Montalbano calculó que Fazio y Gallo ya debían de llevar por lo menos cinco minutos apostados detrás de la cabaña; él, por su parte, tendido boca abajo en el suelo sobre la hierba, con la pistola en la mano y una molesta piedra que le comprimía justo la boca del estómago, se sentía tremendamente ridículo; tenía la sensación de haberse convertido en un personaje de una película de gángsters y estaba deseando dar la señal para que se levantara el telón. Miró a Galluzzo, que estaba a su lado —Germanà se encontraba un poco más apartado, hacia la derecha— y le preguntó en voz baja:
—¿Estás preparado?
—Sí, señor —contestó el agente.
Sudaba y se veía bien a las claras que estaba hecho un manojo de nervios. Montalbano se compadeció de él pero, como es natural, no podía contarle que se trataba de un montaje de resultado incierto, desde luego, pero de cartón.
—¡Adelante! —le ordenó.
Como disparado por un resorte comprimido en su extremo y casi sin rozar el suelo, Galluzzo alcanzó de tres saltos la casa y se pegó contra la pared, cerca de la puerta. Daba la impresión de no haber hecho el menor esfuerzo, pero el comisario vio que el pecho le subía y bajaba a causa de la respiración afanosa. Galluzzo empuñó la ametralladora y le hizo señas al comisario de que ya estaba preparado para la segunda parte. Entonces Montalbano miró a Germanà, que aparentaba estar no sólo tranquilo sino incluso relajado.
—Voy —le dijo sin emitir ningún sonido, silabeando en silencio con un exagerado movimiento de los labios.
—Yo lo cubro —contestó Germanà de la misma manera, señalando con un gesto de la cabeza la ametralladora que sostenía entre sus manos.
El primer salto hacia delante del comisario fue, si no de antología, por lo menos de manual: una separación del suelo firme y equilibrada, digna de un especialista en salto de altura, una suspensión de levedad aérea, un aterrizaje neto e impecable que hubiera dejado boquiabierto a un bailarín. Galluzzo y Germanà, que lo estaban mirando desde distintos ángulos de visión, se deleitaron en la contemplación de la prestancia de su jefe. La salida del segundo salto estuvo mejor calibrada que la del primero en cuanto a la suspensión, pero ocurrió algo por lo cual Montalbano, que estaba muy tieso, se inclinó de repente hacia un lado como la Torre de Pisa, en una caída propia de un auténtico número de payaso. Tras haberse tambaleado con los brazos extendidos en busca de un punto de apoyo imposible, cayó pesadamente de lado. Galluzzo se movió para prestarle auxilio, pero se detuvo a tiempo y volvió a pegarse al muro. Germanà también se levantó de golpe, pero enseguida volvió a agacharse. Menos mal que todo era una farsa, pensó el comisario, de lo contrario, Tano los hubiera podido abatir en aquel momento como si fueran bolos. Soltando las más sustanciosas palabrotas de su amplio repertorio, Montalbano se puso a buscar a gatas la pistola que, durante la caída, se le había escapado de las manos. Al final, la vio bajo una mata de cohombrillos amargos y, en cuanto introdujo el brazo para recogerla, todos los cohombrillos estallaron y le inundaron la cara de semillas. Con una tristeza ligeramente teñida de rabia, el comisario se dio cuenta de que había dejado de ser un héroe de película de gánsteres para convertirse en un personaje de una película de Bud Abbott y Lou Costello. Ahora ya no tenía ánimos para dárselas de atleta o de bailarín y recorrió los pocos metros que lo separaban de la cabaña a paso rápido y con el cuerpo sólo ligeramente encorvado.
Mirándose a los ojos, Montalbano y Galluzzo se hablaron sin palabras y se pusieron de acuerdo. Se situaron a tres pasos de la puerta, que no daba la impresión de ser muy resistente, respiraron hondo y se lanzaron contra ella con toda la fuerza de sus respectivos cuerpos. La puerta resultó ser de papel de seda o casi; habría sido suficiente un manotazo para derribarla, por cuyo motivo ambos se vieron proyectados al interior de la cabaña. El comisario consiguió detenerse milagrosamente; en cambio, Galluzzo, por efecto de la violencia de su ímpetu, atravesó toda la habitación y se dio de cara contra la pared, reventándose la nariz, y quedó medio asfixiado por la sangre que se le escapaba a chorros. Bajo la débil luz del quinqué que Tano había dejado encendido, el comisario tuvo ocasión de admirar el arte de consumado actor del Griego. Fingiendo haber sido sorprendido mientras dormía, se levantó de un salto y empezó a proferir maldiciones mientras corría hacia el kaláshnikov que ahora estaba apoyado contra la mesa y, por consiguiente, lejos del catre. Montalbano se dispuso a interpretar su papel dando el pie, tal como suele decirse en la jerga teatral.
—¡Alto! ¡Alto en nombre de la ley o disparo! —gritó con toda la fuerza de sus pulmones, efectuando cuatro disparos contra el techo.
Tano se quedó petrificado, con los brazos levantados. Convencido de que en la habitación de arriba se escondía alguien, Galluzzo disparó una ráfaga de ametralladora contra la escalera de madera. Al oír el tiroteo del interior, Fazio y Gallo abrieron un fuego disuasivo contra la ventanita. Todos los que se encontraban en el interior de la cabaña estaban medio aturdidos por el ruido de los disparos cuando, de pronto, apareció Germanà para acabar de arreglarlo.
—Quietos todos o disparo.
Ni siquiera había tenido tiempo de terminar su requerimiento amenazador cuando se vio empujado por detrás por Fazio y Gallo y obligado a situarse entre Montalbano y Galluzzo, el cual, tras haber soltado la ametralladora, había sacado un pañuelo del bolsillo, con el que estaba tratando de restañar la sangre que le había manchado la camisa, la corbata y la chaqueta. Al verlo, Gallo se puso nervioso.
—¿Te disparó? Te disparó el rufián, ¿verdad? —preguntó, volviéndose enfurecido hacia Tano que, con más paciencia que un santo, permanecía de pie con los brazos en alto, a la espera de que las fuerzas de la ley pusieran un poco de orden en todo el alboroto que estaban armando.
—No, no me disparó. Yo me di contra la pared —consiguió decir Galluzzo.
Tano no miraba a nadie; se estaba estudiando la punta de los zapatos.
«Está por largarse a reír», pensó Montalbano y de inmediato dio una orden perentoria a Galluzzo:
—Colócale las esposas.
—¿Es él? —preguntó Fazio en voz baja.
—Es él, ¿acaso no lo reconoces? —replicó Montalbano.
—¿Y ahora qué hacemos?
—Métanlo en el coche y llévenlo a la jefatura de Montelusa. Por el camino, llamas al jefe, se lo explicas y le preguntas qué tienen que hacer. Procuren que nadie lo vea y lo reconozca. Por el momento, la detención tiene que mantenerse en absoluto secreto. Ya pueden irse.
—¿Y usted?
—Yo echo un vistazo a la casa y la registro, nunca se sabe.
Fazio y los agentes, con Tano en medio ya esposado y Germanà sosteniendo en la mano el kaláshnikov del detenido, se dispusieron a salir. Sólo entonces Tano el Griego miró por un instante a Montalbano. El comisario se dio cuenta de que la mirada «de estatua» había desaparecido y de que ahora los ojos estaban más animados y parecían casi risueños.
Cuando el grupo de policías desapareció al llegar al final del sendero, Montalbano volvió a entrar en la cabaña para dar comienzo al registro. Y, en efecto, abrió de nuevo el aparador, tomó la botella de vino que aún estaba medio llena y se la llevó a la sombra de un olivo para bebérsela con toda tranquilidad. La captura del peligroso prófugo de la Justicia se había llevado a cabo con todo éxito.
Mimì Augello, que estaba de un humor de los mil demonios, en cuanto vio aparecer a Montalbano en el despacho, se le puso delante hecho una furia.
—Pero ¿dónde estabas? ¿Dónde te habías escondido? ¿Dónde carajo están los otros? ¿Qué maneras son ésas, mierda puta?
Debía de estar francamente enfadado para hablar con tanta crudeza: en los tres años que llevaban trabajando juntos, el comisario jamás había oído al subcomisario soltar palabrotas. Mejor dicho, sí: la vez que un mal nacido le pegó un tiro en las tripas a Tortorella había reaccionado de la misma manera.
—Pero ¿qué mosca te ha picado, Mimì?
—¿Cómo que qué mosca me ha picado? ¡Me he pegado un susto tremendo!
—¿Te has asustado? ¿De qué?
—Aquí han llamado por lo menos seis personas. Diciendo cosas que diferían en los detalles, pero concordaban en la esencia: un tiroteo con muertos y heridos. Uno hablaba de una matanza. Tú no estabas en casa, Fazio y los demás habían salido con el coche sin decir nada a nadie. He atado cabos. ¿Me he equivocado?
—No, no te has equivocado. Pero no tienes que tomártela conmigo sino con el teléfono… La culpa es del teléfono.
—¿Qué tiene que ver el teléfono?
—¡Vaya si tiene que ver! Porque hoy en día el teléfono lo puedes encontrar incluso en el más remoto pajar del campo. ¿Y qué hace la gente que tiene un teléfono al alcance de la mano? Pues llamar. Contar cosas verdaderas e inventadas, cosas posibles y cosas imposibles, cosas soñadas como en aquella comedia de Edoardo de Filippo, ¿cómo se llama?, ah, sí, «Las voces interiores», inflan y desinflan las cosas sin decir jamás su nombre y apellido. ¡Largan lo que quieren en un sitio donde uno puede decir las peores estupideces que se le antojen sin asumir la responsabilidad! Y entre tanto, los expertos en cuestiones de la mafia se entusiasman: ¡en Sicilia disminuye la omertà[1], disminuye la complicidad, disminuye el miedo! No disminuye una mierda, lo único que aumenta es la factura del teléfono.
—¡Montalba, no me enredes con tus historias! ¿Es cierto que hubo muertos y heridos?
—No es cierto nada. No hubo ningún conflicto, sólo hemos efectuado unos disparos al aire, Galluzzo se partió él solito la nariz y el otro se rindió.
—¿Y quién es el otro?
—Un prófugo de la Justicia.
—Sí, pero ¿quién?
La llegada de Catarella, sin resuello, lo salvó de la respuesta embarazosa.
—Dottori, está al teléfono el señor jefe.
—Después te lo cuento —dijo Montalbano, y entró de prisa en su despacho.
—Mi queridísimo amigo, quiero darle mi más calurosa enhorabuena.
—Gracias.
—Ha dado usted un buen golpe, ¿sabe?
—Hemos tenido suerte.
—Al parecer, el personaje en cuestión es mucho más importante de lo que él mismo siempre ha querido dar a entender.
—¿Dónde está en estos momentos?
—Camino de Palermo. Los de la Lucha Contra la Mafia así lo han querido, no hubo manera. Sus hombres ni siquiera han podido detenerse en Montelusa, han tenido que seguir viaje. Yo he añadido un vehículo de escolta con cuatro de los míos.
—¿O sea que usted no ha hablado con Fazio?
—No he tenido ni tiempo ni ocasión de hacerlo. Lo ignoro casi todo acerca de este asunto. Por consiguiente, le agradecería muchísimo que esta tarde pasara usted por mi despacho para facilitarme también los detalles.
«Éste es el impedimento», pensó Montalbano, recordando una traducción del Ottocento del monólogo de Hamlet. Pero se limitó a preguntar:
—¿A qué hora?
—Digamos a las cinco. Ah, en Palermo nos recomiendan silencio absoluto acerca de la operación, por lo menos de momento.
—Si eso dependiera sólo de mí…
—No lo decía por usted, lo conozco muy bien y puedo atestiguar que, comparados con usted, los peces son una raza locuaz.
El jefe hizo una pausa; a Montalbano no le gustaba escucharlo hablar, pues en su cabeza se había disparado un timbre de alarma ante la frase encomiástica: «Lo conozco muy bien».
—Escuche, Montalbano… —añadió el jefe con cierta vacilación. El titubeo hizo que el timbre de alarma sonara todavía con más fuerza.
—Dígame.
—Creo que esta vez no conseguiré evitarle el ascenso a subjefe.
—¡Virgen santa! Pero ¿por qué?
—No sea ridículo, Montalbano.
—Disculpe, pero ¿por qué me tienen que ascender?
—¡Vaya pregunta! Por lo que ha hecho esta mañana.
Montalbano experimentó una sensación simultánea de frío y calor. Le sudaba la frente y tenía la espalda helada. La perspectiva lo aterrorizaba.
—Señor jefe, yo no he hecho nada que se diferencie de lo que hacen todos los días mis compañeros.
—No lo dudo. Pero esta detención en concreto será muy sonada cuando se dé a conocer.
—¿No hay ninguna esperanza?
—Vamos, no sea infantil.
El comisario se sintió como un atún en la cámara de la muerte; le empezó a faltar el aire, abrió y cerró inútilmente la boca y buscó una salida desesperada.
—¿No podríamos echarle la culpa a Fazio?
—¿Cómo la culpa?
—Perdone, me equivoqué… Quise decir el mérito.
—Hasta luego, Montalbano.
* * *
Augello, que lo estaba esperando detrás de la puerta, lo miró con expresión inquisitiva.
—¿Qué te ha dicho el jefe?
—Hemos hablado de la situación.
—¡Vamos! ¡Pones una cara!
—¿Qué cara pongo?
—Abatida.
—No he digerido bien la cena de anoche.
—¿Qué comiste de bueno?
—Un kilo largo de mostachones de vino cocido.
Augello lo miró atónito y Montalbano, que ya estaba viendo venir la pregunta acerca del nombre del prófugo de la Justicia, lo aprovechó para cambiar de tema y desviar a su interlocutor hacia otro camino.
—¿Encontraron al vigilante nocturno?
—¿El del supermercado? Sí, lo encontré yo. Los ladrones le habían propinado un golpe fuerte en la cabeza, lo habían amordazado y atado de pies y manos y lo habían metido en el interior de un refrigerador de gran tamaño.
—¿Murió?
—No, pero creo que él no se siente demasiado vivo. Cuando lo sacamos, parecía un bacalao gigante.
—¿Tienes alguna idea sobre lo ocurrido?
—Yo tengo una media idea y el teniente de carabineros tiene otra distinta, pero una cosa es segura: para llevarse todo aquel material han utilizado un camión de gran tonelaje. Y lo tiene que haber cargado una cuadrilla de por lo menos seis personas a las órdenes de un profesional.
—Oye, Mimì, voy un momento a casa, me cambio de ropa y vuelvo.
Cerca de Marinella se dio cuenta de que el piloto del tanque de combustible estaba parpadeando. Se detuvo en una gasolinera en la que tiempo atrás se había producido un tiroteo y él se había visto en la necesidad de detener al empleado para obligarlo a decir lo que había visto. El hombre, que no le guardaba rencor, lo saludó con aquella voz de timbre agudo que a él le provocaba escalofríos. Tras llenar el tanque, el empleado contó el dinero y después miró al comisario.
—¿Qué pasa? ¿Te he dado de menos?
—No, señor, el dinero está bien. Le quería decir una cosa.
—Pues dímela —replicó impaciente Montalbano.
Como el empleado siguiera hablando, le estallarían los nervios.
—Mire aquel camión.
El hombre señaló un enorme vehículo con remolque estacionado detrás del surtidor de gasolina, con las lonas bajadas para ocultar la carga.
—Esta mañana temprano —añadió— cuando abrí, el camión ya estaba allí. Han pasado cuatro horas y aún no ha venido nadie a recogerlo.
—¿Has mirado si hay alguien durmiendo en la cabina?
—Sí, señor, no hay nadie. Y hay otra cosa rara, las llaves están puestas en su sitio y el primero que pase puede ponerlo en marcha y robarlo.
—Voy a ver —dijo Montalbano, súbitamente interesado.