—Madame, no seáis tonta y dejad de mirar por la ventana. Sabéis muy bien que no va a volver. Una vez que se lo han pasado bien, los hombres siempre desaparecen.
Afuera, el blanco manto de nieve tapaba los empinados tejados de pizarra de la ciudad, cubría el barro helado de la calle Charlot y transformaba todo lo inanimado en curiosas formas de un brillante albor.
—Me gusta mirar la nieve. No sé si sabrás que hay gente a quien le resulta poético.
Era el día de fin de año. Al siguiente estaríamos en 1677.
—Poético, ¡bah! Lo que le pasa a ése es que teme perder la protección de la duquesa. Los hombres no miran más que su conveniencia; él será muy galante, pero sabe arrimarse al buen árbol.
—¡Los hombres eso, los hombres aquello…! ¿Quién te hizo filósofa de los hombres?
—Los hombres, madame. Y os digo que cuando uno desaparece hay que hacer igual que ellos y echarse otro amante. Brissac, por ejemplo. Yo creo que un noble es mejor que un escritorzuelo, aunque ése tenga unas pantorrillas de sueño.
Me volví enfurecida.
—¡Sylvie! ¿Quién te paga? ¿Brissac o La Voisin?
—Ah, los dos —replicó ella sin inmutarse—. Pero yo os soy leal, para que lo sepáis. En mi opinión, debíais aceptar a Brissac, pasarlo bien y olvidar todo lo demás.
—Creí que Brissac estaba ofendido.
—Oh, lo estaba, pero ahora intenta recobrar el favor de Nevers y necesita que le vean en los sitios de moda. Tiene que lucir su figura, decir algunos bon mots, hacer algún favor…
—Todo lo cual requiere dinero. Y si yo le compro nuevo vestuario, contrato a un poeta y pago sus deudas de juego, él me acompañará a lugares a los que no me gusta ir y tratar con gente que detesto. No es un buen negocio, Sylvie.
—Pero… ser duquesa… Tendríais un gran título, aunque él esté arruinado.
—No te engañes, Sylvie. Mientras tenga la esperanza de sacar algún céntimo a la familia de la duquesa, ella seguirá con vida. Y cuando esté libre, yo no le serviría más que para proporcionarle el dinero para cazar a otra con título.
—Pues Madame dice que empieza a ceder y que le ha confesado que estaría dispuesto a casarse en secreto.
—¿Y de qué me serviría una boda secreta? Eso está bien para las tontas que quieran creer que no han sido seducidas. Lo que yo necesito es la protección de un matrimonio legal… y el título, por dudoso que sea. Él debe de creer que soy tonta.
—Decidle al menos que os lo pensaréis, así no tendré que mentir a Madame —replicó ella muy seria.
—Bien, ya me lo he pensado. Ya está. A ver, ¿quién está invitado a la fiesta de fin de año de La Voisin? ¿Brissac?
—Claro; Madame ha contratado a los mejores violines. Y habrá perdices y cochinillo, cordero y jamón.
—Y habiendo perdices, la velada será el no va más, ¿verdad?
—Es lo que le dije a Madame, y ella me contestó que era una puta codiciosa y que le sorprendía que no os lo hubiera robado todo. Y me dijo también que os pusieseis el vestido negro antiguo con el corpiño de cuentas de azabache, porque podéis conseguir clientes importantes. Vienen el marqués de Cessac y sus amistades, y un obispo italiano de paso por París. Madame dice que tenéis que hacer amistades extranjeras si queréis prosperar.
Estaba bien avanzada la tarde cuando llegué. A través de las ventanas heladas brillaban las luces, y se oían risas y rumores de conversación cada vez que se abría la puerta de la calle nevada. Me abrí paso entre los carruajes, detrás de una actriz con antifaz y su último acompañante de fortuna, y nada más entrar en el negro vestíbulo nos llegó el sonido de risas y violines.
—Ah, la sin par y encantadora madame de Morville, por quien no pasan los siglos… —dijo Brissac abriéndose paso entre los invitados para saludarme.
Qué ofensivo; pero con La Voisin y Vandeuil —el factótum de Brissac— pendientes de la escena, me limité a sonreír veladamente. Brissac me obsequió con una exagerada reverencia y vi que lucía un sombrero nuevo, aunque la misma capa de terciopelo con los entorchados desgastados y puntos chamuscados por acercarse demasiado al fuego en alguno de sus experimentos de satanismo.
—Monsieur de Brissac, qué delicia Volver a veros —dije yo, quitándome el antifaz.
—¡Ah, es asombroso! Vuestras facciones son más radiantes que nunca, apreciada marquesa —exclamó él, echándose hacia atrás como si realmente le deslumbrara; le obsequié con una conspicua sonrisa, pensando en cuánto duraría aquello.
—Mi querida amiga —terció La Voisin con falso tono amable—, el señor duque ha ideado una agradable velada para deleite de las dos.
Las dos. Maldita sea; La Voisin había aceptado por las dos.
—Bah, es una bagatela, pero la pongo a vuestros pies, graciosa dama.
Continúa Brissac, sapo, pensé, ladeando la cabeza y dándome en la mejilla con el abanico cerrado para indicar mi interés. La Voisin sonrió maravillada.
—El duque de Nevers me ha confiado una encomienda. Una encomienda deliciosa. Se ha unido a la duquesa de Bouillon para encargar palcos para la representación de la genial obra de monsieur Pradon Phèdre et Hippolyte, y desea, como muestra de su favor, distribuir los asientos entre los entendidos capaces de apreciar esa obra de arte.
Otra treta de los Mancini. Esta vez por mediación de Brissac. ¡Un buen plan para recuperar el favor de Nevers! La duquesa de Bouillon había comprado todos los palcos del teatro para hundir el estreno de Racine y ahora quería enaltecer a su protegido Pradon con la concurrencia de una claque escogida por Nevers. Inescrutables son los caminos del arte. Por un instante, el recuerdo de Lamotte, antaño tan delgado e idealista, me vino a la cabeza; pero luego pensé en Racine. ¿Qué habría hecho para ofender a los Mancini, que querían destruir su obra maestra con la misma indiferencia con que se aplasta una mosca?
—No estaréis proponiendo que una viuda de acendrada reputación asista al teatro…
—Sí; disfrazada, con antifaz y un grupo de damas y nobles caballeros. Será una travesura asistir al triunfo de Pradon. Al fin y al cabo los espíritus elevados refuerzan sus afinidades en presencia del sublime arte. Dadme esperanzas, marquesa, de que procurando vuestro deleite pueda alcanzar vuestro favor.
Abrí un poco el abanico y lo moví lánguidamente para indicar «quizá».
—Madame Montvoisin ha dado su consentimiento para ir de pareja con mi querido amigo el vizconde de Cousserans.
El último amante de La Voisin. Maldición; no habrá escapatoria.
—En tal caso, ¿cómo podría negarme a tan deliciosa velada?
Los ojos de La Voisin lanzaron un destello. Lamotte y d’Urbec habían perdido y sus planes tenían campo libre.
—Decidme, madame —pregunté como de pasada—, ¿por qué apoyáis a Pradon, cuando la opinión general es favorable a Racine y su protectora es madame de Montespan?
Su rostro se ensombreció de odio.
—En eso estoy de parte de los Mancini. Racine envenenó por envidia a su amante, la actriz du Parc, que había sido amiga mía desde la niñez. Sus hijos se crían en la mansión de Soissons, donde los visito a veces, y gracias a la generosidad de la condesa no les falta de nada. Los Mancini no olvidan, y yo tampoco.
Se alejó para ver cómo iba el baile, que acababa de iniciarse, y cuando, ante el gran tapiz de la Magdalena arrepentida, me volvía a mirar los airosos movimientos de los bailarines, Brissac, a mi espalda, me dijo en voz baja al oído:
—Vos no bailáis, ¿verdad, madame?
—No, monsieur, es una decisión crónica.
—Bien, en ese caso, lo que pierde Terpsícore lo gano yo. Os ofreceré un delicioso dulce y hablaremos de filosofía, que, según tengo entendido, os es un tema dilecto.
El tono confidencial e íntimo me disgustaba; la vieja bruja le había instruido en el mejor modo de abordarme, pensé. Le había asegurado que acabaría por convencerme. Las risas y la música me aturdían cuando me ofreció asiento en un canapé de los llamados confidente, al tiempo que enviaba a monsieur de Vandeuil a la mesa de refrigerios.
La dama enmascarada que tenía a mis espaldas reía contando un lance amoroso; un caballero con un lunar falso en forma de estrella reía con ella. Brissac callaba, pero ponía los ojos en blanco escuchando la conversación. Cuán repulsivo me resultaba tenerle allí tan cerca, sentado en el canapé.
—¿No os encontráis bien, apreciada marquesa?
—Ah, es un leve desfallecimiento por el calor que hace. Estamos muy cerca del fuego. Decidme, ¿qué tal van últimamente vuestras investigaciones en… ciencias ocultas?
—Por una asombrosa coincidencia, el viejo alquimista conde de Bachimont me ha revelado un método totalmente novedoso para invocar al demonio Nebiros, revelador de tesoros ocultos.
—¿Nebiros? Bueno, ése sólo tiene rango de mariscal de campo. Deberíais tratar con espíritus infernales de mayor relieve. Astarot, por ejemplo, que tiene grado de gran duque y manda sobre Nebiros…
Proseguimos de esa guisa hasta que el exceso de vino que había bebido le hizo ausentarse temporalmente. Nada más levantarse, salí presurosa recogiéndome la cola del vestido y con Gilles detrás. Mustafá y Sylvie habían traído el carruaje ante la puerta cual si hubiesen leído mi pensamiento. Dentro de la casa, el ruido de botellas y los cantos desafinados daban a entender que la fiesta batía su pleno; afuera, en la noche, volvía a nevar. Sylvie, al sentarme dentro del coche, sacudió los copos que habían caído sobre mi capa.
—¿Qué sucede, madame?
—Brissac… creo que va a declararse, y no me atrevo a rechazarle.
—Pero, madame, pensad en las ventajas. Además, hay centenares de personas peor que Brissac.