32

Madame de Ludres no era una mujer casada, sino una cortesana soltera, con el título de «madame» por haber hecho votos religiosos temporales para vivir en comunidad en un lejano convento, que le procuraba una renta que ella gastaba en placeres y escarceos amorosos. La detesté desde el momento en que sus arrogantes piececillos calzados de satén cruzaron mi puerta. Detesté aquella nariz respingona empolvada, la manera en que resaltaba partes de su anatomía con mouches de terciopelo en forma de media luna, lo mismo que al criado que sostenía la cola de su vestido y a la criada que llevaba en brazos su perrito de aguas. El dedo meñique de Marie-Angélique valía más que todo el cuerpo de aquella mujer. Por culpa de su ambición, los huesos de mi hermana estaban expuestos en el Collège de Cóme. La maîtresse en titre de Vivonne, ¡vaya título! Pero aquello no era más que un peldaño en su ambicioso ascenso al supremo poder de maîtresse en titre de su majestad el Rey Sol. Antes te vea en el infierno, pensé.

La lectura era clara. La vi en la corte en una antecámara que no reconocí; los cortesanos se levantaban cuando ella entraba, y aunque las mujeres lucían los vistosos vestidos de verano ordenados por el rey, a juzgar por sus temblores y los trajes de lana de los criados tenía que ser pleno invierno. En el trémulo reflejo, madame de Montespan, con el llamativo «vestido ancho» de un embarazo avanzado, se reconcomía furiosa detrás de los cortesanos, que clavaban sus ojos en la nueva favorita.

—No alcanzaréis el favor supremo inmediatamente —dije con voz pausada—. Madame de Montespan se ha reconciliado con su augusto amado y no tardará en quedar embarazada. Cuando el embarazo esté avanzado, se le pasará el capricho y vos alcanzaréis el magno reconocimiento.

—¿Cuándo? —inquirió ella con ojillos de avaricia y ambición; en aquel momento deseé tener también un jardín de huesos del que ella fuese la principal ocupante.

—Creo que será en pleno invierno —respondí—. Posiblemente a principios de año.

—¿Y qué sucede con mademoiselle de Thianges?

—Eso requeriría otra lectura —contesté con voz cansina—. Es muy difícil leer el futuro de una persona ausente. El precio es doble y no puedo garantizar nada. —Ella sacó a regañadientes el dinero—. ¿Traéis alguna prenda de ella? —inquirí.

—He sobornado a su criada para que me consiguiera una roseta de su zapato —contestó, sacando una roseta de satén.

Era evidente que había oído hablar de mis métodos. Bah, ¿qué más daba que hubiera prometido a La Voisin no hacer lecturas de terceros? Volví a consultar la bola de cristal con grave ceremonial, tocándola con la roseta.

—Mademoiselle de Thianges no representa inconveniente alguno; no gozará más que de un favor pasajero y pronto se casará.

Me alegré de que se marchase aquella mujer despreciable y sus criados.

La Voisin tenía razón; la semana siguiente abundaron las esperanzadas, acompañadas de madres, hermanos, padres y hasta de sus maridos. Todos querían saber lo que decía la bola de cristal; aquellos que deseaban una manera más activa de intervención los remitía a La Voisin para que les diese poudres d’amour o lo que consideraran que podía mejorar sus posibilidades. Aquellas semanas, las brujas parisinas hicieron un negocio sensacional vendiendo figurillas de cera y sortilegios. En la misa del domingo de Notre Dame de Bonne Nouvelle se veían aparatosos sombreros nuevos y mantos forrados de seda, y al fondo de ciertas tabernas de los barrios menos recomendables se oían roncas voces de mujer cantando; aparte de que el precio de los recién nacidos abandonados utilizados para las misas negras aumentó a dos escudos. Yo misma pude comprarme varios libros antiguos curiosos que hacía tiempo que codiciaba, pero no disponía de un momento para deleitarme con su lectura; me sentía como inmersa en una epidemia de codicia, aunque mi trabajo con la bola de cristal era con mucho el más honrado en el seno de aquella sociedad absolutamente decidida a lucrarse con los recursos de la corona merced a las aventuras del rey. Cuando la tormenta comenzaba a amainar, volvieron a desatarla otra serie de noticias. Se decía esta vez que el príncipe de Soubise proyectaba construirse una nueva residencia con los regalos del rey a su esposa, y toda la corte se reconcomía de envidia; yo atisbé esporádicamente el edificio en el fondo del agua de la bola y supe que era un inmenso palacio en pleno París. No era mal premio por la sumisa cesión de la esposa para unas noches de adulterio.

Fue en pleno apogeo de este frenesí cuando, por azar, volví a encontrarme con d’Urbec en una posada del camino de Versalles. Como de costumbre, levanté gran revuelo al descender de mi carruaje y entrar en aquel concurrido salón y acercarme a la chimenea. Tan sólo un grupo de enfrascados jugadores de cartas no se dignó alzar la cabeza; pero apenas acababa de sentarme junto al fuego, cuando uno de los jugadores se puso en pie y, con un grito de desesperación, arrojó el sombrero al suelo.

—¿Qué queréis quedaros, monsieur, mi abrigo?

—Con un pagaré firmado tengo bastante —oí que respondía pausadamente una voz conocida. Efectuada la transacción, d’Urbec se puso en pie y dejó la mesa de juego.

—Buenos días, madame de Morville. Lamento que no nos hayamos encontrado en el Cours-la-Reine —dijo.

—Ah… conoce a la adivina… Sí, ése es su secreto… le ayuda el diablo… —se oía comentar.

—Mis condolencias por la muerte de vuestra… de Marie-Angélique —añadió él, por lo que supuse que habría visto a Lamotte. ¿Lo sabría todo? Sin duda. A pesar de ello, no había revelado mi identidad a los demás. ¿Por qué me molestaba el volver a verle?

—Intenté salvarla pero no pude —respondí, tratando de ocultar mi desazón.

—Las personas a veces se condenan a sí mismas —replicó él, girando sobre sus talones y marchándose sin decir nada más. Turbada sobremanera, miré al fuego para que nadie pudiera ver mis ojos.

—¿A qué debo el honor, madame? —De nuevo La Voisin había irrumpido en mi casa. La bruja tendió su capa mojada a Sylvie para que la pusiera a secar ante el fuego y a continuación se sentó en mi mejor sillón para calentarse las botas rojas al calor de la lumbre. Pensé que debía de ser algo importante para que saliera con aquel tiempo.

—¿Sigues viendo a monsieur d’Urbec? —inquirió sin rodeos.

—No, madame —respondí, tratando de adivinar a qué obedecía su visita; ella detestaba a d’Urbec y sabía que yo estaba al corriente de ello.

—Bien, quiero que vuelvas a reanudar tu amistad con él —añadió impasible.

—No puedo, madame; creo que me odia.

—¿Después de salvarle la vida y dar de comer de balde a su parentela? ¿No me engañarás?…

—¿En qué, madame? —Debí de parecerle totalmente inocente de la treta que se proponía atribuirme, porque su expresión se dulcificó.

—Marquesita, a ese galérien miserable se le ve actualmente por todas partes. He hecho averiguaciones, pero no he logrado descubrir qué trama. Lo único que sé es que ha comprado a La Trianon un frasco de veneno de acción rápida y que ha hecho dos viajes a Le Havre. Pero lo más relevante es que, jugando a las cartas, gana dinero como si tuviese un pacto con el diablo. Son más de una docena los clientes que han venido pidiéndome el secreto de d’Urbec. ¿Cuál es ese secreto? Por lo que me consta, no tiene ningún amuleto ni ha acudido a nadie para que le haga un sortilegio. Creo que ha inventado un nuevo método de marcar la baraja o ha comprado algún secreto en el extranjero. Quiero que lo averigües.

—Madame, ese hombre no me dirige la palabra. La última vez que le vi me desairó en público.

—Ya veo que sigues sin apreciar mis poderes. Ese hombre no confía en nadie; lo que quiere decir que está solo. Pero yo haré que se enamore de ti y no podrá negarte nada. Ni su secreto del juego. ¿No tendrás algo que haya olvidado en tu casa, alguna prenda? Bastará con ella y un mechón de tu cabello.

El recuerdo del desaire que d’Urbec me había hecho en público me animó a decidirme. Ahora me las pagará, pensé. Con la brujería de La Voisin le restregaré a Lamotte por las narices; para que aprenda.

—Creo que sí… Sylvie, ve arriba y trae un pañuelo que hay doblado en el cajoncito de mi tocador.

Sylvie regresó con el pañuelo de Lamotte, doblado y perfumado.

—¿Un pañuelo? Vaya, qué fino para ser de un galeote —comentó ella examinándolo y dándole la vuelta; afortunadamente no tenía iniciales bordadas.

—Antes era estudiante de leyes… —dije yo.

—Eso debe de ser —asintió ella, envolviendo con él el mechón que Sylvie me había cortado y disponiéndose a irse.

En cuanto salió sentí la necesidad de empezar un cuadernillo nuevo.

Prueba número 1: ¿Puede la brujería de La Voisin hacer que Lamotte vuelva a amarme? Ya veremos.

—¡Esa pordiosera! ¡Esa basura! ¡Cómo ha osado pensar que puede amenazarme! —Los gritos de la Montespan se oían a través de las puertas entreabiertas de sus aposentos de veinte habitaciones en la planta baja de Versalles.

Reduciendo las consultas, me había trasladado a toda velocidad en su gran carroza por caminos helados, para aguardar ahora como una criada a que desahogara su furia. Bueno —pensé en el momento en que oía estrellarse un objeto de porcelana—, mejor estar aquí fuera que en su presencia. La columbraba paseando como una tigresa por una alfombra azul y dorada de la Savonnerie, apartando la cola del vestido de un puntapié al girar para acercarse a la ventana.

—Juro que no será de ella —exclamó, alzando el puño—. ¡Jamás!

Hasta los vidrios de la ventana parecían temblar ante su cólera. Vi que no tenía la prestancia de otras veces; ya se le notaba el embarazo, y la breve reconciliación con el rey volvía a quedar en entredicho.

—¡No pienso perderlo todo por culpa de esa mojigata hipócrita y afectada!

—Madame, la adivina —anunció amedrentada y desde cierta distancia una de sus damas de compañía, haciendo que girara sobre sus talones.

—¡Ah, eres tú, la quiromante de luto! —exclamó con el rostro desencajado por una ira que enmascaraba su miedo—. ¿Por qué tendré que recurrir siempre a ti? Porque me dices la verdad. Las demás mienten todas. Y es la verdad lo que ahora necesito para trazar mis planes. —Se había tornado de pronto tranquila y amenazadora; avanzó hasta la mitad del salón para dirigirse al criado—. Un escabel y agua para la marquesa de Morville; y salid todos. Quiero estar a solas con ella.

Los sirvientes salieron como hojas impulsadas por el viento y la habitación quedó en silencio. La luz de la ventana daba de lleno en la mesa de plata maciza que había en el centro de la alfombra, flanqueada por elaboradas sillas también de plata. Un reloj de sobremesa tallado, con la esfera sostenida por ninfas, emitía un pausado tic-tac mientras yo desplegaba mi tapete cabalístico; una sirvienta arrimó a la mesa un escabel dorado con cojín azul y plata, al tiempo que otra llenaba el recipiente de cristal con un jarro de plata de alargado pitorro. Ambas se retiraron sin hacer ruido, cerrando la puerta de doble hoja, y yo me dispuse a hacer la lectura.

—Madame tiene el honor de estar esperando un hijo de su majestad —dije en voz baja para que los que escuchaban con la oreja pegada a la puerta no oyeran nada.

—Sí, sí, claro. Eso no es ninguna predicción. Eso sucede cuando se extravía, como saben hasta los perros de la corte. Le ofrezco mis sirvientas, le doy mis sobrinas, pero ya ni eso satisface su apetito sin fin. Me hiere, me destruye.

Yo pensé si no habría acudido a la calle Beauregard para hallar un medio para eliminar a la mojigata.

—No interpretes —me conminó—. Di lo que ves. Tengo que saberlo. No puedo fallar. Si no es mío, no será de ninguna. Lo juro. ¿Cuántos años he dedicado a ese cuerpo hediondo en la cama? Me lo debe, me lo debe, puedes estar segura. A mí no va a encerrarme cuando decida acabar. Yo también puedo jugar fuerte —añadió, acercando una silla de plata y sentándose en el cojín de brocado. La oía respirar jadeante y observé, al apartar la vista del globo de cristal, que sus manos temblaban.

—Veo a madame de Ludres entrando en el appartement. Viste terciopelo azul oscuro y lleva un pesado collar de diamantes con pulseras a juego…

—Mi collar, ¡maldita sea! Ese collar debería llevarlo yo.

—La corte se pone en pie…

—¡Maldición, maldición! Esa puta diabólica. ¿De qué hechizo se ha valido para obtener el favor real? Lo neutralizaré y acabaré con ella.

La querida del rey se inclinó en la silla de plata y añadid en voz baja, tranquila y amenazadora:

—Dime, ¿es ella la elegida? Vuelve a mirar. ¿Es ella la que me roba la recompensa, el título de duquesa?

Removí una vez más el agua, y la bola relució con los reflejos de los galones de oro del vestido de madame de Montespan que, inclinada sobre ella, trataba de leer en el fondo. Tras la puerta cerrada oía el frufrú de faldas y pasos ahogados, pero ella no hacía caso; sus extraños ojos color turquesa brillaban en aquel rostro trasnochado, hinchado por los primeros indicios de embarazo.

—Sonríes… ¿qué ves? —musitó.

—Madame, algo que os complacerá. Madame de Ludres entra en un convento… No sé en cuál. La veo ante el altar y la están rapando.

La Montespan se echó a reír y se llevó la mano al corazón.

—Entonces el triunfo es mío.

—Eso parece, madame.

—Creo que tú también te alegras. ¿Acaso te ha ofendido esa mojigata?

—Madame de Ludres no se distingue precisamente por su cortesía.

La Montespan se puso en pie, dando vueltas casi como una jovencita.

—Tu predicción me ha rejuvenecido, madame —exclamó, corriendo hacia el gran espejo que había enfrente de la ventana para mirarse con detenimiento—. ¡Ah, tengo un aspecto más juvenil! ¡Mira, desaparecen las arrugas! —añadió, retrocediendo un paso y volviéndose a aproximar al espejo, frunciendo los labios para simular un falso adelgazamiento—. ¡Ah, si no estuviera tan gorda! —continuó, alisándose el vestido en el talle—. Me dijo que estaba poniéndome gruesa. «Las piernas gruesas no son atractivas», me comentó. Imagínate cómo hirió mi corazón. Seis hijos le he dado, y tengo el talle como antaño, ¡y él me dice que tengo las piernas gruesas! Pues tampoco él tiene un vientre liso, no creas. Y el pecho comienza a colgarle como los senos a las viejas. ¡Un convento! ¡Ja, ja! ¡A mí no me encierra nadie en un convento! —exclamó, dando la espalda al espejo—. Abre las puertas, que vuelva a entrar el aire. Voy a ordenar que venga la masajista. ¡Cuando nazca el niño mis piernas habrán recuperado la juventud, igual que mi rostro!

Sirvientes y ayudantes irrumpieron por la puerta abierta con sospechosa celeridad. Y la ansiedad de sus rostros se transformó de inmediato al ver el contento de su señora. Yo me fui, ricamente recompensada y con la promesa de mil favores cuando se produjera la caída de madame de Ludres. Pero lo mejor de todo, pensé mientras el carruaje crujía y traqueteaba y oía el golpeteo monótono de los cascos en la carretera helada, era que ya no tendría que aguantar un nuevo desaire de madame de Ludres; iba a ser muy divertido y placentero ver cómo en los meses venideros los sañudos cortesanos propiciaban su caída. Esta vez, zapatitos de satén, has entrado en un juego demasiado fuerte para ti. Ojalá se lo pudiera decir a Marie-Angélique.

Apenas una semana más tarde un muchacho dejó en mi puerta una nota que casi me corta la respiración.

«Mademoiselle —decía—, no puedo dormir por las noches obsesionado por un sueño. Revivo una y otra vez aquel dulce momento de simpatía que compartimos. Tengo que volver a verte como sea. André».

—Dile que sí —dije al mensajero, y antes de que acabase el día Sylvie volvía a traerme un nuevo billete.

Acude con antifaz al pabellón del jardín de las Tuilleries mañana a las tres. Yo iré con una capa militar con galones de oro en el embozo. A.

—No pensará madame ir sola… —dijo Sylvie, alterada por la idea de volver a ver a Lamotte.

—Claro que no. ¿Y si es una trampa? Ya sabes que en París hay gente que no me quiere bien. Vendrás conmigo, y Mustafá puede rondar como flotando, que se le da muy bien.

—Flota como la libélula, se confunde con las sombras y muerde como la serpiente —dijo el propio Mustafá, animado—. Me disfrazaré de niño aprendiz, ¡qué diablo! Tendré que afeitarme la barba, pero no importa; soy un artista.

—Aprecio mucho tus aptitudes artísticas, Mustafá —comenté mientras me sentaba para que Sylvie me quitase las peinetas y me cepillara el pelo.

Afuera hacía un frío que helaba, pero mi corazón latía sin freno. Lamotte soñaba conmigo. ¿Era obra de La Voisin o porque de verdad había sentido amor en aquel momento de dolor compartido? El encantador caballero, mío al fin… Un tanto deteriorado, pero aun así interesante. El milagro se había producido. Era a mí a quien quería a pesar de vivir rodeado de aristocráticas beldades. Después de tanto tiempo. Hablaríamos. Recordaríamos juntos a Marie-Angélique; y luego me diría que era a mí a quien siempre había amado sin darse cuenta. Al fin y al cabo, ¿qué son unos simples bucles al lado de una mujer de viva inteligencia y cálida simpatía?

Aquella noche me costó dormir, y al día siguiente tardé una eternidad en elegir vestido. Perdí mucho tiempo indecisa ante el de satén rosa, aún sin estrenar en su funda de muselina; pero no era el vestido ideal para un jardín húmedo en otoño. Ya lo luciría con elegancia en otra ocasión para deslumbrarle; me pondría algo más cálido, acogedor y serio a la vez. Algo de color. Ah, ¿por qué tendré tantos vestidos negros? Necesito vestidos de mujer joven, cosas bonitas con flores, pensé mientras rebuscaba frenética en el armario, descartando un vestido tras otro, ante la impaciencia de Sylvie. Al final opté por el de lana verde oscuro con adornos negros, complementándolo con una costosa toquilla de encaje para darle un aire más juvenil. Una capa gris oscuro y un sencillo sombrero ancho con un antifaz de terciopelo negro completaron el atavío.

—El bastón, madame —dijo Gilles, que me abría la portezuela del carruaje al tiempo que Sylvie me lo traía a toda prisa.

—No lo voy a llevar, Sylvie.

—Pero… cojearéis más. Con el bastón casi no se os nota.

—Con el bastón parezco la marquesa de Morville, Sylvie. Como llegaremos con tiempo, me sentaré a esperarle.

La lluvia de la noche había mojado los caminos de grava del jardín, dejando hojas secas apelmazadas al pie de los árboles aún húmedos, pero cuando me ayudaron a bajar del carruaje, a la entrada del parque, las nubes grises se abrieron, vimos el cielo azul y el sol relumbró en mil charquitos cual si fuesen fragmentos de plata. Después de tanto sufrimiento, estaba decidida a ser feliz.

Lamotte tardó, pero en cuanto oí sus pasos despaché a los criados del templete diciéndoles que se escondieran entre los árboles.

—Mademoiselle, mil perdones —dijo Lamotte, casi arrastrando su sombrero emplumero al saludarme. Yo notaba que bajo el antifaz mi rostro ardía—. Me he retrasado por culpa de la duquesa; me encomienda tantos recados y tonterías… Pero ¿quién puede crear sin una protectora? La sutil fiebre de la mente no surge de pan y berza —añadió, para quedarse mirándome un buen rato—. Sueño contigo. Desde aquel día… aquel día terrible… no puedo apartarte de mi pensamiento.

—Tampoco yo… lo he… olvidado.

Ah, ¿dónde estaban mi dominio y mi ingenio? Me comportaba como una auténtica boba. Él tomó asiento a mi lado en el banco de mármol.

—Desde aquel día todo me resulta insulso. La insinceridad y superficialidad de mi mundo se me hacen cada vez más evidentes. «Hemos compartido un instante de verdad», son palabras que he soñado oír y a las que intento contestar sin que nada salga de mis labios. Tienes que haber sentido la perfección de aquel momento —añadió con voz de protagonista de teatro—. Sinceridad es lo que me faltaba, me he dicho. No hay otra mujer sincera en el mundo y por eso me obsesiona el recuerdo de aquel momento de excelsa y loca pasión —añadió, acercándose más y echándome su hálito en el cuello.

No es sinceridad, musitaba mi mente cínica, tersa y despierta por exceso de café turco, es algo totalmente distinto; no le creas. Pero mi corazón, rebosante de la alocada ilusión de creerme al fin hermosa y amada, mandaba callar a mi mente.

—¿No adviertes —inquirió, pasándome el brazo por la cintura— que somos dos corazones destinados a latir al unísono? —Y cogió mi mano para apretarla contra su corazón bajo la gruesa capa, con lo que creí derretirme—. Aquel momento de ternura… tengo que, tenemos que repetirlo.

—Aquí, no; es indecente —pude apenas protestar.

—¿Indecente? Si este templete hablara, cuántos secretos revelaría. Donde hay amor no hay indecencia.

—Por favor, André, no me atrevo… —Quise rechazarle, pero no tenía fuerzas. ¿Sería la clase de amor que me había imbuido el sortilegio? ¿Palabras necias y pasión egoísta? Pero lo deseaba. Sus caricias me hacían estremecer y me sentía hermosa. ¿Formaba parte del hechizo de La Voisin, o no era más que cosa mía, entontecida por una pasión juvenil absurda tanto tiempo reprimida?

—Pasaremos juntos la noche —musitó, manoseándome de tal modo que las fuerzas me abandonaban—. Despide el carruaje y a los criados y vamos a una discreta posada que conozco en el camino a Versalles.

—No… no puedo —susurré. Un beso; otro. Mi voluntad no me respondía—. Oh, sí —dije al borde del desmayo.

Aunque mis labios accedían, mi mente gritaba: di que no, idiota. ¡No le dejes! Te quedarás embarazada y morirás. No importa, que sea lo que tenga que ser, decía mi corazón gozoso. ¡Qué más da! Qué desastre, replicaba mi mente. Perderás la buena vida y morirás en el arroyo, bajo las tapias del Hôtel Dieu. Te ama, gritaba mi bobo y alegre corazón. Tiene que amarte. ¿Qué importa lo demás? Necia, necia, suspiraba mi cerebro, mientras me dejaba llevar del brazo hasta el carruaje.

Las velas se consumían junto al resto de la cena en aquel cuartito abuhardillado. A través de la ventana abierta no se oía más que el canto de los grillos bajo las estrellas.

—Mademoiselle, rara vez se alcanza semejante perfección amorosa —dijo él, abotonándose los amplios pantalones cortos; acción que, de pronto, se me antojó el de alguien avezado en tales lides—. Jamás pensé volver a hallar tal felicidad —añadió con cálido tono de barítono mientras se remetía hábilmente la camisa—. Amor mío, mi gratitud no tiene medida.

¿Qué había en su tono de voz? Ahora que el corazón estaba saciado, la mente volvía a la carga. Sí, tú escúchale, me decía la mente; te ha estado utilizando. Ahora te dejará. ¿No te entristece?

—¿Nos… volveremos a ver? —inquirí yo con un hilo de voz.

—Mi querida y preciosa criatura, voy a enaltecerte. Pondré mi musa a tu servicio.

¿Por qué de repente me sonaba tan falso? Hacía tiempo que no me sonaba así, desde la época en que vivía en la casa de la calle de los Marmousets. Galante, sí, pero no falso. Sin embargo, en ese momento me dirigió su encantadora sonrisa y mis dudas se desvanecieron. Me amaba, sólo que temía decirlo. De momento seguía siendo el protegido de la duquesa; pero su corazón era mío.

—Mi corazón es tuyo y sólo tuyo —dijo, como si hubiese leído mis pensamientos—. Pero mi protectora es una mujer poderosa y debemos andar con cuidado y ser prudentes. Cuando nos veamos en público, como seguramente sucederá, debes hacer como si no me conocieras.

—Lo sé… André —repliqué yo, dudando en llamarle por su nombre; ese nombre que una suele soñar sólo se pronuncia en circunstancias concretas—. Lo comprendo.

—Ah, eres un tesoro. El filósofo tenía razón en eso y se equivocaba en lo demás.

¿El filósofo? D’Urbec. Siempre d’Urbec. Aún in absentia, siempre aparecía en el momento menos oportuno.

—¿El filósofo? —inquirí, haciéndome la ingenua.

—La mujer sincera es la mejor, decía siempre. Pero no comprendía que, en una mujer, la pasión es más importante que la coincidencia mental.

—¿En una mujer? —inquirí; empezaba a sentir apetito—. ¿Y en los hombres no?

—Ah, sí… claro, por supuesto —respondió él con sonrisa condescendiente, como si no acabara de estar de acuerdo.

—Pensé que erais amigos… —añadí.

—Claro. D’Urbec y yo somos los mejores amigos del mundo; viejos camaradas de cuando éramos estudiantes, a pesar de que él siempre se las daba de más listo.

—D’Urbec se cree más listo que nadie —comenté yo.

—Ajá, ya lo creo. Pero lo que más me molesta es que quiera tomar el pelo a los demás. Esa sátira que ha escrito sobre la escena de suicidio de mi Osmin… Ah, a veces es molesto ser amigo de un libelliste… pero, en fin, un amigo es un amigo…

—¿Qué sátira? ¿Te refieres a esa gacetilla del…?

—Del Parnasse Satyrique. ¡Maldita sea!, como si no hubiese sabido quién la había escrito nada más leerla. Su estilo es inconfundible. Conozco al león por sus zarpazos. Naturalmente no voy a descubrirle, pero se comenta en todo París. Es un clásico de la literatura prohibida. El obispo de Nantes ha pagado treinta y cinco libras por el libelo; me di cuenta de quién lo había escrito nada más verlo. Por dondequiera que voy la gente me cita frases y yo finjo reírme —dijo Lamotte, levantándose de pronto del banco y poniéndose a pasear furioso arriba y abajo con los puños apretados y las venas de las sienes a punto de estallar—. ¿Te imaginas? ¡Por todas partes! ¡Él, que no ha escrito nada, se atreve a mofarse de mi obra! ¿Tú crees que voy a aguantar semejante insulto? —De repente, se volvió y me miró, y su rostro se dulcificó—. Bah, basta… Ahora soy otro hombre. Tú me has renovado y me inspiras. Mi próxima obra maestra, mucho más grande que Osmin, más exquisita que Safo, se basará en la vida real. Se llamará Teodora… y tú serás el modelo de la heroína. Tú, tú sola, oh divina inspiradora de pasión.

Sentí que me ruborizaba de placer. Me daba igual si estaba embarazada; ya me las arreglaría. ¡Yo, musa del poeta! La emoción me cortaba la respiración. Pero, pese a la euforia de mi corazón, la vocecilla del cerebro decía: Vaya, vaya, creyó que d’Urbec estaba enamorado de ti al verle en tu casa, y ahora te está utilizando para fastidiarle. ¡Sí que era brujería! ¡Todo el sortilegio del pañuelo no ha servido más que para entontecerte! ¿No te da vergüenza dejarte engañar así? Y además por un error; porque Lamotte no sabe que te has peleado con d’Urbec y que a éste ya no le gustas. Da lo mismo, replicaba mi loco corazón. Antes de que Lamotte se entere le habré conquistado de verdad. Y entretanto se pavoneará de su amour por todo París y el rumor de la musa secreta de su obra penetrará en todos los dormitorios. Su obra maestra me la deberá a mí. Yo… una beldad admirada, musa de un poeta, envidiada y admirada en los salones de París… Mi cerebro trataba de refutarlo: ¿crees acaso que él no sabe que ése es el sueño de cualquier muchacha? ¿A cuántas no les habrá dicho lo mismo? Pero mi corazón ahogaba las voces de la conciencia. Como siempre, era un órgano ruidoso y estúpido.

El resto del otoño discurrió a la trémula luz del romance. Las cambiantes nubes grises, el viento frío y húmedo arrastrando en torbellinos las hojas muertas por el arroyo, la melancolía cayendo de los empinados tejados de pizarra… Todo me resultaba sumamente delicado ahora que era una musa poética. Cómo me complacía al asomarme a la ventana acechando su llegada, o al sentarme junto al fuego para leer a Horacio y aguardar el billete amoroso del hombre más atractivo de París. No le veía mucho, pero aprovechaba cualquier momento que le dejaban libre sus obligaciones, su protectora, su obra y su ineludible asistencia a los diversos salones. A veces nuestros caminos se cruzaban en una cena o una lectura en alguna mansión aristocrática.

Fingíamos no conocernos y yo me recreaba con los comentarios que escuchaba:

—Querida, es el caballero de La Motte… ¿Verdad que es guapo? Dicen que está escribiendo una obra superior a Safo. Oficialmente la dedica a la duquesa, por supuesto, pero me han dicho que está inspirada en una mujer de la que está secretamente enamorado…

—¿Y no sabes quién es?

—No, es un misterio; aunque hay quien dice que puede ser Ninon de Lenclos.

—¿Ninon? Creo que es demasiado vieja. Su musa tiene que ser una auténtica beldad.

Para mí era como la más dulce música.

En una ocasión acudió a medianoche a mi casa de la calle Charlot y me declamó a la luz de las velas los últimos versos que había compuesto, una trágica tirade de la emperatriz en elegantes alejandrinos. Las copas de vino lanzaban destellos a la luz mientras él adoptaba una pose majestuosa y con su firme voz de barítono acariciaba los versos.

—¡Qué inspirado! Rivaliza con Racine y deja a Corneille en la sombra.

Lo cierto era que la obra me parecía un tanto pedestre en ciertos pasajes, pero como yo la inspiraba, me resultaba encantadora. No me cansaba de oírle. Cuando me llegó la menstruación y no tuve una sola falta, me llevé una gran decepción; me habría encantado tener un hijo, aún a pesar de tener que reducir el negocio. Además, tal vez un hijo le retuviera junto al fuego, leyendo poesía para siempre…

—¿Que rivaliza con Racine? Yo soy mucho mejor que Racine. Él se crea mil enemigos con la pluma… Además, encuentro algo burda su manera de retratar a la aristocracia. Por ejemplo, la escena en que Alejandro sale de los establos después de dar de comer a los caballos. Ningún caballero da de comer a los caballos. Tiene un tufo burgués carente de refinamiento.

—Querido André, ¿qué te parecería un hijo fruto de nuestro amor?

—¿Qué…? ¿Un hijo? No estarás embarazada… ¡Por Dios bendito!

—No lo estoy, pero… supón que lo estuviera.

—Ah, no lo estás… —repitió aliviado, sacando el pañuelo de la manga para enjugarse la frente. En aquel momento su preocupación me conmovió.

—Madame, últimamente tenéis las mejillas demasiado sonrosadas —dijo Sylvie con voz tajante y enojada, como hacía en aquellos días—. He pedido a La Trianon un maquillaje más blanco.

—¿El que vende a las que han tenido la viruela? ¡Parece escayola! —dije, echándome a reír.

—No os riáis; si dejáis de parecer un cadáver perderéis la mitad de los ingresos y Madame querrá saber a qué se debe. Ah, Mustafá, ¿quién hay abajo? Espero que sea un cliente y no otro comerciante con una factura.

—Sí, es un cliente. Una sirvienta que pide que madame de Morville haga una visita a domicilio mañana por la tarde, cuando no esté la dueña de la casa.

—¿De qué casa?

—Una de la calle de los Marmousets, en la Île de la Cité. La casa de los Marmousets. Al fin.

—¿Quién es la dueña, Mustafá? No conozco esa casa.

—Ah, yo sí, madame —terció Sylvie—. La dueña era una buena clienta de madame Montvoisin, pero ahora está enferma y no sale de casa. La viuda Pasquier es muy dada a la astrología; habréis oído hablar de ella. En otro tiempo era una dama elegante, pero nunca estuvo en la corte.

—Sí, creo que me suena ese apellido. —¡Cómo no iba a sonarme! Era mi madre. Traidora a sus hijas, envenenadora de mi padre—. Dile a la sirvienta que iré mañana a las dos.

Sí, allí estaré. Y con la misma sustancia con que quitaste la vida a mi padre. Justicia. Justicia por encima de todo.