31

Sabía que no podía correr, así que opté por caminar con toda naturalidad entre la multitud de vendedores gritones de la plaza de Notre Dame hasta el lugar en que descansaban los cocheros de calesas de alquiler. En voz alta me dirigí al que tenía el caballo más fuerte y le dije que íbamos al Faubourg Saint-Honoré; sabía que el que me seguía me habría oído, pese a que los latidos de mi corazón me ensordecían. Ya he despistado al policía, pensé; ahora volverá a informar. Pero al montar en la calesa vi que el sargento con medias rojas tomaba otra calesa. Mi cochero se dirigió a toda prisa al Pont Notre Dame, pero en seguida se vio detenido por el embrollo de sillas de mano y peatones en la estrecha vía formada por las tiendas elegantes que lo bordeaban. Miré hacia atrás y vi con alivio que la calesa del policía también se hallaba detenida por un grupo de personas elegantes que salían de una galería de pinturas.

—Cochero, he cambiado de idea. A la mansión Bouillon, y os pagaré lo mismo. Y si me lleváis lo más rápido posible os pago el doble.

Oí restallar el largo látigo a derecha e izquierda y la multitud de aprendices abrió en seguida paso al rocín, que emprendía un vivo trote. Volví a mirar hacia atrás y vi que mi perseguidor no podía reemprender la marcha y agitaba el puño hacia el cochero de su calesa. Estupendo, le he despistado, pensé; pero no respiré tranquila hasta que nos vimos en medio de una multitud de mercaderes que entraban provisiones a la cocina de la gran mansión, y cautelosamente me escurrí hasta los aposentos del único hombre en París que podía ayudarme.

Encontré a Lamotte ataviado con un batín de seda roja y un gorro persa, dando órdenes a un pinche.

—Y recuerda —decía— que los mariscos causan erisipela al señor obispo; se trata de una velada en la que Madame querrá que se sirva algo ligero, muy ligero. No hay que sobrecargar a los invitados, ¿sabes?

Gesticulaba delicadamente con los dedos para dar a entender la ligereza que deseaba. Qué curioso, pensé; de poeta y dramaturgo a organizador de fiestas y factótum general. Un hombre con tanta experiencia seguro que llega lejos en los círculos aristocráticos.

—Monsieur de La Motte, una sirvienta con un mensaje de mademoiselle Pasquier —dijo el criado sin gran respeto. Lamotte alzó la vista y me vio esperando en el pasillo, ante la gran puerta de doble hoja del salón, una de las cuales estaba entreabierta.

—Ah, sí, conozco a la sirvienta, Pierre. Y no hagas conjeturas respecto a mademoiselle Pasquier que molesten al ídolo de mi corazón. La Pasquier no es una de las muchas locamente enamoradas de mí, cuyos favores he desdeñado por una llama más elevada, ardiente y noble. No, Pierre, que madame sepa que es dueña de mi corazón y que sólo su estelar brillo inspira mi musa.

Palabras que acompañó golpeando la bordada seda sobre el corazón. Había engordado; unos pocos meses habían dado al traste con su esbeltez, y hasta el bigote era mayor, dentro de lo que cabía. No podía por menos de admirar la gracia felina con que había trepado socialmente de boudoir en boudoir hasta llegar a la cumbre y acabar viviendo en la mansión Bouillon. Sólo dos cosas habían sufrido: su apellido, que se había escindido, y su pasión por escribir tragedias. Desde el éxito de Osmin no había vuelto a escribir nada de mérito para el teatro. Pero el caballero de La Motte hacía furor con el verso ligero y las escenas bucólicas que escribía para los ballets musicales. Despidió al cocinero y al criado, pero advertí que éste permanecía detrás de la puerta para escuchar.

—¿Qué mensaje traes? —inquirió con toda naturalidad y en voz alta para que se oyera detrás de la puerta.

—Monsieur de La Motte, mademoiselle Pasquier ha muerto en el Hôtel Dieu, víctima de un horrible accidente. Por todo lo más sagrado de antaño, os suplico que me acompañéis para reclamar el cadáver.

Oímos ruidos de pasos del criado alejándose. Magnífico. Una mujer muerta no era rival de la más celosa beldad. La afable naturalidad desapareció del rostro de Lamotte y la preocupación se reflejó en sus ojos.

—¿Qué… ha sucedido?

Yo me apresuré a contestarle de prisa y en voz baja. Quién sabe por cuánto tiempo nos dejarían a solas.

—No ha sido realmente un accidente… ha sido un… aborto chapucero. ¿La perdonaréis? Ella dijo que era la voluntad de Dios —añadí, enjugándome los ojos: Lamotte sacó un gran pañuelo y se sonó ruidosamente—. Os necesito, monsieur Lamotte; ella os necesita en este último favor. Tengo sobornada a una veladora para que nos entreguen el cadáver. No pondrán ningún impedimento a un hombre si dice que es de la familia, pero a mí… pueden creerme cómplice del aborto.

La preocupación se reflejaba en su mirada. Transportar cadáveres de criminales no era tarea de un valido en ascenso, arbitro del gusto artístico.

—¿Y la familia? —replicó—. ¿Qué clase de familia inhumana tenéis que no se preocupa de su entierro?

—Mi hermano la repudió hace años y no irá a recogerla. Es tan avaro que a duras penas daría dinero para el entierro aunque no le acarrease molestia alguna. A él le preocupa enormemente su respetabilidad, Lamotte. Pero ya sabéis que tengo dinero y quiero que la entierren y le coloquen una lápida… Pero debéis ayudarme. Pensad en lo que significó para vos…

Al oír mis palabras su rostro se desencajó y, de pronto, pareció un viejo.

—He perdido mi juventud, Geneviève. El que era antaño ha muerto con ella. Mis sueños de alcanzar la gloria inmortal, de conquistar al ángel de la ventana… se han desvanecido. ¿Has entendido? Ahora escribo versos para ballet.

—¡Y sois famoso! He visto La princesa del castillo encantado en Saint Germain.

—Pero he sido incapaz de terminar mi tragedia Safo. Me he secado, estoy acabado. Y este final… qué sórdido, qué ordinario… —dijo, restregándose los ojos con rabia y volviendo a sonarse—. Si hubiera escrito sobre ella, se habría suicidado noblemente con una daga de plata o arrojándose al mar desde un precipicio y recitando versos clásicos. Era lo menos que habría podido hacer. Pero… desangrarse hasta la muerte en un repugnante hospital de caridad… —Se llevó las manos a la cara y estuvo un buen rato sollozando; luego, me miró—. ¿Qué tengo que hacer? ¿Disfrazarme esta tarde de avaricioso pequeño burgués? Bien; lo haré por ti —añadió, ciñendo el batín a su desfigurada cintura y poniéndose en pie—. ¡Pierre! ¡Pierre! —añadió, dando unas palmadas—. ¿Dónde se mete ese bribón cuando lo necesito? —exclamó, acercándose a la doble puerta y gritando; oí carreras y al fin regresó el criado, jadeante.

—Pierre, mi peluca de calle más pequeña. Y mi traje de luto; sin fajín; voy a un entierro burgués, ya sabes.

Hizo un despectivo ademán, cual si fuera asunto que le repugnara, y desapareció en el gabinete que había al fondo del salón; supongo que sería el dormitorio o el vestidor. A través de la puerta le oí decir:

—Di a la sirvienta que me espere para indicarme el camino.

Lamotte seguía siendo un buen actor, y no había otro como él capaz de representar a la perfección a un avocat burgués.

Temblaba, sentada sola en uno de los carruajes ligeros de las caballerizas de la mansión Bouillon. Lamotte me había dejado en la calle del Sablón, a una manzana de la entrada del Hôtel Dieu; pero no era el frío lo que me hacía temblar. El viento otoñal había despejado las húmedas nubes grises y se veían parches de azul mezclado al rosa del atardecer sobre los empinados tejados de pizarra. El típico día que le habría gustado a Marie-Angélique; ella siempre decía que no se podía hablar mal de los días que dan un color rosado a las mejillas. Delante de nosotros, en la misma calle, aguardaban lánguidos los caballos del coche fúnebre, con el cochero adormilado y las riendas atadas al pescante.

«¡No te abrumes en casa en un día como éste, hermana, que pronto vendrá el invierno!». Oía su voz como si estuviese a mi lado. «Iremos a tomar el aire a los jardines del Palais Royal y ya verás cómo se te pasa el malhumor. Además, a lo mejor vemos a alguien interesante…». Marie-Angélique, ya no tomaremos más el aire; pero yo te recogeré.

Por la esquina del hospital surgió la figura de negro; además de ir con la cabeza gacha, vi cómo caminaba con el paso flemático de los burgueses, despacio, hasta el coche fúnebre, y hablaba largo rato con el cochero, que gesticulaba enérgicamente. Dio dinero al hombre, el cochero hizo restallar el látigo y se alejó por la calle del Sablón.

—¿Qué ha sucedido? ¿Por qué no toma la entrada de coches?

Lamotte se sentó en silencio frente a mí sin contestarme.

—No me preguntéis —respondió finalmente, impávido.

—¿Habéis pagado a la vieja? ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué no os la han entregado?

Lamotte dio órdenes al cochero, cerró los ojos y volvió a guardar un prolongado silencio.

—Alguien avisó a vuestro hermano —dijo al fin, despechado—. Suerte que supe conservar la entereza y dije que era un primo por parte de madre.

—¿Y… qué?

—Vuestro hermano les dijo que se trataba de un error; que él había tenido una hermana con ese nombre pero que había muerto hace años.

—Era de esperar.

¿Quién le habría avisado? ¿La policía? Tenía que haber sido la policía; sólo de ellos cabía esperar tal rapidez. Lamotte se había cubierto el rostro con las manos y estaba sollozando. Le zarandeé del brazo.

—Tenéis que decirme lo que ha sucedido —musité entre dientes.

—Los cadáveres de los criminales… —se limitó a contestar, y yo volví a zarandearle—. No me lo preguntéis, no puedo decirlo —balbució.

—Tengo que saberlo… tengo que saberlo —exclamé; él alzó la cabeza y me miró con los ojos enrojecidos.

—La han llevado al aula de anatomía del Collège Saint-Còme. Les ha parecido… digno de estudio un caso de aborto… séptico. Dios mío, ¡digno de estudio! Parece que la estoy viendo mirar desde la ventana… con sus divinos ojos azules… riendo. ¿No lo entiendes? Ya no queda nada de ella… nada. La han descuartizado, despedazado para el progreso del estudio de la ciencia de la anatomía. Agarré por la garganta al cirujano de la sala y le grité: «¡No es una máquina! ¡Tiene un alma! ¡No podéis hacer eso!». «Lo siento, monsieur, ya está hecho», me dijo y se apartó de mí como si yo estuviera loco. Temo haber hecho el ridículo. Había… había alimentado la ilusión de besarla por primera y última vez. La única vez. Como despedida a mi juventud. ¿Era mucho pedir? Una sola vez. Pero vivimos en una era moderna y ya no hay lugar para gestos… gestos románticos, absurdos, inútiles… Los científicos con sus lancetas se me han anticipado.

Mi preciosa hermana troceada como un cerdo, sin tumba donde ir a llorar por ella. Me sentía como si me hubieran partido los huesos y se me saliera la médula.

Lamotte seguía balbuciendo incoherencias cuando abrieron la puerta cochera de la mansión Bouillon. Al oír las voces y el ajetreo, se enjugó las lágrimas, se sobrepuso y se alisó el otrora garboso bigote.

—Y esta noche ceno con esos puercos, no mejores que el resto —añadió con voz pausada y ojos de amargura.

—¿Os encontráis bien, monsieur de La Motte?

—Ahora menos que nunca —dijo cuando el carruaje nos dejaba al pie de la ancha escalera que arrancaba desde el cour d’honneur, mirando hacia lo alto las balaustradas y las puertas doradas como si fueran las puertas del averno—. Acompañadme un instante, mademoiselle Pasquier. Contadme algo de ella. Me siento como… sin respiración.

Le vi demudado y no pude negarme; me condujo por largos pasillos y fastuosas salas hasta sus modestos aposentos privados en la parte trasera del palacio. Entrando por la puerta principal y discurriendo hacia el interior de la gran mansión, como habíamos hecho, se apreciaba claramente la cantidad de servidumbre, escritores, artistas, huérfanos, primos lejanos y parásitos que albergaban sus muros. Era una sociedad en miniatura con categorías propias, y su corte, a imitación de Versalles, un mundo de adulación con puñaladas por la espalda y oportunismo, en el que todos se consideraban afortunados. Es mejor pertenecer a una sociedad de brujas, pensé. Se entra y se sale por la puerta principal sin tapujos.

Cruzamos el vestíbulo y me llevó a un cuarto de paredes doradas llenas de libros. Un escritorio y dos confortables sillones destacaban entre los montones de manuscritos y recuerdos de teatro; su batín, del que se había despojado precipitadamente, yacía tirado en un lecho no muy ancho con cortinas de brocado, embutido en un hueco.

—Mi refugio —dijo con un gesto que abarcaba la desordenada cámara—. Incluso ella tiene que dejar su cubil a la fiera —añadió, hurgando en un armarito y sacando una botella y dos vasos.

—No hay una sola alma a quien pueda hablar de ella salvo a vos —dije, cogiendo el vaso—. ¿Quién puede entender su bondad y su dulzura? La belleza fue su perdición —añadí; el coñac era fuerte y me hizo toser. Él volvió a llenar los dos vasos.

—No, su belleza no; su familia. Vuestro hermano, y perdonad, es un monstruo con un corazón de piedra —dijo mirando en el vaso como si pudiese ver las imágenes en el fondo—. Hay muchos así hoy día. Si tuviera la pluma de Moliere escribiría una sátira contra él. El papel del arte es convertir en algo cómico a los monstruos para poderlos soportar, ¿no es cierto?, transformando nuestros propios y ruines duelos en grandes tragedias para que los demás lloren con nosotros. —Hizo girar con un gesto el contenido del vaso y, al volver a coger la botella, se me quedó mirando fijamente; luego apartó la vista hacia la ventanita y, cual si estuviésemos en otra época, bajó la voz—. Dos hermanas como dos rosas, criándose en un lugar oscuro y odioso. Aún veo vuestros rostros mirando desde la ventana, apartando ligeramente los visillos. A ella siempre la imaginé retraída en su torre, leyendo novelas y soñando con su príncipe. —Volvió a tomar un trago del vaso y me sirvió más a mí—. Mademoiselle Pasquier —añadió en voz baja—, yo soñaba con ser ese príncipe, pese a ser el hijo de un modesto tapicero.

El fuerte coñac me clavaba dulcemente al sillón. Al fin notaba las lágrimas correr por mis mejillas; él me tendió su pañuelo y volvió a servirse coñac.

—Yo le escribía… mis sueños, poemas; daba rienda suelta a mis ilusiones y me pasaba la noche entera escribiendo a la luz de una vela para hacerme merecedor del honor de ser recibido en su casa… vuestra casa…

No había dejado de servirse una y otra vez, y se sentó en la cama, entre el montón de camisas, libros abiertos y ropa de noche; con la cabeza gacha entre las manos, hablaba entre sollozos.

—Qué distinto era yo entonces. Por ella habría hecho cualquier cosa. Y ahora… ni siquiera tiene una tumba. —Alzó la vista hacia mí con el rostro bañado en lágrimas—. Decidme, ¿leía mis cartas?

¿Qué iba a decirle? André, mi hermana estaba educada desde que nació para desear más de lo que tú podías ofrecerle. Era yo quien salvaba tus misivas del fuego. Habría dado cualquier cosa porque un solo verso de aquéllos me lo hubieras escrito a mí. Creo que los dos hemos sido unos tontos, André. Abrumada por su dolor, y el mío, le mentí.

—Las llevaba constantemente en su seno para leerlas.

—Lo sabía. El cínico se equivocaba. «El corazón de un enamorado tiene ojos para ver la verdad», le decía yo, y él se echaba a reír. Me decía que era un necio por no ver la realidad, y yo le detestaba. «Si yo pudiera escoger, elegiría a la hermana más joven; es más inteligente y de mejor corazón», me decía. Pero ya veo que se equivocaba y le perdono de todo corazón; envenena este mundo con la excusa de la razón y por ello ha sufrido tanto. No le guardo resentimiento.

El cínico no podía ser más que d’Urbec. ¿Por qué en aquel momento pensaba en él, recordándolo con tristeza, cuando mi corazón estaba ebrio por el dolor, el coñac y los secretos íntimos que él me contaba? Pero aún más: en lo profundo de mí resonaba la voz reprimida del deseo como un demonio que sale de una cueva y se abre camino imparable, avergonzándome al tiempo que encendía mi imaginación. Quiero que sea mío, decía. No, en este momento no, replicaba yo. Traiciónala, ella está muerta, insistía él. Aparta, ser repugnante, decía yo. Me levanté y me serví más coñac de la frasca. Apenas me tenía en pie.

—Geneviève, consoladme. Me siento tan frío como si estuviese en la tumba con ella —dijo Lamotte, tiritando violentamente, al tiempo que me agarraba de la mano que tenía libre, haciendo que perdiera el equilibrio y tirara el vaso al suelo; él me sostuvo, pero caí hacia él y quedé sentada en su regazo, mientras me abrazaba.

Apoyé la cabeza en su hombro y noté que me acariciaba el pelo como a una niña; sentía la humedad de sus lágrimas en la nuca.

—Consoladme, consoladme —dijo, deslizando desde el cuello hasta el pecho una mano que yo sentí cálida y humana.

—Así no —repliqué yo con voz desmayada, en pugna con el demonio. Pero ya había hundido su rostro en mi seno y el tacto de aquella mejilla áspera en mi piel suave vencía mi resistencia. El bello caballero de la ventana: mío. Y a costa de algo horripilante. Me estremecí.

—Notad mis lágrimas —añadió, al tiempo que yo sentía aquel líquido tibio bañar mis senos, advirtiendo un imperceptible tonillo en su voz, indicio del seductor inveterado. Te está utilizando, pensé; pero el demonio me decía: hazle tuyo. ¿Cuándo vas a poder tener un hombre como éste?

—No… no puedo… esto no. Deteneos, por Dios bendito. No puedo quedarme embarazada. Y menos después de haber visto…

—Ah, qué suave y qué blanca; como la nata —persistió, hurgándome entre las faldas—. Cálida, humana, viva.

—No… —dije otra vez, pero el corazón me latía con fuerza y el demonio victorioso se adueñaba de mí; mi cuerpo se estremeció de pasión cuando su mano alcanzó lo que buscaba.

—Qué hermosura —musitó, tumbándome y echando su peso encima—. No temas… Durante todo este tiempo… como ya no podía aspirar a su amor… he aprendido muchas triquiñuelas para complacer a las damas. Conmigo no corres peligro. No temas… nada…

Las horquillas del corpiño fueron a parar al suelo, tenía la falda y las enaguas arrugadas y amontonadas sobre el pecho como un ramo de flores, y el miedo se desvaneció en el calor de aquel placer desconocido. Pero aunque sus labios y sus manos iban a todas partes, él mantenía los ojos cerrados; comprendí, aun en el momento en que asaltó el último baluarte, que intentaba evocar a Marie-Angélique con sus manos, con su mente, con su pasión. Su rostro, bañado en lágrimas y torturado por el dolor, seguía siendo hermoso.

—André… —musité, y el frenesí se apoderó de ambos.

—¡Angélique! —exclamó él, saliendo de mí y derramando en las sábanas el líquido seminal.

Había cumplido su palabra y no quedaría embarazada; pero era a mi hermana a quien había poseído, no a mí. A pesar de ello, le miré a la cara, relajada y llena de gratitud, cuando ya comenzaba a adormecerse. No me sentía apesadumbrada lo más mínimo, y aún notaba una cálida sensación de bienestar cosquilleante en el cuerpo. Pensé en mi tío y en lo erróneo de su predicción: el hombre más hermoso con el que siempre había soñado ha llorado conmigo, me ha suplicado, me ha penetrado y se muestra agradecido. Era inmensamente feliz en aquel momento. Quémate en el infierno, tío, repetía mi mente en sordina; en este momento, André Lamotte es mío y lo demás no importa. Me tiene todo sin cuidado.

—André, André —musité—, no te duermas. La fiesta, la duquesa. Tienes que levantarte —añadí, zarandeándole del hombro; él entreabrió los ojos.

—Ah, eres tú, Geneviève. —Nos miramos un buen rato, perfectamente conscientes de lo que habíamos hecho—. Te estoy agradecido. ¿Qué puedo hacer por ti? ¿Qué puedo darte yo, pobre de mí, para compensar el que hayas salvado lo que quedaba de mi persona?

—Puedes ayudarme a cepillar el vestido, a ponérmelo y pedir una silla de mano para volver a casa. Y luego tienes que hacer acopio de ingenio para la fiesta de esta noche.

—¡Oh, Dios mío, la fiesta! ¡La duquesa! —exclamó, como si finalmente se diera cuenta de la situación, mientras yo me esforzaba en alisar las enaguas de domingo de Sylvie.

—Aunque no creo que te regañe por un revolcón con una criada en tu día de asueto; saldré por la puerta trasera y nadie sospechará lo que ha sucedido.

Él me miró horrorizado.

—Tú… tú piensas en todo. Qué seguridad en ti misma… No es natural. Me recuerdas la forma calculadora de actuar del maldito d’Urbec.

Otra vez d’Urbec. ¿Por qué se removía algo dentro de mí?

—André, sé que a quien has poseído ha sido a Marie-Angélique; no voy a pedirte nada ni a ponerte en apuros. Sólo quiero que seas mi amigo. Nada más.

Él me miró atónito; en aquel momento tenía cara de viejo: profundas ojeras y el bigote lacio, y ya comenzaban a notársele en la cintura los efectos de la buena vida; pronto sería un hombre gordo y ocioso de mediana edad.

—Tienes el honor y el corazón de un hombre —dijo—. En un mundo de mujeres falsas, envidiosas y malignas y de cortesanos hipócritas y sonrientes, tu amistad es un tesoro. D’Urbec era más listo que yo. Ahora voy a aparecer al lado de una egoísta mujer rica, y tú, Geneviève… espero que encuentres a un hombre digno de tu corazón.

Sólo un poeta habría podido decir semejante tontería, pensé cuando los porteadores me dejaron ante la puerta de mi casa; de todos modos, la emotiva frase me había gustado. Y conservaba su pañuelo.

Una tristeza morbosa se adueñó de mí aquel largo otoño. Veía el rostro de Marie-Angélique por doquier; iba a tiendas y a ferias, pero gastar dinero había perdido su encanto. Miraba vitrinas con finos encajes, broches de plata, profusión de brocados y pensaba, en medio de aquel frenesí de ostentación: ¡Dios mío, cómo le gustaría a Marie-Angélique, tengo que decírselo! Su espectro me seguía por la galerie del palacio y por los paseos de los jardines; era como si de nuevo estuviésemos las dos juntas —dos muchachas en la primavera de la edad— fingiendo admirar las rosas, pero en realidad admirando a los paseantes. «Mira, hermana, qué gorro tan bonito; cuando sea rica me compraré uno igual». «Oh, ¿crees que ese oficial tan apuesto me está mirando a mí?». «Cuando sea rica tendré uno como él», apostillaba yo imitando su vocecilla. «Oh, Geneviève, qué graciosa eres», replicaba ella riendo. «Uno para cada una». Y oía el eco de su risa caminando por los paseos encharcados, mirando entre las hojas secas a los templetes como si fuera a encontrármela.

Dormía hasta pasado el mediodía; mis criados despedían a los clientes diciéndoles que madame estaba muy enferma. Por las tardes caminaba sin rumbo por los jardines de las Tuilleries o del Palais Royal, y cuando me cansaba de andar montaba en un carruaje y paseaba por la ciudad o tomaba la carretera de Versalles para regresar sin haber hecho nada. Hasta el loro, mi único consuelo, permanecía alicaído en su columpio sobre la mesa del cuarto de arriba, enfurruscándose a veces, mudo y rehusando los mendrugos de mi mano. En cierta ocasión, luciendo un espeso velo, alquilé unos porteadores para que me llevaran a dar una vuelta por mi antiguo barrio; recorrimos la calle de los Marmousets, pero les hice parar en tantos sitios que creyeron que estaba loca y tuve que darles una buena propina. Nuestra casa conservaba el mismo aspecto, alta y oscura, con las gárgolas agazapadas en las esquinas de los portales góticos; vi a mi hermano de lejos, saliendo de casa hacia el Palais de Justice con un legajo bajo el brazo. Los porteadores dejaron la silla en tierra en el mismo lugar en que Lamotte y sus dos amigos solían situarse, y yo alcé los ojos como esperando ver abrirse las pesadas cortinas y nuestros dos pálidos rostros mirando hacia la calle.

—Dirigíos a los Tres Embudos y luego retroceded hasta la Pomme de Pin —ordené a los porteadores—, pero no os detengáis, sólo quiero pasar por delante.

La puerta en la que por primera vez había visto a los tres amigos, jóvenes, llenos de ánimo y riendo. Uno de los porteadores se llevó el índice a la sien antes de levantar la silla del suelo.

Luego, un día, después de casi dos semanas, sucedió lo inevitable. Poco antes de mediodía me despertaron con un zarandeo. Abrí los ojos y me encontré con la bruja de la calle Beauregard mirándome indignada, como en una pesadilla, y Sylvie a su espalda con gesto compungido.

—¡Levántate, vamos, hay tarea que hacer! ¿Crees que te he puesto casa para que te pases todo el día en la cama? El rey parece una veleta y todas las damas de la corte pierden el culo porque les lean el futuro. ¡Es un buen momento y tú sin hacer nada!

Yo balbucí no recuerdo qué, que aún la enfureció más.

—Es el colmo de la estupidez dejarse abatir por un imposible. Haz dinero, levántale un monumento y sigue viviendo. Tienes criados que pagar, una casa que cuidar ¡y deudas conmigo! Y por lo que a mí respecta, te diré que si te ha podrido el cerebro ese maldito elixir de La Trianon y ya no puedes trabajar, más vale que te mates de una vez. ¡Bébete la botella entera!

Sylvie, con los ojos abiertos de pánico, quiso coger la botella pero la mirada glacial de La Voisin la detuvo en seco.

—¡No tengo el cerebro podrido… bruja! ¡Lo tengo dos veces más potente que el de cualquiera aunque me beba cien botellas! —repliqué enfurecida, sentándome en la cama.

—Cosa que seguramente habrás hecho…

—¡Lo que he hecho es tomar menos! ¡Yo al menos no me dedico a sentarme a tomar vino con el verdugo, cantando canciones obscenas, hasta quedar roja y abotargada!

—O sea que tomar opio es más fino, ¿eh? Pues yo elijo a mis amantes; tengo condes, vizcondes y lo que quiero. Si un hombre me gusta, lo hago mío. Tengo poder suficiente para poder elegir. Mientras que tú eres demasiado cobarde para convertirte en duquesa. Aunque, claro, me olvidaba que eres aristocrate… Supongo que por eso limitas tus aventuras sexuales a la familia.

—¡Os voy a matar! —grité, saltando de la cama para echarme encima de ella, pero retrocedió y sacó un horrendo puñalito de la manga.

—Vamos, acércate, pequeña, y veremos quién mata a quién —replicó, dominando la situación con sus ojos como carbunclos.

—Juro que lo haré.

—Una pérdida de tiempo absurda —replicó ella, muy entera—. Más valdría que mataras a tu tío, que obligó a tu hermana a esa vida por cuatro cuartos e intentó matarte a ti para quedarse con lo que te había dejado tu padre.

—¿Cómo sabéis eso de mi tío?

—Olvidas, huroncillo, que él también es cliente mío. Yo sé los secretos de todos mis clientes. Pero él pagaba mal y no le echo de menos. Mándale a la cárcel una caritativa cestita de mis pastelillos y acaba de una vez —añadió, guardándose en la manga el puñal, que hizo un extraño ruido al entrar en la vaina. Maldita sea, me dije, ya con la cabeza más clara. Otra vez he vuelto a bailar como una marioneta en sus manos. Sabía perfectamente cómo hacerme levantar para que volviera al trabajo. Seguro que lo tenía planeado todo. ¿Cuándo aprenderé a no dejarme manipular por ella?

—Sois… horrible.

—¿Y tú no? —replicó ella, ladeando la cabeza y con los brazos en jarras—. Al menos ya has salido de la cama. Sylvie, ponle el vestido gris, mientras veo si Nanon ha acabado en la cocina.

La vi cruzar la puerta del dormitorio y sentí un profundo malestar. ¡Maldita, maldita sea!

Un curioso olor a corcho quemado llegaba desde abajo.

—Sylvie, ¿qué es ese olor… café?

Un frufrú de tafetanes anunció el regreso de la bruja, y su voz respondió desde detrás del biombo.

—Café turco. Últimamente me he acostumbrado a él. He venido con Nanon para que te haga un puchero y te lo vas a beber. Y como me gusta tanto, también tomaré yo.

—Pero… ¿no es muy caro? —inquirí; había pasado detrás del biombo para ver cómo me vestía Sylvie.

—Claro que es caro, pero despeja mucho la mente. Y tú la tienes bastante espesa. He gastado un cuarto de libra, pero lo cargaré en tu cuenta.

Sylvie atacaba ya los innumerables botoncitos de mi vestido gris.

—El pelo… —dije, llevándome una mano a la cabeza.

—Hazle un moño provisional, Sylvie —ordenó La Voisin—. Y basta con la cofia de encaje; hoy la marquesa recibe a los clientes en casa y no tiene que salir…

Volvió a oírse el rumor de tafetán al dejarnos solas tras el biombo mientras Sylvie me peinaba. Al poco, oí el ruido que hacía Nanon, la doncella de La Voisin, al dejar la bandeja con el café en la mesa de delante del biombo. Salí y vi dos cazos humeantes y dos tacitas de porcelana. Y La Voisin sentada en mi mejor sillón.

—Es que no lo entendéis —dije yo, sentándome enfrente de ella—. La muerte de mi hermana… —Nanon sirvió leche y café caliente de los cazos con suma habilidad—, mi preciosa hermana. Muerta por ese…

—Lo sé; el duque de Vivonne. No es la primera ni será la última. No pienses en vengarte de él… no sólo es poderoso, sino que conoce a mucha gente poco recomendable.

Curioso calificativo en boca de La Voisin, teniendo en cuenta lo turbio de sus circunstancias.

La bruja volvió a dejar la taza en el platillo y el ruido que produjo hizo que el loro asomase la cabeza por debajo del ala y emitiese un suave graznido, estirando una pata amarilla y luego la otra; después ladeó la cabeza y miró a La Voisin con sus vetustos ojos negros y ella le devolvió la mirada con los suyos, que parecían ser tan viejos. «Bebe, bebe», dijo el pájaro, cosa que divirtió a La Voisin, quien se levantó de pronto y echó unos granos de café en el cuenco de agua del loro. Éste alargó su cuello verde y metió el pico amarillo en el recipiente. La bruja contuvo la risa.

—Deja a Vivonne en manos de su mujer, querida; hace tiempo que desea estar libre.

Miré a la bruja y vi que sus ojos habían cambiado; sonreía bondadosa y había cruzado las manos en el regazo. Tomé otra taza de café.

—Bien, ahora a trabajar —añadió de pronto—. Ya verás qué bien te sienta el café. En la corte se dice que el rey se siente viejo con sus casi cuarenta años. Y cree que con un cambio de mujer recuperará la juventud. Casi todos piensan lo mismo a esa edad. Así que parece que de nuevo vuelve a desinteresarse de la Montespan, que hasta ahora ha conservado el poder consintiendo en que tenga aventuras en su propia casa. Pero resulta que su dama de compañía, la Des Oeillets, también aburre a su majestad. Desde luego ella no representa nada, pues ni siquiera le ha reconocido los hijos que ha tenido con él.

—¡Fuego infernal y condenación! —gritó el loro, balanceándose, y la bruja asintió sonriendo.

—Bien, ahora está fascinado con la princesa de Soubise, de familia arruinada y que rehace la fortuna con consentimiento del marido. El príncipe sale por la noche y ella luce los pendientes de esmeralda para indicar al rey que no estará en casa. Aunque últimamente no se la ha visto lucir los pendientes; lo cual quiere decir que o el rey o el marido se han cansado de la historia. Y, en consecuencia, se reanuda el juego… y es de esperar que te lluevan las consultas.

—No habéis leído nada en las cartas.

—No, no las he leído. Pero esta tarde madame de Ludres vendrá a consultarte. Sylvie, que vela por nuestros intereses, tuvo la precaución de concertar la visita y avisarme. Quiero que me digas lo que ves exactamente para madame de Ludres.

—Es decir, que es la principal rival y la Montespan va a consultaros.

—Muy bien. Tu cerebro vuelve a funcionar. Las estrellas me dicen que estamos en un momento crítico y que hay una inmensa suma a ganar si triunfamos. Y si madame de Montespan te consulta, tengo que saber inmediatamente lo que le predices. No me negarás que es divertido. ¿A que tu cerebro no para de hacer cábalas?

—El cerebro sí, pero el corazón no.

—Pues prescinde del corazón —replicó ella, inclinándose hacia adelante y dejando de golpe la taza en el platillo—. En el mundo actual es un peso superfluo. Bien, te dejo los cazos y las tazas. Sigue mi consejo y toma café. Deja el opio antes de que acabe contigo. El café es un nutriente cerebral.

«¡Café, café!», gorjeó el loro, recorriendo la pértiga con sus garras amarillas. La bruja le echó otro grano en el agua.

—Supongo que también me habréis cargado en la cuenta la vajilla.

—Naturalmente. Bien, adiós y no olvides que esta tarde quiero un informe completo. Te esperaré después del teatro. Esta noche voy a la mansión de Bourgogne; mientras tú estabas en la luna, Lamotte nos ha sorprendido con una nueva tragedia sobre una mujer griega que se apuñala y cae por un precipicio al mar, según dicen. Todos acabaron con los ojos bañados en lágrimas cuando la leyó en la última fiesta de la duquesa de Bouillon. Se ha buscado una claque para que la aplaudan, y yo he alquilado un palco de incógnito con el vizconde de Cousserans, con Cotón y otros amigos. En otro orden de cosas, el conde d’Aulnoy, del que dicen que su esposa fue seducida por Lamotte, ha contratado otra claque para que silben la obra. Así que promete ser una representación divertida.

Lamotte. Y ni siquiera me había invitado a la lectura. Maldita Voisin; sabía cómo irritarme.