—¡Peor que a los criminales! ¡Peor que a los asesinos nos trataron esos hijos de la gran puta! Pero ¿quiénes se creen que son? ¡Rufianes!
No había manera de calmar a Fazio, que acababa de regresar de Palermo. Germanà, Gallo y Galluzzo, le hicieron coro en tono de salmodia, moviendo en círculo el brazo derecho para dar a entender lo inaudito del acontecimiento.
—¡Cosa de locos! ¡Cosa de locos!
—Calma, muchachos. Actuemos con orden —dijo Montalbano, echando mano de su autoridad. Después, al ver que Galluzzo ya no llevaba la chaqueta y la camisa manchadas con la sangre de la nariz maltrecha, le preguntó—: ¿Has pasado a cambiarte por tu casa antes de venir aquí?
La pregunta fue un paso en falso, pues Galluzzo se puso colorado como un tomate y su nariz hinchada a causa del golpe se tiñó de vetas moradas.
—Pero ¡qué casa ni qué diablos! ¿No se lo está diciendo Fazio? Venimos directamente de Palermo. Al llegar a la sede de los de la Antimafia y entregarles a Tano el Griego, van y nos encierran a cada uno en una habitación distinta. Como me dolía todavía la nariz, quería ponerle encima un pañuelo mojado. Al cabo de media hora, al ver que no aparecía nadie, abro la puerta y me encuentro con un compañero. «¿Adónde vas?» «A buscar un poco de agua para mojarme la nariz.» «No puedes salir, vuelve a entrar.» ¿Comprende, señor comisario? ¡Me tenían vigilado! ¡Como si yo fuera Tano el Griego!
—¡No digas ese nombre y baja la voz! —le dijo Montalbano en tono de reproche—. ¡Nadie tiene que saber que lo hemos atrapado! ¡Al primero que hable lo envío al penal de la Asinara de una patada en el culo!
—Todos estábamos vigilados —añadió Fazio en tono tremendamente indignado.
Galluzzo prosiguió su relato.
—Una hora después entró uno que conozco, un compañero suyo que ahora ha pasado a la Unidad Antimafia, Sciacchitano, me parece que se llama.
«Menudo rufián», pensó inmediatamente el comisario, pero no dijo nada.
—Me miró como si apestara, como si fuera un mendigo que pidiera limosna. Se pasó un rato mirándome y después dijo: «¿Sabes que con esta pinta no te puedes presentar ante el señor gobernador?» —Galluzzo, ofendido por el trato absurdo, a duras penas podía hablar en voz baja—. ¡Y lo más curioso era que me miraba enojado, como si yo tuviera la culpa! Salió murmurando. Después apareció un compañero con una chaqueta y una camisa limpias.
—Ahora hablo yo —terció Fazio, haciendo uso de su superior graduación—. En resumen, desde las tres de la tarde hasta la medianoche de ayer, cada uno de nosotros fue interrogado ocho veces por ocho personas distintas.
—¿Qué querían saber?
—Cómo habían ocurrido los hechos.
—A decir verdad, a mí me interrogaron diez veces —dijo con cierto orgullo Germanà—. Se ve que sé contar mejor las cosas y les debe de parecer que están en el cine.
—Hacia la una de la madrugada, nos reunieron en una habitación enorme —añadió Fazio—, una especie de despacho muy grande con dos sofás, ocho sillas y cuatro mesas. Desenchufaron los teléfonos y se los llevaron. Después nos enviaron cuatro sándwiches de mierda y cuatro cervezas calientes que parecían orinas. Comimos lo mejor que pudimos y, a las ocho de esta mañana, apareció un tipo y nos dijo que podíamos regresar a Vigàta. Ni siquiera «buenos días», ni siquiera «fuera, largo», como se dice a los perros que uno quiere apartar. Nada.
—Bueno —dijo Montalbano—. ¿Qué le vamos a hacer? Vayan a casa, descansen un rato y regresen sin prisa después de comer. Les aseguro que esta historia se la contaré al jefe.
—¿Sí…? Habla el comisario Salvo Montalbano, de Vigàta. Quisiera hablar con el comisario Arturo Sciacchitano.
—No se retire, por favor.
Montalbano tomó pluma y papel. Trazó un dibujo sin pensar y sólo después se dio cuenta de que había dibujado un culo sentado sobre un inodoro.
—Lo siento, el comisario está reunido.
—Mire, dígale que yo también estoy reunido, de esta manera estaremos empatados. Él interrumpe su reunión por espacio de cinco minutos, yo hago lo mismo con la mía y todos felices y contentos.
Añadió algunos zurullos al culo que estaba cagando.
—¿Montalbano? ¿Qué ocurre? Perdona, dispongo de muy poco tiempo.
—Yo también. Óyeme, Sciacchitanov…
—¿Cómo Sciacchitanov? ¿Qué estupideces estás diciendo?
—Ah, ¿no te llamas así? ¿No perteneces a la KGB?
—No estoy para bromas.
—No es una broma. Te llamo desde el despacho del jefe, que está indignado por la forma, propia de la KGB, en que has tratado a mis hombres. Me ha prometido que hoy mismo escribirá al ministro.
El fenómeno era inexplicable y, sin embargo, ocurrió: Montalbano vio, a través del hilo telefónico, palidecer a Sciacchitano, universalmente famoso por ser un cobarde lameculos. La mentira de Montalbano lo golpeó como un mazazo en la cabeza.
—Pero ¿qué estás diciendo? Tú sabes que yo, como responsable de la seguridad…
Montalbano lo interrumpió.
—La seguridad no excluye la cortesía —dijo con frase lapidaria. Se sintió como una especie de panel de tránsito del tipo «La preferencia no excluye la prudencia».
—¡Pero si he sido amabilísimo! ¡Les he ofrecido incluso cerveza y sándwiches!
—Siento decirte que, a pesar de la cerveza y los sándwiches, el asunto llegará hasta las más altas esferas. Pero consuélate, Sciacchitano, tú no tienes la culpa. Cuando uno nace redondo, no puede morir cuadrado.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Quiere decir que tú, como naciste imbécil, no puedes morir inteligente. Exijo una carta dirigida a mí, en la que dediques grandes alabanzas a la actuación de mis hombres. La quiero para mañana. Hasta luego.
—¿Tú crees que, si escribo la carta, el jefe no seguirá adelante con su propósito?
—Te seré sincero: no sé si el jefe seguirá adelante o no, pero yo, en tu lugar, escribiría la carta. Para protegerme las espaldas. E incluso le pondría fecha de ayer. ¿Me he explicado?
Tras haberse desahogado, se sintió mejor. Llamó a Catarella.
—¿Está en su despacho el sub comisario Augello?
—No, señor, pero ahora mismo le telefoneo. Dijo que, calculando una distancia de diez minutos, en diez minutos está en su despacho.
Montalbano aprovechó para redactar el informe falso; el verdadero lo había redactado en su casa la víspera. En determinado momento, Augello llamó a la puerta y entró.
—¿Me buscabas?
—¿Tanto te cuesta estar en tu despacho un poquito antes?
—Perdona, pero el caso es que estuve ocupado hasta las cinco de la madrugada, después volví a casa, me quedé dormido y no hubo manera…
—¿Estuviste ocupado con una puta de esas que tanto te gustan? ¿De esas que pesan por lo menos ciento veinte kilos?
—Pero ¿es que Catarella no te dijo nada?
—Me dijo que llegarías con retraso.
—Anoche, a eso de las dos, se produjo un accidente de tránsito mortal. Acudí al lugar de los hechos y decidí dejarte dormir, puesto que el asunto no tenía importancia para nosotros.
—Puede que para los muertos sí la tuviera.
—El muerto es uno solo. Bajaba a toda velocidad por la Catena… está claro que se le habían roto los frenos… y se empotró debajo de un camión que estaba iniciando la subida en dirección contraria. El pobre murió en el acto.
—¿Lo conocías?
—Pues claro que lo conocía. Y tú también… El cavaliere Misuraca.
—¿Montalbano? Me acaban de telefonear de Palermo. No sólo es necesario convocar a una rueda de prensa sino que, además, es importante que la convocatoria tenga cierta resonancia. Lo necesitan para sus estrategias. Acudirán periodistas de otras ciudades, la noticia se dará en los telediarios nacionales. En resumen, una cosa sonada.
—Deben de querer demostrar que el nuevo gobierno no afloja su lucha contra la mafia, es más, que la lucha será más denodada y sin cuartel.
—¿Qué le pasa, Montalbano?
—Nada, estoy leyendo los titulares de pasado mañana.
—La rueda se ha fijado para mañana a las doce. Quería advertírselo con tiempo.
—Gracias, señor jefe, pero ¿qué pinto yo en esto?
—Mire, Montalbano, yo soy amable y simpático hasta que me harto. ¡Usted pinta, vaya si pinta! ¡No sea chiquilín!
—Pero ¿qué tengo que decir?
—¡Dios bendito! Dirá lo mismo que haya escrito en el informe.
—¿En cuál?
—No oí bien. ¿Qué dijo?
—Nada.
—Procure hablar con claridad, sin comerse las sílabas y sin inclinar la cabeza. Ah, las manos… Decida de una vez por todas dónde las va a colocar y déjelas allí. No haga como la última vez, en que el periodista del Corriere le aconsejó en voz alta que se las cortara para que estuviera usted más cómodo.
—¿Y si me preguntan?
—Por supuesto que le preguntarán… Son periodistas, ¿no? Buenos días.
Demasiado nervioso como consecuencia de lo que estaba ocurriendo y de lo que ocurriría al día siguiente, Montalbano no consiguió permanecer en su despacho. Salió, pasó por el negocio de costumbre, compró un cucurucho de garbanzos y frutas secas tostadas y se dirigió al muelle. Cuando llegó a los pies del faro y dio media vuelta para regresar, se topó con Ernesto Bonfiglio, propietario de una agencia de viajes y gran amigo del difunto cavaliere Misuraca.
—¿Se puede hacer algo? —preguntó Bonfiglio, casi de modo agresivo.
Montalbano, que estaba intentando quitarse un trocito de maní que se le había quedado encajado entre dos dientes, lo miró perplejo.
—Le estoy preguntando si se puede hacer algo —repitió enojado Bonfiglio, mirándolo de soslayo.
—¿Hacer… en qué sentido?
—En el sentido de mi pobre y llorado amigo.
—¿Gusta…? —preguntó el comisario, ofreciéndole el cucurucho.
—Sí, muchas gracias —contestó Bonfiglio, y tomó un puñado de garbanzos y frutas secas tostadas.
Montalbano aprovechó la pausa para situar mejor a su interlocutor, el cual, además del hecho de ser amigo fraternal del cavaliere, era un hombre que profesaba ideas de extremísima derecha y no andaba muy bien de la cabeza.
—¿Se refiere usted a Misuraca?
—No, a mi abuelo.
—¿Y qué quiere usted que haga?
—Detener a los asesinos. Es su deber.
—¿Y quiénes serían los asesinos?
—No serían, son. Me refiero al Directorio Provincial del Partido, que no era digno de tenerlo en sus filas. Ellos lo mataron.
—Perdone, pero ¿no fue un accidente?
—Ah, ¿es que usted cree que los accidentes ocurren accidentalmente?
—Yo creo que sí.
—Pues se equivoca. Uno se busca los accidentes y siempre hay alguien dispuesto a enviárselos. Le pondré un ejemplo para que quede más claro. Mimì Capranzano murió ahogado en el mes de febrero de este año mientras se bañaba en el mar. Muerte accidental. Pero ahora vengo yo y pregunto: ¿cuántos años tenía Mimì cuando murió? Cincuenta y cinco. ¿Por qué quiso hacer a esta edad la proeza de bañarse en el agua helada, tal como hacía cuando era muchacho? La respuesta es la siguiente: porque hacía menos de cuatro meses que se había casado con una joven milanesa de veinticuatro años y la joven le preguntó mientras paseaban por la orilla del mar: «¿Es verdad, querido, que en febrero te bañabas en el mar?» «Pues claro», contestó Capranzano. La chica, que evidentemente se había hartado del viejo, lanzó un suspiro. «¿Qué te pasa?», le preguntó Capranzano. «Lamento que yo ya no pueda verlo», contestó la muy puta. Sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, Capranzano se quitó la ropa y se arrojó al agua. ¿He hablado claro?
—Clarísimo.
—Y ahora vayamos a los señores del Directorio Provincial de Montelusa. Después de una primera reunión que terminó con insultos, anoche se celebró otra. El cavaliere y otros afiliados querían que se enviara un comunicado a los periódicos contra el decreto que salva de la cárcel a los ladrones. Otros, en cambio, no opinaban lo mismo. En determinado momento, un tipo le dijo a Misuraca que era un cascajo, un segundo comentó que le recordaba la ópera de marionetas, y un tercero lo llamó viejo estúpido. Todo eso me lo contó un amigo que estaba presente. Al final, el secretario, un asqueroso que ni siquiera es siciliano y se apellida Biraghin, le dijo que si hacía el favor de salir, puesto que no tenía ningún derecho a participar en la reunión. Lo cual era cierto, pero jamás nadie se había atrevido a decírselo. Mi amigo subió a su Cinquecento para regresar a Vigàta. Estoy seguro de que la sangre le ardía en las venas, pero esos tipos lo hicieron a propósito para que perdiera la cabeza. ¿Y usted me viene a decir que fue un accidente?
La única manera de razonar con Bonfiglio consistía en situarse exactamente a su mismo nivel y el comisario lo sabía por experiencia.
—¿Hay algún personaje televisivo que le resulte especialmente antipático?
—Cien mil, pero Mike Bongiorno es el peor de todos. Cuando lo veo, se me revuelven las tripas y me entran ganas de romper el televisor.
—Bien. Y si usted, tras haber visto a este presentador, tomara el coche, se estrellara contra una pared y se matara, ¿qué tendría que hacer yo según usted?
—Detener a Mike Bongiorno —contestó Bonfiglio sin dudar.
Regresó al despacho más tranquilo, pues su encuentro con Bonfiglio le había hecho gracia y lo había distraído.
—¿Alguna novedad? —preguntó al entrar.
—Hay una carta personal para usted que acaba de traer ahora mismo el correo —contestó Catarella, subrayando la palabra «personal».
Sobre la mesa había una postal de su padre y unos cuantos comunicados de servicio.
—Catarè, ¿dónde has puesto la carta?
—¡Si ya le he dicho que era personal! —contestó el agente en tono ofendido.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Quiere decir que, siendo que era personal, se tenía que entregar a la persona.
—Muy bien, la persona está aquí en tu presencia. ¿Dónde está la carta?
—Está donde tenía que estar. Donde la persona vive personalmente. Le dije al cartero que la llevara a su casa de usted, señor dottori, a Marinella.
Delante de la trattoria San Calogero se encontraba el propietario y cocinero tomando un poco el fresco.
—¿Qué hace, señor comisario? ¿Pasa de largo?
—Voy a comer a casa.
—Bueno, haga lo que le parezca. Pero tengo unos langostinos para hacer a la plancha que no están para comérselos sino para soñarlos.
Montalbano entró, impulsado por la imagen más que por el deseo. Después de comer, apartó a un lado los platos, cruzó los brazos sobre la mesa, apoyó la cabeza en ellos y se quedó dormido. Comía casi siempre en un salón pequeño con tres mesas, por lo que a Serafino, el camarero, no le fue difícil desviar a los clientes hacia el salón grande y dejar en paz al comisario. Hacia las cuatro, cuando el local ya estaba cerrado, al ver que Montalbano no daba señales de vida, el propietario le preparó una taza de café cargado y lo despertó muy suavemente.