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—Cotilleos, chismes y sucias intrigas. Esta descarada me vuelve loco. La vida secreta de París es una enrevesada tela de araña de tramas amorosas. ¡Mirad eso, Desgrez! ¡Es repugnante! ¡No hay prácticamente ningún apellido respetable de Francia que no esté inmerso en esta basura! —exclamó La Reynie, paseando de un lado a otro por su despacho, lanzando en la mesa el último informe de la marquesa de Morville y mirando por la ventana con vidrios en forma de trapecio al patio de su mansión.

Era la primavera de 1678; la carroza de su esposa partía en aquel momento para conducirla de visita a casa de unos primos, y se oía a los criados gritar abriendo las pesadas puertas de la cochera. Simultáneamente, el arquitecto Fauchet se apeaba de una silla de mano con los planos de un nuevo alcantarillado enrollados bajo el brazo para presentarlos al teniente general de la policía. Inspectores de cuentas, pesas y medidas, policías, criados, mozos de cuadra y confidentes salían y entraban cruzando el enguijarrado del patio en sus idas y venidas. La Reynie, que los contemplaba con rostro amargo, reanudó su parlamento en voz tan baja y sin apartarse de la ventana que Desgrez apenas podía oírle.

—A veces me pregunto qué es lo que defiendo.

—El Estado y el honor de su majestad —dijo Desgrez, al tiempo que su superior se daba la vuelta.

—Sí —dijo, volviendo la vista despacio hacia el documento de encima de la mesa—. Bien, ¿qué hace últimamente esa maldita mujer? —inquirió.

—Según su criada está entregada a una descarada y desvergonzada historia de amor con Florent d’Urbec, el jugador.

—¡Otra más! Las dos personas más irritantes de París, juntas. De maravilla.

—Perdonad, monsieur, pero quisiera hacer una sugerencia. Sería necesario valerse de la Pasquier para descubrir los detalles de la última intriga de Buckingham.

—Ya sabéis cuánto detesto servirme de ella. Además, estoy seguro de que se disfraza de pescadera simplemente por molestarme con el hedor.

—Es nuestro único enlace para averiguar las actividades de Buckingham. Dicen que ha buscado el apoyo de nigromantes para su nueva intentona.

—En ese caso, me temo que, por sentido del deber, tendré que aguantar el aroma.

—Exactamente, monsieur. Muy ingenioso —comentó Desgrez.

Al día siguiente, dos agentes con medias rojas hacían pasar a madame de Morville a la sala de visitas de La Reynie. Éste, con traje corriente de terciopelo de color gamuza con encaje en cuello y bocamangas, paseaba impaciente mientras la famosa adivina, con un sucio delantal, cofia y falda de pescadera, examinaba el revoltijo de ninfas y otros seres mitológicos semidesnudos que ornaban los altos techos del espacioso salón.

—Me extraña mucho, mademoiselle, que ninguno de vuestros antepasados aprobase el olor de ese abominable disfraz —dijo La Reynie irritado, quitándose una invisible mota de polvo de la manga y ordenando a un criado abrir la ventana—. Y, por favor, no os sentéis en la silla tapizada —añadió.

Madame de Morville sonrió para sus adentros y, con exagerada humildad, tomó asiento en el escabel de madera y sin almohadón, reservado para las visitas de poca monta.

—El inglés milord de Buckingham ha llegado a París en compañía de dos personas. Me han informado que ha efectuado diversos contactos y que esta tarde acude a una sesión de espiritismo.

Los dos policías permanecían inmóviles ante la puerta blanca y dorada de la antecámara.

—Sí, en, casa de madame Montvoisin. Me han invitado. Como sabéis, los espíritus no son mi especialidad.

—Últimamente vuestra especialidad parece ser predecir ganancias de juego y pérdidas de vidas —comentó La Reynie con sequedad—. Lo que quiero esta vez es un informe completo: qué pretende el de Buckingham, quién acude a la reunión y qué prometen los espíritus. Un informe completo, ¿entendéis?

—Sí, por supuesto, monsieur de La Reynie.

¿No era una contestación sarcástica? La Reynie había aprendido durante sus entrevistas con madame de Morville, tan inclinada al sarcasmo; pero esta vez no mordió el anzuelo y permaneció muy digno, mirando por encima de la nariz con imperturbable gesto de desdén.

—Podéis iros, mademoiselle Pasquier —añadió—. Latour, abre las otras ventanas antes de que me atosigue este infecto olor a pescado podrido.