47

Era ya por la tarde cuando, después de bañarme para quitarme el olor a pescado, me puse mi más espectacular vestido antiguo de corte para acudir a la reunión de las sibilas. Sylvie me acompañó, ataviada también con sus mejores galas, y el pequeño Mustafá llevaba la cola de mi vestido. Había prometido a Florent regresar antes de que anocheciera, dado que los espíritus no suelen aparecer más de una hora. Todo se reduce a Madame quemando incienso mientras recita sus salmodias y Nanon susurra detrás del tapiz desde el cuarto contiguo por un tubo que conecta con el salón negro; el cliente escucha amedrentado, los espíritus dicen cosas ambiguas y Madame cobra lo suyo.

Cuando llegué ya estaban los milords bebiendo vino en la mesa del comedor, frente al tapiz, mientras Madame, sentada a su lado, daba órdenes a Nanon y a Margot, que entraban y salían presurosas.

—Ah, aquí llega nuestra apreciada marquesa. Ahora ya estamos todos. Sylvie, tú colócate enfrente de Nanon. Margot, lleva los vasos de cordial al gabinete. Mustafá, aguarda en la cocina, estos misterios son para iniciados.

—Tengo que decir —terció el regordete y rubio acompañante de milord— que a mí me encantan las sesiones satánicas. Decidme, ¿habrá sacrificio de una virgen?

—Nuestros misterios no son para revelarlos imprudentemente —replicó La Voisin con voz profunda y estremecida—. Habéis requerido la ayuda de uno de los más poderosos príncipes de las tinieblas, y contentaos con saber que el sacrificio será el adecuado. Astarot no presta su ayuda si no se le ofrece un alma.

Los milords se estremecieron encantados, y hasta el hastiado rostro del de Buckingham se iluminó con cierto interés.

—Decidme, ¿intervienen… excesos orgiásticos? —inquirió el segundo milord con una extraña mirada de lujuria que me inquietó—. A mí me gustan en particular las ceremonias efectuadas… sin ropa.

Oh, Dios mío, pensé, lo que hace La Voisin por dinero. Dinero y un refugio en el extranjero. Es de esperar que, dada su pasión por la elegancia, conduzca la ceremonia dignamente.

—Oh, podéis desvestiros si queréis —respondió ella conteniendo la risa—, pero, en cuanto a mí, soy reina de las tinieblas y debo estar vestida en consonancia.

—Qué francesa tan boba —atiné a oír que le decía en voz baja el milord al de Buckingham.

—Bien, nosotros tres seremos testigos y las preguntas al demonio las hago yo. ¿Qué es lo primero que se hace? —dijo el de Buckingham.

—Primero hay que efectuar en mi gabinete una previa ceremonia protectora, mientras los criados preparan el salón para la sesión.

En aquel momento aparecieron en la puerta dos criados con una alfombra enrollada.

—Luego me revestiré de mi atuendo de oficiante, pero es una ceremonia a la que no debéis asistir por tratarse de un acto de purificación y recogimiento, imprescindible si queremos lograr la anuencia del diablo.

—Humm, una alfombra turca auténtica. Vuestro negocio debe ir muy bien —comentó el segundo milord.

—Por supuesto. En todo lo que emprendo recibo ayuda de los poderes infernales, como no tardaréis en comprobar —respondió La Voisin imperturbable, volviéndose hacia mí con su curiosa sonrisa picuda y ojos de terciopelo—. Querida marquesa, ¿seríais tan amable de vigilar lo que hacen esos patanes en el salón? Las ventanas tienen que estar selladas con pez sin que quede ninguna rendija, y cuidad de que no me rayen el escritorio al sacarlo, que el sobredorado es carísimo. Que dispongan los braseros perfectamente equidistantes en los rincones y tapen con fundas negras las estatuas y el aparador de las figuritas. Eso es todo; mil gracias, madame. —Tras lo cual llamó a Marie-Marguerite y oí que le ordenaba quedarse—. Mi hija es una adepta con grandes poderes… y esta ceremonia de la invocación del diablo la ha hecho muchas veces… la riqueza y el poder… no es mucho pedir a tan alto príncipe de las tinieblas…

—Sí, sí… —fue todo cuanto oí que decía el de Buckingham conforme se alejaban hacia el despacho.

¿Qué pedirían en concreto? Tenía que averiguarlo, y para ello tenía que aguantar sentada la maldita ceremonia, pensé. Y todo por culpa del jefe de policía, mal rayo le parta; seguro que estaríamos allí hasta bien entrada la noche. ¡Con las ganas que tenía de estar en casa con Florent!

Finalmente, bajo mi supervisión, la estancia quedó despojada de cachivaches y convenientemente sellada. Los preparativos eran un tanto enrevesados para una simple sesión de espiritismo, pero había que dramatizar para impresionar a los ingleses. En los apliques de las paredes pusieron velas negras y corrieron las gruesas cortinas de brocado de las ventanas, mientras que el resto del mobiliario, tapado con telas negras, adquiría extrañas formas fantasmagóricas, del mismo modo que la estatua de la Virgen y las figuritas de las estanterías. Las losas negras del centro, generalmente ocultas por la alfombra y ahora muy limpias, reflejaban la luz de las velas. Marie-Marguerite, extrañamente apagada, apareció en la puerta y me dijo que su madre me llamaba.

Madame tenía ya en su gabinete a los ingleses, temblorosos, con signos cabalísticos pintados en la frente y las pupilas dilatadas y brillantes. Drogados, pensé. Tendrán alucinaciones, seguro. Algo ardía en un pebetero junto al tintero del escritorio, y vi un pergamino con extrañas figuras vestidas de negro. Había también una botella de cordial, vasitos de cristal y una bandeja de figuritas de mazapán de colores, cual juguetitos, y frutas. Madame estaba sentada como una emperatriz en su sillón de brocado, revestida con una toga de terciopelo escarlata profusamente bordada en oro con águilas bicéfalas de alas abiertas; debajo llevaba una falda de terciopelo de color turquesa con una espesa orla de encaje, y calzaba zapatillas de terciopelo escarlata, bordadas también en oro con las águilas bicéfalas. En su cabeza descansaba una corona de plomo con calaveras.

—Sentaos, querida, tenemos una larga noche por delante, y ya sabéis que tengo que oficiar sin tomar nada.

Observé atentamente cómo servía cordial en los vasitos, todos muy limpios, y también uno para ella. Bien, no había droga. Tratándose de La Voisin, había que andarse con cuidado en todo. Los ingleses alzaron los vasos a guisa de brindis, y yo hice lo propio; pasaron la bandeja de mi apreciado mazapán y yo cogí una figura en forma de casita que me pareció mayor que las demás.

Estuvimos un rato comiéndolo en silencio, lo que me complació, pues de pronto me sentía enormemente cansada.

—Ya es la hora —anunció la reina de las tinieblas con voz poderosa y profunda—. Noto mis poderes en plena actividad; la luna ha salido y mi sangre se inflama con la potente semilla. —Los milords se estremecieron—. Trazaré el círculo —añadió, y, como entre niebla, vi que cogía del aparador unas cajas y unos tarros, haciendo una cuidadosa mezcla en un gran cuenco de cobre—. Para los braseros —dijo.

Era opio, hierba de San Juan, mandrágora y Dios sabe qué. Luego cogió tiza, una cuerda con nudos y cinco velas negras de una cajita, y de otra caja de metal sacó una cabeza momificada.

—Es una cabeza de parricida —dijo.

—¿E… están… hechas con manteca humana? —preguntó uno de los ingleses.

—Por supuesto. Para una ceremonia de tanto poder es de rigor —contestó ella; el otro inglés se estremeció y ella cogió la campanita de plata, la hizo sonar e inmediatamente aparecieron en la puerta los dos criados, ya vestidos de negro—. Llevad la ofrenda a la cámara —añadió con un gesto imperativo en dirección hacia mí.

Y en ese momento me di cuenta de que no podía tenerme en pie; me sentía extrañísima, y al tratar de volver la cabeza para ver qué hacían vi que no podía.

—¿Cuánto os han pagado por esto? —intenté articular antes de que mi lengua se embotase y dejara de obedecerme.

—No te resistas demasiado a la droga, querida, puedes sobrecargar la respiración ahora que se te está debilitando.

Incapaz de volverme para mirarla, vi que se inclinaba ante mí.

—Me pagan una barbaridad, marquesa. Debes comprender que la inversión que había hecho en tu persona ha quedado desbaratada después de ese asunto con el rey. Y, además, ¿cómo iba a poder confiar en ti una vez que te habías convertido en confidente de la policía? No, no pongas esa cara. Me lo imaginé en seguida, no soy tonta. La Reynie nunca suelta a la gente así como así. Da igual. Mejor que mejor —añadió, dándome unas palmaditas en la mano, sonriente—. Ahora Astarot ha tomado posesión de tu mente y volverás a ser plenamente digna de confianza. Te convertirás en una de las nuestras… En el fondo deberías alegrarte.

Tu hija tenía razón, pensé. Eres capaz de sacrificar cualquier cosa a tu conveniencia.

—Ah, sí, lo leo en tus ojos. Te preguntas cómo te administré la droga, ¿verdad? Con lo cauta que tú eres… Pues bien, no, no estaba en el vino, sino en el mazapán. Tú siempre coges la figurita más grande —añadió, conteniendo la risa; y la escena cambió súbitamente cuando los criados me cogieron en volandas para depositarme en la cámara negra, sujetándome de pie contra la pared bajo la ventana.

—Contemplé a Satán como un rayo que cae del cielo. Tú que nos has dado poder para aplastar a dragones, escorpiones… —recitó La Voisin, comenzando a trazar con la punta del espadón el círculo externo en sentido contrario a las agujas del reloj, que es la dirección del demonio. Marie-Marguerite y Sylvie, vestidas con ceñidas túnicas color sangre y el cabello suelto coronado por un aro de plomo, se situaron detrás de ella, sujetando no sé qué. A continuación trazó con tiza el círculo interno, los signos cabalísticos del triángulo y el sello de Salomón.

Las dos adeptas de la reina de las tinieblas prendieron la mezcla química de los braseros y del cuenco de cobre y un humo fétido se difundió por el cuarto. Tras lo cual, La Voisin colocó el contenido de los otros cuencos, una cabeza de gato y la cabeza humana, fuera del círculo como ofrenda para atraer al demonio.

—¿El gato ha de ser siempre negro? —musitó uno de los ingleses.

—Sí, y alimentado con carne humana.

—¿Hay derramamiento de sangre?

—Sí. Mantened las manos pegadas al cuerpo, pues si las extendéis hacia el interior del círculo podéis perder la vida.

Los nobles ingleses retiraron horrorizados las manos y la reina de las tinieblas reanudó sus cánticos, leyéndolos del libro mágico, mientras las dos adeptas vestidas de rojo encendían los cirios de manteca humana y los ponían dentro del círculo. La habitación se había saturado con el sofocante humo de los pebeteros y los ingleses sudaban y tosían. Pero Astarot se negaba a comparecer.

—Madre, debes conjurarle en nombre de Lucifer, su dueño…

—Aún no. Es muy peligroso. Una vez más. —Y la reina de las tinieblas volvió a leer—. Te invoco y te conjuro a ti, espíritu Astarot, y, fortificada con el poder de la suprema majestad, te conmino en nombre de Baralamensis, Paumachie, Apolorosedes y los más poderosos príncipes Genio y Liaquides en la seo del Tártaro, príncipes del sello de la Apología en la novena región…

De pronto me sentí mal, invadida por una sensación de agobio y parálisis. Marie-Marguerite cayó de rodillas, y la cabellera de La Voisin me pareció formada por serpientes vivas ondulantes sobre la túnica carmesí cuando alzó la mano con un cetro, haciendo un gesto imperativo.

—¡Manifiéstate! —gritó.

—¡Oh, Dios mío, lo veo! —exclamó el milord regordete—. ¡Es una mujer infernal! ¡Sus colmillos chorrean sangre!

—Monstruosa. Un monstruo… horrible… —añadió el otro inglés, poniéndose a gatas dentro del círculo y destrozándose con las uñas la negra toga.

—Es un rey… un rey en un carro de fuego… del que cuelgan cabezas humanas… —musitó el de Buckingham.

—Manifiéstate en forma humana agradable… —siguió salmodiando La Voisin.

—Madre, madre… Con esos manotazos ha roto el círculo —exclamó angustiada Marie-Marguerite; pero La Voisin continuaba con su cantinela, exaltada y sin preocuparse.

Me pareció ver algo en la oscuridad. Me dolía y me picaba todo el cuerpo, y comprendí que los efectos de la droga comenzaban a disiparse, pero continuaba sudando abundantemente, me dolía horriblemente la cabeza y sentía náuseas. Oh, Dios, líbrame de este lugar asfixiante y de estos locos. Si tuviese mi cordial… Conforme lo pensaba me di cuenta de que no lo había vuelto a tomar desde la noche anterior. Maldición, lo que me faltaba. Alcé con sumo esfuerzo el brazo y me toqué el rostro. El dolor de cabeza era insoportable. Los que estaban dentro del círculo se revolcaban en el suelo, a los pies de la reina de las tinieblas, que seguía hierática con el cetro en la mano.

—Comparece, diablo. Entra en el cuerpo de la mujer que está fuera del círculo y di tu nombre.

El humo bajaba ahora hasta el suelo y pude olerlo. Era humo de opio, cargado de acres olores a repugnantes hierbas. Aspiré hondo, pensando mientras lo hacía: maldita sea, a todos los demás les vuelve locos y a mí ni siquiera me mitiga el dolor de cabeza.

—… poséela, entra en ella, poséela, domínala. Acepta este sacrificio, oh Astarot. Apodérate de su mente y de su alma, dale el poder, dale…

—¡¡No!! —clamaron dentro del círculo, y La Voisin miró aterrorizada. Acababa de ver el círculo roto y dentro de él se oía un gruñido demoníaco. Sylvie, con el pelo revuelto, se revolcaba en el suelo y de sus labios brotaba un rugido sordo: «Aquí estoy. ¿Qué quieres?».

—Toma posesión del alma que te ofrecemos y sal del círculo —clamó La Voisin, cogiendo la espada para volver a trazar el tramo roto.

—No la quiero.

—¿Cómo que no la quieres? Te ha sido especialmente preparada. Los demonios siempre toman posesión de las almas —replicó La Voisin, indignada.

El de Buckingham había recuperado la compostura, y, hurgando bajo la túnica negra, sacó sus impertinentes.

—Qué preciosidad —dijo, mirando a Sylvie a través de ellos.

—¿Qué alma inútil y huidiza me ofreces? ¿Una muchacha boba que no cree en el diablo y que tiene libros de contabilidad en vez de amantes? —replicaba Sylvie con voz profunda y resonante. No es justo, pensé, ése es el criterio de Sylvie—. ¡He tomado posesión de esta hermosa mujer —continuó diciendo el demonio por boca de Sylvie—, que sí sabe qué pedir cuando el diablo la ayuda: palacios, vestidos, amantes! Me he apoderado de una mujer auténtica, no de esa filósofa flemática que no tiene carne ni hueso para una buena comida.

—Escuchad —terció el de Buckingham—, seguid el consejo del diablo y no le molestéis. Ésta sí que es una mujer, je, je —añadió, volviéndola a mirar con los impertinentes—. Tiene buen gusto el diablo…

Aquellos nobles ingleses que miraban con ojos desencajados el espectáculo por el cual habían pagado me repugnaban.

—Te conjuro en nombre del poderoso Belcebú a que salgas del círculo…

—El poderoso Belcebú ha ido de viaje a Constantinopla —contestó Sylvie con aquella desconocida voz profunda—. Soy yo quien manda en París. Y me he apoderado de esta mujer.

Tuve que reconocer la audacia de Sylvie. La Voisin, irritada por su conducta, comenzó a toser al unísono con los ingleses, sofocados a tal extremo por las emanaciones que uno de ellos se desvaneció. Desesperada, la reina de las tinieblas comenzó a canturrear las palabras para que el demonio desapareciese, pero Sylvie seguía, gruñendo como un lobo rabioso.

—… consiento en que te retires a donde mejor te parezca, y lo hagas sin estrépito y sin dejar hedor infernal tras de ti…

—¡Jamás! —aulló Sylvie—. ¡Yo, Astarot, ya he decidido!

La Voisin esparció algo encima de lo que ardía en el cuenco de cobre e inmediatamente se formó un humo blanco que hizo que Sylvie comenzase a jadear, mientras yo notaba que las lágrimas corrían por mis mejillas. Lo último que recuerdo antes de perder el sentido es La Voisin inclinándose sobre mí con mirada enfurecida.

—¡Cómo te atreves, cómo te atreves! ¡Ni el demonio te quiere… horrenda… máquina… flemática! ¡No eres siquiera una víbora a la que he dado calor en mi seno… eres un maldito aparato de relojería!