52

—Vaya, vaya —dijo la reina de las tinieblas—, ¿a qué debo el honor?

Estaba de pie ante el gran tapiz de la Magdalena, con las manos en las caderas y mirándonos con la cabeza ladeada, como si fuésemos unas tenderas que le traíamos un pedido. Junto al fuego, una nodriza sostenía a su hijo pequeño, que comenzaba a dar los primeros pasos y jugaba con un pájaro de madera en el extremo de una varilla y al que un mecanismo hacía batir las alas. Uno de los gatos atigrados se frotaba contra los tobillos de Madame y el viejo Montvoisin y su hija nos miraban con suspicacia desde un rincón.

—Catherine, tenemos que hablar contigo a solas —dijo La Trianon con tono de alarma; advertí que la mirada de Antoine Montvoisin nos seguía camino del gabinete y oí crujir las planchas del suelo detrás de nosotras cuando nos seguía para escuchar lo que hablábamos.

La Voisin cerró la puerta, encendió las velas de los apliques de la pared con una brasa de la chimenea y corrió la gruesa cortina carmesí de la ventanita.

—Bien —dijo—, ahora estamos las tres solas. Espero que no hayáis venido a disuadirme de que lleve a cabo mi gran obra.

A la luz de las velas, sus negros ojos relucían como brasas; parecía una loca, y a mí se me erizó la piel.

—Catherine, la marquesita ha tenido una visión. Te condenarán a la hoguera.

—¿Una visión? Miserable criatura, ¿quién te manda entrometerte en mi obra? —exclamó desencajada.

—No, no, Catherine. Fui yo, lo hice por lo mucho que velo por tus intereses. Soy tu mejor amiga —dijo La Trianon.

—Eras, querrás decir. Tú siempre has querido mantenerme discretamente bajo tu dominio. Nunca has dejado de aconsejarme que no me hiciese importante. ¿Recuerdas la primera misa negra que hice para la Montespan? Logré que consiguiera al rey… y eso hizo mi fortuna; pero tú querías retenerme… impedir que alcanzara la gloria.

—Madame, os lo ruego, salvaos, salvaos —tercié yo.

—Pero ¿cuándo me has visto en la hoguera? ¿Mañana, el año que viene o dentro de una década? Tus visiones son imperfectas… muestran mucho y poco a la vez. Lo que tú has visto es que arderé, pero no por esta gran empresa, sino por algo totalmente distinto. ¿Por qué voy a eludir mi destino? No, iré en pos de él hacia las llamas eternas.

—Pero, Madame, las imágenes pueden cambiarse. Emprended un nuevo rumbo. Dios no nos da sólo el destino, sino el libre albedrío. Hay la posibilidad…

—¡Bah! ¿Qué tontería es ésa? No me extraña que el demonio no quisiera aposentarse en tu persona. Vives de libros, mademoiselle, y no de la realidad. ¡Ah, y ahora me sales con Dios! ¡Experta en teología como en todo lo demás! No, seguiré adelante con mi gran tarea y alcanzaré…

—La muerte, madame.

—No, boba pedante: el respeto.

La bruja se puso de pie, erguida y con la cabeza echada hacia atrás, henchida de orgullo y con fuego en la mirada.

—¿Respeto? —terció La Trianon—. ¿Y por eso nos pones a todos en peligro?

La Voisin esbozó una curiosa sonrisa, haciendo un ademán como para despejar nuestros temores.

—Vamos, vamos, esto nos supondrá también la fortuna —replicó, de nuevo con su habitual actitud de ama de casa práctica y burlona que se jacta de haber ahorrado un céntimo en jabón o en cirios—. Corren malos tiempos… y tengo diez bocas que alimentar. ¿Creéis que puedo alimentar del aire a una familia, a base de filosofía o con buenas intenciones? No, tengo que ocuparme de ellos… y de vosotras. Una vez consumado, me espera el milord, y el dinero de la Montespan paliará mi exilio…

—¿O sea que vas a huir dejándonos a nosotras? —inquirió La Trianon, horrorizada ante la perspectiva de semejante traición.

—Ni mucho menos; hablaba de mi retiro. Enviarán los perros a perseguirme, mientras que a vosotras, a buen recaudo en la madriguera, no os acecharán. Yo tendré la protección del rey extranjero y sus nobles, y la policía tendrá que desistir. Reinará el delfín, ese estúpido montón de manteca, cesará la investigación y cambiará la política. No, no iré a la hoguera por esto. Y, además, una vez que esté retirada en el extranjero habrá tiempo de sobra para cambiar la imagen —añadió muy ufana, mirándome y moviendo la cabeza—. La marquesita ha vuelto a meter la pata.

—¿Luego es inútil que intente convencerte? —añadió La Trianon con voz quejumbrosa.

—Totalmente; vete a casa y acuéstate. Tienes los nervios destrozados; nunca has tenido la entereza suficiente para planear grandes empresas. Y tú, mademoiselle, vuelve a casa, a tu opio y a tu lecho de plumas, con aquel tahúr gandul, y deja de fastidiarme con tus visiones, que tengo qué hacer.

Dicho lo cual nos abrió la puerta y nos despidió como quien echa a unos pollos, cerró la puerta y se quedó sola en el gabinete.

—¿No habéis logrado convencerla? —musitó el viejo Montvoisin, tirándome de la manga desde su escondite al lado de la puerta del gabinete.

—No —contesté, mientras La Trianon miraba disgustada al hombrecillo y continuaba hasta el salón para esperarme.

—Pues estamos perdidos, yo, mi hija y mi nieto. Y no dispongo de un céntimo; ella lo ha guardado todo por temor a que la denunciemos a la policía y huyamos. Denunciarla… ni se me ha ocurrido. ¿Cómo podría? Pero huir, por supuesto que lo haré; a un lugar seguro en el campo, con mi hija. Mi esposa es una loca que nos llevará a la ruina. ¿No lleváis dinero? Cien libras; os las devolvería, y os las garantizo con piedras preciosas sin montura, esmeraldas y diamantes. Valen más dinero en metálico, os lo aseguro.

Había algo en él tan lastimoso que me estremecí.

—No llevo esa cantidad, pero veré si puedo reuniría cuando llegue a casa. Ya no gano tanto como antes…

Tenía que quitármelo de encima como fuese para que me soltara la manga.

—¿Lo haréis? ¡Oh, que Dios os bendiga! Volved mañana por la mañana; es domingo y ella estará en misa y no se enterará.

Me desasí de sus sucias manos y corrí hacia el carruaje con La Trianon.

—¡Uf, qué tarde, madame! Vuestro… esposo iba a enviar a buscaros, pero le dijimos que soléis saber lo que hacéis —comentó Sylvie, que acababa de desabrocharme el corsé y me cepillaba el vestido negro antes de guardarlo.

D’Urbec estaba tumbado en la cama, fingiendo no escuchar, mientras leía a Tácito a la luz de una vela.

—¡Oh, Sylvie, cómo me duele la cabeza! Ha sido horrible; he visto a Madame morir en la hoguera, tan claro como el agua. Fuimos a prevenirla La Trianon y yo, pero nos dijo que eran tonterías y nos echó de su casa. Y el horrendo Antoine me agarró de la manga y no dejaba que me fuera porque quiere cien libras para abandonar a su mujer y marcharse con la hija y su nieto al campo para esconderse. Para librarme de él, le dije que lo pensaría, y el desgraciado me babeó el vestido y me besó la mano.

—Ah, no me extraña que os hayáis lavado las manos al llegar a casa.

—Vaya, ¿sigues insistiendo en que ves visiones? —terció Florent, dejando el libro y levantándose de la cama—. Geneviève, Geneviève, deja el maldito opio. Si la muerte no te da miedo, párate a pensar al menos. ¿No te das cuenta de que te destrozará el cerebro antes de acabar contigo? —añadió acercándose a mí, poniéndome las manos en los hombros y mirándome a la cara con ojos implorantes—. Ya que no piensas en ti, piensa al menos en mí.

—Florent, lo estoy intentando… por tu bien y por el mío.

—Esos dolores de cabeza son cada vez peores… —replicó él, poco convencido—. Y te hacen ver cosas que te ponen frenética…

—Florent, he estado engañándome al hacer que me lo diesen cada vez con una mezcla menos fuerte. Ahora lo tomo cuatro veces más diluido y puede que de aquí a un mes lo haya dejado. En cuanto a los dolores de cabeza… si no tomo nada, el dolor se acentúa y no lo soporto.

—¿Por qué no me lo dijiste? —respondió él con gesto de tierna preocupación—. ¿Por qué te lo guardas todo para ti? ¿Por qué no quieres que te ayude?

—Es que… temía que dejases de amarme si te enterabas de la cantidad que tomaba… sabía que no te agradaba. La Reynie se burló de mí… dijo que era un vicio elegante. Me lo quitó, y con ello… casi me mata…

Me abrumaba la vergüenza de recordar cómo La Reynie había quebrado mi voluntad. Florent me pasó el brazo por la cintura.

—¿Crees que soy como La Reynie? Menuda ofensa —añadió en tono cariñoso; el calor de su cuerpo me confortaba y le eché los brazos al cuello y apoyé la cabeza en su hombro.

—Florent, ¡cuánto te amo! Ojalá fuese perfecta para contentarte. Estoy intentando…

Él me besó con cariño, como para darme a entender que no hacían falta explicaciones.

—Para mí eres perfecta —dijo en voz baja.

—Buenas noches, monsieur, madame —dijo Sylvie cerrando la puerta, al tiempo que Florent apagaba la vela.

A la mañana siguiente, Florent se levantó pronto y se vistió cuando por todo París comenzaban a sonar las campanas llamando a la misa. Era el 12 de marzo de 1679.

—Florent —dije, desperezándome en la cama—. ¿Vas a ir a misa? Pensaba que tenías de sobra con un par de veces al año.

—No voy a misa; es un asunto de negocios —contestó—. Tengo algo que hacer en mi vivienda y debo enviar al criado a unos recados.

No acababa de creérmelo, pero no tenía costumbre de entrometerme en su extraño negocio. En ocasiones le veía quemar cartas después de recibirlas, y tenía una extraña rueda de cobre con dos hileras de letras móviles que a veces ponía delante en el escritorio cuando escribía. Cuanto menos sepa, menos puedo decir, pensé. Pero cuando se disponía a bajar por la escalera, oí que Sylvie le interpelaba con una voz profunda y extraña:

—Mortal, no te marches, Astarot quiere encomendarte algo.

—Ah, qué fastidio —oí que respondía—. Espérate, demonio pesado, ahora tengo prisa.

—Tendrás mucha más prisa una vez que Astarot te haya prevenido.

Me sentía molesta. De acuerdo que Florent se apresurara a salir sin desayunar, pero yo sí quería hacerlo, y a Astarot a lo mejor le daba por no servirme.

Y eso fue lo que sucedió; así que llame a Gilles y bajé en bata a ver qué había en la fresquera de la cocina. De mantequilla, ni sombra; pan del día anterior, medio queso mohoso, una salchicha seca y un tarro de conservas con una espuma sospechosa en la parte superior. Quité la espuma, cogí una cucharada de la conserva y corté un pedazo de pan.

—Yo moleré el café, madame —dijo Gilles con rostro taciturno.

—¿Y no hay leche? Bien, pues lo tomaré al estilo turco.

—Este Astarot es tremendo —dijo Gilles.

—Y más vale que mires la cisterna —añadió Mustafá, que estaba sentado en su banquito—; Astarot ya no acarrea agua.

Levanté la tapa de la cisterna, miré el fondo y comprobé que sí había.

—Hay de sobra… —dije, pero al momento vi que se iba formando una imagen en la oscuridad.

—Madame, traigo el cubo…

—Calla, Gilles. Mira su cara; está viendo una imagen —musitó Mustafá.

Un coche negro parado ante la puerta de una iglesia. Notre Dame de Bonne Nouvelle. En el coche hacían montar a la fuerza a una mujer, mientras seis arqueros apartaban a la gente. Al montar el hombre y sentarse enfrente de ella, les vi la cara: Desgrez y La Voisin.

—Va a ser hoy mismo —susurré—. Tengo que avisarle para que no vaya a misa. La están esperando en la iglesia.

Me erguí nerviosa y me olvidé completamente del desayuno.

—¡Sylvie, trae el carruaje! ¡Voy a vestirme!

—Se lo ha llevado monsieur d’Urbec, madame.

—¡Maldita sea! Pues tráeme lo que encuentres. ¡Ah, si es domingo! No hay nada que hacer. ¡Busca a alguien, haz algo! ¡Tengo que llegar a Notre Dame de Bonne Nouvelle antes de la última misa!

Gilles salió apresuradamente de la cocina.

—Astarot no abrocha el corsé a nadie —oí decir a la descarada en el cuarto de al lado.

—¡Que la peste te lleve, Sylvie, a ti y a Astarot! —grité, y eché a correr escaleras arriba. Me puse como pude la camisa, me abotoné un sacque amplio de lana azul que sólo me ponía en casa, y me recogí como buenamente pude el pelo con horquillas y me lo cubrí con una cofia de lino blanco—. Ya está —apostillé, embutiéndome encima el sombrero de ala ancha—, al menos tengo un aspecto decente.

Me ajusté el grueso mantón y salí a toda prisa a la calle, donde me esperaba un cariacontecido Gilles con una vinaigrette.

—Les he dicho que se trataba de una obra de caridad, para llevar a misa a una mujer achacosa —dijo.

—A Notre Dame de Bonne Nouvelle —dije—. Doble tarifa si llegáis antes de la última misa.

Alcanzamos la calle de Bonne Nouvelle cuando ya sonaban las campanas. Mientras pagaba al hombre, pidiéndole que aguardase, se abrían de par en par las puertas del templo para dar salida a los fieles de la primera misa. En el momento en que intentaba abrirme paso entre ellos, vi que llegaba el carruaje negro y se detenía ante la puerta; me agazapé detrás de una mujerona vestida de medio luto, al tiempo que los arqueros se situaban en las inmediaciones y Desgrez y otro policía se dirigían con paso diligente hacia la iglesia.

Madame iba elegantemente ataviada, con su vestido verde y un manto con capucha forrado de piel; llevaba las manos ocultas en un manguito también de piel y calzaba una especie de zuecos de artístico metal para preservar del barro sus delicados zapatos de cabritilla. No se detuvo al ver a Desgrez, sino que alzó la barbilla y lo miró despectiva, como habría hecho un ama de casa al ver correr un ratón por la cocina de otra casa. La multitud se había detenido a ver la escena que tenía lugar ante sus ojos.

—Madame Montvoisin, ¿verdad? —inquirió Desgrez.

—Yo soy —contestó La Voisin.

—Quedáis detenida en nombre del rey —añadió Desgrez.

Pero la multitud comenzó a murmurar, y se oyó gritar a una mujer:

—¿Qué hacéis? ¡Es una mujer honrada!

—¡Sí, sí! —gritó otra—. ¡Cuida a su anciana madre!

—¡Arqueros! —gritó Desgrez—. ¡Dispersaos si no queréis que os disparen por rebelión! ¡No entorpezcáis la justicia real!

Mientras los arqueros hacían retroceder a la multitud, Desgrez y su colega obligaron a La Voisin a subir al carruaje. Yo estaba paralizada. ¿Cómo podía acabar todo tan rápido, sin obstáculo alguno? Había ganado La Reynie y perdía la Montespan. Habría hogueras en la plaza de Grève. Desgrez, con el rostro imperturbable, asistiría a caballo a las ejecuciones hasta que el viento dispersase las cenizas. Aquello era el fin de la mayor bruja del mundo.

De pronto, sentí que el miedo se apoderaba de mí. ¡Los libros de cuentas! Aquel pensamiento era como fuego en mi cerebro. Me abrí paso entre la multitud y vi que mi vehículo había desaparecido a la llegada de la policía. Cojeando enérgicamente por el barro primaveral, sin preocuparme por los zapatos, llegué lo más pronto que pude a la calle Beauregard. Demasiado tarde: la casa ya estaba sellada y en la puerta había dos guardias. Cuando daba la vuelta para tratar de entrar por la puerta lateral, noté que me agarraban con fuerza del brazo, me tapaban la boca y me arrastraban a un callejón.

—Silencio, insensata. Sabía que te encontraría aquí.

—Florent —intenté balbucir, pero su mano me lo impedía.

—No pronuncies mi nombre —me susurró—. Hay policía por todas partes. Tengo el carruaje escondido en una calle próxima. Sígueme y no hables.

Apretamos el paso por el callejón y salimos a la calle de la Lune; allí me hizo subir al coche, y él montó acto seguido.

—Florent… los libros… el contrato… estoy perdida.

—No te preocupes; nos iremos de todos modos.

—Florent, no puedo. La policía me conoce y tienen mi descripción en las aduanas. Sé que tienen órdenes de detenerme. Sólo hay un medio. Llévatelo tú todo y vete sin mí. Bien sabe Dios que ya no voy a necesitar nada.

—Geneviève, ¿qué estás diciendo?

—Márchate en seguida —dije yo, hundiendo la cabeza en su hombro y echándome a llorar—. No pierdas tu vida por mí. Y cuando vuelvas a casarte, pon mi nombre a una hija tuya en recuerdo de lo que te amé…

—Geneviève, cariño —replicó él con ternura, abrazándome—, no podría. ¿Cómo iba a irme sin ti? Tengo el contrato y el libro de la P. Esta mañana se los compré a Antoine Montvoisin por cien libras. Cuando anoche oí lo que decías, me di cuenta de que era la oportunidad.

—¿Los has comprado? ¿Los tienes?

Alcé la vista hacia él y mi corazón comenzó a latir alocadamente sin acabármelo de creer.

—Comprado, sí… más o menos. Le soborné y luego forcé el armario. No eran unas cerraduras muy… no olvides que soy hijo de relojero y sé mucho de mecanismos.

—Entonces, ¿Montvoisin ha huido con Marie-Marguerite?

Él movió la cabeza.

—Creo que los han arrestado. Él vigilaba fuera del gabinete, y cuando oí que llamaban a la puerta de la casa me guardé los libros en la camisa y salté por una ventana por la que apenas cabía; casi me rompí las piernas, pero eso me salvó porque la policía rodeó la casa por todas partes; salté la tapia, llegué al jardín contiguo y, franqueando otra tapia, salí al callejón. Mira, fíjate cómo me he destrozado el pantalón.

—Florent…

Tenía el corazón en un puño de oírle explicar cómo había escapado por poco.

—Luego, cuando estaba a punto de alejarme, pensé que, por lo que decías haber visto estos últimos días, seguramente vendrías a la casa para hablar tú con ella del contrato…

—Fui a prevenirla… He visto cómo la detenían al salir de misa…

—Da igual. Dos acciones igual de inconsecuentes; así actúas cuando te dejas llevar por el pánico. ¿Qué habría sucedido de haberla disuadido de ir a misa? La habrían detenido en su casa. No puedes cambiar el destino… Ah, mira, ya llegamos a casa.

Sylvie estaba en el piso de arriba haciendo el equipaje y Mustafá se dedicaba a criticarla, sentado en mi sillón.

—No guardes tantas cosas, Sylvie, no llevamos un carro.

—Sólo dos pequeños baúles y el cofre de las joyas de madame. También hay que hacer un sitio para la jaula del loro —dijo Florent.

—¿Y los vestidos de madame…?

—Deja todas las cosas de la marquesa de Morville, Sylvie. No cojas más que la ropa blanca, los vestidos de corte, el vestido rosa, el de terciopelo carmesí y el nuevo de rayas azules y flores. Tengo que dejar atrás la vejez.

—Muy bien, madame —dijo ella, sacando de los baúles los ropajes de luto, el miriñaque español, las enaguas y los velos, y moviendo la cabeza, compungida. ¡Con lo que cuesta!, debía decirse.

—Sylvie, ¿ha llegado recado del caballero de La Motte?

—Aún no, monsieur.

Florent comenzó a pasear arriba y abajo, impaciente.

—Florent, ¿qué sucede? —le pregunté.

—Nada, nada. Deja que te explique —dijo, llevándome a la antecámara y cerrando la puerta—. Se han frustrado mis planes, pero Lamotte me ha prometido ayudarme en lo que pueda.

—¿Lamotte?

—Lamotte, sí. Él está cada día más encumbrado y me debe no pocos favores. Me lo prometió con lágrimas en los ojos. Sólo que las lágrimas de Lamotte son profusas y teatrales, pero no muy de fiar… ¡Maldita sea! Si hubiésemos podido esperar hasta Pascua, habría sido más fácil. Estrenaría su nueva obra en la corte y habría tenido que salir de París para supervisar los preparativos; a él le dejan utilizar una carroza de la mansión de Bouillon para acudir a palacio.

—Ah, perfecto, a las carrozas con escudo nobiliario no las detienen ni las registran como a los demás vehículos. Ni siquiera les piden que descorran las cortinas ni preguntan qué ocupantes llevan.

—Exacto. Pero apoderándonos de los libros de La Voisin, a lo sumo ganamos unos días, y tenemos que estar muy lejos de aquí antes de que empiecen a interrogarla y la sometan a tortura.

—Pero estamos en Cuaresma, y no hay representaciones de teatro.

—Eso es. Le he pedido a Lamotte que piense algo, y estoy esperando su respuesta.

Aquella tarde llegó un muchacho con una carta.

Amigo mío, he intentado cuanto se me ha ocurrido, pero no puedo hacer nada. He ido a la catedral a encender un cirio por ti. Que Dios alivie tus pesares lo más pronto posible.

—¡Ah, maldito André! —exclamó Florent, estrujando la carta y arrojándola al fuego—. ¡Eso es todo lo que su minúsculo cerebro puede pensar! Es decir, nada —añadió, paseando enfurecido por la alfombra del dormitorio—. Geneviève —dijo al fin—, sólo hay un medio. Debemos salir de París cada uno por su lado, disfrazados, y reunimos en Calais.

—¿Y mis sirvientes, Florent?

—Mucho me temo que tendrás que dejarlos. Te delatarías yendo con ellos. Tal vez podrán salir después, disfrazados también —añadió para contentarme, al ver mi cara.

—Florent, es muy difícil disfrazar a Mustafá… y no digamos a Gilles. Sylvie, por su parte, no para de barbotar de vez en cuando con voz demoníaca; se delataría. Si los dejo aquí pueden darse por muertos.

Florent se sintió avergonzado.

—Lo siento, sé que es ser egoísta; pero hay que hacerlo. No puedo arriesgarme a perderte.

Me puse a pensar. Y recordé el sótano del Châtelet. ¿Traicionarlos por mi conveniencia? Me pondría a la altura de La Voisin. Finalmente dije:

—Creo que se me ha ocurrido algo, Florent, pero no es muy honrado. —Fui al escritorio de mi ruelle a escribir una carta—. ¿Cuánto tardarías en llegar a Versalles para entregársela a madame de Montespan? —inquirí.

—Puedo salir a caballo esta noche y cabalgar a la luz de la luna —dijo él—. Pero ¿qué te hace pensar que madame de Montespan querrá ayudarte?

—Porque ella también se beneficiará —contesté sin precisar—. Le expondré en la carta la detención de La Voisin y le ofreceré una predicción en la bola de cristal, y una vez ante ella, estoy segura de que la convenceré.

Florent pidió la capa y el sombrero y salió cuando ya oscurecía.

A la mañana siguiente estaba de regreso; se tumbó en la cama sin desvestirse, y se quedó dormido en el acto. Aún dormía cuando mademoiselle des Oeillets, vestida con ropa de viaje, pasaba a la sala de visitas de la planta baja. Se quitó el antifaz y Sylvie cogió su capa.

—Madame de Montespan acaba de regresar de la corte a su casa en Vaugirard. Hemos viajado de un tirón nada más saber lo del arresto de La Voisin.

Aunque a duras penas, me mostré sumamente tranquila.

—¿Y en qué puedo servirla?

—Quiere una predicción.

—¿Sobre su futuro?

—Eso… y encontrar algo que ha perdido.

—¿Qué clase de objeto? No tengo mucho acierto con objetos perdidos, aunque se me dan bien las alhajas y los cadáveres.

Estupendo, pensé. El pez mordía el anzuelo: lo que quería madame de Montespan eran los libros de registro de La Voisin sobre su horrendo comercio de venenos y brujerías. Necesitaba saber si estaban en poder de la policía.

—Iré a verla inmediatamente en vuestra compañía —dije—. Voy arriba a coger la capa.

Florent continuaba en el dormitorio, ya casi despierto.

—Florent, Florent, escucha. —Él lanzó un gruñido—. Necesito que me ayudes para un engaño. —Parpadeó, más alerta—. Madame de Montespan acaba de llegar esta mañana de Versalles; voy a prometerle recuperar el libro de la M en manos de la policía a cambio de que ella nos saque de París a todos en su carroza. Quiero que vayas delante de nosotros, para no perderte si sucediera algo. Le diré que he sobornado a la policía mediante un contacto de La Voisin y que tengo el libro escondido fuera de París. Así no podrá hacer que me detengan.

—¿El libro de la M? —dijo Florent, restregándose los ojos y sentándose en la cama—. Pero si lo tengo yo, Geneviève… —añadió con esa cara de perplejidad de quien aún está medio dormido.

—¿Que lo tienes tú, Florent? ¿Cómo es posible?

—Cuando forcé el armario de La Voisin lo cogí junto con el de la P.

—¿Y cómo diablos se te ocurrió hacerlo antes de que yo pensara pedirle ayuda? —inquirí mientras me abrochaba la capa y me ponía el sombrero sobre la cofia.

—Fue idea de Astarot —replicó él.

—¿De… Astarot?

D’Urbec me miraba con cara burlona; ahora ya estaba totalmente despierto y se abrochaba la camisa.

—Astarot es un demonio listo… más listo que Sylvie, que se imaginó adónde iba ayer por la mañana y que nunca deja pasar la ocasión de ganarse un dinero. Una vez que se manifestó, comprendí en seguida lo acertado de la idea —añadió, levantándose y acercándose al espejo para ver si tenía muy crecida la barba.

—Entonces, ¿qué hacemos?

—Di a madame de Montespan que te mande a alguien de su confianza, o, mejor, que vaya ella misma a la Posada del Signo de San Pedro, a dos leguas de París en el camino de Calais. Di que allí te encontrarás con la persona que tiene el libro y así podrá quemarlo ella misma si quiere. —Florent pensaba tan rápida y acertadamente que me admiraba sobremanera; advirtió mi mirada y nuestros ojos se cruzaron en señal de mutuo acuerdo. Éramos dos mitades de un mismo ser funcionando a toda prisa en perfecta coordinación—. Y recuerda —añadió— que no debes darle a entender que lo tienes tú.

Cogí la llave que llevaba colgada al cuello y abrí el compartimiento secreto de la ruelle.

—Naturalmente; además, estoy segura de que hablaré con mucha más convicción sabiendo que es cierta la treta.

Y me guardé los libritos de reflexiones en la bolsa en que llevaba la bola de cristal. Finalmente, guardé también el libro de mi padre, de tapas de cuero marrón.

—Bien. Yo saldré ahora mismo con mi criado, el arcón con tus vestidos y el baúl con la plata. Recuerda: Signo de San Pedro. Te esperaré allí con tus sirvientes. Esperaré cuanto haga falta.

Cerré el aparador, volví a colocar la librería y me dirigí a la escalera.

Fui con mademoiselle des Oeillets a la mansión de la calle Vaugirard y pasé sin demora a presencia de madame de Montespan. Estaba paseando arriba y abajo junto a un inmenso tapiz con la representación de José y sus hermanos de su salle verde, retorciéndose las manos. Tenía mechones sueltos de su habitualmente impecable peinado y su ropa estaba polvorienta del viaje. Se retorcía de tal manera las manos que temí que fuese a cortarse con los anillos.

—Madame —dije, haciendo una profunda reverencia—, creo que puedo paliar vuestros apuros. ¿Lo que buscáis son… unos papeles?

—Sí, unos muy determinados. Dicen que podéis hallar objetos perdidos. Necesito saber… cuando se ha perdido algo…

—¿No serán esos papeles los libros de cuentas de La Voisin?

Ella se acercó a mí y me agarró de los hombros con asombrosa fuerza.

—Sí —musitó.

—Puedo conseguíroslos con ciertas condiciones —respondí en voz baja para que no nos oyeran.

—Iré yo misma —dijo tras escuchar mis explicaciones—. No puedo arriesgarme a que caigan en manos de nadie. Ahora sus ojos me miraban tranquilos y calculadores.

—Sois astuta, madame de Morville.

—Tan sólo afortunada en mis… relaciones. Y en este momento ansío retirarme apaciblemente al campo. Quiero adquirir una granja y dedicarme a la apicultura.

Dije aquello para hacerle creer que estaba relacionada con los magistrados que guardaban las pruebas selladas y que no pocas veces se dejaban sobornar. ¿Por qué no imputárselo a ellos? Ella soltó una carcajada seca y breve.

—Creo que os gustan las cuentas tanto como a mí, madame de Morville. Pero, en cualquier caso, os deseo buena suerte en los planes que tengáis… cualesquiera que sean. Y… otra cosa…

—¿Queréis saber vuestro futuro?

—Mi muerte, madame. ¿Cómo va a ser?

—Por esa predicción siempre cobro por adelantado.

Me senté con cierto temor, ante el recipiente con agua, pues si su muerte resultaba muy penosa, a lo mejor ya no se interesaba por el libro. Pero no tenía por qué preocuparme: en la imagen que surgió aparecía muy anciana.

—Viviréis muchos años —dije, a la vista de aquella mujer que aparecía con el cutis arrugado como un papel con el que han jugado unos niños y cabeceando en un gran lecho con dosel.

—Os veo en un lecho con ricas colgaduras en un gran aposento de un castillo que no conozco. Enfrente del lecho, en la pared, hay un retrato del rey.

Sin duda un castillo del exilio.

—Estáis muy acompañada; vuestras damas tañen instrumentos de música y cantan. Y veo otras que… cosen y charlan.

La verdad es que era una extraña escena: una habitación llena de candelabros, cual si madame de Montespan temiese la oscuridad. Las damas cabeceaban somnolientas; de pronto, los apagados ojos de madame se abrían presas del pánico, lanzaba un mudo chillido a las damas y éstas reanudaban el canto. Acompañantes pagadas para que ahuyentasen con su compañía los terrores nocturnos.

—Entonces, me tienen afecto —dijo ella.

—Es evidente —añadí yo.

—Pues saldrá bien cuanto decís. No hay tiempo que perder. Mademoiselle des Oeillets, pedid la carroza grande. Cuatro lacayos y tres postillones en librea plata y azul. Y mi guardia a caballo. ¡Rápido! Y vuestro mejor vestido. Tengo que hacer una importante gestión en el campo, y quiero que me acompañéis.

Ya dentro de la carroza, sentadas en los mullidos almohadones de terciopelo, inquirió:

—Decidme, ¿cómo sabíais lo que quería y lo tuvisteis preparado tan pronto?

—La bola de cristal —dije—. Vi la imagen de vuestra salvación, y de la mía.

Asintió con la cabeza, convencida.

Nos detuvimos un instante ante mi casa, en la calle Charlot, e inmediatamente nos vimos rodeados de chiquillos gritando al ver el cortejo y los criados de librea azul y plata. Los postillones los apartaron de los enormes y resabiados caballos y los lacayos ayudaron a Gilles a cargar mis baúles. Sylvie, aferrada a una bolsa, me tendió la jaula del loro, mientras Mustafá, con su más lujoso atuendo turco, cerraba con llave la puerta.

Conforme el carruaje avanzaba traqueteando hacia las murallas, madame de Montespan, superada su primera reacción de disgusto al ver el pájaro, me preguntó:

—Decidme, ese… animal… ¿habla?

—¡Infierno y condenación! —chilló el loro, una vez hubimos pasado las aduanas y cruzábamos por los suburbios.

—Qué vocabulario tan extraño —comentó madame de Montespan, descorriendo la cortina de la ventanilla para que entrase la luz y el aire.

Con los caballos al trote, la carroza traqueteaba y se balanceaba rítmicamente ya en pleno campo.

—¿Qué esperabais de un pájaro que ha conocido personalmente a La Voisin? —añadí yo.

Pero en el fondo de mi corazón todo era alborozo pensando en que él me esperaba y mi mente no tenía otra imagen que sus negros ojos.