—Oh, Sylvie, mira afuera, he tenido una pesadilla —dije, sentándome en la cama y comprobando que Sylvie me había traído el chocolate y el pan recién comprado. Descorrió las pesadas cortinas y miró a la calle—. ¿Qué ves? —inquirí ansiosa.
—Un carro grande, madame; la mujer que me acaba de vender la leche para el chocolate… está sirviendo del cántaro a la de enfrente. Hay dos gatos, un perro color canela… y a alguien se le ha escapado un cerdo.
—¿Estás segura de que eso es todo?
—Ah, sí, madame. También hay un chico con una bandeja vendiendo dulces. ¿Queréis que compre?
—No, no te vayas. Mira otra vez… ¿No ves a un hombre… sin rostro?
—Claro que no. Vivimos en un buen barrio. ¿Qué os pasa hoy?
—He soñado que estaba ahí fuera, esperándome y mirando a la casa. Era tan real… Luego me he despertado al entrar tú.
—Madame, eso es el opio. ¿Cuánto cordial tomasteis anoche antes de dormir?
—Casi nada, ¿no ves? —contesté, mostrándole el frasco que tenía en la mesilla—. Voy reduciendo la dosis.
—Otras veces la habéis reducido y siempre volvéis a tomar. Y está claro que no os sienta nada bien.
—Sylvie, no te propases.
—Madame, a mí me da igual, pero vivimos malos tiempos y hay poco trabajo, y no me gustaría servir a un cadáver.
—Esta vez no es el cordial… Vuelve a mirar.
Algo en mi tono de voz la impulsó a mirarme fijamente antes de volver a espiar desde detrás de la ventana. La tenue luz de los primeros días de primavera entraba por la alta ventana, proyectando un brillante rectángulo en la gruesa colcha de brocado y en la alfombra de dibujos oscuros. El olor a narcisos que había en un florero llenaba el dormitorio.
—Veo el primer carruaje entrando en la calle… Llegan vuestros clientes. Debéis vestiros rápido.
—Muy bien, Sylvie, pero…
—Perded cuidado, madame, no dejaré entrar a ningún hombre sin rostro —dijo con tono irónico.
Fue una mañana muy activa: adiviné el futuro de un hijo en la guerra y de un amante en el mar, di consejos sobre un compromiso matrimonial y envié a un oficial de artillería a La Voisin para que le vendiese un ungüento para las heridas de bala. A última hora de la tarde concluyeron las visitas, y Mustafá, que había traído Le Mercure Galant, se puso a leerlo en voz alta para entretenerme.
—Escuchad esto, madame. La moda vuelve a cambiar: ya no se llevarán cintas en los vestidos, y los trajes de hombre llevarán telas más suntuosas; la elegancia se centrará en la coiffure, los zapatos, las buenas telas y el chaleco.
A mí me daba igual; mi atuendo era de una elegancia intemporal.
—El hombre verdaderamente elegante está por encima de las modas —añadió Mustafá, mirándose las curvadas punteras de sus babuchas turcas.
—Lo mismo podría decirse de mí —dije, riendo, mientras Mustafá me daba el periódico y se dirigía a abrir la puerta a otro cliente. Sólo su fingida tos me recordó que debía dejar el periódico, pues el cliente aguardaba; miré hacia la entrada y vi un soldado desmovilizado, de espaldas a mí, que examinaba mis muebles. Llevaba un sombrero ancho y, en la mano, un grueso bastón de contera metálica; con la otra mano acariciaba un florero de plata del aparador, con un gesto posesivo que no me gustó. Me senté erguida, dejé a un lado Le Mercure Galant y me cubrí con el velo de la toca de luto para que mi cara quedase misteriosamente oculta. Lo tenía todo dispuesto: la bola de cristal, reluciente en el pedestal de dragones enroscados de plata, las varillas y el tapete cabalístico. Pero Mustafá parecía inquieto.
—Monsieur —dije—, ¿en qué puedo ayudaros?
El hombre se volvió y cruzó el cuarto con aires de arrogancia; observé que miraba los gruesos anillos de mi mano derecha, que descansaba en el terciopelo negro que cubría la mesa; se sentó frente a mí sin que yo le invitase a hacerlo y apoyó el bastón en la mesa. Yo me eché hacia atrás con un sobresalto. Y no por la nariz falsa que llevaba ni el hedor de la infección de sus orejas y nariz cortadas, sino porque había reconocido al hombre sin rostro.
—He venido a indagar sobre un pariente desaparecido —dijo el hombre sin rostro con voz queda y amenazadora.
Yo notaba el sonido sibilante que emitían aquellos orificios mutilados bajo la nariz artificial que llevaba atada con un cordón de seda. Sí, era también su voz: la voz de mis pesadillas. El caballero de Saint Laurent: mi tío.
—No puedo leer el pasado; sólo el futuro. No voy a cobraros si no puedo haceros una lectura de ese pariente desaparecido.
Había respondido con voz calmosa. Ya no soy una niña, tío. Ahora soy fuerte. Y, a pesar de que lo temía, ansiaba que llegara este momento en que puedo enfrentarme a ti y decirte lo que eres.
—Oh, pensé que vos podríais dar con ella… Quítate ese velo, Geneviève Pasquier.
—Bien, tío, volvemos a vernos. ¿Qué exceso de devoción familiar os ha traído aquí? ¿Queréis que os lea el futuro? —dije, quitándome el velo y mirando sin pestañear su horrendo rostro. Él se quedó pasmado. El cambio que el artificio, el dinero y el amor habían provocado en mi cara era extraordinario.
—Has cambiado —dijo, recobrando la calma—. Ahora eres una chica atractiva.
—Geneviève Pasquier ha muerto. No me gusta vuestra familiaridad. Exponed vuestro asunto o marchaos.
—Vamos, vamos —replicó él, inclinándose sobre la mesa con repulsiva intimidad—, deberías ser un poco más amable. La familia es la familia, ¿no? Considéralo como un deber para con tus mayores —añadió, levantándose de pronto y paseando por el cuarto—. Yo he hecho mucho por ti. ¡Y ahora eres rica! —dijo, indicando con un gesto los lujosos muebles de la habitación—. Un escritorio taraceado… y un tapiz… de los Gobelinos, ¿no? Y una alfombra que parece turca.
Turca. El turco Mustafá se había escabullido para ir en busca de Gilles, como hacía siempre que llegaba algún cliente que le parecía sospechoso.
—Eso difícilmente es obra vuestra. No os debo nada.
Sus ojillos de zorro se clavaron en mí y me dirigió aquella sonrisa de pagado de sí mismo con la que antaño fascinaba a las damas; una sonrisa ahora horripilante, que distorsionó su rostro lleno de cicatrices y desplazó la falsa nariz del centro.
—Yo creo que sí —replicó.
—Imagino qué es lo que creéis. Siempre habéis sido un parásito, y sería faltar a vuestro carácter que no hubierais venido a por dinero —contesté.
Él dio un salto gruñendo y apoyó las manos en el escritorio.
—Ten cuidado con la lengua, putilla, o te costará muy caro.
—¿Muy caro, decís? ¿Es que no me lo hicisteis pagar muy caro? Pues ya veis de qué os ha servido. Os advierto que no volveré a dejarme robar. —Dura e invulnerable en el atavío de marquesa de Morville, me sentía exaltada por la creciente ferocidad que ascendía dentro de mí—. Pensad lo que pedís —añadí, poniéndome en pie— porque os pagaré con la moneda que merecéis.
Tenía la impresión de que si se acercaba una pulgada más mi rabia caería sobre él y le disolvería como si fuera vitriolo. Tal como estaba, frente a mí, él no podía ver a Mustafá, que regresaba con Gilles y le hacía señas de que se escondiese detrás del biombo que tapaba la puerta de la cocina.
Yo veía las arterias abultadas del cuello de mi tío y notaba su respiración agitada.
—Podría retorcerte el cuello ahora mismo, monstruito deforme.
—No tan deforme como vos —repliqué, echándome a reír—. Traficante de putas, corruptor, envenenador de ancianas. ¿Qué pretendéis? ¿Chantajearme con amenazas de denunciarme a la policía? Yo puedo contarles muchas cosas de vos —repliqué, apartándome de la mesa al ver que cogía su bastón.
—Ya verás cómo no te ríes cuando, como cabeza de familia, te identifique, te meta en un convento y reclame todos tus bienes —farfulló entre dientes.
—¿Vos heredero de los Pasquier? Lo veo difícil. Ya no soy una muchacha ignorante. Cualquier cosa que hicierais sólo serviría para enriquecer a mi hermano. Habéis sido necio en no dedicaros a chantajear. ¡Habríais podido estrujarme amenazándome con decir a mi hermano dónde estaba! Y raro es que vos despreciaseis esa fuente de ingresos. No, es evidente que también teméis que Étienne os descubra. Habéis sido un necio y me amenazáis en vano. De mí no obtendréis un céntimo.
—No te muestres tan fría y arrogante. ¿Quién te crees que eres? ¡No eres nada! Te he poseído porque no eres nada… y puedo poseerte de nuevo. Y lo que tienes me lo llevo como hago con lo que me apetece. Ahora mismo —añadió con su sonrisa de lobo dejando al descubierto sus curiosos dientes puntiagudos de fiera, que parecían chorrear sangre de alguna reciente carnicería.
¿Qué habría estado haciendo desde que la policía había perdido su pista? Me daba la impresión de que hacía poco había cometido alguna maldad. Cuidado, cuidado, me dije. No le provoques mostrando miedo; paralízale con tu frialdad, igual que hace la víbora fijando en la víctima sus ojos venenosos. Me levanté sonriente y salí de detrás de la mesa, pasando tranquila a su lado y rozándole el brazo con mis dedos enjoyados con la misma displicencia con que lo habría hecho a un gato, hasta hallarme a un paso del biombo tras el que Gilles y Mustafá estaban escondidos. Él dio un respingo y lanzó una maldición, siguiendo con la mirada mi mano, lleno de codicia por las alhajas.
—¿Que no soy nada, decís? Yo sí soy alguien. Sois vos quien os habéis convertido en un don nadie. Una sanguijuela sin porvenir. Muy lastimoso, ¿no os parece? Decidme, ¿quién de vuestras entontecidas amigas ha pagado esta vez la fianza? ¿No os rechazó horrorizada al ver lo que su esposo os había hecho? ¿Forma parte ahora de la lista de vuestras enemigas? Me cuesta creer que podáis aguantar tantos rencores.
—No los aguanto, sobrinita. La mujer que me despreció ha muerto, igual que quienes se interponen en mi camino. ¿Qué tengo que perder? Voy a llevarme tu dinero y tus alhajas para salir del país, y compraré las mujeres que quiera con tus anillos, una vez que te haya enviado a hacer compañía a tu madre. Ella también trató de esconder el dinero, pero yo sabía que lo tenía. Osó llamarme monstruo… ella, que era más monstruo que nadie. Mi bastón pudo convencerla. ¡Qué estúpida! Y todo por cinco luises de oro. Pero no me decepcionó porque me condujo a ti. Y ahora, sobrina, dime dónde está el cofre del dinero… —añadió sonriente y dando con el bastón en la palma de su mano.
Mi madre… ¿Cómo había podido conducirle a mí una mujer ciega y loca? ¿Qué habría hecho en la calle de los Marmousets?
—Habéis sido muy listo dando conmigo, aunque la dirección no habéis podido saberla por mi madre…
Volvió a sonreír displicente, recreándose en su ingenio.
—Fuiste muy tonta, sobrina. Tú misma te descubriste. ¿Qué adivina da dinero en vez de cobrarlo? Ella me dijo que era todo cuanto tenía, que Marie-Angélique había ido a verla y sólo había podido sacarle eso; pero el mozo de la cuadra vio salir a la famosa marquesa de Morville por la puerta trasera. Cualquier imbécil lo habría deducido; la ciega reconoció la voz de su hija, pero no era la hija que ella pensaba.
Oía la respiración detrás del biombo, mientras Mustafá, cauteloso como un gato, asomaba la nariz. No tenía más remedio que centrar la atención de mi tío en mi persona.
—¿Qué le hicisteis a mi madre?
Mi tío se acercó, con mirada taimada y triunfante, mientras Mustafá pasaba por detrás de él sin hacer el menor ruido, pisando en la gruesa alfombra con sus babuchas turcas.
—Ayudarla a acabar su miseria en la tierra —respondió él—, igual que… ahora… voy a ayudarte a ti… —añadió, al tiempo que el poco rostro que le quedaba se contraía de rabia y se le desprendía la nariz, dejando al descubierto dos orificios en carne viva y supurantes. Parecía tener dientes de lobo y sus ojos eran los de un loco diabólico.
Vi cómo esgrimía el bastón, e instintivamente me tapé la cara con la mano, di un grito y caí al suelo al sentir cómo el hueso se rompía por efecto del fuerte golpe. Acto seguido, se me cortó la respiración al notar el cuerpo de mi tío sobre mí. El biombo cayó al suelo de golpe y los criados acudieron en mi ayuda. Las espantosas y repugnantes supuraciones rociaban mi cara y me ahogaban.
—¡No me tiréis del brazo! —grité en el momento en que Gilles me quitaba aquel cuerpo horrendo de encima y Sylvie intentaba incorporarme—. Lo tengo roto; he oído saltar el hueso.
—Bueno, ya no volverá a romper ninguno —dijo Gilles con distanciada repulsa, mientras daba la vuelta al cadáver con la punta del pie. El caballero de Saint Laurent tenía clavados dos puñalitos en la espalda, y su sangre, negra, manchaba mi vestido, la alfombra… todo.
—Creo que con uno bastaba, Mustafá. El primer puñal le ha atravesado el corazón —dijo Gilles, mirando al hombrecillo con cara de admiración.
—Oh, Dios, le has matado —dije yo, temblando como una hoja. Aquel rostro asqueroso había tocado el mío, su repugnante sangre manchaba mi cuerpo y su hedor penetraba en mi cerebro.
—Madame, no iréis a sentir lástima… —dijo Sylvie en tono de asombro.
—No, Sylvie —contesté, sujetándome el brazo, totalmente tumbada en el suelo sin moverme. Poco a poco iba sobreponiéndome—. Lo digo por la molestia de deshacernos del cadáver.
—¿Qué molestia, madame? Esta noche lo quemamos en el jardín.
—¿Para que se enteren los vecinos? Es un jardín muy pequeño y tiene encima las ventanas de la casa contigua.
—Madame tiene razón —dijo Sylvie con un suspiro.
—Y no vayas a pensar, Gilles, que voy a dejar que te arriesgues a echarlo al río por la noche. Ya sabes que la policía vigila quién entra y quién sale por las noches desde que d’Urbec fue acuchillado ahí afuera. —Gilles torció el gesto, pero sabía que yo tenía razón. Fui sentándome poco a poco, sujetándome el brazo, y me acerqué al sillón—. Ah, Dios mío, cómo me duele el brazo —dije, arrellanándome en los cojines—. Sylvie, sube a por mi cordial. Se me está ocurriendo… algo… una idea estupenda. —La idea siguió formándose cuando Sylvie subió a por el cordial—. Cleopatra… ah, al fin y al cabo la educación clásica tiene sus ventajas. Gilles, y tú, Mustafá, haced el favor de enrollar a mi difunto tío en la alfombra; sí, la enviaremos a que la limpien. Quiero que salga de casa antes de que Chauvet venga a curarme el brazo.
Aquella misma tarde los vecinos vieron cómo un carro paraba ante la puerta y un par de mozos, por indicación de la doncella, cargaban una pesada alfombra enrollada para llevarla a limpiar. Los cotilleos del vecindario se difundieron y corrió la nueva de que se había evitado un terrible incendio: una torchière[20] caída, una mancha enorme y una quemadura que había que limpiar y volver a tejer.
—¿Te imaginas qué gasto? ¡Qué lástima, una alfombra tan cara!
Oía esta clase de comentarios desde la ventana del dormitorio, donde descansaba, sujetándome el brazo.
—Fue cosa del cielo que no se prendiera fuego la casa… Habría ardido todo el barrio…
Estupendo, pensé mientras les oía abrir paso al médico, a quien tomaron por un caballero al ver su traje y el lacayo con librea.
Nada más subir, Chauvet mandó al lacayo desenvolver una serie de tablillas y vendas, mientras él me examinaba el brazo.
—Ni que decir tiene que no se puede asegurar cuánto tardan en soldarse los huesos de más de cien años —dijo en tono irónico.
—Me untaré un poco del ungüento alquímico —repliqué yo, mientras él contenía la risa y aseguraba el entablillado.
—La próxima vez elegid mejor al cliente… Ah, no pongáis esa cara. Nunca he visto que por una caída se rompa la muñeca tan cerca del codo y deje un verdugón como una bota. Yo diría que es un bastonazo o un golpe de plano con una espada. Levantaríais la mano para protegeros la cara… Y habrá sido un hombre, porque si hubiese sido una bruja no llegaríais al final de la semana y no tendríais ninguna señal. Haced un sortilegio, como ellas, para que no vuelva —añadió, poniéndome el brazo en cabestrillo con un trozo de seda negra.
—No necesito vuestros consejos —dije.
—Perdonad, querida, pero no es conveniente vivir sola teniendo dinero a mano. ¿Qué fue de aquel joven con heridas producidas por un duelo? Es fuerte y muy entero, y está colado por vos. Deberíais casaros con él y dejar este peligroso negocio. Yo mismo me casaría con vos si no fueseis demasiado vieja para mí… y yo no tuviese dos esposas. Y bien contentas que están las dos, ¡pero menudo gasto!
—¡Monsieur Chauvet, eso es una indecencia! —exclamé.
Estuve oyendo resonar su risa mientras bajaba las escaleras hasta que cerraron la puerta de la calle.
Me senté en el borde de la cama y me puse a pensar. El brazo derecho me dolía mucho; era difícil creer que mi tío, el tema de mis constantes pesadillas, hubiese muerto. Cuán poderoso y destructivo me había parecido; una fuerza de la naturaleza que había recibido su castigo, venido a mis manos conducido por una anciana ciega que trataba de defender mi óbolo de cinco luises de oro. Seguramente habría acudido a ella para obtener dinero y salir del país después de su primer crimen, y si la pobre no hubiese tenido nada le habría creído; pero la pequeña suma en oro debió inducirle a pensar que tenía más y, enloquecido y desesperado, habría apaleado a mi madre hasta matarla para que le revelase el escondrijo. Si yo me hubiese ido sin darle aquel dinero aún estaría viva; pero con mi compasión la había matado mejor que con aquel frasco de veneno que había arrojado al río sin abrir. La aflicción me obnubilaba, y de pronto el mundo me parecía tan desolado y perverso que me creí incapaz de seguir viviendo. No era de extrañar que la gente creyese en el diablo, me dije. ¿Cómo, si no, explicar que un efímero momento de gracia se transmutase en maldad?
—No, es lógico —pensé con firmeza—. Todo se desarrolla con arreglo a una lógica. El mundo está hecho conforme a leyes racionales; ni más ni menos. No hay gracia ni maldad; todo sigue las leyes objetivas de la naturaleza.
—Madame, creía que ya se había ido el médico. Ah, es que habláis sola. Bien, ya ha salido Gilles con la alfombra. Mustafá va delante y se reunirá allí con ellos. He pedido el carruaje. Oh, qué bien os queda el brazo así; hace juego con el vestido. ¡Qué detalle! Ese Chauvet es un artista —oía su voz como a mil leguas—. Por Dios, madame, ¿qué sucede? Creí que le odiabais y se os ve afligida. ¿O es que habéis vuelto a tomar demasiado cordial? Aunque esta vez no os lo reprocho…
Dicho lo cual, fue al armario a sacar mi capa ligera de viaje, la dejó sobre la cama y cogió el escabel para bajar la sombrerera.
—Sylvie —dije con voz neutra—, mi madre ha muerto también. La he matado yo.
Una mezcla de culpabilidad y buena intención. Qué necia y qué lamentable. Era un desastre.
—¿La habéis matado? Ah, sí, claro. A Madame le encantará saber que el veneno por fin ha hecho efecto. ¡Cuánto ha tardado! Ella había enviado ya tres veces a Antoine a comprobar el registro de defunción de la parroquia. La verdad es que nunca la había visto con tantas ganas de lograr que alguien formara parte de los nuestros. A vos os faltaba la condición principal, y ahora ya la habéis cumplido. No sabéis la suerte que tenéis… Ella espera mucho de vos —añadió, sacando el sombrero negro de ala ancha con plumas negras para quitarle el polvo—. Bueno, no mováis ese brazo para nada. Ah, ¿es el derecho? ¿Y cómo vais a escribir las cuentas? Qué tipo más asqueroso. ¡De buena nos hemos librado!
El laboratorio farmacológico de la calle Forez estaba en plena actividad cuando crucé el umbral del negro vestíbulo que hacía de antecámara.
—¡Ah, querida marquesa! —exclamó La Dodée, sudorosa a causa del fuego que había encendido en la chimenea bajo la gran olla—. Tienes muy buen aspecto, después de todo. Ah, no puedo por menos de recordar el primer día que pisaste el taller. ¡Qué cambiada estás, qué elegante!
Sí, debía de tener un aspecto muy distinto de aquella muchacha desamparada con el vestido roto. Lo sabía por el espejo, que me daba una imagen de una dama pequeña y erguida, con vestido negro y sombrero anticuado de ala ancha sobre toca de encaje, con un rostro que habría sido bonito de no ser por el color blanco y las ojeras verdosas, como de un cadáver. Además del bastón largo con empuñadura de plata en forma de mochuelo y cintas negras de satén. Verdaderamente, no muy distinta a las brujas de algunos libros de grabados. Pero a mí me parecía una figura deliciosa; y me encantaba hacer aquellas entradas espectaculares, efectuar predicciones con susurros estremecedores y llevar adornos que suscitaban toda suerte de comentarios. Oh, sí que era distinta. Bien hecho, Geneviève.
En el techo, la arpía, con las alas desplegadas, lo miraba todo serena. En la mesa de trabajo había una serie de tarros grandes vacíos, listos para recibir el producto de las faenas nocturnas. Una de las niñas, ya crecida, se dedicaba a hacer las correspondientes etiquetas: «Cerebro de criminal», «corazón de criminal», etc., escritas con torpes trazos. La mayor hacía café en aquel extraño horno de ladrillo que llaman atanor de alquimista. Mustafá había arrimado un escabel, que golpeaba con los talones, criticando cómo lo hacía.
—Tanta agua no, así se pierde el sabor. ¿Es que no sabes cómo se hace el café turco?
—¿Y tú cómo vas a saberlo si no eres turco? —replicó la muchacha.
—Has de saber que soy turco honorario. Mira mi turbante. Los que llevamos un turbante así somos expertos en preparar café —replicó Mustafá con su extraña voz de viejo.
El olor fuerte de la infusión llenó el cuarto, en el centro del cual se veía la alfombra enrollada.
—Hemos hecho café porque va a ser una larga noche. Quizá más tarde venga La Voisin —dijo La Trianon, limpiándose las manos en el delantal—. Has sido muy amable al pensar en nosotras. ¿Seguro que no nos cobrarás nada?
—No, os lo doy de balde y de buena gana.
—¿Un antiguo amante?
—Ni mucho menos —respondí.
—Ah, ya. Un pariente. Bueno, nos viene de perilla. Últimamente teníamos falta de ensalmos por exceso de clientes. ¡Y el verdugo no hace más que aumentar los precios! Los hígados están muy solicitados. ¿De verdad es un criminal? No quiero dar productos falsos a mis clientes…
—Garantizado. Mató a su querida y hoy mismo acabó a palos con una anciana ciega.
—¡Ah, estupendo! Es casi tan bueno como si fuera un ajusticiado. Marie, que esos dos gandules desenrollen la alfombra. Están un poco pálidos y un poco de ejercicio les vendrá bien para recuperar el color de las mejillas. —Gilles y Mustafá desenrollaron la alfombra en silencio y el cadáver grisazulado de mi tío rodó como un pescado—. ¡Caray! —exclamó La Trianon—. Puñales hasta la empuñadura… El que se los clavó era un auténtico profesional. —Mustafá le dirigió una inclinación de cabeza sin decir palabra, mientras las niñas cogían unas tijeras y un cuchillo y comenzaban a despojar de ropa al cadáver, cortando los botones para reutilizarlos y arrojando al fuego las prendas de tela. La peluca siseó y lanzó un fuerte hedor mientras se quemaba, sin hacer humo, junto con la falsa nariz.
—Si me excusáis, creo que aguardaré en la antecámara —dije yo con un hilo de voz, mientras Sylvie me dirigía una mirada furibunda.
—¡Oh, cuántos melindres! —exclamó La Trianon—. Será que las filósofas no tienen estómago para la faena de verdad. En serio, marquesa, pensábamos que habrías superado ya tus remilgos.
—Ah… creo que voy a desmayarme por el dolor del brazo. Me lo rompió él, cuando trató de… de…
—Marquesa, no te sientas mal; al fin y al cabo todas tenemos un pariente o dos que no merecen la pena —terció La Dodée. Sylvie se había puesto un delantal y atizaba el fuego en el que se consumían las ropas.
—Sí, pero es que yo tengo tantos… —musité.
—Bueno, éste sí valdrá algo —dijo La Trianon—, porque con lo que saquemos de aquí y de allá nos dará beneficio para una buena temporada, y eso sin contar lo que mejorará la decoración del gabinete.
—Querida —dijo La Dodée, pasándome el brazo por la cintura con suma confianza—, sí, tal vez te venga bien una taza de café mientras aguardas afuera en el gabinete. Estás pálida.
—Pues sí, creo que sí. Gracias. Me sentía agotada.
—Le llevaré la taza a madame, que sólo puede usar un brazo —dijo Gilles.
Y Mustafá recogió la cola de mi vestido sin pensárselo dos veces. Cuando salía, vi de reojo a La Trianon afilando unos cuchillos en una piedra de amolar, canturreando.
En el largo silencio que siguió observé a Gilles, que miraba el negro gabinete desde su asiento en un rincón; con gesto melancólico, escrutó el retrato del diablo en el nicho medio oculto por la cortina y movió la cabeza; luego alzó la vista al techo negro, para a continuación mirarme a mí, que estaba sentada en una butaca junto a la ventana cerrada. El único ruido era el tintineo de la taza en el platillo que sostenía con mano temblorosa.
—El río está cerca —dijo Gilles, mirándose la punta de sus gastados zapatos.
—No quiero que corras ese riesgo —contesté. El café me estaba sentando mal.
—Parece que les divierte esa faena —añadió Gilles, tras otra larga pausa. Se levantó y comenzó a pasear en silencio por el cuarto, examinando las cartas astrológicas, tocando el candelabro de cráneo de gato y recogiendo una gota de cera negra que había caído en la mesa. Los ojillos inteligentes de Mustafá lanzaban un destello burlón viendo su quehacer.
—Gilles, se ve que no llevas mucho tiempo trabajando con brujas; no como yo, que las he conocido de toda laya. Los enanos tienen más experiencia que un galérien. No me negarás que son unas damas fascinantes. Al fin y al cabo siempre es mejor hacer el trabajo con entusiasmo.
—Cuando acaben, ¿quemarán los restos? —inquirió Gilles, tirándose de los botones de la chaqueta, uno tras otro.
—Oh, no —respondí yo—. Hace mucho tiempo que ansiaban tener un esqueleto para el gabinete. Me acordé de ello cuando mi tío vino a… incordiarnos. Van a ponerlo ahí, en ese hueco al lado de la cortina que tapa el retrato.
—Ah, ya —comentó Gilles con cara de pesadumbre.
—Admitirás que es una idea excelente. Queda totalmente oculto. Nuestra ama es una mujer muy inteligente. Y además limpiarán la alfombra —añadió Mustafá con su voz ronca de joven-viejo en tono admirativo.
—Supongo que será porque ha estudiado —musitó Gilles.
—Por eso y porque está muy relacionada —añadió Mustafá—. Marquesa, tenéis un cerebro sin par. Seguiré toda mi vida a vuestro servicio.
—Gracias, Mustafá. Correspondo con igual aprecio a tus servicios.
—Madame —terció Gilles, que parecía estarle dando vueltas a una idea en la cabeza—, ¿puedo preguntaros una cosa? —Yo asentí con la cabeza—. Vos no sois una de ellas…, ¿verdad?, una bruja…
—No, Gilles. Espero que no te lleves una desilusión. Yo lo único que hago es leer la fortuna. Nunca he cocido a nadie ni tengo la menor idea de cómo se hace un veneno. En estos círculos se me considera una fracasada. Dicen que me falta carácter.
Gilles pareció tranquilizarse. Miré melancólica el dibujo de la alfombra bajo mis pies, que me pareció de poco precio; no era bonita como la mía. La combinación de negro y rojo sangre en una alfombra es muy basta.
—Es mucho más fácil hacer cadáveres que deshacerse de ellos —añadió Gilles casi en un susurro.
La campanilla de la puerta de la calle tintineó y La Voisin, con gesto enérgico, apareció ante nosotros con su amplia capa negra y su gran sombrero negro de fieltro sobre la toca de encaje. Parecía un ama de casa que ha salido de compras, y, como para completar dicha apariencia, la seguía Margot con una cesta al brazo. Sólo las botas rojas que asomaban bajo la falda de terciopelo verde acolchado ponían una nota discordante a la imagen de burguesa atareada.
—¡Vaya, vaya, cómo huele a prosperidad! Y tú ahí sentada en el gabinete tomando café en vez de estar ayudando. ¡Ah, las filósofas siempre tan sueltas de lengua y flojas de mano! ¡Nunca pensé que esa moda infectaría a la mitad de las mujeres! Querida, deberías estar celebrando y saboreando la tan esperada venganza en lugar de gandulear. Al fin se ha cumplido esa muerte tan ansiada por todos… No podías decepcionarme, pequeña adivina. Levántate y deja que te abrace, pequeña filósofa, ahora que has demostrado que mereces ser una de las nuestras, pese a tu cara pálida y tus blancas manos inútiles.
Yo, que había dejado el café al oír sus pullas, me levanté y me vi aplastada contra su ostentoso busto con aroma a agua de azahar.
—¡Ah, vaya un cromo! —exclamó, apartándome con sus brazos para contemplarme, y, por su mirada, comprendí el curioso aspecto que había adquirido. Sólo me faltaba un mono vestido de seda atado a una cadena, pensé—. ¡Mi creación más lograda! —añadió encantada—. ¡Y hasta escribe en griego! ¡Eso sí que puede decirse que es un detalle! Ven, querida, y vosotros también, y veréis cómo se monta un esqueleto. He recogido el alambre y los tornillos por el camino, porque tienen que ser especiales, ¿sabes?
La cesta, demasiado grande para un rollo de alambre y unos tornillos, contenía vituallas para la larga noche; tortas y vino, capones asados rellenos de nueces y una sarta de salchichas recién hechas que desprendían un olor a ajo capaz de hacer saltar las lágrimas. En cuanto empezó a oscurecer, La Trianon bajó del alto techo del laboratorio los dos candeleras de hierro forjado para ver mejor, y, a la luz de docenas de velas, todas se afanaron tenazmente hasta llenar todos los tarros de siniestra salmuera y sellarlos todos, mientras yo observaba displicente cómo lo poco que quedaba de mi tío lo echaban al caldero.
—Ahí está —dijo La Voisin al cerrar la tapadera—, casi tan bueno como un parricida.
—Comida para los gatos —dijo Mustafá a Gilles, que palideció al pensarlo—. No hay que desperdiciar nada —añadió, mirando con malicia la cara que ponía Gilles.
Una vez llenos y sellados, las brujas colocaron los tarros en las baldas, se limpiaron las manos en el delantal, sacaron las provisiones de la cesta y dieron cuenta con buenas ganas de salchichas, crujientes panecillos, pollo y tortas.
—Hay que ver el apetito que da este trabajo —dijo La Dodée, limpiándose la grasa de la cara.
La Trianon comenzó a cantar y las otras le hicieron coro; para no ser menos, La Voisin entonó una canción obscena sobre un cura y una abadesa y las demás la secundaron. La tapadera del caldero tamborileaba en la chimenea, marcando el ritmo de las canciones conforme ellas apuraban una botella tras otra. A los primeros fulgores rosados de la aurora, aparte de saber cómo se monta un esqueleto, me constaba que La Voisin tenía un repertorio de groseras baladas más amplio que el del más procaz marinero. Cuando nos disponíamos a irnos, una vez dispuesto el nuevo complemento ornamental —aún pegajoso— en el nicho de la cortina, La Trianon lanzó un suspiro de contento.
—Ah —exclamó, poniendo los ojos en blanco—, por fin se ha cumplido mi ansiado deseo de tener una imagen de la muerte constantemente a la vista, tan edificante para el alma…
La Voisin puso también los ojos en blanco, exagerando más, si cabía, la pantomima de la piedad, y se persignó, al tiempo que las dos soltaban la carcajada.
—Vaya, vaya —añadió La Dodée, limpiándose las manos en el delantal—, tiene un aspecto inmejorable.
—Genio y figura hasta la sepultura —añadí yo, cogiendo la capa y el sombrero de una clavija de la pared.
Aquella mañana dormí de un tirón hasta el día siguiente por la noche sin tener pesadillas.