39

Brissac había servido bien a su patrón; los palcos bordeando el escenario se hallaban repletos de varones enmascarados formando pareja con mujeres de vida alegre, también con antifaz, que charlaban en voz alta, lucían sus galas y escrutaban la sala por si descubrían algún otro personaje. Llenaban nuestro palco el abate nigromante y su querida, nosotros, y La Voisin con su último amante, el vizconde Cousserans, un libertino con venillas moradas en la nariz. Entre los murmullos de conversación se oía repetir el nombre de Pradon y denuestos contra Racine por el fracaso de su obra, la horrenda y vulgar actriz rubia que la interpretaba, los versos tan mediocres, el vulgar tratamiento del tema, que requería suma delicadeza para no caer en la indecencia… Así se compra la opinión de la gente, pensé. En el patio de butacas, soldados, estudiantes y la chusma, pagados, gritaban «¡Pradon, Pradon!», como si ensayasen las ovaciones con que iban a acoger los versos de la obra durante la representación.

—¡Oooh! —oí exclamar a una dama—. Ésa es mademoiselle Bertrand, la comedianta. Se la reconoce perfectamente por el cabello. ¡Y qué vestido!

Yo miré hacia donde señalaba para ver qué clase de pelo poseía aquel prodigio y vi que lo llevaba rubio teñido; una auténtica montaña sembrada de brillantes y rizos. Su palco no puede compararse con el nuestro, me dije con desdén al ver a aquella descocada haciendo carantoñas en público con un individuo de estrambótico traje de terciopelo rojo. Las actrices no tienen gusto; al fin y al cabo es una profesión poco respetable, apenas mejor que la prostitución. Veía su potente busto empolvado y bien sujeto por un corsé y sus manos sin guantes jugueteando con las ropas del caballero, que reía; por su manera de ladear la cabeza me pareció conocido.

—Ah, pues sí que es mademoiselle Bertrand. ¿Y quién es su último mirlo blanco? —dijo el vizconde, inclinándose para verle mejor y aplicándose el monóculo al orificio de la máscara—. ¡Maldición!, es el advenedizo que me ganó al lansquenet la semana pasada. ¿Cómo se llama…?

—D’Urbec —se apresuró a decir La Voisin, mirándome de reojo.

Volví a mirar, y esta vez él estaba vuelto del todo hacia nuestro palco. A diferencia de los caballeros que nos acompañaban, él no llevaba antifaz. Lucía una gran peluca negra y a su lado se veía un gran bastón con empuñadura de plata; la comedienne se lo comía y llenaba el palco una bullanguera compañía. Quise pensar que se encontraba perdido entre aquella gente, pero no era así, pues se notaba que se jactaba satisfecho, haciendo ostentación de protagonismo; ni siquiera advertí gesto añorante alguno en el fementido, sino una actitud arrogante de autocomplacencia. La Voisin no dejaba de mirarme detrás de su antifaz.

—Los arribistas son abominables —dijo Brissac.

—Ese hombre es un don nadie. Todo lo que tiene procede de las mesas de juego; gana como si tuviese un pacto con el diablo. Decidme, querida, vos que sois una experta, ¿ha hecho un pacto con el diablo? —inquirió el vizconde, dando un apretón en la cintura a La Voisin.

—No mediante la intervención de nadie que yo conozca —contestó ella—, aunque me han dicho que ha visitado en el extranjero a un adepto.

—Tengo pruebas de ello —dijo Brissac riendo—. ¿Qué os parecería si le hundiese en público?

—Pues que el diablo no le ampara… chis… se alza el telón.

Brissac se inclinó al oído del vizconde a susurrarle algo y los dos contuvieron la risa. «¡De acuerdo!», dijo el vizconde mientras resonaban en el escenario los primeros flojos versos de Pradon.

Regresé a casa con una horrible migraña. Quizá efecto de la obra, del sofoco del palco o del hedor del patio de butacas. ¿O había sido la limonada que Brissac me había ofrecido? Me acordé de las rosas amarillas. Sí, debía de ser algo en la limonada. ¡Maldición! Y La Voisin mirando con ojos maternales cómo me la ofrecía… Otro filtro de amor. Cresta de gallo en polvo, corazones secos de palomo o Dios sabe qué. No era de extrañar que me doliera la cabeza. Pensé en Brissac y se me antojó tan repugnante como de costumbre. Los filtros de Madame eran tan ineficaces como el irresistible perfume que solía usar mi madre. ¿Cómo podía aprovecharlo a mi favor? Fingiría que me había hecho efecto; primero mostraría cada vez más ternura hacia Brissac… le compraría un traje nuevo. Eso les impresionaría bastante; luego simularía que el filtro iba dejando de hacer efecto y observaría sus tejemanejes para tratar de hacerme tomar otra dosis. Sería divertido.

El dolor de cabeza era insoportable; el filtro debía de tener alguna droga. Las imágenes se sucedían en mi cerebro y el estómago lo tenía fatal. Recordaba levemente al vizconde hablando de… ah, sí, de d’Urbec. Hundirle. ¿Le habrían hundido ya? Me tumbé en la cama, tratando de dilucidar qué parte de mí se sentía peor. D’Urbec… que se había sentado en el borde de mi sillón, como si temiera estropearlo, mirándose las manos callosas y estropeadas de remar en galeras. ¿Cuántas veces puede un hombre verse hundido y recuperarse? En el fondo había en él una especie de perversa galantería; y una amarga resolución. Reviví la escena en el palco, y ahora la entendía. Había contratado a aquella mujer, así como una elegante carroza y aquella vistosa vestimenta. Se burlaba del mundo, como diciendo: ¿Creéis que el dinero importa? Pues tomad dinero. Dinero rápido, vistoso y vulgar. El hombre inteligente se burla del dinero. No podía por menos de agradarme aquella burla, pues conocía bien la consumada estupidez del cruel corazón de la sociedad.

Comencé a sentir escalofríos mientras en mi mente se atropellaban un sinfín de extraños recuerdos. D’Urbec dominaba un amplio vocabulario burlón y había una graciosa ternura en su voz irónica cuando me llamaba «Atenea», consciente de que yo apenas sabía griego; y su ironía para con Lamotte era tan aguda como una espada, aplicada a un amigo que se había convertido en rival… ¿Rival? ¿En qué? No… no, no podía ser… no podía ser para mí. ¡Oh! ¿Qué era aquella sensación horrible que me embargaba? Horrible. No deleitable. D’Urbec se apoderaba de mi cerebro, me hería el corazón. Qué corazón tan bobo tengo, pensé; tierno como un huevo poco cocido. ¿Por qué tengo un corazón así? No quiero tener corazón. Si pudiera cortármelo… Pero me dolería el pecho igual que me duele la cabeza.

Aquella noche encendí el candil en la ruelle y me senté a pensar ante mi diario abierto. Veía a d’Urbec con aquel absurdo gabán brandeburgués de antaño, sus negros ojos brillantes y gesticulando con los brazos para explicar su teoría de la ineptitud fiscal del Estado. ¿Qué me ha sucedido? —escribí—. ¿Me han drogado? ¿Me ha hecho efecto la brujería de La Voisin? ¿O es algo que siempre había existido dentro de mí? ¿Es una simple simpatía que se ha desarrollado en proporciones abrumadoras, o fue siempre algo más que yo tenía miedo de reconocer? ¿Por qué me aterraba de tal modo? ¿Por qué me sigue dando miedo? Ayúdame, Dios mío. Estoy enamorada de Florent d’Urbec y lo he echado todo a perder.

Apliqué el secante y cerré el diario. A continuación cogí una hoja y escribí: Cuidado con Brissac. Urde planes para perderos, y firmé: Una amiga. Consideraba que d’Urbec continuaba muy enojado conmigo y no quería que supiera quién le avisaba. Confiaría el mensaje a Mustafá, que por lo menos no se lo llevaría directamente a La Voisin; no obstante, en una ciudad de intrigas como París, a lo mejor nunca llegaba a manos de d’Urbec. Sí, mejor Mustafá; Sylvie acepta dinero de demasiada gente. Puse la carta bajo la almohada y me dormí inquieta.

—Bien, Mustafá, ¿le entregaste la carta?

Mustafá, muy abrigado, había regresado de un supuesto recado para comprar un frasco de cordial en el ajetreado laboratorio de La Trianon. Le había abierto yo misma la puerta, presurosa, y Sylvie ni siquiera levantó la cabeza del zurcido que hacía, convencida de que mi impaciencia se debía a mi ansia por el opio.

—Sí y no, madame —contestó Mustafá en voz baja.

—¿Qué quieres decir? ¿Tú le viste recibirla?

—Di con su vivienda preguntando en el teatro Guénégaud y envié el mensaje con un viejo amigo mío, un enano que pide limosna en el Pont au Change, para que lo entregase él y no me reconociesen a mí. Mi amigo, que es de confianza, le halló desayunando con una actriz, la Bertrand. Él vestía batín de seda y brocado y gorro de pieles. Debe de haberse rapado la cabeza como los aristócratas; tendrá un peluquero de lujo a su servicio.

—Deja lo de la peluca, Mustafá. Continúa.

—Madame, el caso es que… —dijo el turco, indeciso—… reconoció la letra y rompió la carta sin leerla. Y —añadió sacudiendo la capa ante el fuego— no es eso todo. Cuando la Bertrand preguntó qué era la carta, él se encogió de hombros y dijo que era uno de tantos billets doux[19] de las que andan locas por él.

—Mustafá, no te ha pagado nadie para que digas eso, ¿verdad?

—Por mi honor, madame, os lo he dicho tal como me lo contaron.

Yo suspiré hondo.

—Entonces está claro que nada más puedo hacer.

—Evidente. ¿Qué decía la carta, madame?

—Era una advertencia, Mustafá.

—Pues yo no desdeñaría una advertencia de la famosa vidente madame de Morville —dijo Mustafá—. Vos nunca os equivocáis.

—Ojalá esta vez fuese así —apostillé.

No podía reprocharle a d’Urbec que me guardase rencor. ¿Qué otra cosa podía esperar? ¡Ojalá fuese posible recuperar algo de aquella amistad que tan neciamente yo había dilapidado! ¿Sería posible que mi ofuscado capricho por aquel frívolo ídolo de mi niñez hubiera impedido percatarme de que poseía algo tan precioso como la mirada de d’Urbec? De pronto me sentí vieja y triste. Me acerqué a la chimenea y extendí las manos frente a aquellas llamas que entre los troncos semejaban deslumbrantes salamandras.

—De todos modos, madame, en mi paseo por la ciudad me he enterado de otros escándalos que os divertirán.

—Cuéntame, necesito distraerme.

—Han publicado un nuevo soneto atacando la Fedra de monsieur Racine, y se dice que es obra del propio Nevers… o de algún partidario suyo. Es un libelo tan perverso que Racine tendrá que replicar.

—Dando pie así a Nevers para una contrarréplica —comenté yo.

—Exacto —dijo Mustafá—. Y eso será la puntilla de la obra maestra de monsieur Racine, y puede que del propio monsieur Racine. No conozco a nadie que haya salido bien parado de una intriga de los Mancini.

Se jugaba a la bassette en la mansión de Soissons y las apuestas eran altas. A la mesa principal estaba sentada la princesa en su enorme sillón, rodeada de una docena de sus perrillos. Madame de Vertamon cortaba la baraja y el marqués de Gordes observaba la escena con los impertinentes en la mano. En las otras mesas se veía a los jugadores, eufóricos si les acompañaba la suerte o mesándose las pelucas y dando puñetazos en el tablero si perdían miles de escudos.

—Amigo mío, me he quedado sin dinero. ¿Tenéis quinientos escudos? —dijo madame de Rambures volviéndose hacia el caballero que estaba a su espalda, quien no tuvo más remedio que dárselos, pues las imposiciones de la galantería eran tales que pocos hombres solían abandonar los salones con sus ganancias de juego; era obligado ayudar a las jugadoras, y las damas perdían. Yo veía que carecían de estrategia y se dejaban arrastrar por la emoción del momento.

Anduve entre las mesas oyendo comentarios sobre las nuevas modas, noticias sobre la guerra, críticas al carácter de los mandos militares, a las damas de moda, a los médicos de la aristocracia y a los magistrados, cuando en medio de aquel torrente de voces oí la risa de una mujer:

—¡Oh, Dios mío!, pero ¿no lo sabes? Monsieur Racine se ha refugiado con los jansenistas después de escribir un soneto acusando de incesto a Nevers, quien hizo saber que si se quedaba en París su vida correría peligro.

—Nevers tiene todo el derecho; eso merecería mil trallazos…

Me alejé para que no me sorprendieran escuchando.

—Qué, Primi, ¿no jugáis? —pregunté a Visconti, que había aparecido junto a mi hombro, mirando aburrido como de costumbre.

—Anteayer jugué un escudo, madame de Morville, y al final de la tarde ganaba mil; pero las damas dijeron: «El mago Visconti nos hará ganar», y me obligaron a jugar por ellas, haciendo que me desplumaran, por lo que me retiré antes que contraer una deuda que no pudiera pagar.

—Lo considero muy prudente.

—Ah, pero eso daña mi reputación. ¿Cómo puede fallar a las cartas un visionario? Tal vez lo más prudente sea no jugar nunca, como hacéis vos.

—Primi, ¿quién es ese hombre moreno que tiene la banca en aquella mesa? Me parece que no le conozco.

—¿Ése? Es monsieur d’Urbec. No es un apellido de muy buena familia, pero dicen que tiene relación con la banca extranjera, y corren rumores de un título extranjero, pero yo, que también tengo uno, puedo aseguraros que eso cuenta bien poco. No, en su caso se le respeta por el dinero que tiene. Es muy generoso con las damas, sabe cómo sacar de apuros a un caballero y con las cartas tiene la suerte del mismísimo diablo.

—¿Hace trampas?

—No, es como Dangeau. Juega con estrategia y sin emoción y se ha convertido en favorito de la diosa Fortuna. Es un don nadie pero le invitan a todas partes. Se dice que quizá esté negociando comprar un cargo, una empresa de recaudación de impuestos rurales, creo. Un arribista, pero inteligente. Ah, ahí llega monsieur Villeroy. Mirad cómo disimula; él cree que nadie sabe que es amante de la condesa, cuando lo lleva escrito en la cara. La ciencia de la fisiognómica es infalible.

—¿Cómo interpretaríais a monsieur d’Urbec, Primi?

Él me miró de reojo.

—No es para vos, pícamela; si no es que deseáis vivir en el exilio, yendo de una corte extranjera a otra. Vos sois demasiado parisina, creo yo, para aceptar esa vida. Ese hombre tiene cara de aventurero nato, amargo, inteligente. Sabe muchos secretos y, cual ajedrecista, traza planes en un mundo de necios y aficionados. Llegará a consejero de reyes, pero no se ganará su estima.

—Bravo, Primi. ¿Y la fisiognómica de sus adversarios de mesa?

—Brissac, nuestro viejo amigo… un monstruo delicioso, libertino donde los haya. ¿Veis esa frente achatada y esos párpados caídos? Perverso. Y el embajador Giustiniani… ¡Oh, mirad…!

En la mesa se desarrollaba algo dramático. Giustiniani acababa de tirar las cartas boca abajo, al tiempo que Brissac echaba la cabeza hacia atrás y reía como un loco y d’Urbec se ponía de pronto en pie, apoyando las manos en la mesa, con el rostro blanco como el papel.

—Vamos, no nos lo perdamos —dijo Visconti, cogiéndome del brazo.

—Mil escudos. Los quiero ahora mismo, monsieur d’Urbec.

—No pensaréis que monsieur d’Urbec va a marcharse mañana de París… —terció Giustiniani—. Entre caballeros…

—¿Caballeros? ¿Y quién dice que monsieur d’Urbec es un caballero? —se oyó replicar a Brissac con voz fría y amenazadora.

—Oh, querido monsieur d’Urbec, yo os devolvería el favor de anoche si no hubiese perdido tanto esta tarde. Mi esposo se enojaría mucho —dijo madame de Bonnelle, con un suspiro.

—¿Caballero? —repitió d’Urbec entre dientes—. Los caballeros no hacen trampa en las cartas.

—Podría mataros por eso. Insultáis a la sangre más antigua de Francia, monsieur Don Nadie —replicó Brissac, poniéndose en pie de pronto, al tiempo que la gente se apiñaba en tomo a la mesa.

En un abrir y cerrar de ojos, d’Urbec había cogido a Brissac por la chaqueta, zarandeándole con fuerza como un gato a una rata, haciendo que de sus mangas cayera una cascada de cartas.

—Oh, ¿pero esto qué es? —exclamó madame de Bonnelle—. ¡Monsieur Brissac, qué horror!

Canaille —gruñó Brissac, dando un golpe a d’Urbec en el rostro como si se tratase de un lacayo.

—Monsieur de Brissac, la dignidad de mi casa… —La voz chillona de la condesa de Soissons apagó los asombrados murmullos. Vi cómo d’Urbec se ruborizaba, para acto seguido ponerse pálido. Estaba casi exhausto de la fuerza sobrehumana que había hecho con las manos y los brazos, y ahora comprendía que enfrentarse a un hombre del rango de Brissac iba a ser su ruina, mientras que lo peor que a Brissac podía pasarle por transgredir la autoridad real con un duelo era dar con sus huesos en la Bastilla unas semanas. El desalmado, sabiéndolo, se echó a reír, y la condesa miró a d’Urbec como quien mira a un perro callejero que se ha mezclado con sus perros falderos. Una mirada prolongada y humillante, aún para los testigos presenciales.

—¿Cómo habéis osado comprometer al señor duque en mi casa? —inquirió con voz de hielo—. Salid inmediatamente…

—No sin que antes me pague lo que me debe —terció Brissac con voz áspera, exenta de toda cortesía—. Lo quiero ahora, d’Urbec. El carruaje, el traje que lleváis, todo.

—Mis banqueros os lo entregarán mañana por la mañana, señor duque.

—Monsieur de Brissac, basta de discusiones; quiero que salga inmediatamente de aquí. No oséis ofenderme con vuestra insistencia en una fruslería —añadió la condesa.

—Ese canalla podría huir… Que me pague ahora o que vaya a la cárcel.

—Tenéis eso a favor vuestro, monsieur de Brissac. Pero comprended que no me gusta que sucedan estas cosas en mi casa. ¿Quién garantiza la deuda de este hombre hasta mañana por la mañana? —dijo la condesa, mirando en derredor; pero nadie contestaba, todos se apartaban de d’Urbec, que quedó como una fiera herida frente a un corro de perros de caza. En el silencio que se hizo, oí mi propia voz como si fuese ajena a mí:

—Madame, anoche tuve una visión al mirar al espejo. El cristal de su superficie se tiñó de sangre, y lo interpreté como signo ominoso del día siguiente.

—Escuchad a la profetisa —dijo una voz de hombre a mi espalda, mientras la condesa, supersticiosa hasta la médula, retrocedía levemente y varias damas se persignaban.

—Para librar a vuestra ilustre casa, a vuestra ilustre persona y los distinguidos invitados de ese mal augurio, yo garantizaré la deuda de este hombre hasta mañana por la mañana.

Brissac me miró con ojos de odio, mientras d’Urbec se volvía despacio hacia mí y con rostro imperturbable me dirigía una reverencia.

—Gracias, madame de Morville —dijo y, con otra reverencia a la condesa, salió del salón solo y sin volver la cabeza.

—Se marcha impunemente —gruñó Brissac al caballero a su servicio, monsieur de Vandeuil—. Que mis lacayos le apaleen camino de su casa.

Mientras miraba cómo monsieur de Vandeuil abandonaba el salón, recordé que d’Urbec no llevaba espada. Sin llamar la atención, me escabullí tras los pasos de Vandeuil para recoger la capa y el sombrero, esquivando a los criados que recogían las cartas del suelo, mientras la condesa regañaba a Brissac: «Y recordad, monsieur de Brissac, que lo que sucede en mi casa es asunto mío…». Mustafá, que me había visto salir, me siguió a cierta distancia. Una vez en la escalera de salida, me detuve al ver que Vandeuil bloqueaba el paso a d’Urbec.

—Habéis ofendido al duque de Brissac con vuestra presunción, lacayo.

De las sombras surgieron cuatro hombres armados con estacas, que fueron a situarse cautelosamente junto a la nieve pisoteada y ennegrecida de la puerta de carruajes.

—¿Por qué? ¿Por haberle hecho quedar como el hazmerreír de París? ¡Cartas en la manga! Perro, vuestro amo hace trampas como una vieja —replicó d’Urbec esquivando un golpe; y el sonido de su risa amarga y enloquecida resonó en el patio oscurecido. Media docena de invitados y un grupo de criados se habían acercado a la escalera y contemplaban detrás de mí la escena. Se oyó el sonido metálico de una espada al ser desenvainada.

—Sabéis que no voy armado —oí decir a d’Urbec con voz pausada y tranquila.

—Yo no ensuciaría mi espada con vos, plebeyo monsieur d’Urbec. ¡A él, lacayos!

Los esbirros se situaron en círculo detrás de d’Urbec y a mis espaldas se oyó una aguda risa de mujer.

—Basta ya, monsieur de Vandeuil —dije yo en tono conminatorio, y mientras él se volvía hacia el lugar de donde había salido la voz comencé a descender la ancha escalera, sin que se oyera otro ruido que el sonido sordo de mi bastón percutiendo en las heladas baldosas—. Quiero recuperar el dinero que he comprometido —añadí, deteniéndome ante la espada desnuda y mirándole a él airada. Mi espantoso rostro lívido y los siniestros ropajes negros antiguos le hicieron dudar un instante.

—Madame de Morville, os ruego que no intervengáis en esta disputa. Prefiero que monsieur de Vandeuil sufra las consecuencias de sus actos —dijo d’Urbec con voz calma.

—Ah, menos mal. Pensé que alguien como vos preferiría resguardarse entre las faldas de una mujer —espetó Vandeuil con desprecio.

—No lo necesita, monsieur de Vandeuil —dije yo, tratando de imprimir a mis palabras un tono siniestro y amenazador—. Es uno de los nuestros.

—¿Uno de los vuestros? ¿De esa sociedad de viejas damas? —replicó Vandeuil con una risita que traicionaba su nerviosismo.

—Decidle a Brissac que Astarot siempre se venga. —La punta de la espada de Vandeuil tembló y se abatió ligeramente—. A Astarot le desagrada aguardar vuestra respuesta, monsieur. Debo advertiros que para él la demora es ofensiva.

De Vandeuil envainó la espada y se apartó.

—No voy a ofender a las losas de esta gran casa con vuestra sangre, monsieur d’Urbec… por consideración a los invitados y a esta vieja dama. Ya volveremos a vernos.

Y, con gran aparatosidad, hizo, una florida reverencia al quitarse el sombrero.

—Muy bien, monsieur de Vandeuil, hasta nuestro próximo encuentro; tendré la precaución de llevar espada —replicó d’Urbec, devolviéndole la reverencia, y al volverse se percató de la presencia de los lacayos armados, pero su rostro permaneció impasible.

—Monsieur d’Urbec, ¿son vuestros criados? Despedidlos y acompañadme a casa en mi carruaje. Hay tantos rufianes por las calles que éstas resultan peligrosas para una anciana.

D’Urbec me cogió del brazo con todo formalismo.

—A vuestro servicio, apreciada marquesa. ¿Otra vez volvéis a entrometeros en mi vida? —inquirió, nada más ayudarme a montar, cuando Gilles se acercaba—. ¿Es que no vais a cansaros? ¿Qué pretendéis?

—Desde luego, gratitud no, Florent —respondí, arrellanándome en los almohadones y metiendo las manos en el manguito—. No quería que acecharan a mi deudor camino de su casa.

—No era necesario el crédito. Podríais haber reprimido vuestro sandio deseo de mezclaros en mis asuntos. Ahora no hacéis sino complicar el problema.

—Si hubieseis leído la advertencia que os envié, el problema no se habría planteado.

—Difícilmente. Esta noche no tenía más remedio que acudir a la mansión de Soissons —replicó él con voz distante y dura. Aquel hombre no actuaba como los jugadores profesionales que yo conocía.

—Os llevaría algún otro asunto aparte del juego. Esta noche habéis perdido una fortuna con gesto imperturbable. Si fuese mayor mi interés por vos, seguiría intrigada por saber quién os respalda. Pero de lo que estoy segura es de que no se trata de Astarot.

—Vuestros poderes mentales, igual que vuestra malevolencia, siguen incólumes, madame de Morville. Mis cumplidos.

Ahora estaba segura. Era un nouvelliste que conocía a todo el mundo y lo sabía todo, actuando en la capital de un país en guerra; un hombre rencoroso, una persona que, a poco que le ayudasen, podía infiltrarse en determinados círculos, y que debía de estar vendiendo información a algún gobierno extranjero. Pensé si su familia no habría recibido asilo político a cambio de espionaje. ¿Adónde habrían huido? ¿A Amsterdam? ¿A Londres? Pero ¿por qué consentía que yo lo sospechase? Me dije que debía de estar poniéndome a prueba.

—Es pura lógica, Florent. Astarot es un demonio muy caprichoso para adaptarse a la mayoría de los hombres, y desde luego muy tiránico.

—No más tiránico que el rey que cree ser el sol —respondió d’Urbec en voz baja.

—Dédalo pagó con la vida el acercarse demasiado al sol —repliqué yo.

—Y Perséfone, tentada por seis semillas de granada, fue condenada al infierno.

—Sí, pero fue reina del Hades. Hay quienes piensan que vale la pena adquirir rango social, aunque sea en el infierno.

D’Urbec permaneció en silencio mientras el carruaje entraba en la calle donde él vivía. En el frío interior del coche, yo notaba su cálido aliento; el reducido espacio parecía pleno con su ser y de una especie de potente tensión animal. De pronto sentí celos de la mujer que le esperaba en la cama, y, al darle las buenas noches, no pude por menos de decir:

—¿Os espera arriba esa actriz? ¿O la alquilasteis simplemente con la carroza?

—Geneviève Pasquier —replicó entre dientes—, ¿no se os ha ocurrido pensar que el amor es algo que no se compra?

—Naturalmente, monsieur d’Urbec. El amor tiene muchas motivaciones. La venganza, por ejemplo.

—Y la crueldad, mademoiselle. Esa inocente crueldad que lleva a los gatos a destrozar a los ratones como si fueran juguetes y a los niños a arrancar las patas a los insectos. La necesidad de un monstruo pensante de ver cómo funcionan las cosas.

—¿Y qué sucede si ella sabe cómo funcionan?

Su silencio era brutal; notaba que me miraba en la oscuridad y casi sentía sus pensamientos transformándose de agresivos en comprensivos.

—Y por eso habéis intentado comprarme, ¿no es eso, pequeña Atenea? —replicó en voz baja—. ¿Podréis acaso creer que un hombre puede interesarse por vos por algo que no sea dinero o venganza?

—Dios no me ha hecho muy agraciada, Florent. Tengo la suficiente entereza para no engañarme. Hay que ser racional.

—Sí, claro, racional siempre, ¿verdad? Quizá algún día aprendáis que hay que aceptar el amor como un don gratuito, en lugar de tirarlo como si fuera basura. Hasta entonces, adiós, pequeña adivina.

—Florent, esperad…

Pero ya había bajado el pie del estribo.

—Perded cuidado, madame de Morville, mañana os enviaré recado en cuanto haya liquidado la deuda. Os quedo agradecido.

Se me encogió el corazón, y, allí, en la oscuridad, no sabía si le odiaba o no. Y pensé que quizá le detestaba como sucede con las cosas que no están a nuestro alcance.

Al día siguiente por la tarde llegó un muchacho con una carta de él. Había hecho lo necesario para la transferencia del dinero y se marchaba de París por asuntos que podrían retenerle varios meses.

Ahora pienso que quizá estuve poco amable después de vuestra intervención en la delicada situación de anoche. Con vuestro permiso, pasaré a visitaros cuando regrese, para exponeros mi agradecimiento de un modo más explícito.

La estuve leyendo varias veces. No estaba segura de lo que sentía. Quizá fuese la grippe. Desde luego, el tiempo había sido muy malo últimamente.

Aquella noche escribí en mi diario:

10 de enero de 1677. ¿Me habrá realmente amado d’Urbec en algún momento? Creo que sí. Y ahora que le he encontrado, vuelvo a perderle. Nunca volverá. Y no sólo eso, sino que, al irse, ha hecho que Brissac vuelva a ser rico. Ahora Brissac queda libre de compromiso conmigo y está lleno de odio como un sapo. Todo cuanto he hecho en mi vida es comerciar con el amor por deseos triviales.

Sobre la página cayeron unas lágrimas que corrieron la tinta. De todos modos, ¿qué iba yo a esperar de Florent d’Urbec? La lógica decía que sólo podía acabar mal. La lógica dictaminaba que yo no podía gustarle una vez que me hubiera visto tal como era. Había sido una tonta. Aquello había acabado.