Hasta avanzada la tarde no pude pedir mi carruaje y librarme de la indeseada hospitalidad. No me preocupaban gran cosa La Bosse y La Vigoureux, que seguramente eran lo bastante inteligentes para reconocer a la mujer de un policía, pero la ofensa de La Reynie me reconcomía. Fui directamente al laboratorio de La Trianon en la calle Forez, enfurecida y decidida a todo. En la calle, un grupo de atolondradas muchachas con delantal y zuecos acababa de salir de la tienda entre risitas, escondiendo algo. Un filtro de amor, sin duda.
El vestíbulo negro estaba decorado como nunca. Era evidente que el negocio les iba mejor que nunca. En la repisa de la chimenea vi una vela montada en un cráneo de gato ante un complicado grabado con los círculos celestes e infernales, y en la mesa de consulta había varios frascos misteriosos, además del cofre con las cartas de tarot y un libro de fisiognómica. La hornacina tenía discretamente corrida la cortina sobre el retrato del diablo, y el esqueleto de mi tío, colgado de un alambre, iba adquiriendo una agradable pátina. Los esqueletos tienen algo impersonal, y ya en el curso de otras visitas había comprobado que podía mirarlo sin emoción alguna, salvo, quizá, un leve sentimiento de alegría.
—Ah —exclamó La Trianon, alertada por la campanilla del laboratorio—, es la marquesita. Querida, ¿a qué se debe el honor? No me digas que se te ha acabado la medicina de los nervios…
—Precisamente del cordial quería hablarte. Tengo que dejarlo.
—Siempre dices lo mismo. ¿Qué ha sucedido? ¿Otro médico te ha dicho que el licor va a acabar contigo? Recuerda que nosotras te lo dijimos. No he visto a nadie que tome tanto como tú.
—Cedo a la debilidad. Pero vivimos tiempos peligrosos y no quiero ser débil.
La Trianon me miró con los ojos entornados.
—Lo sabes, ¿no? —dijo. ¿A qué se referiría?, pensé; debe de ser algo grave—. Te lo habrá dicho ella —añadió en un susurro—. Debería haber pensado que a ti no se te podría ocultar… tú, que lees la bola de cristal.
Yo me mostré indiferente. Si hacía preguntas quedaba en evidencia que no sabía nada.
—Yo no espío —repliqué—, pero no puedo evitar enterarme de las cosas. Pero, bueno, he venido por otro asunto. Quiero que diluyas el opio del cordial sin que la mezcla deje de saber igual de fuerte. Te pagaré lo mismo, pero reduce la cuarta parte del opio cada semana. Así podré ir reduciendo la dosis.
La Dodée, que había entrado para coger unos papeles, me sonrió a guisa de saludo al verme sentada con su amiga delante de la chimenea. Era evidente que había oído mi petición.
—De este modo no acabarás vomitando sangre como aquella vez; Madame creyó que te envenenábamos —terció animosa, y yo advertí que La Trianon se mostraba extrañamente serena en presencia de la joven; prueba de que no había hablado con ella del grave asunto. La Voisin debía traerse algo entre manos. Al salir La Dodée, La Trianon se levantó y apoyó una mano en la repisa de la chimenea, haciéndome una seña con la otra para que me acercara.
—Tengo que hablar contigo confidencialmente —susurró—. No he conseguido hacer entrar en razón a La Voisin, y como sé que siempre ha sentido debilidad por ti, a ver si te hace caso.
—Cuéntame. Te juro que no diré nada.
—La semana pasada vino a verme para pedirme un veneno que pasara a través de la tela, porque quería envenenar un escabel para que la persona que apoyara en él los pies muriese. Le dije que era imposible. «No lo vendáis en París si queréis conservar la reputación. Vendedlo a alguien que se marche del país, así, si falla, no os encontraréis con un cliente furioso que os reclama», le dije. Pero ella me dijo que era para Francia y que tenía que ser infalible. Estaba como obsesionada y me habló de un modo extraño, como si estuviera ida.
La Trianon me lo contaba con voz queda y alarmada.
—Sólo puede ser para la Montespan —musité yo.
—Ayer eché las cartas y la reina de picas salió sobre el rey de espadas. A continuación salió la muerte y la torre fulminada por el rayo. Estoy segura de que es la Montespan que quiere venganza.
—Lo sé; lo he oído de sus propios labios.
—Pero lo que tal vez no sepas es que desde que el rey le ha retirado el favor, La Voisin ha puesto a Romani tras los pasos de mademoiselle de Fontanges, su nueva querida.
La Trianon seguía hablando en voz muy baja, y de pronto lo vi todo claro; la conjura más grave de La Voisin. Debía de haber mucho dinero de por medio; sumas increíbles procedentes de algún erario extranjero, además de lo que pagase la Montespan. Con toda evidencia, no era una mujer a quien la bruja quería matar.
—Pero el rey, aunque ya no come ni bebe con madame de Montespan, sigue haciéndole cada semana una breve visita de cortesía, acompañado de sus cortesanos, y en casa de ella se sienta en un gran sillón especial que le tiene reservado la Montespan y apoya los pies en un escabel —añadí yo.
—Exacto —susurró ella—, y las cartas señalan que si La Voisin continúa por ese camino morirá y todo se vendrá abajo con ella. Lo único que no sé es si la torre fulminada por el rayo es nuestra «hermandad» o todo el reino.
—Supongo que quieres que consulte el agua.
—Sí… lo mejor que puedas y lo más verídico posible —respondió ella, y, haciéndome ademán de que aguardase, entró en el laboratorio y volvió con una bola de cristal llena de agua.
—No hacen falta los otros adminículos —dije—; sólo son para impresionar.
—Lo sé —dijo La Trianon, sentándose frente a la mesa de echar las cartas en la que había puesto el recipiente—. Te enseñó bien. Es una lástima, ¿sabes? Aunque no hubieras vuelto a leer la fortuna, tú habrías podido ser reina, la más grande de todas. Pero te has echado a perder con cosas equivocadas; los hombres, sin ir más lejos.
La sensación de debilidad y vértigo que acompañaba el surgimiento de la imagen se apoderó de mí, pero la imagen que aparecía nítida en el fondo del agua era la anterior: la muchacha de ojos grises que miraba el mar. Yo misma. Sin embargo, la capa con la cual se ceñía era muy distinta; se trataba de una gruesa capa azul con adornos dorados y forro carmesí, brillante al azote del viento. Conocía aquella capa; escrutaba buscándola entre la muchedumbre desde la ventana del piso superior de mi casa y a través de la ventanilla de mi carruaje cuando el cochero pasaba por calles concurridas. La imagen, invariable durante tantos años, había cambiado: detrás de la muchacha se iba formando otra figura; el viento torcía las plumas de su sombrero y él se lo sujetaba con la mano, mientras con el otro brazo rodeaba la cintura de la muchacha, que llevaba su propia capa; ella le miraba y se sonreían.
—Dios mío —musité—. Causalidad y libre albedrío. Los adivinos somos unos locos. Destino y creación. Pero ¿cuándo y cómo ha sucedido esto?
—¿De qué hablas? ¿Qué ves? —susurró impaciente La Trianon.
—Modelamos nuestro propio destino, pero… no entiendo cómo.
La Trianon lanzó un suspiro.
—Ya veo que tenía razón con lo de los libros. Lástima de un don desperdiciado en una pedante, y además mujer. Lo nunca visto. Dime qué ves.
—Es el mar. Veo de vez en cuando esta imagen cuando busco otra cosa. Voy a intentarlo de nuevo.
Sentía que se me doblaban las rodillas y se me escapaba la energía. Hundí el dedo en el agua para que se desvaneciera la imagen y volví a mirar.
—Veo a Madame con vestido de corte… el de seda verde oscuro. Lleva un rico anillo con una gran esmeralda… y un frasco, de los tuyos, creo. Está rascando en una puerta de doble hoja… madera pintada de blanco con las molduras doradas… al fondo de un pasillo con suelo de mármol. Ah, ahora sé dónde es… La entrada a los aposentos de madame de Montespan en Saint Germain. Se entreabre la puerta y aparece mademoiselle des Oeillets con un dedo en los labios. La Voisin le entrega el frasco y mademoiselle des Oeillets cierra en seguida la puerta.
Vi que La Trianon, de repente, aparecía marchita, como si hubiese envejecido cien años.
—Lo mismo que vi al echar las cartas —dijo—. Es la muerte. Iré a rogarle que desista. ¿Qué arrogante demonio la impulsa a hacer esa locura?
—Sabes que es la Montespan —dije yo.
—Si a ella no se le hubiese metido en la cabeza, ni la Montespan podría impulsarla a ello. Es un suicidio, y las dos lo saben.
—Y tú sabes tan bien como yo que ella no quiere ser menos que nadie, y ahora cree llegada su hora. Abrirá las puertas del infierno y será la reina del caos.
La Trianon lanzó un suspiro.
—Ella, que siempre era tan práctica… Es por ese misticismo. Fui yo quien se lo hizo ver, ¿sabes? Sí, ella tenía personalidad para engrandecer de este modo nuestra profesión y supo hacer realidad sus sueños de crear un imperio. Pero ahora…
—Ahora sus sueños la perderán —espeté.
—Y, lo que es peor, a nosotros también —añadió La Trianon, levantándose de pronto—. Si sus libros caen en manos de la policía, estoy perdida… y tú también, marquesita. Voy a hablar con ella. Hay maneras más seguras de hacer dinero que alimentar los sueños de venganza de la Montespan.
—Pero ¿hay mejor manera de alimentar el ansia de gloria de Madame? Ése es el problema.
Sí, gloria, pensé; pero no sólo gloria. Era la venganza de La Voisin, una venganza ambigua, negra y total, capaz de hundir el mundo y arrastrarnos a todos a la muerte. Mientras me levantaba para irme, mi cerebro funcionaba a toda prisa, como un reloj que tuviera exceso de cuerda. Tenía que hacerme con mi contrato, que la reina de las tinieblas guardaba en el libro de la letra P. Sin ello, por mucho que huyera o cambiara de nombre y de aspecto, el día menos pensado podía encontrarme con Desgrez en la puerta de casa, pues aquel hombre era capaz de seguirme a cualquier parte. Sólo había un lugar al que no llegaría: el Nuevo Mundo, me dije. Pero pensé en la música, en el teatro, en los libros. ¿Cómo iba a vivir entre salvajes, por mucho que me sedujese la idea? Ah, mejor los salvajes conocidos que los salvajes por conocer. De una cosa estaba convencida: no podía decírselo a Florent, pues si se enteraba de los términos del contrato se rompería a sus ojos lo mágico del asunto y me vería tal cual era. Si le contaba lo de los libros me abandonaría.