38

—Sácalos y ponlos en la cama, Sylvie. No sé cuál elegir.

Siempre me ha costado decidir qué ponerme cuando voy a salir con alguien que no me gusta. Una mujer desea estar deslumbrante, pero al mismo tiempo detesta ponerse su mejor vestido cuando la compañía no es de su agrado. ¿Qué vestido sacrificaría a aquella velada con Brissac? Examiné la montaña de seda y terciopelo bordado de encima del lecho y pensé que eran todos demasiado bonitos para aquel grotesco Brissac, fuese o no duque.

—Madame, alguien llama. Será Brissac, que llega ansioso antes de la hora.

—Ansioso por verme en el vestidor, querrás decir. Que baje Mustafá a abrir y le haga esperar. Que no suba hasta que no me hayas maquillado.

—Muy bien —dijo Sylvie, recogiéndome el pelo con una ancha cinta azul de satén y comenzando a aplicarme la crema blanca que me confería aquella increíble palidez cadavérica. Pero apenas había acabado de extenderla, cuando la puerta del dormitorio se abrió de golpe.

—Madame, os juro que no ha querido esperar —exclamó Mustafá, al tiempo que yo me volvía enfadada, dispuesta a encararme con Brissac. Pero no era a Brissac a quien vi en el quicio, sino al capitán Desgrez acompañado de dos ayudantes con el uniforme azul de la policía.

Desgrez, con su rostro afilado sin afeitar, hizo una reverencia y se quitó el sombrero de plumas. A Dios gracias que mi rostro es irreconocible, pensé.

—Madame de Morville, soy el capitán Desgrez, de la policía —dijo.

Mientras mi cerebro pensaba a toda velocidad una serie de motivos que le hubieran impulsado a irrumpir de aquel modo, oí que mi voz decía:

—Monsieur Desgrez, perdonad mi deshabillé y hacedme el honor de tomar asiento en ese sillón.

Mientras se sentaba, sus ayudantes se situaron a ambos lados del sillón que había detrás del biombo que separaba mi ruelle. Su actitud era la de un magistrado que me consideraba culpable sin que yo hubiera abierto la boca.

—¡Fuego infernal y condenación! —chilló el loro, haciendo que Desgrez mirase hacia la pértiga, desde la que el pájaro clavó en él sus ojillos. Mientras sus agentes carraspeaban con sorna, Desgrez me dirigió una mirada llena de sospecha.

—Curioso vocabulario para un pájaro.

—Era de otra persona, que le enseñó a hablar. Estoy pensando en ponerle un maestro que le enseñe mejores modales —repliqué yo.

—Madame, he venido a haceros unas preguntas —añadió él, mientras uno de los agentes sacaba un cuadernillo.

—Contestaré encantada a cuanto pueda saber —respondí, asintiendo condescendiente con la cabeza.

—Tenéis el espejo del tocador tapado con muselina, madame de Morville. ¿Cómo es que ocultáis el principal objeto de placer femenino?

—Monsieur, tengo el desdichado don de ver reflejadas imágenes del futuro. Mi propio futuro es una calavera, y no deseo verlo.

—Supongo que sabréis que se dice de los que se venden al diablo que no se reflejan en los espejos. Con vuestro permiso, madame. —Asentí levemente con la cabeza y uno de los agentes separó la muselina, mientras yo apartaba la vista del espejo, tapándome los ojos con las manos.

—Os reflejáis perfectamente, madame —dijo él con tono de ligero desahogo—, ¿por qué os tapáis los ojos? ¿Qué es lo que veis?

—Sangre, capitán Desgrez, sangre. Un río de sangre que cruza el espejo.

—¿Sangre de quién? —inquirió él, puntilloso.

—No lo sé, pero es un mal presagio. A veces la veo regando las losas de la plaza Royale. Sangre y más sangre, como de toda Francia —respondí, con la mirada apartada del espejo.

—De sangre he venido a hablar yo, madame de Morville —añadió con voz sosegada—. Decidme, ¿conocíais a monsieur Geniers, el magistrado?

—¿Monsieur Geniers? —repetí, alzando la vista sobresaltada—. Sí, le conozco. ¿Por qué decís si le «conocía»?

—Ha muerto, madame… asesinado. Y entre sus papeles se ha encontrado vuestro nombre y un recibo. Veo que os tiemblan las manos… Decidme, ¿qué sabéis de ese crimen?

—Debe de haber sido el caballero de Saint Laurent… ¡Oh, Dios mío, qué vengativo!

—¿El caballero de Saint Laurent? ¿Cómo es que conocéis a estos hombres, madame? ¿Les habéis leído la fortuna?

Su tono era complaciente, pero bajo su amabilidad se adivinaba algo siniestro. Estás demasiado implicada, Geneviève; habrá que decir la verdad. O al menos parte de ella.

—Monsieur Desgrez, yo era socia oficiosa de monsieur Geniers; le presté dinero para que adquiriese las deudas de juego del caballero de Saint Laurent y pudiera enviarle a la cárcel. Monsieur Geniers quería vengarse porque había seducido a su esposa; mientras que a mí el caballero de Saint Laurent me había estafado en una inversión. Ayudando a monsieur Geniers, me vengaba secretamente, sin tacha para mi reputación. —Los dos agentes se miraron, como si mi declaración fuese importante, y yo me sentí angustiada—. Decidme, monsieur Desgrez, ¿habéis detenido al caballero de Saint Laurent? —inquirí.

Sentía escalofríos. O estaba en libertad y debía rogar al cielo que nunca llegara a relacionarme con monsieur Geniers, o lo tendrían en la cárcel, sometido a interrogatorio, en cuyo caso debía rogar al cielo que no me relacionase con su sobrina desaparecida. Me detendrán y me interrogarán. Las palabras de La Dodée resonaban en mi cabeza: «No podrías soportar el interrogatorio de la policía. No eres capaz de aguantar el daño que te hace el corsé…».

—Desgraciadamente… se nos ha escapado… —contestó Desgrez.

—¿Y sabe…? —pregunté con un hilo de voz.

—… ¿que sois la otra persona de quien debe vengarse? Posiblemente no. El papel estaba en el despacho de monsieur Geniers, dentro de un cofre, y Saint Laurent lo mató a bastonazos en la calle, delante de su casa. Los sirvientes del magistrado dieron la alarma y le persiguieron a gritos durante un rato hasta que logró escapar.

Yo me llevé la mano al corazón.

—Entonces, monsieur Desgrez, tal vez la sangre no sea la mía… al menos de momento.

Desgrez me miró con gesto indulgente.

—En ese caso no tendréis inconveniente en acompañarme para hacer una declaración ante un notario de la policía.

Peligro, gritó mi mente. Una vez allí pueden interrogarte a la fuerza.

—Monsieur, no estoy vestida.

—Pues vestíos. Esperaré.

—Pero, monsieur, esta tarde tengo un compromiso.

—En bien de la paz del reino de su majestad, espero que no dudaréis en colaborar en el esclarecimiento de un crimen. Sólo será un momento; además, llegar un poco tarde es elegante —dijo, arrellanándose cómodamente en el sillón, como si fuese suyo. Hazle perder tiempo, sugería mi cerebro. Retrásale hasta que llegue Brissac. Eso, al menos, complicará el asunto.

—¿Os apetece un refrigerio mientras me visto?

—Me basta con esperaros, madame.

Horrendo jansenista; el deber antes que nada. Yo inicié una prolongada conversación con Sylvie a propósito de mi toilette. El cabello: ¡qué complicación! ¿Me ponía peinetas con diamantes, o lo aderezaba con perlas diseminadas a guisa de estrellas? Las manos: ¿me ponía pulseras o bastaría con las sortijas? Observé cómo miraba aburrido la habitación, fijándose en el alto biombo tallado y pintado junto al armoire, el pequeño escritorio en la ruelle y la estantería con libros clásicos edificantes. Sylvie, mirando de reojo a los dos agentes, que también comenzaban a curiosear, inició el inventario de mi estuche de mouches.

—Las que tienen forma de luna creciente ya no están tan de moda desde que las lució madame de Ludres; yo os aconsejaría éstas en forma de mariposa, madame.

—Es invierno; no me parecen adecuadas las mariposas.

Se me había roto un lazo del corsé y hubo que cambiarlo; no aparecían mis medias de seda verde, y una vez detrás del biombo volvimos a cambiar varias veces el orden de las enaguas y pusimos otros lazos a los zapatos. De vez en cuando escrutaba hacia el sillón que se veía por la rendija del biombo y comprobaba que Desgrez continuaba sentado como una estatua, aunque el cogote se le veía rojo. Sus hombres examinaban los muebles y miraban por la ventana.

—La de tafetán gris, Sylvie.

—Oh, madame, ¿con la enagua lila? Una de satén azul haría un mejor contraste.

—Está arrugada de la última vez que me la puse. Qué poco cuidado tienes, Sylvie.

—Oh, madame, sí, sí, poneos ésa. Ya veréis, la plancho en un periquete —replicaba Sylvie, asumiendo el papel de doncella descuidada.

—Dile que se ponga el maldito tafetán gris —se oyó gruñir detrás del biombo.

—Duval, no te excedas —se oyó decir a Desgrez, irritado.

—Capitán, ha parado una carroza delante de la casa.

Detrás del biombo, Sylvie y yo nos miramos.

—Bueno, sí, me pondré la de satén azul. Las arrugas no se notan tanto como yo creía —dije.

—Huy sí, madame. ¿No os decía yo que quedaría divina? —añadió Sylvie en un tono adulador digno del teatro. A mí me costaba guardar la compostura sin reírme, pero Desgrez no habría dejado de sospechar de haber escuchado risas detrás del biombo.

—¿Quién es, Duval? —inquirió enérgica la voz de Desgrez.

—No tiene escudo. Es gente muy bien vestida, pero con antifaz.

En ese momento salí de detrás del biombo.

—Son mis acompañantes al teatro, caballeros. ¿Qué os parece el satén azul? ¿Le agradará a monsieur el duque?

Desgrez mantenía el rostro inexpresivo, como de hierro, pero los dos agentes se miraron en signo de connivencia.

Desgrez se puso en pie nada más entrar Brissac y le dirigió una profunda reverencia, quitándose el sombrero cuando le presenté al duque. Brissac, hombre experto en eludir a corchetes y recaudadores de impuestos, se percató inmediatamente de la situación. Se quitó despacio su antifaz de terciopelo ante los seres inferiores que tenía ante sí; su rostro era frío y altivo al manifestar a Desgrez que sería imperdonable estropear el curso de una velada organizada por el duque de Nevers en persona. Fue muy astuto introduciendo como si nada el nombre del poderoso Nevers, añadiendo que, dado su acendrado amor a la justicia, sugería que enviase un notario a la casa más tarde, cuando a mí me viniera bien. Una maligna media sonrisa cruzó su rostro al ver que Desgrez le hacía una reverencia y salía del cuarto andando hacia atrás. Luego se volvió hacia mí y me obsequió con una reverencia y una floritura del sombrero, como diciendo ya veis las ventajas de una alianza, madame. Pero a mí no me gustó la expresión de rabia contenida de la cara de Desgrez; aquel hombre odiaba a los grandes, su dinero y su inmunidad, y aguardaría a encontrarme sola y sin protección. Era él, nada menos, quien había seguido a madame de Brinvilliers por toda Europa, el que había sabido arrancarle una confesión en la que ni su título de nobleza le había servido de nada. Y Brissac no lo ignoraba. Me veía ahora tan impelida a aliarme con Brissac como él precisado de recobrar el favor de Nevers.