33

Cubierta con un tupido velo, me recibió en la entrada de carruajes del patio una apagada Suzette, la criada de mi madre, que en sólo dos años parecía haber envejecido enormemente. La casa me resultó mucho más pequeña de lo que recordaba; ahora me parecía húmeda y vetusta, una casa que ocultaba siniestros secretos. Las risas infantiles eran impensables en aquellas habitaciones húmedas y sin ventilación. ¿Era posible que allí hubiera podido vivir la Marie-Angélique que se asomaba a la ventana, con su pelo de oro reluciendo bajo la luz primaveral, ruborizándose y dirigiendo risitas a un joven provisto de una guitarra en la acera de enfrente?

—Madame se halla indispuesta, y su hijo no está en casa. Madame se ha enterado de que habéis hecho asombrosas predicciones a la condesa de Roure y a la duquesa de Bouillon. Últimamente la retiene en cama una extraña enfermedad que desaparece y reaparece, pero ni las visitas del médico y del sacerdote le procuran alivio; sólo halla consuelo espiritual en astrólogos y quiromantes —dijo Suzette con voz desagradable y cansina.

Mientras subíamos la escalera hacia el cuarto de mi madre me acometió una oleada del miedo de antaño. Aunque Suzette no me hubiera reconocido, yo temía los ojos escrutadores de mi madre; de pronto, la caja que contenía la bola de cristal, el tapete, las varillas y el frasquito verde se me hizo muy pesada. Bajo la gruesa capa negra de la marquesa de Morville mi corazón latía desenfrenado.

—¿Eres tú, Suzette? ¿Traes a la devineresse?

Apenas reconocí a la mujer que había sentada en aquella cama mirando hacia la ventana. Desde la última vez que la había visto había pasado de ser una dama de mediana edad bien conservada a ser una vieja desaliñada y rancia. Una enfermedad —corporal o espiritual— había corrompido su belleza. Su cuerpo y sus facciones se habían hinchado extrañamente, y su piel, otrora marfileña, era cetrina y grasienta. Volvió la cabeza al oírnos entrar y pude ver unos ojos llorosos, deformados e hinchados que nos miraban como perdidos sin fijarse en nosotras. Los ojos de una loca, pensé; los ojos de alguien que está casi ciego.

—Madame no ve bien; acercaos más.

—Veo muy bien, Suzette. Veo la luz de la ventana. Haz pasar a la devineresse.

El aposento estaba en desorden y lleno de polvo. Era el dormitorio de la abuela, y al trasladarse mi madre a él habían dejado las cosas de la anciana, añadiendo tan sólo otro armario al que ya había, y que tenía las puertas entreabiertas debido al exceso de ropa. Vi un nuevo tocador, lleno de tarros de porcelana, frascos y cajitas, arrimado a la pared; y, en un rincón, una estantería del despacho de mi padre llena de cachivaches, figuritas de porcelana y media docena de libros cubiertos de polvo. Dominaba un olor dulzón a enfermedad que impregnaba las viejas cortinas del lecho; las paredes de color rojo se habían vuelto marrones y los dibujos dorados no eran más que trazos deslucidos grisáceos y ennegrecidos. Costaba imaginarse a la abuela con su limpia cofia y sus sábanas con olor a lavanda en aquel lecho deshecho y sucio.

—Sentaos ahí… En el sillón, no; en el escabel —dijo la voz cascada.

Su esnobismo no había cambiado. Me senté en el sillón.

—No he oído mover el escabel —dijo.

—Madame, soy la marquesa de Morville y me he sentado en el sillón.

—¿Morville? No conozco a esa familia. ¿De cuna o por matrimonio?

—Por matrimonio, pero soy viuda.

—¿Viuda? ¿Cuál es vuestro nombre de soltera?

Recité la falsa genealogía preparada por monsieur Bouchet, pues mi estancia en la corte me había hecho experta en batallas y en antepasados.

—Yo soy una Matignon por nacimiento. Una gran familia de la noblesse de l’epée.

—Yo también tengo un título de la noblesse de l’epée. Vuestro sillón es muy cómodo.

—Querida marquesa, qué placer volver a sostener una conversación con una dama de alcurnia. Las que somos de noble cuna sabemos expresar los sentimientos con mucha más delicadeza —dijo, ladeando la cabeza y poniendo los ojos en blanco, pálida sombra de su antiguo gesto de coquetería, al tiempo que su argéntea risa para la galería, ahora cascada y áspera, resonaba en el dormitorio.

—Tengo entendido que queréis consultarme sobre la fortuna que os reserva el porvenir…

—Ah, sí, sí. Eso es. Leéis el futuro en las cartas, ¿no? —inquirió desconcertada.

—No, madame Pasquier. Dios me ha concedido el don de ver imágenes en el agua.

—Suzette, déjanos solas —ordenó mi madre, sonriendo nerviosa y ansiosa. Sus ojos revolotearon suspicaces y se pasó la lengua por los labios.

Mejor, pensé; Suzette habría podido reconocer mi voz de haberse quedado más tiempo.

—No siempre he sido como me veis ahora —dijo—, con este vestido viejo y en tan precaria situación. ¿Veis cuán blanca es mi piel? —añadió, pasándose la mano por el rugoso cuello—. Siempre fui una beldad, y habría podido ser duquesa; me lo predijo una gitana con las cartas, pero antes de que se realizara mi destino mis padres me casaron por dinero con un hombre que no era noble. A esta horrorosa casa —prosiguió con un ademán— yo traje luz, cultura, estilo… Una hace lo que puede, aún con un hombre anodino. ¿Eso que ponéis en el tocador es vuestro recipiente de cristal?

—Sí; tengo que preparar varias cosas. ¿Las veis?

—Ah, sí, veo muy bien. Luces y sombras. Veo vuestra silueta y el brillo de la vasija; lo que no distingo son objetos pequeños, como las letras. ¿Sabéis lo que ha hecho mi hijo? Encerrarme aquí con un montón de libros de devoción. «¡Mal nacido, sabes que no puedo leer!», le dije. «Pues rezad por la edificación de vuestra alma, madame», me contestó. Pero yo me lo quedé mirando, no os penséis. «Defended el honor de los Pasquier… una importante familia de magistrados», añadió. Yo le repliqué: «¿Y porque te llames Étienne Pasquier crees que eres hijo de ese bobo de mi esposo? Tu sangre es de más alcurnia; actúa como lo que eres. Coge una espada y ve a obtener favor en la corte». Ah, cómo le conmocioné. Pero ahora está peor que nunca; no quiere dejarme ver a su fiancée. Yo sé lo que va diciendo —añadió, volviendo suspicaz la cara hacia la puerta, como escuchando—. Dice que estoy loca —musitó—. Loca; su propia madre. ¿Os imagináis? Qué monstruo de ingratitud. Habría debido estrangularle en la cuna.

—Hay muchas cosas que lamentamos cuando ya es tarde, madame.

—Vuestra voz me resulta conocida. Marie-Angélique, ¿me has traído dinero? Estoy muy mal de dinero. Ahora que te he situado tan bien, deberías pensar en mí.

—Madame, he venido a leeros la fortuna.

—Ah, sí. Va a venir a buscarme el caballero de la Rivière. ¿Cuánto debo esperarle? Me juró que se casaría conmigo cuando enviudase. Decidme, eso que se oye en la calle, ¿es el carruaje? Tengo que refrescarme y estar presentable. Vendrá con una carroza de seis caballos. Todos los días me siento ante la ventana a esperar su llegada. ¡Si supiera qué día vendrá! Decidme… las adivinas siempre tenéis algo; ¿me habéis traído algo? ¿Algo para enaltecer mi belleza? Él siempre decía que le gustaba vestida de seda amarilla. Pero ahora necesito algo, algo…

Era el momento. Podía entregarle el frasquito. Bebedlo y recuperaréis vuestro cutis juvenil y os brillarán los ojos. Mi padre estaba en su tumba porque ella había planeado casarse con su amante. Es lo suyo, Geneviève, justo; dale el frasco. Los vacuos ojos de loca buscaban mi rostro con labios temblorosos.

—Sólo digo la fortuna, madame. Debéis recurrir a otra persona para los productos de belleza. Hay un excelente parfumier en el Pont Notre Dame.

—Es una suerte que conserve mi belleza a pesar de lo que he sufrido. Sí, seguro que vendrá. Llevo esperando en la ventana mucho tiempo, ¿sabéis? Ahora ya no puede tardar; me lo prometió. Tenía que arreglar unos asuntos en Poitiers, que no está lejos. Oh, sí, vuestra predicción es excelente. —Su enajenamiento le hacía creer que ya le había leído el futuro. ¿Qué pensaría que le había dicho? ¿Vuestro amante viene por fin a buscaros? Fuisteis muy hábil envenenando a vuestro esposo por un amante. Miró en derredor con cautela, como recatándose de algún espía, se levantó y fue hacia el rincón, tropezando con el escabel—. ¿Sabéis que mi hijo no me da dinero? —susurró—. Dice que ya he gastado demasiado; pero ¿cuándo he gastado nada que no fuese para el bien de esta casa? Dinero; ah, sí, dinero. No puedo ofreceros nada; ahora soy pobre, muy pobre. El destino de las mujeres es ser pobres. He cobrado mi pensión. ¡Los sacrificios que habré hecho por él… en secreto, todo a escondidas! Pero no tenía más remedio. ¡Étienne es un niño muy malo! Le diré que es un niño malo a La Reynie; él sabe quién es bueno y quién no. La anciana le escribió, la vieja malvada… pero ya no volverá a escribir. ¿Veis esos libros? Tendréis que contentaros con eso en lugar de dinero; seguro que son muy valiosos. De todos modos, yo no puedo leer. Leed y rezad, me dijo. ¡Qué sabe él! Un ser seco estirado de veinte años… A lo mejor sí que es hijo de su padre, después de todo. ¡Pedante! ¿Qué sabe él de cómo se hacen las cosas en la corte…? ¿No es cierto, marquesa?

—Desde luego que no —dije; tapé la bola de cristal, sin deseos de leer las imágenes.

—Ahí están los libros. ¿Podéis leerlos? —añadió, estirando el brazo hacia la estantería y haciendo estrellarse en el suelo un cupido de porcelana—. Ahí están, sí; hay seis.

Se me heló el corazón. Eran la biblia de la abuela, un tratado teológico titulado La mystique cité de Dieu, tres volúmenes raros de la biblioteca de mi padre, encuadernados en piel de becerro con fileteado en oro —la Ética de Aristóteles, un Séneca y un Descartes— y mi Petronio. Unos curiosos libros para que meditase una mujer ciega encerrada en casa. Los guardé en la bolsa con la bola de cristal.

—El caballero viene a buscarme a mí, no a Marie-Angélique —siguió diciendo mi madre—. Sigo siendo una mujer bella, ¿no creéis? —añadió mirando con coquetería por el rabillo de aquellos ojos color de panza de rana; gesto otrora encantador pero que ahora daba espanto.

—Sí, por supuesto.

—Desde luego que sí; tenéis razón. Marie-Angélique no tiene el mismo color de pelo que yo; el mío es oro puro. Y los ojos azules son mucho más corrientes, no como los verdes. Claro que ella es más joven, ¿sabéis? Los hombres nobles las prefieren jóvenes. Pero cuando me ven a mí quedan deslumbrados. Lo que sucedía es que mi esposo me castigaba, ¿sabéis? Se quejaba de que los recibiera en casa. —Sentía que me ahogaba; tenía que marcharme, pero ella me agarró de la manga y me habló confidencialmente al oído—. Así son esos maridos burgueses. «Aunque la mona se vista de seda, mona se queda; sigues siendo un burgués», le decía yo. Y él fue y me hizo la pequeñaja fea en venganza. Sí, en venganza. ¿Cómo sabía que ésa sí era hija suya? Debió de decírselo el diablo. Y el muy bastardo se lo dio todo a ella. Pero murió y no le sirvió de nada. Leyeron el testamento y yo me eché a reír: «Para mi hija Geneviève». Pues no me reí poco… Los abogados me dijeron que un hombre no puede dejar nada en herencia a la esposa, sólo a sus hijos. ¡Ja, ja! Nada para nadie. Qué gracia, madame. Frustrado hasta en la tumba —añadió con una carcajada, para, a continuación, bajar la voz—. Así que los abogados lo cedieron todo a mi hijo. ¿Y qué ha hecho él? Un ingrato —exclamó, moviendo la cabeza—. Un ingrato.

Aquella locura me daba pavor. Por mi cabeza discurrían imágenes de mi niñez, parecidas a las que veía en la bola de cristal. Su mirada extraviada, las crueldades que decía, el robo y la venta de cosas banales, su ansia por hacerse valer entre los nobles, y el envenenamiento de los enfermos del hospital y en su propia familia sin que mostrara remordimiento alguno me hacían pensar que quizá aquella locura se había iniciado mucho tiempo atrás. Quizá mi padre lo sabía, y tal vez por eso no había hecho nada. Mi padre. Muerto por la mano de ella. Sentí arcadas entre una oleada de odio y comencé a temblar sin poder remediarlo.

—Debo irme, madame —dije, dominándome cuanto podía, pero la anciana volvió a cruzar la habitación, como buscando algo, y se situó ante la puerta.

—Has venido. Conozco bien tu voz, Marie-Angélique. ¿Has traído dinero? —inquirió, andando a tientas hacia mí, gimoteando.

Yo me volví.

—Sí, madre, he traído el dinero —dije, vaciando el monedero en la palma de su mano amarillenta y agrietada.

Ella palpó minuciosamente los cinco luises de oro y luego los alzó para mirarlos a la luz de la ventana.

—Pero ¿qué es esto? ¿Sólo cinco luises? Marie-Angélique, yo te busqué un amante rico, y con ello hice tu fortuna. Eres una mala hija y una desagradecida. De niña eras buena. ¿No sabes ser agradecida? Eres una muchacha malvada que sólo trae a su madre cinco luises. Después de todo lo que ella ha hecho por ti… Ah, suerte que aún soy hermosa. Ya me las arreglaré sin ti…

Salí corriendo hasta el carruaje. En el Pont Neuf le dije al cochero que se detuviera. Temblando como una hoja, me abrí paso entre un vendedor de dulces y una mendiga hasta el pretil del puente y arrojé el frasco de veneno a las verdes y rápidas aguas del Sena.

Y allí permanecí mirando los remolinos un buen rato. En medio de la multitud de mendigos y buhoneros, un cantante de salmos alababa la voluntad de Dios ante un tenderete de estampas religiosas. Oí el tintineo de una moneda que alguien echó en su platillo y fue como si los gritos de cocheros y porteadores se desvanecieran mientras yo persistía en mi abstracción, pensando en el recorrido del frasquito hasta el fondo del río. ¿Había actuado bien? ¿Qué era el bien, en cualquier caso? ¿O la justicia? ¿Qué peso tiene la venganza ante la compasión en la escala de la lógica? Monsieur Descartes, no me habéis dado respuesta.

—Madame, es un delito arrojarse al agua y una tontería estar de pie ahí con el frío que hace. Despedid el carruaje y yo os acompañaré a casa.

Me volví y vi a un hombre con una capa de lana carmesí al nuevo estilo y gabán grueso con bordados en oro que me miraba fijamente. Bajo un deslumbrante sombrero con plumas, una peluca morena le caía hasta los hombros. Aquellos ojos eran conocidos y me miraban con una mezcla de disgusto, compasión y pena. Era d’Urbec.

—Monsieur d’Urbec, con esta ropa no puedo caminar hasta tan lejos —repliqué.

—Ahora tengo un carruaje, alquilado por meses en el mismo establecimiento que vos —añadió con voz irónica, quitándose el sombrero para efectuar un saludo formal.

—¿Me habéis seguido? —inquirí, sospechando algo.

—¿Seguiros? No, pero admitid que una mujer vestida de luto al estilo de la época de Enrique IV atrae las miradas de los curiosos, y más cuando se la ve arrojar un frasco de perfume caro a los peces y permanece mirando hoscamente el agua mucho más rato de lo que se supone normal. Decidme, ¿habíais pensado bebéroslo? —añadió con voz pausada.

—No, era un aroma muy vulgar; eso es todo.

—Hay medios mejores para escapar al contrato con la reina de las tinieblas.

—¿La reina de las tinieblas? ¿También vos la llamáis así?

—Es un calificativo que se le ocurre de forma natural al observador inteligente. La diosa de ultratumba, la emperatriz de las brujas, la reina de las hechiceras. Este país del Rey Sol tiene sus zonas siniestras y yo las conozco bien. ¿Cuántos años os ha pedido a cambio de… prosperidad? —inquirió, señalando mi vestido de seda negra y el carruaje—. ¿Veinte? ¿Siete?

—Cinco tan sólo, y es justo considerando lo que ha hecho por mí.

—¿Cinco? ¿Y qué sucede al final de esos cinco años?

—¿Pensáis quizá que se apodera de mi alma como Belcebú? No… es una relación comercial. Se termina y cada una sigue su camino.

—¿Estáis segura? En todo París, parfumiers, peluqueros, adivinas y personas de otros oficios menos recomendables se hallan vinculados a una u otra de las poderosas damas del inframundo, de la que la vuestra parece ser la principal. Y, a juzgar por lo que se ve, quedan ligados de por vida.

—Es simple amistad y ayuda mutua. Amistades como consecuencia del negocio, no muy distintas de las de un pastelero real. Un patronazgo influyente es una ventaja comercial del mismo modo que lo es en la corte.

—Eh, apartad el carruaje, que entorpecéis el paso del coche del cardenal Altieri.

—Bien —dijo él, invitándome a subir a su carruaje y dando una propina a mi cochero para que regresara a casa sin mí—, debemos proseguir la conversación sobre métodos comerciales en otro lugar o nos arriesgamos a que nos atropelle el cardenal.

Al poco nos vimos detenidos por una multitud de carros pesados, braceros y vendedoras del mercado cerca del Quai de Gèvres.

—Decidme, ahora que estamos a solas y mirándome a la cara, que ese frasco no era de veneno —dijo él, arrellanándose en el asiento contrario al mío para mirarme con los ojos entornados.

—Sí lo era —dije sin ambages, mientras él se me quedaba mirando entristecido—. No quería seguir teniéndolo —añadí al ver su gesto—. No es lo más apropiado para los filósofos.

—¿Hasta qué punto seguís siendo una filósofa y no una bruja? —inquirió con voz fingidamente cansina.

—Mucho de filósofa y muy poco de bruja —respondí.

—En resumen: una brujita. Poco ha cambiado.

—Supongo que sí.

—Salvo que vivís una aventura con Lamotte. —Debió de traslucirse mi sorpresa—. Vamos, no esperaríais que no me apercibiera inmediatamente del secreto que medio París trata de desentrañar… Qué halagada debéis sentiros de ser su musa, y cuál debe ser su satisfacción cuando al ponerse cera en el bigote por la mañana ante el espejo se diga: «¿Quién es más listo ahora, d’Urbec? También la filosofía debe rendirse ante el encanto».

Su amargura me infundió temor.

—Pero vos… también habéis cambiado. Os veo tan… próspero.

—Simple aplicación de la ciencia al arte de jugar a los naipes. Al comprender repentinamente la necesidad de hacerme muy rico, decidí aplicar una fórmula geométrica que había desarrollado y relativa a la probabilidad de que saliera una determinada carta. Los ignorantes piensan, que tengo un pacto con el diablo.

—Luego vuestro diablo es la razón. Qué decepción se llevarían si lo supieran.

—Aunque publicase la fórmula en la primera página de la Gazette de France, en Europa no hay más que media docena de hombres con suficiente inteligencia para saber utilizarla, y a la mayoría de ellos las cartas no les interesan.

—Seguís atribuyendo un alto valor a la inteligencia, monsieur d’Urbec.

—No puedo por menos. El mundo y la sociedad son reducibles a un análisis geométrico. Ahora progreso en sociedad merced a la más simple de las fórmulas, dado que los que ganan en la mesa de juego tienen abiertas las puertas por doquier. Cuando haya acumulado suficiente fortuna, adquiriré un par de oficinas recaudadoras de impuestos y tendré acceso al mayor salón de juego: las altas finanzas.

—Creía que odiabais a esa clase de gente.

—Amor u odio no cambiarán el destino de esta nación. Entretanto, yo conozco los atajos para hacer fortuna rápidamente. Es la principal ventaja de haber estudiado economía política.

Hablaba con tal amargura y dureza que me tenía atónita.

—Veo que os sucede algo, Florent. ¿Qué os ha sucedido? ¿Qué ha sido de vuestro hermano Olivier?

—Tan perspicaz como siempre, mademoiselle —comentó, al tiempo que su rostro se endurecía—. Olivier ha muerto. Era el más listo de los hermanos. Le ejecutaron en Marsella esta semana a pesar de las apelaciones que pude hacer. Su legado es un armario lleno de planos de nuevos inventos de relojería, incluida una máquina infernal autoinflamable. Le han ahorcado como si fuera un campesino.

—Cuánto lo siento —dije, llevándome la mano a la boca. Ahora entendía sus ojeras y su rostro demacrado. Continuó callado el resto del viaje, con el pensamiento ausente, mientras yo me miraba las manos apretadas—. ¿Queréis entrar? —dije cuando el carruaje se detuvo ante mi puerta—. ¿Os apetecería alguna cosa?

Sus ojos calculadores se clavaron en mí durante lo que me pareció una eternidad y fue como si me traspasaran, hiriéndome la columna vertebral.

—Sí me apetecería una cosa; vuestras palabras me han decidido. Pero no voy a entrar. Me marcho un tiempo al sur; mi madre me necesita porque mi padre no sirve para nada y el trabajo se amontona al no estar Olivier para dirigirlo. Disfrutad de Lamotte… al menos hasta que os aburráis con ese nabo que tiene por mente.

Con fría certidumbre, supe que ahora que d’Urbec se había marchado mi interés por Lamotte se desvanecería. El vano, egoísta, voluble y encantador Lamotte había destrozado a su amigo por vengarse de una trivialidad, valiéndose de mí para ello y aprovechándose de mi debilidad, de mi necedad, de mis ilusiones. Y d’Urbec lo sabía.

Me ayudó a bajar del carruaje en silencio.

—Por favor… no penséis mal de mí… —balbucí con las lágrimas a punto de brotar, mirando su rostro serio.

—Es evidente, mademoiselle, que habéis conocido tal desesperación que sois incapaz de reconocerla en otra persona —replicó, agachando la cabeza sin decir adiós.

Permanecí un buen rato en el umbral viendo alejarse su carruaje por la calle Charlot.

Aquella noche Sylvie me trajo los libros cuando estaba sentada en la cama.

—Madame, os los habéis dejado en el asiento del coche esta tarde y los ha traído el mozo de las caballerizas. ¿Queréis que los ponga en la estantería?

—No, dámelos, Sylvie. Los pondré en la mesilla.

Cogí el Petronio, pero al comenzar a hojearlo, los ojos volvieron a picarme y estornudé.

—Ah, son unas antiguallas polvorientas. Dejad que los limpie —dijo Sylvie, cogiendo la biblia de la abuela y pasando el borde de las enaguas por las tapas; acto seguido sacudió las páginas y el libro desprendió una nube de polvo.

—Oh… ¡Atchís!… ¿Qué es eso que ha caído?

—Sylvie, que el diablo te lleve, has desprendido una página de la biblia de mi abuela.

—No, no, madame. Está escrito a mano, no es letra de imprenta.

Me lo entregó y vi que era una hoja del papel de escribir de la abuela. En su temblona escritura se veían en el centro de ella en tinta negra las palabras: Cortezia et Benson, banqueros de Londres.