientras Fazio se retiraba, el comisario, que ahora ya estaba seguro de haber encontrado el medio para desplazar la laja, contempló con otros ojos el paisaje que lo rodeaba. Si aquél era el lugar que le había revelado Tano el Griego en su lecho de muerte, en algún sitio tenía que haber un puesto de vigilancia. El paraje parecía desierto y solitario; nada permitía adivinar que, al doblar la cresta, pasaba a pocos metros de allí la carretera provincial con todo su tránsito. No lejos del lugar, en una elevación de terreno pedregoso y ardiente, había una cabaña minúscula, un cubo de una sola habitación. Montalbano pidió los prismáticos. La puerta de madera, cerrada, parecía en buen estado; al lado de la puerta y a la altura de un hombre había una ventana pequeña sin postigos protegida por dos barrotes de hierro en forma de cruz. La cabaña parecía deshabitada, pero era el único posible puesto de vigilancia de los alrededores, pues las demás casas estaban demasiado lejos. Por las dudas, Montalbano llamó a Galluzzo.
—Ve a echar un vistazo a aquella cabaña, intenta abrir la puerta, pero, cuidado, no la eches abajo, pues nos podría ser útil. Observa si adentro se ven señales de ocupación reciente, si alguien ha vivido allí en estos días. Pero deja todo tal como está, como si no hubieras entrado.
El jeep ya había llegado casi al nivel de la base de la piedra. El comisario pidió que le entregaran el extremo del cable de acero, lo introdujo sin dificultad en el agujero y lo fue empujando hacia dentro. No tuvo que hacer ningún esfuerzo, el cable se deslizaba por el interior de la laja como si siguiera una guía muy bien engrasada, sin tropezar con ningún obstáculo y, poco después, el extremo del cable asomó por detrás de la laja como la cabeza de una culebra.
—Toma este extremo —le dijo Montalbano a Fazio—, átalo al jeep, ponlo en marcha y tira, pero muy despacito.
El vehículo se puso en marcha lentamente y la piedra empezó a separarse de la pared rocosa por el lado derecho, como si girara sobre unos goznes invisibles.
—Ábrete, sésamo, y ciérrate, sésamo —murmuró estupefacto Germanà, recordando la fórmula del cuento infantil para abrir y cerrar las puertas por arte de magia.
—Le aseguro, señor jefe, que aquella laja de piedra había sido transformada en puerta por obra de un profesional muy hábil; piense que los goznes de hierro resultaban totalmente invisibles por fuera. Volver a cerrar la puerta fue tan fácil como abrirla. Entramos con linternas. En su interior, la cueva estaba equipada con gran cuidado e inteligencia. El suelo estaba formado por una docena de lo que aquí se llaman farlacche, clavadas entre sí y colocadas sobre la tierra.
—¿Qué son las farlacche? —preguntó el jefe.
—Ahora no me sale la palabra… Digamos que son unas tablas de madera muy gruesas. El pavimento fue colocado para evitar que los contenedores de las armas estuvieran demasiado tiempo en contacto directo con la humedad de la tierra. Las paredes están recubiertas de tablas de madera mucho más ligeras. En resumen, el interior de la cueva es como una enorme caja de madera sin tapa. Debieron de trabajar mucho tiempo allí.
—¿Y las armas?
—Es un auténtico arsenal. Unas treinta, entre ametralladoras y metralletas, un centenar entre pistolas y revólveres, dos lanzagranadas, miles de municiones y cajas de explosivos de todo tipo, desde trinitrotolueno a semtex. Además, una buena cantidad de uniformes del Cuerpo de Carabineros y de la policía, chalecos antibalas y un sinfín de cosas más. Todo en perfecto orden y cada cosa envuelta en celofán.
—Les hemos asestado un buen golpe, ¿eh?
—Desde luego. Tano se ha vengado bien, justo lo suficiente para no pasar por traidor o arrepentido. Quiero comunicarle que no he decomisado las armas; las he dejado en la cueva y he organizado dos turnos diarios de guardia con mis hombres. Ellos se encuentran en una cabaña deshabitada situada a unos centenares de metros del depósito.
—¿Espera que acuda alguien a aprovisionarse?
—Lo estoy deseando.
—Muy bien, estoy de acuerdo con usted. Esperemos una semana, tengámoslo todo bien controlado y, si no ocurre nada, procedamos al decomiso.
»Ah, por cierto, Montalbano, ¿se acuerda de mi invitación a cenar para pasado mañana?
—¿Cómo iba a olvidarme?
—Lo lamento, pero tendremos que aplazarla unos días… Mi mujer tiene gripe.
No fue necesario esperar una semana. Al tercer día del descubrimiento de las armas, al finalizar su turno de guardia —entre la medianoche y el mediodía—, Catarella, muerto de sueño, se presentó para informar al comisario (Montalbano exigía que todos los hombres así lo hicieran al finalizar su turno).
—¿Alguna novedad?
—Ninguna, dottori. Todo en paz y tranquilidad.
—Muy bien, mejor dicho, muy mal. Vete a dormir.
—Ah, ahora que recuerdo, hubo una cosa, pero una cosa de nada, se la digo más por si las moscas que por deber, una cosa sin importancia.
—¿Qué es esta cosa de nada?
—Que pasó un turista.
—Explícate mejor, Catarè.
—Como usted quiera. Justo en aquel momento oí el rugido de una motocicleta potente. Tomé los prismáticos que llevaba colgados en bandolera, me asomé con cuidado y mi suposición se vio confirmada. Era una motocicleta de color rojo.
—El color no importa. ¿Qué más?
—De la moto bajó un turista de sexo masculino.
—¿Por qué pensaste que era un turista?
—Por la cámara fotográfica que llevaba colgada del cuello, una cámara muy grande, tan grande que parecía un cañón.
—Debía de ser un teleobjetivo.
—Eso, sí señor. Y se puso a fotografiar.
—¿Que fotografió?
—Lo fotografió todo, dottori mío. El paisaje, el crasticeddru, el mismo lugar en cuyo interior yo me encontraba.
—¿Se acercó al crasticeddru?
—No, señor. En el momento de volver a montar en la moto para irse, me saludó con la mano.
—¿Te vio?
—No. Me quedé todo el rato adentro. Pero, tal como le dije, en cuanto puso en marcha la moto, el hombre saludó con la mano hacia la cabaña.
—¿Señor jefe? Hay una novedad no muy agradable. En mi opinión, se han enterado no sé cómo de nuestro hallazgo y han enviado a alguien para confirmarlo.
—¿Y cómo lo sabe?
—Esta mañana, el agente que estaba de guardia en la cabaña vio llegar en una motocicleta a un hombre que empezó a fotografiar todo con un teleobjetivo potente. Estoy seguro de que, alrededor de la piedra que disimulaba la entrada de la cueva, debían de haber colocado algo especial, ¿qué sé yo?, una ramita orientada de una manera determinada, una piedra puesta a una cierta distancia… Era inevitable que no volviéramos a colocarlo todo tal como estaba antes.
—Perdone, ¿usted había dado instrucciones especiales al agente de guardia?
—Por supuesto que sí. De conformidad con mis órdenes, el agente de guardia hubiera tenido que obligar al motociclista a detenerse, identificarlo, retirarle la cámara fotográfica, conducirlo a la comisaría…
—¿Y por qué no lo hizo?
—Por una razón muy sencilla: era el agente Catarella, al que tan bien conocemos usted y yo.
—Ah… —fue el escueto comentario del jefe.
—¿Qué hacemos entonces?
—Procederemos hoy mismo al decomiso de las armas. Desde Palermo me han ordenado dar el máximo relieve a los hechos.
Montalbano notó que las axilas le empezaban a sudar.
—¿Otra rueda de prensa?
—Me temo que sí. Lo lamento…
* * *
En el instante mismo de ponerse en camino con dos automóviles y una camioneta hacia el crasticeddru, Montalbano se dio cuenta de que Galluzzo lo estaba mirando con ojos lastimeros de perro apaleado. Lo llamó y se apartó con él.
—¿Qué te ocurre?
—¿Me da permiso para avisar del asunto a mi cuñado, el periodista?
—No —contestó impulsivamente Montalbano, pero de inmediato lo pensó mejor. Se le acababa de ocurrir una idea, de la cual se felicitó.
—Mira, para hacerte un favor personal, dile que venga, llámalo por teléfono.
La idea que se le había ocurrido era la siguiente: si el cuñado de Galluzzo hubiera estado presente y dado una publicidad amplia al hallazgo, puede que la necesidad de la rueda de prensa se hubiese ido al carajo.
Montalbano no sólo dio vía libre al cuñado de Galluzzo y a su camarógrafo de Televigata sino que incluso los ayudó a realizar la primicia informativa, actuando como director improvisado, haciendo montar un lanzagranadas que Fazio empuñó en posición de disparo, e iluminando profusamente el interior de la cueva para que se pudieran fotografiar o grabar todos los cargadores y todos los cartuchos.
Al cabo de dos horas de trabajo duro, consiguieron vaciar la cueva. El periodista y su camarógrafo regresaron a toda prisa a Montelusa para preparar el reportaje, y Montalbano llamó a su superior por su teléfono celular.
—Ya está todo cargado.
—Muy bien. Mándemelo aquí, a Montelusa. Ah, por cierto… Deje a un hombre de guardia. Dentro de poco irá para allá Jacomuzzi con la Brigada Científica. Mi enhorabuena.
Jacomuzzi se encargó de enterrar de modo definitivo la idea de la rueda de prensa. De manera totalmente involuntaria, por supuesto, pues en las ruedas de prensa y las entrevistas Jacomuzzi se encontraba como pez en el agua. El jefe de la Brigada Científica, antes de acudir a la cueva para efectuar las tomas de muestras y exámenes adecuados, se había encargado de avisar a una docena de periodistas, tanto de la prensa escrita como de la televisión. Si el reportaje preparado por el cuñado de Galluzzo saltó a los telediarios regionales, el barullo y la conmoción que provocaron los reportajes dedicados a Jacomuzzi y a sus hombres alcanzaron resonancia nacional. Tal como Montalbano había previsto, el jefe decidió anular la rueda de prensa, pues todo el mundo ya se había enterado de todo, y se limitó a divulgar un comunicado pormenorizado.
En su casa, en calzoncillos, con una botella grande de cerveza en la mano, Montalbano disfrutó viendo en la televisión el rostro de Jacomuzzi, siempre en primer plano, explicando de qué forma sus hombres estaban desmontando pieza por pieza la construcción de madera del interior de la cueva en busca del más mínimo indicio, la más mínima sombra de huella dactilar o el vestigio de una huella. Cuando desnudaron la cueva y ésta recuperó su aspecto inicial, el camarógrafo de Retelibera captó una panorámica lenta y prolongada de su interior. Y precisamente en el transcurso de esa panorámica, el comisario reparó en una cosa que no encajaba; fue una simple impresión, nada más. Pero más valía comprobarlo. Llamó a Retelibera y preguntó si estaba Nicolò Zito, su amigo, el periodista comunista.
—No hay problema, ordeno que te lo graben.
—Pero es que yo no tengo el trasto ése… ¿cómo carajo se llama?
—Pues entonces ven a verlo aquí.
—¿Estaría bien mañana a las once?
—Muy bien. Yo no voy a estar, pero lo dejaré dicho.
A las nueve de la mañana del día siguiente, Montalbano se dirigió a Montelusa, a la sede del Partido en el que militaba el cavaliere Misuraca. La placa situada al lado del portal indicaba que había que subir al quinto piso. Pero la placa traicionera no informaba que había que subir a pie, pues el condenado edificio carecía de ascensor. Tras haber subido por lo menos diez tramos casi sin resuello, Montalbano llamó varias veces a una puerta que permaneció obstinadamente cerrada. Volvió a bajar y cruzó el portal. Justo al lado había una frutería y verdulería; un anciano estaba atendiendo a un cliente. El comisario aguardó a que el verdulero estuviera solo.
—¿Usted conocía al cavaliere Misuraca?
—¿A usted qué carajo le importa las personas que conozco o no conozco?
—Me importa. Soy de la policía.
—Muy bien, pues. Yo soy Lenin.
—¿Está bromeando?
—De ninguna manera. Me llamo Lenin de verdad. El nombre me lo puso mi padre y yo me enorgullezco de él. ¿O es que usted pertenece a la misma categoría de los del portal de al lado?
—No. Y además, yo sólo vine para cumplir un servicio. Repito: ¿conocía usted al cavaliere Misuraca?
—Pues claro que lo conocía. Se pasaba la vida entrando y saliendo de aquel portal e hinchándome las bolas con su Cinquecento de mierda.
—¿Qué molestias le causaba el coche?
—¿Qué molestias…? Lo estacionaba siempre delante de mi local, lo hizo incluso el mismo día en que más tarde se estrelló contra el camión.
—¿Lo estacionó justo aquí delante?
—Pero ¿es que hablo en chino? Justo aquí mismo. Le pedí que lo moviera de sitio, pero él se puso hecho una furia, empezó a gritar y dijo que no tenía tiempo que perder conmigo. Entonces yo me enojé en serio y le contesté con muy malos modos. En resumen, poco faltó para que llegáramos a las manos. Por suerte, pasó un muchacho y le dijo al cavaliere, que en paz descanse, que él cambiaría el Cinquecento de lugar y le pidió las llaves.
—¿Sabe dónde lo estacionó?
—No, señor.
—¿Podría reconocer al muchacho? ¿Lo había visto alguna otra vez?
—De vez en cuando lo veía entrar en el portal de al lado.
Debía de ser uno de su mismo grupo.
—El secretario político se llama Biraghin, ¿verdad?
—Creo que sí. Trabaja en el Instituto de las Casas Populares. Es uno de la parte de Venecia, a esta hora está en el despacho. Aquí abren a las seis de la tarde, ahora es muy temprano.
—¿Dottor Biraghin? Soy el comisario Montalbano, de Vigàta… Perdone que lo moleste en su despacho.
—Faltaría más, dígame usted.
—Necesito la ayuda de su memoria. La última reunión del Partido en la que participó el pobre cavaliere Misuraca, ¿qué clase de reunión fue?
—No entiendo la pregunta.
—Perdone, no se enoje, es sólo una investigación de rutina, para aclarar las circunstancias de la muerte del cavaliere.
—¿Por qué? ¿Acaso hay algo que no está claro?
Menudo pelmazo era el dottor Ferdinando Biraghin.
—Todo está clarísimo, no se preocupe.
—¿Pues entonces?
—Yo tengo que cerrar el expediente, ¿comprende? No puedo dejar un procedimiento sin terminar.
Al escuchar las palabras «expediente» y «procedimiento», la actitud de Biraghin —burócrata del Instituto de las Casas Populares— cambió de golpe.
—Ya, son cosas que comprendo muy bien. Se trataba de una reunión del Directorio del Partido, en la cual el cavaliere no tenía ningún derecho a participar, pero hicimos la vista gorda.
—¿O sea que fue una reunión limitada?
—Unas diez personas.
—¿Acudió alguien a buscar al cavaliere?
—Nadie, teníamos la puerta cerrada con llave. Me acordaría. Lo llamaron por teléfono, eso sí.
—Perdone, supongo que usted ignora el tenor de aquella llamada.
—¡No sólo no ignoro el tenor sino que hasta conozco al barítono, el bajo y la soprano! —y soltó una carcajada. (¡Pero qué gracioso era Ferdinando Bimghin!)— Usted ya sabe cómo hablaba el cavaliere, como si todos los demás fueran sordos. Era difícil no oírlo cuando hablaba. Imagínese que una vez…
—Perdóneme, dottor Biraghin, dispongo de muy poco tiempo. ¿Consiguió usted entender el…? —Montalbano hizo una pausa y descartó la palabra «tenor» para no volver a tropezar con el humorismo negro de Biraghin—. ¿… la esencia de la llamada?
—Pues claro. Era alguien que le había hecho el favor de cambiarle el auto de sitio al cavaliere. Y el cavaliere, en lugar de darle las gracias, se enojó con él por haberle estacionado el coche demasiado lejos.
—¿Consiguió usted entender quién llamaba?
—No. ¿Por qué?
—Porque dos y dos no son tres —contestó Montalbano, y cortó.
De modo que el muchacho, tras haber efectuado la faenita mortal en el interior de algún garaje cómplice, se había permitido incluso el capricho de hacerle dar un paseo al cavaliere.
A una empleada amable de Retelibera, Montalbano le explicó que él era una nulidad total en todo lo relacionado con la electrónica. Podía encender el televisor, eso sí, buscar los programas y apagar el aparato. De lo demás no sabía ni pizca. Con gran paciencia y amabilidad, la muchacha puso la cinta y retrocedió e inmovilizó las imágenes todas las veces que Montalbano se lo pidió. Al salir de Retelibera, el comisario tuvo el convencimiento de haber visto lo que le interesaba. Pero lo que le interesaba no tenía aparentemente el menor sentido.