Desgrez permanecía en silencio observándome, sentada entre dos agentes enfrente de él. Como iba de espaldas a la marcha, no pude ver la boucherie conforme nos acercábamos al Châtelet, aunque la olía. Con montones de despojos en sus callejones llenos de sangre de animales y excrementos, los mataderos de París no desentonaban en vecindad con la prisión. Me puse a pensar en las posibles razones de mi detención; debían de ser numerosas, no me cabía la menor duda. Lo que no había hecho, lo había visto o lo sabía de oídas; conocía lo suficiente sobre la vida clandestina de París como para que me condenaran a prisión perpetua. Y me habían sellado la casa; dudaba que hubiesen dado con el cofre y el escondrijo de libros prohibidos detrás de la pared, pero el último de mis libros de «contabilidad» en clave había quedado en el cajón de la mesilla de noche. Me estrujé el cerebro tratando de recordar lo que había apuntado en él. ¿Habría guardado mi habitual prudencia? Por otra parte, estaba aquel desagradable asunto con el rey. ¿Y si había decidido poner fin a mi adivinación política, encarcelándome a perpetuidad por medio de una lettre de cachet? En tal caso nunca sabría de qué se me acusaba. Permanecería en silencio hasta que me leyeran los cargos, pensé, y entonces tal vez se me ocurriera algo.
Un carro cubierto —el coche fúnebre del Châtelet— cruzó en dirección contraria; desprendía tal hedor, que el cochero y sus ayudantes llevaban el rostro tapado con un pañuelo. En él iban los muertos no reclamados que llevaban al convento de les Filles Hospitalières de Sainte Catherine, donde las monjas preparaban caritativamente los cadáveres para su entierro en el Cimitière des Innocents. En mi mente surgió una imagen: d’Urbec siguiendo mi ataúd; y me quedé paralizada. ¿Sabría averiguar lo que me había sucedido cuando regresara? Notaba como si moquease y las manos me temblaban. Desgrez había sacado su pañuelo para taparse la cara. Incluso a él, capaz de permanecer sentado toda la noche junto a un cadáver, le era insoportable el hedor de los condenados de París. Mi mente parpadeaba como una vela batida por el viento. Quizá esté enfermando, pensé.
Esperaba que el carruaje entrase por el oscuro arco bajo para dejarnos a la entrada de la prisión, pero pasó de largo, rebasando las dos torres gemelas y el arco central, rematado incongruentemente por una estatua de la Virgen, para girar y entrar en el ala judicial que alojaba los tribunales y las celdas de prevención y servía de sede a los huissiers[21]. En el patio, bajé tambaleante del carruaje. Desgrez sonrió al ver que los policías me sostenían subiendo por la escalera de la siniestra fortaleza; como si me diera a entender que había comenzado la guerra de nervios y yo llevaba la peor parte.
Tras discurrir por un largo y húmedo pasillo, me hicieron pasar a una antecámara en la que varios funcionarios sentados en escritorios entarimados transcribían actas a los libros de registro; en las paredes había filas de mosquetes y de picas y en los bancos descansaban hombres uniformados de azul con blanco sombrero con plumeros. El centro policial, pensé. Pero era un centro dentro de otro centro, pues pasamos por un pasadizo oculto a un estrecho cuarto, ricamente recubierto de madera, con pesada mesa sobre un estrado detrás de una barrera baja de madera.
—Aguardad —dijo Desgrez—, aún no ha concluido la sesión en el despacho.
Momentos después se abrió una puerta y apareció La Reynie en persona con blanca peluca judicial y la larga toga roja con gorguera y bocamangas de lino blanco, propias de su cargo de teniente general de policía. Le seguía un funcionario.
—Monsieur de La Reynie —dijo Desgrez, quitándose el sombrero y dirigiéndose a su jefe, quien me miró un buen rato con sus ojos crueles y sagaces. Era el hombre que había dirigido personalmente la tortura de la marquesa de Brinvilliers, alguien con quien no se podía jugar, y menos en su propio terreno.
—Capitán Desgrez, veo que habéis traído a la llamada madame de Morville. Excelente —dijo La Reynie, señalándole una de las sillas que había junto a la pared, sin que a mí me invitara a sentarme.
De pie como estaba, comencé a sentir un terrible dolor de cabeza que incluso me impedía pensar; notaba el sudor frío corriéndome por las sienes y un leve temblor comenzó a agitar mis miembros. ¡Maldición, maldición! No es que estuviera enferma, sino que no había tomado la dosis de cordial. Ahora que necesitaba la plenitud de mis facultades mentales… Tenía el precioso frasquito verde al alcance de la mano en el fondo de mi bolsa, pero en poder de aquel patán de funcionario.
—Madame, estáis pálida —dijo La Reynie—. ¿Necesitáis sentaros?
No me gustó su tono de voz, con aquella falsa simpatía que ocultaba todo lo contrario. Dile que quieres tomar un trago, me gritaba mi cuerpo; tranquila, me decía mi mente. ¿Vas a ponerte totalmente a su merced? Me senté de golpe en el banco de madera destinado a los acusados. Y el cuerpo, que es quien suele vencer en esas pugnas internas, me soltó la lengua:
—Monsieur de La Reynie, monsieur Desgrez, excusadme, pero padezco un mal crónico y debo tomar unas gotas del… medicamento cardíaco que llevo en la bolsa.
Los temblores ya eran visibles; ambos se miraron y luego fijaron la mirada en mí. La Reynie hizo una señal a uno de sus hombres, que comenzó vaciar mi bolsa en el banco. Al salir a la luz el tapete cabalístico, las varillas de remover y la bola de cristal, Desgrez, sin poder contenerse, lo fue examinando todo. Tras lo cual, el sargento le entregó el frasco verde y el vasito para el cordial.
—¿Veneno? —inquirió Desgrez, volviéndose hacia La Reynie.
—Dadme el frasco —dijo el teniente general de la policía; a continuación lo abrió, se lo llevó a la nariz y sonrió levemente.
—No, Desgrez, no es veneno. Madame es adicta al opio. Y el vasito es para la dosis precisa. Esto nos facilitará las cosas.
La Reynie no alzaba la voz y conservaba su irónica sonrisa. Cuerpo mío, me has perdido, como siempre; ahora me tiene en sus manos, pensé. Pero el temblor cedía y la cefalea también, y noté que me sobreponía.
—Madame de Morville, hace tiempo que os vigilamos. Sois una farsante que fingiéndoos de cuna aristocrática os enriquecéis con engaños… No, no protestéis. Tenemos las pruebas. La marquesa de Morville murió hace mucho tiempo, y la única manera por la que podríais reclamar tal título sería teniendo realmente más de cien años. No vayáis a confundirme con una mujer supersticiosa, madame. Vuestras pretensiones de longevidad son absurdas, aunque no ilegales. Sin embargo, hay otras actividades vuestras, madame de Morville, que son harina de otro costal.
En ese momento, el funcionario puso en sus manos el librito verde, que yo había dejado en el cajón de la mesilla, y La Reynie, con gesto complacido, lo fue hojeando, plenamente consciente de los desesperados esfuerzos que yo hacía por recordar todo lo que había anotado: nombres de clientes, fechas, cobros… cálculo de los porcentajes de La Voisin…
—Francés escrito con caracteres griegos… Para una persona culta no es difícil su interpretación, aunque sin duda resulte lo bastante críptico para la clase de personas con las que os relacionáis. ¿Por qué lleváis el libro en clave, madame?
—Para proteger el nombre de mis clientes de indiscreciones, así como mis… observaciones personales.
—Observaciones personales que pueden interpretarse como heréticas en ciertos medios, ¿no? —dijo La Reynie, poniendo el librito sobre la mesa y alisando una página para leerla—. «Si la naturaleza de Dios es ser todopoderoso y bueno, ¿por qué ha creado un mundo lleno de maldad? O bien no es todopoderoso, o no es bueno. En el primer caso, no puede ser bueno por definición, y en el segundo, al crear el mal, resulta difícilmente diferenciable del diablo. Por consiguiente, la prueba geométrica de la existencia de Dios depende necesariamente antes que nada de la exacta definición del mal…». ¿Os basta con esto?
—Eran pensamientos privados no destinados a ser publicados.
—Ah, pero es una prueba escrita de una mentalidad sobradamente impía. ¿No os constan los castigos dispuestos para los librepensadores? Podría enviaros al cadalso. Bien. Pasemos a otros asuntos. Asesinato, por ejemplo.
Hizo una pausa y me miró cara a cara. Ahora sé cómo se siente un pajarillo paralizado ante la mirada de una víbora, pensé. Quiere saber algo sobre mi tío o sobre los abortos. Cualquiera de las dos cosas pueden valerme la muerte, al margen de las pruebas escritas de ser una librepensadora. Pero no le diré nada. No voy a hacer ninguna confesión. Para ello tendrá que ir hasta el final.
—¿Por qué jugáis así conmigo? —repliqué—. ¿Qué queréis de mí?
—Ah, sois muy lista, madame de Morville. Ya sabía que vuestra fama como adivina había de sustentarse sobre una inteligencia natural. Y no debisteis de tener un mal tutor, aunque alguna falta he observado en vuestro latín. Sí, deseo algo de vos. Y quiero que sepáis que vuestra vida está en mis manos, para que no dudéis en facilitarme la información que deseo.
—¿De qué información se trata?
—Madame de Morville, mi deber es garantizar la tranquilidad en esta tumultuosa ciudad. Me enfrento a diario a tramas, conjuras y asesinatos. Por eso necesito información sobre la actuación de sospechosos. —Hizo una pausa y se arrellanó en el sillón para observar mejor mi reacción—. Cuento con informadores entre los confesores de París, pero lo que me cuentan suelen ser cosas relacionadas con hechos consumados, cuando el mal ya está hecho, se ha cometido el crimen y el criminal, movido por el arrepentimiento, acude al confesonario a abrir a Dios su corazón. Pero a una adivina… —añadió, inclinándose sobre la mesa y mirándome— a una adivina la gente le cuenta sus secretos deseos antes de que se conviertan en hechos, en el momento mismo en que están en proyecto. Una adivina con clientela de alcurnia es una posición privilegiada para enterarse de una conjura antes de que ésta se realice.
Volvió a hacer una pausa y pasó unas páginas de mi dietario.
—Por ejemplo —dijo, comenzando de nuevo a leer, vacilando levemente por la extraña grafía—, «Madame de Roure desea que vuelva su amante, visita 13 de abril pasado, v. predicción, 100 francos. Madame Dufontet desea que el duque de Luxemburgo conceda un empleo a su esposo, n. v. La condesa de Soissons desea un amante de la más alta alcurnia…». El rey, supongo. Sólo el haber escrito esto podría llevaros a la Bastilla de por vida si llegara a conocimiento de ciertos círculos. ¿Queréis que siga leyendo? Yo no contesté.
—No sólo conocéis los secretos de París antes de que se conviertan en hechos, sino que mediante vuestras predicciones podéis configurar esos hechos —prosiguió diciendo—. Bien, «v.» significa «veo», ¿no es cierto? Y «n. v.», «no veo». Non video o ne vois. Clarísimo —añadió, enarcando una arrogante ceja—. Son vuestras predicciones en cada caso, ¿verdad? Quiero conocer esas pasiones, esas predicciones, esas venganzas.
No me gustaba su expresión; dura, desagradable, petulante, como si estuviera a punto de aplastar una araña. Miré el cuarto recubierto de madera oscura, con los hachones de pesado hierro forjado en las paredes, y vi la misma expresión en el rostro de Desgrez, el funcionario y los policías.
—Queréis que me convierta en confidente de la policía. ¿Y si me niego?
—En ese caso comprobaréis que, aquí, el castigo por asesinato es muy rápido y seguro. Me enorgullezco del hecho de que mis leyes han reducido el plazo de ajusticiamiento en París a unos escasos días.
—¿Y de qué asesinato se trata? —inquirí, pensando en que lo mejor era saber hasta dónde habían llegado y lo que sabían.
—Ah, ya veo que no cedéis fácilmente. Sois tan audaz como inteligente. Pero creo que comenzamos a entendernos. A partir de este momento, si intentáis engañarme en cualquier cosa os enviaré a la horca por el asesinato de Geneviève Pasquier —replicó, haciendo una pausa para ver el efecto que causaban sus palabras. Desgrez entornó los ojos. Era increíble. ¡Por todo lo que había hecho, por lo que había visto o en lo que había tomado parte, querían acusarme de mi propio asesinato! Me eché a reír y las carcajadas resonaron en aquella cámara casi vacía; me doblé por la cintura, las lágrimas corriéndome por las mejillas y casi sofocada por la hilaridad. Notaba mi rostro ardiendo y febril y apenas podía respirar. La Reynie se puso en pie furioso con los puños apretados.
—Madame, si no sabéis dominaros, os encerraré en La Griesche hasta que os veáis capaz.
Una vez cesado el ataque, me enjugué los ojos con el dorso de la mano; pero la risa había dado paso al hipo.
—Ex… cusadme… monsieur de La Reynie… hip… no es posi… ble… hip… porque… yo… hip… soy Geneviève Pasquier.
—Da igual —espetó Desgrez.
Vaya, Desgrez —pensé—, ¿con que ésa era vuestra teoría? Malo, me dije.
—Sí, Desgrez, por supuesto; lo que sucede es que esto complica ligeramente las cosas. Veamos, madame, ¿qué pruebas tenéis de vuestra afirmación? —añadió La Reynie con voz meliflua y siniestra.
—¿Pruebas? Su majestad en persona lo sabe. Cuando estuve en su presencia me preguntó mi verdadera identidad y me prometió que me mandaría ejecutar si se enteraba de que volvía a predecir la fortuna. Llegáis tarde, monsieur de La Reynie. El Rey Sol me ha obligado a abandonar el negocio.
La Reynie torció el gesto.
—Me temo que habremos de reteneros hasta que verifiquemos vuestra afirmación, madame, o mademoiselle, en este caso.
—Os ruego que me permitáis tomar mi cordial.
—Vuestro cordial y un volumen de los edificantes sermones del padre Clement para enmendar vuestro disoluto espíritu. Y os aseguro que si se trata de otro engaño, os privaré del opio y os dejaré retorceros desesperada hasta que me digáis toda la verdad. De hecho no es mala idea hacerlo en cualquier caso. Desgrez, lleváosla y tenedla confinada con orden de que no hable con nadie.
Salí dos semanas más tarde, con la bolsa notablemente mermada, pues es costumbre de las prisiones parisinas cobrar la estancia como si se trataran de posadas. La única compañía que tuve fue un ojo que me espiaba de vez en cuando por un orificio de la puerta, un rayo de sol que cruzaba por debajo de la misma por las tardes, y diversos insectos. Sola y sin hablar con nadie, en mi mente se agolpaban una serie de horribles pensamientos. ¿Y si no me excarcelaban nunca? ¿Y si Florent no sabía lo que me había sucedido? ¿Pensaría que le había abandonado? ¿Me odiaría? Pero una idea me vino a la cabeza. ¿Y si una vez verificado lo que había dicho respecto al rey, éste ordenaba que me devolvieran a mi familia? Sólo Dios sabía de lo que era capaz Étienne. ¿Sería peor que el Châtelet el encierro en un convento? ¿Llegaría Florent a dar conmigo allí?
Arrebujada en un rincón, sacudida por escalofríos, me consumía por la carencia de opio. El ojo aparecía y desaparecía. Pero cuando comencé a vomitar sangre me pusieron un frasco de tintura de yodo en la bandeja con el pan que era incapaz de ingerir, y yo lo interpreté como señal de que La Reynie pensaba liberarme y quería que yo colaborara. Me senté y me puse a leer el libro que me habían dejado; los sermones del padre Clement eran muy aburridos: una gracia de La Reynie. Ahora, mi mayor enemigo era el aburrimiento; La Reynie pretendía vencer mi resistencia con el encierro y el aislamiento. Me dediqué a hojear el libro de cabo a rabo y de atrás hacia adelante; después leí los odiosos sermones valiéndome de una especie de código, según diversos métodos matemáticos para saltar palabras y letras, creando nuevos y fascinantes mensajes con la prosa insípida y pomposa del padre Clement. Condenada a sus sermones, acabé por odiarle a pesar de que no le conocía.
Cuando al fin volvieron a llevarme a la cámara de interrogatorios secreta, poco quedaba de la marquesa de Morville. Mis ropas estaban arrugadas, mi pelo era una maraña y el maquillaje había desaparecido arrastrado por las lágrimas. La humillación y la incertidumbre habían logrado plegarme a la voluntad de La Reynie igual que si me hubieran aplicado tortura; y sin dejar ninguna huella. Era el eficiente método del teniente general. Pero también había tenido tiempo de sobra para pensar en mi situación, y había llegado a la conclusión de que La Reynie me necesitaba más de lo que había dado a entender. Le seguiría el juego y huiría de París cuando lo creyera oportuno. En cuanto volviera a verme en casa trazaría mis planes. En primer lugar, una transferencia bancaria al extranjero, mejor por medio de un intermediario; convertir mis pertenencias y mis objets d’art más importantes en alhajas fáciles de transportar…
—Bien, mademoiselle Pasquier, ¿habéis encontrado instructivos los sermones? —inquirió La Reynie, alzando la cabeza de los papeles de su escritorio.
Al ver mi estado, una curiosa expresión cruzó su rostro, cual si no hubiese esperado ver lo que aparecía bajo el desaparecido disfraz de inmortal marquesa. Firmaba papeles que le había pasado su secretario antes de que me llevaran a su presencia, y, leyéndolos al revés, me parecieron el informe diario que enviaba al rey sobre la situación de París: crímenes, rumores, conspiraciones. Aún vistos al revés, parecían pensados para suscitar el interés de un hombre normalmente aburrido.
—Enormemente instructivos, monsieur. Están escritos según un código basado en el número seis. —La Reynie enarcó las cejas—. Si observáis la sexta línea del sexto párrafo del sexto sermón y vais saltando las palabras de seis en seis, se entiende lo que quiere decir el autor.
Le tendí el libro y él lo abrió por la página en cuestión y fue siguiendo con el dedo.
—«… el… demonio… gobierna… Francia… rebelaos… contra… pecado… aplastad… víbora… tirano». Sí, bastante fácil de descifrar, realmente. Como es sabido el 666 es el número de la bestia en el libro de las Revelaciones. El padre Clement es un conspirador que envía mensajes secretos a otros frondistas y criminales de su fracción.
Vi cómo La Reynie marcaba cuidadosamente el párrafo y dejaba el libro a un lado, y me animó imaginar al petulante padre Clement sometido a interrogatorio. «Octava cuña, por favor. A ver, decidnos por qué ocultabais mensajes en los sermones». Bien merecido se lo tenía.
—Pero no estamos aquí para hablar de sermones —dijo él—, sino de una insolente muchacha de diecinueve años que ha huido de su casa para asociarse, a criminales y amasar una fortuna ilícita bajo un nombre falso. En tiempos menos turbulentos no mereceríais más que ser devuelta al cabeza de familia para que os diera una buena azotaina y os enviase a un convento para arrepentiros. Pero vuestros crímenes son tales, mademoiselle —añadió, sonriendo—, que su majestad os deja en mis manos para que haga con vos lo que quiera. Así que, mademoiselle Pasquier, hablemos de vuestro futuro…
El fuego lamía los viejos morillos en forma de gato y la fuerte lluvia azotaba la ventana del gabinete de la reina de las tinieblas en el momento en que se levantó a servirme otro vaso de vino dulce y ofrecérmelo con sonrisa zalamera. Sus confidentes entre los carceleros la habían informado de cuándo iban a ponerme en libertad y su propio carruaje me había llevado directamente del Châtelet a la calle Beauregard. Con la ropa aún húmeda y arrugada, estaba sentada ante su escritorio.
—Anda, bebe un poquito más, querida… ¿Qué le dijiste exactamente de mí a La Reynie?
—Simplemente que erais la persona que me había enseñado el arte de la predicción y que las cifras del libro eran pagos en concepto de aprendizaje…
—¿Te cogieron los libros?
—El último… pero no tenía nada escrito en él… He sido cuidadosa…
Ella hizo un gesto con la mano, descartando mis excusas.
—¿Y por qué te soltó?
—Pues porque no podía acusarme de haberme asesinado a mí misma —contesté sin pensarlo mucho, y mintiendo; ella entornó los ojos—. Así que tuvo que dejarme en libertad, aunque no le hiciera mucha gracia.
La Voisin apretó los labios y tamborileó en la mesa con los dedos, observando la lluvia que azotaba la ventana.
—¡Maldita sea! —exclamó—. Meterá en tu casa un confidente para mayor seguridad. Convencerá fácilmente a alguien a cambio de dinero… —Sus labios parecían decir el nombre de Sylvie, en el mismo instante en que ese nombre surgía en mi cerebro—. ¿Seguro que no hay nada más? —espetó finalmente la bruja, dejando de mover la cabeza y mirándome.
—Aparte de eso, ha dado mi descripción a las patrullas de vigilancia y no puedo pasar las barreras de aduana y salir de la ciudad sin su autorización. Ahí estoy copada.
—Pero después de tu gran éxito con el rey… Si te vuelve a llamar, por supuesto que podrás salir de la ciudad…
—Sabe que si me deja salir de París para acudir a la corte, puede despedirse de mí. Y estoy segura de que habrá hablado con el rey, pues despacha con él a diario. Si de antemano sabía mi identidad, necesariamente tenía que haber hablado con el rey. Me ha autorizado a usar la bola de cristal a condición de que le informe de todas las solicitudes de predicciones políticas y no haga ningún vaticinio de esta índole.
—Manteniendo así el espíritu de la palabra del rey —añadió ella.
—Exacto.
No podía decirle la clase de información que la policía me había requerido: información sobre gente con deudas, personas ansiosas de hacerse con una herencia y capaces de utilizar el veneno. En el interrogatorio llegué a entender que los confesores habían realizado estupendamente su cometido, y la policía estaba descubriendo el negocio de los «polvos para herencia»; tarde o temprano algún confidente les daría la pista de La Voisin. Mi plan era abrumarlos con información trivial hasta el momento en que me fuera posible huir sin traicionar a la reina de las brujas; por muy repugnante que fuese, mi deuda con ella era grande.