—Ajá, apreciada marquesa, pasad, pasad… Quiero que conozcáis a una persona.
La voz de la reina de las brujas provenía del sillón de brocado. Nanon, con delantal y cofia nuevos me hizo entrar en el gabinete negro de Madame. Las cortinas descorridas dejaban pasar el débil sol por los cristales, proyectando pequeños rectángulos luminosos en las fantasiosas gárgolas de la oscura alfombra carmesí. Los angelillos y querubines de porcelana del aparador, recién desempolvados, contemplaban la escena con sus ojillos pintados. Dos magníficos sillones de brocado con flecos dorados estaban colocados frente a la mesa dorada en la que Madame leía las cartas, y al otro lado se hallaba su sillón negro tallado. El agobiante olor a incienso ahogaba el aroma dulzón de la cera de abejas de los nunca apagados candelabros ante la estatua de la Virgen, en un rincón. Dos hombres larguiruchos con peluca rubia y caras ropas provincianas ocupaban los sillones, con las piernas cruzadas y sendas copas de vino en la mano. Qué rústicos, pensé; suecos, tal vez, o ingleses. Seguro que acaban de desembarcar.
—Milord el duque de Buckingham y milord Rochester, permitidme que os presente a la marquesa de Morville.
La extraña pareja se puso en pie y me saludó con una reverencia.
—¿Así que vos sois la inmortal marquesa? En mi último viaje supe de vuestra fama, madame, y es un placer conoceros. Mis cumplidos por lo bien que os conserváis. —Mientras la cabeza del duque de Buckingham se alzaba de mi mano, escrutó mi rostro con sus azules ojos de disoluto.
No pude determinar su edad; su rostro era el de un hombre prematuramente envejecido, de un blanco fantasmal, arrugado y con un bigote tan fino que parecía un trazo de carbón. Su compañero sacó un monóculo con el que examinó mi piel. Yo tuve la prevención de mantenerme muy seria, sin mover un solo músculo facial, durante el curioso examen del inquisitivo ojo azul, enormemente ampliado al extremo del mango. Madame contemplaba la escena sonriendo maternalmente.
—¡Extraordinario! ¡Extraordinario! —exclamó, girando en torno a mi persona para examinarme mejor—. Lástima que el abate alquimista se llevara a la tumba el secreto de la poción. Podríais haberlo obtenido en vuestro laboratorio químico, milord.
Milord, que había vuelto a sentarse en el sillón, asintió pensativo con la cabeza.
—Milord es un alquimista en pos de la fama —terció La Voisin, tan contenta como el gato que se frotaba contra sus tobillos—, y es protector y mecenas de los más distinguidos alquimistas y herboristas de Europa.
—Entre los que se cuenta madame Montvoisin —añadió en tono adulador el acompañante del duque, inclinando levemente la cintura en dirección a la bruja.
—Bien, debemos marcharnos —dijo el duque, levantándose, al tiempo que Nanon se apresuraba a tenderle la gruesa capa y el bastón—. Y vos, madame, considerad mi propuesta.
Dicho lo cual miró el gabinete negro con gesto admirativo y ojos de entendido, mientras madame Montvoisin se ponía en pie con un frufrú de sedas.
—Ya la he considerado y no podría rehusar tan excelsa y generosa oferta de patronazgo —dijo—. Sin embargo, primero he de concluir aquí unos negocios. —Los dos hombres intercambiaron una mirada—. Más adelante; siempre he anhelado un saludable viaje por mar para cambiar de clima. Será un placer establecerme en Inglaterra bajo vuestro mecenazgo.
El duque se volvió hacia mí con gesto de cortés interés.
—Y vos, madame de Morville, sois una curiosidad sin par. Si algún día viajáis a Inglaterra, contad con mi favor y protección.
Di las gracias al duque con mis mejores modales cortesanos, mientras él salía del gabinete derrochando cumplidos. Al fin y al cabo lo hacía con buena voluntad. Los extranjeros no acaban de entender por qué nos atrae tan poco una isla llena de niebla, aislada de la civilización y con una corte provinciana, a nosotros los parisinos, súbditos de la monarquía más culta y poderosa del mundo. La verdad es que los ingleses no saben bien cómo se hacen las cosas y están muy atrasados en vestidos y en modales. Además, entre aquellos turbulentos regicidas se vive con poca tranquilidad pensando que puede suceder cualquier cosa. Pero en eso que una idea se abrió paso en mi mente: qué lugar tan deliciosamente perverso para ocultar el oro a Colbert, el ministro de finanzas más codicioso del rey. Una isla deplorable en la que ni el pan era decente… Muy propio del sentido del humor de mi padre. Sí, había cierta lógica. Cortezia et Benson, banqueros de Londres. Cuando mi padre estaba a las puertas de la muerte, la abuela había decidido comunicármelo, no cabía duda. Pero había sido ella la primera en morir. ¿Quedaría algo de ese tesoro? Seguro que habría sido confiscado o malversado. Menuda chanza. El destino siempre nos juega esas pasadas.
—Bien, hasta el próximo viaje —dijo La Voisin desde la puerta—. Ven a mi despacho, marquesa, tengo que preguntarte una cosa a solas. Vamos a ver, ¿cómo es que conquistaste a Lamotte en vez de a d’Urbec? ¿Has estado viéndote con alguien más a escondidas?
—No, madame. A d’Urbec sólo le vi la semana pasada. Fue él quien detuvo su carruaje y se acercó a hablarme.
Noté que me escrutaba, tratando de descubrir si el hechizo había dado resultado.
—Y supongo que no le habrás pedido el secreto para ganar a las cartas.
—No, madame, él se jactó de ello inmediatamente y dijo que era una fórmula matemática. Añadió que sólo seis hombres en Europa la entenderían y que a ellos las cartas no les interesan.
La Voisin pareció tranquilizare como si sus poderes sobrenaturales siguieran actuando con igual fuerza. Pero, a continuación, frunció el entrecejo.
—Matemática… maldita sea. Entonces no podremos desentrañarla. Lo sabía; ese hombre nunca me ha inspirado confianza. Bueno, da igual; le diré a mi cliente que tiene un pacto con el diablo y le venderé una misa negra.
Mientras cerraba la puerta del gabinete negro, se volvió y miró con suspicacia mi grueso vestido de terciopelo con adornos de satén, mis nuevos zapatos y el nuevo anillo de zafiro que lucía, junto a la gruesa sortija de oro, en la mano derecha.
—¿Han descendido tus ingresos con esa escandalosa historia de amor que estás viviendo? —inquirió como una ama de casa que mira un pollo gordo en el mercado; me quitó de la mano el libro de cuentas y se detuvo bajo el tapiz de la Magdalena arrepentida a examinarlo—. Un vestido nuevo para la corte, guantes nuevos, una capa de terciopelo… y sombrero de plumas a juego, y bastante caro. Espero que sean negras.
—Mis ingresos son mayores que nunca, por si os preocupa vuestra parte. Además, tengo que mantener las apariencias ante la clase de gente que me consulta. Nadie da crédito a una adivina con aspecto de pobre; les parecería que soy incapaz de prever mi propia fortuna.
—Me preocupa algo más que eso, querida —replicó, dirigiendo una rápida mirada al salón de detrás del gabinete, donde estaba Antoine Montvoisin sentado a la mesa con su batín, manipulando un collar con unas pinzas y unas tenacillas para quitarle las piedras preciosas. Se oyó un clic al caer un diamante en una cajita metálica; a su lado estaba el hijo gordinflón, comiendo un bollo, y la hija, Marie-Marguerite, a todas luces embarazada, se hallaba sentada haciendo punto, con los pies apoyados en un escabel. No había querido casarse con el mago; así se hacían las cosas en aquella casa.
—No me eches el aliento —dijo Montvoisin al niño, que daba otro mordisco al bollo.
—Y ahora —dijo La Voisin cerrando la puerta— vamos a lo importante.
No me gustó su expresión cuando se sentó y me señaló el escabel.
—La duquesa de Bouillon ha venido a verme —dijo.
—¿Ah, sí? ¿Y qué quería, saber su fortuna o un filtro de amor para el rey?
—No seas impertinente. Quiere veneno para una rival; la misteriosa musa de la última obra del caballero de La Motte. Y va a acudir a ti para que la ayudes a descubrirla. Esta vez, querida, estás en un atolladero mayor que cuando insultaste al duque de Brissac en su propia casa.
—¿Insultarle? Lo que hice fue decir la verdad, y además cortésmente.
—Pareces tonta. Para Brissac es un insulto oír la verdad sobre su situación de labios de una mujer. Me costó lo mío impedirle que te asesinase por ello. Y ahora te jactas por todo París de ser amante de uno de los jóvenes juguetes de la duquesa. Te advierto que no deberías desafiar a una enemiga tan poderosa —dijo, poniéndose en pie de pronto y mirándome fijamente—. Es capaz de matarte con la misma indiferencia con que aplasta a un insecto. Marquesa, recuerda que por mucho que te codees con el gran mundo, tú en él no eres nada y que incluso nadie avisaría a la policía si un buen día desaparecieses.
Notaba los latidos batiendo en mis sienes.
—Es mío y no pienso cedérselo a esa vaca pretenciosa.
—Escúchame por una vez —replicó, volviéndose a sentar y mirándome con tal intensidad que parecía que sus negros ojos leyeran mis pensamientos—. Tienes que dejarle inmediatamente. Y cuando ella vaya a tu casa le das la descripción de mademoiselle de Thianges. Ella sabe que la Thianges dirige su ambición al trono, y supondrá que se trata únicamente de un amor platónico, ya que en un hombre de su posición es aceptable cierta actitud galante hacia las damas; así te salvarás y le salvarás a él. Y si tu persona te trae sin cuidado, piensa al menos en la carrera de él y en la conservación de esas famosas pantorrillas de las que tan devota pareces.
—Lo pensaré.
¿Devolver André a la duquesa siendo yo su musa? Lo que sucedía era que La Voisin estaba celosa al verme convertida en una beldad famosa.
—Lo pensarás, ¿eh? ¡Jesús, eres más tonta que esa idiota de hijastra que tengo! ¡Te digo que lo dejes! ¡No estoy dispuesta a que mi inversión se vaya al garete por una ridícula historia de amor! —Volvió a levantarse y fue al armario en que guardaba bajo llave los libros de cuentas—. Ahora tus cuentas… y deja ya de mirarme así. Tú no puedes superar en maquinaciones a un Mancini; igual que le sucede al milord inglés.
—Ah, ¿el duque maquina algo?
Debió tomar mi curiosidad como prueba de que aceptaba su imposición, pues no volvió a insistir. Estupendo; André seguiría siendo mío.
—Oh, no para de maquinar. Desde que perdió el favor del rey inglés, no cesa de urdir tramas contra Francia por doquier. Revolotea por toda Europa intentando recuperar el poder perdido —añadió, volviéndose y agitando los dedos como si fueran alas de pájaro; su sentido del humor no era común, precisamente—. Y pasa de vez en cuando a encargarme una misa negra; esta mañana le he echado las cartas y le he vaticinado que acabará en prisión si no se anda con cuidado. Ah, pero a los duques les ocurre como a las muchachas y hacen poco caso de los buenos consejos —espetó, cogiendo el libro de la P, sentándose y lanzando un suspiro—. Pero le tengo contento porque es la garantía de mi retiro si las cosas se ponen feas aquí. Aunque tendrían que ponerse muy mal para que me animase a ir a vivir a un país tan húmedo y atrasado como Inglaterra.
Echamos cuentas y, al marcharme, adopté la inquebrantable decisión de no ceder en lo de Lamotte. Me había costado mucho conseguirlo, sacrificando mi honor en varios niveles, y lo conservaría al menos hasta que se enterase que d’Urbec había abandonado París. Cuanto más lo pensaba, más razonable me parecía; el pulso se me aceleraba y quería conservarlo años. No veía motivo para cortar en aquel momento. Desafiaría al mundo con mi pasión. Era, en definitiva, lo que habría hecho Teodora. A saber si por mis venas no corría algo de sangre de la histórica emperatriz…
—¿Otra vez el antifaz, madame? ¿No os cansáis de desafiar al destino? He visto en las cartas que se os interpone la reina de espadas. Dejad esa loca pasión. Un hombre que hace el amor a ancianas por dinero no es el amante adecuado para vos.
—¿Otra vez has echado las cartas, Sylvie? Creí que eso era mi especialidad. ¿O es que Madame te paga para que cada dos semanas me presiones? Mi bastón. ¿Has pedido el carruaje o se lo digo a Gilles?
Mi toilette era esplendorosa. Seda color ámbar recogida para que se vieran las enaguas de tafetán marrón oscuro cuyo plisado producía un tornasol de oro viejo, y un sombrero de ala ancha estilo caballeresco con una rica cinta verde y un penacho de plumas marrones. Muy distinta de la marquesa de Morville, con su anticuado vestido de brocado negro y sombrerito con velo. Ahora, el espejo no devolvía ni mucho menos aquella imagen hierática y dominante de la senecta dama; a pesar del colorete en el rostro, la mujer con antifaz del espejo era joven, elegante, rica y disoluta. Me gustaba.
—Al menos dejad que Mustafá os siga a cierta distancia. Si os asesinan, Madame no nos lo perdonaría.
—¿Asesinarme? ¡Bah! ¿Quién va a asesinar a una mujer en la calle? Las reinas de espadas actúan de un modo mucho más sutil. Además, si muero, ¿qué puede importarme Madame?
—Pues al menos haced que alguien pruebe la comida en vuestra cita. Las mujeres poderosas tienen amigos en todas partes; sobre todo en las cocinas.
—Lo pensaré. ¿Y el carruaje?
Sylvie lanzó un suspiro.
—Está a la puerta, madame.
Sus advertencias fueron un acicate más a mis ansias de aventura; sentía una especie de comezón y el latir de las venas en las sienes, y ni la enrevesada causa de la situación, la locura o el peligro me importaban. Un momento de placer esporádico con el hombre más atractivo de París me hacía creerme la mujer más bella del mundo. Era un sentimiento inenarrable y el resto me tenía sin cuidado.
Mi carruaje traqueteaba dejando atrás las tenues farolas del Marais para internarse por el laberinto de callejas sin iluminación del barrio de la iglesia de la Merci, nido de tugurios nocturnos y elegantes burdeles. Allí, los miembros de la sociedad filantrópica de la reina de las tinieblas hacían negocio sin trabas, pero también los anónimos asociados de grandes financieros y nobles dirigían con suma discreción establecimientos que daban pingües beneficios. Lamotte, que poco conocía de aquel mundo, había dispuesto nuestro encuentro en un reservado del primer piso del lujoso establecimiento de mademoiselle la Boissiére, en el cruce de la calle Braque y la calle del Chaume. Allí, en lo que la policía tan burdamente denominaba un lieu de débauche, señoritos, comerciantes y funcionarios de provincias, además de los vástagos de la aristocracia arruinada, acudían en busca de música, mujeres y timbas de cartas a cualquier hora del día o de la noche. Y entre todas aquellas mujeres hermosas y misteriosas, yo me consideraba la más hermosa y misteriosa de todas. Era una auténtica borrachera.
—Amor mío —musitó el hombre del antifaz de seda al ayudarme a bajar y despedir el carruaje, sin quitar la mano de la empuñadura de la espada.
La voz de Lamotte sonaba suave en la oscuridad, y el tacto rudo de su capa de lana, el inconfundible aroma de su persona, hicieron que mi pulso se acelerara. La luz de miles de velas columbradas por entre los postigos de aquel edificio nos guiaron hasta la entrada secreta, y las voces de los clientes ahogaron nuestros pasos en el callejón trasero de la calle del Chaume. Música prohibida, encubierta por la negrura de la noche de invierno. Aún hoy me quema el recuerdo de aquella noche. El deseo carnal prevalecía completamente sobre la devoción sentimental de la Carte de Tendre, el anticuado mapa de las fases del amor galante que tan popular había sido en los salones; y André Lamotte era el sumo sacerdote del placer carnal. Nunca osé preguntarle a cuántas mujeres había llevado a aquel reservado; me daba igual. Vivía el instante plenamente para mí sola.
—¿Un poco de vino? —musitó, señalando el jarro que había en una mesita redonda junto al lecho.
—Esta noche no quiero más que una clase de vino —susurré yo.
—El vino de Venus —añadió él, y con su voz dulce y empalagosa comenzó a recitar los famosos versos que había dedicado a mis pechos, al tiempo que echaba mano a las presillas del vestido y hundía su rostro en mi seno, apartando con su mano las enaguas para acariciar la blanca carne. Su manera de hacer el amor era morosa, refinada, cual si fuese tocando cada uno de los nervios de mi cuerpo. Y yo, al fin, me sentía hermosa; tan hermosa que hasta me parecía irrazonable. Las cartas, los versos, los meses de adoración bajo la ventana, parecían ahora totalmente míos. No había perdido mi tesoro y mi sueño se había hecho realidad. Ahora era yo la adorada de la ventana. Me parecía de justicia.
—Oh, maldición, he tirado el jarro —exclamó después de estirar el brazo perezosamente para coger el vaso. ¿Era mi imaginación o se trataba realmente de algo que me molestaba de él cuando se había saciado sexualmente? Volvió a girarse hacia mí—. Bah, da igual; esta noche sólo beberé de tus labios.
Me cubrió de besos la cara, el cuello y las orejas. ¿Qué tendrá la oreja de la mujer que tan íntimamente vinculada está al resto del cuerpo? Su hálito suave y cálido estremecía mi piel y hacía que mis miembros se derritieran, pero en medio de aquel estremecimiento, una vocecita interior decía: Hay que ver qué diestro es. A cuántas mujeres no habrá echado el aliento en la oreja… ¿Reaccionaremos todas igual? Pero, a pesar de que mi mente sentía un leve enojo por aquella habilidad profesional, mi cuerpo, carente de criterio, se rendía sin condiciones. Ah, Señor, aún hoy, recordándolo, comprendo lo conveniente que es ser un simple cuerpo sin seso; pero mi mente persistía en entrometerse en aquel segundo encuentro, y, a pesar de que el cuerpo se estremecía a cada caricia, la mente insistía: Te lleva a través de cada una de las fases del éxtasis igual que hace un jinete con el caballo en los saltos. ¿Pone realmente el alma en ello? Mente mía, no me des la lata; y casi le daba esquinazo. Para mí que ése es el punto débil de las mujeres, que en el acto amoroso requieren algo que conmueva a la mente además del cuerpo. Pero lo que resultaba más irritante era que, sin saber por qué, no cesaba de pensar en la mirada sarcástica de d’Urbec mientras Lamotte me daba aquellos revolcones, mirándome con engreída satisfacción con sus ojos de pobladas pestañas, diciéndome con voz fingidamente emotiva:
—Mi tesoro, hasta los momentos más perfectos tienen su fin, y no es prudente pasar la noche en un lugar como éste.
—Tú eres hombre de mundo, André —repliqué, pues sabía mejor que él que dormir en semejante lugar podía llevarnos al sueño eterno, desnudos e inidentificables en el río.
—Deja que te ayude a vestirte —dijo galante—. Me encanta el tacto de la ropa de mujer… esos botoncitos, la tensión de las presillas, el olor de la seda…
Se arrodilló para ponerme las medias, cual si lo hubiera hecho con centenares de mujeres, deslizando los dedos por mis muslos con desparpajo rayano en la indiferencia, pero en esto noté que vacilaba y apartaba los ojos de mi pie deforme.
—No te preocupes, ya lo hago yo —dije, y él, como si le quitaran un peso de encima, fue a ponerse los pantalones, mientras yo acababa de abrocharme el liguero y ajustaba los cordones del zapato ortopédico acolchado.
—¿Has visto últimamente a d’Urbec? —inquirió con displicencia. Qué curioso; él también había pensado en d’Urbec—. Por lo visto ahora es inmensamente rico. Me tropecé con él hace poco en casa de mi sastre y se estaba encargando un traje de terciopelo. ¿Te imaginas? ¡D’Urbec vestido de terciopelo! Aunque la mona se vista de seda mona se queda, ¿no? Se lo dije, y tuvo la desfachatez de preguntarme si era cierto el rumor de que la duquesa tiene un lunar en el trasero. Una embarazosa pregunta delante de mi buen amigo Pradon.
—Monsieur d’Urbec no destaca precisamente por su tacto —dije yo; pero me pregunté qué menos podía esperar Lamotte, era lógico que d’Urbec se burlara de él por ser amante de aristócratas. D’Urbec se ganaba la vida en los salones y no osaba tener una aventura con una mujer respetable por temor a que le viera la marca de galeras que podía impedirle el acceso a los círculos de la nobleza; mientras que a Lamotte la vanidad no le cabía en una carreta.
—Pero basta de esas fruslerías… No hablemos más que de nosotros. Hemos sido demasiado furtivos, amor. ¡Cuando estoy contigo siento necesidad de proclamar mi pasión a los cuatro vientos! Nuestro amor desprecia los convencionalismos y hemos de desafiar al mundo. ¡Sí, hemos dé mostrarnos en público para dar que hablar!
—André, piensa en tu carrera… no podemos mostrarnos en público. Tu protectora…
Aunque le repliqué de este modo, me había percatado de que su voz era fingida. ¿Qué se propondría?
—Una aparición esporádica… carnaza para los libellistes, servirá para acrecentar mi fama. Nada mejor que hacer que mi nombre vaya de boca en boca antes del estreno de Teodora. Los dos de incógnito en un palco la noche del estreno de la obra de mi buen amigo Pradon… Una misteriosa mujer en compañía del caballero de La Motte… ¿Será su musa o será otra? La ocasión vendría de perlas.
Conque de eso se trataba… ¿Quién iba a reconocerme con antifaz y sin mi vestimenta de vetusta viuda, salvo d’Urbec? Y d’Urbec no se perdía un solo estreno. Sí, debía de ser el plan de Lamotte para vengarse de la afrenta de su amigo exhibiéndome a su lado. Yo me habría sentido ruin prestándome a herir a d’Urbec, pero sabía que él no estaba en París. Perfecto. Será divertido mostrarme misteriosamente y bien vestida en público, para ser testigo de la cara que pone Lamotte cuando vea que d’Urbec no asiste al estreno.
¿Tan mal está haber deseado desesperadamente ser bonita como las demás mujeres? Tener a André era como prueba para mí de que no era la feúcha despreciada de la calle de los Marmousets; su amor hacía que me sintiera a la altura de las hermosas aristócratas que le ayudaban en su carrera y que tan bien le pagaban sus servicios. Y yo jamás le di un céntimo. ¿No me hacía eso superior a ellas? Sin embargo, mientras disfrutaba con el lujo absurdo de sus fervores eróticos, notaba que me traicionaba a mí misma. Y a d’Urbec; pese a que nada nos unía.
Cuando ya estábamos a punto de irnos, me incliné a recoger el jarro y en ese momento vi las extrañas ampollas que el vino derramado había levantado en el barniz del piso de madera.
—Bueno, madame, confesad que el nuevo maquillaje es impresionante.
—No está mal, Sylvie. Parezco una momia.
Por una vez me satisfacía el efecto. Adiós mejillas coloreadas y ojos radiantes. Y más me habría gustado de haber podido ponerme en la cabeza un saco con dos orificios para los ojos. Temblando de frío, me había levantado antes del amanecer para prepararme para la levée de la duquesa de Bouillon. Qué poco me gustaría vivir en la corte, me dije, pensando en la obligación diaria de aquella ceremonia. Las velas parpadeaban en mi tocador, compitiendo con las primeras luces de la aurora. De algún modo, en aquella fría mañana de invierno, la idea de desafiar al mundo con mi pasión no ejercía la misma fascinación que en una velada regada con vino, preámbulo de la ansiada cópula. Lo que no me quitaba de la cabeza era lo siguiente: ¿Sabía él que ella estaba al corriente y su torpeza al verter el vino había sido fingida, o no lo sabía? Y, sin embargo, ejercía en mí cierta fascinación la idea de morir en plena aventura amorosa, tras haber suscitado la envidia de la mitad de las mujeres de París y pasar a la posteridad inmortalizada como una mujer fatal. Era la clase de idea que atrae a una muchacha vulgar, dado que el interés de Lamotte no podía durar, y una aventura como aquélla no volvería a repetirse.
Pero en el frío amanecer era distinto. Recordaba los turbios motivos de Lamotte en contraste con el deleite de cosas más banales: desayunos, zapatillas, chocolate, calor. Y prefería vivir como una muchacha sencilla y vulgar en vez de morir como una Afrodita.
—Más sombra en los ojos, Sylvie, quiero parecer más demacrada.
Sylvie acabó de maquillarme y añadió unos toques con unos polvos ligeramente verdosos, antes de quitarme el peinador y ponerme la anticuada gorguera.
—Estáis horrorosa —dijo entusiasmada con su obra—. Parecéis una hechicera.
—Perfecto —dije, levantándome y poniéndome la capa más gruesa que tenía.
Me causó cierto placer el estremecimiento de horror que produje en el dormitorio de la duquesa nada más entrar. El que tocaba la flauta falló unas notas imperceptibles, que los violines compensaron; las damas de compañía se miraron unas a otras; los caballeros solicitantes se rebulleron inquietos y la doncella se quedó con las manos en el aire con el cepillo junto a las greñas de su señora. Sólo los ojos de la duquesa, piedras negras en el fondo de un turbio estanque, los fríos ojos de los Mancini, permanecieron imperturbables mientras volvía la cabeza hacia mí, para volverla de nuevo hacia el gran espejo del tocador. Allí, entre los frascos de perfume del tocador, su gata favorita, Madame Carcan, se lamía satisfecha el blanco pelaje, sin dignarse mirarme más que de vez en cuando con sus enigmáticos ojos amarillos.
—Muy bien, Pradon, continúa —dijo la duquesa. El hombre miraba turbado y el manuscrito que leía le temblaba en las manos—. Habías concluido la réplica de Fedra —añadió la duquesa, y Pradon siguió leyendo sus versos en tono vacilante.
Me parecieron bien rimados pero algo mediocres; elegantes, sí, pero sin sustancia ni fuerza. Era curioso que aquella obra fuese el mismo tema sobre el que Racine componía su esperada tragedia.
—Es perfecto, Pradon. Tienes que leerla mañana en mi salón para que todo París admire tu talento. Confiesa que acerté al sugerirte el tema. Soy mejor juez que tú de tu propio talento.
—La perspicacia de madame es sobrehumana —replicó Pradon con una profunda y servil reverencia—. Sabéis leer el alma.
La peluquera había sustituido a la doncella, y con las sibilantes tenacillas iba creando una serie de rizos geométricos, interrumpidos a intervalos por peinetas engarzadas con diamantes. Los solicitantes comenzaron a avanzar, pero madame, viéndolos por el espejo, los detuvo con un ademán.
—Primero quiero que me lean la fortuna —dijo—. Madame de Morville, me es imperativa vuestra celebrada habilidad. Me ha ofendido una persona; alguien que osa creer que puede ser mi rival. Y quiero saber quién es su amante —añadió sin apartar la vista del espejo.
—Madame, la imagen no surge del agua si la persona a quien se lee la fortuna no pone sus manos en el cristal. No deseo obtener falsamente vuestra deferencia.
La duquesa se echó a reír; era una risa fría, aguda y tintineante.
—¡Ah, qué raro! Madame, ¿pretendéis situaros por encima de toda la humanidad? Decidme, ¿no podríais intentarlo con una prenda de esa persona?
—Puedo intentarlo, madame —respondí no muy complacida, mientras ella abría un cajoncito del tocador, sacaba un guante de hombre y se volvía hacia mí.
—Me ha ofendido por el dueño de este guante. Decidme qué veis en el agua.
Mientras lo decía, una dama de compañía cogió el guante para dármelo y dos criados trajeron un escabel y una mesita para mis adminículos. La duquesa no pidió un biombo ni ordenó salir a nadie. Querrá que sean testigos y difundan la noticia a título de aviso, pensé.
Puse el guante de André sobre la estrecha boca de la bola de cristal e inicié mis ensalmos; quité el guante, que aún conservaba el molde de su mano, y me dieron ganas de guardármelo en el escote, pero me mantuve impasible y lo dejé junto a la bola como si fuese una rana muerta.
Se fue formando una imagen y el agua adoptó una tonalidad gris verdosa; por encima de la imagen, un horizonte gris y frío. Asombrada, reconocí la misma escena que había visto por primera vez años atrás en el gabinete de La Voisin: la mujer en la borda de un barco, mirando el mar. Contuve un grito. Esta vez sí veía la cara de la desconocida. ¿Qué sucedía? ¿Estaba soñando o era que el destino cambiaba ante mis ojos?
—Bueno, ¿de qué se trata? ¿Qué veis? —La voz de la duquesa interrumpió mis pensamientos; alcé la cabeza y vi que todos los presentes aguardaban mi vaticinio en silencio y casi sin respirar.
—Madame, veo una multitud de cortesanos saliendo de los aposentos de madame de Montespan en Versalles. Entre ellos hay una hermosa mujer joven, de baja estatura y con el pelo negro; coquetea con varios hombres. El dueño del guante se le aproxima al deshacerse el grupo y le entrega un papel doblado. Ella se echa a reír, coge el abanico y le golpea en la muñeca para mostrarle su disgusto por la falta de cortesía. Pero se guarda el billete.
—Mademoiselle de Thianges —oí musitar a mis espaldas, mientras la duquesa clavaba en mí su fija mirada.
—Sí, debe de ser mademoiselle de Thianges —dije yo sin que me lo preguntase.
—¿Y el caballero?
—El caballero parece ser el dramaturgo caballero de La Motte —contesté yo, sin que el rostro de la duquesa cambiara un ápice.
—Pues habéis leído correctamente. Me han desagradado con un engaño —dijo ella.
Será una Mancini, pensé, pero yo no me quedo, atrás en trucos.
—Bien —añadió ella casi indiferente—, ¿acudió la mujer a una cita de incógnito?
—Eso, madame, no se ve en el agua. Lo que puedo deciros es que el papel podría ser un verso de admiración.
—En ese caso, son dos… —musitó, mientras mi pulso se aceleraba—. Da igual —añadió en voz alta—, no cuesta tanto meter en vereda a un poetastro. Podéis marcharos, madame de Morville.
Hizo un gesto casi imperceptible y un criado me acompañó a la puerta, poniéndome en la mano una pesada bolsa de seda y brocado. No son treinta monedas, precisamente, pensé. He traicionado a ese loco de André.
Afuera comenzaba a nevar, y el carruaje, la capa y el sombrero del cochero y los lomos de los caballos no tardaron en cubrirse de blanco. No, no había traicionado a André, pensé, mientras me acurrucaba bajo la manta de pieles, mirando las altas casas espolvoreadas de blanco que jalonaban la calle. Ella ya lo sabía. Y recordé cómo él había apartado la vista de mi pie; el único propósito de aquella seducción había sido el deseo de herir a un amigo que se había burlado de su obra Osmin en el Parnasse Satyrique. Debió de pensar que d’Urbec y yo nos habíamos hecho novios en secreto tras su convalecencia en mi casa. No era para reprocharle a d’Urbec que le hubiese ofendido, pues yo misma no habría escatimado invectivas contra alguien que hubiese malgastado el dinero de mi entierro. Además, una persona que no es muy inteligente no tiene por qué ofenderse si alguien se lo dice. La escena de la muerte de Osmin, por ejemplo, era retórica en exceso, y el verso, a veces, bastante flojo; debería agradecer una crítica sincera. Además, a Lamotte yo le tenía sin cuidado; no era para él más que el símbolo de la gran casa a la que se le había vedado el acceso: la casa de Osmin. Me había utilizado, luego era justo que se atuviese a las consecuencias.
Lo cierto es que yo había consentido; me habían encantado sus mentiras, su encanto irresistible que él podía cerrar como una espita, sus lágrimas, sus poses novelescas. ¿Cómo había podido dejarme embaucar? Daba igual; tendría su merecido. Pero ¿qué es lo que se merecía?, pensé. Era como si el blanco manto de nieve que se iba formando me ocultara la respuesta.