Transcurrieron unos meses y, un día de los más calurosos del verano, reapareció d’Urbec igual que había desaparecido. En París no quedaban más que los pobres; los nobles con disposiciones guerreras estaban en el frente, y el resto se había marchado a sus fincas de verano. Esta vez envió una nota antes de presentarse en casa.
—Buenos días, madame de Morville, ¿qué tal marcha el negocio de leer la fortuna?
El hombre al que Mustafá había abierto la puerta iba vestido como una especie de clérigo jansenista, con ancho sombrero de fieltro y ropa negra sin adornos, manchada por el viaje.
—Muy flojo, monsieur d’Urbec. La Montespan sigue dominando la vida afectiva del rey y en la corte el negocio ha disminuido como no os podéis imaginar. Permitid que os ofrezca una limonada; o vino, si preferís. ¿Habéis tenido un largo viaje?
Hice sonar la campanilla para que acudiera Sylvie, mientras nos acomodábamos en mis dos mejores sillones. Había algo en él que llenaba la estancia, aun permaneciendo callado.
—He estado en el extranjero —respondió, midiendo las palabras—. Me complace volver a oír un buen francés.
Mustafá no cesaba de abanicarse, fingiendo no escuchar. ¿Por qué habría vuelto? Estaba segura de que el afecto que pudiera tenerme se había desvanecido la noche del enfrentamiento con Brissac. Quizá buscaba información, dados mis contactos con la corte.
—Os complacerá saber que ningún noble juega ya a las cartas con monsieur Brissac. Únicamente tiene acceso a las timbas más miserables.
—Eso tengo entendido, madame. También he oído que atentaron contra vuestra vida —añadió, fijando los ojos en el negro pañuelo que sujetaba mi brazo.
—No fue nada. Un hombre que quería dinero. El brazo ya está mucho mejor; no os preocupéis. Además, a la postre todo se resolvió perfectamente.
—Que todo se os resuelva bien siempre —dijo, haciéndome casi una reverencia.
Sus modales impasibles, impecablemente corteses, no desvelaban nada. Sí, debe de buscar información, pensé; noticias de la corte, de la guerra y de la política.
—¿Y qué me decís de vos, monsieur d’Urbec? ¿Habéis logrado grandes empresas en el extranjero?
—Algunas —contestó escuetamente.
—Monsieur d’Urbec, dicen que ahora estáis relacionado con intereses bancarios internacionales —añadí para romper el silencio—. ¿Qué podéis decirme de Cortezia et Benson de Londres?
—Es curioso que mencionéis esa banca. ¿Qué interés os mueve?
—En mi familia siempre se especuló con la idea de que mi padre ocultase fondos en el extranjero antes de morir, y me inclino a creer que lo que él pretendía era que yo los heredase.
—¿Habéis leído el testamento?
—No, pero supe de su contenido por… una persona de la familia. Mi padre me lo ocultó prudentemente antes de que le sorprendiera la muerte.
D’Urbec se reclinó en el asiento y me dirigió su calculadora mirada.
—Asegurándose así que no se apoderara de la herencia vuestra codiciosa familia. Un hombre inteligente, vuestro padre.
—Pero no lo bastante precavido, porque no contó con que la abuela muriese de repente antes de haber podido gestionar la transferencia de fondos.
—¿Por qué me contáis todo esto, Atenea?
—Porque sois un hombre que sabe guardar secretos y al que interesan los misterios.
Qué torpe respuesta; yo que me jactaba de mi conversación ingeniosa… Pero había algo en él que me ponía nerviosa. En el silencio que siguió, noté los latidos de mi corazón y pensé si no los oiría él también.
—Y por otros motivos, sospecho. Para recordarme el tiempo pasado, supongo, y ablandar mi dureza de corazón. Y porque seguís pensando que lo que a un hombre le interesa es el dinero… No, no lloréis, se os correrán esos horrorosos polvos que lleváis.
Me sentí humillada al ver que me ofrecía su gran pañuelo. Era como si hubiese restablecido nuestra respectiva edad: él es mayor, decía el pañuelo, y tú sigues siendo una niña. Pero se lo acepté.
—Soy un desastre —dije, enjugándome los ojos—. No tenéis por qué quedaros.
—Tampoco tenía por qué regresar, ¿no? —añadió con dulzura—. Pero cuando supe… pensé…
Yo le miré fijamente. ¿Sería cierto? Me aterraba equivocarme.
—¿Quién os rompió el brazo, Atenea? —añadió con voz dulce y ligeramente amenazadora.
—Un… chantajista. Pero no os preocupéis: ha muerto. Sylvie, vuelve a llenar el vaso de monsieur d’Urbec, está casi vacío.
Sylvie, que no andaba lejos, tomó el vaso y se fue a la cocina.
—Muerto, y de qué manera, imagino, sabiendo la gente con la que os relacionáis. Chantajistas, envenenadores… ¿No habéis reflexionado en que tenéis amistades poco recomendables?
—Sois como mi hermana; ella que sólo se relacionaba con nobles, fue asesinada.
—No he dicho que los aristócratas no puedan ser chantajistas y asesinos, únicamente que es mala compañía la de chantajistas y envenenadores.
—Ah, veo que seguís expresándoos como un idealista. Dejaos de fantasías, Florent; vivimos en un mundo perverso.
—Eso es cierto, Geneviève. Pero ¿habéis considerado que podría ser más llevadero si estuviéramos juntos? —Yo me lo quedé mirando, y él, inquieto, se puso en pie y fue hacia la ventana, mirando hacia la calle mientras continuaba en tono pausado—. ¿Por qué creéis que he regresado? ¿Por el clima? —añadió, volviéndose hacia mí. Su rostro era atezado, tostado por el sol, con barba, y sus ojos, hundidos de cansancio, irradiaban una especie de tristeza reprimida—. En los viajes por mar hay tiempo para pensar —prosiguió—; o será que el aire despeja el cerebro. Hubo un tiempo en que lo único que me movía en esta vida era hacer fortuna para ofrecérosla. Luego me inflamó la idea de veros muerta y maldecida. Supongo que será una tara del carácter meridional… potenciada por el calor. Pero últimamente he vivido entre los gélidos pensadores del frío y brumoso norte, y eso me ha hecho reflexionar sobre mi vida. Me estoy convirtiendo en un hombre de mediana edad; dentro de dos años cumpliré los treinta. Y estoy harto de juegos. No puedo cortejar a una mujer con insidias. Soy un hombre marcado, sin posición social ni una casa que ofreceros. Bien, decidme, mademoiselle Pasquier, si me aceptáis tal como soy o he de irme para siempre.
Yo tenía la mano sana cerrada con fuerza sobre el regazo, aferrando el pañuelo que me había dado, hecho un rebujo mojado, y oía mi corazón latir en el largo silencio que siguió, mientras le miraba, de pie ante la ventana. Parecía muy preocupado y no se advertía ironía ni malevolencia en sus ojos negros, en torno a los cuales comenzaban a dibujarse las primeras arrugas de esa edad que temía. De pronto sentí añoranza del personaje de antaño, aquel joven desvergonzado y cínico que ansiaba cambiar el mundo, y deseé volver a ser la muchacha de antes, la que no conocía más maldad que la de los libros que leía a escondidas y cuyo único propósito en la vida era leer Herodoto a su padre por las tardes. Ahora, los dos habíamos visto muchas cosas y vivido mucho, y cada uno sabía cosas del otro sin necesidad de palabras.
—Sí, Florent, te acepto tal como eres, a condición de que tú hagas igual conmigo.
¿Lo sabría todo? ¿Se hacía cargo por completo de lo que prometía? De pronto, sentí terror de volver a perderle.
—Eso siempre se ha dado por entendido, Geneviève.
—Puedes… puedes coger mi mano —dije con un hilo de voz, y él se acercó a cogerla.
—Está húmeda —dijo con ternura, mirándome.
—Florent… —atiné a balbucir. Cuánto le ansiaba. ¿Vivía una realidad? ¿Me querría de verdad, sin importarle nada? Yo no podría soportar un amor esporádico que luego se desvanece. Él, solemne, se situó ante mí con una rodilla en tierra, sin soltarme la mano.
—¿Aceptas el matrimonio, mademoiselle Pasquier? No sé a quién solicitarlo… Tu hermano, que es quien tiene el derecho de disponer de tu casamiento, te cree muerta… o a tu patrona, que parece tener cierto… derecho moral, si es que puede decirse que las brujas posean tal cosa.
—Ella lo considerará un riesgo en sus ganancias y actuará en consecuencia.
—Entonces tendré que rescatar tu contrato, ¿no, brujita?
—Yo no lo intentaría ahora. El negocio está flojo y Madame es irritable. Además… yo… no acabo de ver claro eso del matrimonio. Hay tantas parejas que se envenenan mutuamente…
Él se echó a reír y se levantó, sacudiéndose el polvo de la rodilla.
—Desde luego no eres nada corriente… La mayoría de las mujeres sólo piensan en casarse a toda costa. Pero, ciertamente, eso es parte de tu encanto. Siempre has sido una excéntrica y jamás me aburrirás, Atenea. Si tú lo quieres así de momento, ¿quién soy yo para negarme? —añadió, acercando el escabel a mi sillón, sentándose y cogiendo mi mano entre las suyas—. Geneviève, en serio, piensa las cosas; mis padres, por ejemplo, siguen queriéndose a pesar de todos los avatares que han vivido… Posiblemente lo sepas. —Su rostro reflejaba gozo y tolerancia y hablaba con cierta sorna. Le miré y supe que era el único nombre que deseaba. Y sonreí sin poder evitarlo.
—Tus padres me gustan, Florent. Y me imagino que me gustarán tus hermanos; ya los conoceré. De lo que no estoy muy segura es de que tenga ánimo de viajar al extranjero en estos momentos.
—¿Qué, me crees capaz de desafiar a Colbert y haberles hecho pasar la frontera clandestinamente?
—Algo así había pensado yo. Mi padre desafió a Colbert, y, conociéndote, imaginé que lo más probable era que los hubieras sacado de Francia con todas las pertenencias, perro y gato incluidos.
—No, al gato tuvimos que dejarlo. No era protestante. Pero el perro, como no veía futuro para la religión reformada en Francia, se marchó contento.
Solté una carcajada. Había juzgado bien su carácter; era el único hombre con el que podía vivir.
—Colbert y Louvois me parecen dos locos. Si quieren conservar el artesanado en Francia deberían ofrecer incentivos a los trabajadores para que se quedaran en vez de desencadenar esa represión que los impulsa a huir.
—Y nosotros hablamos de política en vez de hacer el amor. Debí habérmelo imaginado —dijo él, con un suspiro—. Mademoiselle, ¿qué nivel de amistad debemos convenir, ya que no parece interesarte el matrimonio? ¿Constante amitié, Tendre-sur-estime o nos lanzamos a Tendre-sur-inclination?
—Ah, la Carte de Tendre. Monsieur, es una perversidad burlarse de ese modo.
—¿Burlarme, mademoiselle? ¿Por qué?
—Bueno… es que… —Hice una pausa y noté que me ruborizaba—… Yo no pensaba en una… amistad platónica…
—Mademoiselle Pasquier —replicó él con gesto de gozo—, ¿me concedéis el honor de aceptar que os invite a cenar?
En los aposentos de d’Urbec seguía notándose el calor estival por la noche; un calor que me reblandecía los huesos y me causaba languidez. Estaba ahíta de comida y bebida, y de su persona. Nada más entrar en el dormitorio atisbé entre las sombras de los postigos cerrados un vetusto y curioso reloj sobre una mesa de taracea. Los libros los tenía en una estantería de un rincón, todos en hileras, como soldados, y ordenados por temas. Descorrió las pesadas cortinas del lecho y, por una vez, no me entretuve en leer los lomos de los volúmenes.
—Florent, qué reloj tan curioso —dije, mientras él cerraba la puerta; se había quitado la casaca por el calor que hacía y tenía abierto el cuello de la camisa.
—Es muy antiguo; marca los movimientos de los planetas a la par que las horas. Últimamente no resisto la tentación de coleccionar aparatos raros, aunque algunos habrá que arreglarlos. Me divierte.
El sudor confería un leve brillo a su rostro, a los músculos de su cuello y al hoyuelo del pecho entre las clavículas.
—¿Y esa caja, qué es? —inquirí, señalando a la mesilla.
—Una caja de música —contestó él, abriéndola para mostrarme el mecanismo, una hilera de campanitas y martillos unidos por un resorte de relojería. Sus manos eran grandes y fuertes y me sorprendió la delicadeza con que las movía, señalándome las piezas del mecanismo—… o, mejor dicho, que dará música, porque hay que poner un muelle nuevo y una pieza que tengo encargada.
Me senté en la cama y él se sentó a mi lado y me pasó el brazo por la cintura. Notaba el calor de su cuerpo y el leve olor animal de hombre en celo.
—Demasiado alambre —dijo, al palpar con la mano el metal del corsé.
—Es un mecanismo más sencillo que el de la caja de música —dije yo, y él añadió algo suave, rítmico, con una voz como de humo—. ¿Qué idioma es ése? —inquirí, alzando la vista hacia sus ojos negros fijos en mí.
—Es un antiguo idioma —contestó escuetamente; pero quería decir más: el idioma del sur conquistado, de los desaparecidos trovadores. Todo lo que en su persona era parisino y cosmopolita había desaparecido como una falsa piel; despacio y con mano hábil, fue abriendo las presillas del corpiño, sonriente mientras traducía una vieja chanson con voz sensual—… Qué gozo, recuerdo, teniéndola abrazada desnuda, contemplándola… —Suelta la última presilla del corsé, me despojó de la camisa—. Qué hermosura —balbució; pero él no se había quitado la camisa, y yo comencé a desabrochársela.
—Completamente tal cual eres… —dije yo, acariciándole la marca lívida. Su torso desnudo brillaba de sudor y notaba su vello húmedo en mis senos—. Tal cual eres, para siempre… —musité.
—Amor mío —dijo, pero en el idioma antiguo.
—No sé por qué estáis enojada conmigo, madame. Alguien habría acabado por decirle a madame Montvoisin que os habíais juntado de nuevo con d’Urbec, y si no lo hubiera hecho yo habríamos tenido muchos problemas —dijo Sylvie, mullendo con energía el colchón de plumas y la almohada hasta que en el aire matinal flotaron trocitos de plumón.
Yo estaba sentada en el escritorio de mi ruelle, pluma en mano, haciendo mis cuentas para la entrevista semanal con Madame. Cero, cero. Nada de nada. El veinticinco por ciento de nada es nada. Había sido una semana maravillosa: apacibles desayunos en la cama, con la Gazette de France arrugada entre las sábanas revueltas y un volumen de Ovidio abierto junto al candil aún encendido de la mesilla.
—¿Por qué me miras así? —inquirí, viéndole tumbado en las almohadas con cara de satisfacción y las manos detrás de la cabeza, con el sol cayéndole sobre el ancho pecho.
—Porque eres muy hermosa —contestó él—. Tu rostro y esos rizos oscuros cayéndote sobre la frente, esos ojos grises brillantes, tu cuerpo, tu mente, tu alma…
Volví a sentir el calor del amor embargándome y llenando todo mi ser, hasta en la punta de los dedos y en el pelo, y pensé que el corazón iba a estallarme.
—Cuando te vi por primera vez en la ventana de aquella casona oscura eras como la luz de una vela que rasga las tinieblas. Ahora eres como el sol.
—Seré tuya para siempre, Florent. Pase lo que pase —dije, y apoyé la cabeza en su pecho para oír latir su corazón mientras él me acariciaba el pelo—. Para siempre —repetí con un suspiro.
—Yo también; pase lo que pase —añadió él.
Pero lo que tenía que pasar sucedió antes de lo que pensábamos. Partió en otro de sus misteriosos viajes sin que yo le preguntara adónde iba ni para quién trabajaba, aunque tenía mis sospechas; pero me decía que lo que no se sabe no te lo pueden arrancar a la fuerza. Y entretanto, aunque su contacto con los Mancini se había frustrado por el asunto de Brissac, su acogida en casa de los enemigos de los Mancini había sido muy calurosa, sobre todo porque vestía bien y sabía dejarse ganar por las personas que le interesaban, recuperando el dinero con los que habían perdido su favor.
—Me queda un día antes de partir —había dicho la víspera, untando mantequilla a un panecillo. Con un destello burlón en sus ojos negros, tendió un mendrugo al loro de la abuela y el pájaro lo deshizo de inmediato, cayéndole las migas por el emplumado pecho.
—Pájaro bonito, bonito. D’Urbec listo. Geneviève, ¿no aprende nada nuevo tu loro?
—Sólo cuando le place.
—Es testarudo… No como yo. Vamos, lorito, di «pájaro bonito». Ya es hora de que olvides ese exabrupto protestante de «fuego y azufre».
—¡Fuego y azufre! —chilló el loro, y siguió cascando pipas.
—Qué pájaro más terco. ¿Me echarás de menos cuando esté fuera?
—¡Infierno y condenación! —gritó el loro.
—Bueno, algo así —comenté yo.
Se notaba ya el otoño a pesar de que seguía haciendo calor.
—Hagamos algo extraordinario, Geneviève. Te llevo esta tarde a Cours-la-Reine y después vamos de incógnito a la ópera. Representan una nueva obra de Lully y dicen que el aparato escénico es sensacional. ¿Te gustaría?
—Ah, estupendo, Florent. Tengo el vestido ideal para ello. Lo reservaba hace tiempo; me decían que era una tonta, pero ésta es la ocasión. —Pero cuando vi que Sylvie entornaba los ojos al sacar el vestido de seda rosa de la funda de muselina, estaba segura de que aquel mismo día me delataría a la reina de las tinieblas.
Aunque me daba igual, pues había sucedido una cosa muy rara al ponerme el vestido: estaba ante el espejo admirando las flores bordadas y el brillo rosa y marfil de la seda, cuando de pronto advertí que estaba viendo el color auténtico y no a través de una capa roja de sangre. No veía nada en el espejo; solamente una muchacha de cintura estrecha y larga y negra melena, que me miraba con sus grises ojos.
El resto del día, esplendoroso de sol, transcurrió como en sueños. Cuando el carruaje dejó atrás el palacio de las Tuilleries y sus jardines para unirse a los lujosos coches de la amplia avenida de Cours-la-Reine, Florent, en vez de mirar el paisaje, cogió mi mano.
—Dijiste que volveríamos a vernos en coche en el Cours-la-Reine, Florent, y acertaste. ¿Quieres robarme el negocio de echar la buenaventura? —dije bromeando.
—Al contrario. Dije que me encontraría con la marquesa de Morville, y fíjate que no se la ve por ninguna parte —replicó él, ciñendo con su brazo la seda rosa.
A la mañana siguiente, cuando d’Urbec hubo partido y yo vi las nuevas hebillas de hueso brillante en los zapatos de Sylvie, comprendí que me había delatado a la bruja. Día de cuentas. Siempre llega. Pero yo conservaba el recuerdo del rostro de Florent en el instante en que me había visto salir de detrás del biombo con el vestido que había reservado para él, y aún sentía sus besos en el cuello mientras musitaba: «Demasiado joven y hermosa par vestir de negro»; y me daba igual que fuese día de rendir cuentas. Me sentía como otra persona y capaz de cualquier cosa. Además, tenía un as en la manga. Los últimos días antes de que d’Urbec partiese había recibido la solicitud suprema. No sé quién le habría hablado de mí, pero Luis XIV en persona me había ordenado acudir a Versalles con la bola de cristal.
Tomé un coche alquilado hasta la calle Beauregard aquel miércoles por la tarde, pues durante las semanas que había estado con d’Urbec había dejado el de alquiler fijo, para ahorrar dinero. Aquella tarde, Madame estaba ocupada con la instalación en su gabinete negro de un nuevo reloj de pared que marcaba las fases de la luna y las horas.
—No, no; lo he pensado mejor. No lo quiero ahí; mejor enfrente de la ventana. Ahí distrae la vista de mis objets d’art.
Los postigos estaban cerrados por el calor y el polvo y la estancia se hallaba en penumbra; el olor rancio de los cirios constantemente encendidos a los pies de la estatua de la Virgen me recordó los funerales y cosas antiguas. No obstante, Madame era todo energía y el sudor le corría por debajo de la cofia de encaje, mientras se abanicaba con una mano y gesticulaba con la otra.
—Ah, por fin has llegado, «madame Gandula» —dijo al verme—. Tendrás que esperar, estoy a punto de recibir a madame Poulaillon para su… consulta semanal.
Y me fui a la cocina con los libros de cuentas bajo el brazo, por si quedaba algún dulce del día anterior.
—No hay nada —dijo el anciano Montvoisin saludándome en la puerta de la cocina, con la camisa desabrochada, llena de migajas y manchada de tabaco. Llevaba unos pantalones tan arrugados que parecía haber dormido con ellos puestos, y calzaba zapatillas; en lugar de la peluca de reluciente crin de caballo, se tocaba con una servilleta—. Pero toma un poco de rapé —añadió, metiéndose la mano en el bolsillo y dándome una sencilla cajita de hojalata.
—No, gracias, me pica mucho la nariz —le dije, y se alejó arrastrando los pies camino del gabinete negro.
Y allí le oí decir, al abrirse la puerta de la calle:
—Buenos días, madame Poulaillon. ¿Qué tal vuestro marido? ¿Se repone?
—Antoine, aparta de ahí, que entorpeces mi negocio —oí decir a Madame entre dientes.
La puerta de doble hoja se cerró y él se dirigió hacia el sillón preferido de su esposa y en él se acomodó, descansando los pies en el escabel.
—Marquesa —dijo, haciendo una pausa para tomar rapé y estornudar en un gran pañuelo sucio—, ¿os ha enviado recado mi hija? Le he dicho: «Marie-Marguerite, ve a ver a la marquesa. Ella tendrá dinero y no se va de la lengua».
Yo le miré, sorprendida e intrigada, desde la butaca en que estaba sentada y cerré el abanico.
—He estado ocupada y no sé nada —dije.
—Id a la nueva vivienda de la Lepére y no llevéis a Sylvie. Seguro que os habrá enviado recado —dijo, mirando en derredor con sus cansados ojillos azules, cual si se sintiera a disgusto en este mundo. Luego, como si eso pudiera resolverlo todo, volvió a tomar rapé—. Fuera de aquí, gato idiota —exclamó al ver que el gatazo saltaba a su regazo; el animal se lo quedó mirando con los ojos entornados y le mordió el pulgar antes de que lograra quitárselo de encima con una serie de gestos nerviosos y desabridos—. Los odio; los odio a todos —añadió, cayendo en un silencio somnoliento y dejándome sin saber a qué atenerme.
De pronto se abrió una de las hojas de la puerta del gabinete y supe que madame Poulaillon había debido de salir por la otra puerta con su provisión semanal de arsénico. La bruja no presentaba la cara de gozo que solía tener después de aquella clase de transacciones; parecía irritada mientras yo me ponía en pie y ella ocupaba el sillón que el anciano Montvoisin había decidido dejar vacante con un gruñido de descontento. Ella tamborileó con los dedos en el brazo del sillón y no me invitó a sentarme; se habría dicho que mi presencia acrecentaba su irritación. Cuidado, Geneviève, me dije.
—Bien, así que ya ha venido la segunda ingrata. Supongo que tú sabes dónde está Marie-Marguerite. ¡Lo saben todos menos su madre!
—¿Marie-Marguerite? ¿Qué ha sucedido? Yo no sé nada.
—Ja, ya me imagino. Habrás estado demasiado ocupada divirtiéndote con ese asqueroso galeote, zampando ostras con vino a mis expensas. Yo te hago marquesa y tú te degradas con un criminal marcado.
—No es un criminal —repliqué con frialdad.
—Como si lo fuera —dijo ella con desdén—. De todos modos, probablemente Brissac le hará cortar la nariz antes de que acabe el mes.
Yo cambié de tema.
—¿Marie-Marguerite no estaba a punto de tener el niño? Pensé que estaría en casa.
—¡Esa pícara! ¡Esa desagradecida! Ofrecí a mi querido amigo Romani diez mil francos para que hiciera de ella una mujer honrada, y ella le desdeña. «No pienso casarme con un envenenador profesional, madre» —añadió, imitando sarcástica la vocecilla de la hija—. «Ah, sí, jovencita, ¿y quién te crees que te da de comer? ¿Y más ahora que estás hinchada como un cerdo y no haces más que holgazanear? Romani es un genio, un hombre de mil disfraces». «Me da igual que sea un genio; yo quiero un hombre bueno». Bueno, ¡bah! ¡Un pastelero! ¡Y ni siquiera tiene tienda propia! ¡Un oficial de pastelería! ¡No voy a consentir que mi hija se case con semejante escoria! Bien, pues ha huido y está escondida en algún sitio. Aunque no sé dónde puede esconderse en esta ciudad una muchacha gorda como un cerdo y lenta como un caracol. ¡Pero la encontraré aunque tenga que hacer que mi gente registre todas las casas de París!
—Oh, es lamentable —comenté yo—. Debería seguir los consejos de quien la quiere.
La reina de las tinieblas me miró furiosa.
—Supongo que no será un sarcasmo, mademoiselle. ¿Cuándo me has hecho caso tú? Y supongo que no tendrás ni un céntimo que entregarme después de tu reciente libertinaje.
Y entonces fue cuando yo jugué mi carta.
—No he hecho nada estas dos últimas semanas, pero he recibido invitación para ir a ver al rey cuando regrese a Saint Germain-en-Laye, la semana que viene. Dicen que le gustan las novedades y mi fama debe de haber llegado a sus oídos.
La Voisin se quedó pasmada.
—Debe de habérselo dicho Buckingham —balbució.
—Él o Primi.
—No, Visconti no. Es un rival y no te ayudaría a subir tan alto. ¡La cumbre! ¡Lo sabía! ¡Y todo por tu modo de hablar, por tus modales! No hay como la autenticidad. Siempre lo he dicho. ¿Y quién ha hecho que llegases tan alto?
—Vos, madame, y os estoy agradecida. Pienso sacar provecho de ello.
—¡Ah, así, así me gusta! Mejor que mi propia hija; bueno, hijastra. Ve con cuidado, querida, y hasta puede que desplaces a Visconti.
Cuánta fantasía, pensé, un rey que se jacta de no seguir ningún consejo de mujer no va a dejarse guiar por una vidente.
Pero la reina de las tinieblas, animada por su imaginación, se volvió locuaz y decidió que era la ocasión para abrir una botella de buen vino de su bodega, del que incluso ofreció un vaso a Antoine y a su hijo mayor.
—Ah, sí, el mazapán. ¡Sé cuánto te gusta, marquesita!
Y, con mirada taimada, fue a abrir el armario en que lo guardaba. Enardecida, se vanaglorió de que en cinco años que hacía que nos conocíamos, yo no había sido capaz de averiguar dónde lo compraba. Era el mejor de París. Podía conseguir opio, arsénico, polvos de corazón de palomo y de uñas de sapo, pero no podía saber dónde adquiría el mazapán. Siempre sonreía cuando iba a ofrecerlo, y pensé que era mejor así; además, era cierto que me gustaba, tan dulce, denso y pegajoso y con aquel sabor a almendras y un no sé qué misterioso… Me hice la remolona hasta consumir varias porciones y un vaso de vino y me marché cuando finalmente vi que había recuperado el buen humor.
La Lepére, la abortista, había ascendido en la escala social, materialmente y en sentido figurado. Tenía ahora dos habitaciones en el cuarto piso de un edificio estrecho y destartalado en el que estaba instalado un cintero en la primera planta. En el balconcillo al final de la escalera externa vi que estaba abierta la puerta, puesto que había oído mi jadeo subiendo la desvencijada escalera.
—Me envía Antoine Montvoisin —dije a la anciana.
—Lo sé —contestó ella—. Marie-Marguerite está aquí. El niño nació anoche. Pasa.
Entramos en un cuarto oscuro y allí estaba Marie-Marguerite, con los rizos sudorosos y pegados al cráneo, recostada en la cama amamantando al niño.
—Mira, mira —dijo la Lepére—, ¿a que es guapo? Y es un niño robusto. Los vivos dan más satisfacción; aunque últimamente traigo más de la otra clase. ¡Ah, qué mundo éste! Habré traído no menos de diez mil en toda mi vida.
¿Diez mil? Aunque fuese en toda su vida, que debería rondar por los ochenta años, me parecían muchos abortos. Multipliqué mentalmente la mitad de esa cifra por el número de las otras del «negocio» que yo sabía que trabajaban por contrato con La Voisin, y no me extrañó que la chimenea del pabellón de su jardín no parase de echar humo.
—Mira qué precioso —dijo Marie-Marguerite, satisfecha; yo asentí, a pesar de que me pareció pequeñajo y muy rojo—. Le he puesto por nombre Jean-Baptiste, como su padre.
Componían una bonita escena ella y su Jean-Baptiste. Humm, «la pequeña madonna de los venenos», pensé.
—Madame de Morville —dijo Marie-Marguerite—, necesito dinero y un plan. Vos sois lista y sabréis pensar algo. Quiero una nodriza en secreto para el niño en algún sitio en que mi madre no pueda dar con él. Sólo vos podéis burlarla. Ayudadme.
—Marie-Marguerite —dije, sentándome a su lado en la cama—, tu madre no va a estar eternamente enfadada contigo porque no quieras casarte con Romani. Tarde o temprano se lo pensará y decidirá que es mejor que las cosas hayan salido así.
—Eso es lo que más miedo me da. ¡Pensará en el dinero y puedo quedarme sin el niño! Es capaz de cualquier cosa cuando se deja llevar por la codicia o un cliente importante quiere una misa negra. No es prudente dejar a un recién nacido en casa de mi madre.
—¡No me digas que a su propio nieto…!
—¿Que no…? Ese viejo repugnante de Guibourg echa mano de los hijos de su querida cuando no tiene otros. Y ahora hay escasez, pues en cuanto regresa la corte el negocio sube como la espuma; en este momento han comprado ya todo lo disponible en las inclusas. Vos no habéis visto una misa negra, marquesa; pero yo sí, y varias. Madame de Montespan ha celebrado unas cuantas y yo he ayudado a arreglar el cuarto en el que tenían lugar. Y no penséis que es la única, mi madre tiene mucha clientela. No quiero que a mi precioso niño le degüellen porque una puta vieja y gorda quiera conservar su asqueroso amante.
Bajó los ojos para contemplar embobada al pequeño, que mamaba apaciblemente. El hijo del pastelero, con los ojitos cerrados, se saciaba al margen de todas las tormentas que amenazaban su existencia.
—No lo envíes con un carrero ordinario —dije yo—, muchos no sobreviven al viaje. Alquilaré un carruaje a escondidas y te daré dinero para los gastos de un año. Las nodrizas respetan los pagos por adelantado.
—Sabía que me ayudaríais; no sé por qué, pero tenía esa intuición —dijo Marie-Marguerite.
Aquella tarde, cuando Sylvie hizo varios comentarios a propósito de mi tardanza, repliqué que Madame, en lugar de regañarme, había querido celebrar mi próxima aparición ante el rey, y ése era el motivo de mi retraso.
—¿El rey? —inquirió Sylvie, pasmada—. ¡Y yo sin saberlo! ¡Qué callado lo teníais!
—Las adivinas han de tener algún secreto —dije yo, dejando los libros de cuentas y lanzando el sombrero sobre la cama.