—Hermana, te aseguro que no me acostumbraré a tu nuevo aspecto —dijo Marie-Angélique cuando nos besábamos—. ¡Dios mío, las cosas que han pasado desde que mirábamos a hurtadillas tras los visillos a los caballeros en la calle! ¿Te acuerdas de aquél de la mandolina? ¿Y el pobrecillo lleno de cintas que se trajo a los amigos para que le dieran ánimos?
La seda de su vestido rutilaba mientras servía licor de una frasca de oro y cristal. Se le notaba el rostro hinchado bajo las capas de polvos y colorete, pero lucía un peinado impecable adornado con ricas peinetas.
—Pareces cansada, Marie-Angélique. ¿Sucede algo?
—Oh, Geneviève —dijo, sentándose y enjugándose los ojos—, anoche le dije a monsieur de Vivonne lo del niño, y no lo quiere. Hermana, se mostró tan frío… Dice que las mujeres embarazadas se afean y se hinchan y que eso explicaba por qué últimamente tengo… un aspecto más vulgar. Y añadió que… si realmente le amase me mantendría atractiva para complacerle.
—Pero, Marie-Angélique, ¡si estás preciosa! ¡No se te nota ningún cambio!
—Él dice que sí. Y me he enterado de que se ve con madame de Ludres, esa horrorosa rica y presumida que vive en un convento. Es ambiciosa, de buena cuna… tiene elegancia y… no está hinchada. Hermana, tengo que conservar su amor o estoy perdida.
—Marie-Angélique, lo que dices no me parece muy decente. Me parece que no quiere el niño para no tener que hacerse cargo de él. Si tú quieres un hijo, pues tenlo.
Marie-Angélique agachó la cabeza y se enjugó los ojos con el dorso de la mano, ensuciándose la cara con una mezcla de polvos y negro de ojos.
—Dice que si nuestro amor me trae sin cuidado y no me esmero en agradarle —añadió en voz baja— pronto acabaré en un convento… o en la Salpêtrière como una prostituta, antes que consentir que me pasee por ahí haciendo ostentación de su hijo natural. Y tiene poder, hermana; mucho poder. No volvería a ver a mi hijo. ¿Y qué sería de mí? Dios mío, hermana, ¿qué podemos hacer? ¡Sería una querida repudiada, encerrada de por vida para purgar sus pecados! Y mi hijo… sin madre… ¿qué sería de mi pobre hijo? ¡Te juro que no puedo vivir! Dios me castiga por mis pecados…
La abracé mientras ella redoblaba su llanto.
—No llores, hermana —le supliqué—. Ya verás cómo todo se arregla. Dios desea que vivas, que tengas el hijo y que seas feliz.
El pelo dorado y reluciente se le soltaba de las peinetas, formando una traza luminosa en mi vestido de seda negra. A pesar de su belleza, también ella había sido víctima de las artimañas de mi madre, igual que yo.
—Marie-Angélique —dije—, tengo una casa y dinero ahorrado. Puedes vivir conmigo y tener el niño a escondidas. Él no se enterará; puedes engañarle. Dile que no acabas de decidirte; dile que ahora, tan pronto, es muy arriesgado, y que en su momento irás a un abortista. Yo cuidaré al niño y lo verás cuando quieras. Lo… haré con mucho gusto, y será como si estuviera contigo.
—Oh, Geneviève, ojalá pudiera ser; pero él no quiere esperar. Si no le hago caso, le pierdo. Hay docenas de mujeres que le desean; mujeres de alcurnia, mujeres ricas y guapas. He… he entrado en un mundo que es superior a mí, hermana. Lo único que tengo es la belleza. Tengo que recuperar su amor antes de que sea demasiado tarde. Es el único camino que me queda. —Me miraba con ojos muy abiertos llenos de desesperación; estaba pálida y desencajada, cargada de ansiedad bajo la desbaratada máscara de polvos y colorete—. Dime una cosa —musitó—, en tu… negocio, ¿no has oído hablar del conde de Longueval?
—¿Longueval? —repetí sin necesidad, reflexionando, al tiempo que mi corazón dejaba de latir. Por supuesto que conocía a Longueval.
—Sí, Longueval. Me… han dado su nombre y me han dicho que él… arregla eso.
—Longueval tiene muy mala fama, hermana. Es un ignorante codicioso.
—Él me ha dicho que pagará…
—¿Cómo, que el duque pagará a Longueval para que tú…?
—Sí —musitó ella, apartando la vista—. No me detestes, ya me odio yo misma —añadió profundamente avergonzada.
—Marie-Angélique, Longueval y sus ayudantes arrojan los cadáveres de las víctimas de sus errores detrás del manicomio de Bîcetre y del hospital de la Charité.
—Ah, no me avergüences más… pobre hijo mío…
—Marie-Angélique —añadí con la mayor dulzura posible—, ¿crees que me refiero a recién nacidos? La mayoría de las veces son las mujeres a las que atiende las que acaban allí.
—Pues el duque dice… —Sus ojos se abrieron como platos—. Geneviève, ¿qué pruebas tienes?
—Hermana, yo llevo ahora una vida muy distinta. Tan distinta que apenas podrías imaginártela. Estoy al tanto de los secretos de la sociedad. Las mujeres que alcanzan el favor, las esposas infieles van a… y en ocasiones varias veces al año, a… bueno, a un lugar que yo sé. Lo hacen sin el menor remordimiento y continúan su vida como si tal cosa hasta el siguiente tropiezo amoroso. No se corre ningún riesgo poniéndose en buenas manos. Créeme, las he visto de toda clase… actrices, aristócratas, esposas infieles. Esas mujeres saben cuidarse. Marie-Angélique, deja que yo lo arregle, pero no acudas a Longueval. Júrame que no…
—No… sé —replicó ella—. No me han educado para saber estas cosas.
—Escucha —añadí con firmeza—. Prométeme que no te pondrás en manos de ese hombre. Yo lo arreglaré todo. Tú eres lo único que tengo en este mundo. Tú podrás tener otro hijo, pero yo no volvería a tener otra hermana. Y si el duque se empeña, tú exige que te lleve a La Voisin.
—La adivina… —musitó atónita—. ¿Es ése su verdadero negocio?
—Uno de tantos —contesté yo, pensando en el jardín de huesos—. Pero lo hace rápido, con discreción y sin riesgos.
Pero Marie-Angélique temblaba como una hoja.
—Geneviève, tengo mucho miedo. Esto me condenará al infierno.
—Pues tendrás por compañía a lo mejor de la corte. Dios mío, sólo la princesa de Tingry podría dar suficiente negocio a Madame con sus… regalos anuales.
—¿Anuales? ¡Oh!, yo no podría, ¡qué horror! —exclamó Marie-Angélique anonadada.
—Marie-Angélique, si quieres conservar a este hombre, ése es el precio que tienes que pagar. Si lloras y te muestras abatida le aburrirás. Lo que hagas, hazlo con energía.
—Tengo que conservarlo, si no, no podría vivir. Y… él me ama; lo dice. Afirma que nuestro amor es precioso. Es la única solución.
Con gran tristeza, vi que mis posibilidades de ser tía se desvanecían. Se acabó lo de tejer, hacer visitas y regalar una cucharita de plata. Mis esperanzas se iban al agua. Y todo por aquel libertino. Era la prueba de lo fementidos que eran los nombres. Marie-Angélique acabó prometiéndome lo que le pedía, primero con lágrimas y finalmente con tal decisión que le creí. Y aunque no era mi día de visita, fui directamente a la calle Beauregard.
Fue Antoine Montvoisin, con su viejo y sucio batín y sus apolilladas zapatillas, quien me abrió la puerta lateral.
—Están todos arriba; negocios —me dijo, como si fuera explicación suficiente—. Estoy bebiendo su beaujolais —añadió en tono conspirativo—. Se le olvida cerrarlo cuando está arriba con una clienta. ¿Quieres un vasito?
—No, ahora no, gracias, casi no he comido —pretexté para no ofenderle.
—Ah, estás aquí, Antoine. Consumiendo otra vez mi buen vino, ¿verdad? Bien, sírvete otro vaso y vístete; tengo otra entrega hoy para Guibourg. —Margot bajaba la escalera con un paquete bien atado con un cordel. Ahora yo conocía el contenido. Éste era grande, casi a término; Madame no lo había arrojado en el horno que tenía en su dormitorio para el caso de que el feto saliera vivo—. Ah, bien… —añadió La Voisin, volviéndose para ver mi reacción—. Marquesa, ¿a qué se debe el honor, si no es día de cuentas?
—He venido a procurarme vuestros… servicios para… un tropiezo femenino…
—¡Ah! ¿Para ti? ¿Quién diablos fue? No sería d’Urbec…
—No, no es para mí. Es para mi hermana.
—Ajá, la hermosa Marie-Angélique Pasquier. Ha llegado alto, pero Vivonne es voluble. Te asombrarías de saber quién ha estado comprando polvos de amor para echárselos en la comida. Tu hermana haría muy bien en consultarme también en otras cosas. ¿Quién paga? ¿Vivonne?
—Yo. Vivonne quiere que acuda a Longueval.
—Pues, sinceramente, o es un necio o quiere quitársela de encima. Ir a ver a Longueval es lo último; es un incompetente.
—Es lo que yo le he dicho.
Mientras nos poníamos de acuerdo sobre el precio, me sentí increíblemente tranquila.
—Vamos, siéntate, marquesa. ¿De cuánto está?
Nos sentamos en sendos sillones de brocado y ella apoyó los pies en un escabel; sus tobillos enfundados en medias rojas de seda me parecieron más hinchados de lo habitual.
—Aún no se le nota —contesté.
—Lástima. Si fuese lo bastante grande para enviárselo a Guibourg podría haceros una rebaja. Actualmente hay escasez y los paga bien.
—¿Qué es lo que paga?
—No seas tan puntillosa; ya están muertos cuando se los envío. Él los bautiza, desde luego; aunque dice que estando muertos es un bautismo de segunda. Y luego… los reutiliza. De todas formas irían a parar a la basura.
—Ah, sí, claro; es una tontería desperdiciarlos —comenté con voz distante.
Me imaginaba que la única utilización de un recién nacido muerto y bautizado eran las misas negras, una de las especialidades de Guibourg. La reina de las tinieblas permanecía inescrutable mirándome con sus ojos de azabache como si quisiera leer mis pensamientos; se mantenía seria y tranquila como poniéndome a prueba. Vimos a Antoine, envuelto en su vieja capa, cruzar la puerta con el paquete. Yo seguía pensando en la situación de Marie-Angélique, obligada a semejante situación —y a sabiendas— por su propia madre, que la había utilizado en su salón para lanzarla a aquella vida casi poniéndola a la venta. ¿Habría que añadir el niño muerto a la lista de muertes de mi madre? La reina de las tinieblas debió de notar la indignación de mi mirada, pues no me quitaba ojo. Bien, ahora que tanto mi hermana como yo estábamos en sus manos, había llegado el momento de plantear la pregunta que nunca me había atrevido a hacer.
—Decidme —añadí con voz suave y tranquila—, ¿vendisteis a mi madre el veneno con el que mató a mi padre?
—No sabía cuándo ibas a preguntármelo. Sí que has tardado en darte cuenta.
—Se me acaba de ocurrir.
—Verdaderamente, para una persona que lee tan bien el futuro, eres un poco lerda en la lectura del pasado. La respuesta es no. Se lo vendió La Bosse.
—Luego es cierto. Le asesinaron y vos lo sabíais.
Ella se arrellanó en el sillón y se me quedó mirando.
—Tienes que comprender que hay cierta clase de mujeres a las que yo no vendo veneno. Yo soy una artista que crea muerte de modo indetectable. Las muertes ridículas con vitriolo y sapo destilado no son lo mío. Yo selecciono clientes que sean audaces, pacientes y sutiles. Alguien que haya sufrido un gran daño y desee seguir mis instrucciones para ajustar cuentas. Tú, por ejemplo, serías una clienta ideal —dijo, haciendo una pausa, sin que yo replicara—. Este… negocio mío lo iniciaron los revoltosos de la Fronda. No, no pienses que fue por móviles políticos; lo hicieron las mujeres que habían llevado la casa mientras sus maridos estaban en la guerra. Los señores regresan, les quitan la bolsa y las agobian a brutalidades, pegándoles y amenazándolas con encerrarlas en un convento. Con el veneno… ajustaron cuentas. Mis servicios sirven para librar a las mujeres de la esclavitud. No lo negarás… En un mundo mejor, vendería perfume y polvos de belleza, pero en este mundo malvado lo que hace falta son brujas; por eso soy rica.
—Mi madre…
—Tu madre era una clienta pobre; vengativa y rabiosa. Esa clase de mujeres no sabe aquilatar la dosis; se precipitan y lo echan todo de una vez, las descubren y, con la tortura, confiesan de dónde lo sacaron. Y yo no podría dar mis preciosas fiestas en el jardín, ¿no crees? Yo la envié a Notre Dame de Bonne Nouvelle con polvos pasados bajo el cáliz, y cuando se hartó de las misas a Saint Rabboni prescindí de ella. Además, no me gustaba.
Su frialdad me helaba el corazón.
—Sí, claro, ella lo hizo, después de todo. ¿Y para qué? Nada ha conseguido. Yo ya se lo dije: «No envenenéis a un buen marido ante la sola promesa de matrimonio. Cuando menos, averiguad cuáles son las verdaderas finanzas de vuestro esposo y lo que podéis recibir como viuda, y dejaos de esa cháchara de dinero oculto en el extranjero o acabaréis peor: pobre y sin amante, porque un hombre como el caballero de la Rivière os dejará si no tenéis fortuna». Pero ella era incapaz de mirar las cosas con lógica; se marchó encolerizada y yo envié recado a La Bosse para prevenirla. Pero La Bosse… a veces se propasa; se está haciendo vieja y pierde el sentido cuando ve el oro. Y si uno de los nuestros se pierde, nos pierde a todos.
La Bosse, la gran rival pero colaboradora al mismo tiempo. Y La Voisin. Tampoco ella tenía las manos limpias en aquello; por medio de ella, el resentimiento de mi madre había encontrado cauce.
—¿Qué le vendió La Bosse?
—La Bosse es muy mañosa; le vendió un compuesto muy flojo, pero tu madre fue lista y lo probó en los enfermos del hospital. Resultado: que volvió a ella chillando y reclamando. «¿No ves?», le dije a La Bosse. «No debías haberte comprometido con una mujer como ésa». Así que La Bosse siguió mi consejo y le vendió jabón arsénico para lavar las camisas, lo que produce unas llagas como el mal italiano. Llaman al médico, y éste suele completar la faena sangrando mortalmente al enfermo, profiriendo incomprensibles latinajos. Así que, en rigor, a tu padre lo mató el médico gracias a un proceso puesto en marcha por tu madre. Recuérdalo para desconfiar de los médicos.
Y lanzó una aguda carcajada.
Aquella risa resonó en mi cabeza como pedradas contra el vidrio. Sus expresiones me aturdían: «compuestos arsénicos», «muertes ridículas», «sangría mortal», «encolerizada». Me miré las manos. Las tenía de tal modo crispadas que los nudillos estaban blancos.
—Decidme otra cosa —añadí con gran calma.
—¿Qué? —replicó con gesto decididamente maternal.
—¿Me venderéis veneno para llevar a cabo mi venganza?
—Ah, bien. Hace tiempo que aguardaba este momento. Por fin, querida, eres de los nuestros.
La Voisin se levantó y yo la seguí al gabinete. Su rostro mostraba una extraña calma impávida mientras abría la primera puerta del armario alto y dorado de enfrente de la chimenea.
—Más pronto o más tarde, sea cual sea su estado, tu madre mandará a buscarte. Ella siempre ha consultado a las adivinas más de moda. Cuando llegue el momento, debes estar preparada para ser el brazo vengador de Dios —dijo pausadamente, mientras cogía uno de los libros, encuadernado en cuero verde con repujado de oro—. Veamos —añadió, abriéndolo y corriendo el dedo sobre las líneas cuidadosamente escritas—. Pasquier… La P… ah, no, es la R. Dios mío, no sólo engordo, sino que creo que me falla la vista. Me imagino que pronto me harán falta anteojos. Aunque no queramos, la edad nos vence.
Volvió a dejar la R y cogió el libro de la P.
Mientras lo hojeaba, deteniéndose a veces, pude leer algunas de las anotaciones viéndolas al revés: Pajot quiere hacer un pacto con el diablo. Perdriére, madame, compra polvos para paliar la fogosidad del esposo. Vicomtesse de Polignac, venenos para La Vallière, sortilegios diversos para conservar amantes, para encontrar tesoros; fórmula para agrandar los senos. Poulaillon, madame de, compras periódicas de venenos de acción lenta. Nombres, deseos, cifras: venenos adquiridos, cantidades, clase y precio. Afrodisíacos, polvos pasados bajo el cáliz, misas a Saint Rabboni, arreglamatrimonios, oficiadas sobre las camisas; misas negras con sangre de recién nacido en el cáliz. Número, precios, propósitos. Los secretos del mundo monstruoso del Rey Sol registrados en un gran libro verde.
—Pasquier. Sí, aquí está. Desea rejuvenecer la piel… No, la crema cutánea es muy lenta. No tendrás más que una ocasión y no debe relacionarse con tu visita. Algo que tome en dosis semanales, acumulativo y de acción retardada para que no sospeche nada —dijo cerrando el libro—. Un rejuvenecedor… un jarabe tónico para recuperar la juventud… Sí, creo que es lo mejor.
Volvió a dejar el libro con los otros del anaquel y cerró el armario. En la chimenea crepitaba la leña verde; el gatazo gris se despertó de pronto y se estiró bostezando ante el fuego. La Voisin hurgó entre el enorme manojo de llaves y encontró la de las otras puertas del armario, la introdujo en la cerradura y abrió las dos puertas, dejando a la vista unos estantes llenos de frascos de distinto tamaño, perfectamente etiquetados. La mayoría eran de color verde brillante como los del laboratorio de La Trianon, pero los había distintos. Vi también cajas de pelo y recortes de uñas, tarros de extrañas sustancias oleaginosas, una caja con velas negras, varias figurillas de cera, tarros grandes con manos y otras partes indescriptibles del cuerpo, negruzcas y encogidas como setas; sapos resecos, testículos de gallo… En aquel silencio sentía los latidos de mi corazón.
—Ranúnculo… la muerte de risa… muy notorio; acónito… no, sapo destilado… no, demasiado característico… polvo da diamantes… poco fiable. Cicuta… veneno de víbora… —Cogió dos frascos y los dejó en una estantería inferior sobre unos cajoncitos—. Para este caso creo que lo mejor es arsénico blanco. Arsénico y jarabe de rosas… un detalle poético. —Apartó un frasco verde sin etiqueta y lo llenó con un embudito de los dos primeros que había elegido. Luego los tapó con corcho y los selló derramando cera de una vela—. Vamos a ver, un detalle lujoso… —añadió, cortando un trocito de hilo de oro de un carrete para enrollarlo en el corcho, hundiéndolo en la cera—. Esto le da elegancia —apostilló, poniéndolo en mi mano helada y temblorosa—. Y recuerda que es de justicia —añadió—. En ninguna otra parte lo conseguirías. Aguardaré a que me digas cuándo lo has hecho.
Salí de casa de la bruja aún temblorosa por la emoción de lo que acababa de saber. La Voisin no era una aficionada, una burda ama de casa con un familiar odiado y un tarro de mort aux rats; era una envenenadora profesional de primera, tal vez la más grande de Europa. Mientras llamaba al carruaje me sentí perdida. Hasta dónde te ha llevado la venganza, Geneviève Pasquier, me decía una voz interior. De la rectitud has pasado al mal. Me senté y examiné el siniestro frasquito en mi mano. Justicia, había dicho ella; sí, sería en nombre de la justicia. Por ti, padre, musité en el momento en que el cochero hacía restallar el látigo y el carruaje traqueteaba bajo la nublada tarde de otoño. Aquella noche, ni siquiera con el cordial logré conciliar el sueño; tomé dosis tras dosis y lo único que logré fue tener horribles pesadillas. Por encima de las horrendas formas y extraños rostros oía la risa irónica de la reina de las tinieblas: «Por fin eres de los nuestros, por fin, por fin…».
Por la mañana me desperté enferma, y al día siguiente también. Las horas discurrían como anguilas, enredadas y resbalosas, monótonas; pero hasta al pensamiento más horroroso se acostumbra una por repetición, y finalmente me repuse y el frasquito verde del tocador se convirtió en un objeto como otro cualquiera, similar a un dedal o una caja de mouches[18]. Y así, una semana después, salí con grandes ojeras por los días pasados sin comer y a base de opio, invitada a una velada en casa de la duquesa de Bouillon a la que asistía un astrólogo español. Allí, entre cotilleos de altura y conversaciones sobre ocultismo, estuve prediciendo numerosas fortunas hasta que el astrólogo, con maliciosa sonrisa, se me acercó con el duque de Vivonne y, entre risas de los asistentes, me preguntó qué veía en el futuro de un hombre tan galante. Nada más proyectarse su sombra sobre el globo de cristal, el agua se volvió roja.
—Pronto tendréis una nueva amante —dije con voz pausada.
Afortunadamente aquello también fue tomado a chanza, pues Vivonne era un famoso disoluto, y los presentes volvieron a reírse. Pero en aquel momento supe con toda certidumbre que Marie-Angélique había acudido a Longueval a pesar de su promesa. Ahora sólo restaba averiguar dónde habían dejado el cadáver.
Durante todo el camino a casa no hice más que mirar por la ventanilla cuando pasábamos por delante de una calleja, como si fuese a verla; pero era una tontería, ya que por aquellas callejuelas oscuras y secundarias no podían pasar carruajes y tampoco eran seguras para los viandantes. La noche embota tus sentidos, Geneviève, me dije a guisa de reproche, maldiciéndome. Mañana por la mañana trazaré un plan e iniciaré la búsqueda por los hospitales.
Pero a la mañana siguiente, antes de que me hubiera levantado, Sylvie hizo pasar a la doncella de Marie-Angélique. Traía una gran jaula y venía con los ojos hinchados.
—Tú sabes dónde está —exclamé, dejando la taza de chocolate y abriendo las sábanas—. Sylvie, de prisa, mis ropas. ¡Vamos a por ella y la recogeremos!
Sylvie se apresuró a sacar del armario mi vestido y las enaguas.
—Me dijo que os trajese el loro si no volvía por la noche; y no ha vuelto.
—Pero ¿dónde está? —inquirí, mientras Sylvie se quedaba quieta junto al armario.
—No lo sé; nadie lo sabe. A veces vuelven y a veces no —respondió la doncellita, restregándose los ojos con los nudillos.
—¿Cómo que a veces vuelven? —pregunté marcando las palabras conforme el horror penetraba en mis sentidos.
—No es la primera, señora. Pero yo le tenía cariño, de verdad. Mademoiselle Pasquier no estaba hecha para esa vida… Era distinta y muy amable. Pero ¿qué podía hacer yo? Ella fue a hablar con él, temblando, y le dijo que quería ir a una mujer para hacerlo, pero él, sentado en su gran escritorio, sin levantar la vista de los papeles, le contestó con voz baja y fría: «Espero que no sea La Voisin. No tengo la menor intención de dejar que me expongas a chantaje». Y ella dijo: «Por nuestro amor, yo jamás pensaría en una cosa así, no podría caer en semejante deshonor». «Sé por experiencia que no hay deshonor en que una mujer no caiga; no puedes negar que tú misma has caído más de una vez», dijo él, y ella se retorcía las manos. «Vamos, vamos, si de verdad me amases, no te opondrías a mis deseos», siguió diciendo él, y ella bajó la cabeza y salió como un corderillo camino del matadero. Cuando yo la acompañé al carruaje dijo que Dios la condenaba a morir por sus pecados y me pidió que os trajera el pájaro. «Llévaselo a mi hermana; vivirá más que nosotras dos». Sólo Dios sabe por qué, madame, pero ella estaba convencida de que iba a la muerte.
—Voy a mirar en todos los hospitales y en los sótanos del Châtelet. ¿Vienes conmigo? —le pregunté.
—No me atrevo, madame. No puedo faltar mucho de casa. Podrían hacerme desaparecer y dirían a todos que me fui a casa de unos parientes en el campo.
En aquel momento recordé la cabeza bajo las baldosas del piso.
—Sylvie, ¿puedes acompañarme? —inquirí al oír cerrarse abajo la puerta trasera.
—Madame, vuestra lógica os ha abandonado. Si os ven haciendo indagaciones, nos relacionarán con el aborto y a La Voisin también. Yo sé de un sortilegio para evitar hablar si te torturan, pero vos no soportaríais la tortura del agua. No, nos perderíais a todos por vuestra locura de buscar a una amiga muerta. Olvidadlo. No quiero que me ejecuten por culpa de un aborto chapucero.
Vi su rostro duro y taimado, el rostro de una campesina calculadora a punto de retorcer el cuello a una ponedora vieja.
—Sylvie, es mi hermana.
—¿Vuestra hermana? Pero si no tendrá más de veinte años… Vuestra madre no ha podido tomar esa cosa alquímica… ¿o es una manera de hablar?
Yo, que seguía sentada en la cama, abatida, dejé caer la cabeza y me la sujeté con las manos.
—Es mi hermana, Sylvie. Mi hermana mayor. No le cuentes a Madame que te lo he dicho, no me lo perdonaría. Ayúdame, por favor. La quería más que a una madre.
La oía zapateando impaciente con un pie.
—Dios mío, señorita, cómo me habéis engañado. ¡Ciento cincuenta años! No lo creía, aunque sí que tendríais sesenta o setenta, por la manera sabionda de hablar y los modales de vieja dama, pero pensaba que había algo de verdad en el ungüento y hasta esperaba poder usarlo yo algún día si tan bueno era. Ahora no me digáis que no leéis la fortuna en el agua…
—Sí leo la fortuna —repliqué con un hilo de voz—, pero no soy tan vieja. Sólo mi corazón ha envejecido antes de tiempo.
Notaba que no me quitaba ojo y que se acercaba a mí.
—Madame, voy a haceros una sugerencia. Dejad hoy en casa a la marquesa de Morville. En París todos la reconocerían. Meteremos el dobladillo de mi traje de los domingos y podéis ir vestida de criada; pero no una criada de la marquesa, porque cualquier sirviente de ella parecería culpable de algo y le interrogarían. Debéis hacerles creer que no sabéis nada. Os sobra inteligencia para disfrazaros e inventar cualquier historia.
Y así fue como aquel mismo día una destartalada calesa descargó a una sirvienta lisiada en la casa de Matignon del Châtelet, donde la policía la condujo al sótano en que antes de enterrarlos se depositaban durante tres días todos los cadáveres que aparecían en París. El hedor casi me tumbó, pero continué mi camino hasta las losas sobre las que colgaban las ropas de las víctimas para ayudar a la identificación de los cuerpos putrefactos.
—Esa sirvienta, ¿iba bien vestida cuando desapareció?
—Sí, con un vestido de mi señora, la muy pícara. Pero mi ama es buena cristiana y la perdona. Si aparece le dará una buena tunda para que aprenda.
—Y más se merecería. ¿Tiene el pelo rubio?
—Sí, rubio… pero no teñido como ésa.
—Pues aquí no está… seguramente se iría de París con algún amante. Me temo que tu ama tendrá que buscarse otra criada.
Cuando la calesa se detuvo en la explanada de Notre Dame, ante la gran puerta del Hôtel Dieu, mi espalda, privada del corsé, me dolía horriblemente a cada paso que daba. Supongo que es una mejora, cuando menos, que ahora me haga tanto daño caminar como un cangrejo. Un mendigo hizo un signo para conjurar el mal de ojo. Eso no me había sucedido nunca; pero pensé que andaba sin la apostura y el traje de marquesa y el largo bastón, pero que conservaba la mirada dominante y taimada. Dios mío, debía parecer una bruja, pensé bajando apresuradamente la vista y adoptando la actitud sigilosa y discreta de una sirvienta.
No esperaba encontrar tan pronto lo que buscaba. La novicia me señaló desde la puerta la vasta sala medieval de piedra de las mujeres, llena de filas de camas con cortinas.
—Está ahí, el número cuatro de la derecha. No sé por qué la querrá la familia; a mí tanto me da. Está muñéndose, y por mí que desaparezca. Tiene suerte, así se librará del castigo de infanticida; pero no escapará al castigo de Dios.
Prefiero tratar a diario con brujas que con esta mujer tan desagradable, pensé.
Marie-Angélique yacía en una cama con otras cuatro mujeres, una de las cuales me pareció muerta, y vi que otra se retorcía por efecto de las fiebres, consecuencia de un mal parto. Había un hombre con el uniforme azul y el ancho sombrero con plumero de la policía, inclinado sobre el lecho con un cuaderno.
—¡No te acerques! —exclamó con gesto amenazador un sargento rechoncho y sin afeitar que surgió de un rincón—, ¡la están interrogando! ¡Espera! ¿Eres su sirvienta?
—De ella, no —contesté, al comprender el peligro de la pregunta—, de su familia. El pecado se nos la llevó de casa, pero al saber que había desaparecido, su hermano nos ha enviado a buscarla para perdonarla; su hermano es un buen cristiano.
—Su hermano, ¿eh? ¿Y quién es su hermano?
—Pues Étienne Pasquier, el abogado que vive en la casa de los Marmousets.
Perfecto, mezclaría a mi respetable hermano en un siniestro escándalo. Cómo resoplaría y gesticularía cuando la policía se presentara para registrar la casa, interrogando a todos para saber quién había practicado el aborto.
El sargento se volvió para ver cómo iba el interrogatorio del policía. Los labios de Marie-Angélique parecían inmóviles; el funcionario la zarandeó por el hombro para reanimarla y ella abrió un poco los ojos y movió la cabeza aterrada pero sin decir palabra. Por honor, pensé. El inútil honor de Vivonne; cómo has desperdiciado tu amor, hermana. Cuéntalo todo, cuéntalo.
—Ya sé que está mal, pero no puedo evitar el sentir lástima —musitó el sargento—. Pobre muchacha; y ésta era preciosa. Pero no llegará a la noche. No pienses que somos crueles, es que es la única manera de saber el nombre del abortista. A esos cerdos hay que ejecutarlos.
—Dios quiera que descubráis al horrendo asesino —dije yo, mientras el hombre que trataba de interrogarla lanzaba un suspiro de decepción y, al incorporarse y mirar en nuestra dirección sin cambiar de expresión, clavaba en mí los ojos. Era Desgrez. No pude estremecerme ni huir y me quedé paralizada como un pajarillo ante una serpiente. Valor, dije para mis adentros, poniendo cara de boba y dirigiéndome hacia el lecho con notoria cojera.
—¿No te conozco de algo? —inquirió de pronto.
—Es una sirvienta que envía la familia a buscar a la chica, aunque no sé para qué —terció la novicia, que había regresado con una jarra de agua y unas toallas en el brazo.
—El perdón cristiano es de alabar —dijo Desgrez, manteniendo fija en mí su mirada, que me traspasaba.
—Dejad que me acerque a ver su cara para estar segura —añadí con el deje de las clases bajas parisinas.
—Ya sé quién eres… la aprendiza de la lingère.
—Ahora estoy mejor… me dan mucho mejor de comer y hay menos trabajo —repliqué yo, maldiciendo su excelente memoria.
—¿En casa de…?
—Pasquier —añadió el sargento, haciendo que Desgrez enarcase una ceja.
—Interesante, sargento. Eso explica los encajes. No sé cómo la habrán encontrado. Oye, pequeña lingère…
—Annette, señor…
—Bien, Annette, ¿es esta mujer la famosa Pasquier?
—Yo no sé nada; es la hermana de mi amo.
—¿Y puedes decirme cómo fuiste a parar a casa de los Pasquier?
No me gustaba nada el cariz que iba tomando el interrogatorio.
—Por mi novio… que conocía a alguien que me consiguió el empleo… —respondí yo con un guiño.
Desgrez se me quedó mirando un buen rato de arriba abajo; vi cómo fijaba la vista en los burdos adornos del vestido plebeyo, haciendo un gesto de desprecio. Era evidente que no le agradaba que las clases sociales bajas ascendieran por medio del sexo en la escala social. ¿Qué opinará de ese método en el caso de los ricos?, pensé. ¿Hacías reverencias a la Pasquier cuando su carroza se cruzaba en tu camino? ¿Haces reverencias a la Montespan?
Él hizo un aparte con el sargento y oí que le decía en voz baja:
—… ni una palabra de esto… este caso es más importante de lo que creemos… no nos entrometamos; debemos consultar a La Reynie.
Yo aproveché su distracción para acercarme a Marie-Angélique.
—¿Os ha dicho algo? —preguntó el sargento en voz alta a Desgrez a pesar de la circunspección de éste, mientras yo me arrodillaba a la cabecera del lecho y ponía la mano en la frente de mi hermana, comprobando que ardía de fiebre. Desgrez contestó en voz baja, pero atiné a oír algunas palabras.
—… delirando cuando el cura me hizo llamar… ni una palabra después de confesar que había abortado… no le ha dicho el nombre… pero ahora está identificada y tengo mis sospechas…
—Soy yo, soy yo —susurré angustiada a Marie-Angélique—. He venido a buscarte. No te mueras, hermana; te curarás. Moriré yo también si no te salvas.
—¡Eh, tú! —oí de pronto exclamar a Desgrez, y levanté la vista completamente aterrada. ¿Habría escuchado mis palabras, advirtiendo que había cambiado de acento?—. A lo mejor a una mujer se lo confiesa; pregúntale quién le practicó el aborto.
Me abracé al cuerpo sudoroso y le susurré al oído lo que estaba segura que más le gustaría oír.
—Marie-Angélique, Dios te ha perdonado. —Ella entreabrió los ojos—. Tienes que vivir por mí, por los que te queremos —añadí, y por un instante pareció que ella iba a hablar; arrimé el oído pero no musitó palabra alguna.
—¿Qué? —inquirió Desgrez con voz áspera.
—Señor, me parece que ha dicho «Longueval».
—El conde de Longueval, ¿eh? Vaya, vaya, ese viejo alcahuete. Creía que sólo se dedicaba a la alquimia desde el último interrogatorio. Lebrun, hay que ir a hacer una visita al conde lo antes posible —dijo, apartándose bruscamente del lecho y encaminándose a la puerta, pero antes oí que volvía a hacer otro aparte con el sargento—. Sigue a esa sirvienta cuando salga; quiero saber adónde va y con quién habla.
Y mi corazón comenzó a latir casi tan despacio como el de Marie-Angélique.
—No sigas ahí sentada; ha muerto.
La voz de la vieja cuidadora de la sala me sacó de mis pensamientos. Se inclinó sobre mí y me susurró al oído:
—Si la familia quiere reclamar el cuerpo y evitarse el deshonor de ver el cadáver expuesto en la calle, yo puedo escamotearlo, a cambio…
—Claro que querrán. ¿Estáis segura de que podéis…?
—No es fácil, claro… es el cadáver de una criminal… y hay mucha demanda… los cirujanos…
—Por Dios bendito, ¿cuánto?
—Veinte escudos; ni un céntimo menos —respondió la vieja con mirada furtiva.
—Los tendrás, pero júrame que tú la guardarás hasta que vengan a por ella.
—Ah, estoy acostumbrada a hacerlo… Sé cómo. Pero que no tarden mucho. Diles que pregunten por la tía Marie antes de mañana por la tarde. No lo olvides: la tía Marie de la sala del Rosaire.
Al salir del hospital a la calle del Marché Palu oí pasos a mis espaldas; angustiada, apreté el paso hacia la explanada de Notre Dame y el ruido de las pisadas se perdió entre el griterío y el estrépito de los carruajes. Pero el extraño picor que notaba en la cabeza me decía que alguien me seguía. No había ninguna duda.