—¡Lorito bonito! ¡Lorito listo! ¡Grrr!
El loro de la abuela paseaba sin cesar, mirándose en el regalo de año nuevo: un espejito colocado en el extremo de la barra. Yo misma había encomendado a d’Urbec que buscara el obsequio que creyera más adecuado para el pájaro. Había vuelto tan cargado de regalos de su último viaje al extranjero, que incluso Astarot había desaparecido varios días nada más probarse Sylvie un nuevo sombrero con cintajos de seda.
—Florent, desde tu regreso este pájaro se ha vuelto más vanidoso que un pavo real. ¿No te avergüenza corromperlo de ese modo?
—Pájaro vanidoso, pájaro bonito —gritó el loro, pavoneándose ante el espejo.
D’Urbec, en batín y con los pies apoyados en el escabel, dejó la taza en la mesita y miró al loro con satisfacción.
—Los loros y los perrillos falderos no se me resisten. Sólo con los gatos tengo contrariedades. ¿No lo encuentras significativo?
—¿Quieres decir que por eso tú y Madame no congeniáis? Yo creo que no es sólo por los gatos. Y aún no me has dicho por qué te ha echado de su casa en presencia de madame de Poulaillon.
—Esperaba que no te hubieras enterado. Ya veo que no puedo subestimarte.
—Quiero saberlo, Florent. Necesito saberlo por si me llega algún regalo extraño. Guantes perfumados o una botella de vino, por ejemplo. Y tendrás que enviar tus camisas a otra lavandería.
—No te preocupes. No hice más que enseñarle la mano, intentando rescatar tu contrato. Cabría pensar que desea venderlo, ya que últimamente ha disminuido su valor. Pero me echó a mí la culpa, se negó y me organizó una escena, amenazándome para que renunciase a la idea de casarme contigo. Yo le repliqué con unos cuantos legalismos para lograr mis propósitos, ella sacó el contrato para mostrarme que era legal, y así me enteré de dónde lo guarda.
—Florent —dije, nerviosa—, por Dios bendito, no intentes entrar allí para apoderarte de él… Te juegas la vida. Déjala que siga creyendo que sólo vivimos juntos.
—Sylvie, un poco más de chocolate, por favor; está muy bueno. —D’Urbec dio la orden con toda naturalidad y cuando la criada salió del cuarto, hizo un ademán de cautela—. Mira —añadió en voz baja—, tienes que confiar en que soy capaz de engañar a la reina de las tinieblas. Si engaño a Desgrez y a esos perros de la policía y te saco de París, no me resultará difícil apoderarme de unos papeles.
—Florent, te lo ruego, no precipites las cosas… eso no es tan importante.
—Al contrario, es muy importante… y tú lo sabes. Es el único vínculo por escrito entre tú y La Voisin. Todo lo demás son simples rumores; medio París ha pasado por su casa, y ni La Reynie sería capaz de identificar a tanta gente. Quiero ese contrato y el libro marcado con una P que tiene en la estantería superior.
Estaba horrorizada. ¿Cómo iba a amarme si lo leía?
—¿Sabes lo del libro? —inquirí, atenazada por el temor.
—Es mi deber saber las cosas que podrían hacerme perderte para siempre, Geneviève. He aguardado demasiado tiempo para ahora perderlo todo.
—Bueno, no corre tanta prisa. A La Bosse y a La Vigoureux las detuvieron hace ya un mes y a Madame no la han molestado para nada. Igual que cuando hace dos años detuvieron al caballero de Vanens por acuñar moneda falsa y se descubrió que era un envenenador. Pero la cosa quedó ahí. Ya amainará la tormenta, Florent. Sería mejor vender mis cuadros que perder tiempo intentando apoderarte de ese libro que está en su poder.
Él asintió con la cabeza y yo pensé que se olvidaba del asunto.
Transcurrió febrero, y aunque los primeros vientos de marzo fueron crudos se notaba ya la primavera en el aire. Pronto, pronto, decía el viento; pronto habrá flores y volverá a haber pescado en el menú. Florent iba vendiendo muy bien mis cuadros, cosa que yo lamentaba, y dio salida también a un gran aparador, muy pesado, que ya no necesitaba porque había prescindido de los objetos de plata.
Un día, a última hora de la mañana, cuando había despedido al último cliente, vi que Sylvie quitaba el polvo tarareando. Era un saludable cambio; a Astarot no le gustaba quitar el polvo para no tener que agacharse.
—Sylvie, te veo muy contenta esta mañana. ¿Y Astarot?
—¿Astarot? Ah, ha ido a visitar a la familia.
—¿Los diablos tienen familia?
—Claro. Si os hubiera poseído uno lo sabríais. Astarot tiene docenas de esposas, y amantes más aún; y no digamos hijos, primos, hermanos, tíos y tías. Aparte de que tiene que mantener su importante posición por ser amo y señor de legiones de demonios. Tiene que estar en muchas partes, a pesar de que le gusta más París.
—A cualquier persona inteligente le gusta más París —comenté yo—. ¿Me has preparado el vestido de tafetán? —inquirí—. Esta tarde tengo que ir de consulta a la mansión de Soissons.
—Eso es señal de primavera. Todas quieren un nuevo amante y que les leen la fortuna. Volveréis a ganar dinero. Ya tendríais una fortuna si no mantuvierais a ese tahúr. No, no es que no me guste, pero la verdad… ¡Los cuadros que tanto apreciabais! Os habéis convertido en una esclava del amor. Si Madame no estuviera tan ocupada, menuda regañina os echaría.
—La regañina te la voy a echar yo si no abres la puerta. ¡Mustafá! ¿Dónde se mete cuando se le necesita?
Me volví y vi que Sylvie había hecho pasar a dos individuos de sobrio aspecto; abogados, a juzgar por sus largas togas y gruesas pelucas. Uno de ellos estaba de espaldas y con toda evidencia observaba los muebles. El otro pasaba los dedos por el claro de la pared en la que estuvo colgado un cuadro, tras lo cual se miró la yema de los dedos para ver si tenía polvo.
—Parece ser que en esta pared había un cuadro. Es evidente que os avisaron a tiempo, madame Pasquier.
Al oír mi apellido se me heló la sangre en las venas. El otro hombre se volvió y me miró. En los escasos cinco años transcurridos parecía más viejo; estaba más gordo de cara y sus ojos eran severos y mortecinos, como dos nabos que han estado demasiado tiempo guardados. Su piel me recordaba esos gusanos hinchados que se ven ahogados en el suelo después de una tormenta. Era evidente que se acomodaba perfectamente a su profesión.
—Vaya, vaya, si es Étienne, el chupasangre. ¿A qué debo el honor de tu visita, hermano? ¿Se te han agotado las ganancias de la venta de tu hermana? —dije, encantada de ver cómo se enfurecía.
—Al menos no niega su identidad —dijo su compañero, conteniéndole.
—Siempre has tenido una lengua viperina, hermana. Te reconocería por ello aunque el resto hubiese cambiado totalmente. El silencio obligado de un convento le hará bien a tu alma y, sin duda, llegará el día en que me agradezcas el haberte librado de tan lamentable vida.
—¿Agradecerte qué? ¿Que interrumpáis mi trabajo y entréis en mi casa, escrutándolo todo como dos prestamistas?
Esta vez fue mi hermano quien contuvo al otro.
A mis espaldas, oí cómo Sylvie susurraba:
—Mustafá, corre a la galería de arte del Pont Notre Dame. Dile a monsieur d’Urbec que hay un grave problema.
—Déjala. Acabamos de comprobar que nos habían informado bien, y no podrá escapar. Así, pronto podré ocultar esta… horrible desgracia en el honor de la familia.
Yo avancé un paso y miré como un basilisco su rostro corrupto, haciendo que retrocediera.
—¿Quién te ha dicho que vivía aquí? —inquirí con voz glacial.
—Tengo mis medios. Informadores de la policía. La Reynie te ampara, pero tiene enemigos.
Sí, pensé yo, enemigos entre los grandes, que no quieren que descubran sus corruptas actividades con los ocultistas de París. Alguien relacionado con ellos y con acceso a los archivos de la policía pretende deshacerse de mí para interrumpir la investigación de La Reynie; por ellos habrá sabido mi verdadero nombre.
—¿Y de qué te han informado? ¿Que mademoiselle Pasquier vivía en la calle Charlot, que era rica y que tu honor exigía que te apoderases de sus bienes y la encerrases en un convento?
—Me informaron de que mi hermana fugitiva había manchado el apellido de la familia convirtiéndose en adivina y que estaba amancebada con un tahúr.
—Y que se lo estaba gastando todo antes de que tú pudieras echarle mano, ¿no es eso? Qué prisa tan indecorosa, hermano.
—Con insultos no haces más que cavar tu propia tumba, hermana —replicó él, cruzándose de brazos y mirándome arrogante.
—¿Y el que esté casada no cambia las cosas?
Él retrocedió y Sylvie se quedó atónita, al tiempo que miraba como al infinito, calculando.
—¿Casada? Mientes. ¿Quién iba a querer a un monstruo como tú?
Segura, con mi caro vestido de moda lleno de encajes, me reí en su cara.
—Pues no me han faltado cazafortunas. ¿Eso no te lo han dicho? Pobre hermano, llegas tarde. Mi fortuna se te escapa de las manos. Y ahora estás insultando a una dama en su propia casa.
Me senté en el sillón de brocado rojo con almohadones, protegida por el macizo escritorio con la bola de cristal en el trípode en forma de dragón.
—Arpía —exclamó él, acercándose—, eres capaz de decir cualquier cosa con tal de disuadirme, ¿verdad? Pero no me engañas. Te creeré cuando vea el contrato de matrimonio; y en cuanto a ese aventurero, le haré arrestar…
Había comenzado a dar voces, como si con gritos compensase la falta de lógica, mientras Gilles se situaba detrás de ellos, al pie de la escalera, con sus fuertes brazos cruzados, por si llegaba la ocasión de intervenir.
—¿Atentando contra la familia, institución tan cara a nuestro monarca? —repliqué, sarcástica—. Quizá no sepas que me consulta personalmente… —Al oír mencionar al rey, el segundo abogado me miró sorprendido con gesto deferente, pero nada podía contener a Étienne en su deseo de posesionarse de aquellos muebles que había acariciado—. Ten cuidado, hipócrita —añadí con odio—. Si continúas molestándome se plantearán interrogantes sobre tu conducta que probablemente no te hará mucha gracia contestar…
Pero en aquel momento los dos se volvieron al oír abrirse la puerta y fuertes pasos en la entrada, y el compañero de Étienne le tiró de la manga, instándole a marcharse.
—Oh, no, quedaos, caballeros. Me encanta que conozcáis a mi esposo —dije yo, haciendo hincapié en la palabra, mientras Sylvie se aprestaba a recoger la capa de Florent y yo advertía una expresión extraña en la muchacha. Mustafá estaba detrás de Florent, quien, con sus inteligentes y negros ojos, se había hecho cargo inmediatamente de la situación. Una extraña sonrisa cruzaba su rostro.
—Vaya, ¡cuánto honor! —dijo con voz tenue—. Abogados. ¿Serán familia? No creo. No hay parecido físico. Si dicen ser de la familia serán bastardos —añadió, con una pausa para ver el efecto causado, mientras Étienne enrojecía a ojos vista.
—Bastardo fementido… —exclamó Étienne, mientras Mustafá, sin que lo advirtieran, introducía la mano en el fajín, pero yo le detuve con una mirada.
—Querido esposo —dije—, mi hermano ha sido muy amable y ha venido con un testigo. Cariño, ¿qué te parecería ser el dueño de una preciosa residencia en la Cité, herencia mía, ahora que mi hermano tan amablemente ha confirmado mi identidad?
—¿La mansión Pasquier? Pero ¿no es un poco triste, amor mío? —replicó Florent, en perfecta consonancia con la farsa.
—Da igual, tesoro, podemos reformarla con el dinero de la venta de la preciosa propiedad rural que me dejó mi abuela. Espero que me la hayas administrado bien, hermano.
—¡Perra! —exclamó Étienne, al tiempo que yo miraba a Florent y él me miraba a mí, y nuestros cerebros concordaban como una sola chispa. Jaque mate en dos movimientos.
—Maître Pasquier, ¿es eso cierto? —inquirió el colega de Étienne.
—Jamás… yo…
—Étienne —tercié yo—, no pueden ser las dos cosas: o soy tu hermana y te aprovechaste para quedarte con mi herencia, o no soy tu hermana y ahora intentas robar mis bienes. Haz el favor de decidir una de las dos ante este respetable testigo que tan oportunamente has traído.
—Maître Pasquier, mi reputación… Me habéis engañado…
—¿No acabas de decidirte, hermano querido? Voy a ayudarte. La policía está perfectamente al corriente de este caso, y quizá sospeche que fuiste tú quien asesinó a aquella pobre muchacha que identificaste como si fuera yo. Mustafá, quiero enviar un recado a monsieur de La Reynie…
—Vámonos, vámonos… Ya haréis la demanda más adelante —terció el colega de Étienne, tirándole de la manga.
—Ah, ¿tan presto os marcháis, ahora que iniciábamos la conversación? —inquirió Florent al ver que el colega de Étienne tiraba de éste hacia la puerta—. Lástima; quizá en otra ocasión. Adiós, caballeros.
Nada más cerrarse la puerta tras ellos, Sylvie se puso a batir palmas, exclamando:
—¡Bravo, bravo! ¡Igual que en el teatro! ¡Magnífico!
Florent y yo intercambiamos una sonrisa.
—Pero, desgraciadamente, a diferencia del teatro, en la vida real no cae el telón —dijo Florent—. Puede volver, y si comprueba lo que le has dicho, lo menos que puede suceder es que se enteren de nuestro matrimonio quienes no nos interesa. No me gusta. Esto no lo había previsto —añadió, poniéndose a pasear por la habitación con el entrecejo fruncido—. ¡El diablo se lo lleve! ¡Si hubiese venido un mes más tarde…! Ahora me veré obligado a pensar otro plan.
—Astarot dice que él lo arreglará todo —terció Sylvie.
—¿Queréis callaros tú y ese maldito demonio? ¡Estoy pensando! —exclamó d’Urbec irritado, haciendo que Sylvie rompiera a llorar.
—Vamos, vamos, Sylvie —intervine yo, consolándola—, monsieur d’Urbec está alterado; no pretendía ofender al príncipe de los demonios.
De pronto sentí necesidad de sentarme. Étienne había traído consigo una serie de malos recuerdos: de mi tío; de mi padre agonizante; de mi madre, ciega y loca, tropezando con los muebles. Y no me atrevía a hablar de ello ni a pensar con detenimiento; quería borrarlo de la memoria. Me senté y me llevé las manos a la cara. Me sentía extenuada, como flotando, como un espíritu, casi vaporosa.
—¿Cómo voy a poder comparecer ante la condesa de Soissons esta tarde? —exclamé, arrellanándome en el sillón—. Estoy exhausta y no podré ver las imágenes.
—¿Qué? ¿La condesa está en París? —inquirió Florent—. ¿Cómo es que no está en la corte? Todas las personas importantes están en Saint Germain. Algo grave debe pasar. Quién pudiera saberlo…
—Bah, no creo. Tratándose de esa mujer, tanto puede ser una indigestión como un nuevo amante —dije yo.
Pero me equivocaba. Mientras me ayudaban a apearme de mi carruaje ante la gran escalinata interior de la mansión de Soissons, vi que por ella descendía Primi Visconti; iba encorvado para hurtarse al cruel viento de marzo y bien abrigado con la capa. Era la viva imagen del abatimiento.
—¡Eh, monsieur Primi! —grité yo, en pleno viento, y él ladeó la cabeza, mostrando una expresión de satisfacción, cual si estuviera absolutamente despreocupado.
—¿Cómo estáis, madame de Morville? Mi enhorabuena: cada día se os ve más joven.
—No precisamente gracias a vos, Primi. Decidme, ¿de qué se trata hoy? ¿Otro concurso de adivinos? ¿O me van a exhibir con un autómata de relojería y un oso danzante?
—Creo que os debo excusas, marquesa. El deporte preferido del rey es desenmascarar adivinos, magos y charlatanes.
—La próxima vez desenmascaraos vos mismo, Primi. Me dan ganas de echaros una maldición para que os quemen en la hoguera.
—Ah, siempre dije que erais una bruja… aunque ya no importa —dijo él con un suspiro.
—Bah, ¿qué tenéis que lamentar? A vos os hizo favorito y a mí me ha arruinado.
—Ahora es la ruina de todos, marquesita. Yo huiría, pero estoy enamorado… y me quedaré, arriesgándolo todo.
—Aquí vamos a quedarnos congelados; resguardémonos en la puerta.
—En este caso es preferible helarnos a que nos oigan —replicó él, señalando a un guardia suizo de librea junto a la gran puerta de doble hoja de la mansión. El viento azotaba cruelmente la escalinata de piedra—. Corre el rumor por París de que estos últimos días los adivinos de la capital se han valido de venenos para sus predicciones; han arrestado a una vieja de la que nunca había oído hablar, una tal Marie Bosse, y ella ha comprometido en sus declaraciones a otra a quien llaman La Vigoureux. A ésta la conocí en una ocasión en casa de madame de Vassé y me leyó la mano. Está presa en el Château de Vincennes y dicen que está confesando bajo tortura los nombres de sus cómplices.
—Primi, sois un morboso… Por leeros la palma de la mano no os acusarán de nada, lo mismo que a las demás necias a quienes también se la leyó.
Pero lo que acababa de decirme me había impresionado profundamente, aunque él estaba demasiado alterado para advertirlo.
—Si sólo fuera eso —añadió con gesto de desesperación—. No, marquesa, para mí es peor de lo que imagináis. La mujer que amo… ¡oh, marquesa, deberíais verla! ¡Es divina! —añadió, recobrando su buen ánimo tan súbitamente como lo había perdido, y besándose la punta de los dedos al pensar en su amada—. Nos conocimos cuando me llamó para que le leyera la mano. Una sola mirada y quedé prendado. ¡Qué ojos! ¡Qué adorable cintura! ¡Tengo que conquistarla! Le eché la buenaventura y predije que pronto estaría apasionadamente enamorada de mí y que sería mi esposa; pero desgraciadamente ya estaba casada; y lo que es aún más lamentable: su esposo cayó enfermo y ha muerto, dejándome así como sospechoso de haberle envenenado con la ayuda de esa Vigoureux.
—Y habéis tenido que dejarla…
—¿Dejarla? ¡Qué insensatez! ¡Claro que no! Hacemos apasionadamente el amor todas las noches. Estoy preso en las cadenas de Cupido… Mi destino es morir por amor…
—Primi, estáis loco.
—Naturalmente. ¿Cómo, si no, se puede vivir en este mundo trastornado? Adiós, marquesa. Si volvemos a vernos, puede que sea en el otro mundo…
—Primi, esperad… —exclamé, cuando iba descendiendo por la escalinata; se volvió, y el viento me trajo sus palabras.
—Ya está; nuestro mundo se acabó. Para siempre. Id a consolar a la condesa, pero aseguraos de que os paga en el acto.
Contemplé la esbelta figura del italiano mientras montaba en el carruaje que le aguardaba y, al tiempo que el cochero tiraba de las riendas y lo ponía en marcha, vi que se arrebujaba en el asiento con el sombrero bien calado.
Aguardé un buen rato en la fría antecámara con suelo de mármol de la condesa. Los vidrios de las ventanas temblaban bajo las ráfagas de viento y por debajo de las puertas de molduras doradas penetraban fuertes corrientes de aire. ¿Qué querría la condesa? Si estaba consultando a adivinos es que algo había debido suceder en la corte; habría oído algo que la había impulsado a recurrir de nuevo al mundo del ocultismo. Sería algo que deseaba o algo que la atemorizaba. Pero ¿qué?
La noble dama estaba ojerosa y había querido ocultar las arrugas de sus mejillas con una gruesa capa de maquillaje blanco. Su mirada iba de un lado a otro y su sonrisa era tan artificial que parecía que emitiera un grito inaudible. Esta vez no es porque quiera ser amante del rey, me dije. Tiene miedo.
—Madame de…, bueno, como os llaméis, sé que hacéis predicciones verídicas. Visconti ha visto una brecha en la línea de mi destino, y en los naipes ha visto una desgracia, una caída. Va a salir a la luz un secreto de mi pasado.
Ah, eso era: los crecientes rumores a raíz de la detención de La Bosse y La Vigoureux sobre los que Visconti me había prevenido. Pero él ignoraba algo que yo sabía: que la investigación estaba bloqueada. Habían arrestado a gente de la categoría de La Bosse, pero no habían molestado para nada a La Voisin ni a sus socios más destacados. ¿Habría la condesa obtenido de La Bosse el veneno para deshacerse de su marido? Si era así, razón tenía para preocuparse, pues hacía semanas que la sometían a tortura y bien podía haber confesado una lista con nombres de clientes. A través de los magistrados se habría filtrado algún comentario de la investigación secreta de La Reynie, difundiéndose entre los allegados a la abogacía y a la corte. Y si no se trataba de su marido, ¿qué otras personas habían dejado este mundo por efecto de la blanca mano de la condesa? Quizá las suficientes para condenar a una mujer, incluso siendo de su alcurnia.
—Queréis saber vuestro futuro —dije yo, desenrollando el tapete.
Ella se inclinó sobre la bola de cristal mientras yo removía el agua, y los diamantes de su escote se reflejaron cual arco iris.
—Madame, por favor, el color de vuestro vestido y las alhajas enturbian el agua.
—Tengo que saberlo —dijo ella, retirándose un poco.
—Veo la misma imagen que os dije hace muchos años: vuestra carroza; es de noche, vuestros criados van vestidos de gris, los caballos al galope en la oscuridad. Os acompaña la marquesa d’Alluye. No habláis… Se os ve a las dos preocupadas…
—Sí, desde luego, no es una cita… no; es una huida. ¡Y pensar que durante años he creído que aquella predicción era falsa! ¡Qué amargura! Vos lo visteis todo. ¿Por qué no me previnisteis?
—Esperad, madame, se está formando otra imagen. Estáis… debe de ser en el extranjero, las ropas son extrañas… no parecen francesas. Os veo oyendo misa en una extraña iglesia…
—Entonces, estoy salvada…
—¡Aguardad! Al fondo de la iglesia hay dos hombres, uno de ellos con un gran saco. El primero… creo que le conozco… hace una señal bajando la mano. El segundo… Oh, hay un tercero al otro lado de la nave… Ahora abren los sacos. ¡Dios mío! Los sacos están llenos de gatos negros que echan a correr en tropel por la iglesia. La gente vuelve la cabeza hacia vos… como si pensaran que los gatos son diablos que han llegado en vuestra compañía… Gritan, amenazan. Os tiran del vestido tratando de destrozarlo… Vuestros criados golpean a la gente mientras echáis a correr hacia la carroza que os aguarda afuera.
—Y ese hombre… ¿Decís que le conocéis?
—Es un agente de la policía de París, madame. Desgrez, para ser exactos. El hombre que logró atraer a madame de Brinvilliers fuera del convento en el que estaba refugiada, en el extranjero.
—¡Me matarán! ¡Incitan a la plebe contra mí! ¡Oh, qué muerte tan ingeniosa… y nadie a quién reprochársela! Los villanos no osan atacar a una Mancini y recurren a una patraña. Juraría que es Louvois, que me odia. Nos odia a todos los que somos de más alto linaje que él. Le conozco; se servirá de su factótum La Reynie para ejercer su venganza bajo el manto de la ley. Así actúa ese malvado… al acecho del momento preciso. Nadie está seguro, ni los Mancini. Decidme, mi muerte…
—Eso requiere el pago por adelantado, madame. —Cogí el dinero y volví a mirar en el agua—. Morís vieja —dije, y en el frío aposento resonó la loca carcajada de la condesa.
Se puso en pie de pronto, estirando los brazos por encima de la cabeza y chillando:
—Vieja, vieja, ¡viviré a pesar tuyo, Louvois! —Luego recordó que yo estaba presente y me miró con ojos protuberantes, de loca—. ¿Y qué me importa Louvois? Ja, ja. No es nadie… —añadió con un leve papirotazo de los dedos para señalar su insignificancia—. Ah, ese pequeñoburgués, ¡juro que me vengaré de él!
Cuando mi carruaje entraba en la calle de Picardie me recliné en los almohadones como si estuviese cansada de varias sesiones seguidas. Una más como aquélla acabaría por matarme, pensé. Y creo que debí quedarme adormecida, pues sentí como si me despertase con un sobresalto al detenerse el coche en la calle Forez. La última de la jornada. El deseo de obtener mi cordial me hizo sacar fuerzas de flaqueza.
La Dodée me recibió en la puerta; su rostro, habitualmente jovial, reflejaba honda preocupación bajo la cofia de lino blanco. Se limpió las manos húmedas en el delantal y dijo:
—¡Ah, por fin llegas! Tengo tu pedido preparado, pero no lo he enfrascado. La Trianon quiere verte en la trastienda. Está preocupadísima y desea que hagas una predicción.
Yo lancé un gemido.
—Soy incapaz. No he parado en toda la tarde y creo que me desmayaré si vuelvo a mirar el agua.
—Pasa al laboratorio y descansa con los pies en alto. Te haremos café y recuperarás fuerzas. Suceden cosas terribles. Nos golpea el rayo por todas partes y hemos de saber dónde va a caer la próxima vez.
Colocaron un sillón junto a la chimenea y nada más sentarme en él se me cerraron los ojos. Una de las niñas debió arrimar un escabel, pues lo último que noté antes de perder el sentido fue que me alzaban los pies.
—¡Despierta, despierta! —gritaba La Trianon, zarandeándome por los hombros.
—Ah… no estaba dormida… Sólo tenía los ojos cansados.
—Curiosa manera de descansar la vista. Serían tus ojos los que roncaban.
—¿Yo roncando? ¡No puede ser! —repliqué, irguiéndome.
La Trianon estaba de pie a mi lado, con las manos en las caderas y las mangas de su vestido negro subidas hasta los codos como si acabara de terminar un trabajo.
—Creo que con esto recuperarás fuerzas. Toma… Necesito que me hagas una predicción. Es cuestión de vida o muerte.
El café turco era fuerte y dulce, mejor que un medicamento; sostuve la tacita en mis manos, calentándomelas y aspirando el aroma.
—Estupendo. Ya pareces más viva. Tenemos el agua en el banco de trabajo, junto al atanor.
Miré hacia allí y vi que el recipiente relucía por efecto de la tenue luz procedente de la ventana. Una de las niñas fregaba el suelo, y detrás del atanor, en una caja, una gata amamantaba a sus gatitos. La Dodée y otra niña acababan de llenar el último de los frascos de cordial con un embudo y se disponían a sellar los corchos.
—Oh, mirad eso; la arpía se deshace. Debe haberse apolillado —comenté.
—No es lo único que se deshace últimamente. Los prudentes se esconden, pero nosotras no podemos… Vivimos de esto. Pero quizá aún pueda arreglarse todo. Madame ha planeado un gran coup para salvarnos a todas, y va a presentar una solicitud al rey. Pero para hacer nuestros planes tenemos que saber cómo van los trámites.
—¿Una solicitud? ¿Para qué?
—Una solicitud envenenada —musitó La Trianon—. Ni La Dodée lo sabe. La semana que viene va a entregársela a Saint Germain, porque en el primer intento la arrolló la multitud que rodeaba al rey y no pudo hacerlo; pero la próxima vez no fallará. Esta vez… nos es imprescindible que tenga éxito.
—Pero ¿cómo puede ir el veneno desde el papel a los ojos del que lo lee?
—A los ojos no; al bolsillo. La petición está recubierta de un polvillo, y el rey suele guardarse las peticiones, sin leerlas, en el bolsillo, junto al pañuelo. Cuando muera, caerán sus ministros y el revuelo hará que nadie piense en investigar el caso y cesará esa odiosa investigación que nos amenaza.
—¿Y si falla?
—Entonces moriremos todos… tú, yo, madame de Montespan, los Mancini… Todos.
—Muy bien, voy a consultar la bola —dije, arrimando un taburete al alto banco de trabajo, mientras La Trianon despedía a las niñas y a La Dodée.
—Ahora no… Molestáis a la marquesita y quiero que haga la predicción con tranquilidad.
El agua se oscureció, como por efecto del crepúsculo que avanzaba en el exterior. Luego, en el centro, vi un destello naranja, pequeño al principio, que fue aumentando hasta llenar el recipiente.
—¿Qué ves?
—Un incendio… Aguarda, veo algo más.
Sobresaliendo de las llamas aparecía la parte alta de un cadalso y, en el centro de la pira, una figura sentada, encadenada, con el rostro contraído, gritando algo inaudible.
—Sentada… alguien a quien han torturado… piernas rotas… Es… aguarda, casi no se ve…
Escruté cuanto podía y tan cerca del agua que mi aliento la empañó. La imagen se distorsionó y se diluyó. Aparté mi rostro del agua. No cabía duda.
—Era Madame, quemándose viva.
—¿Estás segura?
—Por completo. Tiene el pelo como una tea y el rostro negro, pero la reconocería de todos modos. Los ayudantes del verdugo… descuartizan el cadáver con ganchos, pero… creo que no está muerta… los brazos y las piernas se le mueven.
Mi debilidad era extrema y, de pronto, el techo, con arpía y todo, comenzó a dar vueltas.
—¡Rápido, rápido! —gritó La Trianon sujetándome, mientras las otras volvían para ayudarme a sentarme en el sillón—. Es horroroso, horroroso. Marie, ve a la esquina y pide un carricoche, tengo que ir a ver a Madame. He de disuadirla para que no vaya a Saint Germain la semana próxima. Debe huir…
Una de las niñas había traído a La Trianon su sombrero negro de fieltro y la capa, pero cuando la otra iba ya hacia la puerta, le grité para que se detuviera.
—Mi carruaje está ahí afuera. Iremos juntas. Si hay que convencer a Madame debo hablarle yo. Enviad recado a mi casa de que llegaré tarde.
La Trianon arrugó la nariz.
—¿Te espera el hombre con el que duermes? Que espere… Eso les viene bien.
—No es por eso… es para que no salga en mi busca y pueda descubrir vuestros planes.
—Así que no sólo es un hombre sino además listo. Buena complicación te has buscado —añadió ella.
—Basta, que el tiempo corre.
Tuve suficiente presencia de ánimo para coger los frascos de cordial antes de salir para montar en el coche.