43

A finales de setiembre comenzaron las lluvias de otoño; el arroyo en las calles corría rebosante de agua sucia y el frío y la humedad se adueñaban de la casa. La marcha de Florent me había dejado huera de gozo y calor y la nostalgia me había hecho adelgazar a tal extremo que se notaban todas las costillas. Enferma, acudía a hacer las predicciones abrigada con una gruesa toquilla, de tal modo que parecía tan vieja como fingía ser. Al fin llegó una carta, cubierta de sellos de lacre y estropeada por el largo viaje desde el extranjero; en ella Florent me reafirmaba su amor y me comunicaba su pronto regreso. Tras ello, me puse a atisbar desde la ventana de arriba la llegada de carruajes y transeúntes, por si veía su capa y su sombrero y su andar decidido; era presa de alucinaciones y creía verlo en la puerta de alguna casa de la calle, entre otros viandantes o pasando de incógnito en un carruaje.

Después, una tarde en que el crudo viento estrellaba contra los vidrios una lluvia fina como agujas, miré afuera y vi una figura envuelta en una capa, apeándose de una calesa frente a la puerta. ¡Él! A Dios gracias no había tenido clientes aquel día —y no queriendo que me viera con aquel aspecto de cadáver y un sencillo vestido de lana azul de cuello de encaje y cinta de satén rosa en el pelo— y sentí cómo me ruborizaba al recogerme bien los rizos con la cinta y alisarme la falda y eché a correr escalera abajo. Estaba de espaldas, frente a la chimenea, con la peluca brillante de humedad y el sombrero y la capa puestos.

—Madame —dijo Mustafá rápidamente, como impidiéndome hablar—, el capitán Landart de los mosqueteros desea veros para una consulta.

Mientras lo decía, el hombre se volvió, y vi que era un desconocido, bajo cuya capa entreabierta asomaba una casaca militar con galones dorados y un ancho fajín con adornos. Su sonrisa al ver mi turbación y el rubor de mis mejillas era taimada y siniestra. De pronto me percaté de que era el hombre de los mil disfraces: nada de capitán Landart de los mosqueteros, sino capitán Desgrez de la policía. Y yo sin disfraz.

—Oh, excusadme, capitán Landart. No esperaba ningún cliente esta tarde; de haberlo sabido me habría vestido más adecuadamente para recibir a una persona de vuestra dignidad.

—Evidente. Aunque debo decir que así os encuentro muy encantadora, madame de Morville.

Maldición. Se había dado cuenta. Dios me asista. Él sabía que la criadita y la vieja eran una misma persona. Por un instante mi mente cedió a la fantasía de huir por la puerta trasera y tomar la diligencia de Calais. Buckingham me acogería; se lo había dicho a Madame. Podría volver a empezar en Inglaterra. Si no se da cuenta de que le he reconocido, tal vez me dé tiempo a escapar, pensé precipitadamente. Pero sonreí como si nada y repliqué:

—Me halagáis, capitán. Es de notar que sabéis complacer a las damas. Decidme en qué puedo ayudaros.

—Madame, vengo a por un ungüento para las heridas de arma, de propiedades milagrosas según me han asegurado algunos médicos de fama.

—Hay varios, según las diversas fórmulas que emplean quienes yo sé que los hacen, pero ignoro el secreto. Podría conseguiros dos clases, pero en ambos casos sería mejor que acudieseis a quien los prepara, dado que las instrucciones para su aplicación varían con arreglo a la fórmula. Os daré la dirección del farmacéutico monsieur Jourdain.

Monsieur Jourdain era el distribuidor de muchos de los productos más que dudosos de La Trianon, y él cursaría el pedido al laboratorio una vez que hubiera entregado los sapos.

—¿Vos no vendéis ungüentos, madame de Morville?

—Distinguido capitán, si mi difunto esposo, el marqués de Morville, que en gloria esté, supiera que mancillo su nombre con ese comercio, se revolvería en su tumba. Yo empleo mis poderes para predecir a las damas de buena familia lo que les reserva el futuro. Ah, yo que otrora —añadí, haciendo revoloterar mis manos ante el rostro—, cuando era joven, los utilizaba a guisa de inocente juego de salón, ahora me veo en la lamentable necesidad de valerme de ellos como sustento en mi vejez. No obstante, he de decir, ya que os veo calcular mirándolo todo, que gracias a la generosidad de esas damas puedo permitirme bastantes de las cosas necesarias para no denigrar mi condición.

Él volvió la cabeza con gesto enérgico, pues pensaba que yo no había advertido su escrutinio de cuadros, muebles y objetos de plata con ojos de tasador profesional.

—Todo esto… ¿procede de vaticinar el futuro? —inquirió.

—Capitán Landart, se ve que lleváis mucho tiempo en la guerra, de lo contrario estaríais al corriente de que en París cada día está más de moda hacerse leer la fortuna. Me requieren para hallar objetos perdidos, descubrir lugares de escondrijo de amantes, me consultan a propósito de compromisos y mil otros asuntos. Sería una necedad perder mi tiempo en algo menos lucrativo o más arriesgado.

Se me acercó como si fuese a hacerme alguna pregunta, pero en aquel momento llamaron a la puerta.

—Lo lamento —dije—, está visto que en mi hora de consulta hay más clientes de lo que imaginaba. ¿Deseabais que os hiciera una lectura en la bola de cristal, capitán?

Mustafá volvió de la puerta, anunciándome la presencia de un criado con librea gris y anodina, ante lo cual Desgrez se mostró molesto e incómodo.

—Madame de Morville —dijo el lacayo—, mi amo os envía esta joya con sus excusas más sentidas y su más ferviente esperanza de que renovéis el tierno sentimiento que antes le teníais.

Pero antes de que hubiera tenido tiempo de responder que del duque de Brissac no aceptaba ni la hora, el lacayo había desenvuelto la seda encerada que recubría un precioso cofre de palisandro taraceado, dejándolo sobre la repisa de la chimenea y saliendo apresuradamente. No había escapado a mi atención que lo había hecho sin tocar el objeto con las manos.

—Maldición, otro intento —musité—. Ese hombre debe de pensar que soy idiota.

—¿Decíais, madame de Morville?

La voz, justo a mis espaldas, me sacó de mis reflexiones y consiguiente distracción. Giré sobre mis talones y me encaré a él.

—Pensaba en voz alta, capitán… Landart. Decidme, ¿queréis que os lea la fortuna?

Sabía que mi pregunta seguramente le impulsaría a marcharse, ya que muchos hombres detestan que les lean el porvenir, convencidos de que es una deleznable superstición femenina, a pesar de que consideran la fisiognómica, la grafología y los ungüentos «ciencia» aceptablemente masculina. Él se ruborizó a ojos vista y se pasó el dedo por el cuello de la guerrera como si sintiera sofoco. Si fueses un auténtico científico, Desgrez, me pedirías que te, leyera la fortuna para atraparme, del mismo modo que actuaste con madame de Brinvilliers haciéndole el amor.

—Ejem. En este momento, no. No, me contentaré con esa dirección. ¿He de pagaros algo?

Le notaba vacilante entre superstición y ciencia; quería que le leyera la fortuna pero no se atrevía. Deseaba que lo intentase para demostrar que era una farsante. Pero ¿y si no lo era?

—Sólo cobro por leer la fortuna, monsieur.

Con gesto distraído, como queriendo ocultar su titubeo, se dirigió a la repisa de la chimenea y acercó la mano al cofre como si se dispusiera a abrirlo.

—¡Por Dios, no lo toquéis!

El tono dramático de mi voz le hizo volverse y, creyendo que estaba a punto de descubrir algo, dijo:

—Perdonad mi curiosidad, madame. Es un regalo exquisito y seguro que la joya que guarda ha de ser excepcional.

—Y tan excepcional, capitán. Como tantos regalos de los aristócratas. —Algo en mi voz le hizo mirarme a la cara; era como si de pronto le vinieran dudas sobre la opinión que se había formado de mí—. Satisfagamos nuestra curiosidad a propósito del tesoro de Brissac —dije, acercándome a la mesa y abriendo el cajón para sacar los guantes y una de las baquetas, la que era de hierro. Me embutí los guantes y cogí con cuidado el cofre de la repisa, dándole la vuelta para que no se abriera de cara a mí, y lo dejé sobre las losas de la chimenea para abrir el cierre con la varilla.

—Curiosas precauciones, marquesa. Y más tratándose de un obsequio de alguien de tanta alcurnia… ¿Brissac, decís?

—¿Habéis reparado en esa puntita de hierro bajo el cierre? Apartaos. —Nada más levantar la tapa con la varilla oímos un clic, y un dardo casi tan fino como un alfiler fue a dar en las piedras del fondo de la chimenea—. ¡No lo cojáis sin guantes! —dije yo, deteniendo su mano—. A saber si no está envenenado…

Él sacó de su bolsillo unos guantes de cuero y, tras ponérselos, cogió el cofre y el dardo.

—Ingenioso —comentó—. Una ballesta en miniatura. Decidme, marquesa, ¿qué os ha hecho sospechar? ¿Es que habéis recibido antes regalos de esta índole?

—Sabiendo de quién venía, tenía que ser una víbora viva o un mecanismo. Me alegro de que no haya sido una víbora porque me horrorizan las serpientes.

—¿Permitís que me lleve la caja? —inquirió él como sin darle importancia.

—Ciertamente no dispara lo bastante lejos para que os sea útil en el frente, capitán Landart.

—Madame de Morville, cesad en vuestro juego. Me conocéis tan bien como yo a vos. En nombre de la policía, os confisco el cofre. Y quiero también que me expliquéis vuestra relación con la difunta amante del duque de Vivonne y por qué acudisteis disfrazada a su lecho de muerte.

—Bien, de acuerdo —dije suspirando y dejándome caer en mi sillón como abatida por el rayo. Bajo mi desmayada actitud, sin embargo, mi cerebro funcionaba a toda velocidad.

Lo primero era ganar tiempo para planear mi coartada.

—Mustafá, trae algo para que el capitán Desgrez envuelva el cofre. No quiero que me echen la culpa si le sale un sarpullido. —Al salir el criado me volví hacia el policía—. Mademoiselle Pasquier era una buena clienta y… amiga. Las adivinas conocemos muchos secretos, capitán Desgrez, y yo sabía el suyo. Yo le recomendé no acudir a Longueval, pero al señor duque el embarazo le pareció… inconveniente y la obligó a ir a él. Al no tener noticias de ella, fui al Châtelet y a los otros hospitales…

Al recuerdo de Marie-Angélique no pude evitar que mis ojos se empañaran de lágrimas.

—¿Y el disfraz? —inquirió Desgrez, casi con voz conmovida.

Cuidado, me gritaba mi mente, quiere valerse de tu debilidad para que hables más de la cuenta.

—Capitán Desgrez, temí que sospechasen que yo era la inductora del aborto. Es algo que en esos casos se sospecha siempre de las mujeres, y más de una mujer como yo… viuda y sola… —añadí con dramático suspiro, pero él me miraba poco convencido—. Seguidme durante una semana, monsieur Desgrez, como seguramente haréis, y comprobaréis que mis clientes son tan importantes que no tengo necesidad de negocios turbios. Estimo sobremanera mi reputación y no ahorro esfuerzos por conservarla.

Claro que sí, policía fisgón, y si me sigues a Saint Germain verás que me recibe el rey, mientras tú ni siquiera podrás pasar de la antecámara aunque vayas con uniforme de gala. Así verás en el lío que te estás metiendo y te echarás atrás. Le miré a la cara y vi que sus ojos aceptaban el reto.

Luego se levantó, mirando en derredor como decidido a marcharse, pero se detuvo y volvió a mirarme.

—Una última pregunta, madame de Morville. ¿Qué edad tenéis realmente?

Si me empecinaba en mentir, no se creería el resto de la historia, pensé. Tendré que arriesgarme a decir la verdad.

—Diecinueve años, capitán Desgrez.

—Sois una mujer sensacional, marquesa. Habéis engañado a medio París.

No me gustó el tono en que lo decía.

—Os ruego que no lo reveléis. Comprended que mi negocio depende de mi senectud.

—Los archivos de la policía no se dan a la publicidad, madame. Los crédulos continuarán en el engaño.

Mientras le acompañaba a la puerta, di gracias al cielo de que no hubiese una ley contra las adivinas, puesto que de haberla él sería el primero en proponer mi detención. Y lo peor era que había picado su curiosidad, y cuando un hombre terco como aquél no puede demostrar una teoría, busca en los archivos hasta urdir otra. Ya que no podía probar su sospecha de que yo era una abortista, trataría de averiguar lo que era en realidad… socia de envenenadores, abortistas y espías, sin que los hubiera denunciado a la policía. Y eso, además de grave, era fatal. Un escalofrío recorrió mi cuerpo y deseé ser capaz de leer mi fortuna en la bola de cristal.

Las grandes ocasiones no suelen ser nunca como las imaginamos, y, ciertamente, mi presentación ante el rey no fue una excepción a la regla. Advertí inmediatamente que surgirían problemas en cuanto me hicieron pasar al enorme salón de altos techos, con enormes tapices antiguos y luminosos candelabros. Desde la puerta, vi al rey, al fondo, riendo con su «monsieur Primi» y una docena de cortesanos, con sus respectivas esposas detrás disimulando la risa con el abanico. En el centro del salón había un curioso objeto, que en seguida reconocí como el mágico clavicémbalo del maestro Petit de la feria de Saint Germain; un artilugio que había causado revuelo en la corte, pues sin palancas ni la intervención de mano humana, tocaba melodías a las órdenes del maestro, quien se ganaba estupendamente la vida exhibiéndolo en las distintas ferias del reino sin que nadie atinara a imaginar cómo funcionaba. El rubicundo maestro se deshacía en sumisas reverencias al rey y, a su lado, un niño que había salido de las entrañas del instrumento hacía lo propio. El monarca se acercó al aparato para examinar el engranaje interno de palancas con las que el niño, hijo del maestro, interpretaba las melodías, y los cortesanos, siguiendo su ejemplo, se empujaban en broma para ver mejor, comentando: «¡Qué ingenioso!», «¡Oh, qué desfachatez!», «¡Qué impudicia!», y cosas por el estilo. Debía de ser una velada de recreo y desenmascaramiento ideada por Primi. Yo siempre había sospechado que él veía en mí una rival, y ahora me daba cuenta de que podía dejarme sin negocio en un abrir y cerrar de ojos como acababa de hacer con su chanza con el pobre maestro Petit.

Dirigí una profunda reverencia al rey cuando me lo presentó Primi y, al alzar la cabeza, vi que el Rey Sol me miraba detenidamente. Él vestía un justaucorps de grueso terciopelo azul bordado en oro y diamantes, un sombrero azul oscuro bordado en oro y con un penacho de plumas rojas, pantalón de terciopelo color gamuza, medias de seda rojas y zapatos rojos de tacón alto y lazo de seda también rojo. En cuello y muñecas, el encaje le caía como una cascada.

—Nuestro Primi nos dice que tenéis más de un siglo, madame de Morville. Sin duda, como servicio para la mejora de la belleza en nuestro reinado, deberíais compartir vuestro secreto con esas infortunadas damas que no alcanzan ni un tercio de vuestra edad.

—Majestad, me honra el cumplido que hacéis a mi estado de conservación, pero, lamentablemente, la fórmula alquímica que prolonga la vida y la juventud se perdió.

—Lástima, porque hemos sabido por monsieur de Nevers y milord Buckingham que poseéis también el secreto de renovar la virginidad. Eso sólo os valdría para figurar entre las maravillas del mundo.

Noté que enrojecía bajo las espesas capas de maquillaje blanco. La cosa no iba bien.

—En un reino, como el de vuestra majestad, en el que las virtudes familiares son tan acendradas, es cuando menos un don superfluo —los ojos del rey brillaban de aburrimiento y halago— aunque quién sabe si en el extranjero no haría fortuna. —A mis últimas palabras, sus ojos lanzaron un destello malicioso y burlón.

—Primi, ¿dónde crees que sería mejor la venta de ese secreto? ¿En Milán?

Primi, de pie junto al rey, sonrió irónico y contestó:

—Mejor en Roma, majestad.

Los cortesanos nada dijeron ante tal audacia, pero el rey dejó escapar una risa sorda, y acto seguido todos ellos dieron igual muestra de discreta hilaridad. Al ver la celeridad con que los cortesanos cambiaban de humor, el rey volvió a reírse de ellos y vio que el círculo de rientes se extendía por el salón, incluso hasta los que no habían podido oír el comentario. El monarca se divertía. Tanto mejor.

—Bien, madame de Morville, Primi me dice que podéis predecir la carta que va a ganar y otras maravillas futuras.

—Puedo, majestad, por eso nunca juego a las cartas, pese a que ello disminuye notablemente mis posibilidades de entretenimiento.

—¡Hay que ver, no jugáis a las cartas! Si volvéis a casaros, madame, vuestro esposo habrá hallado un tesoro. ¡Figúrate qué ahorro, Primi! Tal vez debiéramos lanzarlo a guisa de moda entre las damas.

—Ah, majestad, hay quien afirma que es la diversión más inocente a que se entregan las damas —replicó Primi con taimada sonrisa.

Y así, entre la hilaridad general, leí en el recipiente de cristal y predije la carta que iba a salir, truco que había perfeccionado en los últimos años en los salones de París; hice que barajara un caballero, y el propio rey examinó la baraja. Y todos aplaudieron admirados, celebrándome como más hábil que los magos de la feria de Saint Germain, y más al tratarse de una mujer.

—Primi nos entretiene describiéndonos el carácter a partir de la escritura —dijo el rey—. Propongo un concurso de grafología entre el campeón y la nueva aspirante —añadió, mirando interrogante a Visconti, que había enrojecido incómodo.

—Ganará el campeonato monsieur Primi —dije yo—, puesto que yo no soy grafóloga. No obstante, propondría que uniéramos nuestros poderes en esta velada; yo vería en la bola de cristal la imagen del que ha escrito la carta, aunque esté cerrada y no se vea letra alguna. Presentadme un pliego cerrado y describiré a quien lo escribió, y, a continuación, que monsieur Primi lo abra y analice el carácter de su autor.

—Espléndido, espléndido… Un juego maravilloso —musitaron los cortesanos, mientras el rey, animado, se volvía hacia uno de sus gentileshombres para que trajese del despacho unas cartas.

El propio monarca me tendió la primera carta después de haberla leído, sonriendo, y doblarla.

Era un juego más difícil que el de los naipes. Coloqué la carta sobre el recipiente con una mano y apliqué la otra, encogida, a la base del mismo; respiré hondo para calmarme y miré al fondo del agua con esa extraña sensación de tranquilidad que propicia la aparición de la imagen. Vi un pulcro hombrecillo muy maquillado con una inmensa y elaborada peluca; llevaba zapatos de tacón rojo de una altura increíble, y parecía estar ensimismado en elegir un vestido de baile femenino entre los figurines que le presentaba un sastre. Era Monsieur, el hermano del rey.

—Majestad, el autor de la carta es Monsieur, el duque de Orleans.

Se oyó un murmullo de admiración y Primi Visconti abrió la carta y torció levemente el gesto.

—Majestad, puesto que está firmada, no hay duda del autor. Y mi análisis sería superfluo. Pasemos a la siguiente.

El rey, con una extraña sonrisa, le tendió la siguiente carta, después de doblarla por la parte de abajo para que no se viera la firma. Visconti escrutó la escritura con detenimiento, sin escatimar gestos faciales. Desde luego era todo un actor.

—La escritura es de un hombre anciano vanidoso que se considera más grande de lo que es —dijo Primi.

—Mira la firma, Primi —dijo el rey.

En el salón se oyó un murmullo de horror: era la firma del monarca.

—Veamos qué dice madame de Morville —añadió el rey. Mal vamos, pensé yo. El rey ha inducido a Primi a que le ofenda en público, pero es su bufón, y además un hombre, y se lo perdonará como parte del juego. Pero conmigo no irá tan bien la cosa. No obstante puse la carta sobre el recipiente y aguardé a que se formara la imagen.

—Un caballero mayor… vestido de negro, sin bigote. Lleva una peluca inmensa pero pasada de moda y usa dientes falsos, que se le notan…

—¡El secretario del rey! —exclamó uno de los cortesanos.

—¡Ah, sí, es su viva estampa! —exclamó otro.

—Se jacta de imitar perfectamente la escritura del rey —añadió un tercero.

Yo miré a Primi y vi que se tranquilizaba, pero los oscuros ojos del rey estaban clavados en mí; veía su rostro impasible pero algo aterrado. Esto va mal, pensé. Ahora piensa que sus supersticiones más reprimidas son ciertas y que sus secretos pueden saberse por arte de magia, o que yo, una persona ajena a la corte, tengo una red de espías que ha llegado hasta su persona. Pero no acababa de saber cuál de las dos cosas pensaba.

—Bien, monsieur Primi, ¿os he ganado?

—No realmente —replicó él con un exagerado gesto de desdén.

—Ah, pero al menos te ha librado del crimen de lesa majestad, ¿no? —terció el rey, olvidando su suspicacia y contento ante el apuro de Visconti—. Decidme, madame de Morville, ¿hacéis, acaso… predicciones… más… serias?

—A veces, aunque siempre prevengo a los clientes para que sean cautos. Yo no creo que el futuro sea inevitable, sólo que se producirá tal como lo veo si se deja que las cosas continúen igual. Y cuanto más alejado del presente, más aumenta la probabilidad.

—Luego las cartas son más exactas, al ser el futuro más próximo.

—Exacto, majestad.

El monarca sacó una carta del bolsillo y la puso en la mesa delante de mí.

—Decidme qué le sucederá al autor de esta carta.

—Majestad, yo no puedo más que deciros la imagen que veo. El futuro del autor me está vedado.

—Adelante —dijo él con un gesto impaciente de su mano, adornada con un gran anillo.

La imagen surgió con extraordinaria nitidez.

—El autor es un hombre de baja estatura, casi giboso, lleva una peluca que le sienta mal y ropa que parece cara pero de corte provinciano. Tiene una nariz muy larga y aquilina y la boca muy pequeña. Y poca barbilla también. —El rey sonrió ante mi descripción, y otros debieron de reconocer al personaje porque también sonreían—. Parece estar de pie en una capilla privada… yo diría que… se casa.

—¿Con quién? —preguntó el rey.

—Tampoco sé quién es la mujer. Debe de ser una dama muy rica, bastante joven y bonita, de pelo negro y gran estatura, pues el hombre apenas le llega al hombro; además, sobresale un palmo de las damas de compañía y de algunos hombres.

El rey parecía furioso.

—Vuestra impudicia, madame de Morville, excede a la de monsieur Primi.

—Lamento profundamente el haberos ofendido, majestad, pero no tengo ni idea de quiénes son los que veo en la imagen.

—¿No tenéis ni idea? —insistió él, clavando en mí los ojos; era evidente que estaba acostumbrado a arrancar la verdad a la gente con aquella mirada fija.

—En absoluto —respondí.

—En ese caso, madame de Morville, quizá convenga que os hable a solas… Primi, quédate, quiero hablar a solas con madame de Morville.

Dicho lo cual me llevó tras un inmenso y ornado biombo que impedía que entrasen en el salón corrientes de aire al abrir la doble puerta.

—Mi secretario me dice que el marquesado de Morville está extinto hace dos siglos.

Primera prueba.

—Así es, majestad.

—Entonces, ¿vuestro linaje es auténtico?

—Me lo averiguó el genealogista monsieur de Bouchet. Es tan genuino como tantos otros en la corte.

—No os preguntaba eso, madame. Vamos, quiero saber la verdad. Contestadme sinceramente y os concederé una pensión de dos mil libras; pero si tratáis de mentirme haré que os quemen viva en la plaza de Grève. —Yo me lo quedé mirando; dos mil libras no era una suma despreciable, pero yo sacaba al mes algo más de dos mil libras. Aceptar su generosidad se me antojaba un sacrificio absurdo, pero la otra posibilidad era peor—. ¿Qué edad tenéis realmente? —inquirió.

—Diecinueve años, majestad.

Vi que se tranquilizaba.

—¿Y vuestro verdadero nombre y lugar de nacimiento?

—Me llamo Geneviève Pasquier y he nacido en París. Mi padre era el financiero Matthieu Pasquier, que se arruinó en 1661. Murió sin dejarme dote y desde entonces me gano la vida con mi ingenio. —Vi que entornaba los ojos; no le gustaban los que no eran nobles—. Por parte de mi madre, desciendo de los Matignon. —Al oír esto, su mirada cambió por un destello de curiosidad.

—¿Y por qué vuestra madre no solicita una pensión para evitar que su hija caiga en el deshonor?

—Ha muerto, majestad.

El rey reflexionó un instante.

—Decidme, ¿quién os informa respecto a mis cartas y mis asuntos?

—Nadie, majestad. Durante las sesiones de predicción que hago me entero de muchos secretos por boca de las mujeres, pero son asuntos amorosos, no de Estado.

—Sí, sí, debe de ser eso —musitó, paseando arriba y abajo—. ¿Y decís que no tenéis ni idea de quién escribió esa carta?

—Ninguna, majestad.

—Pues ved esto —dijo, y me mostró el pie de la carta para que pudiera ver la firma: era del príncipe Guillermo de Orange, estatúder de Holanda, el mayor enemigo y rival de Luis XIV; fue un breve instante antes de volver a guardársela en el bolsillo, pero era evidente que se trataba de su negativa a la propuesta del rey para que matrimoniase con una hija natural que había tenido con madame de Montespan.

La única frase que pude leer decía: «Los príncipes de Orange tienen costumbre de contraer matrimonio con hijas legítimas de grandes príncipes y no con sus bastardas». ¡Dios mío!

—La mujer que habéis descrito no puede ser otra que la princesa María de Inglaterra, famosa por su belleza y por su estatura. —Dios mío; peor aún. Se decía que el rey había pretendido a la princesa de Inglaterra como esposa para su hijo, el delfín, para añadir un nuevo reino a sus dominios y hacerlo volver al redil de la Iglesia católica. No podía haber hecho predicción más injuriosa y peligrosa. El rey no quitaba los ojos de mí—. Bien, ahora lo comprendéis. O sois la mujer más insolente del reino o habéis predicho correctamente que mi peor enemigo será algún día rey de Inglaterra. —Sea lo uno o lo otro, vaya apuro para mí, pensé—. En cualquier caso —prosiguió él—, merecéis estar encerrada de por vida. Pero os he prometido una pensión. Bien, decidme con toda sinceridad, ¿os inventáis lo que veis en la bola de cristal?

—Majestad, la mayoría de los que vaticinan con agua son unos farsantes. Es fácil apostar un socio oculto que haga señales secretas con las manos explicando cosas de la persona que toca el recipiente de cristal. Sin embargo, en mi caso las imágenes surgen del agua como sueños formados por reflejos fragmentarios. Yo las interpreto lo mejor que sé, igual que cuando se ven imágenes en las nubes. Y debo además deciros que el opio que tomo hace más precisas las imágenes. —Él asintió, como si esto último lo explicase todo—. En general, las imágenes no tienen sentido; yo únicamente las interpreto para complacer a mis clientes.

—¿Y habéis hecho esta predicción concreta por interpretación?

—No, majestad, he visto claramente la escena: el hombre, la mujer, el sacerdote y los testigos.

—Pues os habéis ganado vuestra pensión, mademoiselle Pasquier, puesto que os lo había prometido y es una promesa real. Pero si llega a mis oídos alguna vez que hacéis predicciones políticas mirando el agua, os encerraré de por vida en el Pignerol. Incomunicada. Y esto también es promesa de rey.

La velada había concluido; pero cuando abandonaba palacio, Primi me salió al paso.

—Apartaos, monsieur Visconti. Me habéis buscado una encerrona —le espeté.

—Ja, ja. ¿A que os propuso un pacto, detrás del biombo?

Traté de alejarme de Primi, pero él volvió a ponerse ante mí.

—No sé a qué os referís —dije.

—A mí me ofreció ocho mil libras por decirle cómo hacía los análisis del carácter por medio de la escritura.

—¿Ocho mil? ¡A mí sólo me ha ofrecido dos mil! —repliqué indignada.

—Porque sois una mujer, marquesa.

—Podéis estar satisfecho, maldito italiano. Habéis hecho que mi negocio se vaya al agua.

—Ah, no seáis injusta, al fin y al cabo es un honor que os lo haya estropeado el rey en persona.

—No quiero volver a veros, Primi.

Y seguí apresuradamente mi camino hasta la silla que me aguardaba en el corredor exterior. Menudo honor, pensé, mientras los porteadores me llevaban hasta el carruaje. El frío viento otoñal azotaba cuando monté en él para regresar a la posada. Primero había arruinado a Fouquet y a mi padre, y ahora me arrebataba mi medio de subsistencia. Por segunda vez en mi vida, Luis XIV provocaba mi ruina, pensé.

Nueva idea: Hay que desconfiar de la generosidad de los reyes casi tanto como de su ira.

Pero, aun así, la mayor sorpresa me aguardaba al llegar a casa, casi tan pálida por no haber dormido como si me hubiera puesto doble cantidad de maquillaje blanco. La puerta estaba sellada por la policía. Mientras contemplaba los sellos sin acabar de creérmelo, el capitán Desgrez surgió de un portal cercano con tres fornidos policías.

—Madame de Morville, haced el favor de acompañarnos —dijo, y en un abrir y cerrar de ojos me hicieron subir, con bolsa incluida, a un carruaje que nos condujo al Châtelet.