El primer día de otoño regresó la corte. No aminoraba el calor y los días eran dorados y suaves, con esa extraña luz apacible que se disipa con la primera lluvia. Lamotte y d’Urbec habían desaparecido de mi vida. D’Urbec, fiel a su palabra, mandó a buscar la caja pero él no volvió. Yo devolví los muebles, tiré los huesos de ternera y volví a entregarme a mi trabajo. El negocio iba viento en popa, pues se decía que el Rey Sol buscaba otra querida y las intrigas cortesanas aumentaban a tenor de los rumores.
—¡Todas se ríen de mí, malditas sean! —me dijo chillando madame de Montespan en su salón blanco y dorado—. ¡Fuera, fuera todas! ¡Mi fortuna no es asunto vuestro! ¡Idos o juro que os haré ahorcar! ¡No olvidéis que aún soy influyente!
La querida del rey dio vueltas por el salón como un demonio vestido de brocado, cogió un pequeño cupido de bronce de una consola y lo arrojó a los amedrentados sirvientes. Mientras sus damas de compañía desaparecían, yo saqué la bola de cristal y ella se llevó las manos a las sienes, sentándose entre gimoteos. Otra cefalea de las suyas.
—Ah, por fin se han ido. Vamos, dime rápido si esa gorda y grosera madame de Soubise va a ocupar mi lugar.
En la corte todos sabían la historia de madame de Soubise y la señal secreta con la que la beldad con melena de Tiziano avisaba al rey de la ausencia de su esposo. Cuando entraba en un salón luciendo unos pendientes de esmeralda, todos los murmullos se centraban en su persona y todas las miradas se clavaban en la figura del rey. Y los malévolos se complacían también en observar cómo madame de Montespan entornaba los ojos por encima del abanico a la vista de los dichosos pendientes. La pérdida de favor de la Montespan estaba próxima. Viva la nueva maîtresse en titre.
Miré detenidamente su rostro. A pesar del dolor de cabeza, sus soñadores ojos color turquesa no cesaban de destellar furor. Esta vez la imagen apareció muy nítida.
—El triunfo de vuestra rival es fugaz, madame, tened la certeza de ello. —Ella se inclinó para mirar el agua y su aliento empañó el cristal—. Con su próximo embarazo, madame de Soubise perderá su belleza y cederá el interés del rey.
—¿Que perderá… su belleza? —repitió madame de Montespan con malévola voz de triunfo—. ¿Cómo? ¿Ves eso en el agua?
—Está claro, madame. Perderá un diente frontal.
—Ah —suspiró madame de Montespan—, yo tengo dientes muy fuertes. Es una pena que las mujeres pierdan los dientes al dar a luz. Dios ha querido concederme el poder dándome dientes resistentes —añadió sonriendo, y entre sus labios pintados de carmín mostraba sus dientes pequeños y blancos como los de un duendecillo.
—Vuestra belleza y buen gusto no tienen rival, madame —dije para apaciguarla.
—He jurado que no será de ninguna otra mujer y mantendré mi promesa —añadió en un tono ingenuo que ocultaba su terrible furia.
—Todos os respetan por ello, madame —insistí.
—Mira, es una suerte que esa madame de Soubise pierda un diente, porque yo no consentiría que ni ella ni ninguna otra fuese duquesa. Dime, ¿ves en esa bola cuándo voy a ser duquesa?
Aquello era un asunto delicado, porque todos sabían, aunque no osaban decírselo, que el rey no iba a darle el título con el que recompensaba a sus queridas porque no quería convertir en duque al marido. Era así de simple; pero, claro, ella creía que se trataba de un tira y afloja en su influencia sobre el monarca y que, por amor, el Rey Sol rompería la tradición y crearía un ducado para enaltecerla a ella sin tener que nombrar duque al anciano Montespan, que seguía reconcomiéndose exiliado en provincias por un decreto real…
—La abadesa de Fontevrault dice que pronto me va a nombrar duquesa en recompensa a mis servicios a la corona.
Claro, la abadesa, su hermana, era la única que la animaba.
—La abadesa es una mujer muy perspicaz.
—Pero no tanto como tu bola. Vamos, ¿qué dice de mi tabouret? —inquirió con temible sonrisa.
—Madame, el cristal está en blanco. Suele ser así cuando hay un suceso futuro pero no lo suficiente cercano para que se lea. Tal vez cuando se haya ido madame de Soubise.
Ella entornó los ojos.
—Te digo que tengo que conseguir ese taburete como sea.
Yo no tenía intención alguna de decirle que no veía el taburete de duquesa en su futuro.
—Madame, vuestra belleza es firme augurio de vuestro futuro.
Ella enarcó una ceja y se puso en pie.
—Ha concluido la entrevista, madame de Morville. Mademoiselle des Oeillets os atenderá en la antecámara.
La gruesa bolsa de seda que mademoiselle des Oeillets me entregó aún pesaba bastante a pesar de lo que ella había hurtado. Estupendo. A ese ritmo pronto me vería libre de la reina de las tinieblas.
Fui la última de las protegidas de la bruja en llegar a la calle Beauregard aquel domingo por la tarde. Sentada en la antesala de su gabinete, mirando la placa de latón del pestillo, me pilló de sorpresa que abriesen la puerta y escuchar un retazo de la conversación. Vi a La Voisin con vestido negro, delantal blanco de encaje y cofia también de encaje, sacando cogida del codo a La Lépère, que se sorbía la nariz con los ojos enrojecidos.
—… basta de gimotear. Aprende de la marquesita, que no lleva en el negocio más que dos años y cada vez es más rica merced a mis consejos.
Y mientras la vieja se alejaba abatida arrastrando los pies, Madame me hizo pasar al gabinete.
—Otro préstamo —dijo suspirando—. Por lo visto tengo que sustentarlos a todos. Menos mal que tú vas cada vez mejor; últimamente oigo hablar mucho de ti. ¿Traes las cuentas?
—Por supuesto, Madame.
—Vaya, vaya —comentó sonriente, pasando páginas de mi librito verde de cuentas—, vas mucho mejor desde que dejaste de alimentar a los provenzales. Y controlas muy bien tus otros gastos. ¡Muy bien! A ese paso pronto habrás pagado la casa; eso es la consecuencia de hacer caso de mis buenos consejos… no como la boba de La Lépère. ¿Verdad que soy débil, marquesa? Qué le voy a hacer si me gusta cuidar de mi gente…
Va a decirme algo, pensé; algún consejo.
—Estoy muy complacida contigo últimamente —prosiguió, sonriendo con gesto maternal—. Tienes mucho talento para el negocio y lo llevas muy bien. Tú no serás nunca una vieja lastimosa como La Lépère. Bien, la semana que viene voy a dar una fiestecita para celebrar el regreso de la corte. La daremos afuera si hace buen tiempo; todavía hay flores preciosas en el jardín, y la nueva fuente con la estatua da gran realce al pabellón, ¿no crees?
Se levantó y gesticuló hacia la ventana. Afuera, en el jardín, la fuente tintineaba entre los helechos y los últimos lirios del verano; en el centro se erguía un cupido con un cántaro, derramando el agua sobre sus gruesos piececillos, las columnas blancas del pabellón clásico brillaban doradas al sol de la tarde y la chimenea del crematorio despedía un humo negro.
—Nunca ha estado mejor el negocio en la corte —añadió, mirando complacida la negra columna que ascendía hacia el cielo azul—. Será una fiesta estupenda —prosiguió locuaz, volviendo la espalda a la ventana—, con muchos amigos. La invitación te llegará dentro de un par de días, pues el grabador se ha retrasado bastante. Me imagino que conocerás a casi todos; muchos de los nuestros, algunos de La Bosse y, naturalmente, clientes y algunos estudiosos ocultistas selectos. Habrá orquesta de violines, claro, y baile toda la noche… ¡Eh, no pongas esa cara! ¿Piensas que vamos a bailar desnudos como en el Brocken[17]? ¡Por favor…! —añadió, con gesto de desdén—. Seré una bruja, pero antes que nada soy parisina. La bordadora me entrega el vestido mañana por la tarde, vendrán los mejores violines de París, puesto que ese día la orquesta de Monsieur está libre. Y la lista de invitados es de lo más selecta; muchos cortesanos, y Brissac en persona. No quiero que pierdas la ocasión de conversar con él. Ya verás que es un hombre muy elegante y muy presentable; un excelente marido para la mujer que sepa llevarle.
—Con todo respeto, madame, yo deseo un marido tanto como una rana un ayuda de cámara.
—¡Ah, qué ingeniosa! No me extraña que tengas tanto éxito —dijo con una risita, y fue a sentarse otra vez en el sillón de brocado sin invitarme a mí a tomar asiento. Aquel buen humor fingido me revolvía el estómago—. Pero, querida —añadió, mirándome indulgente—, tú quizá no quieras esposo, pero lo necesitas. Vamos, ¿no dirás que quieres que te reclame tu hermano… o tu tío? No olvides que lo hago por tu bien. —Y por el tuyo, pensé, procurando poner cara de contento—. Vamos, sé buena y siéntate —prosiguió, señalándome una silla frente al escritorio, que yo ocupé muy tiesa—. Mira, los maridos no son ningún problema —insistió, inclinándose en gesto de intimidad—. Andan por casa, firman documentos legales… muy importantes ante la ley, que tan atrasada es con nosotras las mujeres. Yo no podría vivir sin marido; todos los que he tenido me han sido muy útiles. Sí, claro, hay que alimentarlos y tenerlos bien saciados con buenos platos para calmarlos. Tú, naturalmente, tendrás que tomar un buen cocinero; pero es un gasto nimio a cuenta de una posición social inatacable.
—Dudo mucho de que Brissac se contente con estarse en casa y con comer. Se le ve por todas partes como una cucaracha, fisgando en los rincones, urdiendo tramas, buscando amantes y derrochando el dinero por doquier, cuando lo tiene.
—Querida —replicó ella poniendo su mano en la mía—, ¿crees que iba a recomendar semejante alianza a ti, mi obra maestra, si no fueses la clase de muchacha en quien prima la inteligencia? A los cobardes y los viejos se los monta en rocines, pero a un pura sangre, ingenioso, elegante y medio loco, debe montarlo el mejor jinete. Créeme, tú le dominas con mucho. Y ¡qué pareja haréis! ¡Qué pareja! ¡Temible, ingeniosa, elegante… Brillaréis en el cielo de París como un cometa! Y al final tendréis poder, que es de lo que se trata.
Sus ojos negros brillaban y a mí me atraían como el imán a una aguja. Mientras los miraba, sus labios esbozaron una sonrisa y me acosó la idea de que revivía su juventud a través de mí: la reina de las tinieblas rediviva, tal como ella habría querido ser. No un pobre joyero frustrado por cónyuge, sino un nigromante con título, inteligente y peligroso; un igual. Su ambición la ciega, se deja enredar en sus propias redes. ¿En qué culminarán? Brissac, ¡qué asco!
—Haré lo que pueda, pero ya sabéis que no sé coquetear. Yo no sé mirar a un hombre con los ojos caídos, fingiendo que es más inteligente que yo; siempre digo lo que pienso y a los hombres no les parezco bonita.
—Él no busca una mujer bonita, querida. Sólo dinero. Tú deja caer el nombre de las dos últimas mansiones en que has estado y muéstrale cómo sabes leer cartas ocultas en una copa de vino; dile que no estás segura de poderlas leer bien si no eres feliz… algo así. Y demuéstrale que no eres tan tonta como para dejarte ganar por un par de besos y ya verás cómo se esmera por conquistarte. —Yo permanecía imperturbable y ella cerró el libro de cuentas con fingida sonrisa—. Tú eres inteligente… Sí, hazme caso y te irá bien…
Aquella noche mi mente dio más vueltas que una piedra de molino; imágenes y fragmentos de días pasados me impidieron dormir. La reina de las tinieblas y su libro, el repulsivo Brissac, el deslumbrante Lamotte, más atractivo que nunca, vestido de seda amarilla, mi padre en su lecho de muerte y el loro de la abuela gritando: «¡Justicia, justicia! ¡Fuego y azufre!», Marie-Angélique llorando en medio de lujos; los pesados pasos en la escalera y el eco de la risa siniestra de mi tío. Y unos ojos hundidos, negros y escrutadores: los ojos de d’Urbec siguiéndome a todas partes igual que hacía cuando, en mi casa, yacía malherido. «Lo lamentarás… lo lamentarás…», le oía decir.
Por la mañana, Sylvie me entregó una carta en la bandeja en que me servía el chocolate. Era un papel grueso y lujoso; el lacre había resistido la curiosidad de Sylvie y estaba intacto. Noté su aliento en mi hombro y me incorporé en la cama para dar lectura a la misiva, llena de líneas trazadas con la familiar letra ancha y simple:
Queridísima hermana:
Mi felicidad es completa. Acabo de regresar de Fontainebleau y nunca había visto tanta deferencia y ternura. Mi amigo me ha regalado un precioso collar de esmeraldas y me ha jurado que soy la reina de su corazón. ¡Qué generosa condescendencia de un hombre tan elevado y de familia tan ilustre! Ahora ya no dudo de que a pesar de mi carencia de alcurnia y de linaje pronto seré maîtresse en titre.
Hermana, como tus poderes son infalibles, eres la primera a quien se lo digo: una preciosa muestra de su renovada estima será pronto mía. Sólo espero el momento ideal para compartir el anhelado secreto con él. Cuando tengas tiempo, ven a compartir mi alegría. Estoy en casa los miércoles.
Tu hermana que te quiere,
MARIE-ANGÉLIQUE
—¿Y bien? —inquirió Sylvie, que no había podido alargar el cuello lo bastante para leer la carta.
—Otra predicción que se ha cumplido. Vuelve a tapar el espejo del tocador, Sylvie. He pasado una mala noche.
—Bien, madame, ¿os pondréis el precioso vestido rosa para la fiesta de esta noche? Ni siquiera lo habéis sacado de la funda de muselina. Qué color… y lo bien que os sienta… Se diría que parecéis joven. Yo, si fuesen a hacerme proposiciones, me lo pondría sin dudar.
Sylvie había dejado media docena de horquillas de hueso en el tocador y cogió el cepillo dispuesta a atacar mis rebeldes rizos. Tiene su ventaja haber tapado el espejo del tocador, pensé, pues así no veo el gesto consternado de Sylvie esforzándose en hacerme el pequeño moño y los tirabuzones laterales para que se me adapte bien el sombrero. El cepillo parecía impaciente y díscolo. Yo me senté muy erguida en la sillita dorada, pensando en cómo eludir del mejor modo posible a Brissac y a mi protectora. ¿Qué parte de mis ahorros le habría prometido Brissac por su intervención? Madame no hacía nada de balde. Sin embargo, supongo que al mismo tiempo se complacía en el curioso honor de no robar; bastante más de lo que podía decirse de muchas personas respetables. En cuestión de asesinatos, las cosas cambiaban; en eso ella hacía como todos. Aunque quizá lo hiciera más limpiamente y nunca dejara una cabeza bajo las losetas del piso, porque sería una tacha en su profesionalidad. Sin duda es lo que diferencia a los profesionales de los aficionados, me dije.
—Sylvie, al hombre que Madame ha elegido le tiene sin cuidado la juventud; él consume docenas de mujeres bonitas como desayuno. Brissac es un libertino al que sólo le interesa el dinero y cuyo único objetivo en la vida es dar con el diablo y hacer un pacto con él. Quiero que me vea con aspecto de rica, inconquistable y muy misteriosa, como si tuviese en el bolsillo la dirección del diablo. Hay que obligarle a negociar, como ha dicho Madame. Me pondré el vestido de seda gris con talle bajo, pero no saques el chal; quiero ir descotada. Y luciré todas las alhajas: las perlas, el crucifijo de rubíes, los pendientes de diamantes y todas las pulseras. Dile a Gilles que esta noche me acompañará con las dos espadas y la pistola.
—¿Y el tocado? ¿Os pondréis velo?
—Esta noche, no. Péiname al estilo de madame de Montespan, con rizos en la nuca, y me adornas con una sola rosa roja. Eso le gustará a Madame.
—Un detalle perfecto, os lo aseguro. ¡Cómo resalta en vuestro pelo negro, madame! Un símbolo de riqueza y pasión al mismo tiempo. ¿Qué hombre puede resistirse?
—Brissac, que es un intrigante de cuidado; pero nos han preparado el terreno, Sylvie. —Muy buena idea decir esto, pensé mientras dejaba el cepillo, así se lo contará a La Voisin—. Ah —añadí—, quiero que te pongas el vestido de seda amarilla y me lleves el pañuelo, detrás de Mustafá sujetando la cola del vestido. Y dile a él que se ponga el diamante y las plumas de garceta en el turbante. Quiero hacer una entrada solemne, después de la salida del teatro, cuando ya hayan llegado casi todos los invitados.
El tiempo se mantuvo bueno el día de la fiesta; teníamos uno de los atardeceres más largos y violetas de la temporada cuando mi carroza se abrió paso entre los numerosos porteadores y sillas de mano que rodeaban la mansión de la calle Beauregard. Había carruajes con el escudo nobiliario de rancias familias y nigromantes o simples curiosos que sabían que las cenas de La Voisin eran de un lujo inusitado, y asistían a ellas invitados de lo más variopinto; llegaban carrozas elegantísimas alquiladas por meses, como la mía, y calesas y sillas alquiladas sólo para la noche por arribistas desesperados por causar buena impresión. Allí podían hacerse fortunas si se conocía a la persona adecuada y la suerte acompañaba. Apuros resueltos. Somos un país de cortes, pensé: los grandes nobles que acosan al rey para pedirle favores, se ven a su vez acosados por nobles de rango inferior, y allí en la calle Beauregard estaba la corte de los impúdicos, los falsarios y los supersticiosos inmersos en la espiral de la perdición. En definitiva, no era muy distinta de la corte real. Todos parásitos. ¿En qué transporte habría acudido Brissac?, me pregunté.
La reina de las brujas de París había transformado la casa para la velada. Las inmensas dobles puertas entre el gabinete negro y los cuartos interiores amueblados a lo grande estaban abiertas de par en par, formando un gran salón. Conjuntos de candelabros iluminaban las mesas repletas de exquisiteces, y la música de los violines llegaba desde el jardín, en el que unas casetas a rayas llenas de faroles delimitaban una pista de baile entre la casa y el pabellón. En cuanto anunciaron mi entrada se hizo un revuelo y hasta los más displicentes cortesanos alzaron la vista de las mesas con manjares para contemplar la exótica y elegante mujercita con el largo bastón de contera de plata, seguida de un pagano con turbante sosteniendo la cola del vestido, una criada portando el pañuelo y un gigantesco guardaespaldas fuertemente armado. Me había superado.
—Marquesa… qué… distinta —tartamudeó la Pelletier, la bruja de los saquitos de polvos de amor con cintas de lavanda.
El abate Guibourg, con restos de comida en la comisura de los labios, alzó la vista y me dirigió una sonrisa lasciva. Conforme avanzaba entre la concurrencia se fue haciendo un claro de respeto, temor, admiración. Yo leía el futuro, predecía el porvenir y, sobre todo, tenían que congraciarse conmigo, pues si me convertía en la reina, ¿quién podía decir qué fortunas, qué vidas no dependerían de mí? La Voisin, deslumbrante con su vestido de satén del color del fuego, cuajado de brillantes, estaba rodeada de su corte bajo la toldilla a rayas, y sus aduladores y solicitantes se apartaron al ver que yo me acercaba.
—Madame —dije, haciendo una profunda reverencia—, es una deliciosa velada y considero un privilegio haber sido invitada.
Ella respondió con una sonrisa aprobatoria a cuenta de mis alhajas, el cortejo y la rosa roja.
—Mi apreciada marquesa, estáis radiante como nunca. ¿Os han presentado al duque de Brissac?
Brissac, con la barba sin afeitar, un traje de terciopelo azul apolillado y con una inmensa peluca de moda en la corte el año anterior, se quitó el sombrero y manifestó su placer y sorpresa por verme de nuevo. Ya te daré yo guerra esta noche, pensé, mientras le negaba un baile, abriendo el abanico sobre el escote, haciéndole la señal de «sed discreto».
—Es un placer al que renuncié hace décadas —le dije cerrando el abanico, dejando un trozo abierto para significarle «amistad casta» y, ladeando la cabeza, le miré de reojo—. El baile dispersa las energías mentales, y prefiero concentrar mis poderes —le espeté, cerrando el abanico de golpe y dirigiéndolo hacia la derecha para darle a entender «tenemos que hablar a solas».
—Vuestros poderes no son más que una pálida sombra de vuestra belleza —musitó él, mientras nos apartábamos de la reina de las tinieblas.
Y caminando, caminando, fuimos a parar ante la gruta de rocalla; la fuente susurraba triste y melancólica y nos sentamos en un banco rústico situado ante el horno camuflado.
Qué extraño lugar: un crematorio de mármol blanco cubierto de yedra para uso de la «sociedad filantrópica» de Madame.
Un decorado idóneo para que un nigromante pusiera en juego sus artes de seducción. Tras una serie de absurdos elogios a propósito de mi níveo escote y mis manos de marfil, sentí sus dedos en el cuello. Hay algo que traiciona el tocamiento de un hombre cuando es fingido: aquellos dedos parecían lagartos. Repulsivo.
Me aparté de su cálido y podrido aliento, cerré de golpe el abanico y dije:
—Seamos francos, Brissac. Yo no obtengo placer de los hombres, y vos, por lo que sé, poco obtenéis de las mujeres. Cejad en vuestros intentos de deslumbrarme con cumplidos y abrumarme con vuestra experiencia amorosa. Vuestra alcurnia y vuestra persona no me estremecen de emoción. Y supongo que, por motivos distintos, lo mismo os sucede a vos conmigo. No quiero ser vuestra maîtresse en titre; soy una mujer que sólo aspira al matrimonio y quiero saber vuestras condiciones.
Atónito por mi crudeza, su máscara de galantería se desvaneció y dejó al descubierto su brutal avaricia, esnobismo y soberbia masculina por verse denigrado.
—¿Matrimonio? ¿Con un monstruo? ¿Qué os hace pensar que un Brissac se rebajaría a una alianza tan lamentable? —replicó, mirándome como si fuese a golpearme. Yo me aparté, sosteniéndole la mirada.
—¿Por qué me acosáis, entonces? No será por el placer de seducirme, pues vuestra reputación saldría malparada. «Brissac se acuesta con una centenaria deforme», dirían. O esperabais tal vez que los nobles de la corte comentasen: Brissac ha vuelto loca de deseo a la vieja bruja, que se lo consiente todo. ¡Qué hombre tan hábil!
—¡Ah… sois brutal! —exclamó.
A nadie le gusta que le descubran los planes, pensé; ella se ha equivocado y él la ha engañado. Brissac se puso en pie, estirándose cuanto podía, y un gesto de aristocrático desprecio cruzó su rostro.
—Con toda evidencia, madame, nadie se ha tomado la molestia de informaros de vuestra carencia de agradables características para ser una esposa: linaje sin tacha, juventud, suave dulzura mezclada con inocentes deseos…
—… y una buena dote, sin la cual el resto es basura —espeté yo.
—Eso es, una familia de alcurnia, con fortuna…
—Y quizá, monsieur, nadie se ha molestado en deciros, si es que queréis oírlo, que, aún con alcurnia, sois mercancía deslustrada, muy poco aceptable para una familia aristocrática. Vuestras costumbres hacen poco verosímil que podáis procrear herederos, a lo cual puede añadirse el rumor que corre de que habéis infestado a la mitad de los vendedores de hielo de París con el mal italiano, una enfermedad que a duras penas sería celebrada en vuestros nietos. Gastáis dinero como quien bebe agua, sobre todo el ajeno, y a vos se debe que una de vuestras amantes haya dejado este mundo en circunstancias más que dudosas. Habéis despilfarrado vuestro patrimonio enajenándoos las amistades en la corte, y son cosas que pesan más que vuestro satanismo a los ojos de la familia más avara de la pequeña burguesía, y no digamos de las de alta cuna. No, monsieur de Brissac, hasta vuestros inferiores os rehúyen. Os sugiero que conservéis la esposa que tenéis. Quizá si sois galante os dé un subsidio.
—No tengo por qué escuchar semejantes propósitos —replicó él, levantándose.
—No, pero antes de marcharos debéis recordar que no sólo tengo una fortuna mayor que cualquier dote, sino que, a diferencia de una dote, esa fortuna se renueva y crece a diario. Yo quiero ser duquesa y vos queréis ser rico… es una manera perfectamente racional de llegar a una asociación comercial en forma de matrimonio.
—Vos… no… no sois una mujer. Sois un monstruo de sangre fría.
—Y vos de sangre caliente.
—Podría destruiros por vuestros insultos.
—Ah, claro, y perderíais la última oportunidad de lograr fortuna.
—Puedo muy bien encontrar una docena de novias mejores.
—Bien; intentadlo, y cuando os canséis de veros rechazado, volved a mí. Seré aún más rica y las condiciones serán más duras.
—¿Las condiciones? ¿Vuestras condiciones? ¡Cómo os atrevéis! Son mis condiciones las que deberíais aceptar, vieja de pacotilla. ¡Las condiciones de Brissac!
Me costó trabajo no echarme a reír al verle girar sobre sus talones y salir de estampida con aires de humillada grandeza. Buen resultado, pensé. He hecho la oferta que aprobaría La Voisin y la ha rechazado, indisponiéndose así con ella. Y mientras tenga puestas en él sus esperanzas, no puede recriminarme a mí nada. He reafirmado mi posición y me he quitado a Brissac de encima. Excelente resultado.
—Ah, ¿estás ahí, después de vuestro cariñoso tête à tête? ¿Qué tal ha ido?
El frufrú de las enaguas de tafetán de mi protectora me había anunciado su presencia antes de que hablara.
—No quería casarse; pero yo le he dicho que el matrimonio era el precio de mi fortuna. Dijo que yo era muy deforme y oscura para ser duquesa. Buscará otra, fracasará y volverá; no necesito la bola de cristal para saberlo.
La Voisin apretó los labios.
—Si está jugando conmigo, juro que…
—Ah, tened en cuenta que es un hombre, y en consecuencia, sanguíneo, ilógico y voluble. Hay que manejarlo con tacto si queréis que… se porte bien.
—¡Ah, qué bien maduras, querida! Tu cerebro funciona admirablemente —comentó, casi con gesto magnánimo, mientras me acompañaba hasta la pista.
En la mesa de los refrescos nos encontramos a La Lépère, que se estaba guardando dulces en los bolsillos deformados del gabán que llevaba encima del deslucido vestido.
—Coge también unos panecillos, querida, así tendrás un buen desayuno —dijo La Voisin, al tiempo que la vieja giraba sobre sus talones para ocultar lo que hacía.
—A mí no me vengas con esas sonrisas. No estarían tan alegres tus invitados si supieran la causa de la fertilidad de tu jardín —replicó la vieja, metiéndose las manos en los bolsillos como si quisiera impedir que alguien le arrebatase las codiciadas vituallas.
—Qué, ¿ahora te dan envidia mis jardineros? Vamos, vamos; en otra época pensabas muy distinto.
Una dama de la corte, con antifaz, que había oído el diálogo, profirió una aguda risita.
—¡Oh, hay que ver qué milagro de jardineros! A mí sí que me dan envidia. ¡Esas rosas, aún tan abiertas y tan esplendorosas… y esos lirios! ¡Y crisantemos el doble de grandes que los míos! ¿Cuál es el secreto?
Las boticarias de la calle Forez, La Trianon y La Dodée, que se habían detenido junto a la fuente de vino, se volvieron hacia nosotras, sonriéndonos con una inclinación de cabeza.
—Depende de cómo se los abone —respondió La Voisin, zumbona.
—¿Y qué abono gastáis? —preguntó la dama del antifaz.
—Decid a vuestros jardineros que echen abono de pescado podrido del mercado. Hace milagros —replicó la bruja con su extraña sonrisa picuda, dándole la espalda.
La Lépère nos siguió hasta una parra alumbrada con farolas, cargada de racimos y zarcillos.
—Catherine —añadió—, antes no hacías esto. Sigue el consejo de tu buena amiga y deshazte de este jardín lleno de huesos.
—¿Que me deshaga de él? ¡Qué tontería! Me gusta mucho. Las cortesanas surten mi horno para que esté encendido día y noche en la buena temporada, y el jardín es una delicia. Y, mira, igual que ellas, todas esas marquesitas, condes, caballeros y qué se yo, hacen crecer mis flores. ¿Hay un espectáculo más delicioso que ver a los aristocráticos padres bailar sobre ellos con toda despreocupación? Sí, dime, Margot… ¿Hay que volver a llenar ya la fuente de vino? Hacedlo con el burdeos barato, hace tanto rato que beben que no notarán la diferencia. Sí, anda, date prisa. ¿Qué decía? Ah, sí, el jardín. Me gusta como está y no pienso cambiarlo.
Los insectos se estrellaban contra el cristal de los faroles.
—Catherine, eso no puede acabar bien. Esa… manera de reírte del mundo… Tienes que cambiar.
—¿Y ser pobre? Anda, anda… Tengo diez bocas que alimentar, y vaya si las alimento; aparte de sostener a gentes como tú. Mi negocio no es tan distinto; la cuestión es que lo llevo mejor.
—Mejor o… peor; depende de cómo lo mires —farfulló La Lépère en el momento en que los violines iniciaban una pavana.
El miércoles siguiente a la fiesta recibí una nota de monsieur Geniers, mi silencioso socio de venganza. Mi tío, el caballero de Saint-Laurent, se había negado a satisfacer sus deudas y, tras el debido proceso legal, estaba en la cárcel de deudores, desde donde escribía lastimeras cartas a monsieur Geniers pidiéndole dinero para pagar comida y mantas a los carceleros. Estupendo; espero que siga encerrado toda su vida, me dije. Y sentí un indescriptible bienestar al saber que ya no corría el riesgo de cruzármelo por la calle y ser reconocida. Las cosas parecían irme bien, igual que a Marie-Angélique. Ahora acaba la jornada pasando por casa de mi hermana para ver cómo le iba. ¿Qué regalo podría hacerle al niño? Casi absorta por mi ensoñación, monté en el carruaje y ni me di cuenta de que habíamos salido a la calle. Tal vez fuese una niña; así sería más fácil elegir el regalo. Le compraría un vestidito y una cucharita de plata con su nombre grabado. El carruaje se detuvo, entorpecido por una muchedumbre, sillas de mano y un carro pesado en la esquina de la calle de Picardie. ¿Una sobrina? Se me hacía extraño ser tía. Todos los recuerdos de mi tío se desvanecieron de mi mente al pensar en la placentera idea de tener una sobrinita. Afuera, el cochero gritaba insultos, pero yo ni me daba cuenta. De pronto pensé en la entrometida tía de d’Urbec y en su mentalidad novelesca; tal vez el cerebro se reblandece cuando una se convierte en tía. Le pediré Clélie a Marie-Angélique, a ver si ahora aún me parece una memez, y así saldré de dudas. La extraña sensación me hacía gracia y me eché a reír. Y noté las miradas de los peatones, clavadas en la extraña vieja que viajaba sola en aquel carruaje detenido en medio del atasco callejero.