—En realidad, es muy sencillo —dijo Florent, a la mañana siguiente mientras servía café en las dos tazas—. Te has acostumbrado al opio como los príncipes italianos se acostumbran al veneno… tomándolo paulatinamente gota a gota. A ellos no los pueden asesinar y a ti no te pueden poseer. Ellos sufrieron alucinaciones mientras que tú no hiciste más que asistir a la ceremonia, irritada por la mala calidad de la droga.
Tenía los ojos hundidos de cansancio, pero se le veía contento porque me hubiera levantado y le escuchara.
Me había sentado, en bata y hecha un ovillo, todavía con un espantoso dolor de cabeza; tenía ojeras y una serie de contusiones por todo el cuerpo, como si me hubiesen mordido invisibles fieras. A pesar de que me había lavado profusamente, no había logrado quitarme del todo el hedor del arroyo y aún persistía el pánico de aquellas asfixiantes nubes de humo del salón herméticamente cerrado. Florent me había encontrado de madrugada, caminando como enloquecida por los desaguaderos del alcantarillado en la Bonne Nouvelle. Me contó que yo iba aullando como un lobo; pero yo únicamente recordaba un par de fuertes brazos llevándome a casa y unas manos enérgicas arrancándome la apestosa ropa y arropándome con mantas mientras mi cuerpo se sacudía, presa de fuertes convulsiones. Pero el café todo lo arregla. Era de día y había recuperado la razón. Pensé en la explicación de Florent y me dije que tenía su lógica.
—Florent, no creo que el opio lo explique todo. Creo que eso de la posesión se basa en el deseo de creérselo. Al fin y al cabo, Montaigne dice que el creer hace que el cuerpo se sienta bien o se sienta mal. Añadir a eso la sensación de «posesión» no es tan descabellado, ¿no crees?
—Humm. Sí, es cierto. Pero ¿quién va a ser tan necio como para desear ser poseído? Me cuesta percibir un motivo plausible.
—Yo, no —alegué, mientras me servía otra taza de café.
—Mustafá —dijo él—, te has equivocado trayendo sólo dos tazas. Coge otra y toma café con nosotros. Si no te hubieras escapado de aquella casa para avisarme, tu ama no lo contaría.
—Beber con los sirvientes fomenta la familiaridad —dijo el enano, trayendo otra taza y subiéndose a la silla libre.
—El café no cuenta, Mustafá. Además, ¿qué esperabas de un hombre de un origen social tan en entredicho como el mío?
Florent irradiaba una fuerza refrescante por su modo de servir airosamente el café y su naturalidad al levantarse a abrir la ventana para que entrara el aire y que yo acabase de expulsar tosiendo el resto del apestoso humo que quedaba en mis pulmones.
—Bien, Mustafá, ¿qué ha sido de Sylvie? —inquirí.
—Gilles la encontró en casa de Madame, se la echó al hombro como un saco de trigo y se la trajo aquí aún convulsionada. Con unos cuantos cubos de agua fría parece que logró ahuyentar a los demonios, al menos de momento.
—Está enamorado de ella, ¿verdad? —me dijo Florent, y yo alcé la cabeza sorprendida porque era algo que jamás se me había ocurrido.
—¡Pero es en vano! —comentó el hombrecillo—. Ella pretende a Romani, el envenenador. Le ha dicho a Gilles que quiere mejorar de posición. Así me libro de la angustia de un amor no correspondido.
—Tal vez no —añadió despacio Florent, mirándome a mí y de nuevo al hombrecillo con profunda simpatía—. Aunque, ciertamente, forma parte de la naturaleza humana, y son cosas que nos suceden a todos.
Yo bajé la vista al fondo de la taza de café.
—Excusad —dijo Mustafá dejando su taza—, creo que llaman a la puerta.
Sí, había alguien en la puerta. Al oír ruido abajo, dije:
—Mustafá, que suba quien sea, yo no estoy en condiciones de bajar.
Cuando la embozada entró en el dormitorio se quitó la capucha y el antifaz, miró en derredor y dijo:
—Vaya, tenéis preciosamente amueblado el cuarto, madame de Morville. —Era mademoiselle des Oeillets, dama de compañía de madame de Montespan—. ¿Quién es este caballero? —añadió mirando a Florent, que se había puesto en pie para saludarla—. ¿Un mago?
Florent asintió gravemente con la cabeza.
—Lamento no haber podido recibiros abajo. Estuve anoche en una sesión satánica y me encuentro exhausta.
—Ah, sí, resultan extenuantes. ¿Qué era, un demonio mayor o uno menor?
—Mayor. Era Astarot; y uno de los presentes rompió el círculo.
—¡Ah, Dios mío! ¡No sé ni cómo recibís…! Seguro que yo me habría pasado una semana en cama.
Terminado el intercambio de bromas, mademoiselle des Oeillets me llevó a un aparte tras el biombo de mi ruelle y fue directa al grano.
—Madame de Montespan os necesita para que hagáis un vaticinio con la mayor reserva.
—Creía que madame de Montespan había acompañado al rey y a la reina al frente de Flandes para asistir a los gloriosos asedios de su majestad… ¿Es que va a regresar a Saint Germain? Ya sabéis que no puedo comparecer en la corte desde el… incidente. Y me han prohibido hacer predicciones políticas.
—Madame abandonó el campamento de Gante la semana pasada, pues su último embarazo está casi a término y no quiere dar a luz en pleno campo. Acaba de llegar a París y desea que vayáis a su casa en secreto y sin que se entere nadie sobre qué os consulta.
—Luego es algo político.
—Oh, no; es asunto de amor.
—Para madame de Montespan, el amor es política.
Yo estaba pensando qué sería peor: una venganza segura por parte de la Montespan o un posible castigo del rey. Pero, por otro lado, veía la perspectiva de complacerla y recibir otra buena suma, que podría convertir en joyas. Y opté por lo segundo.
—¿Así que vas a hacer una predicción a madame de Montespan? —dijo Florent sonriente mientras la puerta se cerraba tras mademoiselle des Oeillets.
—Sí; probablemente haya entrevisto alguna rival en lontananza.
—Debería dejarse de mirar en lontananza y fijarse más en su propia casa. Yo apostaría por la nodriza.
—¿Madame de Maintenon? Es demasiado vieja… Al rey le gustan las rubias jóvenes. ¿Qué te hace pensar que la nodriza tiene probabilidades?
—Olvidas que mi oficio es jugar a las cartas con los grandes chismosos del reino —respondió Florent riendo.
—Astarot quiere saber por qué no vestís el magnífico disfraz de pescadera —dijo Sylvie trayéndome el triste hábito de dîmesse o recaudadora de diezmos de los conventos.
—Dile a Astarot que La Reynie odia el pescado —espeté.
No hay nada más molesto que una sirvienta que se cree poseída por uno de los más poderosos príncipes de las tinieblas. Me puse la burda falda con tosco chal y un delantal largo blanco y me até a la cintura el enorme rosario. No me quedaba mal. Naturalmente, lo que Astarot no sabía era que iba a casa de madame de Montespan.
—Astarot dice que cuando regreséis del Châtelet tenéis que ir a ver a Madame, su fiel sierva.
—Dile a Astarot que mademoiselle Pasquier no tiene deseo alguno de que vuelvan a envenenarla. Que venga Madame aquí si tiene algo que encargarme.
—Astarot le ha dicho a Madame que debe recibiros amablemente. Astarot os acompañará para velar por vuestra seguridad. Astarot prevé grandes cambios en el mundo. Un gran peligro para los fieles.
—Sylvie, ¿es que no vas a cansarte de ese Astarot y a expulsarlo de una vez?
—Astarot se irritaría, aunque bien sabe que sois una necia. Mortal, obedece a Astarot y Sylvie recuperará su cuerpo.
Su voz se había convertido en un sordo gruñido cuando el demonio habló por su boca; tenía unos ojos extraños, realmente como de loca; pero a mí nunca me han preocupado los locos. Al fin y al cabo, con una loca me había criado. Pero a Gilles sí le preocupaba, y lo mostraba con lastimosa expresión. Aprovechando un momento se me había acercado a decirme en voz baja:
—Ese Astarot es peor que un amante. ¿Creéis que podría hacer efecto un exorcismo?
—Lo dudo, Gilles —le contesté—, ten en cuenta que Astarot es muy astuto y tendrías que engañarle para llevarla al exorcista.
—Lo tendré en cuenta, madame. Es un buen consejo.
Pero hasta entonces Astarot nos estaba fastidiando a todos; incluso a La Voisin, quien sin lugar a dudas era la primera en lamentar haberlo invocado.
Tuve que aguardar en la antecámara de madame de Montespan a que la masajista acabase su sesión. Tardó mucho. Hay cosas que no cambian, pensé; incluso caída en desgracia, una mujer siempre se hace esperar. Por fin salió la masajista y, tras un discreto intervalo, me hicieron pasar. Madame de Montespan había engordado mucho desde que abandonó el sitio de Gante, y no todo por culpa del inminente parto. Una amplia robe de chambre cubría las notorias grasas de lo que otrora fuese su admirada cintura; estaba ojerosa y su celebrado cutis de marfil se hallaba surcado por arrugas. Sentada en el borde de la cama, me miró con sus ojos color turquesa, mortecinos por los muchos meses de desesperación y profundamente dominados por el resentimiento.
—Tengo una rival —dijo.
—Es lo que me imaginé —añadí.
—Mademoiselle de Fontanges. Diecinueve años, fresca y nueva, y nunca ha dado a luz.
—He estado alejada de la corte y desconozco los últimos acontecimientos —alegué yo.
—Pues parece haberos sentado bien. Os veo menos pálida y estáis más joven que nunca. ¡Oh, Dios, si yo pudiese rejuvenecer! Soporto tres o cuatro horas de masaje, y como si nada. Es imposible; se acabó mi reinado de ingenio y buen gusto. Ha topado con una absurda arribista con cerebro de burra —dijo, moviendo desesperadamente la cabeza—. Pero no me encerrará —añadió, mirándome—. He jurado que no lo consentiré. Yo soy una Mortemart, y, comparados con nuestro linaje, los Borbones son simples advenedizos. ¿Cómo va un advenedizo a encerrar a una Mortemart? ¡Eso jamás! ¡Estarían en contra los dioses! —añadió, levantándose y sentándose en un sillón junto al escritorio—. Acercad ese escabel y disponed la bola. Sólo me resta por saber una cosa. ¿Esa miserable provinciana inculta va a arrebatarme el título de duquesa?
Yo dispuse mi instrumental como pedía y la propia mademoiselle des Oeillets trajo el jarro de agua.
—Tened —dijo madame de Montespan—. Se lo quité el mes pasado cuando la ayudé a atarse el cordón del corpiño, preparándola para el rey. Igual que tuvo que hacer La Vallière conmigo antes. Ahora tengo que ayudar a esa odiosa mademoiselle de Fontanges. Se cierra el círculo, ¿verdad? Cuando mi estrella estaba en auge me divertía humillando a La Vallière, y me complacería volver a hacerlo. Era una boba que no merecía el excelso honor que le hacían; no tenía ni inteligencia ni gusto para retener al rey. Se bronceaba al sol, montaba a caballo… ¿os imagináis? ¿Qué hombre va a conservar su amor por una mujer cuyo máximo logro es mantenerse a lomos de un caballo? Pero que ponga por encima de mí a esta hija de un patán… Decidme, ¿cometerá una gaffe[22] social, como la Ludres, que sea su ruina? —añadió, tendiéndome un lazo arrancado de una camisa bordada, y que yo me apresuré a colocar sobre el cristal.
—Madame, veo a una joven rubia, de boca pequeña, nariz recta como de estatua y ojos azules simplones… ¿es ella?
—La misma.
—Tiene los ojos hundidos como… parece cansada o enferma…
—Bien… —me interrumpió ella.
—Va en una carroza de color gris perla…
—¿Con el rey?
—Sola.
Madame de Montespan suspiró aliviada.
—¿De cuántos caballos? —inquirió.
—A ver… van por el campo, giran en una curva… con árboles… se acercan a unos edificios… ¿será un convento? No puedo decirlo; no lo conozco. Uno, dos, tres… sí, cuatro pares de caballos. Una carroza de ocho caballos, madame.
—¡Ocho, ocho! Lo sabía. Entonces es ella quien va a ser duquesa. ¡Os juro que no vivirá para disfrutarlo!
—Madame, os ruego que os refrenéis. Recordad que habéis prometido guardar el secreto.
—¿Secreto? —dijo con voz taimada—. Ah, sí, estricto secreto. Y entre nosotras dos; si habláis de ello estáis condenada a muerte. Sí, tendremos que permanecer calladas, ¿verdad? Adiós, madame de Morville. Os recompensaré bien por esto.
Y salí pensando en que la única recompensa sería la gruesa bolsa que me entregaron en la antecámara.
El viaje a la calle Beauregard fue mucho menos agradable. Lo hice en taciturno silencio, mientras Astarot despotricaba por considerar un oprobio viajar en un carruaje de dos únicos caballos, cuando en el infierno él ocupaba un inmenso trono de oro y diamantes a hombros de mil frenéticos diablillos, etcétera, etcétera.
—Sylvie —dijo Mustafá—, si no te deshaces de ese fastidioso demonio volveré a ir a misa.
—Astarot espera que lo digas en broma.
—Sí, claro, claro, Astarot. Tú ten cuidado de que Madame no nos haga una mala pasada, ¿quieres?
—Madame es una subordinada, que Astarot puede hacer desaparecer de un papirotazo.
El débil aroma del fétido humo negro parecía impregnar las cortinas y la tapicería del gabinete, y exaltó a Sylvie al olerlo, haciendo que sus ojos se revolviesen de un lado a otro como si viera cosas en el aire. A mí me revolvió el estómago.
Nanon nos hizo pasar al cuarto trasero, donde entró el anciano Montvoisin arrastrando los pies desde la cocina con un panecillo en la mano.
—¿Qué, cómo se encuentra hoy el rey del infierno, bien? —dijo.
—Astarot saluda al esposo de su devota.
Montvoisin contuvo la risa y se sentó a comer el panecillo, sacudiéndose las migas del regazo. Sylvie tomó asiento en el sillón de Madame y yo lo hice en una silla. Nanon entornó los ojos al ver dónde se sentaba Sylvie y volvió al interior de la casa en busca de su ama. Poco después hizo su entrada La Voisin con un frufrú de enaguas de tafetán negro bajo el vestido de satén verde oscuro, con el dobladillo pinzado para mostrar el forro de satén verde claro. Llevaba las trenzas recogidas en moño bajo la cofia, con tirabuzones cayéndole sobre las orejas, casi tapando los pendientes de gruesas esmeraldas. Sus negros ojos miraron furibundos a Sylvie.
—Astarot se ha posesionado del sillón —dijo ésta, con un extraño destello en los ojos.
La Voisin parecía desconcertada mirándonos a todos sucesivamente, y luego movió despacio la cabeza.
—Maldita sea —la oí musitar—. Bien, queridos —añadió con voz más alegre—, ¿queréis un vaso de vino?
—Astarot no bebe —dijo Sylvie, mientras yo me mordía el labio para no reír, pensando en lo oportuno de la observación; oía la risita del viejo Montvoisin en un rincón.
—¡Antoine, ya está bien! Mademoiselle, tengo que hablar de negocios contigo en mi despacho.
—El poderoso Astarot controla todos los negocios.
Madame lanzó una dura mirada a Sylvie camino del despacho y ocupó el sillón grande de detrás del escritorio antes de que Astarot se lo arrebatara. Yo me senté en la silla y Sylvie, echando fuego por los ojos, en el sillón junto a la chimenea.
La Voisin me miró por encima del escritorio y vi que su rostro cedía al cansancio y al disgusto.
—Te necesito, a pesar de que el demonio te ha rechazado. Y no sé por qué, pues estabas bien preparada. Yo misma te conduje al debido acto de poder; te entregué el frasco de veneno y eras la ofrenda ideal: inteligente, culta… Habrías sido una de las nuestras. La más enaltecida e implacable. Pero el demonio no te quiso —añadió moviendo la cabeza, desconcertada—. ¿Qué sucede contigo? Te falta algo… debe de ser porque eres una de ellos —dijo pausadamente—. Enemiga nuestra, una traidora a sueldo de La Reynie —añadió, ladeando la cabeza y mirándome de reojo—. Dame una razón para que no me deshaga de ti.
—No os he traicionado; fuisteis vos quien intentó traicionarme con el demonio. Además, no me lo habríais pedido de haber pensado matarme.
La Voisin lanzó un suspiro.
—A medida que creces aumenta tu inteligencia. Necesitaba tu cabeza, tu posición, tu aceptación en sociedad para mi gran obra, pero se me ha ido todo de las manos. ¿Es que no te das cuenta de por qué te he creado? Habrías podido ser a tu vez la más poderosa de nuestras reinas. ¿Y ahora qué es lo que te espera? ¿El amour efímero de un jugador? Perdida y sin provecho.
—Seré yo misma.
—Entonces estás irremediablemente perdida. Ningún ser humano puede vivir sin un amo, y tú no sirves ni a Dios ni al diablo. ¿Cuál es el poder que te ha arrebatado de mis manos? ¿Quién te gobierna?
—La verdad, la razón. No hay nada que pueda entenderse sin ellas, y yo sigo buscando.
—Pura locura —replicó ella con un suspiro—. Todo esto te ha trastornado el juicio. No me extraña que el demonio no te quisiera. A pesar de todo, eres la mejor adivina del reino y necesito tu bola de cristal. La gran obra que he planeado debe seguir adelante contigo o sin ti, y a pesar de mis poderes no veo su fin. Léeme el futuro aquí —dijo, señalando un recipiente con agua que había entre los curiosos objetos del escritorio.
—Concentraos —dije.
La bruja comenzó a hablar en voz baja como si lo hiciera consigo misma.
—Llevo a cabo una obra poderosa, los poderes terráqueos me ayudan, y cuando la concluya me sentaré al lado de reyes y tendré la dignidad de los príncipes. Las tinieblas dominarán al sol. —Yo alcé la vista del agua y vi su extraña mirada. ¿Qué significarían aquellas frases? A lo mejor había respirado humo en exceso la noche anterior. ¿Contra quién conspiraba? ¿Quiénes eran sus aliados? No era de extrañar que La Reynie hubiera actuado de aquel modo conmigo—. ¿Cuál es el futuro de este reino? —inquirió.
Miré el recipiente y no vi más que sangre.
—Sangre —contesté—. Sangre y más sangre que corre como un río por las piedras de la plaza Royale. Un mar de sangre.
—Bien —dijo con voz casi de trance—. Ésa es la venganza de La Voisin.
—Madame, no os extralimitéis. Dejad la venganza y olvidaos de esta lectura. No sabéis cuándo va a suceder ni si os vais a ver implicada en ello. Olvidadlo.
—Ah, sí —replicó burlona—. Hacer el bien, amar a Dios, bendecir a quienes nos pisotean, morir pobre e ir al cielo. Marquesita, te dejaré marchar con vida porque sé que eres demasiado boba hasta para traicionarme.
Lo último que Sylvie oyó antes de que la puerta se cerrase a nuestras espaldas fue la sarcástica risa de la bruja.