Se había olvidado por completo de la carta «personalmente personal» que le había anunciado Catarella y sólo la recordó cuando la pisó al entrar en su casa, donde el cartero la había deslizado por debajo de la puerta. La dirección parecía la de una carta anónima: «MONTALBANO - COMISARÍA - CIUDAD», Y arriba, a la izquierda, «PERSONAL». El detalle que había puesto en marcha las meninges devastadas de Catarella.
Sin embargo, la carta no era anónima sino todo lo contrario. La firma que Montalbano buscó inmediatamente le estalló en el cerebro cual si fuera un disparo.
Distinguido comisario, he pensado que muy probablemente mañana por la mañana no estaré en condiciones de acudir a su despacho según lo convenido. Si por casualidad y, tal como parece probable, la reunión del Directorio Provincial de Montelusa, adonde me dirigiré en cuanto termine de escribir esta carta, se saldara con una derrota de mis tesis, considero mi deber dirigirme a Palermo para sacudir los ánimos y las conciencias de los camaradas que ocupan cargos auténticamente decisorios dentro del partido. Dispuesto incluso a volar a Roma y pedir audiencia al secretario nacional. Estos propósitos, caso de cumplirse, retrasarían un poco nuestra cita, por cuyo motivo le ruego disculpe que le exponga por escrito lo que hubiera deseado decirle personalmente de viva voz.
Tal como usted sin duda recordará, al día siguiente del extraño robo-no robo acaecido en el supermercado, acudí espontáneamente a la comisaría para contarle lo que yo por casualidad había visto, es decir, a un grupo de hombres que estaban trabajando con toda tranquilidad, si bien a una hora un tanto insólita, con las luces encendidas, bajo la vigilancia de un hombre vestido con un uniforme que me pareció el del vigilante nocturno. Nadie que hubiera pasado por allí hubiera podido observar nada anormal en la escena; si yo hubiera visto algo fuera de lo normal, me habría apresurado a advertir a las fuerzas del orden.
A la noche siguiente de mi declaración no conseguí pegar los ojos a causa del nerviosismo que me habían producido las discusiones con algunos camaradas, y entonces empecé a repasar mentalmente la escena del robo. Sólo entonces me vino a la memoria un hecho que quizá puede ser muy importante. A mi regreso de Montelusa, debido al estado de alteración en que me encontraba, equivoqué el camino de acceso a Vigàta, complicado últimamente por toda una serie de absurdas direcciones prohibidas, y, en lugar de tomar Via Granet, enfilé la vieja Via Lincoln y me vi circulando en dirección contraria. Tras haber recorrido unos cincuenta metros, me percaté de mi error y decidí ir marcha atrás hasta llegar a la altura del “vicolo” Trupia, en el que hubiera tenido que entrar retrocediendo para poder situarme en la dirección correcta. Sin embargo, me fue imposible entrar en el callejón, pues lo encontré literalmente bloqueado por un enorme automóvil tipo “Ulises” (del que tanta publicidad se está haciendo últimamente, a pesar de que no se hayan vendido más que unos pocos vehículos), con matrícula de Montelusa 328280. Una vez allí, no me quedaba más remedio que seguir adelante con la infracción. Al cabo de unos pocos metros, salí a la “piazza” Chiesa Vecchia, donde está el supermercado. Le ahorraré investigaciones ulteriores: el automóvil, que por otra parte es el único que hay en el pueblo, pertenece al señor Carmelo Ingrassia. Ahora bien, puesto que Ingrassia vive en Monte Ducale, ¿qué significaba su coche a dos pasos del supermercado del que es propietario y que en aquellos momentos estaba siendo aparentemente saqueado? La respuesta la tendrá que dar usted.
Suyo affmo.
Cav. Gerlando Misuraca»
—¡Me has jodido de veras, cavaliere! —dijo Montalbano por todo comentario, mirando con malos ojos la carta que había depositado sobre la mesa del comedor.
Ahora ya se le habían quitado las ganas de comer. Abrió de nuevo el refrigerador simplemente para rendir un triste homenaje a la sabiduría culinaria de su asistenta, un homenaje muy merecido, pues de inmediato aspiró el aroma envolvente de los pulpitos rehogados. Volvió a cerrar el refrigerador; no podía comer, un puño le cerraba el estómago. Se quitó la ropa y, desnudo tal como estaba, empezó a pasear por la orilla del mar, aprovechando que a aquella hora no había ni un alma. Se le habían ido las ganas de comer y de dormir. Hacia las cuatro de la madrugada, se arrojó al agua helada, se pasó un buen rato nadando y regresó a casa. Observó, y le hizo gracia, que se le había puesto duro. Decidió hablarle, convencerlo de que entrara en razón.
—De nada te servirán las fantasías.
El «duro» le aconsejó la conveniencia de hacer una llamada a Livia, desnuda y calentita de sueño en su cama.
«Eres un cabeza de chorlito que sólo sabe decir tonterías. Esto es propio de muchachos insensatos.»
Ofendido, el «duro» se encogió. Montalbano se puso un calzoncillo y se echó una toalla seca sobre los hombros; tomó una silla y se sentó en la galería que daba a la playa.
Se pasó un rato contemplando cómo el mar se iba aclarando poco a poco y después adquiría color y se cubría de amarillas estrías de sol. Se anunciaba un buen día y el comisario se sintió reconfortado y listo para entrar en acción. Tras la lectura de la carta, se le habían ocurrido unas cuantas ideas y el baño le había servido para ordenarlas.
—Con esa pinta, usted no se puede presentar en la rueda de prensa —le dijo Fazio, estudiándolo severamente.
—¿Acaso te han dado lecciones los de la Unidad Antimafia?
Montalbano abrió la abultada bolsa de nailon que sostenía en la mano.
—Aquí llevo pantalones, chaqueta, camisa y corbata. Me cambiaré antes de ir a Montelusa. Es más, haz una cosa: saca todo y colócalo en una silla para que no se arrugue.
—La ropa ya se habrá arrugado, pero no se lo decía por la ropa sino por la cara. Usted tiene que ir a la peluquería a la fuerza.
«A la fuerza», había dicho Fazio, que conocía muy bien al comisario y sabía lo mucho que le costaba ir a la peluquería. Pasándose una mano por la parte posterior de la cabeza, Montalbano convino en que su cabello necesitaba unos tijeretazos.
Después su rostro se ensombreció.
—¡Hoy no saldrá bien una mierda! —predijo.
Antes de salir, ordenó que, mientras él se ponía guapo, alguien fuera a ver a Carmelo Ingrassia y lo acompañara a su despacho.
—Si me pregunta por qué, ¿qué tengo que contestarle? —inquirió Fazio.
—No contestes.
—¿Y si insiste?
—Si insiste, dile que quiero saber desde cuándo no se pone una lavativa. ¿Te parece bien?
—No hace falta que se enoje.
El peluquero, su aprendiz y un cliente sentado en uno de los dos sillones giratorios que el salón —en realidad, un local encajado en el hueco de una escalera— a duras penas podía contener, estaban discutiendo animadamente, pero en cuanto vieron aparecer la silueta del comisario, se callaron. Montalbano había entrado con la que él mismo calificaba de «cara de peluquería», es decir, con la boca reducida a una raya, los ojos sospechosamente entornados, el entrecejo fruncido y la expresión a la vez despreciativa y severa.
—Buenos días, ¿hay que esperar mucho?
La voz también le salió baja y ronca.
—No, señor comisario, tome asiento.
Mientras Montalbano se acomodaba en el sillón desocupado, el peluquero, en cámara lenta como en una película cómica de Chaplin, hizo admirar al cliente el trabajo realizado colocándole un espejo detrás de la nuca, le quitó la toalla y la arrojó a un cesto; tomó otra toalla limpia y la colocó sobre los hombros del comisario. El cliente, tras haber rechazado la habitual pasada de cepillo por parte del aprendiz, tomó literalmente las de Villadiego tras farfullar un precipitado «buenos días».
El rito del corte de la barba y el cabello, cumplido en absoluto silencio, fue rápido y funéreo. Otro cliente hizo ademán de entrar apartando la cortina de abalorios, pero, tras haber olfateado el aire y haber reconocido al comisario, dijo:
—Volveré dentro de un rato.
Y se largó.
Por el camino de regreso a su despacho, Montalbano aspiró en el aire un olor indefinible, pero desagradable, una mezcla de aguarrás y de un tipo especial de polvos para el rostro que utilizaban las putas unos treinta años atrás. Era su cabello el que apestaba de aquella manera.
—Ingrassia está en su despacho —le dijo Tortorella en voz baja, como si se tratara de una especie de conspiración.
—¿Adónde fue Fazio?
—A su casa, a cambiarse de ropa. Llamaron de la Jefatura. Dicen que Fazio, Gallo y Galluzzo también tienen que participar en la rueda de prensa.
«Se ve que mi llamada al muy cabrón de Sciacchitano ha surtido efecto», pensó Montalbano.
Ingrassia, que esta vez iba enteramente vestido de verde claro, hizo ademán de levantarse.
—No se levante, no se levante… —dijo el comisario, mientras se sentaba detrás de su escritorio.
Se pasó distraídamente la mano por el cabello y de inmediato se intensificó el olor de aguarrás y polvos baratos. Alarmado, se acercó los dedos a la nariz, los olfateó y vio confirmada su sospecha. Pero no había nada que hacer, en el cuarto de baño del despacho no tenía champú. De repente, se le volvió a poner la «cara de peluquería». Al observar aquel cambio súbito, Ingrassia se inquietó y se agitó en su asiento.
—¿Ocurre algo? —preguntó.
—¿En qué sentido, perdone?
—Pues… en todos los sentidos —tartamudeó Ingrassia.
—No sé —contestó evasivamente Montalbano.
Volvió a olfatearse los dedos y el diálogo quedó estancado.
—¿Se ha enterado de lo del pobre cavaliere? —preguntó el comisario como si ambos estuvieran hablando entre amigos en un salón.
—¡En fin! ¡Es la vida! —contestó Ingrassia, lanzando un compungido suspiro.
—Imagínese, señor Ingrassia. Le había preguntado si podía facilitarme más detalles acerca de lo que había visto la noche del robo, habíamos acordado reunirnos y…
Ingrassia extendió los brazos como si quisiera exhortar a Montalbano a aceptar con resignación el destino. Tras una obligada pausa de meditación, dijo:
—Perdone, pero ¿qué otros detalles le podía facilitar el pobre cavaliere? Ya había dicho todo lo que había visto.
Montalbano le hizo señas de que no con el dedo índice.
—¿Usted cree que no dijo todo lo que había visto? —preguntó Ingrassia, intrigado.
Montalbano volvió a hacer señas de que no con el dedo. «Cuécete en tu caldo, basura», pensó.
La rama verde de Ingrassia se agitó como movida por una suave brisa.
—Pero entonces, ¿qué quería que le dijera?
—Lo que él creía no haber visto.
La brisa se trocó en un viento fuerte y la rama se agitó con más violencia.
—No lo entiendo.
—Le explico. Usted habrá visto sin duda ese cuadro de Pieter Brueghel titulado Juegos infantiles, ¿verdad?
—¿Quién, yo? No —contestó preocupado Ingrassia.
—No importa. Entonces seguro que habrá visto algo de Hieronymus Bosch.
—No, señor —contestó Ingrassia, y comenzó a sudar.
Esta vez estaba empezando a asustarse en serio mientras su rostro iba adquiriendo progresivamente un color verde que hacía juego con el de su ropa.
—No tiene importancia, dejémoslo —dijo Montalbano, magnánimo—. Quería decir que, cuando contempla una escena, una persona recuerda la primera impresión general que aquélla le ha producido. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —contestó Ingrassia, ya preparado para lo peor.
—Más tarde, es posible que vaya recordando poco a poco algún detalle que ha visto y le ha quedado grabado en la memoria, pero había dejado de lado por no considerarlo importante. Le voy a dar unos cuantos ejemplos: una ventana abierta o cerrada, un ruido… ¿qué sé yo…? un silbido, una canción, una silla corrida, un automóvil que estaba donde no tenía que estar, una luz que se apagaba… Cosas de este tipo, detalles, pormenores que acaban teniendo una importancia decisiva.
Ingrassia se sacó del bolsillo un pañuelo blanco con ribete verde y se enjugó el sudor.
—¿Me ha hecho venir sólo para decirme esto?
—No. Jamás me atrevería a molestarlo sin necesidad. Quiero saber si ha tenido alguna noticia de esos que, según usted, le gastaron la broma del robo falso.
—No, no apareció nadie.
—Qué raro…
—¿Por qué?
—Porque lo bueno de una broma es disfrutarla después con la persona que ha sido su víctima. De todos modos, en caso de que aparezcan, hágamelo saber. Buenos días.
—Buenos días —contestó Ingrassia, levantándose. Estaba chorreando sudor y se le habían pegado los pantalones al trasero.
Fazio se presentó enfundado en un uniforme flamante.
—Ya estoy aquí —dijo.
—Y el Papa está en Roma.
—Muy bien, señor comisario, entendido, hoy no está de humor. —Fazio hizo ademán de retirarse, pero se detuvo en la puerta—. Ha llamado el subcomisario Augello… Dice que tiene un dolor de muelas terrible. Vendrá sólo en caso necesario.
—Oye, ¿sabes adónde ha ido a parar la chatarra del Cinquecento del cavaliere Misuraca?
—Sí, señor, está todavía aquí, en nuestro garaje. Le diré lo que pienso: eso es pura envidia.
—Pero ¿de qué estás hablando?
—Del dolor de muelas del subcomisario Augello. Eso es un ataque de envidia.
—¿Envidia de quién?
—De usted, porque usted ofrecerá la rueda de prensa y él no. Y también está enfadado porque usted no ha querido decirle el nombre del detenido.
—¿Me haces un favor?
—Sí, señor, entendido, ya me voy.
Cuando Fazio hubo cerrado la puerta, Montalbano marcó un número. Le contestó una voz de mujer que parecía una parodia del doblaje de una negra.
—¿Diga? ¿Quién habló? ¿Quién tú ser?
«Pero ¿de dónde sacan las sirvientas en casa de los Cardamane?», se preguntó Montalbano.
—¿Está la señora Ingrid?
—Sí, pero ¿quién tú ser?
—Soy Salvo Montalbano.
—Tú espera.
En cambio, la voz de Ingrid era idéntica a la de la actriz italiana que había doblado a Greta Garbo y que, a lo mejor, también era sueca.
—Hola, Salvo, ¿cómo estás? Cuánto tiempo hace que no nos vemos…
—Ingrid, necesito tu ayuda. ¿Estás libre esta noche?
—Pues más bien no. Pero si es algo importante para ti, lo dejo todo.
—Es importante.
—Pues entonces, dime dónde y a qué hora.
—Esta noche a las nueve en el bar de Marinella.
La rueda de prensa resultó ser para Montalbano (tal como por otra parte él ya esperaba) una vergüenza prolongada y dolorosa. Desde Palermo había llegado el subjefe De Dominicis, de la Lucha Antimafia, que se sentó a la derecha del jefe. Unos gestos imperiosos y unas miradas severas obligaron a Montalbano, que deseaba permanecer entre el público, a sentarse a la izquierda de su jefe. Detrás, de pie, se situaron Fazio, Germanà, Gallo y Galluzzo. El jefe tomó la palabra y lo primero que hizo fue facilitar el nombre del detenido, el número uno de los números dos: Gaetano Bennici, llamado Tano el Griego, un asesino múltiple, prófugo de la Justicia desde hacía muchos años. Sus palabras provocaron una auténtica conmoción. Los periodistas, que eran muchos aparte de los cuatro camarógrafos de televisión, pegaron un brinco en sus asientos y se pusieron a hablar entre sí de tal manera, que el jefe tuvo dificultades para restablecer el silencio. Dijo que el mérito de la detención correspondía al comisario Montalbano, el cual, con la ayuda de sus hombres, a los que presentó por sus nombres, había sabido, con habilidad y valentía, aprovechar una ocasión propicia. Acto seguido habló De Dominicis, quien explicó el papel desempeñado por Tano el Griego en el seno de la organización, un papel que, si no era de primerísimo orden, sí lo era de primero. El subjefe volvió a sentarse y Montalbano comprendió que lo acababan de arrojar a los perros.
Le dispararon las preguntas en ráfagas mucho peores que las de un kaláshnikov. ¿Hubo un tiroteo? ¿Tano el Griego estaba solo? ¿Se produjeron heridos entre las fuerzas del orden? ¿Qué dijo Tano el Griego en el momento en que lo esposaron? ¿Tano dormía o estaba despierto? ¿Lo acompañaba alguna mujer? ¿Un perro? ¿Era cierto que se drogaba? ¿Cuántos asesinatos tenía en su haber? ¿Cómo iba vestido? ¿Estaba desnudo? ¿Era cierto que Tano era hincha del Milán? ¿Que llevaba encima una fotografía de Ornella Muti? ¿Quería explicar en qué había consistido «la ocasión propicia» a la que se había referido el jefe de policía?
Montalbano trataba de contestar, pero le resultaba cada vez más difícil entender lo que estaba diciendo.
«Menos mal que está la televisión», pensó. «Así después me veré y comprenderé las estupideces que he dicho.»
Y por si fuera poco, tenía clavados encima los ojos rebosantes de adoración de la inspectora Anna Ferrara.
El periodista Nicolò Zito, de Retelibera, que era un verdadero amigo, trató de sacarlo de las arenas movedizas en las que se estaba hundiendo.
—Señor comisario, permítame. Usted ha dicho que se tropezó con Tano cuando regresaba de Fiacca, donde unos amigos lo habían invitado a comer una tabisca. ¿He entendido bien?
—Sí.
—¿Qué es una tabisca?
Ambos la habían comido juntos montones de veces, lo cual significaba que Zito le estaba arrojando un salvavidas. Montalbano se aferró a él. Recuperó repentinamente la seguridad y el aplomo y dio comienzo a una descripción pormenorizada de aquella pizza extraordinaria de múltiples sabores.