Resulta deprimente ordenar una casa en la que la policía ha efectuado un registro. Había papeles, libros y ropas por todas partes; la bodega era un desastre y faltaban la mitad de las botellas. Tiramos los objetos rotos de porcelana y enviamos a arreglar los tapices desgarrados.
—No deis esos suspiros, madame; el sillón puede tapizarse de nuevo.
—Me parece que únicamente voy a enviarlo a remendar. Y voy a vender los cuadros. Ahora que no puedo acudir a la corte, mis ganancias van a mermar bastante.
El día gris secundaba mi depresión. Estábamos a primeros de año y la primavera aún parecía muy lejana. Había podido vender mi mesita con incrustaciones de marfil y los objetos grandes de plata, invirtiendo en pulseras de plata; pero La Reynie, cuando fui a verle disfrazada de pescadera de Les Halles, había fruncido la nariz mientras leía mi informe, comentando: «Ah, muy bonito. ¿Queréis decirme qué hace una pescadera con pulseras de plata? Espero que no penséis escabulliros. Desgrez es un perro de presa para el que no hay fronteras». Pensé inmediatamente en Sylvie, mientras él se abanicaba con la mano para disipar el hedor a pescado; deben de haberla tomado a sueldo. Tendré que andar con más cuidado.
—Oh, mirad, madame, se ha detenido un carruaje delante de la casa. Buena señal; eso es que volvéis a tener buenos clientes.
Miré por la ventana y vi una figura familiar, con gruesa capa de galones dorados y un sombrero ancho con plumero, que se apeaba del coche.
—No… ¡es Florent! ¡Ha vuelto! —exclamé gozosa, corriendo a abrirle la puerta.
Su rostro se iluminó al verme y me abrazó con tal fuerza que mis pies no tocaban el suelo.
—Oh, Dios, qué ganas tenía de estar contigo —dijo—. Llevo tanto tiempo fuera que pensé que…
—… ¿que no iba a esperarte? Florent, ¿cómo has podido pensar eso? Sabes que para mí no hay nadie más que tú…
Me sentía en la gloria con su ruda mejilla apoyada contra la mía; su calor invadía mi cuerpo y el sol de su tierra meridional parecía inundar la casa. Me dejó poner los pies en el suelo y mandó a Gilles subir el equipaje.
Luego miró en derredor, despacio, advirtiendo la ausencia de muebles y objetos de plata, y comentó:
—Parece que ha habido cambios, ¿eh? Bien, toda Europa es un cambio constante. ¿Te has enterado de la boda del príncipe Guillermo de Orange con la princesa inglesa María? Ha sido una sorpresa. Ahora es heredero del trono de Inglaterra; se dice que la boda se hizo a toda prisa ante un modesto grupo de testigos. Pero es lógico; el rey había planeado raptar a la princesa para traerla a Francia y obligarla a casarse con el delfín.
—En realidad, Florent, hace mucho tiempo que predije esa boda. Ahí comenzaron mis desdichas.
D’Urbec me miró displicente, como si no me creyese, pero se prestó a escucharme.
—¿Sabes que lo que ha sorprendido a media Europa —dijo— es la calma con que el rey recibió la noticia? Era como si lo hubiera sabido. «Son tal para cual», dicen que fue lo único que comentó. Sí que es raro, teniendo en cuenta lo que debe haberle fastidiado; él contaba con obtener el favor del Santo Padre para convertir a Inglaterra al catolicismo. Es sorprendente —añadió, moviendo la cabeza—; el rey debe tener espías por doquier. El príncipe de Orange sufre un ataque de hipo en su despacho, y el rey lo sabe en el plazo de una semana.
—Eso también es parte del problema, Florent. El rey me ha dejado sin negocio y la policía me sigue los pasos. —Florent me miró muy serio y preocupado y yo le puse los dedos en la boca—. Ahora no —musité—. Ya te lo contaré durante la cena.
En un reservado con gruesas cortinas de la parte trasera de un elegante restaurante le expuse mis últimas vicisitudes. La mera exposición de mis apuros me quitó el apetito, pero Florent comió como un lobo hambriento, dando cuenta de mi parte mientras me escuchaba.
—… ya ves, Florent, nunca me he visto en un lío como éste. La Reynie amenaza con condenarme por librepensadora, lesa majestad, traición y Dios sabe qué si no colaboro como confidente. Y si La Voisin lo descubre, ¡estoy lista! Seguro que se deshace de mí en menos que canta un gallo: veneno en la sopa, un accidente, o vete a saber… Además, no gano bastante dinero como para animarla a que no me mate, ahora que el rey ha reducido mi negocio por temor a que mis predicciones políticas sirvan de base a conjuras contra él. ¡Y yo no soporto la cárcel, Florent! Me he visto tan sola pensando que… que tú creerías que te había abandonado… La Reynie no me dejó más que un libro horroroso de… sermones —añadí, echándome a llorar, pero él echó la cabeza hacia atrás y empezó a reírse.
—¿Festín de obras maestras morales? Ah, eso sí que es una tortura.
—No tiene gracia, Florent; ha sido horrible —dije, enjugándome los ojos.
—Bien —añadió él animado, mordisqueando el último hueso del capón y limpiándose los dedos en la servilleta—, realmente no hay más que una solución.
—Sí, huir de París; pero estoy atada como un perro a una cadena.
—No —replicó—; en primer lugar, tienes que casarte. Preferiblemente conmigo.
—¿Y qué iba a solucionar eso? Creí que eras muy inteligente, Florent; pero resulta que eres como todos los hombres.
—Bien cierto es lo que dices —replicó él, riendo—. Considera mi razonamiento. Primero: si te casas, tu hermano ya no tendrá potestad sobre ti como cabeza de familia, ni tendrá el derecho a recluirte en un convento por la vida escandalosa que, por cierto, llevas. Y así La Reynie no podrá seguir amedrentándote. Segundo: siendo tu esposo, puedo requerir tu herencia, puesto que pasa a ser mía. En Francia esto supondría años de litigios y sobornos, pero en el extranjero será más fácil porque tu hermano no tendrá derecho alguno sobre ti y, más aún, al no saber nada de Cortezia et Benson.
—Pero… pero…
—No, escucha. Hay otra cosa. Los funcionarios de las aduanas prestan más atención a las mercancías de contrabando que a los criminales que tratan de huir. Puedes irte de París en el momento que quieras con tal de ir disfrazada y llevar como único equipaje lo puesto. Es madame de Morville con su carruaje y sus criados quien llama la atención, pero Geneviève Pasquier, a pie, pasaría inadvertida, y más si sabe reprimir sus deseos de lucir dos anillos en cada dedo. Aunque a ti, Atenea, no te agrada la vida errante, y es comprensible que temas morir tirada en la cuneta en un país extranjero.
—¿Y qué?
—El amor a las cosas materiales te bloquea el camino de escape, Atenea. Debiste considerar más detenidamente las excelentes cosas espirituales que te ofrecía monsieur de La Reynie.
—No es eso… son mis libros, mis objetos de plata… Sólo los muebles valen…
Él me hizo callar, poniéndome un dedo en los labios.
—Tesis demostrada, tesoro. Pero ahora recuerda que yo soy especialista en transferencia clandestina de valores al extranjero. Precisamente lo que tú necesitas. Sin embargo, nada puedo hacer si no tengo derecho legal a disponer de tus propiedades —dijo, ladeando la cabeza y mirándome de reojo, burlón.
—Florent…
—Sí, ya sé lo que vas a decir. Tienes que confiar en mí. Y una cosa es amar a un hombre y otra confiar en él, y más tratándose de ti, ¿no es cierto, brujita? —añadió sonriendo y apurando la copa de vino, en espera de lo que yo alegase.
—No, no es eso. Es porque arriesgarías tu vida…
—¿Arriesgarla? No me importa, Geneviève. Yo confío en ti aunque me hayas dicho que eres confidente de la policía. —Hizo una pausa al ver mi gesto de sorpresa—. Lo que no sabes es que yo llevo una cápsula de veneno cosida al jubón. En mi trabajo hay que contar con la posibilidad de que te capturen vivo. Para mí lo que constituye un riesgo es estar ahora en París, pero el principal motivo para ello eres tú. Aunque, estando contigo… la vida resulta… demasiado preciosa para perderla. Mira, tengo muy buenas relaciones en el extranjero, y podríamos empezar juntos, con una casa para nosotros y todo lo que aquí nos está vedado, ¿comprendes? He confiado plenamente en ti; lo menos que puedes hacer es confiar tú en mí.
—Florent, lo que pretendes es hacer que acepte el matrimonio —dije, notando que me temblaban las manos.
—Pues claro que sí. ¿Qué contestas?
Miré al fondo del vaso de vino, reflexionando, y noté que el temor, como una calentura, se adueñaba de mi cuerpo.
—Tengo que… pensármelo. Mañana te daré la contestación.
—Sabía que dirías eso. Envíame recado cuando te hayas decidido. Pero no tardes mucho; no sabemos el tiempo de que dispones. Semanas, meses… Piensa en ello cuando reflexiones sobre la horrenda alternativa del casamiento.
Aquella noche me desperté infinidad de veces sacudida por temblores.
Fue el loro de la abuela quien adoptó la decisión por mí. Las últimas heladas del invierno hacían que permaneciera quieto en el palo, arrebujado y con ojos tristes. Al ponerlo junto al fuego para que se calentase, protestó con un extraño gorjeo.
—Lorito, estamos los dos igual —dije.
—Infierno y condenación —balbució triste.
—Exacto. Vaya lío. Dime: ¿me voy o me quedo?
—Sodoma y Gomorra —replicó el pájaro, alzando la cabeza.
—¿Y tú qué sabes del matrimonio? Yo sí sé de sobra, lorito, que mi dinero lo gano con matrimonios en los que el amor se ha convertido en veneno. Imagínate que me caso con él y deja de amarme…
—Fuego y azufre —replicó el loro, animado.
—Bah, qué poco me ayudas. Tengo que decidir si una adivina en apuros, acosada por medio mundo, debe casarse con un aventurero también en apuros, acosado por el otro medio. La boda con d’Urbec no puede dar buen resultado…
—Boda con d’Urbec —repitió el pájaro, mirándome fijamente con un ojo.
«Lorito guapo, lorito listo». Había algo en su cara que me recordaba a la abuela con su cofia. Cogí papel y tinta, me senté y escribí una carta. Una carta con una sola palabra: Sí.
—¡Amor mío! —exclamó con rostro alborozado y juvenil al verme—. Yo lo arreglaré todo. Tú no te preocupes por nada.
Me encantaba verle así, con los ojos brillantes y pensando a toda prisa. Era un éxtasis su abrazo, pero yo notaba un frío extraño en el corazón. Era el miedo. Todos empiezan así, con promesas de amor, pensé.
—De momento, lo principal es llevarlo todo en secreto; a espaldas de la policía y de esa vieja cerda de la calle Beauregard. No hay que dejar que sospechen nada. Y menos decirle nada a Sylvie. Buscaré testigos y un cura que no estén comprados por nadie, y así ganaremos algo de tiempo. Estás contenta, ¿no? —dijo, mirándome—. ¿Tan contenta como yo?
—Claro que sí, Florent —respondí, tomando su mano.
—No… tendrás ninguna reserva, ¿verdad? Perdona que me aterre la idea de que puedas escaparte de mí con tanto como he esperado.
—Cuando doy mi palabra no me vuelvo atrás. Mi corazón no va a cambiar. Recuérdalo y… pórtate bien.
—¿Tú crees que yo voy a cambiar? Eso no lo pienses nunca de mí.
Al día siguiente, con el pretexto de una cena, me puse el alegre vestido de seda rosa y nos dirigimos en medio de una niebla grisácea a una lejana parroquia de los arrabales, donde nos esperaba un notario medio sordo y dos testigos enmascarados y embozados. Ya anochecía; los cirios recién encendidos dejaban ver el estado ruinoso de la iglesia. En aquellas oscuras bóvedas había movimientos y chillidos: murciélagos que anidaban en lo alto. Las imágenes de los santos estaban cubiertas de polvo y con la pintura desconchada, los confesonarios eran viejos y destartalados y en las rejas que cerraban las capillas faltaban trozos y estaban dobladas. A simple vista, se adivinaba que era una parroquia muy pobre.
Una vez en la capilla lateral, los testigos se quitaron el antifaz: Lucas, el poeta clandestino y… Lamotte. Florent esbozó una sonrisa irónica al advertir mi sobresalto; hay cosas que no apetece recordar el día de la boda, por modesta que ésta sea.
—Son testigos dignos de confianza, Geneviève. Hemos pasado juntos por muchos avatares.
—… Pero… a la duquesa de Bouillon… —atiné a decir.
—… Le encantará, en caso de que llegue a saberlo —concluyó Lamotte—. Ella detesta a La Reynie y cuanto a él se refiere.
—Creo que es por un viejo litigio de contribuciones entre la familia de La Reynie y la de los Bouillon —añadió Florent en voz baja.
Lamotte, más grueso de lo que yo recordaba pero aún esplendoroso con sus pantalones cortos profusamente bordados y una gruesa capa de terciopelo azul forrada de satén color fuego, avanzó unos pasos.
—Además… —añadió vacilante—, os debo excusas a los dos. Es lo menos que puedo hacer por enmendarme, d’Urbec; la envidia nos vuelve necios. Lo he pagado con creces, más de lo que me imponía mi conciencia. —Su rostro, a la tenue luz de los cirios, era grave y triste—. Lo único que os pido es que cuando hagáis memoria de mis pecados no me atribuyáis el de la dureza de corazón.
—Basta de exámenes de conciencia, mi querido caballero —dijo Florent—. Hemos venido a un asunto concreto y el padre Tournet no puede esperar.
La botella es la que no puede esperar, pensé al ver a aquel anciano que oficiaba tambaleante. Notaba crecer el pánico en mí conforme él recitaba las palabras, y tenía la boca tan seca que apenas podía contestar. El sacerdote, con su nariz bulbosa y sus vestiduras apolilladas, el rostro serio y angustiado de Florent a la mortecina luz, las llamas de los cirios reflejadas en los oropeles y dorados… Todo parecía darme vueltas de un modo extraño; sentía el estómago revuelto y flojedad en las rodillas.
Lo siguiente que recuerdo es que casi me ahogo con un trago de coñac.
—Ah, ya abre los ojos —oí decir a una voz—. Os habéis desmayado, madame d’Urbec. —Era la voz del cura—. Suele sucederles a las que se casan. Aunque mucho más embarazoso es que le ocurra al novio.
—¿Casada? ¿Ya estoy casada?
—Naturalmente, casada y bien casada por la ley, con todos los requisitos —contestó Florent, ayudándome a levantarme—. Geneviève, ¿te encuentras bien? —añadió en voz baja y con cara de preocupación.
—Oh, Florent… casada… no puede ser… te quiero tanto… ¿Qué será ahora de nosotros?
—Pues que yo te cuidaré y seremos felices —replicó él, apartándome los rizos que me habían caído sobre la frente.
—Pero… no suele ser así.
—Será así con tal de que lo desees, Geneviève. Lo intentarás, ¿verdad? Por favor, tratemos de ser felices.
Pero yo no supe hacer otra cosa que aferrarme a su casaca y echarme a llorar.
Mientras él me pasaba el brazo por la cintura, oí comentar a Lucas:
—Qué duda cabe, mi querido Lamotte, que es la novia más extraña que he visto en mi vida.
El criado de d’Urbec nos sirvió de cenar con los movimientos precisos y discretos de quien está bien acostumbrado a la falta de espacio de un barco, para, después, dejarnos a solas. Qué tranquilo y qué comedido; la fraternidad de los condenados, pensé. Una se acostumbra a reconocerlos por su mirada, por el modo de levantar una cómoda o un pesado sillón, como una pluma, sin alharacas, por sus extraños silencios.
—No se te ha quitado la palidez —dijo Florent, mirándome preocupado—. Y no comes. ¿Te encuentras bien? —Yo oía el distinto tic-tac de los relojes de su cuarto cual si fueran corazones latiendo; tenía las manos frías—. Mira —dijo—, he pedido tus manjares preferidos. Prueba este vino tan estupendo, especial para nuestra noche de bodas. —Di un sorbo por complacerle, pero era extremadamente seco. Vi la preocupación que reflejaban sus negros ojos—. ¿Qué sucede? ¿Te he perdido por haberme casado contigo? ¿Te he exigido demasiado?
—¿Demasiado? —repetí, atemorizada por el modo en que me miraba—. ¿A qué te refieres?
Ya estamos, pensé; y apenas concluida la boda. Ya no me ama. Notaba que mis ojos se dilataban mirándole. Sí, eso era; se había cansado de mí.
—¿Por qué te atemorizo? Mi amor te bastaba, ¿y mi nombre no? —inquirió, desesperado.
—No, no… no es eso. De verdad que no. —Y me eché a llorar sin poder evitarlo—. Es que ahora que estamos casados ya no me querrás —dije entre sollozos—. Sabía… sabía que sucedería. Al casarse, la gente se vuelve fría y rencorosa, pero tú… me dijiste que tenía que casarme y… yo… yo quería complacerte… —añadí, apoyando la cabeza en la mesa y llorando desconsoladamente, mientras oía el roce en el suelo de la silla de él y notaba su mano acariciándome el pelo, a la par que trataba de secar mis lágrimas con su gran pañuelo.
—¿No será por mi lamentable pasado, por lo que he sido? —inquirió él con voz quebrada.
—Oh, no, no, Florent. Tú eres el único hombre que he amado. Tu amor es mi única fortuna… Pero tú ahora no me amarás, y yo sólo quería hacerte feliz…
—¿Feliz? —repitió él—. ¿Quieres decir que pensabas que sacrificabas tu amor a mi felicidad? —añadió sorprendido y turbado—. ¿De eso eres capaz? ¿De renunciar a todo por mí?
—Y mil veces más —musité yo, apretando su mano y llevándomela al rostro.
—Geneviève… amor —dijo él susurrante—, ¿no sabes lo que significas para mí? Pensaba que…
Me sequé las lágrimas y le miré a los ojos. Su amor era mi gozo, pero era mi deseo lo que me hacía llorar.
—… ¿que me avergüenzo de ser madame d’Urbec? Florent, tengo muchas cosas de qué avergonzarme, pero no de casarme contigo.
—¡Geneviève! —exclamó él, radiante.
—Madame d’Urbec —repliqué yo, sintiendo otra vez mi corazón lleno de esperanza.
La curva de su mejilla, el cuello ancho y fuerte, sus ojos, sus labios, sus manos, qué cosas tan adorables. Al volver la cabeza para pasarse la mano por los ojos noté cómo le palpitaba la vena junto al oído.
—Madame d’Urbec —dijo, volviendo la vista hacia mí, muy cortés—, deja que te demuestre que el amor del matrimonio es el más auténtico.
Dicho esto me levantó de la silla como si fuera una pluma. Su cuerpo me causaba embriaguez; entrelacé su cuello con mis brazos y él me besó el rostro, el pelo, el cuello, mientras cruzaba conmigo en brazos el umbral del dormitorio.