La reina de las tinieblas corrió las cortinas para impedir el paso del sol de la tarde. Ya no llevaba corsé bajo la bata de algodón indio, y vi cómo corría el sudor en su pelo debajo del turbante. Se dejó caer en el sillón, apoyando en un escabel los pies calzados con babuchas turcas bordadas, y me señaló displicente una silla frente a ella en el cuarto de tapices de detrás del gabinete. En el piso de arriba se oía a sus hijos menores armando jaleo con un tambor de juguete y una trompeta, mientras en un rincón el viejo Montvoisin dormitaba pacíficamente con un libro abierto entre las manos.
—¿Agua de azahar? —inquirió La Voisin, echándose un poco de colonia en sus sudorosas sienes para refrescarlas y tendiéndome el frasco.
—Sí, gracias —dije, humedeciéndome el rostro con la sustancia alcohólica, mientras la bruja cogía su abanico y lo agitaba enérgicamente bajo la barbilla.
—Así que, los tienes en casa… —dijo—. ¡Ah, esos niños me dan dolor de cabeza! ¡Antoine, Antoine! Sí, tú. Ve arriba y di a Louise que saque a los niños al jardín. Tengo que hablar con la marquesa y no me dejan ni pensar.
—Digamos que la han invadido —repliqué taciturna, abanicándome.
—¿Invadido? ¿Y qué hacen?
—Pues ahora mismo cuecen pies de ternera para hacer gelatina. Nada más llegar, salieron a alquilar muebles y me cargaron a mí la factura; después volvieron a salir en el carruaje con Gilles y me han llenado la cocina de comida. Ya sabéis que a mí me gusta encargar comida hecha… o comer en alguna mansión. Ahora, hasta el gabinete huele a ajo…
—La jalea de pie de ternera es muy buena para los enfermos. ¿Y él qué dice?
—Está humillado. Dice que es perfectamente capaz de ponerse bien sin jalea de ternera, y que eso sólo le pasa a él.
—Por haberse tomado toda esa molestia y verse atrapado en casa de una fascinante mujer soltera, ¿no? —El abanico de la reina de las tinieblas detuvo su movimiento y quedó tapando la parte inferior de su rostro, pero yo advertí que contenía la risa—. Bueno, ¿y por qué no te has deshecho de ella?
—Me amenazaron con denunciarme a la policía apelando a las leyes de prostitución.
La reina de las tinieblas se puso seria y cerró el abanico de golpe.
—No saben con quién se la juegan —dijo despacio—. Solteras de París que tratan de cazar a hombres de buena familia para casarse, ¿no? Ya verás cómo eso lo cambio yo en un abrir y cerrar de ojos.
—No quiero que él salga malparado —dije.
—O sea que te gusta, pese a lo que dices.
—No amo a ningún hombre. Pero he pagado el cirujano y no quiero que sea un dinero tirado al agua.
Ella asintió con la cabeza, y por su famosa sonrisa picuda vi que cambiaba de idea.
—Salvo a Lamotte —dijo, para ver cómo me ruborizaba—. ¡Vaya!, no te tapes la cara con el abanico. Actualmente, todas las mujeres de París aman a Lamotte. A mí tampoco me importaría tenerle una noche o dos, pero no me conviene nada, pues ya puedes imaginarte que cualquier mujer que en estos momentos se enfrente a la duquesa de Bouillon se arriesga a lo peor. Y ella, que es uno de mis mejores clientes, disfruta haciendo de mecenas de Lamotte.
Aviso.
—Me imagino que el propio Lamotte debe tener que andar con cuidado —comenté.
—Es el precio de la fama. Ser amado apasionadamente un martes sí y otro no, cuando monsieur Vendóme está en el frente. Hay muchos que le envidian.
—Espero que no todos sean clientes.
—Sólo algunos, querida. Pero no te entrometas en lo que no te importa. Tenemos mucho que ganar y creo que lo mejor que puedes hacer es casarte —dijo, haciendo sonar una campanilla de plata que había junto a la gruesa botella de agua de azahar—. Margot, tráenos limonada, hace un calor insoportable. —Sentí un nudo en el estómago, no sé si por lo del matrimonio o por la limonada—. Y con mucho azúcar; ya sabes que me gusta dulce. —Parecía haber engordado, y pensé que debía de comer muchos dulces—. Mira, querida —prosiguió—, mientras todos pensaban que tenías ciento cincuenta años no corrías peligro, pero en cuanto se sepa que has tenido a un hombre en casa, te verás expuesta a chantaje y por parte de gente mucho más peligrosa que esas dos bobas. Mientras que si te casas estarás a salvo y podrás hacer lo que quieras.
Volvió a echarse un poco de agua de azahar en las muñecas y en la nuca, abrió de nuevo el abanico con hábil ademán, se lo colocó sobre la pechera y recomenzó el movimiento.
—Yo puedo arreglarte un matrimonio conveniente que te dé libertad. Sí, cuando decidas deshacerte de d’Urbec será el momento apropiado. Con una boda le alejaremos sin problemas.
Yo sonreí y asentí con la cabeza. Era mejor hacerle creer que no me importaba casarme que aceptar despedir a d’Urbec porque ella lo dijera. Era lo menos que podía hacer por él.
—Sí —prosiguió en tono de satisfacción—, creo que debes casarte. Todas deberían hacerlo. Una mujer no debe desperdiciar la ocasión cuando logra alguna ventaja. Un alquimista hará buena pareja con una adivina. O un exsacerdote que conserve sus hábitos; puede ser muy conveniente para el negocio.
Si el negocio consiste en ser bruja, pensé. Siempre conviene tener en la familia al oficiante de una misa negra. Las copas de plata con la limonada tintinearon tentadoramente al entrar Margot. El viejo Montvoisin, que se había quedado amodorrado en el sillón, se irguió al oírlo, y Margot sirvió a su ama, a mí y al anciano; éste dio un gran sorbo y se limpió la boca con la manga.
—Pero tú puedes aspirar a más —dijo La Voisin, cuya voz era dulzona como la limonada—. Puedes poner los ojos en un hombre de posición… alguien como… Brissac. Sí, Brissac sería ideal.
—¿Brissac? —exclamé, a punto de derramar la limonada en el regazo—. ¿Por qué precisamente Brissac? ¿Por qué creéis que se avendría?
—Brissac no tiene ataduras con la duquesa; ella cortó con él porque es una molestia, ¿no te das cuenta? Está destituido —añadió, inclinándose hacia mí con una extraña sonrisa—, cada día se le ve más maleable y más desesperado. Se ha peleado con Nevers y no tiene donde vivir. Provisionalmente se ha trasladado a casa de… hummm, de otro caballero, digamos… que pronto se cansará de él. Sin embargo, en este momento los tengo a los dos en mi mano. La vivienda y los muebles los he alquilado yo. A Brissac le considero… una inversión. Y ahora que pienso en tu porvenir, veo el modo ideal de resarcirme. Si juegas bien tus cartas, querida, esa duquesita ñoña se le irá de la cabeza. Y él, al fin y al cabo, tiene un título, auténtico o no, y ha caído tan bajo que lo prostituirá por tu dinero. Tú le ayudarías en las mesas de juego; y la ventaja es que no tendrás que dormir con él. Mejor que mejor, porque dicen que en la cama huele peor que Louvois. Él irá por su lado, tú por el tuyo, os enriqueceréis los dos y… estarás a salvo de la policía. Ideal.
Eso es idea de Brissac, pensé. ¿Cómo se habrá cegado ella al punto de no ver el riesgo? ¿Será por dinero? ¿Qué dinero piensan repartirse si se lleva a cabo esa boda?
—Brissac… —Su nombre me producía asco—. No salgo de mi asombro… tenéis que dejarme que lo piense…
—No te lo pienses mucho, no sea que deje de ser pobre. En este momento está deseando ganar en el juego y se interesaría por ti.
No me gustaba el modo como lo decía; no necesitaba la bola de cristal para saber cómo evolucionaría semejante matrimonio. Una vez que le hubiera hecho rico, querría otra esposa, una de alguna familia noble; iría a ver a la reina de las tinieblas para que le diese un frasquito del armario y yo tendría que estar atenta a lo que bebiera. Salvo, naturalmente, que yo me anticipara a él.
—No te preocupes, querida —dijo La Voisin, dándome una palmadita en la mano cual si hubiese leído mis pensamientos—, una viuda con título puede defenderse casi tan bien como en vida del marido. Y con un matrimonio así te hallarías en una posición con la que no correrías peligro en la corte. Yo siempre velo por tus intereses, al fin y al cabo te considero como a una hija.
—Ni en mi propia madre confiaría más —respondí, mirándola con cara inocente y los ojos muy abiertos por encima del abanico.
La vaharada de ajo mezclado al olor de ternera cocida casi me tumba al entrar en el vestíbulo.
—¿Hay algún aviso, Mustafá? —pregunté con ilusión.
—No; sólo han traído una caja para monsieur d’Urbec —contestó Mustafá, sacando un abanico de su amplio fajín turco e iniciando un moroso movimiento para airearse la cara—. Id arriba a divertíos, madame —añadió; su voz sarcástica me siguió escaleras arriba, y al entrar en mis preciosos aposentos, ahora atestados de extraños muebles, me vi acosada por una de mis huéspedes indeseadas.
—Al fin mi pobre sobrino ha hablado en su lecho del dolor… —a mí me vino al pensamiento el rostro silencioso y lleno de enfado de d’Urbec volviéndose contra la pared— y sus primeras palabras han sido para exculparos.
—¿Exculparme?
—Ah, ¿cómo podía yo sospechar vuestra caridad y que arriesgaseis la mayor joya de una mujer, su reputación, para salvar a un héroe de una siniestra cáfila de asesinos? Sois una santa. —Qué interesante, pensé; d’Urbec ha llegado a la conclusión de que una vez que se inicia una historia no hay manera de darle fin si no es con otra más espectacular—. Es igualito que un romance —añadió su tía, cruzando las manos sobre el corazón.
—Bueno, pues sí, ya que lo decís —repliqué sin poder evitarlo.
Desde la antecámara nos llegó un gruñido de indignación que nos hizo volver la cabeza.
—¡Madre, te digo que no doy un solo sorbo más! ¡Voy a vomitar con tanto caldo!
—Florent, ¿qué es esa caja grande que hay ahí en la puerta? ¿Es tuya?
Asomé la cabeza por la puerta y vi a d’Urbec recostado en las almohadas y a su madre con un cuenco de sopa en el regazo, sentada a su lado en la cama, cucharón en mano. Una grotesca situación para el héroe de una conjura. Él, al verme, se ruborizó. Era evidente que había oído las explicaciones de su tía.
—Parecéis turbado, monsieur d’Urbec —dije yo con sorna.
—Tan sólo por no poder levantarme a saludaros como es de rigor por vuestra alcurnia, marquesa —respondió él con voz débil no exenta de ironía.
—¿Quién ha traído esa caja? —inquirí—. ¿Es más comida?
—El Grifo, que vino a ver cómo me encontraba, para desearme mejoría y a despedirse. ¿Verdad que sí, madre?
La mujercilla sentada en la cama alzó la vista muy incomodada y dejó caer el cucharón en el cuenco.
—Es encomiable mantener una vieja amistad, pero no sé por qué tienes que aceptar como regalo de despedida una caja llena de publicaciones escandalosas. Esas cosas deberían estar en el fondo del río —respondió muy digna.
—¿Un regalo de despedida? —inquirí, enarcando las cejas.
—El Grifo liquida el negocio; dice que cada día corre mayor riesgo y gana menos. Ha encontrado un editor de libelos jansenistas que le compra la imprenta, por lo que se marcha a Rotterdam, donde dice que se puede imprimir libremente. Y me ha traído como regalo lo que no puede arriesgarse a dejar o a pasar a través de la frontera.
—Pues vaya regalo para ser de un amigo —comenté.
—Exacto; eso es lo que yo he dicho —espetó madame d’Urbec, asintiendo enérgicamente con la cabeza en dirección a mí—. ¡Hay que ver, comprometer a un enfermo con una cosa así!
—Lo ha hecho con buena intención —protestó d’Urbec—. Son existencias que tienen su valor…
El Grifo le había dejado una renta para cuando se repusiera. Mi vista se cruzó con la de d’Urbec y ambos comprendimos que no podíamos añadir ningún detalle respecto a su oficio para no desazonar más a la madre.
—Supongo que Lamotte… de La Motte le dijo dónde encontraros.
—Sí, últimamente ha estado moviéndose mucho por mí —replicó él con un suspiro.
—Ésa es la clase de amistades que debes cultivar —añadió la madre—. Gente que te pueda hacer favores. Tienes que vencer esa inclinación hacia la chusma, Florent. Yo siempre he dicho que cuesta lo mismo mantener amistad con una persona significada que con una insignificante. Y lo digo en serio, Florent. No sabes aprovechar tu talento. Y añadiré algo: no puedes permitirte ningún error más.
—Sí, madre —dijo él con resignación.
—A mí no me respondas en ese tono. No sabes lo que es tener que aguantar a la estirada esposa de tu tío, aquella escuálida estéril, después de este… malentendido; con los aires que se da, sus sombreritos, la manera de caminar con sus zapatillas de seda, como si tuviera pies de oro indignos de pisar el suelo como los demás… Ah, qué ganas tengo de ver la cara que pone cuando seas importante. La última vez que la vi, en el pañero, hasta el criado que le llevaba la cola del vestido me miró con altivez. «Espero que comprendas, querida hermana, que no podemos hablarnos con tu hijo después de lo sucedido. Créeme que lo lamento más que nadie. Tantos años pagándole los estudios… lástima… No es que esperásemos que nos lo agradeciese, pero comprenderás que nuestra posición…». ¡Su posición! —exclamó llena de desprecio.
Pero la interrumpió Mustafá, que en aquel momento irrumpía anunciando al «caballero de La Motte» con una florida reverencia, preludio a la irrupción del propio Lamotte, pletórico de auténtico entusiasmo e incólume al bochornoso calor y al olor a ajo.
—¡Ah, qué alegría encontrarte mejor, d’Urbec! —exclamó—. El amor de una madre es el mejor remedio. ¡Un verdadero milagro!
D’Urbec dirigió una mirada feroz a Lamotte, mientras la madre agradecía el cumplido ruborizándose.
—¿Y qué es lo que huele tan deliciosamente a ajo?
El encanto de Lamotte llenaba el cuarto como un aroma.
—Un antiguo secreto de familia, un caldo para reponer fuerzas. Mis hijos lo han tomado encantados desde pequeños y por eso están tan sanos —contestó la madre, con una sonrisa beatífica.
—Ah, por Dios, apreciado caballero, qué gentileza por vuestra parte venir a visitarnos —terció la tía de d’Urbec, que había entrado tras sus pasos, decidida a no perderse nada. En ese momento apareció también Sylvie como por arte de ensalmo y se puso a quitar el polvo de los muebles por la parte de abajo, para tener mejor vista de las célebres pantorrillas de Lamotte—. ¡Qué zapatos tan preciosos! —exclamó la tía de d’Urbec—. En Orleans rara vez vemos cosas tan elegantes.
Los zapatos de Lamotte, con tacón alto rojo y lazos de seda, ponían aún más de relieve sus famosas pantorrillas. Vestía de seda amarilla con estrecho fajín no muy ceñido de selecto encaje, un amplio sombrero con plumas sobre la costosísima peluca de pelo humano rizado de color rubio claro.
—Me he decidido a pasar un instante, dado que me encontraba en París, por ver qué tal estabas. Llevo unos días ocupadísimo con los ensayos de la nueva obra que vamos a estrenar en la corte, y prácticamente no salgo de Fontainebleau, para poder supervisarlo todo. Ten en cuenta que es la última comedia del año antes de que comience la temporada dramática de invierno, época a partir de la cual dominan la escena, el verso aburrido y las reinas trágicas. Aunque dicen que monsieur Racine prepara algo realmente único. Ojalá, ojalá; lo cierto es que Racine se pasa el día leyendo fragmentos en los salones y no lo acaba nunca. Para mí que su genio se ha agotado. Lo que el público espera ahora es mi nueva tragedia. —Miró a las mujeres y al ver que le contemplaban admiradas esbozó una sonrisilla de satisfacción—. Oye, d’Urbec, ¿qué hay esa caja? Se parece a las del Grifo.
—De él es. ¿Sabes que se marcha?
—Eso me han dicho, eso me han dicho. Permite que satisfaga mi curiosidad y vea qué te ha dejado.
Y cruzó el umbral hasta la otra habitación, seguido por las mujeres.
—Ese hombre tiene magnetismo con las mujeres —oí que comentaba d’Urbec, al quedarme rezagada.
—Ajá, libelos —le oímos exclamar—. Madame de Brinvilliers… mediocres ripios. Un hombre mata a su familia y se suicida ante el cobrador de impuestos… qué cosa. Ah, uno nuevo: Máquina infernal descubierta en el puerto de Tolón. Una conjura de traidores intenta volar la nave insignia, etcétera. Un ingenioso artilugio de relojería para prender la mecha…
Se oyó el débil grito de una de las mujeres.
—Que se calle. Haced que calle ese entrometido de Lamotte… —exclamó d’Urbec tratando de levantarse, pero vi que hacía una mueca de dolor y desistía—. Geneviève, id con mi madre y decidle a Lamotte que está provocando un desastre.
Me apresuré a entrar en el dormitorio y vi que Lamotte estaba sentado en el lecho, radiante, leyendo a la arrobada audiencia los detalles de una conjura contra su majestad el rey para volar la flota en Tolón; pero madame d’Urbec estaba lívida y con las manos apretadas.
Lamotte, al verla, añadió:
—Perded cuidado, madame, la policía real descubrirá a los conspiradores y los ejecutará sin demora.
—Basta, Lamotte. Madame d’Urbec está fatigada por exceso de trabajo. Madame, sentaos aquí…
—Oh, Dios bendito, lo ha hecho. Él es el único que ha podido hacer eso… mi hijo Olivier. ¿Por qué Dios me habrá dado estos hijos que tanta desgracia me procuran? Debo acudir a su lado…
—Oh, qué desgracia —dijo Lamotte—. Criado, trae vino para madame, la veo muy pálida.
Aprovechando el revuelo, recogí el panfleto y lo guardé en la caja; y una vez que Gilles hubo traído el vino, dije con calma:
—Gilles, llévate esa caja y ponía… donde ya sabes.
—Entendido, madame —contestó él levantando la pesada caja para bajarla a la cueva, donde había una puerta secreta oculta tras las botellas de vino.
—Marie-Claude, tenemos que hacer inmediatamente el equipaje y tomar la próxima diligencia, si es que nos da tiempo… —dijo madame d’Urbec con voz desmayada, mientras su hermana la abanicaba en mi mejor sillón, donde yacía derrengada.
—Mesdames, pongo a vuestra disposición la carroza de mi protectora y sus criados para que os lleven a la diligencia en el momento en que deseéis partir. Es lo menos que puedo hacer por la honorable madre de un amigo querido —dijo Lamotte haciendo una florida reverencia, al tiempo que ella alzaba la vista agradecida, casi enamorada.
—Madame d’Urbec, ¿puedo ayudaros en algo? —dije yo, sin ningún indicio de emoción. La mujercilla se arrellanó en el sillón, rompió a llorar y, sacándose un enorme pañuelo de la manga, se enjugó las lágrimas entre profundos sollozos.
—Ah, qué sabréis vos, con vuestra posición y clase de vida… con todo esto… propietaria de una preciosa casa… vestidos, bonitos muebles… —Volvió a limpiarse la nariz y a enjugar sus lágrimas—. ¿Qué podéis entender del dolor de una madre? Seis hijos tengo y todos me han causado aflicción. ¡Impuestos! ¡Política! ¡La ley antigua! ¡La ley nueva! Todo eso que la gente decente se calla… Pero ellos no, todos ellos son unos incendiarios. Una maldición de la familia por parte de su padre. Válgame Dios, si fuesen hijas sería mucho más fácil…
Continuó sollozando mientras hacían desordenadamente el equipaje, y luego se guardó el pañuelo en la manga y volvió a la antecámara a despedirse de su hijo. Cuando salió tenía ya los ojos secos, y dijo:
—Madame de Morville, no podría dejar a mi hijo en mejores manos. Dios os bendiga por vuestra caritativa acción. Podéis devolver los muebles al tapissier de la calle de Charonne, detrás de las murallas. Dad aviso y ellos los retirarán. Ésta es la cuenta; no paguéis ni un céntimo más.
Y emprendió la marcha, agitada y doliente, del brazo de Lamotte, con su hermana detrás, dejándome en la cocina los pies de ternera cociéndose.
—Bueno —dijo d’Urbec, suspirando y alzando la cabeza de la almohada—, mi madre se marchó con mis ahorros.
—No os preocupéis, Florent —repliqué—, haré que tengáis un entierro decente.
Él me dirigió una mirada fulminante.
—No tengo ninguna intención de morirme y quiero borrar el recuerdo de este novelesco desaguisado.
—Antes que nada explicádmelo todo. Mustafá, si estás escuchando, hazlo por lo menos sin que se note.
El embabuchado piececillo del turco desapareció de puerta entreabierta. D’Urbec lanzó un suspiro y se miró las manos.
—Mirad, mi padre sería rico si tuviera una onza de sentido común. Es un relojero de primera y ha heredado un buen negocio; pero se pasa el día querellándose por viejos títulos, indagando sus antepasados, buscando incautos patrocinadores de sus planes fantasiosos y soñando que le concedan una pensión y un título para uno de sus más encarecidos proyectos. Por eso Olivier, mi hermano mayor, es quien lo lleva todo. A mi entender sabe el oficio mejor que mi padre y hasta inventa mecanismos mucho más prácticos. Por todo eso, es lógico que mi madre, nada más saber que han hallado en el puerto de Tolón una máquina infernal con mecha de relojería, conociendo las inclinaciones de la familia, haya extraído sus propias conclusiones. Eso es todo. Mi madre se pasa el día imaginando dramas. Al fin y al cabo es la moda y todos lo hacemos…
—Pero ¿qué es eso de la maldición de la familia, aparte de ser frondeurs[16] herejes, como deduzco por la lengua que habla vuestra tía?
—Yo no considero herética la religión reformada. Además, gracias a mi tío soy un católico mejor o más moderno que vos. Mi tío ha hecho de su conversión un negocio y quería que yo siguiera sus pasos.
—Y como no creéis en nada, os da igual, ¿no es eso?
—Creo en ciertas cosas, mademoiselle Pasquier. En la verdad, en la justicia, en el poder de la mente racional…
—Cosas muy poco corrientes en las que creer, me parece a mí. No me extraña que siempre andéis metido en líos. Por sí solo, eso constituye ya una maldición familiar.
Él se recostó en las almohadas, con su calculadora mirada fija en mí, y así estuvo un largo rato sin decir palabra.
—¡Maldición! —exclamó, entristecido a la postre.
—¿Qué sucede? —inquirí—. ¿Queréis más caldo de pie de ternera? Con este calor no se hará gelatina.
—Estáis enamorada de Lamotte, ¿verdad? No, no os turbéis. Les sucede a casi todas. Aunque… yo tenía esperanzas de que tuvieseis un gusto superior a lo corriente…
Aparté la vista de su compungido rostro.
—No estoy enamorada de nadie… y hoy tengo citas importantes —dije, a guisa de despedida, abandonando el cuarto.
Al día siguiente, al final de otra tarde de pegajoso bochorno, cuando la mayoría de los parisinos no hacía otra cosa que dormitar en casa con las ventanas cerradas, regresé de una visita a los suburbios y en la mesa de abajo me encontré con un gran ramo de rosas amarillas en una caja. Estaban todos en la planta de abajo, la más fresca, con las cortinas corridas para impedir que entrara el calor. Mustafá se abanicaba y d’Urbec, envuelto en una sábana, a guisa de toga y a falta de batín, estaba sentado en mi mejor sillón, leyendo en voz alta a los demás. Gilles había tomado asiento en un escabel junto a la puerta de la cocina y limpiaba la plata, y Sylvie se había aposentado en el segundo mejor sillón y zurcía medias.
—Vaya, no sólo nadie viene a abrirme la puerta, sino que todos… ¡Ah!, ¿qué es esto? —exclamé, interrumpiendo la reprimenda al ver las flores.
Sylvie se levantó inmediatamente del sillón y sacó un taburete de la cocina.
—No hemos querido leer la tarjeta hasta que regresarais —dijo d’Urbec, que ya tenía mejor aspecto, aunque algo en su interior había cambiado; los ojos que escrutaban mis movimientos eran distantes y cínicos.
—Más vale así —repliqué yo, volviéndome a poner los guantes y cogiendo despacio la gruesa tarjeta grabada de la caja, sacudiéndola con cuidado antes de leerla, sin dejar de notar la mirada de d’Urbec fija en mí.
—Oh, uf, Brissac. Las noticias circulan de prisa —dije, dirigiendo una mirada severa a Sylvie, que bajó los ojos hacia el huevo de zurcir como si fuera a empollar—. Por las guirnaldas de lavanda parece obra de la Pelletier, ¿no? No hay cuidado, pues; serán simples polvos de amor —añadí, pasando por los pétalos el dedo enguantado, al que se adhirieron unos cristalitos verdosos—. ¡Hideputa! —exclamé—. Sylvie, tápate la boca y la nariz con un paño húmedo y sacude esas flores afuera antes de ponerlas en el jarrón. Me gustan las rosas amarillas y no pienso tirarlas.
—Marquesa, parece que sabéis muchas más cosas que la muchachita que leía a Petronio a escondidas.
—Se vive y se aprende, monsieur d’Urbec —repliqué, mientras observaba a Sylvie salir rápidamente de la cocina con las flores—. Polvos de amor, polvos para herencias, guantes perfumados italianos… El mundo de la elegancia actual no es para necios ni para cobardes. —Me volví y vi que tenía clavados en mí sus ojos calculadores y ojerosos.
—¿Debo entender que el duque de Brissac se interesa por vos? Cuidado con él —añadió con voz pausada—. Brissac es un derrochador sin blanca que arruina a sus queridas y… a otras amistades. Como nouvelliste, podría argumentároslo con elocuentes detalles.
Sí, decididamente algo en él había cambiado.
—Bien, monsieur nouvelliste, si merced a las leyes de la hospitalidad puedo apaciguar vuestro interés profesional, os diré que lo que persigue es el matrimonio; un matrimonio secreto de conveniencia. Su único peculio son dos camisas y vive a expensas de mi protectora. Y, por lo que tengo entendido, es posible que ella le haya prestado el dinero para comprar esas flores. Cifra sus esperanzas en unir sus fuerzas a las mías y rehacerse de la ruina en las mesas de juego.
—¿Y su actual esposa no constituye un obstáculo para sus planes? Bueno, supongo que como duquesa de Brissac tendréis una preciosa tumba una vez que le hayáis ayudado a restaurar su fortuna.
—¿Por obra de él, ese bastardo maloliente? Tan sólo si yo me la pagara después de la boda. —Y me eché a reír, mientras cogía el jarrón de manos de Sylvie y colocaba el ramo en el aparador—. ¿A qué escultor creéis que debo encomendar el mausoleo? ¿A Warin? ¿O está pasado de moda?
—No tenéis por qué aceptar ese matrimonio sólo por el hecho de que yo os haya comprometido —replicó sin alterarse.
—Yo me comprometí abriendo la puerta; la decisión fue mía. Pero he decidido no casarme. Viviré mi vida.
D’Urbec se me quedó mirando un buen rato con la mandíbula apretada. Luego dijo con voz zumbona que sonaba a falso:
—Si un hombre sin camisa no fuese más ridículo que uno con dos, propondría solventar el mal que he hecho del único modo honorable que está a mi alcance. En las circunstancias actuales, me veo obligado a solicitar vuestra indulgencia unos días más, rogándoos que me facilitéis una hoja de papel, pluma y tinta.
Cuando iba a por ello oí preguntar a Sylvie con voz de asombro:
—¿Qué es lo que os proponéis?
—Es un momento histórico en el que vais a ser testigos del proyecto para lograr la fortuna de la casa d’Urbec —respondió él en tono taciturno. La atmósfera del cuarto se hizo aún más sofocante.
D’Urbec cogió la pluma y se dispuso a escribir.
—La denuncia —prosiguió— de un abate italiano que ha leído una obra escandalosa y blasfema que debe ser del conocimiento del inspector del gremio de libreros para que la prohíba: el blasfemo e irrespetuoso Parnasse Satyrique. El Grifo me ha legado un capital de doscientos ejemplares de obra tan salaz, y su condena oficial aumentará el precio de veinte céntimos a veinte libras; por lo que un hombre inteligente sabrá multiplicar varias veces el capital de cuatro mil libras en esta ciudad de especulación. La única ventaja que me ha concedido la vida es que sé dónde se originan las fortunas corruptas y lo rápido que se convierten en respetables. Madame de Morville, me haré rico… lo bastante rico para enviar a mi anciana madre un carruaje con caballos y un nuevo sombrero que provoque un ataque cardíaco en su cuñada; lo bastante rico para volver a ocupar un lugar en el mundo —dijo, echando arena para secar la carta y sacudiéndola—. Toma, Sylvie, entrega esto a la policía —añadió, lacrando el borde doblado—. Sé que sabes cómo hacerlo.
Sylvie me miró con gesto interrogante.
—Sí, Sylvie, hazlo. Podéis contar con nuestra discreción, monsieur d’Urbec.
—Gracias —dijo él.
Sentí súbitamente miedo de él, de su resolución, de su extraña mirada. Parecía un hombre capaz de cualquier cosa.
Sin dejar de mirarme, entregó la tinta y el papel a Sylvie para que volviera a ponerlos en el armario del que yo los había cogido. Su movimiento dejó al descubierto bajo la sábana parte de la marca chamuscada que llevaba en el hombro, y vi que sus ojos se ensombrecían al notar que yo apartaba la mirada.
—Yo no sé leer imágenes en el agua, Atenea, pero voy a hacer una predicción. Tenéis que descubrir que Lamotte no puede compararse mentalmente a vos, antes de conquistarme a mí.
—¿Qué os hace pensar que deseo esas dos conquistas? —repliqué con desdén.
—¿Habéis olvidado que no soy un necio? Vuestros ojos os traicionan. ¿Me habéis acogido exclusivamente para obligarle a acudir? Sé que eso cabe perfectamente en vuestros cálculos. ¿Qué es lo que tanto encandila a vuestros ávidos ojos grises? ¿Las medias de seda? ¿Su horrenda poesía? ¿O esa mirada de carnero que es incapaz de evitar cuando hay mujeres? Cuando crezcáis, picaruela, sabréis dónde encontrarme.
—¡Sois asqueroso, Florent d’Urbec! —exclamé para ocultar mi humillación por verme tan certeramente desenmascarada—. ¿Qué pretendéis de mí? ¿Que lo abandone todo para irme con vos y no ser nadie? ¿Acaso no he arriesgado demasiado ya por vos? ¿Es que los hombres lo queréis todo? ¿Todo lo que veis tiene que ser para vosotros? Hasta ese absurdo y repugnante nigromante de Brissac me ofrece una alianza. Su rostro palideció y, con ojos brillantes de furor, gritó:
—Geneviève Pasquier, os juro que lamentaréis eso que acabáis de decir.
Pero su furor me infundió valor; le miré a la cara y me encogí de hombros.
—Bah, siempre la venganza. Todo el mundo quiere venganza. En mi caso me condujo a la reina de las tinieblas, y ahora ya no puedo ni oler tranquila unas rosas. ¿Adónde os llevará a vos, Florent d’Urbec? Cuando menos, el objeto de mi venganza es un monstruo que me hizo daño y no una mujer que ha corrido riesgos por hacerme bien. Ya me explicaréis algún día, amigo mío, dónde está vuestra gran inteligencia y cómo dilucidáis lo que merece venganza.
Estuvo dos días sin hablarme. Al tercero pidió una aguja a Sylvie y, con la melindrosa maestría de un soltero empedernido, se cosió la camisa que, tras varios lavados, había perdido las manchas de sangre.
—Me marcho —dijo—. Mandaré a por la caja cuando encuentre un sitio para vivir.
—¿No tenéis adónde ir? —inquirí angustiada; le veía aún agotado y febril, se tambaleó al llegar a la puerta y comprendí que era el orgullo lo que le sostenía en pie.
—Vivía en la trastienda de la imprenta del Grifo, en la que él con su familia ocupaban el piso superior. Los jansenistas no serán tan simpáticos.
—¿Volveré a veros?
—Claro que sí. En el Cours-la-Reine en carroza de cuatro caballos. Adiós, madame de Morville. No se os ocurra oler ninguna flor.
Eché a correr escalera arriba, llorando como una boba sin motivo alguno.